Cuando entró en el comedor, don Paulino, estaba serio, desusadamente serio, y Beatriz comprendió que aquella vez el ceño de su padre no se ahuyentaría con dos o tres besos. Teresa parecía preocupada y cuando ella dio las buenas noches, ni uno ni otro contestaron.
—Siento haberme retrasado, papá.
—Un retraso de una hora tendrá una justificación, creo yo.
—Sí.
—Estoy esperando, Beatriz.
Iba a decir que había estado con César en una sala de fiestas. Su padre la miraba severo. Estaba segura de que aquella no sería explicación suficiente para convencerlo. Aturdida, desorientada, se quitó el abrigo y fue a colgarlo al perchero. En aquel instante sonó el timbre de la puerta. Salió Teresa.
—Caray, César, qué sorpresa.
Beatriz se sobresaltó y se metió en su cuarto. Desde allí podía oír lo que César decía en el comedor.
—Vengo porque quizá Beatriz no se atreva a decir que estuvo conmigo en una sala de fiestas.
—¿Contigo?
—Sí. Cuando regresaba a casa me la encontré y la invité. Creo que... no le parecerá mal, Paulino.
—No.
Pero se lo parecía. Invitó a César a una copa, hablaron algo del equipo local que perdió en campo contrario y luego se despidió. Beatriz hizo su aparición en el comedor.
—Siéntate, Bea —indicó el padre—. ¿Por qué has ido con César—. No es un compañero apropiado para ti. Es un buen amigo de la familia, un gran hombre, hijo de nuestra mejor amiga; pero tú... ya no eres una niña y además, tu edad no concuerda con la de él.
—Lo he pasado bien.
—No lo dudo. Estos hombres entretienen a las chicas como tú; pero... preferiría que no volvieras a salir con él.
—Lo tendré en cuenta, papá.
—¿No... tenías un acompañante llamado...? ¿Cómo se llama, Bea?
—Rafael.
—Ese es más apropiado a tu edad y además tengo buenas referencias de él.
Beatriz levantó vivamente la cabeza.
—No le amo, papá.
—¿Amar? ¿Crees que se ama el primer día? Eso llega después, con el roce, el trato, la estimación. Lo demás son novelerías. Come —añadió sin transición—.
Y tú, siéntate, Teresa.
La comida, contra lo que tenía por costumbre, fue silenciosa y triste y cuando la joven se retiró, los esposos se miraron interrogantes.
—¿Qué? —preguntó la esposa.
—Lo mismo pregunto yo. No me gusta... No me gusta, ¿me entiendes? Y debes decírselo así mañana. No me gusta que salga con César. Una cosa es que lo vea en casa y que charlen, otra muy distinta, que se reúnan también en la calle. Beatriz es muy joven y soñadora, y él... En fin, que no quiero que mi hija se enamore de un hombre que luego puede ser su padre.
—No tanto.
—¿A ti te gustaría?
—No, por supuesto.
—Pues, a mí tampoco, vaya. Díselo así.
—¿No será despertar en la chica lo que tal vez no existe?
Paulino se quedó pensativo.
—Quizá. Pero es preciso que sepa que no me agrada.
—Se lo haré saber, si bien considero que si le hablaras tú...
El padre parpadeó. No podría hablarle porque no era ni elocuente ni tenía paciencia para mantener su severidad. Teresa vivía más en contacto con ella, conocía mejor los puntos vulnerables de su hija y por otra parte, dos mujeres se entienden mejor.
* * *
A la mañana siguiente, cuando Beatriz apareció en el pequeño comedor, su padre ya se había ido. Se alegró. Teresa, su madre, regañaba alguna vez, y Beatriz no le hacía mucho caso; pero cuando se enfadaba su padre..., era distinto. Los sermones de don Paulino llegaban al alma de la hija. En cambio, Teresa, no le asustaba.
—Desayuna —ordenó la dama, depositando sobre la mesa, el tazón de café con leche y unas tortas con mantequilla—. Has adelgazado esta temporada y a este paso vas a quedarte como un fideo. —Se sentó frente a ella, cruzó los brazos sobre la mesa y añadió—: Tu padre, Beatriz, está muy disgustado por tu tardanza de ayer.
—Otras chicas llegan a las once, mamá. Es lo normal. Vosotros creéis que sigo siendo una niña, y la verdad es que soy ya una mujer, y me gusta divertirme en consonancia con mi edad.
—Si bien..., no es César el compañero apropiado.
Beatriz untó un trocito de torta y lo llevó a la boca sin hacer objeciones.
