VII

Y cuando Mark, pálido, fatigado y con una luz vivísima en los ojos, transpuso el umbral, Pat, que mantenía la puerta abierta, oyó la voz suave, suavísima, de su señorita, diciendo:

—No estoy para nadie, Pat.

—Sí, señorita.

Y cerró la puerta tras de sí.

Meyle no se movió.

Vestía una falda estrecha y una blusa negra, de cuello camisero, por fuera de la falda. Tenía el cabello peinado hacia atrás y calzaba chinelas. Desmadejada en el sillón, con las dos manos caídas a lo largo de aquel, miraba a Mark con una tenue sonrisa en los labios.

—Pasa, Mark, y siéntate.

Mark lo hizo frente a ella, quedando inclinado hacia adelante.

—No sé cómo empezar —murmuró roncamente.

—¿Empezar?

—Sí. Decir algo…

—No digas nada.

—¿Has leído…?

—Sí.

—Todo el mundo lo sabe. Están haciendo una leyenda de algo tan simple y a la vez tan lamentable.

—Siempre ocurrió igual.

Un silencio.

Ella encendió un cigarrillo y con aquella delicadeza tan suya, tan femenina, se lo puso en los labios a Mark. Este asió con sus dos manos los dedos temblorosos. Se buscaron los ojos. Unos en otros, con intensidad. Los de ella, tristes; los de él, apasionadamente anhelantes.

—Todos creen…

—Sé lo que creen —breve, concisa, rescatando a la vez sus dedos.

Los apretó unos contra otros, como si toda la impotencia estuviera recopilada en ellos, y no fuera posible desvanecerla.

—Meyle…, nos casaremos.

—Tú crees que es lo mejor.

—¿Lo dudas?

—Tengo la certeza de que no debemos hacerlo.

Mark se puso en pie.

—Me parece que estás jugando conmigo.

—¿Jugando? ¿Yo? ¿Me crees capaz?

Mark volvió a sentarse.

Sus dos manos se metieron apretadas entre las rodillas. Alzó la cabeza y sus ojos escrutadores bucearon en el rostro muy pálido, pero aparentemente sereno.

—Prefieres exponerte a las críticas, a casarte conmigo. Tú sabes muy bien que yo no te propongo matrimonio por las murmuraciones que este incidente pudo ocasionar. Tú sabes, porque tienes que saberlo, que estoy loco por ti. No es un beso suficiente para calmar mis ansiedades. Un hombre, cuando ama así… no se conforma con tener una amiga espiritual. ¿Quieres que seamos sinceros los dos, Meyle?

—No.

—¿No?

—Escucha, Mark, escucha bien esto. No voy a casarme contigo. No lo haré solo por acallar las malas lenguas y los comentarios irónicos de los periódicos Siempre fui muy persona y muy independiente. Tuve que aprender a serlo cuando carecía de todo lo indispensable. Porque no sé si sabes que yo fui una niña triste y solitaria —emitió una risita ahogada, amarga, dolida—. Hace solo cinco años, yo era una dependienta de comercio con aficiones literarias. Vivía con una tía usurera, que no bebía por no gastar el agua, ni comía por guardar los centavos que pudiera gastar en una comida. Sentía frío en los pies, porque me faltaba la suela. Y frío en el cuerpo, porque casi nunca comía caliente, y carecía de ropas de abrigo para taparme. ¿No sabías eso?

—Siempre te conocí rica, y apenas si transcurriera un año de la primera publicación.

—Es que si no tuviera dinero, jamás hubiera podido publicar mi primera novela.

—Dinero… —el hombre pareció exaltarse—. ¿Te lo dio un hombre? ¿Es por eso?

—Los hombres no sois tan generosos, Mark.

—Yo te hubiera dado…

—Cállate. De la forma que un hombre me lo hubiera dado, jamás lo admitiría yo de ti.

—Perdona. No quise ofenderte. No quise herirte. Ya sé la clase de mujer que eres. Ya sé asimismo que no me servirías para un día o una semana. Tendría que ser para toda la vida, o renunciar a ti para siempre.

