CAPITULO XIII

NO sabía qué pensar.

Era la primera vez que Ini y Michel se retrasaban tanto.

Daba vueltas por la cocina, aparecía en el living y preguntaba nerviosamente.

—¿Qué hora es, Patricio?

Patricio estaba cansado, muy cansado. Había trabajado todo el día, y lo que más le placía én este mundo, era regresar a casa a las nueve o nueve y media de la noche, ponerse las zapatillas y el batín, hundirse en una butaca y olvidarse del azúcar, del café, del jabón y de tantos artículos que vendía en su tienda.

Y, sobre todo, nada le gustaba más que sentarse junto a la estufa y desplegar el periódico.

La verdad es que en todo el día, no tenía tiempo de leerlo. Por eso le encantaba hacerlo a aquella hora, entre tanto Marina hacía la comida y ponía la mesa.

—Patricio...

La foz alterada de Marina, produjo una sacudida en su esposo.

—Pero, mujer, ¿qué diablos te pasa?

— Los chicos tardan, ¿no? ¿Qué hora es?

Resignadamente, Patricio miró el reloj.

—Las once y media.

—Han salido a las ocho en punto.

—¿Y eso, qué? Si fueron al cine, a la sesión de las ocho, no podrán estar de vuelta hasta más tarde.

Marina ya lo sabía.

Pero, no sabía ella por qué razón, le estaba inquietando aquella tardanza.

—He tomado cariño a Ini —decía, mientras iba de un lado a otro—. Le he tomado verdadero cariño, pero, si he de serte sincera, estoy deseando que lleguen las vacaciones y se marche a su pueblo. Yo creo que hasta nuestro hijo, por atenderla y sér amable, pierde algo en sus estudios. A veces pienso que Michel es demasiado correcto, demasiado cumplido.

—Es su deber —farfullaba el marido sin dejar de leer la sección de deportes.

—Hoy he recibido carta de Patty. Está muy contenta. Dice que cuando piensa que Ini vive con nosotros, se tranquilizan todas sus inquietudes.

—Pero, por lo visto, mientras ella tranquiliza las suyas, a tí te aumentan —dobló el periódico—. ¿Qué es lo que temes, Marina?

Marina no sabia qué cosa temía. Ni si temía algo en realidad.

Ella estaba inquieta, eso sí que lo sabía. Era como si presintiera algo y no supiera qué presentía.

—Dices que Michel te dijo él mismo que no eran novios, ni siquiera sentimentalmente sé gustaban. Si lo deseas, yo mismo le diré a Michel que espacie o dosifique más sus relaciones amistosas con Ini.

—Eso, no —saltó Marina nerviosa—. Ten presente que Ini es como nuestra hija, y lo lógico es que Michel cuide de ella. Sería terrible que Ini estuviera ahora mismo con un desconocido. Entonces sí que mi inquietud sería indescriptible.

Patricio volvió al periódico.

—Pues siendo así, tranquila, mujer. Tal vez comieron por ahí. O se fueron a una fiesta.

—Parecían enfadados.

De nuevo dejó Patricio de leer.

—¿Enfadados? ¿Porqué?

—No sé. Discutían, cuando yo a las ocho subí a casa. Los topé bastante raros, acalorados. Después, Michel dijo que se iba, y ella dijo que se iba con él.

Patricio frunció el ceño.

— ¿No será que Ini se enamoró de Michel?

Era algo que no se le ocurrió pensar a Marina.

—Será mejor —dijo el marido— que le preguntes a la misma Ini.

—Sí, quizás haga eso. Aunque, si no es correspondida por Michel, seguro que lo negará. Al fin y al cabo, Iñi es como una criatura.

Se oyeron pasos en el rellano.

—Ahí están —dijo Marina triunfal—. Les voy a abrir.

Corrió hacia la puerta, pero ya ésta se abría, apareciendo primero Ini y después Michel.

Como había poca luz en el hall, Marina no pudo ver la palidez de Ini. Michel, en cambio, parecía el de siempre. Reía. Tal vez algo nerviosamente, pero en eso tampoco se fijó su madre.

—Qué modo de olvidaros de que os esperamos para comer.

—Perdona —murmuró Ini.

—¿Qué te pasa? ¿Te ocurre algo?

Ini parpadeó.

—Es que venimos del cine —dijo Michel, al tiempo de colgar la pelliza en el perchero— y se nota que la impresionó.

—¿Es eso, Ini?

—Sí...

Y pasando al fondo del pasillo, sin entrar en el living, dijo:

—Me voy a la cama. Me duele mucho la cabeza... Comí algo en una cafetería. No tengo apetito.

Michel intentó decir algo, pero al ver a Ini desaparecer en el recodo del pasillo, se quedó, tan sólo, algo envarado.

—Mañana —dijo al segundo— te llevaré en moto a la Universidad.

Ini dijo a media voz, sin volverse para mirarlo.

—Bueno...

Michel, al entrar en el living, parecía algo nervioso. Tenía los ojos muy brillantes. Movía los párpados sin cesar.

Pero Marina disponía la comida y no se fijó en aquella rara transformación de su hijo.

—Me tarda que lleguen las vacaciones —dijo el padre—. Ini te ocupa demasiado tiempo. ¿Habrá suspensos este año, Michel?

Michel desplegó la servilleta.

—No. De eso estoy seguro. Terminaré este año y me iré de viaje. Quiero hacer un largo viaje.

Marina le miró recelosa.