—Estimo, Beatriz, que junto a nuestro amigo, más pierdes que ganas. Ese chico que te acompaña alguna vez, llamado Rafael, y del cual tiene tu padre muy buenas referencias, pudo haberte visto con César. El desconoce la amistad que nos une y es de mal gusto ver a una chica de tu edad con un hombre maduro.
—Yo no veo que César sea tan viejo —adujo con raro acento.
Teresa se asustó, si bien no lo demostró.
—Te lleva muchos años.
—Pero es un hombre culto, ameno, con él no me aburro.
—Querida —observó, cautelosa—, yo, en tu lugar, no volvería a salir con él.
Beatriz terminó el desayuno, se levantó, fue a lavarse las manos y se puso el abrigo.
—Hasta luego, mamá.
—Oye..., te hablo por boca de tu padre. Te expongo sus deseos...
—Lo tendré en cuenta.
Y salió cerrando la puerta con suavidad.
* * *
No se lo dijo a Maruja. Hasta la fecha nunca le ocultó nada, pero aquello..., era demasiado íntimo, demasiado suyo, demasiado peligroso quizá. Maruja, como sus padres, quizá no lo aprobara, y ella, aquella noche, a solas consigo misma y con sus pensamientos, se dio cuenta de lo que ocurría en su interior y se asustó. Sería preciso ocultarlo como un pecado porque pecado era, a juicio de sus padres, amar a un hombre que le llevaba quince años... ¿Pero se cuenta el amor por los años? ¿Significaban éstos, algo en la vida de un matrimonio enamorado?
«Quizá soy demasiado joven para saberlo y luego, cuando quiera darme cuenta... será demasiado tarde. Me doblegaré. Sabré disimular. Lo ocultaré como una imperdonable debilidad. Pero..., ¿podré? ¿No sabrá César, tan hombre, tan inteligente, tan de vuelta de todo, leer en mi ingenuidad?»
—Pareces preocupada —comentó Maruja.
—No lo estoy.
—¡Hum! ¿Qué hiciste ayer cuando me dejaste?
—Di un paseo...
Eran las once. Sonó el timbre. Atendió la llamada y Maruja vio cómo palidecía y parpadeaba.
—Hola —dijo la voz desconocida, al otro lado.
Y Beatriz contestó, casi sin proponérselo.
—¿Qué hay? ¿Por qué no contestaste estos días pasados?
—No tuve tiempo.
—No sirves para mentir. Sin ver tu cara, me doy cuenta de que..., estás mintiendo.
—¿Me llamas para eso?
—No. Te llamo para decirte que ayer te vi... Estabas bailando en los brazos de un hombre...
—¡Cállate!
—¿Lo ves? Meto el dedo en la llaga. Es inútil que intentes cerrarla, ocultarla; para un viejo como yo... Pero oye, ¿tanto le amas?
Cortó la comunicación con brusquedad. Maruja la analizó en silencio y ella le hurtó los ojos.
—Beatriz.
—¿Qué?
—¿Qué te ha dicho?
—Tonterías.
—Temo que por primera vez no te dijo tonterías.
Llamaba el jefe. Pedía comunicación con una agencia de viajes. Beatriz aprovechó para escapar de la observación de su amiga. Desde ese instante estuvo recibiendo llamadas constantemente y cuando salieron a la calle las dos, una junto a la otra, caminaron silenciosas.
Al bajar del autobús, Rafael se unió a Beatriz. Maruja dijo adiós con la mano, mirándolos con expresión especial.
«Sin duda —pensó Beatriz—, por mucho que haga y diga, no puedo engañarla. Maruja me conoce demasiado, sabe que algo me ocurre. Algo no corriente ni vulgar.»
—Beatriz.
—Dime, Rafael.
—Ayer tarde te vi...
Se volvió hacia él con precipitación.
—Sí, no me mires con esa expresión asustada. Te vi. Y sé que no debo molestarte más.
—Te aseguro...
—No tengo la experiencia que tú... amigo; pero soy hombre lo bastante experimentado para comprender lo que te ocurre.
—Pero...
—No trates de disculparte.
Se enfadó.
—No me disculpo —casi gritó—. ¿A qué fin, después de todo? ¿Quién eres tú? Un buen amigo nada más. No tengo que dar a nadie cuenta de mis actos.
—De acuerdo, Beatriz, pero yo sí puedo decir que siento infinitamente que no hayas sido leal conmigo.
—Lo soy, lo fui.
—Entonces..., es que no lo has sido contigo misma.
