Víctor me dijo una vez que tengo facilidad
para enamorarme de mujeres tristes. Tenía razón: algo que siempre
me gustó de Irina fue su tristeza. A veces Víctor estaba en lo
cierto, incluso cuando no tenía ni la menor idea de lo que pasaba a
su alrededor.
Víctor nunca supo con certeza lo que yo
sentía por Irina. Para mí hubiera sido una vergüenza tener que
reconocerlo, aunque tal vez él lo sospechó alguna vez. Me temo que
mis dotes para el disimulo no eran muy notables hace quince años.
El amor, recién descubierto, resultó un sentimiento muy
desagradable, parecido a una enfermedad nerviosa. Quien se haya
enamorado alguna vez sabrá entenderme. No es necesario que sea de
la persona equivocada.
Procuré que nadie supiera toda la verdad.
Víctor, por otra parte, solía estar siempre demasiado ocupado en
sus propios asuntos para prestar atención a los míos. Una de las
virtudes que más aprecio en mi madre es su don para intuir qué
preguntas es mejor no formular. Y también su talento para escuchar
cuando es necesario. Nunca le dije, aunque ella lo supo, que Irina
fue la primera chica que me partió el corazón. Y también la única.
Tampoco le mostré jamás el anillo que llevé tanto tiempo junto a mi
pecho.
Aunque el anillo fue el más insignificante
de los tesoros que retuve de Irma.
No sé por qué las personas tenemos tendencia
a arrepentimos de nuestros actos cuando ya no tienen remedio.
Ahora, tantos años después, quisiera que todo hubiera sucedido de
otro modo entre Víctor y yo. Supongo que, tras lo ocurrido, nuestra
separación era inevitable. No me refiero a una separación física:
seguí viéndole, claro, pero sólo porque no podía evitarlo. Y
durante aquellas visitas me mostré cordial, pero más frío de lo que
es habitual en mí. Es mi peor defecto: soy de natural reservado.
Algunos lo llaman timidez. Sucede que no me gusta compartir mis
cosas con cualquiera. Víctor, para mí, era un cualquiera. Y más
después del verano en que apareció Irina en las vidas de los
dos.
No podía ser de otra forma. Cometimos la
mayor torpeza que pueden cometer dos hombres: nos enamoramos al
mismo tiempo de la misma mujer. La esencia de lo que ocurrió parece
vulgar vista desde la perspectiva de los años. Podría decirlo de
otro modo, pero eso no cambiaría las cosas: los detalles
circunstanciales no tienen relevancia, aunque entonces sí la
tuvieron. Yo no podía soportar la idea de que ella le
correspondiera. Me parecía indigno de alguien tan especial como
Irina el sucumbir a los encantos fáciles de un seductor casi
profesional como Víctor. Había conocido demasiadas mujeres rendidas
ante sus encantos de pacotilla y no podía sufrir que ella fuera una
más. Supongo que en alguna ocasión soñé con que Irina fuera única.
Por eso pensé tantas veces en contarle toda la verdad sobre él,
pero no lo hice. Veo ahora que la culpa la tuvo, de nuevo, mi
talante introvertido. En cambio, me comí mi rabia muchas veces en
el silencio nocturno de aquella casona alquilada.
En el fondo, no toleraba que mi rival no me
diera ni siquiera la oportunidad de medir con él mis fuerzas, que
me despreciara hasta el punto de ni siquiera temerme, que no
existiera la ocasión de pelear por aquellos sentimientos que me
asfixiaban. Víctor estaba acostumbrado a ganar esta suerte de
batallas, y aquélla no iba a ser una excepción. He pensado muchas
veces qué habría pasado si yo no hubiera tenido diecisiete años.
Sospecho que nada muy distinto. El desenlace hubiera sido el mismo.
Nada, en aquel momento, importaba, salvo que yo quería a Irina,
Irina quería a Víctor y Víctor sólo se quería a sí mismo.
Tal vez sea cierto y me gusten las mujeres
tristes. Durante mi adolescencia, nunca fui feliz en ninguna parte.
No me faltaban motivos, era más bien una cuestión de talento. Hay
gente que no sabe ser feliz, y yo era uno de ellos. También eso ha
cambiado con los años, y en parte también gracias a Irina. Seguí
las sendas de aquel mapa fabuloso que ella desplegó ante mis ojos
y, si ahora he vislumbrado la posibilidad de volver a verla es sólo
porque he llegado a un punto que parece un final, un destino. No he
sabido de ella en todos estos años, aunque de vez en cuando he
tropezado con su nombre en algunos de los libros que he leído.
Irina es hoy una buena traductora de la lengua que tanto ama, el
ruso. Vive en San Petersburgo, un lugar de belleza y frío del que
me habló muchas veces, durante aquel verano que compartimos. Sé que
es feliz porque adora esa ciudad. Solía decirlo: no había nada en
el mundo que deseara tanto como vivir allí.
Hacia San Petersburgo me dirijo ahora, vía
Helsinki. Mi hotel está en la calle Bolshaya Morskaya. Llegaré
mañana a primera hora. No me espera nadie, ni siquiera Irina.
Aunque, de algún modo, Irina lleva muchos años esperándome.
Ha pasado mucho tiempo desde nuestra última
conversación, y tengo mucho que contarle. Le llevo un ejemplar de
mi novela. Ella es la protagonista, creo que es justo que la tenga.
También quiero devolverle algo que no debería haber estado en mi
poder tanto tiempo.
Todo lo demás no importa. Por supuesto, sé
que me arriesgo a encontrarme con una mujer muy diferente a la
Irina que yo conocí. Puede ser que se haya casado, que tenga hijos…
nada de eso es relevante. Las circunstancias han dejado de tener
importancia. Todo es diferente ahora. Víctor ha muerto. Tal vez
ella no quiera saberlo, tal vez no le importe, pero también siento
que debo decírselo.
Sólo me queda añadir que Víctor era mi
padre. Un padre al que no deseo parecerme. Si ahora pudiera decirle
que voy en busca de Irina, ni siquiera se acordaría de ella, o la
confundiría con alguna otra. Mi madre es capaz de reírse de esas
cosas. Ella le perdonó. No sé si yo seré capaz de hacerlo algún
día. Tal vez al final de esta historia pueda, por lo menos,
comprenderle un poco. Por ahora, me he propuesto, en este principio
de mi viaje ruso, recordarlo todo, sin olvidarme un detalle.
Enfrentarme al pasado y revivirlo. Empezando por
EL PRINCIPIO
de todo fue aquella tuberculosis que me
diagnosticaron a los diecisiete años. Yo no me sentía enfermo, sólo
cansado. Estaba más delgado y había empezado a toser. El médico me
examinó, me pidió que tosiera un poco mientras sostenía un pañuelo
de papel frente a mi boca —cuando lo retiró había en él una
diminuta mancha de sangre—, y luego explicó a mis padres que la
tuberculosis, pese a ser extraña a mi edad, no era una enfermedad
poco común, y que mucha gente, en contra de lo que todo el mundo
piensa, la sigue padeciendo en nuestros días.
Me recetó unos antibióticos.
—Notarás que la orina se te vuelve
anaranjada —advirtió el doctor, sin levantar la vista del papel en
el que garabateaba algo.
Cuando por fin nos miró, alzando los ojos
por encima de las gafas de montura plateada, dijo a mis
padres:
—Estaría bien que pensaran en llevarse al
chico una temporada a algún lugar donde pueda respirar un aire
mejor que el de la ciudad.
Así empezó todo. Una frase que cambió el
rumbo de mi existencia.
En cuanto pisamos la calle, volvieron las
caras largas. Frente a un extraño los adultos son capaces de
disimular. En cuanto la normalidad regresa, también los conflictos
reaparecen. Eso aprendí de mis padres, que en aquella época estaban
enfadados las veinticuatro horas del día, siete días a la semana y
cincuenta y dos semanas al año. No soporto las caras largas. La
vida en casa se había vuelto, desde hacía unos meses,
insufrible.
Mientras eres un crío, tus padres también
disimulan delante de ti, o procuran pelearse a tus espaldas. En mi
casa esto se terminó de un día para otro, supongo que coincidiendo
con el momento en que uno de los dos pensó que yo ya no era tan
pequeño y que el concierto de gritos, llantos y palabras
envenenadas no me iba a afectar. Se equivocaron. Me gustaría saber
si hay alguien a quien no le afecte descubrir, después de
diecisiete años de convivencia, que sus padres no son perfectos,
sino dos personas de carne y hueso cargados de defectos que,
además, tienen cierta facilidad para hacerse daño el uno al otro
sin ningún motivo. Claro que, pensándolo bien, no conozco a nadie
que discuta de un modo racional, aunque no esté casado con el
otro.
El único motivo que se me ocurría entonces
para explicar la crisis familiar era aquella insistencia de mi
madre en que Víctor intentara cambiar de orquesta. Lo cual era como
decir cambiar de trabajo. Víctor pasaba fuera toda la semana. El
asunto de la distancia, la incomodidad y la soledad ya eran
recurrentes durante el poco tiempo que estaba en casa. La frase más
pronunciada por mamá era: «No se vive para trabajar, se trabaja
para vivir». También solía ponerme a mí como excusa: «Álex ya va
siendo mayor —decía—, cada vez necesita más tener a su padre
cerca». No me gustaba que lo dijera, pero tenía razón: por aquella
época, yo echaba de menos a Víctor de martes a domingo. Y, a veces,
cuando llamaba el domingo por la noche con su lista de excusas para
no venir, también le extrañaba los lunes, que entonces era su único
día libre. Sus pretextos favoritos eran los ensayos de su nuevo
grupo de cámara o los exámenes a los que debía asistir como miembro
del tribunal.
Mi padre era violinista, y no uno
cualquiera. También era profesor del Conservatorio y concertino en
la orquesta de una ciudad a unos cuantos quilómetros de la nuestra.
Y, por si todo eso no bastara, desde hacía unos meses formaba parte
de un grupo de música de cámara que había fundado con algunos
compañeros y con el que esperaba debutar antes de final de año.
Elaborar el programa que iban a ofrecer supuso dos semanas de
ausencia. Luego estaban los ensayos y las horas de estudio en casa.
No es fácil llegar tan lejos en la música, hay que sacrificar
muchas horas. Él había logrado el respeto de sus colegas por
méritos propios, aunque a un precio alto para su familia.
Yo fui siempre el típico chaval necesitado
de emociones o de compañía. No tenía facilidad para relacionarme
con nadie, ni siquiera con gente de mi misma edad. En el instituto
apenas tenía un par de amigos, no jugaba al fútbol, no me gustaban
las excursiones y detestaba los trabajos en grupo. Conforme crecía
me volvía más y más reservado, casi antipático. Puede que empezara
a escribir a causa de mi necesidad de comunicarme, no lo sé. O
puede que inventara mundos perfectos para sustituir a mi propio
mundo. Nada era entonces demasiado meditado. Llenaba hojas y hojas
de papel como si fuera algo natural. La idea de ser escritor
rondaba por mi cabeza, pero sólo me lo tomé en serio mucho después,
cuando conocí a Irina. Se podría decir que fue ella quien me hizo
escritor al convertirse en mi primera lectora. Solía decirme:
—Un escritor, para serlo, sólo necesita una
sola persona que le lea con entusiasmo. Sólo una.
Así estaban las cosas cuando una orquesta de
prestigio convocó unas oposiciones para cubrir una plaza de primer
violín. Era un puesto a la medida de mi padre. La orquesta era
sobradamente conocida y tenía su sede en nuestra propia ciudad. Por
si fuera poco, el director era Luis Pacheco, uno de sus mejores
amigos, además de uno de los visitantes más habituales de nuestra
casa, gran admirador de los platos que cocinaba mi madre y me
hubiera atrevido a asegurar que también de mi madre. A pesar de que
todo era favorable, a pesar de que mamá insistió e insistió, de que
incluso Pacheco estuvo de acuerdo en que era un puesto a la medida
de Víctor y dijo que estaría encantado de que se lo adjudicaran… a
pesar de todo, mi padre ni siquiera se lo planteó.
Cuando mamá le hablaba del asunto, solía
argumentar que era ya demasiado mayor para andar cambiando de
compañeros y de director. Decía que no podía hacerles esto a sus
colegas del grupo de cámara. También hablaba de no sé qué puntos
acumulados por sus años en la enseñanza, que le daban —«nos daban»,
decía siempre— derecho a prestaciones fabulosas el día de su
jubilación. A mamá y a mí, todo aquello nos traía sin cuidado. No
tuvo que pasar mucho tiempo para que comprendiéramos que Víctor no
tenía ningún interés en trabajar más cerca de casa, por mucho que
su mujer insistiera o su hijo le necesitara.
Mi enfermedad llegó cuando las heridas de
este último conflicto aún no habían cicatrizado.
Por la noche, cuando llegamos a casa después
de que me viera el médico, estalló una crisis. Papá contó a mamá
que durante los últimos meses otra mujer le había tenido embrujado.
Ésa fue, exactamente, la palabra que utilizó: embrujado. No sé por
qué tuvo que contar aquello precisamente en aquel momento. Era una
mandolinista de la orquesta. Una húngara, o una búlgara, que habían
contratado para la Séptima de Mahler, y que apenas estuvo allí una
semana. Mamá escuchaba impertérrita, mirándole a los ojos, como
desde un retrato. Estaban sentados a la mesa del salón, el mantel
salpicado de las migas de la cena, y durante un buen rato Víctor
estuvo hablando solo, como en una de sus conferencias. Dijo que
aquel episodio —otra palabra suya— con la mandolinista ya había
terminado, que nunca pensó que aquella mujer fuera para él nada
serio, pero que todo ese asunto le había hecho sospechar que su
matrimonio podía estar naufragando; y, en fin, que había resuelto
tomarse unos días para meditarlo.
—Desde luego, si esto naufraga no será por
mi culpa —dijo mamá—, yo nunca me he fijado en otro hombre. En
cambio, tú, ya no sé las veces que… si hasta lo intentaste con
Laura.
Laura era —sigue siendo, pero sólo porque la
capacidad de mamá para perdonar y olvidar es inaudita— la mejor
amiga de mi madre. Por aquel entonces, era una joven viuda con dos
niños pequeños que casi siempre estaba en nuestra casa en busca de
consuelo, consejo o compañía. Mi padre, claro, estaba dispuesto a
darle cuanto le pidiera y mucho más.
—Eso no importa ahora, Blanquita —se
adelantó papá—.
Lo importante es que ambos creamos en esta
pareja. Sinceramente, pienso que un poco de distancia y algo de
tiempo nos sentarán bien. Estoy pensando en alquilar algo por ahí,
en algún pueblo de montaña, y llevarme al chico. Él lo necesita y
nosotros también. Creo que será lo mejor.
Víctor se fue camino del baño, a su
ceremonia higiénica de todas las noches: lavarse los dientes, darse
una ducha, embadurnarse de cremas. Mi madre, que no parecía haber
movido ni un músculo, murmuraba:
—Nunca he creído que las separaciones ayuden
a arreglar las cosas.
Sólo hacía una semana que había terminado el
curso y ya se adivinaba que aquél no iba a ser un verano como los
demás. En, apenas cuarenta y ocho horas, gracias al conocido del
conocido de un amigo, mi padre había alquilado una casita en un
pueblo de la provincia de Soria.
—Es un lugar tranquilo, apartado, saludable.
Saldremos a respirar por las mañanas y por las noches estudiaré.
Podré preparar el programa del grupo y el solo de Scherezade. Es
perfecto —anunció Víctor.
— ¿Y qué vais a comer? —preguntó mi
madre.
—Me han hablado de una mujer del pueblo que
cocina para algunos veraneantes. En cuanto lleguemos contactaré con
ella.
Nada interfirió en los planes de mi padre.
Mamá preparó nuestras maletas con una docilidad que me sacó de
quicio. Hubiera preferido que se rebelara, que le reprochara a
Víctor aquella actitud, que se atreviera a plantarle cara, incluso
a amenazarle con marcharse si él no cambiaba, aunque fuera por una
vez. Sin embargo, ella nunca levantó la voz a su marido. Antes de
que se acostara aquella noche —sin cenar y muy temprano, como casi
siempre en las últimas semanas—, intenté tener una conversación
adulta con ella, pero fue inútil.
— ¿Por qué no vienes tú también, mamá? —le
pregunté—. La casa debe de ser grande, no hace falta que os veáis
todo el tiempo. Para ti serían como unas vacaciones.
Me acarició el pelo, ladeándome el
flequillo, en un gesto muchas veces repetido.
—Prefiero quedarme aquí.
Luego sonrió, con cansancio, o con tristeza,
y añadió:
—Lo que quiero es que te pongas bien y que
hagas caso a tu padre.
Sólo en el mismo instante de nuestra
partida, cuando papá ya tenía en las manos las llaves del coche y
el mapa de carreteras, mi madre dijo:
—Espero que me echéis un poquito de
menos.
