II
La doncella le anunció la visita. Lady Whirter sonrió tibiamente. Nunca se enojaba por nada. Su buen carácter la ayudaba en todo momento y siempre tomaba las cosas con filosofía. Le satisfacía, eso sí, que su hijo no se hallara en Londres por aquellas fechas. Se había ido a París la semana anterior por asuntos de negocios, y no regresaría hasta dos días después.
—Querida Laura —exclamó Betty entrando.
Lady Whirter le salió al encuentro y ambas se besaron. Después, la madre de Ted besó por dos veces a Norma.
—Has mejorado de color —le dijo palmeándole la mejilla.
—Es el sol —opinó Betty, desplomándose en una butaca—. Se pasa el día tumbada al sol, junto a la finca. Tienes que ir por allí con más frecuencia, Laura. La hemos modernizado a gusto de Norma. Aquello es una delicia. Lástima que falte elemento masculino. Ya sabes lo que es un condado. La gente huye hacia la corte.
—Es lo que me extraña —dijo Laura cautelosa, pensando en su hijo—. Que no hayas llevado aún a tu hija a una playa de moda.
—No me gusta que lo haga sola, y por otra parte, tampoco puedo dejar la finca abandonada. Kay no me sirve para nada.
—Es verdad, ¿cómo está Kay?
—Ya sabes —dijo Betty, alzándose de hombros y emitiendo un suspiro—. Nunca será capaz de sacarla adelante.
—No debiste tenerla tanto tiempo interna.
—Era mi deber. Sabes muy bien cómo nos imponemos los deberes los miembros de nuestra familia. Además, no olvides que su padre lo dispuso así en su testamento. Le dejó pagado el colegio hasta los diecisiete años. Justamente cuando los cumplió, fui a buscarla a París.
Laura dijo pensativa:
—Lo que no me explico es como, careciendo de fortuna, la hizo educar en uno de los colegios más caros del mundo.
—Los Wales siempre fueron demasiado orgullosos. Creyeron que por pertenecer a una familia ilustre, tenían deberes sociales que cumplir. ¡Deberes sin dinero! En fin… ¿Qué tal Ted? Nos alegramos mucho de verle. Pero no ha vuelto.
—Le agradó mucho tu finca y me dijo que había pasado unas gratas horas a vuestro lado —mintió Laura mansamente—, Pero ya sabes lo que es un hombre de negocios. Hoy está aquí y mañana a miles de kilómetros. Se ha ido a París por unos días.
—Estás muy sola…
Laura se puso en guardia. No por ellas, la verdad. Norma no le era antipática. La consideraba muy poca cosa, pero aparte de eso, nada más. No le hubiera estorbado, más sabía los gustos de su hijo, y conociéndole como le conocía, estaba segura de que la presencia de Norma en su casa le produciría malestar.
—Tengo tantos deberes sociales que cumplir —dijo— que no me queda tiempo para aburrirme y sentirme sola.
—Tu hijo debería casarse —adujo Betty, queriendo ser indiferente, pero no pudiéndolo conseguir.
—¡Oh, tiene tiempo! Es joven aún. Su padre se casó a los treinta y tres años, y ya ves, todavía pudo ver echo un hombre a su hijo.
—Pero de haberse casado antes, lo hubiera visto sentado en la presidencia de la compañía.
—Eso no —rió con suavidad lady Whirter—. Jones no hubiera cedido la presidencia a su hijo, ni Ted la hubiera deseado.
—De todos modos… —insistió Betty machacona— dada la posición social y económica de Ted, lo mejor que puede hacer es casarse. ¿No te encuentras muy sola estos días? —preguntó de nuevo.
—En absoluto. Siempre tengo ocupaciones.
Se fueron al fin, sin lograr la invitación de lady Whirter. Está pensó que, por primera vez en su vida, se había comportado indebidamente, más al recordar seguidamente a Ted, quedó tranquila. Hasta se disculpó ante sí misma. Ciertamente, Betty era la única pariente que le quedaba, y por nada del mundo quería desairarla, no porque su trato le agradara, sino para evitar habladurías y comentarios. Betty era muy conocida en Londres, pese a vivir en un condado próximo a la capital. Su nombre era famoso y su fortuna cuantiosa en extremo, así como el ilustre origen de su esposo, que, aunque fallecido ya, seguía imperando en la vida de la dama y en la sociedad a la cual perteneciera éste.
