XI

Fueron al mismo sitio. Y allí en «su» mesa estaban sentados los dos.

Se tocaban sus rodillas.

El casi apresaba las de Pat entre las suyas.

—Pat, hay una pregunta que me arde en la boca. ¿Te ofendería mucho si te la hiciera?

No sabía a qué se refería, pero lo presumía.

De todos modos Ted podía pensar de ella muchas cosas, pero ella sabía que él era, sencillamente, su marido, luego, entonces, cualquier pregunta que hiciera estaba dentro de lo normal.

Fuera de la índole que fuera.

—Pregunta, Ted.

—¿Estás segura de que no te ofenderé?

—Supongo que no.

—¿Te ofendí alguna vez, Pat?

Sí.

Cuando le planteó la cuestión de la separación sin preguntarle si a ella le dolía o no.

Pero eso formaba parte de otro pasaje de su vida.

Aquel que vivía era distinto.

—Dime, Pat.

—No, no, Ted.

—No te he ofendido.

—Regularmente, no.

—¿Supones que mi rompimiento con mi mujer se debía a mis relaciones contigo?

Aquello sí que era un jeroglífico.

Bebió un poco de borgoña antes de responder.

Incluso encendió un cigarrillo.

Los dedos que lo sostenían temblaban perceptiblemente.

—Pat —susurró él inclinando su fuerte tórax hacia adelante—, me parece que no te gusta hablar de eso.

—No..., no demasiado.

—¿Por qué? Entre nosotros hubo más que un trabajo y una amistad superficial.

Silencio.

Fumaba aprisa.

—¿Qué hubo, Pat?

—¿Hemos hablar de eso?

—Sí. Es para mí una pesadilla. Desde que te vi entrar en mi oficina sentí algo desusado en mí. ¿Lo sentí antes o es cosa nueva? No, lo sentí antes, y te diré por qué. Porque hay muchas cosas que recuerdo de ti y de mí.

—¿Cómo... qué, Ted?

El camarero les servía.

Lo de siempre.

Los miraba sonriente, como si les conociera.

Y claro que les conocía.

Ted dijo cuando se alejaba:

—Me dieron ganas de preguntarle de qué nos conocía.

—De almorzar aquí, Ted.

—¿Era nuestro..., digamos, rincón amoroso?

—No sé si amoroso. Pero sí que veníamos aquí una o dos veces por semana.

—¿Durante cuánto tiempo?

—Ted, ¿por qué te torturas haciendo preguntas así? Lo lógico es que permitas a tu padre hablar de ti y tu vida. Y, sin embargo, no lo haces. No quieres saber.

—No es lo mismo recordar por mí mismo a que me ayuden. No quiero que me ayuden, Pat. Siempre sería como un payaso apoyado en pilares donde no se cimentó mi vida. No, no. Tengo que descubrirlo todo por mí mismo.

—Y, sin embargo, me preguntas cosas a mí.

—Pero esto es distinto. Se trata de ti y de mi, y yo «siento» que tú has tenido mucho que ver en mi vida. Es por esa razón que pretendo demenuzar lo nuestro. ¿Hemos sido amantes, Pat?

Así, sin más.

La respuesta o se decía con claridad o se mentía.

Y había que enfrentarse con realidades.

De nada servía escapar de aquéllas.

—Dime, Pat.

—Sí.

—Es decir, que por ti yo dejé a mi mujer.

Tampoco era así.

Pero si dijera la verdad, todo estaría claro para Ted, y dado su inteligencia, ¿qué ocurriría?

Se percataría de que su mujer y ella eran la misma persona y la reacción se podía considerar imprevisible.

—Yo no sé si por mí dejaste a tu mujer.

—Pero si yo tenía amores contigo... ¿Sabes? —su voz se hacía vibrante—. Yo estoy seguro que te deseaba y te quería mucho. Siendo así, ¿qué podía esperar de mí mi mujer? ¿Fue ella la que se separó? No. Mi padre dice que fui yo quien planteó la cuestión y que ella la aceptó.

—¿Te has preguntado alguna vez si ella, la aceptó por complacerte o porque tampoco te quería?

Ted miró al frente.

Indudablemente la pregunta le desconcertaba.

* * *

—Si tú estabas cerca de mí en aquellos instantes de mi vida, ¿qué supones?

—Si te lo digo puedo inquietarte mucho.

—Dilo. Más inquieto que estoy no podré ponerme.

—Ella te amaba.

—¿Cómo?

—Aceptó la situación por ese mismo amor.

Ted empezó a parpadear.

—¿Quién te dijo a ti todo eso?

—Lo sé. ¿No te basta?

—¿Conoces a mi mujer?

Era exponerse mucho en la respuesta.

Pero algo había que exponer.

Y lo expuso.

—Sí.

Oh... Pero si ella me quería y yo tenía intimidad contigo, ¿no he sido demasiado ruin?

