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Pero era tan electrizante que no se atrevió a moverse.
Vicente, mansamente, añadió:
—Nunca me gustaste, ¿sabes? Siempre me pareció o que te faltaba algo o que te sobraba, de modo que me fui preocupado. Volví. Parecía que todo marchaba. No bien, pero iba marchando. Si marchaba, ¿quién era yo para inmiscuirme en la vida de Tati y la tuya? Nadie. Pero esta última vez las cosas me parecieron mucho peor. Y entonces sí metí las narices. Y cuando yo meto las narices en las cosas, las meto hasta el fondo y, claro, las metí.
Bernardo estaba de pie, pero de tan tieso parecía que iba a romperse.
—Como primera medida me di cuenta de que había un hombre, un amigo de Tati que la quería de verdad. No de broma ni de pacotilla. Como se quiere una sola vez en la vida. Y después, tratando a Tati también vi que ella le correspondía. ¿Por qué? Pues pensé: «Porque el marido no la hace feliz». Y aún seguí preguntándome: «¿Por qué demonios, no la hace feliz el marido? ». Y como soy así de curioso, encima aún me pregunté algo más: «¿Qué ocurre con el marido para no estar loco por una muchacha como Tati?». Porque yo seré padre de ella, pero cuando la observo lo hago imparcialmente y me parece, además de una chica preciosa, joven e inteligente, capaz por su carácter bondadoso de hacer feliz a cualquier hombre por exigente que sea. ¿Voy bien, Bernardo, o me desvío?
Bernardo no supo qué responder.
Vicente no tuvo interés alguno en que respondiera. En realidad le faltaba darle el tiro de gracia a Bernardo y no iba a dudar en dárselo para quitarlo de delante para siempre.
—Todas esas respuestas a las mudas interrogantes que yo me hice las sabrás tú. Yo por mi parte sé otras, y para tener la fiesta en paz y para que calles y dejes a Tati vivir su vida y aceptes la nulidad matrimonial que Tati te planteará en seguida, te diré algo que ella no sabe ni quiero que sepa jamás. Yo te mandé mujeres solas a tu consulta, ¿sabes? Fueron unos cuantos ganchos. Tenía intención de conocerte como medio hombre o como medio atronado sexual. Serás buen médico y no te lo voy a negar. Pero no haces una vocación de tu profesión. Haces un placer mezquino. ¿Me entiendes, no es verdad?
Bernardo estaba rojo como la grana.
—Como padre de Tati necesitaba saber qué diablos te ocurría a ti para que tan fácil te fuera pasar sin tu propia mujer, y lo supe. Como médico que eres, ¿qué quieres que te diga yo que soy un profano en la materia? Pero, mira, chico, yo cuando quiero ir con una tía, voy con todas las de la ley, pero jamás se me ocurrió meterlas a rayos como haces tú y después ocurre todo lo demás. Por supuesto, las mujeres que yo te mandé solas no tenían nada que perder, pero yo supe del maldito pie que cojeabas tú. Cuando van acompañadas de sus maridos, las tratas con suma delicadeza y, claro, esas personas hablan estupendamente de ti. ¿Pero eres capaz de negarme lo que haces cuando va a tu consulta una mujer sola?
Bernardo bajó la cabeza pálido como un muerto.
—Y eso si bien se lo insinué a mi hija, fue tan inocente que no lo entendió. Tú sí lo entiendes, y ahora puedes irte si gustas y si tienes la desvergüenza de impedir los pasos que dé Tati desde este instante, por Dios que me las arreglaré para denunciarte y desprestigiarte, en cambio sí que si te opones, maldita sea, te desprestigio yo.
Seguidamente fue hacia la puerta y la abrió de par en par.
—¿Necesitas saber algo más?
Bernardo asió el gabán y salió como si lo persiguiera el mismo demonio.
Tati estaba en su cuarto sola cuando lo oyó llegar.
Pensó que vendría hecho un basilisco, pero no.
Lo oyó irse a su cuarto y después cundió un absoluto silencio.
Ella se preguntó adónde iría Bernardo aquella noche, pero lo cierto es que nunca lo supo porque su padre no se lo dijo.
Ni tampoco Nicolás dijo que él lo sabía.
Sólo supo que las cosas se desarrollaron sin tropiezos y que un día, harta ella ya de vivir con Nicolás en su casa ¡sin más!, Bernardo le envió un recado diciéndole que la separación estaba en marcha y también la nulidad.
Nicolás y ella no se ocultaban de nadie.
Que cada uno pensara lo que les diera la gana de sus vidas.