* * *
—Mamá…
El auto corría carretera adelante. Conducía un estirado chófer que servía a las damas ya antes de fallecer el marido de Betty. Estaba habituado a oír, ver y callar y no pensar siquiera. La verdad, Betty consideraba que un chófer no tenía derecho ni siquiera a opinar ante sí mismo, con respecto a lo que ellas hablaran.
—Te mantienes en una reserva absoluta —adujo la madre contrariada—. No eres una Jovencita corriente, ni te pones a tono con lo que ambas deseamos.
—¿Y qué puedo hacer?
—Ser más expresiva. Más cariñosa. Tú sabes que para lograr nuestros deseos, es conveniente, sin duda alguna, conquistar primero a Laura.
—Ya has visto como apenas si prestó atención a lo que le dijiste con respecto a su soledad.
—Insistiremos. Y si no, me haré la tonta y lograré que te invite a pasar una temporada con ellos. Es lo lógico, ¿no? Para algo somos parientes y nos tratamos.
—Eso creo.
—No me gustaría que quedaras soltera, Norma —dijo enérgicamente Betty Leach—. No sería elegante.
—Tengo veinte años, mamá —respondió Norma con una arrogancia que no conocían en ella Laura y su hijo—. Tengo tiempo de sobra. Además no te olvides que soy una rica heredera.
—Lo tengo muy presente —replicó la madre con la misma indiferencia—. No obstante, tengo muy presente también que no te conoce ningún muchacho de la comarca. Sé que Tom Strange te hace la corte —hizo un gesto desdeñoso—. Sé asimismo que posee una fortuna colosal, pero carece de cuna. Hizo su dinero con los potros que crió su padre en las praderas. No es éste el hombre que te conviene. Todos nosotros, incluyendo a Laura, nos casamos con personas ilustres y opulentas. Hasta el tarambana de Daniel, que gastó toda su fortuna en viajar, a la hora de casarse, buscó una mujer de su misma alcurnia.
—Pero sin fortuna, mamá.
—Lo cual redundó en perjuicio de Kay, pero no despertó habladurías. En nuestro mundo, Norma —siguió diciendo—, lo importante es el nombre.
—Hoy ya no es así, mamá —se atrevió a decir Norma mansamente.
La dama la miró severa.
—No sabes lo que dices, Norma. Hoy y siempre, hubo distinciones raciales y las seguirá habiendo mientras el mundo sea mundo. En nuestra familia nunca hubo un matrimonio desigual. Espero que tú no seas la primera. Ted —añadió quedamente— es un hombre que ni pintado para ti. El parentesco no es obstáculo, pues Laura y yo somos solamente primas. Hace muchos años que acaricio la idea de un matrimonio entre tú y Ted. Es un hombre muy admirado y las chicas casaderas se lo rifan, como vulgarmente se dice, pero a la hora de la verdad, él hará como todos los de su familia. Elegirá mujer rica y distinguida, de nombre. Tú eres esa mujer.
—¿Y el amor para quién lo dejas?
La dama la miró de nuevo severamente. El chófer pensó en su esposa. En lo mucho que la amaba, en los hijos que tenía de aquel matrimonio… Sonrió para sus adentros. ¿Qué tendrían aquellas mujeres en lugar de corazón? ¿Un cofre con joyas acumuladas durante la guerra de los cíen años, o una cadena con monedas de oro?
Betty, ajena a los pensamientos del chófer, de los cuales se hubiera reído si los hubiese conocido, dijo despectivamente:
—Norma, en nuestro mundo el amor no cuenta. Ese llega después con la convivencia del matrimonio. ¿Acaso es que lo ignoras?
—Por supuesto que no —respondió la hija suavemente—. Me lo inculcaste desde muy niña.
—Eso está bien.
El auto enfilaba el palacio. El gran portalón se abrió dando paso al auto negro, de línea estilizada, de Betty Leach.
Descendieron madre e hija y juntas se dirigieron a la entrada principal. Al llegar al elegante vestíbulo, la dama miró hacia la armadura que presidía la entrada.
—Hoy —dijo— no le han limpiado el polvo —y como una doncella cruzara ante ellas, la dama ordenó imperiosamente—: Que la señorita Kay venga a mi salón particular.
—Al momento, señora.
—Dígale que ahora mismo.
La doncella huyó y madre e hija se perdieron en el salón particular de la dama.
Al instante se hallaba Kay ante ellas.
—¿Me llamabas, tía Betty? —preguntó con armoniosa voz.
—Te has olvidado de limpiar el polvo de la armadura.
—Lo hice esta mañana.
—Sin duda te has equivocado.