—Aquella usurera —añadió la joven como si no le oyese— falleció un día —se alzó de hombros—. La sentí. Usurera y todo, era el único familiar que tenía, y le había tomado cariño. A su manera, si bien me privó de muchas cosas elementales, me dio ternura. Y yo jamás la había tenido. Aquella mujer, al morir, dejó una fortuna. Un millón de dólares que fue amasando día tras día durante toda una vida, privándose de todo, pasando por tacaña, faltándole lo más esencial…

—¿Qué dices?

—Con aquel dinero hui de Boston… No he vuelto más. Ni siquiera a ponerle flores a su tumba. No me sentí con valor… Me instalé en Nueva York…, me cerré en este apartamento y preparé mi primer libro. Como un desahogo a tanta amargura junta. Esta es mi vida. Por eso te pido que no seamos sinceros. ¿Qué tengo yo que decir? ¿Añadir aún más?

—Me has hablado de tu vida material, Meyle —apuntó Mark de forma extraña—, pero… ¿has vivido todo este tiempo sin un afecto amoroso?

La joven se puso en pie.

Lo hizo con tal brusquedad, que por un momento el sillón que ocupaba minutos antes, se tambaleó.

Y con la misma rapidez que se levantó, dio la vuelta, quedando de espaldas a Mark.

Este también se puso en pie.

Giró en torno a ella, inclinó la cabeza y la metió bajo la de Meyle.

—¿Es… eso?

Le hurtó los ojos.

Mentir era villano para su rectitud. Negar era odioso para su dignidad.

Por eso, huyendo de la mirada casi enloquecida de Mark, gritó ahogadamente, como si su voz se quebrara en un sollozo:

—Tuve afectos; los tuve, sí, y creí en ellos —alzó los ojos, miró a Mark, que parecía una estatua, y sus ojos al hacerlo tenían como un fuego de angustia—. Creí en ellos como en mí misma. ¿Te das cuenta? ¿Te la das?

Y como Mark permaneciera silencioso, con aquella expresión de asombro, de estupor, de dolor indescriptible, ella volvió a girar sobre sí, y como si miles de libras la aplastaran, se derrumbó en el sofá y quedó encogida, con los brazos apoyados en el respaldo del sofá, con la cara oculta a la mirada enloquecida de Mark.

No eran sollozos desgarradores los que agitaban a Meyle.

Era, por el contrario, como un desahogo silencioso, hondo, que parecía partir del rincón más oscuro de su ser y cuajarse en la boca con un gemido. Un gemido de dolor inenarrable.

Durante algunos instantes no se oyó en la estancia más que aquel gemido, y después la voz de Mark, apacible, pero ausente. Una voz lejana que no parecía ni ser suya, ni ir dirigida a ella:

—Has leído mucho, pero no hace falta ser un asiduo lector para haber leído el Manual del visitador del pobre, de Concepción Arenal. Hay un párrafo que dice así: «No llevemos, pues, enfrente del dolor una impaciencia hostil ni la idea de combatirlo, sino la de consolarlo, utilizarlo para la perfección moral de quien sufre y de quien consuela». Eso te digo yo a ti, Meyle. Pero de no añadir que me has destrozado, y que por mucho esfuerzo que yo haga… nunca seré capaz, ¡nunca!, y es lo que no me va a dejar vivir, de olvidar lo que acabas de decirme.

—No… no podía engañarte.

—Debiste engañarme —dijo dolido, derrumbándose en el sillón como si le empujara una fuerza contundente—. Te amaba demasiado para… para… —ocultó el rostro entre las manos como un infeliz hombre desamparado— para odiarte.

Paulatinamente, Meyle dejaba de llorar.

Fue girando sobre sí misma, hasta quedar sentada, pálida, casi apacible, pero con aquella amargura reflejada en sus grandes y melancólicos ojos.

—Me siento mezquina y ruin por haberte dañado, y ahora por haberte dicho…, y más tarde me sentiré humillada sabiendo ya lo mucho que nos separa.

Él podía decirle que no iba a poder pasar sin ella.

Que, como quiera que fuera, aquel pasado tendría que olvidarlo.

Pero no lo dijo.

Miró en torno, por encima de la cabeza femenina. Miró sin ver, con una expresión muy distinta a la suya.

