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No lo llamó por teléfono, y Miguel a cada día transcurrido se sentía más intranquilo y desasosegado, hasta tal punto que su padre se lo notó.

—¿Qué demonios te pasa? Estás perdiendo el apetito y el color, y hasta el deseo de trabajar.

—Te aseguro, papá…

—Ya te dije en otra ocasión, que te vi nacer… A mí con disimulos, no. ¿Por qué no buscas mujer y te casas?

—No es tan fácil.

—A los veintisiete años lo era.

—Es cuando uno piensa de modo absurdo. Después, al madurar…

—¡Bobadas! Busca mujer y cásate. Tendrás una compañera, y no te sentirás menguado.

—Yo no me siento menguado.

—¿No?

Se enfadaba al fin, y a David le preocupaba. ¿Quién tepdría la culpa? ¿Susana? Pues sí, Susana. Indudablemente, Miguel nunca deseó a aquella muchacha, sino amó, y no lo supo comprender, y era tan tonto que aún no se daba cuenta. «Tan listos para unas cosas —pensó don David— y tan bobos para otras.»

Miguel vio a Susana aquella tarde. Fue, como en otra ocasión, en una sala de fiestas, con el mismo hombre. Este la miraba con adoración y observó, sin ser a su vez observado, que la joven no le prestaba mucha atención Parecía alejada Se alegró con una alegría casi salvaje. Y al darse cuenta, se llamó estúpido. ¿Qué le iban a él ni le venían las cosas de aquella tonta aldeana, bruscamente trasplantada al gran mundo?

Ella no lo vio, y esto satisfizo a Miguel, que salió del local y se dirigió al auto. Lo puso en marcha y de súbito decidió ir a casa de Susana. Hablaría con Ama, y cuando la joven llegara no tendría más remedio que recibirlo, porque él ya estaría allí.

Conducía el auto y pensaba. Era extraño, casi absurdo, que una aldeanota como aquélla se convirtiera en una chica de mundo, que alternaba con diplomáticos. Claro, tenía mucho dinero y era escandalosamente guapa y joven.

La recordó, aquel atardecer junto al río, escuchando embobada su explicación. «¿Qué es el amor?» «¿Y cómo son los cines?» Era absurdo que aquella inocente niña llena de ignorancia, estuviera en aquel instante en una sala de fiestas, en brazos de un diplomático, que la miraba amorosamente. ¿Y si se casaba con el diplomático? Se estremeció. Y se preguntó, asombrado, por qué se estremecía. Después de todo, era solamente la hija de un primo de su padre. ¡Sólo eso!

Frenó el auto y saltó al suelo. Atravesó la calle y se internó en el ascensor. ¿Por qué iba allí? Pues no lo sabía. Ella claramente le había desdeñado, demostrando que no quería saber nada de él. Pero no podía dejarla sola. Tendría muchos amigos, pero estaba muy sola en Madrid, y debía velar por ella. Era una convicción que hubiera hecho reír a don David, pero Miguel no dijo esto a nadie. Lo pensaba, y era más que suficiente.

Le abrió la joven doncellita.

—No está, señor.

—Ya lo sé. Pero estará Ama.

—Sí, claro.

—Dígale que yo he llegado.

Se quitó el abrigo y el sombrero, y se lo entregó. Con la mayor tranquilidad, atravesó la casa y encontró a Ama en un salón, poniendo una mesa con dos cubiertos. Se estremeció. ¿El diplomático cenaba en casa con Susana? Pues eso, no. El estaba allí para impedirlo. Era pariente de Susana, y tenía el deber de velar por ella.

—¿Para quién es esa mesa? —preguntó, con voz ahogada.

—¡Oh, señorito Miguel! Me asustó usted. No lo esperaba en este instante.

—Buenas noches, Ama —se calmó un tanto, pero nuevamente preguntó—. ¿Para quién es esa mesa?

—Para Susana y yo.

—¡Ah!

Y sintió como si algo grato, consolador, penetrara dentro de él.

* * *

—¿Pongo un cubierto para usted? —preguntó, de pronto. Ama.

A Miguel se le ensanchó el corazón.

—Tal vez a Susana no le agrade.

—Creo que sí. Ella siempre admite por bueno todo lo que yo hago.

—Pues ponló, Ama. Veremos lo que ocurre.

El ama sonrió, y puso sobre la mesa un tercer cubierto.

En aquel instante, se oyó un llavín en la cerradura, y los pasos ágiles avanzaron por el pasillo.