—No, Ted. Has sido como sois todos los hombres. Egoísta.

—Dime, dime, Pat, porque me estoy armando un tremendo lío. Tú hablas como si defendieras a mi mujer y, sin embargo, no te considero insensible, capaz de tener intimidad con un hombre al que no amabas.

—Eso es dintinto.

—¿En qué sentido?

El camarero traía las ostras.

La conversación quedaba interrumpida.

Como en el aire.

Como prendida por mil interrogantes mudas.

Cuando el camarero se alejó, Ted preguntó impaciente:

—¿En qué sentido es distinto?

—Lo era, Ted.

—¿Quieres decir que ahora no vas a reanudar tus relaciones íntimas conmigo? Porque, espera, aguarda, déjame que te diga. Yo tengo la sensación de que contigo, mi intimidad fue absoluta.

—Y lo fue.

—Sabiendo tú que mi mujer me amaba y aceptó la situación de la separación sin rechistar.

—Es que tú la expusiste así, Ted. No le preguntaste a ella si la deseaba como tú. La planteaste y ella la aceptó. De haberte querido menos, no la hubiera aceptado.

Ted se pasó los dedos por el pelo.

—¿No es mejor que ahora comas, Ted, y si lo prefieres continuemos luego esta conversación?

—Sí, sí. Me siento como aturdido. Desfasado. Si me apuras, hasta absurdo. Me hablas de ti, me hablas de mi mujer, de su amor y, sin embargo, aceptas que hemos sido más que amigos.

—Por supuesto.

—Lo cual indica que la esposa, la mía, y tu propio marido quedaban marginados.

—En cierto modo, sí.

—Luego, entonces, si los dos nos queríamos no teníamos por qué sacrificar nuestro amor al amor de los demás.

—Según se mire.

—¿Cómo? ¿No es egoísta el ser enamorado?

—Pienso que sí.

—Y tú me reprochas el que te haya amado a ti y haya dejado a mi mujer, ya que ésta me amaba.

—Es algo raro todo, ¿sabes? Ya no sé ni por dónde iba. Ahora —le decía con voz vibrante— prefiero saborear las ostras.

Y fue lo que empezó a hacer.

Ted también, pero a cada rato la miraba interrogante.

Muchas cosas familiares descubría él en aquella mujer.

Muchos detalles íntimos de su vida.

Es más, hasta creía saber cómo hacía el amor.

Lo apasionada que era.

Lo vehemente.

Quedaba claro.

Habían sido amantes, por encima del marido de ella y de la esposa de él.

¿Por qué, si la cosa era así, no estaban divorciados y casados ambos?

—Una pregunta, Pat —dijo él de súbito, como sofocándose—, tú tienes un lunar bajo el seno derecho.

Pat dejó de comer ostras.

Sus ojos empezaron a parpadear.

—¿No es eso cierto, Pat?

—Sí, sí...

—Y yo lo vi mil veces.

—Sin duda.

—¿Dónde nos hacíamos el amor?

Iba directo al objetivo.

Y Pat temía aquel objetivo tan directo.

—No debo ser muy considerado —dijo sin esperar respuesta, como reflexionando en alta voz—. Y siento que no lo soy porque no me has conmovido al decirme que mi mujer aceptó la situación expuesta por mí, por amor. No se ama a una persona porque ella te ame a ti, Pat. Se ama porque sí, y yo, sin duda, te prefería a ti. Es indudable que si planteé esa cuestión a mi mujer, lo hice porque tenía amores contigo. Puede que tú, por ser de la parte de fuera en la vida de mi mujer, ignores esos detalles, Dices también que la conoces. Pues yo prefiero igmorarla, ya ves. No quiero divorciarme sin recobrar la memoria, pero el día que eso ocurra lo haré sin dilación y te pediré que seas tú mi mujer.

—No has pensado en algo que puede suceder, Ted —dijo Pat con cautela—, que al recobrar la memoria te des cuenta de que yo sólo fui un remiendo apasionado en tu vida y ella sea la verdad de esa vida tuya.

—Eso es imposible. Yo siento en mí una pasión loca por ti. Un deseo insufrible. Y aunque te cause risa, todo ese deseo y esa gran pasión está metido dentro de una gran ternura. Tú me conmueves, me sensibilizas, siento que te adoro y donde quiera qye te haya hecho mía, sé que he sido feliz.

—Se derrite el hielo, Ted —le dijo ella afectuosamente—. Se anegan las ostras, y además se calientan y después no saben bien.

—Me mandas que coma.

—Te lo pido.

—Y que margine esos deleitosos momentos de mi vida compartidos contigo —miró en torno— aquí, en alguna parte de los dos. En mi apartamento no. Ahí no te asocio, pero me gustaría que te quedaras conmigo allí esta noche.

Estaba loco.

Podía ocurrir que de la emoción de poseerla, recobrara la memoria y todo se fuera al traste.

Se quedó silenciosa y algo demudada.