Kay sabía que no había sido así, pero conocía el temperamento de su tía. Como siempre, decidió excusarse.
—Lo siento. Tal vez se me haya olvidado.
Detestaba Betty aquella docilidad. Fríamente ordenó:
—Sí.
—Rápidamente, Kay.
La joven salió sin responder y la dama gritó:
—Qué criatura más descuidada.
Norma suspiró. Se dejó caer en un diván y encendió un pitillo.
* * *
«Querida Ann: Me pediste que te escribiera una vez llegara a casa de mi tía. Perdona que no lo haya hecho hasta hoy. Me encuentro magníficamente, de salud, se entiende, aunque sé que mi tía asegura que soy una muchacha enclenque. ¿Sabes que esto me hace mucha gracia? ¿Recuerdas la clase de gimnasia? ¿Recuerdas lo que decían los profesores de mí? Sí, ya sé que no lo has olvidado. Decían que era una muchacha fuerte y sana… Es de risa. Ahora soy enclenque. Bueno, eso no importa.
»Ann, ¿te acuerdas de todas mis ilusiones? ¿De todos mis sueños dorados durante el tiempo que estuvimos juntas en el pensionado? El día que lo dejé, disgustada, y me trasladé a Inglaterra, te abracé muy fuerte, llorábamos las dos, como si presintiera ya este desenlace. Pero no te inquietes, no merece la pena. Ya sabes, la dosis de paciencia que Dios me dio, y como además, uso bastante la filosofía aquella de: “Con paciencia todo se consigue”. A veces desfallezco. Raro en mí, ¿verdad? Bueno, no te canso. Estarás muy apurada con tu entrada en sociedad. Si un día pudiera yo ir a Francia… Pero no es posible. Al menos mientras no llegue a mi mayoría de edad.»
Dejó la pluma y suspiró. Escribía sobre el tocador, delante del espejo. Se echó a reír ante su propia imagen semidesnuda. ¿Qué diría la tía si la viera en aquel instante? No era posible que pudiera verla. Hacía más de dos horas que las luces del palacio se habían apagado. Todos descansaban menos ella, aunque fuera la primera en levantarse y recibir los desplantes de su tía y su prima. Sonrió. Eran absurdas. Bueno, tal vez un día pudiera salir de aquel lujoso agujero.
«Enclenque». ¿Y por qué? ¿Por qué se empeñaba su tía en tapar su cuerpo con aquel celo de madre amante, que teme que su hija coja un resfriado? Ella jamás había sido enclenque. Es más, en el colegio tuvo fama de muchacha fuerte y deportiva. Le ahogaba aquella ropa que se hallaba tirada sobre una silla, como quien arroja un pesado fardo inservible. Lo hacía así todas las noches, sofocada, harta, desesperada. Al instante, sin embargo, doblegaba su desesperación y lo tomaba todo con filosofía, Y para resarcirse, se ponía un camisón descotado y caminaba así por la alcoba, contemplando burlona sus brazos torneados, su cuerpo esbelto, su pecho erguido, que durante el día había de llevar, por orden de su tía, oprimido en una faja, «para no coger frío», ¡Absurdo!
—Continuaré con la carta —dijo entre dientes.
«Ann, cuando me separé de ti hace unos meses, te dije: “Carezco de fortuna personal”. Mi padre tuvo el buen acuerdo de gastarla antes de morir, con lo cual me encontré sola con mis reflexiones. “Mi tía es millonaria, me dije. No me hace ninguna gracia vivir de caridad, pero espero convencerla para que me permita trabajar”. Lo intenté. ¿Sabes lo que ocurrió? Se puso como una verdadera furia. “¿Una Wales trabajar como una simple hija de familia?” Además yo era una muchacha enfermiza. (Ríete, Ann). Carecía de inteligencia. Poseía una cultura prendida con alfileres. ¿Continúas riéndote, Ann? Total, que al día siguiente una doncella me llamó a las siete y pico. Entregándome una ropa muy poco elegante, me dijo que me la pusiera y bajé al salón a recibir órdenes. Por lo visto, para una Wales era humillante trabajar y ganarse la vida, y en cambio era lógico que hiciera el papel de doncella destinada al servicio de una tía, ¿Ya no te ríes? Pues tampoco llores. Dentro de mi desgracia, si a esto se le puede llamar así, yo soy una chica feliz, y cuando no me ven hago de las mías. Fumo, me pongo en combinación, río y canto. Todo dentro del refugio de mi habitación, pues la señora Betty Leach me censuraría, dado que no soy una chica con fortuna y no puedo aspirar a la buena vida. Y aquí me tienes, a tu querida y entusiasta amiga, convertida en una, ¿qué? No sé lo que soy. Sé que corto flores en el jardín, que lleno los búcaros todas las mañanas, que tengo la obligación de limpiar el polvo de una armadura del tatarabuelo de mi tía, que sirvo el té, que como con mi familia en la mesa, pero no tengo derecho a hablar una palabra. Que cuando Laura Lazemby me pregunta cómo estoy, yo contestó con humildad de niña boba: “Bien, Milady, ¿y usted?” ¿No te ríes? ¿Verdad que es cómico? Ya sé que pensarás que debiera estar indignada, que dirás que no tengo sangre en las venas, que dominando a la perfección cuatro idiomas y sabiendo pintar y cantar y tocar el piano y muchas cosas más, es absurdo me amolde a esta vida de sirvienta sin sueldo. Pero es que no debes olvidar que tengo una tutora y ésta es mi señora tía. Ahora me pregunto: ¿por qué esa manía de obligarme a pasar inadvertida? Y en cambio me trata de tú, me hace llamarla tía y me sienta a su mesa. Es absurdo, pero es así.