Lo primero que vio, al recostar su figura en el umbral, fue la mesa.

—¿Quién cena con nosotros, Ama? —preguntó serenamente.

El ama no contestó, pero Susana siguió la trayectoria de sus ojos, y, por un instante, sólo por un instante, se observó en ella sobresalto, pero inmediatamente reaccionó. Atravesó la estancia, y, sin quitarse el abrigo, se dejó caer en una butaca, suspirando.

Miguel, frente a ella, con las manos en los bolsillos, la contemplaba interrogante. Susana no decía nada, lo miraba nada más, pero había en su mirada como un mudo reproche, como si ésta expresara claramente su desconcierto: «¿Por qué?» —parecían decir sus ojos—. «¿Por qué te inmiscuyes en mi vida, si sabes que molestas?». El debió comprenderlo así, pues, nervioso, dio un paso atrás, disculpándose:

—Lo siento, Susana. Indudablemente, soy un… entrometido. Perdóname.

Ya estaba en la puerta cuando la voz femenina sonó, un poco enronquecida:

—¡Quédate!

Se volvió, con la mano en el pomo.

—Susana, no debo molestarte.

—Te pido que te quedes. Tal vez tú y yo tengamos algo que decirnos.

Se puso en pie, sin esperar respuesta, y se quitó el abrigo. Miguel se apresuró a recogerlo en sus manos. Sin soltarlo, sin dejar de mirarla, murmuró:

—Hemos sido… buenos amigos. Nunca he tenido grandes amigos. Tú… lo has sido para mí.

—¿Y estás seguro de que tú lo fuiste de igual modo para mí?

Había tal agudeza en su mirada y tal firmeza en su acento, que Miguel, a su pesar, enrojeció.

—No creo —dijo, de pronto, con energía— que hayas sido lo bastante madura a los diecisiete años, como para penetrar en mis sentimientos.

—¿Sentimientos?

—Bueno —atajó, nervioso—. Yo… no sé qué decirte.

—Naturalmente que lo sabes, pero si quieres…, lo olvidaremos —y con indiferencia ofensiva, que dolió a Miguel—. Por mi parte, olvidado. A decir verdad, no acostumbro a tomar en cuenta ciertas mezquindades.

—¡Susana! —reprochó.

—¡Oh, tú no entiendes. Miguel! —y alzándose de hombros—. Eres demasiado inteligente para mí, que soy tan ignorante —y sin dejarle intervenir, añadió: Perdona. Volveré en seguida. Nos servirán la comida al instante.

Salió, y cuando, un cuarto de hora después, entró de nuevo en la salita donde Ama ponía todos los días la mesa, para cenar íntimamente, sobre aquélla sólo había dos cubiertos. Quedó, como momentos antes, rígida en el umbral, arqueada una ceja, fijos los ojos en la muda Ama.

De pronto, ésta comprendió en la mirada.

—Se… ha ido.

—¡Ah! —Y sin otro comentario, se sentó a la mesa y desplegó la sérvilleta.

—Susana.

—¿Eh?

—¿No has sido… demasiado dura con él?

Susana alzó los ojos. En aquel instante parecían más luminosos.

—¿Qué dices, Ama?

—Fuiste demasiado dura. Demasiado despiadada, recordando un pasado que… ya pasó.

—Hay cosas que no pasan nunca, aunque transcurran miles de años.

—Lo admirabas.

—Era… demasiado niña. A su lado, me convertí en mujer —y con voz cortante—: A una le agrada convertirse en un ser consciente, junto a un hombre que es, o bien su novio, o bien su marido. Pero no le agrada en absoluto cuando se trata de un primo lejano.

—Nunca te comprenderé —apuntó Ama tercamente, y venía repitiendo las mismas frases desde hacía cuatro años—. Lo admirabas, eras su mejor amiga, y de pronto…

Susana cruzó los brazos sobre la mesa, y no miró a su compañera. Tenía los ojos fijos en el mantel, y Ama hubiera jurado que no veía nada.

—Yo confiaba en él con fe absoluta. A su lado aprendí a leer un libro, a diferenciar el bien y el mal, a desear conocer un mundo maravilloso que vislumbraba a través de sus explicaciones. Mi espíritu se ensanchaba, Ama. Tú no sabes lo que yo he gozado y sufrido en aquellos días. Primero gozaba porque tenía un amigo, un gran amigo que me adiestraba en la vida, en unos conocimientos que meses antes no tenía ni idea de su existencia. El me explicaba lo que era el amor, y yo le amé. Le amé como él me decía que era el amor. Sufrimiento y placer, envuelto todo ello en una nube de pesares y dudas y goces íntimos, que me partían el corazón, doliéndome hasta las entrañas.