Bajó los ojos. Caminó con desgana.
—Eso..., tal vez.
Al llegar al portal, Rafael le dio la mano.
—¿Amigos, Beatriz?
—Amigos, Rafael.
—Aún estás a tiempo de rectificar. Yo te esperaré siempre.
—Gracias.
Se perdió escalera arriba. Al llegar a la puerta de su casa y antes de pulsar el timbre, sintió los pasos de alguien que bajaba. Miró. César la miraba desde lo alto. Bajaba despacio sin dejar de observarla. Sus vivos ojos negros tenían un raro destello. Beatriz, como clavada en el suelo, lo miraba a su vez y el cerebro corría desbocado.
«Estoy enamorada de él. Pero..., nunca podré ser suya. Ni mis padres me lo permitirían ni yo me atrevería a lanzarme a una aventura semejante con un hombre que casi me dobla la edad. Además..., ¿por qué todos han de ver el amor que le profeso? ¿También lo habrá visto él?»
—Hola.
—Buenos días, Beatriz.
—¿Hace frío?
—Mucho.
Lo tenía cerca. A dos pasos. Y sentía como fuego su mirada en su cara. Apartó la suya y puso el dedo en el timbre con precipitación:
—Hasta luego, pequeña.
—Hasta luego —dijo sin mirarlo.
Abrió Teresa y ella penetró en el piso con la misma precipitación, como si escapara de alguien, siendo la verdad que únicamente escapaba de sí misma.
«Me turba, me aniquila, me resta energía y fuerza vital —pensó, tendiéndose en la turca de la salita—. A su lado dejo de ser yo. ¿Es esto amor? ¿El amor que él dijo? Y lo sabe. Penetra en mí como un sabio en el corazón de un conejo: Soy para él una cosita, un cristal, y me fastidia. Me pegaría por estúpida. ¿Qué podré hacer para escapar de esta loca y absurda atracción? Si nunca me hubiera dicho que me amaba... Pero lo ha dicho, lo sostiene y mi corazón, demasiado ingenuo...»
Se sentó de golpe, aplastó las manos entre las rodillas.
—Nada.
—Pues diríase que estás desesperada.
—No, claro que no lo estoy.
Cuando se fue a la oficina aquella tarde, Teresa habló con su marido. Este, ya en la puerta, con bufanda y abrigo, se volvió hacia su esposa para besarla y Teresa comentó:
—Estoy preocupada.
—¿Por...?
—Beatriz. No sé qué le ocurre. Parece desquiciada.
Don Paulino frunció el ceño.
—¿Le hablaste?
—Sí, y no pareció dar mucha importancia al asunto, pero cuando regresó... No sé, noté algo raro en ella. Oye, Paulino, ¿qué te parece si la enviáramos a casa de tu madre una temporada?
—¿A Madrid?
—Sí.
—Díselo.
Teresa denegó.
—Yo no. No serviría de nada. Has de ser tú quien lo diga y no preguntándole si lo desea, obligándola, ¿me entiendes? Oblígala a que deje la oficina, o pida permiso por seis o siete meses. De ese modo podrá irse a Madrid y quizá allí, junto a tu madre, recupere el sosiego, porque te advierto que tu hija vive en vilo. ¿Las causas? Las desconozco. Puede ser la edad o un amor, o a una amistad, o quizá su temperamento... De cualquier modo, creo que le hará bien ausentarse una temporada.
Don Paulino entró de nuevo en el comedor y aflojó la bufanda.
—Tú —dijo, mirando fijamente a su esposa—, que conoces mejor a Beatriz..., ¿qué piensas?
—Nada. No puedo penetrar en el motivo que ocasiona su desasosiego.
—Bien. Le hablaré esta misma noche.
—Y como se va a negar, estate preparado para mostrarte enérgico, inflexible.
—Veré si puedo.
—Tienes que poder, Paulino. Es por su bien.
—De acuerdo. Por una vez me voy a olvidar de mi adoración hacia ella. Hasta luego, querida.
La besó y se marchó preocupado. Teresa retrocedió sobre sus pasos y cuando llegó María se lo dijo.
—No he notado nada raro en Beatriz —comentó María.
—Es que tú no vives en contacto con ella. Desde hace unos días y sobre todo desde ayer, vive más en otro mundo que en éste. Todo la sobresalta, está pensativa y parece sostener continuamente un coloquio consigo misma.
—¿Y crees que aceptará el viaje a Madrid?
—Temo que no, pero Paulino se lo impondrá a la fuerza.