»Son las doce de la noche. No te escribo más. Mañana le pediré al chófer, que es a la vez jardinero, y un buen amigo mío, que me eche la carta al Correo, porque si la caza mi tía, la lee, me regaña y me castiga. Si me contestas, y sé que lo harás, procura hacerlo dirigiéndola al jardinero. El me dará la carta. Si mi tía coge la tuya, no llegará jamás a mi poder. ¡Ah! Y no temas por mí ni llores por todo lo que te cuento. Soy optimista. Me divierte esta situación.
»Kay.»
—Toma, Jim.
—No sé si hoy saldré, señorita Kay.
—La echas mañana. No te preocupes. —Miró en torno—. Guárdala y que no lo sepa nadie.
—Pierda cuidado.
—¿Cómo está tu esposa?
—No anda muy bien con esto del reuma. Ya sabe usted, la humedad.
—Deberías sacarla de aquí una temporada, Jim.
—¿Y adónde la llevaría?
—Díselo a la señora.
Jim puso expresión amarga. Por un instante, Kay creyó que iba a decir algo terrible contra su tía, pero no fue así. Ella acudía a Jim siempre que necesitaba algo de la ciudad. Jim se lo hacía sin preguntas ni comentarios. Tal vez el viejo jardinero admiraba el carácter sereno de la joven, pues aunque ni uno ni otro se dijeran nada, ambos sabían bastante del genio de la distinguida señora Betty Leach.
—La señora tiene tantas ocupaciones —dijo Jim al cabo de un rato.
—Ciertamente. Hasta luego, Jim. Cuando tenga un ratito libre iré a ver a tu esposa. Dale recuerdos de mi parte.
—Gracias, señorita Kay.
La joven se perdió corriendo entre los macizos, y Jim, junto a su casita, encendió la pipa y contempló con gesto absorto el grandioso parque.
—¿Con quién hablabas, Jim? —preguntó la esposa saliendo de la cocina.
—Con la señorita Kay.
—Pobre…
—Sí. ¿Sabes lo que me dijo? Que le pidiera a la señora me permitiera llevarte a un clima mejor durante una temporada.
—¡Bah! Ella sabe tan bien como tú que la señora jamás lo hubiera consentido Una no tiene derecho a curar su reuma. Y después presumen de hacer la caridad.
—Cállate, Mag.
—¿No es verdad? ¿Qué hacen con esa pobre hija de sir Wales?
—Ella no se preocupa.
—Porque es magnífica. Te digo, Jim, que esa gente no tiene derecho a vivir, y sin embargo, son los que mejor viven. ¿Te das cuenta?
—Te pido que te calles, querida.
—Algún día Dios los castigará. Y ya ves, hacen ver a todos los habitantes de la comarca, que son personas caritativas. Si yo hablara…
—Pues no hables. Gracias a esta colocación, hemos logrado cuidar bien a nuestros hijos y educarles como es debido.
—Es lo único bueno que hemos hecho —rezongó Mag, y sin transición añadió—: Toma asiento, Jim. Te prepararé el desayuno. Luego tendrás que llevar a la señorita Norma al dispensario. Y así la cree la gente un alma de Dios, del diablo, eso es lo que es.
—Cálmate, mujer, y cállate.
—Ya me callo, Siéntate, Jim.