A lo que mi padre contestó con una de esas
zalamerías tan suyas, tan insulsas, que siempre lograban su
objetivo:
—Claro que sí, tontorrona. Cómo no te vamos
a extrañar.
Me pareció que ella sonreía mientras cerraba
la puerta de casa. Su sonrisa, licuada por las lágrimas de todos
los días precedentes, se veía a través de la rendija que aún
permanecía abierta mientras subíamos al ascensor, y se estrechaba,
se estrechaba, se estrechaba hasta
DESAPARECER
por completo del mundo no es tan complicado.
Sólo hay que encontrar el lugar adecuado. El pueblo en el que mi
padre había alquilado una casa antigua, rústica y demasiado grande
para nosotros dos era más bien una aldea: apenas dos docenas de
edificios arracimados alrededor de una carretera secundaria,
incluida la iglesia, el ayuntamiento, la oficina de correos y el
supermercado. También había algo parecido a un bar, por cuyo patio
deambulaban las vacas. Unos quinientos metros más allá, siguiendo
un camino de tierra que era ruta habitual de las ovejas de la zona,
estaba nuestra casa, rodeada de un huerto o un jardín que nadie
cuidaba desde hacía años y que se había llenado de zarzas y
yerbajos. Era una construcción de dos plantas. En la inferior,
había un salón y una cocina bastante grandes, además de una
despensa, un patio con lavadero, un gallinero
—sin gallinas—, un aseo rudimentario que en
invierno debía de ser glacial y un antiguo granero que hacía las
veces de cochera. En la planta superior, estaban las cinco
habitaciones y el único cuarto de baño. La casa mantenía un
ambiente de oscuridad y frescor que, imaginé, debía a sus anchos
muros de piedra.
Elegí una de las habitaciones que daban al
camino, la única cuya puerta tenía cerradura. Desde allí se veía,
algo escondida entre la vegetación, parte de la casa vecina. El
muro que cercaba el terreno, la verja de entrada y parte del jardín
eran bien visibles con sólo asomarse un poco. Parecía más grande
que la nuestra, aunque era difícil precisarlo: desde allí sólo
podía ver una ventana y parte del muro que la contenía. Abrí la
puerta de par en par y escuché el silencio. De no ser por alguna
campana o algún ladrido lejanos, el crepitar de la vegetación seca
azotada por el viento o los rumores apenas distinguibles, el
silencio habría sido absoluto. Me senté en la cama —rústica,
fuerte, alta— y observé el exterior. No había una sola nube en el
cielo. No se oía el rugido de un solo motor. No olía a comida en la
casa a pesar de que era la hora de comer. No había televisión.
Todas aquellas ausencias juntas compusieron un mal presagio, el
primero: me iba a aburrir mucho allí, iba a echar de menos mis
cosas, las largas conversaciones con mamá y mis caminatas por un
Madrid atestado de tráfico incluso en agosto. Allí estaba, en un
lugar extraño, sentado sobre una cama distinta a todas en las que
alguna vez había dormido, mirando el cielo azul y preguntándome
totalmente desconcertado: « ¿Y ahora qué?».
— ¿Te gusta la casa? —interrumpió mi padre,
asomando la cabeza por la puerta de mi habitación—, ¿a que es
fantástica?
Comimos porque mamá había insistido en que
nos lleváramos medio queso, algo de embutido y una barra de pan. La
superficie de la mesa de la cocina era oscura y rugosa. El silencio
era tal que podía escuchar el sonido que hacían las muelas de mi
padre al aplastar el chorizo. Masticando el último bocado, Víctor
se levantó y se marchó:
—Voy al pueblo, a hablar con esa cocinera y
a comprar algo para el desayuno de mañana. Mientras tanto, puedes
dormir una siesta.
No tengo costumbre de dormir siesta. Intenté
ordenar mis cosas en aquel espacio. Coloqué mis camisetas en los
cajones y dejé los libros sobre la mesa, junto a la ventana, al
lado de la radio, que me gusta escuchar por las noches. Vi el coche
rojo de mi padre alejarse por el camino de tierra. También escuché
la voz ronca y potente de un perro, aunque no pude verlo, seguido
de una voz de mujer mayor que pronunció una frase ininteligible
para mí por aquel entonces:
—Zajadí, bled!
Nada parecía allí muy interesante. Tal vez
aquél sería el lugar ideal para escribir, siempre y cuando se me
ocurriera de qué y cómo comenzar. No es fácil cuando se es un
absoluto principiante pero con ampulosos sueños de grandeza: en
aquella época, yo tenía muy claro que quería ser uno de los
escritores más importantes de mi generación. Sin embargo, no tenía
ni la menor idea de qué hacer para conseguirlo.
Decidí que más tarde saldría en busca de una
cabina telefónica. Aparté la colcha, me eché sobre las sábanas y,
por primera vez, contravine mis costumbres.
Cuando me desperté, mi padre había logrado
encontrar a nuestra cocinera, nuestra salvadora: se llamaba
AURORA
era una mujer menuda, rellena y de mejillas
sonrosadas. Sabía hacer de todo: lo mismo desmontaba un enchufe que
rebozaba un filete. Manejaba la escoba, el azadón, la aguja y hasta
un ciclomotor en el que todos los días se desplazaba por la zona,
de casa en casa. Era una mujer lista, trabajadora, de voz poderosa
y más ocupada que un ministro. A Víctor no le fue fácil convencerla
de que viniera todos los días.
—Dos hombres solos dan mucho trabajo —decía
ella— y yo tengo poco tiempo. Cocino a diario para la señora
Liudmila. La única solución, si ella no tiene inconveniente, sería
echar en la cazuela un puñado más de lo que sea. Pero tendrá que
ponerse de acuerdo con ella, porque yo no quiero pleitos.
—No es problema. Si me dice dónde puedo
encontrar a esa señora voy yo mismo a hablarle del asunto —dijo
Víctor.
La señora Liudmila: Liudmila Vasílievna
Ratushínskaya. Era nuestra vecina, la propietaria de la gran casa
que se adivinaba entre la vegetación al otro lado del camino.
Pasaba en el pueblo los meses de primavera y verano, en compañía de
una enfermera argentina llamada Mirta, que llevaba más de treinta
años a su servicio, y de otra anciana llamada Nora, una especie de
dama de compañía que trabajaba para ella desde la época de las
cavernas. Durante las vacaciones de la enfermera, que solía tomar
en los meses de julio y agosto, cuidaba de ella su única
nieta.
Todo eso lo averiguó mi padre en su primera
visita a la casa y me lo contó nada más llegar.
—La tal Luzmila debe de tener, por lo menos,
noventa castañas. Es ciega, rusa y antipática. La casa también se
cae de vieja. Lo único que vale la pena allí es la nieta. Está
buena y no debe de ser mucho mayor que tú. Ya le he dicho que
necesitas amigos. Se llama Irina.
No soportaba que Víctor se metiera en mis
asuntos. Tenía una habilidad especial para dejarme siempre en
ridículo.
—No me mires así, hijo. Comprende que no
puedo dejarlo en tus manos. Deberías tener más arrojo con las
mujeres.
Mi padre no estaba acostumbrado a que las
mujeres fueran impermeables a sus encantos. Claro que su
experiencia en nonagenarias ciegas no debía de ser muy extensa.
Liudmila Vasílievna le recibió, con mucha ceremonia, en la
biblioteca de su viejo caserío, escoltada por su nieta, que le
servía de intérprete. No se sentó en ningún momento, ni le ofreció
tomar asiento. Mucho menos le ofreció algo que beber. Es decir,
dejó bien claro que tenía gran interés en mantener las distancias.
Hizo que mi padre le repitiera un par de veces el motivo de su
visita y la propuesta que Aurora le había hecho. Sólo después de un
silencio, en el que la vieja parecía meditar para sí, le formuló
aquella pregunta sorprendente:
— ¿Y qué me ofrece a cambio?
La nieta parecía incómoda. Hubo un momento
en que cambió con su abuela unas palabras en ruso. Parecía
increparla, pero la vieja insistió con malos modos, elevando el
tono de voz. Irina repitió la pregunta. Mi padre dudó:
— ¿Se refiere a dinero?
—Supongo que sí —dijo Irina.
—Que no se preocupe por el dinero, seguro
que llegaremos a un acuerdo.
Irina tradujo de nuevo, pero la abuela no
daba muestras de estar muy satisfecha.
—Dice que tiene que pensarlo, que le daremos
una respuesta lo antes posible —dijo la chica.
Aquella noche volvimos a cenar embutido, pan
y queso. Una cena típica de hombres solos que no saben cocinar. Mi
padre bromeaba acerca de la vieja Liudmila:
—Podría invitarla a cenar a un lugar
romántico, pero con ella no creo que estas tretas dieran resultado
—bromeaba.
Yo no tenía ganas de reír. Me sentía
cansado. No intercambié con mi padre más de dos frases en toda la
cena, y una de ellas, después de tomar mi medicación, fue «Hasta
mañana». Le dije que me iba a mi cuarto, pero cambié de opinión y
decidí salir a dar un paseo hasta la cabina telefónica. Dejé a
Víctor estudiando a puerta cerrada con su violín, como siempre. La
música y las mujeres eran las dos únicas pasiones en las que mi
padre era capaz de ser metódico. Para todo lo demás era una
verdadera calamidad.
La noche, a diferencia del día, estaba llena
de grillos. Su canto era una buena compañía para los solitarios
como yo. Me sigue gustando pasear solo. No tengo remedio.
Mi madre me preguntó desde dónde la llamaba
y reviví para ella el paseo, los grillos, las estrellas y la
soledad.
—Deberías escribir todo esto tan bonito que
sientes, hijo. Tienes sensibilidad de escritor.
Mamá, como solía hacer, le quitó importancia
a todo lo que estaba sucediendo. Dijo que aprovechaba nuestra
ausencia para ordenar los armarios, que había pintado la puerta del
trastero y estaba pensando en ir a la piscina todos los días.
—Así tu padre me encontrará un poco más
delgada, que buena falta me hace.
Después de explicarle cómo era el pueblo, la
casa y nuestra vecina rusa, insistí en mi petición: nada me hubiera
hecho más feliz en aquellos días que escucharle decir que vendría
con nosotros.
—Deja que tu padre piense todo lo que tenga
que pensar sin entrometerte. Ya no eres ningún niño, Álex…
Elegía las palabras. Como si no quisiera
hacerme daño. Sin embargo, me conturbó su sinceridad:
—No te voy a mentir. Es posible que tu padre
y yo no nos repongamos de ésta. Eres mayor para entender que
algunas personas pueden ser muy infelices al lado de otras. Esta
vez no depende de mí.
No la dejé continuar. No tenía ganas de
asumir la resignación de mi madre. Preferí hacer oídos sordos y
seguir insistiendo en que debía venir con nosotros. Utilicé un
quejido lastimero que ella no quiso atender.
—Es que me aburro —dije.
—Escribe, hijo. Aprovecha esta oportunidad.
A saber cuántos habrá por ahí que empezaron a escribir porque se
aburrían, y cuántas grandes obras deben de ser fruto de un
aburrimiento tan superlativo como el tuyo.
Me convenció ella a mí y no al revés, como
siempre. De regreso, me detuve un segundo frente a nuestra casa: se
oía, tenue, el sonido del violín de Víctor. Debía de ser una pieza
nueva, porque no me sonaba de nada. Al otro lado del camino, todo
permanecía en silencio. El tiempo parecía detenido por completo. Si
hubiera sabido sobre qué escribir, aquella noche hubiese empezado a
ser escritor.
Pero no, para que yo me convirtiera en
escritor faltaba aún una persona. No iba a tardar en aparecer. Me
faltaba
IRINA
—Buenos días. ¿Te importa si te llamo Sasha?
Es Alejandro, en ruso.
Mi padre tenía razón. Era muy guapa. Calculé
que debía de tener unos dieciocho años. Me equivoqué: tenía veinte,
pero no los aparentaba.
Me acababa de levantar. Iba descalzo, en
pijama —uno viejo, de Mortadelo y Filemón, que me quedaba pequeño—
y casi no podía abrir los ojos. Por la mañana, necesito un rato
para mentalizarme de que debo incorporarme al mundo. Generalmente,
es el rato que empleo en prepararme un tazón de leche con chocolate
y tomármelo.
Irina estaba sentada a la mesa de la cocina.
Tenía delante una taza de café con leche y unos bizcochos. No
entendí qué hacía en nuestra casa.
— ¿Sasha? —repetí—. Bueno.
—Encantada, Sasha, soy Irina —se levantó, me
besó en las mejillas y regresó a la mesa, todo muy rápido.
Lo de mi nombre me daba lo mismo. El mío
nunca me gustó, como le sucede a mucha gente. Lo que de verdad me
importaba era estar frente a ella en pijama de Mortadelo y Filemón.
Creo que se dio cuenta:
—Me gusta tu pijama —dijo, con picardía. Y
añadió— Tienes nombre de zar, pero tu porte deja mucho que
desear.
Después de un rato de husmear en los
armarios, conseguí dar con el cartón de leche y el bote de cacao.
Me senté frente a Irina con mi tazón lleno y ninguna gana de
hablar.
—Dice tu padre que quieres ser escritor.
¿Tienes algo tuyo que pueda leer? —dijo.
No me apetecía en absoluto contar mis
intimidades a una persona que se siente tan parlanchina a las diez
de la mañana. Y menos aún, ampliar la información que le hubiera
dado mi padre, que por aquellos días estaba tan orgulloso de mi
vocación artística que la iba proclamando a los cuatro
vientos.
— ¿Dónde está? —pregunté.
— ¿Quién?
—Mi padre.
—En el patio de atrás.
— ¿Qué hace allí?
—Creo que ha ido a recoger la basura.
— ¿Te ha dejado aquí sola?
—No estoy sola. Estoy contigo —rio.
—Ah, ya se ha levantado el rey de la casa
—dijo mi padre, entrando en la cocina cargado con un par de bolsas
grises—. Ya era hora.
Dejó la carga junto al fregadero, se lavó
las manos, se sirvió un café con leche y se sentó junto a
Irina.
—Pensaba que no lograría salir vivo de ese
patio. Estaba invadido por las malas yerbas. Creo que no lo han
limpiado en la vida.
Me incomodaba estar allí. Me sentía de más.
Bebí de un trago la leche y utilicé una excusa para
desparecer:
—Voy a darme una ducha.
Tampoco tenía ganas de ducharme. Me senté en
la cama y me quedé escuchando. Estaba intrigado por saber qué
estaba haciendo allí la vecina. Mi padre no tardaría en
explicármelo: estaba avergonzada por el comportamiento de su
abuela, que con los años se volvía cada vez más avara y huraña. A
la vieja le preocupaba el incremento del consumo de gas que
supondría que Aurora cocinara para las dos casas. Temía, además,
que nuestro menú alterara sus rígidas costumbres gastronómicas.
Irina la justificó:
—No se ha dado cuenta de que ya no está en
Rusia y a veces resulta muy impertinente.
No tardó en marcharse. Dijo que su abuela la
llamaría de un momento a otro y que se pondría hecha una furia si
no la encontraba. Volvió a disculparse por el mal carácter de
Liudmila Vasílievna, escuché a mi padre decir que tenían una
conversación pendiente sobre música, a continuación la risa de
ella, su adiós breve y sus pasos por el porche sembrado de yerbas
secas. No había llegado al camino cuando se volvió de pronto y me
vio en la ventana. Intenté esconderme. Fue una reacción instintiva
y ridícula: al verme descubierto, me aparté. La oí reír mientras se
acercaba.
—He notado tu mirada aquí, en la nuca
—gritó, desde donde los matojos le permitían detenerse—. ¿Nunca te
ha pasado? No se puede explicar, pero se nota cuando alguien te
mira.
Creo que todo el mundo lo ha experimentado
alguna vez. En cambio, yo nunca había estado tan avergonzado como
aquel día. Sentí mis mejillas enrojecer, y una sensación infantil
de ridículo que me paralizó más aún.
—Oye… Eso de que me gustaría leer algo tuyo
—aclaró— iba en serio. Nunca he conocido a un escritor tan joven
como tú.
—No tengo nada —dije.
Y era la pura verdad.
— ¿Un escritor que no escribe? Interesante.
De ésos he conocido varios —se encogió de hombros—. Bueno, cuando
tengas algo, ya sabes.
Se dio media vuelta y la vi alejarse en
dirección al camino. Por un momento me sentí aliviado. Sin embargo,
no tardó ni cinco segundos en darse la vuelta de nuevo para
decir:
—Mientras tanto, podemos ser amigos, ¿no te
parece?
Me bloqueé. Todo lo que logré decir
fue:
— ¿Por qué?
—Vaya… —contestó ella, perpleja—. ¿Necesitas
motivos para tener amigos? Será porque tienes más que yo, desde
luego. Bueno, Alejandro, estaré por aquí. Haz lo que quieras.
