V
—Calma, querido Felipe.
El catedrático no estaba aquella noche para cortejar. La verdad, Belén le resultaba insoportable con su bondad, que estimaba en lo que valía, pero que en aquel instante sólo le dañaba.
—No te preocupes tanto de esa chica. La pobre está loca de remate,
—No está loca —dijo Felipe entre dientes—Lo que pasa es que me declaró la guerra. ¿Sabes una cosa, Belén?
—Adiós; tórtolos —dijo la voz de Mariqui desde la calle.
Los dos se crisparon. Sentados en un banco del jardín, era difícil ver la callé. La de los Villegas había estacionado el auto ante la verja de su casa, esperando que el jardinero abriera. Mientras, le era fácil ver a la pareja y saludarla como si tal cosa.
—Voy a decirle unas cuantas —masculló Felipe.
Belén le agarró por el brazo.
—Deja. “A palabras necias oídos sordos”.
—Te digo...
—¿Por qué te pones así? Después de todo te devolvió el libro que era mío, que, en efecto, había dejado en el estribo de su auto.
—Lo hizo en plena clase y con una sonrisa odiosa.
—Mañana es domingo, cariño —dijo Belén—. ¿Qué vamos a hacer? Comulgaremos en misa, ¿no? ¿Qué hiciste, Felipe?
Le fastidiaba un poco Belén. ¿Cómo la conoció? Ah, sí, en un guateque en casa de los Villegas. Puede que entonces Mariqui fuera aún una mocosa. ¿Cuántos años tenía? Dieciocho. Belén, veinticuatro. Eso que los confesase... ¡Sabe Dios los que se guardaba en el guante!
Todo empezó a lo simple. El era un hombre sesudo, pensador, No quería por novia una frivola muñeca. Belén le pareció muy sensata.
Primero la invitó al cine y ella no aceptó. Le agradó aquella reservada tímida. Era la mujer que él necesitaba por compañera.
A los seis días aceptó dar un paseo. A los doce, dio otro. A los seis meses la besó por primera vez. Sin pasión, sin deseo. Con el entusiasmo propio de un hombre formal y decente como él.
Bueno, el caso es que un día el señor Quintana le salió al paso.
—¿Qué intenciones son las suyas?
Felipe era un hombre decente. Dijo que eran honradas.
El señor Quintana le invitó a pasar al jardín y dijo que, mientras no pidiera a Belén, nada dé cortejar en casa.
Cada uno es como es. A él, en él fondo, le agradó el modo de proceder del señor Quintana. Y allí estaba muerto de frío junto a Belén, una Belén que temblaba por la misma causa.
A las diez menos veinte en casa. No fallaba. A las diez menos veinticinco, dondequiera que se encontrara, Belén se ponía en pie: “Tendremos que marchar, Felipe. Papá me reñirá”.
Cielos, a él le iba cansando un poco todo aquello.
Pero no lo dijo, naturalmente.
Sonó un timbre en el interior del palacete. Belén, como impulsada por un resorte, se puso en pie.
—Es papá. Me advierte que debo de entrar en casa.
Aquella noche, Felipe estaba de muy mal humor. Le irritó ser tasado por su futuro suegro, pero como tenía que pensar en lo de Mariqui, no quiso detenerse.
Besó a su novia en la nariz (que la tenía fría, que desagradable le resultó aquel contacto) y se despidió aprisa.
Belén aún le dijo:
—Olvídate de la vecina. Ya sé que es insoportable. Con esos pantalones y esos pelos, parece una loca.
Era una loca guapa, eso es lo que era.
Atravesó la verja y sólo tuvo que caminar dos metros para entrar en la verja vecina.
Pensó si llamar o entrar como hacía siempre, hasta el sa-loncito. El era en aquella casa como un miembro más de la familia.
No la tenía propia. Don Estanislao siempre lo consideró como un poco hijo suyo. A los quince años perdió a su padre, el único que le quedaba ya. Este había sido un gran diplomático. Falleció en accidente de aviación. Todo su capital lo tenía en la Banca de los Villegas, de modo que, al fallecer el señor Torrado, dejó dicho en su testamento que don Estanislao llevara la tutela de su hijo.
Felipe reconocía que, pese a las ideas ultramodernas, demasiado avanzadas, de la familia Villegas, don Estanislao fue un hambre absolutamente honrado para administrar sus bienes de fortuna.
Le invitó a instalarse en su casa, pero él ya tenía quince años y su padre nunca le hizo mucha compañía, de modo que vivir solo en su palacete del Viso no le resultó penoso. Además, la vieja criada Angustias hizo siempre un poco de madre para él. No obstante, el contacto con los Villegas se hizo cada día más fraternal, y su amistad con Leo, ya por aquel entonces bien unida, terminó por ser cariño de hermano.