—Ya sabes que no somos capitalistas, Michel. Para este viaje... no vamos a darte mucho dinero.

Michel parecía ofendido.

—¿Mucho? No me darás nada, madre. Estaría bueno. Yo me voy por mi cuenta y riesgo, y ganaré para vivir y ampliar estudios. Hoy día eso es fácil. Trabajaré en lo que sea, con tal de aprender. Muchos amigos míos lo han hecho, y si bien no han vuelto ricos, porque realmente no fueron a enriquecerse, han regresado con una experiencia profesional importantísima.

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No tenía más remedio que esperar abajo.

Y no por cumplir.

Estaba inquieto.

Nunca le ocurrió cosa semejante. Fue como si se hiciera daño a sí mismo. A él jamás le ocurrió cosa igual, y la verdad es que, experiencias de aquel tipo las había vivido miles de veces.

Cuando salió de casa, le preguntó a su madre, al nover a Iñi por parte alguna.

—¿Se ha ido... Ini?

—No ha salido de su cuarto.

—¿Estará mala?

—No. He ido a ver. Y la encontré parada, como ida, pegada la frente al cristal de la ventana. No sé si me vio. Que oyó mi voz, de eso estoy segura. Porque me contestó en seguida.

—“Tardaré un poco más”, me dijo. Y yo salí. Pensé si tendría alguna carta de Patty, pero resulta que no ha habido nada.

Por eso estaba allí. No en su casa o ante su casa. A dos manzanas, a la grupa de su moto, con los dos pies posados en el suelo, la miraba ávida, fija en el portal de su casa.

No deseaba que su madre le viera esperar a Ini. Había que andarse con cuidado. Sospechaba que sus padres presentían que él sentía por Iñi más que la amistad y el deber.

La vio aparecer. Firme, esbelta. Enfundada en unos pantalones vaqueros, un suéter de cuello alto y la zamarra de piel de becerro que le llegaba a la mitad de las pantorrillas.

Por fuerza, Ini, si pretendía tomar el “bus”, tendría que pasar por allí. Y esperó él. En efecto, Ini, con los libros bajo el brazo, pasaba a su lado. Caminaba como un autómata.

—Ini —siseó.

Ini se detuvo en seco.

Alzó la cabeza y miró a Michel con expresión ausente. Ni censora ni rencorosa, ni siquiera amorosa. Ausente, eso sólo.

El, Michel, sintió como si se le retorciera algo muy sensible dentro del cuerpo. ¡Diablos! A él jamás le había ocurrido cosa parecida. Sentía la sensación de que había apaleado a Ini, y de que ésta, en su inmensa comprensión y bondad, no se lo reprochaba.

—Sube —dijo Michel a media voz.

Podía suponerse que Ini se negaría, o que diría algo ofensivo, o que, sin decir nada, siguiera su camino hacia la parada del “bus”. El recordaba a Ellen y a Mildred y a muchas otras. Todas se ponían furiosas después y decían cosas insultantes y le exigían reparaciones.

Esa era la diferencia entre ellas e Ini. Ini, mudamente, subió a la moto, se agarró a Michel por la cintura y esperó a que él pusiera la moto en marcha.

Cosa rara.

Michel tenía ganas de decir mil cosas. No sabía qué cosas, pero sí decir muchas, cualesquiera que fueran. Pero sólo supo decir, al tiempo de poner la moto en marcha.

—Agarra bien los libros. Pueden caerse,

Ini dijo bajo, con deje ausente.

—Sí... Ya, ya los agarré.

La moto emprendía la marcha, pero no fue en dirección a la Universidad.

También podía parecer raro que Ini no preguntase dónde iba. Iba tiesa, eso sí. Aferrada a Michel, pero sin pronunciar una sola palabra.

Cuando la moto tomó por una carretera general, y fue a detenerse en la cuneta, en un lugar solitario, Ini descendió mudamente.

Michel aparcó la moto y después se quedó algo rígido con las dos piernas separadas.

Ini se sentó en el borde de la cuneta y encendió un cigarrillo.

La brisa era fría. El humo que salía de su boca, parecía esparcerse ntuy aprisa.

Michél, nervioso, muy nervioso, como niuica lo estuviera, también encendió un cigarrillo y fumó muy aprisa.

Después no se sentó.

Quedóse de pie, mudo, absorto. Pero de súbito, dijo casi a gritos:

—Di algo.

Ini le miró.

Tenía los ojos húmedos, pero sus labios ni siquiera se fruncían con rabia.

—Por el amor de Dios, di algo. Estoy esperando desde ayer, que digas un montón de cosas.

—Es mejor que me lleves a la Universidad —dijo Ini con un hilo de voz.

—¿Qué piensas? —Michel estallaba como un energúmeno—. Di, di. ¿Piensas que soy un cerdo? ¿Un mierda?

Ini se levan tó.

Pero cuando fue a pasar por el lado de Michel, este alargó el brazo y la agarró, sacudiéndola.

—No soporto tu silencio, ¿oyes? Ni soporto tus lágrimas.

Ini le miró desde su velo húmedo.

—No lloro —fue lo que dijo.

Michel la soltó.

Nunca se sintió culpable de nada.

Y en aquel instante, sí.

Tremenda y vilmente culpable.

Por eso giró sobre sí, subió a la moto y dijo a gritos:

—Sube.

Ini subió. Sujetó los libros con una mano y con la otra rodeó el pecho de Michel.