Esta vez no volvió a mirar atrás. Lo
entendí. Yo tampoco lo hubiera hecho por un idiota como yo. Le
quedaban muy bien los vaqueros. Eso es lo que pensaba mientras la
veía marcharse. Que ella era una chica preciosa y yo
UN GILIPOLLAS
lo es tenga la edad que tenga. Puede ser un
hombre maduro, casi en la crisis de los cincuenta, muy preocupado
por comprobar si aún es capaz de interesar a todas las mujeres,
como mi padre. O puede ser también un chaval en ese momento fatal
de la vida en que sientes como un hombre pero aún metes la pata
como un niño. La adolescencia es una edad odiosa. Durante ese
período, las chicas están preciosas pero insufribles. Los chicos
están insufribles y además desgarbados, llenos de granos y hechos
un lío. No puedo comprender a quienes sostienen que la primera
juventud es el mejor momento de la vida. A mí me parece el más
dramático.
Aquel verano de mi enfermedad, yo estaba en
ese momento, que atraviesa todo adolescente varón, en que me
preocupaba mucho demostrar mi solvencia frente a los adultos en
general y frente a mi padre en particular. En la adolescencia hay
dos modos de tomar posiciones ante ese ignoto mundo adulto: la
primera consiste en reproducirlo.
Ser exactamente como ellos, tus mayores:
imitarles, igualarles, copiarles. La segunda, en cambio, te lleva a
desear con todas tus fuerzas ser distinto en todo. Yo me encontraba
en esta segunda postura. Por eso me irritaba cada vez que alguien
exclamaba, con sólo verme:
—Eres igual que tu padre.
Fue la frase que pronunció Aurora nada más
conocerme. Como tantos otros, por cierto.
—Sólo por fuera, no se deje engañar
—respondí yo.
Sin embargo, estoy precipitando un poco las
cosas. Todavía habían de tener lugar un par de situaciones
importantes antes de que llegara Aurora. Lo primero, yo tenía que
disculparme con Irina. Decirle que me había comportado como un
gilipollas y demostrarle que no lo era.
No dejé pasar mucho tiempo. El mismo día de
nuestro primer encuentro, por la tarde, y vestido de un modo más
apropiado que la primera vez, fui a buscarla a casa de Liudmila
Vasílievna. Abrió la puerta una mujer con tantas arrugas en el
rostro que me pareció una momia. Preguntó cómo me llamaba y si «la
señorita Irina» me estaba esperando. Le dije que no. Me invitó a
sentarme en un sillón de la entrada y desapareció tras una gran
puerta de cristales esmerilados. Se escuchaba, amortiguada, la voz
de Irina. La presencia de la mujer arrugada interrumpió algo y de
inmediato escuché otra voz muy distinta. Oxidada, seca. Adiviné que
sería la de la abuela. Al momento, la mujer arrugada me anunciaba
que podía pasar a la sala.
La «sala» era una estancia muy espaciosa y
con chimenea. En un sofá junto al ventanal se sentaba Liudmila
Vasílievna: moño blanco, falda negra hasta los pies, arrugadas
manos entrelazadas sobre el regazo, una cruz de oro al cuello,
dentadura mellada con alguna pieza de oro y pupilas blancas de
niebla. Si a su lado no hubiera estado Irina, me hubiera dado
miedo.
—Buenas tardes —saludé.
Irina sostenía un grueso libro, que cerró
nada más verme. A continuación, dijo algo a su abuela que a la
vieja no le sentó demasiado bien. O eso me pareció, porque fruncía
el ceño y parecía amonestar a su nieta. Dos palabras más de Irina y
Liudmila se llevó la mano a la falda, apenas por encima de su
rodilla, y manipuló algo. Una pequeña pieza de metal. Sólo cuando
me fijé un poco más me di cuenta de que era un imperdible. La tela
de la falda de la abuela cubría en parte las rodillas de Irina. El
imperdible parecía sujetar la falda de la vieja a la ropa de la
joven.
Yo no sabía muy bien qué se esperaba de mí o
cómo debía comportarme. La mujer arrugada me miraba como
preguntándose lo mismo que yo. Liudmila Vasílievna no había
experimentado ningún tipo de reacción ante mi llegada, ni siquiera
me había saludado. Sólo Irina me miraba fijamente, con ojos
inquietos. En cuanto la abuela abrió el imperdible, Irina dejó el
libro sobre el sofá y me dijo algo incomprensible:
—Lo tengo en la biblioteca.
Acompáñame.
—Buenas tardes —repetí yo, sintiéndome muy
ridículo, al abandonar la habitación.
Esta vez, la vieja murmuró algo entre
dientes. La otra nos seguía de cerca. Creo que lo hacía por pura
curiosidad y que no hubiera dejado de seguirnos de no ser por
Irina, quien dijo, con mucha claridad:
—Yo acompañaré a Alejandro a la puerta,
Nora. No se moleste.
Nada más entrar en la biblioteca, Irina me
regañó:
— ¿Cómo se te ocurre venir así? Mi abuela es
un ogro, ya te lo dije.
— ¿Te sujeta a su falda? —pregunté, lleno de
curiosidad.
Hizo un gesto despreocupado.
—Son tonterías suyas. Ya estoy
acostumbrada.
Irina hablaba en voz baja:
—No le he dicho que eres el vecino. Ya la
tengo casi convencida. Díselo a tu padre. Le he contado que te
prometí un libro. Veamos…
Se volvió hacia el anaquel que quedaba más
cerca de donde estaba, rozando con un índice extendido los lomos de
los libros. Sólo entonces reparé en la biblioteca. Todas las
paredes forradas de volúmenes, miles de ellos. Junto a la puerta,
un atril de pie sobre el que descansaba un tomo grande,
encuadernado en piel, de pastas gastadas y letras plateadas en el
lomo. Pensé que estaría ahí esperando a ser devuelto a su lugar. En
el centro de la estancia, una mesa de cuya superficie los papeles y
libros apilados no dejaban ver ni un centímetro, una lámpara y un
sillón de orejas. Nunca había pisado un lugar como aquél.
— ¿Son tuyos todos estos libros?
—pregunté.
—Eran de mi abuelo Dmitri. Qué tonta. Éstos
no te sirven.
Descartó el anaquel que estaba mirando y se
desplazó a otro.
— ¿Por qué no? —quise saber.
—Porque están en ruso. Y, que yo sepa, tú no
lees ruso, Sasha, ¿verdad?
—No —murmuré—, ¿tú sí?
—Claro —contestó—. Tengo que darme prisa o
mi abuela se cabreará de verdad.
—No hace falta que me dejes ningún libro. Me
voy y no pasa nada.
—Nora estará vigilándote. Tienes que
llevarte uno para que ella pueda informar a mi abuela
puntualmente.
— ¿Tu abuela siempre es así?
—No. Hoy está de buen humor. A veces es
mucho peor.
— ¿Y cómo lo soportas?
—Otro día te lo cuento, ¿vale? —De entre las
filas y filas de títulos, rescató uno—: Toma, llévate éste. Es
perfecto para ti. ¿Tienes hermanos?
—No.
—Da igual, toma. —Puso el libro entre mis
manos, con una sonrisa, y añadió—: Verás lo malas que podemos
llegar a ser las mujeres.
Salimos de la biblioteca a toda prisa. Casi
en la puerta, susurré lo que había venido a decirle:
—Te quería pedir disculpas por lo de esta
mañana. Mi padre me pone nervioso. Me comporté como un…
—Mañana voy a tu casa y hablamos, ¿de
acuerdo? Ahora no puedo. Pero acepto tus disculpas. Vete,
corre.
Así fue como, en menos de diez minutos,
entré y salí de la casa y la vida de Liudmila Vasílievna tan
impresionado que necesité varias horas para asimilar todo lo que
había ocurrido allí, incluida la menguada Nora espiando mi marcha
desde detrás de los visillos, tal y como había predicho Irina.
Tantas cosas había que asimilar que no reparé en el libro que me
había prestado hasta que llegué a mi dormitorio. Era un volumen de
tapas malva, no muy grueso. En la cubierta se leía: Iván
Turguéniev, Padres e hijos. Nada sabía del autor. Sólo aquella
frase que había pronunciado Irina. De modo que empecé a leerlo, muy
intrigado, para averiguar lo malas que pueden llegar a ser
LAS MUJERES
son volubles y complicadas. Eso fue lo que
aprendí aquella noche, leyendo la novela que me había prestado
Irma. En mi imaginación, Katia, uno de los personajes, tenía el
rostro de mi vecina rusa, y la madre de Bazarov, el protagonista,
era igual que Liudmila Vasílievna. También me gustó el ambiente de
la vieja nobleza rusa que viaja en berlina desde San Petersburgo a
su finca campestre para pasar el verano: me parecía todo tan
increíble, tan irreal. La lectura me atrapó de tal manera que no
pude echarme a dormir hasta después de terminar el libro. En una de
las pausas para ir al baño, reparé en que había una presencia en el
jardín de la casa vecina. Pensé que ni la vieja anciana rusa ni su
sirvienta menguada debían de estar despiertas a las tres de la
madrugada, así que sólo podía ser Trina quien andaba por allí a
esas horas. Apagué la luz de mi habitación y permanecí atento,
espiando entre la oscuridad.
No estaba sola. Había un chico a su lado,
bastante más alto que ella. Hablaban en voz tan baja que era
imposible entender sus palabras. Las habría oído de no haber sido
por el violín de mi padre, que seguía sonando en la planta baja.
Estudiar hasta altas horas era una de sus aficiones favoritas en
aquella época. De pronto, ellos se levantaron y el violín
enmudeció. Caminaron despacio bajo los árboles, hasta la verja de
entrada, y allí se detuvieron a hablar unos minutos. Vi con
claridad como él la besaba en los labios. Les miraba hipnotizado de
incredulidad. O de celos, porque ése era exactamente el sentimiento
que en aquel momento no supe identificar. Justo entonces se abrió
la puerta de nuestra casa y la silueta de mi padre se recortó en el
rectángulo de luz sobre la tierra de la entrada. Víctor salía,
dispuesto a cumplir con su ritual diario de fumarse el último
pitillo al aire libre antes de acostarse. La pareja se separó nada
más verle.
—Qué inoportuno soy, lo siento —se disculpó
Víctor.
—Ya me iba —respondió el chico, besando,
esta vez con más rapidez, los labios de Irina.
—Debería irme yo, que soy el tercero en
discordia —bromeó mi padre.
—En serio, ya me iba —insistió el
otro.
La sombra alta y delgada cruzó la verja,
saludó con la mano a los dos y montó en una motocicleta que le
esperaba justo a la entrada, en el camino de tierra, en la cual yo
no había reparado. Ya con el casco puesto y el faro encendido
volvió a saludar, antes de que su resplandor como de luciérnaga se
perdiera en la espesura de la noche.
—Lo siento —se disculpó Víctor de nuevo, con
ese gesto avergonzado que sabe fingir tan bien cuando más le
conviene.
—No pasa nada —susurró Irina—, ya tenía
ganas de que se fuera.
— ¿Ah, sí? Vaya. ¿Y puedo preguntar por
qué?
Yo también sentía curiosidad por
saberlo.
—No sé por qué —rio ella— pero siempre que
viene tengo ganas de que se vaya.
Víctor rio. Yo también, desde mi
escondrijo.
— ¿Es tu novio? —preguntó.
—Él cree que sí.
—Pues yo me atrevería a augurarle a tu lado
un futuro más bien corto.
—Lo más gracioso es que se ha ido nada más
verte. Igual le has asustado —rio ella.
Víctor impostó un poco la voz para
responder:
—Cuando conozca a un hombre que no ceda ante
mí, cambiaré de opinión sobre mí mismo.
No era la primera vez que le escuchaba decir
esa frase. De hecho, era una de sus favoritas. Lo peor fue que
Irina pareció tomarle en serio. Por lo menos, mucho más en serio de
lo que yo hubiera deseado.
— ¿Quieres entrar y te preparo algo de
beber? Tenemos una conversación pendiente. De violines, si no
recuerdo mal —dijo entonces él.
—Es muy tarde. Mejor en otro momento.
Se oyeron ladridos en la casa vecina.
—Es Raskólnikov, mi perro. Está en mi
cuarto. Siempre duerme conmigo.
«Hay perros con suerte», pensé, y casi como
un eco escuché a mi padre decir:
—Desde luego, hay perros afortunados.
Irina no supo qué responder al cumplido, se
puso un poco nerviosa y acortó la despedida. Anduvo los pasos que
la separaban de la puerta de la casa seguida por la mirada atenta
de mi padre desde nuestro porche. A mi vez, yo les miraba a ambos y
por primera vez empezaba a comprender. Comprender que me estaba
enamorando. Comprender que Irina no se fijaría en mí. Comprender
que aquélla era una historia condenada a un final trágico desde
antes de empezar.
Cuando regresé a la novela de Turguéniev, me
pareció que entendía un poco mejor a los personajes de la historia.
Algo en su estado de ánimo les emparentaba conmigo. En la última
página, topé con un retrato de su autor. No le esperaba;
encontrarle de pronto al volver la página fue como chocar con él al
doblar la esquina. Me llamaron la atención sus ojos, pequeños pero
profundos, y su pelo blanco y desordenado, que le llenaba la cabeza
y la cara. Me dije que me gustaría saber quién diantre fue
este
IVÁN SERGUÉIEVICH TURGUÉNIEV
fue, en sus tiempos, el más famoso escritor
ruso fuera de Rusia. Vivió muchos años en Francia, donde sus obras
eran traducidas y reconocidas. También fue un desastre con las
mujeres, un solterón, un hombre sin demasiado carácter. Tuvo varias
amantes. Llegó incluso a tener una hija con una de las costureras
de su madre. Sin embargo, la historia que singularizó su existencia
fue otra, y es digna de ser recordada.
En el año 1843, una compañía de ópera llegó
a San Petersburgo tras triunfar en Berlín. Turguéniev acudió a ver
una representación de El barbero de Sevilla y quedó completamente
enamorado de la cantante protagonista: «Desde el momento en que la
vi por primera vez el destino fijó que yo debía pertenecerle»,
escribió poco después. Se llamaba Paulina y tenía 22 años.
Turguéniev empezó a merodear alrededor de su camerino, al finalizar
el espectáculo.
Logró que alguien les presentara. Se hizo un
habitual de las representaciones. Sus ovaciones y gritos desde el
palco al terminar cada una de ellas se hicieron molestas para el
resto del público. Empezó a visitar a la cantante a diario,
llevando cada día una flor diferente. Alguien debió de contarle
quién era su pretendiente, además de un noble ruso de sólo 25 años,
aficionado a la caza y de más de un metro noventa de estatura: uno
de los escritores más aclamados de su tiempo.
Paulina García Siches era hija de un tenor
sevillano emigrado a París, pertenecía a una familia de reputados
artistas líricos, y se casó con un empresario y hombre de letras
francés veinte años mayor que ella, llamado Louis Viardot. Por eso
era conocida por el nombre de casada, Paulina Viardot. También la
cantante debió de enamorarse de Iván, aunque tuvo mucho cuidado de
que, fueran los que fueran sus sentimientos, no quedara ninguna
constancia de ellos: al final de su vida destruyó todas las cartas
que le había escrito y nunca permitió que se publicaran muchas de
las que él le envió a lo largo de sus 43 años de relación. Una
relación, por cierto, que fue mucho más que una amistad: Turguéniev
llegó a convertirse casi en un miembro más de la familia Viardot,
les acompañó en sus viajes, o se trasladó con ellos cuando
decidieron cambiar de país. Incluso llegó a vivir largas temporadas
en casa del matrimonio. Louis Viardot no veía al ruso con malos
ojos: incluso le apreciaba. Practicaban juntos algunas aficiones,
como la caza. También él formó parte de esta relación que se alargó
hasta el mismo lecho de muerte del escritor, cuando dejó a Paulina
como heredera de todos sus bienes.
Turguéniev amó a Paulina toda su vida,
aunque nadie sabe si en realidad fue correspondido ni de qué forma.
En sus últimos días, lamentaba su soledad en algunas de sus cartas.
Por cierto, hablando de cartas, un detalle que siempre me ha
impresionado: la actividad epistolar de Turguéniev fue intensísima.
Cada mañana dedicaba un par de horas a responder su
correspondencia. Sus biógrafos han encontrado siete mil cartas de
su puño y letra, y no descartan que haya más, que no han aparecido
todavía. Las cartas encontradas hasta hoy, publicadas en sus obras
completas, ocupan trece gruesos volúmenes. Una cifra nada
despreciable, desde luego. Somos muchos quienes tenemos que
agradecerle que escribiera tanto, y no sólo cartas: todos aquellos
que empezamos a leer literatura rusa en sus novelas.
Iván Turguéniev murió en Francia, sólo cinco
meses después que Louis Viardot. Dos días antes hablaba de ataúdes
que él veía por todas partes y recitaba versos en ruso. Junto a él,
en su lecho de muerte, estaba Paulina. Turguéniev recobró la
consciencia pocos segundos para decirle:
—Ha llegado el momento de despedirme como
los zares rusos. ¡Cuánto bien me ha hecho usted, Paulina!
