VI

Transcurrieron varios días y Alexi trabajaba sin descanso. Desde su regreso a Nueva York no volvió a ver a Mike. Este no parecía interesado en encontrarla y Alexi se preguntó, alarmada, si su amistad ya no interesaba al periodista.

La aclaración se la dio Susie aquella misma noche, cuando ambas daban fin a la comida.

—Te aseguro —le dijo, encendiendo un cigarrillo— que tuve mis temores cuando aquel día te vi salir para tu casa en el «Ford» de Caton. Jim y yo nos encontramos a Peter Poll. Estaba desolado. Nos dijo que eras una gran chica y merecías algo más que la amistad de Mike.

—¿A qué viene eso? —preguntó Alexi, poniéndose en guardia.

—A que no pasó de un deseo pasajero del jefe.

—Yo nunca fui un deseo pasajero para los hombres —protestó Alexi, irritada.

—No te pongas así. Mike, como hombre, es peligroso. Gusta mucho a las mujeres, las embauca, las engaña, y lo curioso es que nunca lo pretende. No hay hombre que lleve sus intenciones más al descubierto. Pero es un desorientado y obra como tal. Quizá no haya maldad en su persona ni en sus actos, pero resulta malvado para la mujer que se interesa por él, y Mike la olvida a las primeras de cambio. Como te ocurrió a ti.

Alexi se agitó nerviosa.

—¿A mí?

—Sí. Ahora tiene una amiga. Se trata de su secretaria. ¿Recuerdas a aquella chica rubia de lánguidos ojos azules? Se llama Greta Weyer y trabaja en la redacción desde hace un año. Nunca se fijó en ella, pero de súbito... ¡Cosas de Mike!

Alexi se puso en pie con cierta precipitación. Se acercó a la ventana, retrocedió hacia la penumbra, volvió a sentarse y con febril ansiedad llevó un cigarrillo a la boca y fumó aprisa.

—Alexi..., ¿qué te ocurre?

—Nada..., nada...

—Alexi... ¿Es que te interesa Mike? ¿Te interesa de veras?

Alexi no respondió. Toda su atención estaba puesta en el cigarrillo.

—Querida —susurró Susie, persuasiva—, si te interesa, debes olvidar. Mira, cuando yo llegué a la redacción y te vi, me dije: «No es un marco adecuado para tanta pureza». Yo era menos pura que tú. Viví mucho y a trompicones, nunca cometí acto inmoral alguno, pero... la vida me llevó y me trajo y me enseñó la parte buena y mala de cada cosa.

—Me juzgas demasiado ingenua —dijo Alexi, vagamente.

—Lo eres. Si no lo fueras..., no te interesarías por un hombre cuyo pasado desconoce él mismo.

Alexi se puso en pie.

—Me voy a la cama —dijo, resueltamente.

—No te comprendo. Cada día te comprendo menos.

Alexi no respondió.

*   *   *

Nunca se fijó en Greta Weyer, pero aquella tarde, al penetrar en el despacho de Mike Caton, lo hizo por el departamento contiguo, como si se equivocara. La secretaria levantó los ojos.

—¿Qué desea? —preguntó, áspera.

—Perdone —sonrió Alexi, con esfuerzo—. Me he equivocado. Voy al despacho del señor Caton.

—No es por aquí.

Alexi salió. No era posible que a... Mike le gustara aquella joven. Y, sin embargo, Susie decía que salía con ella.

Al dar la vuelta, pensó con desaliento, temblando de pies a cabeza: «Hay una forma de apartar a Mike de todas estas mujeres. Pero... yo, a sus ojos, caería tan baja como ellas, y soy su mujer. Y si nunca recobra la memoria, nunca podré justificar lo que los demás considerarán una ligereza».

Cerró la puerta tras sí y llevó los dedos abiertos a la frente. Le estallaban las sienes.

«Soy una mujer cristiana —pensó—. Hung y yo nos hemos casado por la Iglesia, yo iba vestida de blanco y llevaba un ramo de azahar prendido en mi pecho. Hemos tenido un hijo de este matrimonio y no hay fuerza humana que pueda deshacer ese lazo. Pero...»

Estaba ya ante Mike Caton, que la miraba sonriente. Ella parpadeó. Mike se hallaba hundido en el sillón giratorio, tenía un pitillo entre los dientes y sus pies descansaban, como siempre, en el tablero de la mesa. Una sutil sonrisa curvó sus labios. Mike o Hung (porque para ella era Hung) nunca pudo mantener los pies correctamente en el suelo. Y su manía de mordisquear el pitillo y su sonrisa cautivadora... Estas eran costumbres que no perdió Hung con el ayer. Pero antes no era un ser veleidoso, frívolo, pasional. Ahora lo era.