Mientras Mariqui fue una cría, no hubo discordias. Pero de pronto, casi de la noche a la mañana, la hija de don Estanislao se convirtió en una mujer.
Y allí empezó la guerra fría.
Sacudió la cabeza, dejando a un lado sus pensamientos. Titubeó y decidió entrar sin llamar a la puerta.
* * *
Vestía pantalones de vaquero, llenos de pespuntes, estrechísimos, con unos grandes bolsos pegados a la áspera tela del pantalón. Un suéter de algodón verde oscuro, de cuello en pico. Descalza, con los cabellos sueltos, tirada sobre la alfombra, hacía sus genuflexiones habituales.
Belén luchaba por engordar. Según decían las malas lenguas de las criadas, se tomaba vitaminas y grandes trozos de pan con mantequilla.
Ji. A ella le causaba mucha risa la vecinita. Era una cursi, pasada de moda la pobrecita. Resultaba de un ridículo subido. Lo extraño era que Felipe Torrado pensara casarse con ella...
Pensaba todo esto mientras contaba. Uno, dos, tres. Se levantaba, caía de frente, alzaba las piernas...
A veces, entre número y número de gimnasia estilizadora, los cabellos le cubrían totalmente el rostro. De ahí que no vio la alta y flaca figura de Felipe en el umbral.
—Uno, dos; uno, dos...
—Vaya —exclamó Felipe, burlón—. La niña se cuida.
Fue como si a Mariqui le inyectaran dinamita.
—¿Quién te dio permiso para entrar aquí, donde estoy en la intimidad? —gritó enojadísima—. ¿Sabes lo que haré tan pronto llegue papá? Se lo diré. ¿Te imaginas lo que hubiera ocurrido si estuviera haciendo mi gimnasia habitual en pijama?
Felipe no se inmutó.
Sonrió socarrón.
—Nada. No creo que una mujer tan flaca como tú llame la atención, en pijama.
—Eres un cerdo.
—Pule el lenguaje jbvencita.
Avanzó. Mariqui se serenó de súbito. Lanzó una risita que a Felipe le resultaba odiosa y comentó:
—¿Ya has dejado a la cursi de tu novia? ¿Ya ha tocado el pito de salida tu futuro suegro? Si vienes a entretener aquí tu aburrimiento..., puedes largarte. Ji. O si vienes a comer..., lo siento, porque hoy no pienso invitarte. Estoy sola en casa con los criados. Papá y Leo han ido a comer con unos clientes. Largo, Felipe.
—Escucha —dijo él, mascullando cada salaba—. Si lo que ocurrió hoy en clase vuelve a suceder, te expulso sin ningún miramiento.
—Vaya —dijo ella mordaz—. De modo que pretendías dejarme mal y que yo me quedara tan tranquila —irguió el busto—. No, Felipe. No midas las fuerzas conmigo porque siempre saldrás mal. Por varias razones. Primera, porque tengo en clase más simpatías que tú; segunda, porque les gusto a los chicos, y tercera y principal, porque no soy tonta.
Felipe se balanceó sobre las largas piernas, sin quitar las manos de los bolsillos. Ladeo un poco la cabeza para verla mejor.
—Gustas a los chicos. Claro, ésa es tu arma.
—¿Sabes una cosa? —le retó—. Me parece que también te gusto a ti. ¿Qué vienes a buscar a esta casa a las diez de la noche? ¿No te dijo Leo esta tarde que comería fuera? ¿Es que te cansa tu cursi novia y y pretendes que los demás te endulcen las horas que tienes amargas?
—Merecerías que te abofeteara.
—Pero no lo harás, Felipe. ¡Eres tan correcto! Puaf, eso lo creen papá y Leo, que en el fondo no te conocen. Pero lo que es yo...
Felipe dio un paso al frente, irritadísimo. Aquella muchacha tenía la virtud de sacarle de sus casillas,
La asió por un brazo y se lo apretó hasta hacerle daño. Mariqui no se quejó. Junto a él, la cabeza alzada, lo desafiaba. Aquellos verdes ojos endiablados, tenían unas chispitas doradas enloquecedoras.
—Eres una...
—Dito.
Casi se rozaban sus rostros.
—Dilo. Atrévete.
—Si no fueras quien eres.
—¿Y qué importa? ¿A quién temes? ¿A ellos o a mí?
—¿Pero qué es lo que pretendes, muchacha? —gritó, perdiendo el control—. Di, ¿qué pretendes? ¿No sabes que soy un hombre y voy a olvidarme...?
—¿De qué?