Sus biógrafos han escrito muchas veces
acerca de dos «coincidencias» que sucedieron al mismo tiempo que su
muerte: todos los retratos de sus antepasados, colgados en el
pasillo principal de su finca, en Rusia, se desplomaron al mismo
tiempo al fallar la cuerda que los sujetaba. En ese instante
también se secó una avenida de abetos que el mismo escritor había
ordenado plantar en sus propiedades algunos años
ANTES
de cuarenta y ocho horas, Liudmila
Vasílievna acabó por ceder. Víctor le ofreció una cantidad al mes
«por las molestias» y, tres días después de nuestra llegada al
pueblo, por fin pudimos probar nuestro primer plato de comida
casera. Aurora era una magnífica cocinera. No había receta que se
le resistiera, y su repertorio era amplísimo. Si repetimos menú en
los días de nuestra estancia en el pueblo fue sólo porque estábamos
deseando degustar de nuevo algunos de sus platos, y se lo pedimos
como favor especial que nos fue concedido, no sin antes consultar a
la omnipresente Liudmila. La propia Aurora se encargaba de traernos
todos los días nuestras raciones para el almuerzo y la cena:
exactamente lo mismo que se comía en la casa vecina, cuidadosamente
depositadas en ollas, cazuelas, botes, tarteras, ensaladeras o
cualquier otro recipiente apropiado para la ocasión. Por la mañana,
después de lavarlos, yo me encargaba de devolver los cacharros
vacíos a su propietaria. Me ofrecí voluntario para esta tarea
porque facilitaba el tráfico de libros y era también una excusa
perfecta para ver a Irina.
El primer día comparecí con una cazuela de
barro y la novela de Iván Turguéniev. Me abrió Aurora, ya entregada
a sus potajes y sus gazpachos, enarbolando en la mano derecha una
cuchara de palo de buen tamaño. Me informó de que la anciana y Nora
habían salido y que Irina estaba trabajando en la biblioteca, y me
preguntó si me apetecía probar el potaje de alubias. Me bastó con
olerlo desde el pasillo para dejarla satisfecha:
—No hace falta, Aurora. Huele que
alimenta.
Irina había corrido las cortinas de la
biblioteca. Un par de mechones de pelo se balanceaban frente a sus
ojos, atentos al libro que estaba abierto sobre la mesa.
—Aprovecho los ratos en que mi abuela sale
para traducir un poco.
Eché un vistazo al volumen: estaba escrito
en alfabeto cirílico, el que utiliza la lengua rusa.
— ¿Eres traductora? —pregunté.
—De momento, éste es mi primer trabajo más o
menos serio. Espero tener muchos más antes de terminar la
carrera.
— ¿Y qué traduces?
—Una novela. De Serguéi Dovlátov. Nadie
conoce al autor y ya está muerto, ¿qué te parece? Por cierto, ni
siquiera me has contado lo que escribes tú.
Me quedé en silencio. Ni siquiera tenía
preparada una respuesta para hacerme el interesante. Tuve que
contentarme con la verdad:
—Por ahora, poca cosa. No me
concentro.
—Tal vez es que te falta algo. ¿Tienes un
cuaderno?
Mi silencio debió darle pistas acerca de mi
desconcierto. No tenía ni la menor idea de lo que me estaba
hablando.
— ¿No sabes que lo primero que necesita un
escritor es un cuaderno? Espera un momento —se levantó, caminó con
mucha seguridad hacia un mueble auxiliar que estaba junto a la
ventana, tomó algo y regresó con ello entre las manos—. Toma: aquí
tienes tu primer cuaderno de escritor. Ahora tienes la obligación
de llenarlo.
Era grueso y forrado de tela. Nunca había
visto ninguno tan bonito.
Irina tenía razón: no se busca un cuaderno
porque uno cree que es escritor, sino que se es escritor porque se
tiene un cuaderno. Desde el momento en que existe esa posibilidad
de llenar con garabatos las páginas blancas, uno empieza a ser el
escritor que acaso llegue a ser en el futuro. Fue hermoso descubrir
eso.
Al novio de Irina volví a verle una vez más,
esta vez a plena luz del día, un par de mañanas después. Salía de
la casa taciturno. Me saludó con un murmullo, miró con extrañeza la
olla que yo transportaba y diez segundos después se alejaba en su
motocicleta dejando una estela de polvo a su paso. Irina también
parecía triste. Estaba enfrascada en su traducción y al verme
aparecer con mi olla y mi libro de cada día, levantó la
cabeza.
—Eres el alumno más aplicado que tendré
nunca —dijo—, ¿te ha gustado?
Le devolvía Pnin, de Vladimir Nabokov. La
noche anterior, me reí tanto leyéndolo que mi padre tuvo que subir
a mi cuarto para comprobar que no sufría ninguna locura
transitoria.
Irina esbozó una sonrisa tímida.
—Volodia Nabokov era único en su especie
—opinó Irma—. Tendré que volver a leerlo también, a ver si me animo
un poco. ¿Te ha gustado lo que dice de los profesores de la cátedra
de francés?
—Es el capítulo que más me ha gustado
—dije—. Y más desde que me contaste que él mismo fue profesor en
una universidad.
—Reírse de uno mismo es un ejercicio
sano.
Me senté frente a ella y traté de escrutar
el fondo de sus ojos grises. Ojos de tristeza perpetua y de un gris
irrepetible.
— ¿Qué te ocurre? —pregunté.
Quiso apartar mis inquietudes con un ademán
de su mano.
—No importa —dijo.
—Irina, no sé si es buen momento para
decirte algo.
Me miró fijamente. Mi pulso se aceleraba. No
poder controlar mis reacciones me ponía nervioso. Había llegado el
momento de algo importante, lo presentí de pronto. El primero de
esos momentos a lo largo de mi vida.
—Desde hace un par de días pienso en ti a
todas horas —proseguí.
Se tapó la cara con las manos. Temí que
fuera a echarse a llorar. Temí haber metido la pata. La torpeza es
mucho más evidente cuando va unida a la falta de experiencia.
Enmudecí. Eso le dio cierta ventaja. Lo dijo casi en un murmullo,
como implorando:
—Por favor, Sashuk, no te enamores de mí.
Por favor.
Me pareció que sus ojos brillaban con mayor
intensidad.
¿A quién se le ocurriría algo que decir
después de una petición como ésa? ¿Y a quién, sino a mí, se le
habría ocurrido tener una conversación semejante con una olla en el
regazo?
Me levanté, dejé la olla en la cocina, entré
al cuarto de baño, me refresqué la cara con agua fría y contemplé
durante veinte segundos mi expresión de idiota reflejada en el
espejo. A continuación salí, me detuve en la puerta de la
biblioteca, meditando si entrar de nuevo, si decir algo más a
Irina, si despedirme como siempre o si dejarlo todo como estaba.
Pasé de largo, abrí el portón que daba al jardín y sólo entonces,
con pesar, me di cuenta de que aquella noche no tendría nada
que
LEER
es como recorrer una casa con muchas
habitaciones. Unas llevan a las otras y ésas a algunas más lejanas,
pero todas están comunicadas entre sí. Leer es aprender a recorrer
esa casa enorme, a no extraviarse en ella, a saber en qué
habitaciones nos gustaría permanecer largo rato, en cuáles no
queremos entrar o de cuáles haremos nuestra propia casa durante una
temporada.
Pasé un par de noches sin nada que leer. Las
empleé en intentar escribir, pero ninguna de las historias que se
me ocurrían me parecía lo suficientemente buena para estrenar con
ella mi cuaderno. Miraba alelado las páginas de papel grueso,
blanco y suave, y no hallaba nada digno que escribir en
ellas.
Los dos días que pasé sin ver a Irina fueron
muy aburridos. Al tercero, logré desoír la voz de mi orgullo y le
pregunté por ella a Aurora al mismo tiempo que le entregaba una
bandeja de acero inoxidable.
—Hoy no está —dijo—, pero ha dejado un libro
para ti.
Me entregó un ejemplar voluminoso, de tapas
color vainilla sin plastificar. Poesía completa, Alexander Pushkin,
se leía en letras rojas. Entre la cubierta y la primera página, una
postal en la que se veían las aguas tranquilas de un río
transparente y caudaloso frente a una cúpula de oro. En el reverso,
un par de nombres desconocidos: Canal Kriukov y Catedral de San
Nicolás, y algo más abajo, la letra redonda de Irina: «No quiero
dejar escapar tu amistad, Sasha».
Mi padre tampoco estaba en casa. Pushkin me
aburrió un poco, sobre todo al principio. Pensé que era cosa de mi
estado de ánimo y hacia media tarde salí a dar un paseo. Tenía
ganas de hablar con mamá. La encontré más animada que la última
vez.
— ¿Tomas la medicación? —me preguntó.
—Sí, pesada. ¿V tú? ¿Vas a la piscina?
—Cada tarde. Dice Laura que estoy hecha una
Esther Williams.
— ¿Una qué?
—Déjalo, hijo. ¿Escribes mucho?
—Nada, pero tengo buenos propósitos. Por
ahora, leo autores rusos.
— ¿Cómo es eso?
No quise hablarle de Irina, supongo que por
motivos muy parecidos a los que le impidieron a ella preguntarme
por Víctor. Tampoco yo quise saber si mi padre la había llamado
algún día. Tal vez porque ya conocía la respuesta.
Víctor llegó muy risueño sólo un rato antes
de la hora de comer. Aurora hacía ya rato que se había ido, dejando
sobre la mesa de la cocina una gran fuente con ensalada de arroz.
Yo estaba tumbado en la cama, con la ventana abierta de par en par,
disfrutando de un largo poema en el cual la estatua de un jinete de
bronce perseguía por una ciudad inundada a un pobre hombre que
buscaba desesperado a su novia.
—Mmmm, qué bueno —opinó mi padre al apartar
un poco el papel de aluminio que cubría la fuente de la ensalada—.
Esta mujer es un lujo.
En la cocina se amontonaban los platos
sucios del día anterior. Le recordé a mi padre que le tocaba
recogerlos.
—Sí, hijo, no olvido mis responsabilidades.
Lo haré después.
Le escuché cacharrear un poco. No tenía
ganas de bajar a comer, prefería terminar de leer la historia de la
estatua y el fugitivo. De pronto, escuché a mi padre salir de nuevo
y recorrer a toda prisa la distancia que le separaba de casa de
Irina. Escuché ladrar a Raskólnikov con toda su rabia y, a
continuación, las exclamaciones de mi padre y la voz de ella
calmando al animal. Luego, risas, apenas una palabra de despedida o
disculpa y los pasos de vuelta de Víctor, que nada más cruzar la
puerta anunció:
—A comer, Alejandro.
Bajé de mala gana y deglutí mi plato de
ensalada de arroz como lo hubiera hecho un autómata o un
famélico.
— ¿Te vas sintiendo un poco mejor?
—preguntaba mi padre de vez en cuando.
—Puede que sí. ¿Y a ti? ¿Se te aclaran las
ideas?
Me miró por encima de un horizonte de arroz
que estaba en ese momento a medio camino de su boca.
— ¿A qué viene ahora esa pregunta?
—Me interesa saberlo.
— ¿Has hablado con tu madre?
—Sí, pero no soy ningún espía del enemigo,
tranquilo.
—Tengo que llamarla —dijo—, ¿cómo
está?
—Se ha apuntado a la piscina.
—Ah, mira, eso está bien.
Luego se hizo un silencio incómodo, tan
espeso que casi nos impedía respirar con normalidad. Víctor lo
notó, igual que yo, y se levantó a ponerle remedio. Chaikovski fue
nuestra solución. Le escuchamos, con el mismo embeleso de otras
veces, durante un buen rato. Hasta que él dijo más o menos lo de
siempre:
—Domina la orquestación como nadie —murmuró.
Y añadió—: Termínatelo todo.
Se levantó y puso agua a hervir. Era un
movimiento repetido a diario durante la sobremesa. Sólo que aquel
día echó agua para dos tazas.
—Va a venir Irma —anunció—, quiere ver la
casa.
No contesté. No sabía cómo hacerlo para no
delatarme. Mis pulsaciones se habían disparado de nuevo.
—Te ha prestado algunos libros, ¿verdad?
—dijo.
Asentí.
—Yo que tú le preguntaría cosas sobre
literatura. Es toda una experta. ¿Sabías que trabaja para un par de
editoriales? Podrías darle tu novela, el día en que la termines.
Igual te echaba una mano.
—El día en que la empiece, querrás
decir.
Víctor no escuchó estas palabras. Recogía la
mesa con mucha diligencia: echaba los desperdicios a la basura y
amontonaba los platos en la pila. Mientras tanto, yo me devanaba
los sesos intentando encontrar una manera de preguntarle, sin
ponerme en evidencia, qué se traía entre manos con ella. En éstas,
oímos tres golpecitos sobre la madera de la puerta de atrás.
— ¿Se puede? —preguntó Irma.
Mi padre la invitó a pasar y le cedió su
lugar en el banco rinconero.
—Siéntate aquí mientras recojo los cacharros
—dijo, poniendo frente a ella una taza de té humeante.
—Mi abuela se ha dormido. Por fin.
No se me pasó por alto que Irina me miró un
par de veces, de ese modo fugaz en que lo hacen los que no se
atreven a mirarte fijamente a los ojos.
—Te ayudo —dijo ella, sin vacilación.
Se levantó de nuevo y tomó posiciones frente
a la pila. Antes de zambullir las manos en el agua con jabón, se
quitó el anillo que llevaba en el anular de la mano derecha —era de
oro, con una turquesa— y lo dejó en la repisa de la ventana.
Mi padre se acercó por la espalda y le
ofreció un delantal.
—Pónmelo tú, por favor —dijo ella.
Antes de que terminara la escena, yo ya
había subido la escalera hacia el aislamiento de mi cuarto. Pero ni
siquiera allí logré apartarla de mi cabeza: Irina con las manos en
alto, junto a la pila, arqueando su cuerpo precioso para ceder paso
a las manazas de mi padre, que se acercaban a sus caderas sin
ningún disimulo, con la excusa perfecta y aun con permiso de su
propietaria, que estaba a punto de convertirse, si no lo era ya, en
el último capricho, el último desliz, la última metedura de pata
de
VÍCTOR
habría sido un excelente tema literario, si
me hubiera atrevido a escribir sobre él entonces. Irina me lo hizo
ver:
—De las relaciones más difíciles surgen
grandes obras. Fíjate en Dostoyevski. Odiaba a su padre. Escribe
con las tripas y acertarás —me aconsejó.
Sin embargo, no había llegado aún el momento
de hablar de Víctor. Por ahora, sólo ardía en deseos de hablar de
Irina, pero las palabras no me bastaban: no servían para expresar
mis sentimientos. Hay ciertas emociones que no están en el
diccionario, ése es uno de los descubrimientos más terribles que
experimenta un escritor a lo largo de su vida. El resto se le va en
encontrar una manera de expresarlas de todos modos. Es una lucha
perdida, pero es la única que importa.
El interés de Irina por la casa era
legítimo: la había mandado construir su abuelo al mismo tiempo que
la otra, y luego se la había vendido a gente del pueblo. Después de
tomar el té, Víctor empezó la visita guiada.
—Tantos años aquí, y no había entrado nunca
—decía ella, recorriendo las habitaciones.
Les oí bajar al sótano, salir al patio y
luego subir la escalera. Al llegar a mi cuarto, mi padre abrió la
puerta sin contemplaciones.
—He aquí al genio trabajando —se
burló.
Irina fue más prudente que él:
—Perdona, Sasha, no te queremos molestar. —Y
antes de cerrar la puerta, la oí susurrar, en voz tan baja que
puede que ni mi padre la oyera—: Tengo que contarte una historia
sobre Pushkin que te encantará.
Recorrieron las habitaciones y volvieron a
bajar entre un crujido de maderas rancias. Escuché tintinear de
tazas —«¿Te apetece otro?»—, chirriar de puertas —la del sótano,
que se atascaba un poco— y los quejidos agudos del violín de mi
padre, preparándose para impresionarla —«Nunca lo hago, pero
alguien como tú bien merece una excepción», estaría diciendo—. No
me resultó difícil imaginar la escena que se estaba desarrollando
abajo: mi padre frente a su atril, con su porte de vencedor de
todas las batallas. Irina a unos pocos metros, sentada en una de
las butacas con las piernas cruzadas, espectadora única de una
función que no tenía más finalidad que impresionarla, y que se iba
a convertir en uno de los momentos más especiales de su vida, el
instante en que el reconocido violinista Víctor Ramírez tocó sólo
para ella. Incluso me hubiera atrevido a hacer apuestas acerca de
qué pieza iba a escoger él para ese lucimiento interesado. Desde
luego, si me lo hubieran preguntado hubiera dicho Bach, el preludio
de la Partita n.° 3, una de las piezas favoritas de Víctor, una de
las que tocaba con más frecuencia. Y habría acertado. No me causó
ninguna sorpresa escuchar sus primeros acordes, tan limpios, tan
ligeros, tan bien tocados como siempre. Comprendí a Irina mucho
mejor de lo que ella hubiera imaginado. La comprendí y en el acto
sentí compasión por nosotros. Por ella, para quien la música
sonaba, tal vez para siempre, y también por mí, que a cada nota me
sentía más lejos, más ajeno a aquel sueño imposible. Mientras
tanto, había alcanzado el final de mi lectura y los tres últimos
versos me habían retenido sin explicación. Los leía una y otra vez,
como atrapado en su trampa. Todavía los recuerdo:
En el umbral hallaron a
mi loco y allí mismo a su gélido cadáver por caridad le dieron
sepultura.