—Vete, Mark —pidió ella quedamente—. Ahora… ahora…

—No vuelvas a decirlo.

—Qué más da, si está en la mente de ambos.

—En la mente es muy poco, Meyle. Está dentro como un veneno, como la misma hiel —apretó el puño Lo agitó en el aire, como si su enemigo estuviera allí y tuviera que destruirlo.

Se puso en pie de nuevo.

—Mark…, no vuelvas por aquí. Te lo ruego. Por favor…, emprende un largo viaje. Tú… tienes medios para huir. Olvídame…

—¿Y tú? ¿Es que ni siquiera tengo el consuelo de saber que tú me amas? Desaparecido el fantasma para ti, teniéndolo yo ante mí…, ¿no hurgaste en ti misma? ¿En tus sentimientos?

—Huyo de eso con una cobardía casi inhumana. Es lo que no quisiera, Mark, volver a sufrir por el amor de un hombre.

—Tanto —dijo él dolido— has sufrido por el otro.

—¡Tanto! —con súbita valentía—. No sería yo como soy, si mintiera ahora. Le he querido y tuvo que pasar mucho tiempo para olvidarlo.

—Y yo… yo… —gritó, aún sin darse cuenta de lo cruel que está siendo— que creí en ti, en la mujer pura, melancólica, sin pasado… Yo, que estoy de vuelta de todo y me he caído a tus pies como una criatura inexperta.

—No me ofendas, Mark. Te he dicho lo único que podía decirte para disuadirte de la idea de una boda entre tú y yo.

—¿Sabes cómo quedas? ¿Has pensado en ello? ¿Sabes que eres una mujer famosa y el mundo te señalará con el dedo, por haber pasado dos días y dos noches dentro de un auto con un hombre, y que ese hombre, al ser ambos hallados, te tenía en sus brazos?

—Solo me interesa lo que pienses tú, Mark. Lo que piensa el mundo… es tan mezquino. Tú y yo sabemos que hemos sido más puros que nunca, estando juntos dos días y dos noches.

—Hemos de vivir con el mundo —gritó él exasperado, no por lo que ella decía, sino por tener que renunciar a lo que más quería.

—Con el mundo he vivido hasta ahora —susurró ella con desaliento, pareciendo una cosita allí, perdida en el fondo del sofá—. Ahora ya… ¡qué importa! Vete, Mark… Prefiero que huyas con la misma cobardía con que yo vine huyendo hasta ahora, a que me parezcas cruel con todas las verdades que merezco.

Mark giró. Fue hacia la puerta. Asió el pomo. Había una rabia incontenible en sus dedos al agarrar aquel metal frío, que le hablaba tanto o más que la figura inmóvil, patética, de Meyle.

—Para mi condenación —dijo roncamente—. Sí, para mi condenación, un día tendré que volver. Yo no te quiero a ti como quise a tantas mujeres que pasaron por mi vida. Por ti sentí… siento, sentiré siempre lo definitivo. Lo que un hombre siente una vez en la vida, por una mujer determinada.

—Un mundo de sombras nos separa.

—¿Y no te duele? Di —gritó con desesperación—. ¿No te duele? ¿No me queda ni siquiera el consuelo de saber que tú… vas a sufrir por mi ausencia?

—¿Qué quieres que te diga, Mark?

—La verdad, aunque sea tan cruel como la que me has dicho hace un instante.

—Te voy a echar de menos, Mark —dijo pálidamente—. Va a ser imposible adaptar mi vida sin tu presencia. Si eso te consuela… ve consolado, Mark. Y si un día vuelves…, por favor, no menciones este instante. No me pidas que sea tu mujer, pero sí tu amiga.

Hubo en Mark como un sobresalto. Apretó el pomo, pero no se movió. Sus labios se agitaron.

—¿Y si un día te pido que, pese a todo, seas mi mujer?

Ella se menguó más en la esquina del sofá.

—Nunca soportaría esa humillación, aunque en ello estuviera encerrada la plenitud de mi vida afectiva.

Mark abrió y cerró casi simultáneamente tras de sí.

Meyle oyó sus pasos. Alejarse cada vez más, como si algo se desgarrara dentro. Más que aquel día, cuando caminaba por el lodo, sintiendo en las piernas…