Ellos vivían. Un día cualquiera, dos o tres después de haber sido franca con Bernardo, asió su maletín, metió en él sus cosas y se largó.
Sin decir ni adiós.
Tampoco Bernardo la reclamó, lo cual no dejó de extrañarle, pero como era muy feliz, el silencio y la concesión de Bernardo los olvidó por entero.
Fue aquel verano, próximas las vacaciones cuando Nicolás se lo dijo:
—Se marchó tu marido de la ciudad.
—¿Qué dices?
—Eso. Se fue.
—Pero si tenía aquí montada su consulta y su clientela.
—Sin duda. Pero el caso es que se fue y que todos los documentos legales siguen su marcha. Nada se ha detenido por ello.
Adoraba a Nicolás.
Cada día más.
Era como si estuviera viviendo en tinieblas y de repente se hiciera la luz y todo lo iluminara.
En el instituto) había algunas profesoras que no la saludaban, pero eso carecía de importancia. Es más, ella y Nicolás e incluso su padre se reían de aquel estado de cosas que dependía ya de un tiempo pretérito que nada tenía que ver con la actualidad.
No obstante, quedó más tranquila cuando supo que Bernardo había levantado su consulta y se había ido.
La separación le llegó pronto, pero no así la nulidad que necesitaba trámites más extensos y exhaustivos.
Sin embargo, pese a todo y contra todo, ella vivía con Nicolás y Berta la quería ya como si realmente fuese la esposa de aquél.
Pero… ¿no era ella la esposa de Nicolás?
Lo era. Se sentía así.
Sin más.
Que el mundo dijera lo que quisiera.
El caso era lo que sentían ellos, lo que pensaban, los proyectos que tenían.
Su padre, aquel invierno, se quedó en la ciudad y su hija no supo nunca por qué. Pues se quedó por eso.
Para demostrar a la sociedad de aquella capital de provincias que él estaba totalmente de acuerdo con lo que había hecho su hija.
¿Quién podía entrar en la interioridad de las cosas, las causas, los porqués?
Por eso no debemos hablar nada de nadie. Ni juzgar sin saber.
Tati tenía motivos más que sobrados para hacer lo que hizo, pero, como siempre ocurre, no se puede ir contando a cada uno lo que pasa.
* * *
Fue durante el verano.
No habían transcurrido tantos meses cuando Nicolás y Tati pasaron a Francia y se casaron por lo civil en espera de la nulidad.
Que aquélla llegara cuando quisiera.
Ellos eran intensamente felices.
Nicolás y Tati se fueron de viaje despidiéndose de su padre, el cual, a su vez, se marchó a Italia.
Aquel día, ya marido y mujer ante un juez, Nicolás llevó a Tati al hotel y le dijo algo al oído.
Ella se agitó estremecida.
—¿De veras quieres?
—Quiero.
—¿Estando sólo casados por lo civil?
—¿No somos la pareja humana que se entiende en todos los sentidos?
Sí, claro.
Eso era verdad.
Tan verdad como que ellos eran dos seres humanos insaciables de su ternura, su pasión y su cariño.
Aquella noche Nicolás le buscaba los labios en aquel hacer suyo cálido y vehemente.
Ella abría los suyos.
Se relajaba bajo su cuerpo.
—Tati, ¿no te apetece?
No sabía.
¿Un hijo de Nicolás?
Sí, ¿por qué no?
Todo era distinto.
Nicolás era su hombre para toda la vida.
¿Cuándo sintió ella aquella plenitud?
Jamás.
A la sazón sí.
Era absoluta.
Física, moral, psíquica…, vehemente, apasionante…
Se pegó a él.
Veía oscilar la lámpara.
Le parecía que tenía mil colores.
No sabía casi dónde estaba.
—En París —decía él quedamente.
—Nicolás.
—Dime; querida.
—¿De veras quieres?
—Sí.
—¿Sin casarnos de verdad?
—Estás casada, aunque muchos digan lo contrario.
—Me gustaría que viniera antes la nulidad.
—Esos tramites son largos, Tati.
—Y tú…
—Quiero un hijo tuyo, ¿No puedo quererlo?
¿No debo?
Se apretó contra él.
Era cálida la estancia del hotel.
Hacía calor, sí, o lo sentía ella afluyendo de dentro.
Se relajaba bajo su cuerpo.
Sentía en sus labios la boca de Nicolás.
Aquella boca hábil que tanto evocaba, que tanto decía, que tanto hacía sentir…
—No lo impediré —le dijo quedamente.
—Así se hace.
Y ponía todos los medios para que aquel hijo se engendrara.
Era inefable vivir así, sentir así.
Gozar así.