Tampoco el fugitivo de aquella historia
había conseguido retener a su chica.
No salí de la habitación en toda la tarde. Y
no lo habría hecho si no me hubiera estado muriendo de hambre.
Aurora nos había dejado pescado con patatas para la cena, pero yo
me preparé un bocadillo. Víctor estaba arriba, en el cuarto de
baño, seguramente entregado a una de sus interminables sesiones de
afeitado. Seguramente, aquella noche se disponía a salir.
Apareció por la cocina cuando yo me estaba
aprovisionando de algo que beber. No quería tener que bajar otra
vez, así que me llevé tres latas. De cerveza negra.
—Veo que no me esperas para cenar, hijo
—dijo.
—Tengo hambre.
— ¿No crees que ésa es mucha cerveza para ti
solo?
No contesté. Se puso en mitad de mi
camino.
— ¿Se puede saber qué te pasa?
—Nada.
Intenté rodear el obstáculo. Inútil: el
obstáculo se desplazó a un lado.
—No me lo creo. Dime qué te pasa
—insistió.
Única solución posible: tratar de decir al
obstáculo algo convincente.
— ¿No piensas llamar a mamá ningún
día?
El obstáculo se quedó momentáneamente
desconcertado.
— ¿Eso es? —preguntó—. ¿Que no llamo a tu
madre?
— ¿Te parece poco?
De nuevo traté de rodearle. Esta vez, con
éxito.
— ¿Y tú qué sabes si la llamo o no?
—preguntó de nuevo.
—Porque yo sí lo hago —contesté, ya subiendo
la escalera con mis provisiones.
Fue la primera noche rara. Víctor no cenó en
casa. No hubo grillos que alejaran el silencio. Me quedé dormido
con el libro en las manos y los vaqueros puestos. Me despertó la
tormenta, ya de madrugada. Parecía que los rayos caían muy cerca y
los truenos eran ensordecedores. O tal vez era mi dolor de cabeza
que los multiplicaba. El coche de mi padre estaba parado en mitad
del camino, con el motor en marcha y las luces apagadas. No me paré
a averiguar qué hacía allí, en una noche como aquélla. La verdad,
su vida no me interesaba lo más mínimo. Aseguré las contraventanas,
sequé el agua del suelo con una toalla y volví a la cama, tan ajeno
al mundo como no lo había estado
JAMÁS
pensó Dmitri Ivánovich Andresko que su vida
daría tantas vueltas. Desde su Besarabia natal, una zona rural que
hoy pertenece a Rumania, hasta una pequeña aldea de la provincia de
Soria, en España. Muchos quilómetros y muchas experiencias como
para ser contadas en unas pocas líneas. Cuando Dmitri huyó en el
año 1904, Besarabia era una más de las provincias rusas, regida por
las mismas leyes que el resto del Imperio. Gobernaba el zar
Alejandro III, el penúltimo de la dinastía Romanov, y la vieja
Rusia estaba ya convulsionada por los aires de cambio que en pocos
años habrían de transformar mucho las cosas. Sin embargo, el
emperador acababa de declarar la guerra a Japón, y los jóvenes eran
reclutados para luchar. Dmitri escapó para no tener que ir a la
guerra. Buscó primero refugio junto a su familia, que vivía en un
pueblito de la desembocadura del río Dniéper, junto al mar
Negro.
Era una antigua familia judía, apellidada
Waller. Como muchos otros judíos de la zona, una de las más
prósperas del país, tuvieron que huir poco tiempo después. Dmitri
empezó entonces un largo viaje que habría de durar muchos años. En
alguna frontera consiguió un pasaporte con un nuevo apellido:
Andresko. Llamarse así tenía algunas ventajas en los tiempos
revueltos que corrían: su nuevo apellido parecía italiano,
ucraniano, rumano o incluso vasco, según exigiera el guión. Con él,
y gracias a su ingenio, llegó a Suiza, y también a Alemania y a
Francia, donde conoció a la que sería su esposa: una joven de la
buena sociedad de San Petersburgo, llamada Liudmila Vasílievna
Ratushínskaya.
Liudmila Vasílielvna era hija del director
de un museo y de una pianista que había sido discípula del
Rachmáninov. La familia vivía en la capital durante los meses de
invierno y pasaba el verano en su casa del campo, no muy lejos de
la ciudad. Como muchas chicas de la alta sociedad rusa, Liudmila
había estudiado música y su madre deseaba que en el futuro fuera
concertista o profesora de piano. Sin embargo, también las cosas se
precipitaron para ellos. Liudmila tenía sólo quince años cuando los
disturbios empezaron en San Petersburgo. La Revolución que habría
de cambiar radicalmente la historia rusa empezaba a anunciarse.
Sólo unos años más tarde, los zares serían asesinados y la
aristocracia, privada de todos sus privilegios. Los padres de
Liudmila, previsores, decidieron mandar a su hija al extranjero.
También a ellos, en su última huida, les esperaba un final
trágico.
En París, Liudmila vivió durante algunos
años con una tía de su padre y llevó la vida de señorita de buena
familia que había conocido siempre: acudía a bailes, tomaba
lecciones de solfeo y piano, salía de paseo y se recogía temprano
todas las noches. Siempre sin dejar de prestar atención a las
terribles noticias que llegaban de Rusia.
En un baile ofrecido por unos amigos de su
tía conoció a Dmitri. Él era uno de los músicos que habían
contratado los anfitriones para amenizar la velada. Tocaba la
balalaica. Dmitri hacía ese tipo de trabajos para ganar algún
dinero con el que sobrevivir. También sabía cantar, bailar, hacer
malabarismos y en ocasiones se ofrecía como cochero o mozo de
cuadra. Cuando terminó el baile, y mientras recogía los
instrumentos junto a sus compañeros, se encontró con Liudmila cara
a cara en uno de los pasillos. Ella buscaba la salida, un tanto
desorientada. Nada más verla, Dmitri supo que no estaba dispuesto a
dejarla escapar. Se quitó el sombrero y se presentó, con mucho
respeto, como correspondía:
—Dmitri Ivánovich Andresko, de Besarabia. A
sus pies.
— ¿Es usted ruso? —preguntó ella, mientras
su semblante se iluminaba.
—Desertor.
— ¿Revolucionario?
—Sólo de corazón.
Liudmila le observó con detenimiento. Entre
las cualidades de Dmitri estaba, desde siempre, su notable
atractivo físico. Ella adoraba a los hombres guapos, aunque nunca
se había atrevido a decírselo a nadie. Del mismo modo que tampoco
se había atrevido a pronunciar nunca las siguientes palabras:
—No siento antipatía hacia los
revolucionarios. Guárdeme el secreto.
Dmitri no necesitó más para enamorarse de
ella. Era preciosa, elegante, tenía inteligencia y un atrevimiento
que no era común en las jóvenes aristócratas rusas de su edad.
Además, miraba directamente a los ojos, con arrojo.
—Me gustaría que aceptara un regalo —le
dijo, sin pensar.
— ¿Por qué motivo? —preguntó ella.
—Porque quiero volver a verla.
—No sé si será posible. Estoy bajo la tutela
de mi tía, que es muy estricta. Seguro que ahora mismo me está
buscando.
—No tengo prisa. La esperaré. No hay ninguna
tía eterna.
Ella sonrió, amagando una carcajada.
— ¿De qué regalo se trata? —preguntó.
Dmitri sacó del bolsillo de su casaca un
anillo de oro con una turquesa.
—No es una joya cualquiera —dijo—. Es un
talismán. Quien me lo vendió me aseguró que fue de gente muy
importante.
— ¿Un talismán? —preguntó Liudmila—. ¿Y qué
poder tiene?
—Se lo diré la próxima vez que la vea.
— ¿Y si no nos vemos nunca más?
—Me moriré de la tristeza.
Dmitri depositó el anillo en el anular de
Liudmila Vasílievna Ratushínskaya sabiendo que no tardaría en
volver a verla.
Sólo cuando ella logró quedarse a solas en
su habitación y observar el anillo con detenimiento, se percató de
la inscripción grabada en su interior: Te volam per omne aevum. Una
frase en latín que significaba «Te amaré por toda la
eternidad».
Aquella misma noche, llegó a oídos de
Liudmila la noticia de la terrible suerte que habían corrido sus
padres al huir de su casa en el campo. Un grupo de hombres armados
les sorprendió en un camino solitario. Los mataron a todos: al
señor de la casa, Vasili Ratushinsky, a su esposa, a su hijo de
pocos años —un hermano a quien Liudmila no conocía y ya no
conocería jamás—, a la doncella y hasta a los dos cocheros.
Durante las semanas de dolor que siguieron a
esta noticia, Liudmila no logró apartar de su cabeza el recuerdo
del músico que le había regalado el anillo. Llegó a pensar que la
joya estaba hechizada, lo mismo que ella, atrapada sin salida en un
sentimiento que habría de perdurar aún mucho tiempo
DESPUÉS
de Pushkin me apetecía leer algo más ligero.
Le pedí a Irina una novela. No le hice ningún comentario acerca de
la noche anterior, ni le di a entender nada de lo que había visto.
Tampoco le hablé más de mis sentimientos. Procuré comportarme como
si fuera otra persona, alguien indiferente a todo lo que estaba
ocurriendo. Aquella mañana, el cielo lucía despejado después de la
tormenta de la madrugada anterior y el ambiente era muy fresco. Me
llevé la chaqueta al salir de casa. Me recibió la propia Irina y me
acompañó a la biblioteca. Raskólnikov estaba con ella, y cuando me
vio trató de impedirme la entrada. Era negro, de pelo corto y
sedoso, y sus colmillos causaban la impresión que se esperaba de
ellos. Éste fue el único encuentro físico que tuve con el perrazo
de la casa.
—Tranquilo, Raskólnikov. Sashuk es amigo.
Tranquilo.
Irma acariciaba al perro mientras me daba la
mano, supongo que con la idea de tranquilizamos a los dos. Sus
manos estaban calientes. Las mías, heladas. El perro parecía
resignarse poco a poco a que no tenía permiso para devorarme.
—Tiene un nombre muy complicado —dije—. No
me lo aprenderé nunca.
—Verás cómo sí.
Rescató un volumen de los anaqueles. Crimen
y castigo, de Fiodor Dostoyevski. Tapa dura, sobrecubierta
verde.
—Es uno de mis favoritos. Aunque hoy tenía
otro preparado para ti.
El otro era Doctor Zhivago, de Borís
Pasternak. Una edición en rústica, de cubiertas negras con guardas
rojas, muy bonita.
—Si me dejas, me llevo los dos —le
propuse.
Irina hizo un gesto de complacencia mientras
volvía a su mesa de trabajo.
—¿Cómo va tu traducción? —pregunté.
—Encallada. Estos días tengo poco
tiempo.
«Hay demasiadas cosas encalladas
últimamente», pensé.
Justo cuando salí regresaban de su paseo
Liudmila Vasílievna y su fiel acompañante. Al parecer, el tiempo
estaba demasiado fresco y habían salido con poca ropa de abrigo. Me
dio la impresión de que la abuela de Irina caminaba muy despacio, y
que jadeaba un poco, como si estuviera muy fatigada. Salí dando un
pequeño rodeo, pegándome al muro de la casa y más tarde a la verja,
para no tropezar con ellas cara a cara. No estaba preparado para un
encuentro de ese tipo, no hubiera sabido qué decir y seguramente
hubiera hecho el ridículo.
Decidí retirarme del mundo en compañía de
mis libros. Entré en la cocina y bebí un vaso de agua del grifo.
Era fresca y clara. Un agua como no había probado en mi vida. Sólo
entonces reparé en el anillo olvidado sobre la repisa de la
ventana. Un aro de oro con una piedra azul, una turquesa. Recordé a
Irina en su gesto de la tarde anterior, a mi padre en la maniobra
del delantal, y evoqué con todo detalle las sensaciones que me
habían llevado a aislarme en mi cuarto. Ahora había tomado una
determinación: sabía que esa reclusión voluntaria, casi monástica,
con mis libros y mi cuaderno, era todo lo que había venido a hacer
a ese lugar. De algún modo, comprendí que estaba allí para
convertirme en escritor. Todo lo demás, ocurriera lo que ocurriera,
no era asunto de mi incumbencia.
Aurora llegó con el almuerzo tan puntual
como de costumbre.
—Hola, Alejandro —saludó, entrando con
absoluta familiaridad—. Voy a meter esto en el frigorífico, no vaya
a ser que se estropee.
Cargaba con un par de fuentes cubiertas con
papel de aluminio.
—Ensaladilla para almorzar. Y para cenar,
pastel de atún —anunció, mientras hacía un hueco para sus
creaciones entre el caos que reinaba en la nevera.
Lo logró por fin, con algún trabajo. Se
volvió hacia mí con cierto aire triunfal y me riñó por lo de la
noche anterior:
—Pero que no pase como anoche, que ni aquí
ni allí cenó nadie. El bicho de Irina se ha puesto morado esta
mañana, de tantas patatas con pescado.
Fue entonces cuando vio los libros sobre la
mesa:
—Anda, mira. Doctor Zhivago —exclamó,
tomando la novela de Pasternak—, qué gorda es.
—¿La ha leído? —pregunté.
—No —rio, nerviosa, como si le hubiera
formulado una pregunta difícil—. No es eso. Hoy no tengo tiempo,
pero otro día te contaré una vez que salí en una película.
— ¿Una película?
— ¡Y de las de Hollywood, eh, no cualquier
cosa!
Había despertado mi curiosidad. La gente
esconde muchas sorpresas y a mí las buenas historias siempre me han
fascinado. Sin embargo, Aurora se hizo de rogar.
—Mañana te la cuento, chaval, lo prometo.
Hoy me está esperando mi hijo para ir a un recado.
En cuanto desapareció, rescaté la joya de
Irma del fondo de mi bolsillo. La estudié con detenimiento. Leí la
inscripción interior: Te volam per omne aevum. No supe qué
significaba. Me serví un plato de ensaladilla, cogí un par de
naranjadas de la nevera, un flan, una botella de agua, cubiertos,
servilletas de papel, una bolsa de pipas y los libros que me había
prestado Irma. En fin, todo lo necesario para no salir de mi
habitación hasta el día siguiente. Por vez primera desde que
llegamos a la casa, cerré la puerta con llave.
En ningún momento Víctor subió a molestar.
Como si yo no existiera.
Dudé un poco antes de decantarme por uno de
los dos libros. Estudié las cubiertas devorando ensaladilla. Por
fin, pudieron más las palabras de Aurora y abrí
DOCTOR ZHIVAGO
es una historia que sucede en Moscú y en
algunos lugares remotos más allá de los montes Urales durante y
después de la Revolución. Es una de esas novelas rusas en las que
hace mucho frío, que siempre deberían leerse en los calurosos meses
de agosto, para combatir el calor. Su autor, Borís Pasternak, fue
premio Nobel de Literatura. Sin embargo, el gobierno de su país vio
en este premio una provocación y le amenazó con expulsarle del país
si no renunciaba a él, además de someterle a unas condiciones de
vida muy duras. Y todo porque la más conocida de sus obras, Doctor
Zhivago, hablaba de la manera de pensar y la visión del mundo de
unos hombres y mujeres que se opusieron al régimen comunista, y que
ya habían emigrado o muerto. Durante muchos años, Pasternak no pudo
publicar y se vio obligado a malvivir de su trabajo como traductor.
Sólo tras la muerte del dictador Stalin, responsable de la política
del terror que había reinado en Rusia durante los últimos años,
pudo finalizar su historia más ambiciosa. Pero no logró publicarla
en Rusia, lo cual no impidió que viera la luz en el extranjero —en
Italia— y que de inmediato numerosos países se interesaran por
ella. El interés llegó a Hollywood poco tiempo después. David Lean,
uno de los directores más reconocidos de los años cincuenta y
sesenta, decidió en 1965 llevarla a la gran pantalla. Su autor, por
cierto, había muerto ya, en 1960, a los 70 años de edad, sólo dos
años más tarde de que le fuera concedido el premio Nobel.
En aquellos años, rodar en los escenarios de
la novela era impensable. El gobierno de la Unión de Repúblicas
Socialistas Soviéticas no lo hubiera permitido. De modo que el
director de fotografía de la película, John Box, empezó a buscar
localizaciones por toda Europa. Pensó primero en Finlandia, pero
pronto reparó en el inconveniente de realizar un rodaje a
temperaturas bajo cero. Alguien de confianza le habló de España.