—¿Y después…?

—El me besó. Y miró de aquel modo… como me miraba Gumersindo.

—¡Susana!

—Sí, como me miraba Gumersindo. Y al día siguiente de besarme, yo huía de mí misma, le tenía miedo a sus miradas, y él se fue.

—Susana…, es lógico que se haya ido.

—¿Por qué me besó? ¿Por qué despertó en mí aquella ansia, aquel anhelo?

—Querida…

Se puso en pie. Apretó los labios.

—No olvidaré nunca su falta de consideración para una chiquilla que desconocía las artes de los hombres.

—Si marchó… si no volvió a reincidir.

Susana exclamó sordamente:

—Me dejó con el ansia en la boca, con el corazón dolorido. Me dejó allí como si yo fuera… como si yo fuera… una cualquiera. Eso… —se dirigía a la puerta— no podré olvidarlo jamás.

Abrió la puerta.

—Susana, ven a cenar.

—No tengo apetito. Y, por favor, no vuelvas a invitarle a cenar.

* * *

Un mes sin verla. Era un suplicio. Trabajaba en el bufete, como un autómata. Se estaba convirtiendo en un instrumento, sin objeto en la vida. El, que siempre fue dueño absoluto de si mismo, vivía ahora como si una mano maligna lo dominase y lo aprisionara. Y lo peor de todo era que ignoraba las causas de tal fenómeno.

Su padre le observaba calladamente, y a veces se lo decía:

—Estás como gravitando sobre una nube.

Se reía. Tenía que reírse para espantar aquel fantasma espiritual que le roía el alma. ¿Susana? ¿Tenía la culpa el despego de Susana? No lo creía posible. A él no le interesaba. Había sido para él una amiguita inocente, y le dolía perderla, y que ella tuviera un mal concepto suyo, pero, aparte de este interés, estaba seguro que no le movía ningún otro.

Aquella noche, cuando llegó a casa, su padre ya lo esperaba para comer.

Hablaron de cosas sin importancia y a los postres preguntó David, como al descuido:

—¿Has vuelto a ver a Susana?

No le dijo que la veía todos los días, que le causaba un doloroso placer verla de lejos, bailando en los brazos de otros hombres. Le daba vergüenza descubrir estas debilidades ante su padre, a quien sabía un hombre fuerte y poco soñador.

—La veo alguna vez.

—¿No sois amigos?

—Pues… no.

—¿Y por qué?

—¡Bah!

—Ama ha llamado hace un instante.

Casi saltó en la silla.

—¿Ha… llamado? —le temblaba la voz—. ¿Por qué? ¿Qué ha dicho?

—No creo que hoy hayas visto a Susana.

—No… no.

—Está enferma.

Se puso en pie, muy lentamente. Sus manos, que apoyaba en el borde de la mesa, temblaban perceptiblemente. David quedó asombrado, si bien no hizo comentarios.

—¿Qué… qué… qué le ocurre a Susana?

—No lo sé. Ama llamó porque, según ella somos los únicos parientes de la chica, y puesto que está en cama…

—¿Qué… qué le ha dicho el médico?

—Iba a llamarlo en seguida.

—Voy… voy allá.

—Sí —admitió David, haciéndose el indiferente—. Creo que es lo mejor. Discúlpame a mí. Si continúa enferma, iré mañana.

Ya se dirigía a la puerta. David, repentinamente, lo llamó. Se detuvo, pero no dio la vuelta para mirar a su padre.

—Miguel…

—Dime.

—¿No… me miras?

Lo hizo, pero David pensó que le costaba trabajo oírlo y mirarlo. Estaba lejos de allí.

—¿Qué sientes por esa chica, Miguel?

El hijo parpadeó.

—Na… nada.

—¿Nada?

—Creo que me duele que ella no desee nada conmigo. He sido… un buen amigo.

—Un amigo que faltó.

—¡Papá!

—Vete. Ten cuidado. Hay mujeres a quienes se las puede faltar todos los días. Existen otras a quienes no se les puede faltar nunca. Valen más las últimas que las primeras.

Huyó sin responder. No tenía nada que añadir. Su mente, su corazón, sus sentidos, eran como un caos demoledor.