—Hace mucho que no te veo, Alexi —dijo él, quitando el cigarrillo de la boca.

—Sí, varios días.

—Peter me presentó tu trabajo —añadió, indiferente, sin recordar, al parecer, las dos veladas que habían pasado juntos—. Hay de todo. A veces presentas unas interviús perfectas; otras, en cambio, desastrosas. ¿A qué se debe ello?

—Quizá a mi estado de ánimo.

—Acércate.

Lo hizo con lentitud. Impecablemente vestida, impecablemente bonita, impecablemente subyugadora. Mike apartó los ojos, y los clavó en el techo.

—¿Cenamos juntos esta noche? —preguntó, de súbito.

Y ella replicó, con irritación:

—¿No tienes a Greta Weyer?

Mike soltó la risa. Una risa juvenil y estridente, burlona y vibrante.

—Mi bonita Alexi, ¿ya te has enterado?

—Haces las cosas demasiado a la vista para que no se enteren todos.

—Es cierto —rió Mike, tranquilamente—. No tengo por qué ocultarme. Soy un hombre libre, sin ataduras de ninguna clase. Tengo derecho a divertirme, a olvidar y a sumir mi presente absurdo en un torbellino de futuros incomprensibles. ¿Tienes algo que objetar?

Ella palideció. Hubo de hacer un sobrehumano esfuerzo para no correr a su lado y decirle... Sí, podía decirle muchas cosas, y entre ellas, que era su esposa, su mujer, la madre de su hijo, y tenía mucho que objetar. Pero no hizo nada de eso. Se mantuvo inmóvil y silenciosa, con los labios apretados y una cegadora expresión de censura en los ojos. El se agitó inquieto.

—No me mires así —pidió—. Pareces un juez y yo un maldito pecador.

—Cenaré contigo —dijo ella, por toda respuesta—. Puedes ir a buscarme.

Y salió, dejando la cuartilla escrita sobre la mesa.

Susie la vio prepararse y le preguntó adónde iba.

—A cenar con Mike Caton —explicó, sin ambages.

Susie se le acercó por la espalda. La miró detenidamente, como si su amiga fuera un raro ejemplar humano.

—¿Estás segura de lo que dices?

—Sí.

—Voy a creer que no eres tan ingenua como creí. Alexi sonrió desdeñosa.

—Nada hice para que así lo creyeras. Son observaciones que tú haces por tu cuenta.

—La agudeza de tus respuestas me indica que estoy equivocada. Que no es la primera vez que sales con un hombre. Pero...

Alexi movió la mano pidiéndole silencio.

—Querida..., preferiría que te quedaras a mi lado.

—Y yo prefiero salir, Susie.

—Si no te estimara tanto, no te pondría en guardia. No me interesaría lo que hicieras. Pero te estimo y sé que Mike no es bueno.

Ella pudo decirle que Mike nunca había sido malo; pero..., ¿para qué? Se miró por última vez al espejo, ahuecó el pelo y, al senir el claxon del auto de Mike, recogió el bolso y el abrigo y se dirigió a la puerta. Susie, nerviosa, la siguió.

—Alexi —dijo, alarmada—, Alexi...

—¿Qué deseas?

—Cielo santo, vas demasiado bella. Nunca te he visto tan linda como esta noche. Y ese modelo que llevas... ¿De dónde sacas tanto dinero para tu guardarropa? Nunca pensé en ello y de súbito...

—Para eso que estás pensando —dijo Alexi, rotunda—. Sí, soy ingenua. No te rompas la cabeza en preguntas tontas, Susie. Agradezco el interés que te tomas por mí, pero no insistas. Y para tu tranquilidad te diré que mis padres son ricos.

Y antes de que la otra pudiera contestar, ya estaba en el rellano, apretando el dedo en el botón del elevador.

*   *   *

Mike parpadeó. Nunca había visto a Alexi vestida así. Parecía, más que una empleada de una redacción, una modelo de casa buena exhibiendo con naturalidad un costoso traje. Y su rostro... Mike parpadeó y, sin decir palabra, estuvo parpadeando hasta que llegaron a un restaurante.

Allí, sentado frente a ella, observando que los hombres la miraban, no pudo más y exclamó:

—¿Dónde tiene los ojos el idiota de tu marido?