Era el mes de septiembre. Se anunciaba un invierno riguroso, de
nevadas frecuentes, y el equipo de Lean no lo pensó dos veces:
eligieron Soria para rodar las escenas que transcurrían en la
estepa siberiana. Construyeron ocho quilómetros de vías. Utilizaron
viejas locomotoras para simular los trenes rusos de los años
veinte. Disfrazaron de estaciones rusas algunas estaciones
castellanas. Y necesitaron, claro está, centenares, miles de
extras. Mucha gente de la zona se ofreció voluntaria. También
Aurora, nuestra cocinera.
—Yo creo que les caí en gracia porque tengo
nombre de acorazado de guerra —bromeaba la mujer—. El caso es que
en la película se me ve muy bien varias veces. En la manifestación,
en el tren, en la estación y no sé si en alguna otra parte. La
tenemos en vídeo, si un día quieres verla. Es tan bonita.
»Hubo un problema que los cineastas
estadounidenses no habían previsto: aquel invierno no nevó en
Soria. Al contrario, fue uno de los más benignos que se recordaban
en muchos años. El rodaje se retrasaba en espera de las primeras
nieves, que no llegaban. Finalmente, se decidió buscar una solución
y se cubrió la estepa soriana con polvo de mármol. Toneladas de
polvo de mármol. Como los escenarios naturales eran muy grandes, se
utilizaron plásticos blancos para simular la nieve en la
lejanía.
»John Box y su equipo seguían esperando que
llegaran las nevadas mientras se iba acercando el momento de rodar
algunas de las últimas escenas. Transcurrían en una mansión helada
en mitad de un páramo. Allí se encontraban Zhivago y su adorada
Lara, la mujer a la que había querido durante toda su vida. El
guión exigía que hubiera carámbanos en las ventanas y nieve en el
suelo. Desesperado, Box encontró una solución de emergencia:
derritió cera blanca. Quilos y quilos de cera blanca fueron
derramados sobre el decorado, y luego cubiertos con agua helada. Lo
mismo para la nieve del exterior. Funcionó. Se consiguió el efecto
deseado y se pudo terminar de rodar. El retraso supuso un martirio
para los actores, abrigados como si realmente estuvieran en mitad
de los paisajes de Siberia, con pieles, gorros y manguitos, bajo
los treinta y cinco grados de finales de un mes de junio en
Castilla.
»Mucho tiempo después, la casa seguía allí,
fantasmagórica y cubierta de hielo imaginario. En verano, era
habitual ver jugar en ella a algunos de los chiquillos que venían a
veranear. Era una distracción estupenda. Nuestros niños la
preferían en invierno, tal vez por lo que les habíamos contado de
aquella vez que salimos en una película, que hacía que la sintieran
un poco suya. Hasta que se cayó de vieja, la mansión del doctor
Zhivago recibió visitas constantes y fue el escenario de muchas
infancias de por aquí.
»A1 estreno de la película de Hollywood
acudió todo el pueblo. Y eso que tuvimos que ir a Madrid, porque
aquí no la echaban, y encima esperar casi un año y medio desde que
terminamos de rodar. Nosotros no íbamos a ver a Julie Christie, que
estaba estupenda, tan rubia y tan elegante, ni a Omar Shariff, que
de joven no era nada guapo ni me parecía nada interesante; ahora,
de viejo, es distinto. Nosotros íbamos a vernos a nosotros mismos,
a buscar a los vecinos y a los hijos de los vecinos, a ver qué tal
habíamos salido, todos vestidos de obreros rusos, y a recordar el
acontecimiento, porque como aquél no habrá otro en este rincón del
mundo, de eso puedes estar
SEGURO
no hay nada. Sólo nuestra capacidad para
equivocarnos. O, por lo menos, la mía.
No sé por qué hablé a mi madre de Irina. De
los libros y de sus deseos de ayudarme a ser escritor.
— ¿Y no hay nada más? Te refieres a ella con
mucho entusiasmo.
—Es inteligente. Y muy guapa.
— ¿Es muy grave, hijo?
— ¿El qué?
—Tu enamoramiento.
—Mamá…
No se le puede ocultar nada. Es demasiado
perspicaz. O yo era transparente hasta el extremo de lo patético,
no lo sé, nunca pensé en ello.
—Dime sólo una cosa. ¿Ella te
corresponde?
—A ella le gusta otra persona.
—Bien. Entonces tendrás que luchar un poco
—dijo mamá, que de eso no sabía nada, muy segura.
— ¿Y si tengo la guerra perdida de
antemano?
—Entonces eres más cobarde de lo que yo
creía. Puede que ella lo piense también. ¿Te interesa de
verdad?
—Sí.
—Pues, entonces, demuéstraselo. A las
mujeres nos encanta el esfuerzo de los hombres. Esfuérzate.
—No es tan fácil.
—Claro. Nunca nada de lo que nos sucede es
fácil. Fácil es lo que les sucede a los demás.
Tal vez tenía razón. Me hice un propósito
algo ingenuo: me esforzaría. De la única manera en que podía
competir. De la única manera en que me veía capaz de hacerlo:
escribiendo.
Antes de colgar pregunté a mamá si ella
también luchaba por Víctor. Seguía sin hablarme de él. Hizo una
pausa de varios segundos.
—Es distinto, hijo. Lo mío es distinto. El
otro también debe poner algo de su parte.
Aquella tarde escribí por primera vez. Dos
páginas completas. Casi sin ningún punto, como si las frases
fluyeran con mis pensamientos, mi corazón o mi rabia. No levanté la
mirada del papel. Entonces no sabía que a veces sucede: las
palabras se hilvanan solas, discurren, manan sin saber de dónde,
apenas hace falta pensar. Surgen. Aparecen. Debe de ser eso que
algunos llaman inspiración. Yo nunca he creído en ella. Sin
embargo, aquella tarde escribir resultó algo natural, algo que
formaba parte de mí. Cuando terminé, me sentía mucho mejor, como un
corredor al finalizar una carrera para la que lleva muchos años
preparándose. La única lástima era que no iba a poder enseñar a
Irma el fruto de aquel primer impulso creativo: sólo había escrito
sobre ella. Sobre ella y también sobre Víctor.
Cuando le devolví el libro de Pastemak me
atreví a contárselo:
—He empezado a escribir.
Me pareció que su alegría era sincera.
—Magnífico —dijo—, ¿y a qué esperas para
dejármelo leer?
—No creo que te lo deje leer. Es muy
personal.
— ¿No habrás empezado un diario? Eso tiene
poco futuro.
—No, pero hablo de mi padre y no quiero que
sepas lo que opino de él. Creo que no estaríamos de acuerdo.
Me estaba metiendo en la boca del lobo y lo
sabía. En cierto modo, precisamente por eso continuaba
adelante.
—Tu padre es un tipo muy interesante
—opinó.
—Ya. El problema es que más de una piensa
como tú. Si le preguntaran a mi madre, opinaría algo
diferente.
Me comporté como un chiquillo, lo sé. En mi
descarga diré que ésos eran los únicos métodos que se me ocurrieron
entonces para luchar por ella.
—Eso a mí no me incumbe, Sasha. Hay muchas
parejas con problemas —dijo.
—Pero no hay muchos hombres casados que
tengan una aventura cada seis meses.
Me di cuenta de que mis palabras la herían.
Más de lo que había previsto. Un brillo en sus ojos más intenso de
lo normal, un ligero temblor en las manos, una actitud menos
controlada de lo que en ella era habitual.
—Todo eso me da igual. No sé por qué me lo
estás contando.
—Para que puedas juzgarle —añadí.
—No lo entiendes. A mí no me interesa juzgar
a tu padre. Ni a nadie. Tienes mucha suerte de tenerle cerca.
Bajó la cabeza y se concentró en Dovlátov,
el autor al que seguía traduciendo. Me sentí terriblemente fuera de
lugar. Raskólnikov acompañó con ladridos mis pasos por el jardín.
Llegaba a mi habitación cuando vi a mi padre entrar en la casa
vecina. El perro se acercó a él meneando el rabo, le olisqueó, se
sentó. Víctor extrajo algo de sus bolsillos, una galleta, una
chuchería, lo que fuera, y se lo dio. El animal lo devoró sin dejar
de mover el rabo. Luego le lamió la mano, en busca de
migajas.
Se acercaba una tormenta. Me aparté de la
ventana, abrí mi cuaderno, cerré la puerta con llave. Sobre el
escritorio, tan mudo y tan ajeno al mundo como yo, aguardaba aquel
pequeño tesoro que Irina no había reclamado aún:
EL ANILLO
que Dmitri Ivánovich Andresko regaló en el
pasillo de una casa señorial francesa a Liudmila Vasílievna
Ratushínskaya tenía una historia fabulosa que en aquel momento
ninguno de los dos imaginaba.
Podemos considerar que la leyenda del anillo
se inicia con Elisa Vorontsova, una preciosa mujer polaca que fue
la esposa del gobernador de Odesa, una de las más ricas capitales
portuarias rusas. Por los retratos que se conservan de ella podemos
sospechar su bondad y su nobleza. Su belleza no hace falta
imaginarla: está a la vista. Corría el año 1824, el mismo de la
inundación de San Petersburgo. La ciudad tenía una actividad
cultural efervescente, cosmopolita. Alexander Pushkin, el poeta de
moda del Imperio ruso, acababa de llegar a ella. Por aquel
entonces, estaba más o menos enemistado con el zar Nicolás I,
contra quien escribió en más de una ocasión. Pushkin también tenía
una merecida fama de donjuán y vividor. Su estancia en Odesa fue
breve pero intensa. Bebió, perdió fortunas en el juego y vivió
apasionados romances con todo tipo de mujeres: de siervas a señoras
casadas, de prostitutas a aristócratas. La más importante de todas
fue Elisa Vorontsova, quien hasta la muerte habría de recordar al
joven poeta como el amor de su vida.
Elisa había comprado a un rabino aquel
precioso anillo con una turquesa. Debió de ser el rabino quien le
habló a Elisa por vez primera de las cualidades únicas de la
joya:
—Este talismán lleva oculta una
extraordinaria energía. Quien lo lleve no conocerá la traición, ni
el engaño, ni el olvido. Este anillo libra del mal amor. Nunca lo
pierdas. Nunca lo vendas por dinero. Confíalo sólo a quien lo
merezca.
Nunca preguntó Elisa quién había mandado
grabar en el interior de la alhaja aquella inscripción: Te volam
per omne aevum, «Te amaré por toda la eternidad».
El 29 de julio de 1824, Pushkin pasó su
última noche en Odesa. Por órdenes del zar Nicolás I, debía marchar
al exilio a la mañana siguiente. Tal vez fue en aquella última
noche cuando Elisa Vorontsova le regaló el anillo. Más tarde,
Pushkin dedicó un poema al momento en que la mujer, dándose la
vuelta en la cama y mostrándole su preciosa espalda desnuda, tomó
de la mesilla la joya y se la regaló, formulando la misma petición
que a ella le había hecho el rabino.
Pushkin llevó consigo la joya mientras
vivió. Nunca más volvió a ver a Elisa. Siete años después de
aquella última noche en Odesa se casó con Natalia Goncharova, una
chica de la alta sociedad de San Petersburgo que tenía entonces
sólo 19 años. Pushkin había cumplido 31. Natalia era caprichosa.
Pushkin lo sabía pese a estar muy enamorado de ella, y en más de
una ocasión temió que aquel matrimonio le llevara a la ruina. En
cierto modo, así fue. Natalia tuvo cuatro hijos con el escritor.
Mientras tanto, coqueteó con un buscavidas francés que había
aterrizado en la capital rusa en busca de fortuna. Se llamaba
Georges Dantés, tenía fama de pendenciero y no dudó en cortejar a
Natalia a la vista de todos, llegando a ridiculizar a Pushkin como
nadie lo había hecho. En ese tiempo, este tipo de afrentas tenían
una única solución: Pushkin retó a Dantés a un duelo a
pistola.
La fecha escogida para el enfrentamiento fue
el 27 de enero, a las cinco de la tarde. Era el año 1837. El lugar
escogido estaba cubierto de nieve: hubo que retirarla para que los
contendientes pudieran dar los veinte pasos que mandaban las
normas. Al llegar a una marca establecida de antemano, ambos debían
disparar contra el rival. Dan-tés disparó antes. Pushkin también
disparó, pero demasiado tarde: estaba gravemente herido en el
vientre. Su amigo Yukovski, testigo del enfrentamiento, le llevó a
casa y le asistió hasta que murió, dos días después, a las tres de
la tarde, después de susurrar, muy bajito:
—La vida se ha terminado.
También le dio instrucciones respecto al
anillo. Fue Yukovski quien recibió el encargo de custodiarlo
mientras viviera. También le dijo Pushkin lo que debía hacer cuando
sintiera que sus días en el mundo se acababan:
—Prométeme que lo harás llegar a alguien que
me aprecie y me valore de veras.
Iván Turguéniev tenía dieciocho años cuando
murió Pushkin. Sin embargo, para él había de ser, muchos años
después, aquel anillo de oro con una turquesa, que libraba del mal
amor. Lo recibió tarde, apenas diez años antes de morir, y lo
valoró doblemente: como talismán de poderes únicos y como algo que
había pertenecido a un hombre cuyo talento admiraba por encima de
todo. Cuando se sintió morir, sólo se lo podía entregar a una
persona, presente en toda su vida, también en aquellos momentos
últimos: su amada Paulina Viardot. Y ésta se lo legó a su hija
mayor, quien lo confió a un museo. El anillo estuvo expuesto en una
muestra celebrada en honor de Pushkin, y de ahí debió de pasar a
una exposición estable que se montó en el edificio de la residencia
de Tsárskoie Seló, cerca de San Petersburgo, donde Pushkin había
estudiado. En 1912, la Academia organizó una exposición con muebles
y objetos personales de Turguéniev, y acaso el anillo estuvo allí.
Un destino errante que duró unos pocos años. En 1917, unas manos
desconocidas lo robaron de la vitrina en que se encontraba. Unos
pocos periódicos se hicieron breve eco de la noticia. A partir de
ahí se le perdió la pista.
No fue hasta algo después que llegó a la
familia de Irina. Dmitri Ivánovich Andresko se lo cambió a un
oficial ruso por un queso y una botella de vino español. Dmitri
nunca explicó dónde sucedió esa permuta, ni quién era el oficial.
Lo consideró un golpe de suerte, y lo guardó como un tesoro que
podía salvarle la vida si era necesario. Unas pocas semanas más
tarde, el anillo lucía en el anular de Liudmila Vasílievna
Ratushínskaya, quien no podía apartar de sus pensamientos al músico
que se lo había entregado. Sólo varios años después, gracias a la
afición de Dmitri por la lectura, pudo saber que su anillo, aquel
que le entregó el oficial, era el mismo del que Pushkin había
hablado en sus versos, el mismo que Elisa Vorontsova le regaló a su
amante y que luego pasó de mano en mano, como un milagro, hasta
llegar a él.
Una madrugada, poco después de recibir el
anillo, Liudmila Vasílievna despertó en casa de su tía, en Francia,
con un deseo muy parecido al del gran Tólstoi en sus últimos
días:
—Escapar. Tenemos que escapar.
Escribió una carta para su tía, hizo un
equipaje de cosas imprescindibles y salió a las frías calles de
París, donde Dmitri Ivánovich la estaba esperando sin ninguna
certeza. Le acompañaban dos de sus compañeros en la orquestina. No
esperaron más: los dos jóvenes se casaron por el rito ortodoxo
antes de que saliera el sol, sin más testigos que los exigidos por
la ley. Más tarde partieron por caminos poco seguros hacia un
destino aún desconocido pero en el cual, intuían, serían bien
recibidos: España. Nunca más supieron de sus respectivas familias.
En su país de acogida no les costó encontrar quien pronto les tuvo
un gran aprecio, quien admiró su valentía y su arrojo. Dmitri
chapurreaba algo de español, pero se esforzó por aprender el
idioma, y lo consiguió en un tiempo récord. Su primer trabajo fue
en el campo. El segundo, como tejedor de alfombras. Con el tiempo,
pudo aspirar a mejores cosas. Le fue bien. Era trabajador y, sobre
todo, tenaz.
Tuvieron cuatro hijos, dos varones y dos
hembras, y media docena de nietos. Todos llevaron a Rusia en la
sangre. Algunos regresaron a sus orígenes. Y los que no lo
hicieron, como Irina, soñaban con hacerlo algún día.
Cuando Irina cumplió dieciocho años, su
abuela Liudmila le entregó el anillo. El anillo de Pushkin, de
Turguéniev, de Paulina, de los revolucionarios y de los oficiales
del ejército ruso. El anillo viajero de los mil dueños, de las mil
manos, el tesoro que libra del mal amor. Todo eso estaba en aquella
joya, pero para Irina significaba más aún. Significaba la vieja
Rusia, un pedacito de su país, que un desertor, que sería su
abuelo, le había regalado a una preciosa niña de buena familia
llamada
LIUDMILA VASÍLIEVNA
murió mientras dormía la primera madrugada
del mes de agosto. Cuando fue a despertarla, extrañada porque
tardaba en levantarse, Nora advirtió que estaba muerta. La mujer se
llevó tal conmoción que necesitó asistencia médica.
La propia Irina vino a damos la noticia. O
tal vez sería más exacto decir que se la dio a Víctor.
—Pasa y tómate una infusión —le ofreció—,
puedo prepararte una tila.
—No estoy nerviosa. Tengo mucho que hacer,
pero volveré más tarde.
Durante toda la mañana, la casa vecina
conoció un tránsito de gente inusitado. Tras el doctor acudió el
alcalde, la dueña de la tienda de ultramarinos, la farmacéutica,
los empleados de la funeraria y algunos entrometidos que sólo
deseaban ver la finca y husmear un poco. También llegó alguien de
la embajada, un antiguo amigo de la familia, y no sé quién de una
compañía de seguros. Iban a llevarse a la muerta a Rusia, porque
ése había sido su último deseo: descansar al lado de su esposo en
un cementerio de San Petersburgo. Resuelto todo el papeleo, Irina
acompañaría el féretro, y regresaría un par de días después del
entierro.
—Aquí también habrá asuntos urgentes que
atender —dijo.
Encargó a mi padre que alimentara a
Raskólnikov y que supervisara el estado de salud de Nora, que se
quedaba sola en la casa. Tuvo incluso un recuerdo para mis lecturas
y mis progresos como escritor:
—Cuando vuelva quiero leer algo tuyo,
Sashénka. Ahora que tenéis las llaves, puedes servirte tú mismo en
la biblioteca.
Así fue cómo Irina desapareció de nuestras
vidas durante setenta y dos horas.
Víctor no alteró demasiado sus costumbres.
Sólo se volvió más hogareño. Regresó a sus ensayos nocturnos con el
violín hasta altas horas. La gran novedad fue que por fin se acordó
de telefonear a mamá. Ninguno de los dos me contó nada de esa
conversación. No debió de ir demasiado bien, a juzgar por cómo se
desarrollaron las cosas después.
Por mi parte, yo había hecho de la escritura
mi principal obsesión. Me había propuesto escribir todos los días
por lo menos dos páginas completas en el cuaderno, y logré
cumplirlo. Descubrí que la tristeza es una buena fuente de
inspiración. Desde entonces, no he dejado de utilizarla como
material literario de primer orden. También descubrí que echaba de
menos a Irina. No la había visto demasiado en los últimos días, era
cierto, pero su presencia en mi vida cotidiana era más importante
de lo que había imaginado. No sólo porque se había investido en
guía de mis primeros pasos como escritor, también porque disfrutaba
con algo mucho más simple: verla todas las mañanas, sentir su olor,
escuchar su voz y comprobar la manera que tenía de mover las manos
o de sonreír tapándose la boca.
Aquella noche tuve que cenar con papá.
Ninguno de los dos estaba de buen humor. Aurora nos había dejado
unas croquetas y una ensalada. Mientras comíamos, apenas cruzamos
palabra. Fue mientras yo recogía los cacharros —me tocaba a mí— y
Víctor se preparaba un café descafeinado cuando empezamos una
conversación condenada al fracaso.
—Te he visto un poco ausente estos días
—dijo.
—Estaba cansado.
—Tu madre cree que hay algo más.
— ¿Qué te ha dicho?
Por un momento creí que mamá se había ido de
la lengua.
—Que te cuide, simplemente. Esperaba que me
dijeras tú lo que te pasa.
—Nada. ¿Cómo está mamá?
—Mejor de lo que piensas.
Nunca le hice mucho caso a Víctor. Aquella
noche no fue una excepción. Imaginar que mamá estaba bien era un
modo de disculparse a sí mismo. Por fortuna, yo no necesitaba que
él me explicara cómo estaba mi madre.
—Le he contado lo a gusto que estamos aquí.
Se ha alegrado mucho —añadió.
— ¿Le has contado todo?
—Todo lo que se puede contar —rio, con una
risa fuerte, típica de él. Típica de alguien que está muy seguro de
sí mismo.
—Entonces no le habrás hablado de
Irina.
Calló. Echó dos cucharadas de café en su
leche caliente. Se sentó a la mesa y buscó el azucarero.
—Siéntate aquí conmigo —me ordenó—. ¿A qué
te refieres exactamente?
—Tú sabes a qué me refiero —dije, mientras
pasaba un paño por los platos que acababa de fregar y los guardaba
en su armario.
—No, no lo sé. Y no me gusta lo que estás
insinuando. No ha pasado nada con Irina que no se pueda
contar.
—Bueno, sólo es cuestión de tiempo
—dije.
Víctor removía el café con mucha lentitud y
me miraba arrugando el entrecejo, como si lo que quería ver en mí
no pudiera observarse fácilmente.
—No me hables así, Alejandro.
Solté el trapo. Me ardían las mejillas.
Llevaba demasiado tiempo callado. Algo me impulsaba a cambiar las
cosas.
—Y tú no le hagas eso a mamá.
— ¿Se puede saber de qué estás hablando?
—levantó la voz.
—De que Irina te pone cachondo. Será porque
nunca te has tirado a una tan joven.
La primera me pilló por sorpresa. Fue todo
muy rápido. Se levantó, me miró con ojos inyectados de ira y su
mano derecha se estrelló contra mi mejilla izquierda. No me pegaba
desde que cumplí ocho años. A la segunda ya fue diferente. La paré
al vuelo. Le agarré la muñeca y forcejeamos. Víctor podía ser más
hábil con las mujeres, más experto, tener más labia o ser más
interesante. Pero a fuerza bruta, estábamos bastante igualados. Lo
descubrí aquella noche.
—No quiero que le hagas eso. Yo la quiero,
al revés que tú —dije.
Bajó la mano, desconcertado.
—Yo también quiero a tu madre, Álex.
Yo no estaba hablando de mi madre, pero no
dije nada. Por cierto: también hacía muchos años que Víctor no me
llamaba Álex. No me gustó que lo hiciera.
Terminé con mis obligaciones domésticas
fingiendo que nada de lo que había pasado allí me había alterado lo
más mínimo. No fue fácil, pero incluso encontré fuerzas para darle
un breve repaso al suelo. Desde la escalera, mientras apoyaba el
palo de fregona en la pared, dije algo que llevaba mucho tiempo
pensando. Parecía muy concentrado en su taza, aislado en la zona
recién fregada de la cocina.
—Víctor.
—Dime, hijo.
—Yo no cedo ante ti.
Subí los escalones de tres en tres, a
zancadas. Por primera vez desde que llegamos no me sentía cansado,
sino eufórico. Tomé la medicación, eché la llave, me desnudé y me
tumbé en la cama, boca arriba. Entraba por la ventana una brisa muy
agradable. Afuera, el silencio habitual. Había pensado leer un
rato, pero cambié de planes. Con la excitación que sentía en aquel
momento, cualquiera le prestaba a Dostoyevski la atención que
merecía. Por otra parte, presentía que Dostoyevski habría entendido
muy bien que algunas cosas se hacen en solitario.
Me apetecía pensar en lo que iba a pasar
ahora. Así que, por una noche, desatendí mis obligaciones de
escritor. No iba a repetirse. Me lo prometí a mí mismo: será sólo
por
UNA VEZ,
cuando tenía 28 años, poco antes del día de
Nochebuena de 1849, Fiodor Dostoyevski pisó un cadalso.
Se le acusaba de leer una carta ilegal en
una reunión clandestina. Se trataba de un encuentro que algunos
intelectuales, casi todos escritores, celebraban en San Petersburgo
cada semana desde hacía cuatro años. Se les llamó «petrashevistas»
por su organizador, Mijaíl Petrashevski, quien les convocaba en su
casa. Para algunos, estas reuniones fueron el primer foco del
socialismo en Rusia. No eran revolucionarios —desde luego,
Dostoyevski no lo fue en absoluto—, tan sólo personas sensibles con
la situación de los más desfavorecidos por el sistema: los miles de
siervos que todavía existían en el país, privados de todas las
libertades y los derechos que sólo favorecían a las clases altas.
El grupo al cual pertenecía Dostoyevski creía que valía la pena
luchar por la igualdad de las personas. Naturalmente, el zar no
pensaba lo mismo.
La carta que les valió la condena había sido
escrita por un conocido crítico llamado Belinski a un gran
escritor, Nikolai Gógol. Circulaba de forma clandestina, y muchos
estaban deseando leerla. Entre otras afirmaciones explosivas, en
ella se decía que «la salvación de Rusia está en el progreso y la
civilización. No son sermones lo que Rusia necesita, ni plegarias,
sino que el pueblo tenga dignidad humana, leyes conformes con el
sentido común y la justicia».
Dostoyevski la leyó en voz alta durante una
reunión celebrada el 15 de abril de 1849. Por desgracia, entre los
presentes estaba un agente secreto del zar. Una semana más tarde,
informado de lo que había sucedido, Nicolás I firmó una orden de
detención de los «petrashevistas». Después de la última de sus
reuniones, celebrada el 22 de abril, en la que como siempre se
habló de literatura, Dostoyevski regresó a su casa a las tres de la
madrugada. Dos horas después, los agentes le despertaron y le
sacaron de la cama:
— ¡Por alta disposición imperial, queda
usted detenido!
Estuvo, junto con sus compañeros, cuatro
meses arrestado, incomunicado y pendiente de proceso en la cárcel
política más siniestra del imperio, la fortaleza de Pedro y Pablo,
de San Petersburgo. Una sola vez se le permitió escribir a su
familia. Fue interrogado con dureza. Dostoyevski mantuvo la
dignidad: no delató a sus compañeros, no negó sus ideales, incluso
llegó a proclamar su amor hacia una literatura que fuera espejo de
su sociedad. Su salud era mala y empeoró durante los meses de
cárcel: dolores en el pecho, males estomacales, ataques de
epilepsia constantes y pesadillas todas las noches. Nueve meses más
tarde, se publicó la sentencia: todos ellos eran condenados a
muerte. El fin de sus días tenía fecha y lugar: el 22 de diciembre,
en la plaza Semiónovskaya de San Petersburgo.
Dostoyevski vivió esos días como los
últimos. El 22 de diciembre amaneció helado y cubierto. Un día
triste. Los condenados fueron llevados al lugar de la ejecución, la
sentencia fue leída en voz alta por un guardia imperial, se les
ordenó arrodillarse, el verdugo ató a los postes a los tres
primeros. Dostoyevski estaba entre los tres siguientes: le tocaba
morir en segundo lugar. Los soldados que debían fusilarlos estaban
en formación, con las armas listas para disparar. Alguien
gritó:
—Preparados. Apunten…
Justo en ese instante llegó, a caballo y
galopando, un correo del zar. Traía una noticia. Un indulto. El zar
les perdonaba la vida. No se lo habían dicho hasta ese momento
porque el zar deseaba, pese a todo, darles una dura lección. Y tan
dura. Uno de los condenados atados al poste enloqueció en cuestión
de minutos. Otros contrajeron en la cárcel enfermedades de las que
ya no se librarían nunca. La pena de muerte fue conmutada por
cuatro años de trabajos forzados en Siberia y por un tiempo
indefinido de prestación de servicios en el ejército. Dostoyevski
se sentía optimista, pese al terrible destino que le esperaba. Le
escribió una carta a su hermano Mijaíl: «Moriría si no pudiera
escribir. Valen más quince años de reclusión, ¡pero con la pluma en
la mano!».
A las doce de la noche, un herrero ponía en
los tobillos de Dostoyevski los pesados grilletes de hierro que
habría de arrastrar durante cuatro años. Pesaban unos cuatro
quilos. Salieron en trineo hasta su frío lugar de destino. Tardaron
casi un mes en llegar. Por el camino, que discurría a través de los
Urales, soportaron temperaturas de hasta cuarenta grados bajo cero.
El 23 de enero de 1850, Dostoyevski cruzaba las puertas de la
fortaleza de Omsk. No volvió a ser
completamente libre hasta nueve años más
tarde, después de cumplir cuatro de trabajos forzados y otros
tantos como soldado, cuando se le concedió la licencia para poder
retomar su vida.
Se casó dos veces. Siempre me ha gustado la
historia de su segunda mujer, Anna Grigorievna Snítkina. Tal vez
porque no hubiera sido posible sin las casualidades, como todas las
grandes historias.
Todo empezó cuando un editor sin escrúpulos,
llamado Stelovski, aprovechó la circunstancia de que Dostoyevski
estaba en apuros económicos para ofrecerle un contrato con unas
cláusulas muy duras, seguramente pensadas para que el escritor no
lograra cumplirlas. Según el contrato, Dostoyevski se comprometía a
entregar una novela antes de un año. Si no lo hacía, debería
compensar al editor con una fuerte cantidad de dinero. Además, si
incumplía, el editor tendría derecho a publicar cualquier cosa suya
y sin pagarle nada. Sólo alguien muy necesitado de dinero aceptaría
un contrato de edición con unas cláusulas semejantes.
En esa época, Dostoyevski se encontraba
trabajando en su mejor y más ambiciosa novela, Crimen y castigo. Se
había comprometido a entregarla a otro editor antes de un año. Los
compromisos adquiridos, de pronto, eran demasiados para él. Por si
fuera poco, no se sentía en un buen momento creativo. La presión no
es buena consejera en estos casos. Treinta días antes de que
venciera el plazo establecido por Stelovski, Dostoyevski no había
escrito ni una línea de su nueva novela. Sus amigos se dieron
cuenta de sus apuros y le propusieron escribirla entre todos, para
así ayudarle. Sin embargo, Dostoyevski se negó:
—Nunca firmaré con mi nombre un trabajo
ajeno —les dijo, muy en sus cabales.
La solución se les ocurriría poco después y
tendría nombre propio: Anna Grigorievna Snítkina, de veinte años,
estudiante de taquigrafía. Uno de los amigos del escritor la
contrató para que le ayudara. Y Dostoyevski, por primera vez, probó
a trabajar de otro modo: dictar en lugar de escribir. Algo más de
esfuerzo, pero mayor rapidez. Preparaba sus notas y dictaba a
partir de ellas. Pronto se acostumbró a ese nuevo método. Anna
Grigorievna resultó ser una colaboradora entregada. Dos días antes
de que expiara el plazo fijado por el editor, Dostoyevski dictaba
las últimas páginas de una voluminosa novela. En las últimas
veinticuatro horas realizó los últimos retoques. El mismo día
fijado en el acuerdo, Dostoyevski llamaba a la puerta del editor
con su original bajo el brazo. Lo había titulado Ruletenburg. El
editor le cambió el nombre —también suele pasar— por otro más fácil
y efectista: El jugador. Hoy está considerada una de sus mejores
obras y una de las que más lectores sigue teniendo en todo el
mundo.
Terminados los apuros, Anna Grigorievna
siguió trabajando para él. Habían simpatizado. Se enamoraron. Él le
propuso matrimonio. Se casaron en 1867, casi inmediatamente después
de terminar su gran novela, aquella historia imaginada en los años
de cárcel, en la que un joven llamado Raskólnikov asesina a una
anciana de un modo horrible y brutal. Esa novela, tal vez la más
famosa de todas las suyas, se llamó Crimen y castigo. En el proceso
de su trascripción, por cierto, también fue muy importante Anna
Grigorievna.
Me gustan las casualidades. Raskólnikov,
quién lo pondría en duda, es un hombre algo perturbado. También don
Quijote lo estaba, como todo el mundo sabe. Ambos fueron imaginados
por sus autores durante sendas estancias en la cárcel. Eso sí,
separadas por unos dos siglos y medio. Del Quijote de Cervantes,
por cierto, opinaba Dostoyevski que era «el libro más grande y más
triste de cuantos ha creado el género humano». Por desgracia,
Cervantes nunca pudo opinar acerca de Dostoyevski.
Leer es como recorrer una casa enorme toda
llena de’ puertas que se van abriendo y cerrando, o se hacen
invisibles o reaparecen con el paso de los años, de los siglos. Por
ello leer es también aprender a
ELEGIR
entre dos alternativas es siempre
complicado. Partir o quedarse. Tólstoi o Chéjov. Cerveza Stepán o
Báltika. Mi padre o yo.
Irina volvió a los cuatro días. La vida allí
no había cambiado mucho. Mi padre había empezado a estudiar La
fuente de Aretusa de Szymanowsky, una pieza difícil con la que
hasta ese día no se había atrevido. Tal vez no le habían faltado
los ánimos, sino las horas. Yo había escrito mis primeros versos
dedicados a Irina que, por supuesto, no estaba dispuesto a dejarle
leer. Nora había caído en tal estado de melancolía que no salía de
su cuarto, en casa de la vieja y difunta amiga del alma. El único
que se comportaba como siempre, a decir de Víctor, era
Raskólnikov.