Ella sonrió gentil.

—Supongo que donde todo el mundo: en la cara.

—No he conocido ser humano que no los tuviera ahí —rió, fiemático—, pero unos los utilizan mejor que otros.

—Eso es cierto.

La cena fue sabrosa y rociada de un vinillo que estimuló el ánimo de Alexi. Tenía los ojos brillantes y sonreía con franqueza, cosa que nunca hizo hasta aquella noche, desde que una madrugada, Hung salió de casa... y no volvió.

A los postres, Mike le ofreció un cigarrillo y él fumó otro. Se inclinó hacia adelante y dijo a quemarropa:

—Eres muy bonita, pero cuando ceno contigo, la noche se convierte en una pesadilla. No pienso invitarte más, Alexi. No eres mujer a quien se pueda tomar a broma. Y yo no quiero ataduras sentimentales.

—¿Es que... me amas?

Mike Caton frunció el ceño. Quedó pensativo unos instantes y luego dijo:

—No lo creo; pero eres la más bonita de cuantas jóvenes conocí.

—¿Te consideras capaz de tener una amistad sincera con una mujer?

—¡Que soy muy humano, Alexi! ¡Que no nado en sentimentalismos!

—Y tal vez antes fuiste un sentimental.

—Es lo que ignoro. Y me vuelve loco la idea de pensar que voy a ignorarlo el resto de mi vida. ¿Sabes que a veces doy con la cabeza en el borde de mi lecho? Me hago daño, pero el cerebro sigue cerrado. Mi médico me dijo que un golpe me devolvería el ayer, pero que, a la vez, perdería el hoy automáticamente.

—Y lo deseas.

—Fervientemente. Aunque en el hoy estés tú. ¿Vamos a una sala de fiestas? —preguntó, sin transición.

El auto rodó de nuevo. De súbito, Mike Caton se echó a reír y comentó:

—Lo paso bien a tu lado. Me siento purificado por unas horas, pero... ¡son tan pálidas las noches junto a ti!

—¿Y qué deseas?

—No lo sé. Amas a un hombre, tienes un hijo y estás casada. No soy un libertino capaz de proponerte una aventura. ¿Pero por qué no me la propones tú a mí?

Alexi sonrió. Estaba oyendo cosas feas, pero aquel que las proponía era su marido. Y pensó: «La única forma de atar a Mike, de tenerlo siempre pendiente de mí, lejos de otras mujeres, sería yendo a su piso con él. Pero no lo haré. No debo hacerlo. No iba a pecar. Es mi marido y cada día lo quiero más. Pero..., ¿qué pensaría él de mí? ¿No le inspiraría asco mi liviandad? Me considera distinta a todas, y al convertirme en su amante, sería otra más, y de ese tópico debo apartarme; tengo que apartarme aunque me cueste».

—Es tarde, Mike.

—¿Tarde las dos de la madrugada? A esa hora yo empiezo a vivir.

—Yo me duermo.

Mike la miró brevemente y comentó con tenue acento:

—Me gustaría saber por qué te abandonó tu marido. Posees todas las virtudes que un hombre desea para su esposa. No hay ser humano llamado hombre que pueda faltarte el respeto. Llevas la moral en tu mirada y la inocencia en tu boca. Por eso no vales para mí. Yo no podría dejar de ser jamás tu amigo, tu admirador más respetuoso, y no soy hombre que admire y respete a las mujeres. Nunca más te invitaré a salir, Alexi. Terminaría proponiéndote algo desagradable y no lo mereces.

—¿No me colocas demasiado alta?

—No —respondió, pensativamente—. Te coloco donde mereces.

El auto se detuvo. Se hallaban ante la casa de Alexi. Esta miró a Mike y le dijo:

—Gracias por tus élogios.

—Eres —dijo él, tenuemente— como un licor embriagador que entra en la sangre y se mantiene dentro de ella por espacio de horas interminables. Quedo saturado de ti para una semana, y durante ésta, las demás mujeres me parecen animalitos infectados.

—Invítame todos los días y así te libraré de un contagio.

—¿Y por qué deseas salir conmigo?

—Porque eres un hombre inteligente, ameno y me respetas.

—Puede llegar el día en que deje de respetarte —arguyó, con sonrisa maliciosa.

Y ella, bajando del auto, replicó en el mismo tono:

—Me considero lo bastante fuerte para hacerte frente. Buenas noches, Mike.

—Buenas noches, bonita Alexi.