—No sé qué hacer con Nora —nos confesó Irina
a su vuelta—. No tenía más familia que mi abuela, y está muy mayor
para trabajar en otra parte.
Irina encontró en Víctor a un ayudante
solícito y dispuesto a casi cualquier cosa por complacerla. Durante
los días que siguieron, la llevó en coche a la ciudad para que
arreglara los papeles de la herencia, la ayudó con el resto del
papeleo y hasta le calculó la cantidad de dinero que debía dar a
Nora si decidía prescindir de sus servicios. De hoy a mañana, Irina
se había vuelto una mujer abocada a una toma de decisiones
constante.
Irina no era la única descendiente. Había un
par de tías, hermanas de su padre, y cuatro primos a los que
llevaba años sin ver. Casi todos se dejaron caer por allí aquella
misma semana.
—Celebraremos un banquete mortuorio a la
manera rusa. Con mucha comida, mucho vodka y muchos brindis. Estáis
invitados —nos dijo la mañana en que acudí a devolverle a
Dostoyevski y a buscar más lectura.
—Ya sé lo que querías decir. Le pusiste a tu
perro el nombre del asesino de Crimen y castigo.
—Bueno, Raskólnikov, el del libro, es mucho
más que un asesino, ¿no crees? Algo así como una mente atormentada.
Un personaje muy complejo.
Estuve de acuerdo. Irina añadió:
—No sé por qué motivo los malos siempre me
parecen más interesantes que los buenos.
Irina daba vueltas sin rumbo por la
biblioteca.
— ¿Qué te apetece leer ahora?
No sabía qué decir.
—Tal vez estés ya preparado para leer a
Tólstoi. ¿O prefieres a Chéjov?
Me encogí de hombros. No sabía nada de
ninguno de los dos.
—Ya va siendo hora de que leas teatro ruso
—dijo—, aunque tal vez antes podrías…
Buscó una banqueta de madera que había en un
rincón y se encaramó a ella. Al momento estaba frente a mí con dos
libros: Anna Karénina, de Tólstoi, y El huerto de los cerezos, de
Antón Chéjov.
—Toma, elige tú. Yo estoy cansada de decidir
a todas horas.
Pensó un momento y añadió:
—Aunque, como tú eres intelectual, es
probable que de Chéjov te gustara más La gaviota.
—Éste está bien —respondí—. Ya te pediré el
otro.
Al día siguiente se celebró la comida
familiar. Ni siquiera Víctor sabía cómo comportarse en aquella
ocasión. Eso me tranquilizó un poco. Fue un almuerzo rarísimo. Las
dos tías de Irina eran dos ancianas con moño canoso y pantalones
vaqueros.
—Son las hermanas de mi padre. Traducen a
Tólstoi. Siempre han trabajado juntas.
— ¿Son solteras?
—Claro. No encontraron quien las
aguantara.
— ¿Y tu padre?
—Mi padre murió cuando yo tenía trece años.
Pobre abuela, había vivido un montón de cosas amargas que nunca le
contaba a nadie. No imagino nada más amargo que ver morir a un
hijo.
También Nora se quedó a comer. Los parientes
protestaron un poco, pero Irina la defendió.
—Liudmila la consideraba como a una hermana.
No nos perdonaría que no se sentara a la mesa con nosotros.
Comimos en el salón, frente a la ventana
donde vi a Liudmila Vasílievna por primera vez. Su recuerdo y su
olor todavía lo impregnaban todo. Tuve la sensación de que, por
muchas cosas que pasaran allí, aquella casa conservaría la esencia
de la anciana por los siglos de los siglos. La verdad, no sé qué
hacíamos Víctor y yo en aquella especie de celebración. Irina nos
presentó como «unos vecino muy queridos por la abuela». Eso no
evitó que todos nos miraran como si fuéramos sospechosos de
algo.
Comimos hasta reventar. Una especie de
tortitas llamadas blinis, con caviar y salmón, patatas asadas,
arenques ahumados, pepinillos, rollos de col con carne y hasta un
guiso de ternera que preparó la propia Irina y que le valió los
elogios de todos:
—Ternera a la Strogonoff, cuánto tiempo sin
probarla —exclamó una de sus tías.
También había bebida en grandes cantidades.
Vino, cerveza y vodka. El vodka y la cerveza eran rusos y los
habían traído los parientes. Todo el mundo bebía sin parar.
— ¿Un vaso de vodka? —me preguntó un hombre
que debía de tener la edad de mi padre.
—Es demasiado fuerte —me disculpé.
Irina se acercó a mi oído y susurró:
—Nunca rechaces el primer trago de vodka a
un ruso. Es una ofensa imperdonable. Bebe un vaso y, si no te
gusta, rechaza el segundo.
Le hice caso, ante la sorpresa de mi padre
que nunca hasta ese momento me había visto beber algo tan
fuerte.
—De acuerdo, lo probaré —dije.
Me echaron un chorro generoso de la bebida
transparente en mi copa. Aún no habíamos probado la comida. Una de
las tías se puso en pie, levantó su copa y pronunció una parrafada
en ruso, grave y emocionada. Entendí que se estaba refiriendo a
Liudmila Vasílievna. Cuando terminó, y en medio de un gran
silencio, todos se llevaron la bebida a los labios.
—De un trago, Sasha —aconsejó Irina— y
procura que toque la garganta lo menos posible.
Me molestó un poco que me adoctrinara de
aquel modo delante de su familia, pero no por ello dejé de seguir
sus enseñanzas. El vodka me rascó la garganta de todos modos. Debió
de notarse, porque la anfitriona me acercó un vaso dijo:
—Toma. Bebe un poco de zumo de
naranja.
Los demás se pasaban a la cerveza.
—Tenemos Baltika 3, que es la buena. Aunque,
si prefieres Stepan o Pit… —informó el primo.
—Cuidadito con el alcohol, Álex —escuché la
voz de Víctor sin hacerle ningún caso.
Yo ya daba por asumida la borrachera que me
esperaba.
— ¡Pero si había vodka Standártnaya! ¿Cómo
no lo habías dicho antes? Acerca la copa, Sasha, tienes que
probarlo.
Los primos eran personajes siniestros.
Apenas hablaron durante la velada salvo para proponer brindis por
la muerta. Uno de ellos no le quitaba a Irina la mirada de encima.
A mi vez, yo le vigilaba a él con atención. Al terminar de comer,
Víctor fue por su violín y tocó otra de sus piezas favoritas, que
levantó ovaciones entusiastas, como de costumbre. Estuvo tocando
largo rato. Se sirvió té y kvas, una bebida hecha con centeno, de
baja graduación. Me aburría tanto que me fui a estirar las piernas
a la biblioteca. Fue justo después de que Irina dijera que no sabía
si quedarse allí hasta el final del verano o marcharse ya a Madrid
y empezar a pensar en vender la casa. Además de a mí, noté que
aquel comentario no sentaba bien a la mayoría de los parientes. No
me pareció que a mi padre produjera emoción alguna.
— ¿En tu familia no hay gente normal?
—pregunté a Irina un par de días después.
—Uno, pero ahora está en Moscú. Se va a
quedar allí, por trabajo, durante cinco años. Le vi hace dos días.
Es el único al que mi abuela no desheredó. Se llama Vitia y también
es traductor, además de otras muchas cosas. Ya ves que en mi
familia no hay tanta variedad como en la tuya.
La propia Nora resolvió uno de los asuntos
que tanto preocupaba a Irina. Decidió que con su pensión y el
dinero que le correspondía por jubilarse, pagaría su estancia en
una residencia de la tercera edad cercana al pueblo donde nació,
llamado Renieblas. Si Irina no tenía inconveniente, dijo, se
marcharía lo antes posible.
Irina no tuvo inconveniente, claro. Más bien
se quitó un gran peso de encima. Ya sólo quedaba decidir qué iba a
hacer ella misma.
—También podría conservar la casa, para
cuando decida pasar una temporada en España.
— ¿Piensas marcharte? —pregunté.
—Me encantaría establecerme en San
Petersburgo. Pero no podré si no vendo esto.
Estábamos en mitad del camino entre las dos
viviendas. Tenía ganas de pedirle que se quedara, por lo menos un
tiempo más. Escogía las palabras como si fueran conchas junto a la
playa: buscaba las más pulidas, las más hermosas. Aunque no llegué
a tiempo. Ella se adelantó.
—De las cosas que me atan a este lugar, casi
ninguna merece que me quede —musitó, con un hilo de voz que se
oía
APENAS
unos días antes de marcharse para siempre,
el conde Lev Tólstoi abrió los ojos en mitad del sueño y pronunció
unas palabras extrañas:
—Escapar —dijo—. Hay que escapar.
Tólstoi, para algunos el novelista más
importante de todos los tiempos, se fugó de su casa, en una aldea
llamada Yasnaia Poliana, en la provincia de Tula, a unos 200
quilómetros de Moscú, a los 82 años, la madrugada del 28 de octubre
de 1910, con la ayuda de un criado y de su hija pequeña. Se marchó
en tren, sin rumbo fijo, aunque al parecer tenía idea de llegar a
Besarabia, donde vivía un amigo suyo.
Ese día se levantó a las cuatro. Se puso la
bata y las zapatillas y se sentó a su escritorio, a redactar una
carta para su esposa, Sofía, con quien llevaba casado cuarenta y
ocho años. Primero hizo un borrador. Luego, lo pasó a limpio.
En ella le contaba los motivos de su fuga:
«Mi partida te disgustará. Lo siento, pero intenta comprender y
créeme que no podía actuar de otra manera. Se me ha hecho
insoportable la situación. Te ruego que no me busques, que no
vengas si sabes dónde estoy». Salió de casa en carruaje, todavía de
noche, y recorrió los seis quilómetros que le separaban de la
estación de tren más cercana. Llegaron allí a las seis de la
mañana, y tomaron el primer convoy.
Tólstoi era un hombre excesivo en todo. A
los diecinueve años, después de heredar una gran fortuna, empezó un
diario. Cuatro días antes de morir, 63 años más tarde, escribió en
él por última vez. Fue conde, perteneciente a una de las familias
aristocráticas más importantes de Rusia. Tuvo trece hijos. Combatió
en la guerra. Escribió algunas de las novelas más reconocidas de la
literatura mundial. Se preocupó de sus siervos, a quienes procuró
una educación. Fue un hombre muy famoso, una autoridad nacional.
Hoy en día, su casa de Yasnaia Poliana, en la provincia de Tula, es
un lugar de peregrinación para rusos y extranjeros. Se conservan
los muebles originales, el escritorio, la cama, el último libro que
Tólstoi leyó antes de marcharse —uno de Dostoyevski, a quien
admiraba—, su biblioteca y muchos objetos personales. Además, el
bosque que rodea la casa está casi intacto, incluidos los lugares
que más le gustaban a su dueño, como el banco de troncos frente al
lago. Su tumba está junto al barranco en el que de niño solía jugar
con sus hermanos, en un lugar solitario bajo los árboles.
En plena fuga, el escritor llegó a Astápovo,
en compañía de su criado, el 31 de octubre. Tólstoi estaba enfermo,
había pasado frío y calor durante los viajes, de tren en tren, y
había contraído una pulmonía. Tiritaba. También eso lo escribió en
su diario. En Astápovo, una de las estaciones de su recorrido,
decidió detenerse. El jefe de estación le cedió un humilde cuarto
con una cama. Allí agonizó durante seis días, hasta que murió a las
seis y cinco de la mañana del 7 de noviembre. Desde entonces, el
reloj de la estación marca esa hora.
Hasta aquel lugar recóndito y pequeño fueron
muchos a verle. No sólo Sofía, su mujer, que venció su cólera para
visitar brevemente a su marido en su agonía; también sus hijos, los
representantes del gobierno, sus médicos, sus amigos, algunos
sacerdotes ortodoxos que querían reconvertirlo a su fe, los
periodistas que informaban desde sus periódicos de la triste
pérdida y hasta el retratista que en muchas ocasiones le había
dibujado, y que acudió acompañado de su hijo menor, quien jamás
borraría aquellas escenas de su memoria. Este chiquillo, de diez
años, era, por cierto, un futuro premio Nobel de literatura: Borís
Pasternak, quien con los años habría de escribir Doctor
Zhívago.
Hasta pocas horas antes de morir, Tólstoi
repitió casi idénticas palabras:
—Iré a algún lugar. Que nadie me lo impida.
Dejadme en paz.
Cuando falleció, llevaba cuatro días sin
anotar nada en su diario. Nunca antes había pasado tanto tiempo sin
escribir. Esa mañana tañeron las campanas y la gente salió a la
calle a recordar a su escritor más querido. La policía había
prohibido a los ciudadanos acudir al entierro, la prensa tenía
prohibido publicar nada de su muerte, las iglesias habían cerrado
sus puertas para que nadie entrara en ellas a rezar por su alma.
Tólstoi estaba enemistado con el poder y había sido excomulgado
unos pocos años atrás. Sin embargo, la noticia de su muerte corrió
como un reguero de pólvora. En la calle reinaba un silencio
mortuorio, de duelo nacional. Hasta sus honras fúnebres llegaron
miles de personas, desde miembros de la familia imperial hasta
trabajadores muy pobres, por quienes tanto había luchado autor a lo
largo de su dilatada vida.
La existencia de uno de los literatos más
importantes de la novela rusa había sido larga y fructífera. Si es
cierto que para escribir lo único que es absolutamente necesario es
haber vivido lo suficiente, Tólstoi estaba destinado a ser uno de
los grandes. De momento, lo único que me equiparaba a él eran
mis
GANAS DE ESCAPAR
de Víctor. Las sentía a todas horas. Hasta
que me di cuenta de que se trataba de un sentimiento recíproco:
también él tenía ganas de perderme de vista. Lo demostraba
constantemente. Cada vez que invitaba a Irina a salir y se iba con
ella en el coche. Cada vez que le proponía salir a cenar fuera y me
preguntaba a mí, con aquel tono melifluo:
— ¿No te importará cenar solo esta noche,
hijo?
De hecho, a la única que le molestaba era a
Aurora.
—No me importa preparar cena sólo para uno,
pero tirar la comida es pecado.
Durante la semana que siguió al encuentro
familiar, Irina almorzó en nuestra casa todos los días. Le exponía
a mi padre sus dudas y sus proyectos, y él escuchaba con un interés
que parecía real. Víctor le hablaba de sus compositores favoritos
—Rachmáninov, Schubert, Shostakovich—, disfrutaba impartiendo sólo
para ella sus clases magistrales.
Irina picaba el anzuelo. Era una chica
excepcional, pero en eso demostró ser tan idiota como todas las
mujeres que habían tenido algo que ver con mi padre: también se
dejaba impresionar.
Las horas de estudio eran lo único que
continuaban siendo sagrado. Un intérprete debe cuidar eso tanto
como un atleta sus horas de entrenamiento. Víctor empezó a estudiar
por la tarde, después de la siesta, y no solía salir antes de las
ocho.
Era mi turno. Interrumpía a Irina en mitad
de su trabajo, lo sabía, pero no me importaba. Le entregaba los
libros leídos y me llevaba otros. Le hablaba de mis dos páginas
diarias en el cuaderno.
—Pero sigues sin dejarme leer nada —me
recriminaba—. Voy a tener que empezar a pensar que no escribes. Que
sólo dices que eres escritor para ligar más.
—Pues no ligo nada. Se lo lleva todo mi
padre.
Me lanzó una de esas miradas llenas de
significados y acarició mi mano.
—Te pareces mucho a tu padre —dijo.
Retiré la mano. Lo último que deseaba de
ella era ese tipo de caricias.
—Qué va. No me parezco nada. Si me
conocieras, lo sabrías.
Irina resolvió quedarse unos días más, por
lo menos hasta que terminara el mes de agosto. Respecto a la casa,
aún no había tomado una decisión.
—En mi familia ha habido ya varias casas
perdidas. Deshacerse de ésta y marcharse a Rusia sería una manera
de continuar con la tradición.
Calló un momento, recordando algo, y
añadió:
—Aunque esta vez no se perderían los
libros…
Quería preguntarle de qué libros estaba
hablando. No fue necesario.
—La biblioteca que mi bisabuelo Vasili tenía
en su casa de campo sí era magnífica. Diez mil volúmenes. Tuvo que
abandonarlos cuando huyó.
— ¿Qué pasó con los libros? —inquirí.
—-Jamás aparecieron. Ni siquiera en el
mercado negro. La casa, la destrozaron los revolucionarios.
En las muchas horas que pasamos en la
biblioteca, generalmente ella contándome historias de su familia o
de sus escritores rusos más admirados, nunca me atreví a decirle el
daño que me hacía cada vez que hablaba de marcharse, lo totalmente
incapaz que era de imaginar una vida en la que ella no estuviera.
Nunca le dije que la quería de verdad, como sólo tienen el
privilegio de querer unos pocos y sólo unas pocas veces en la vida.
Aún hoy estoy seguro de que nadie la habrá querido así.
—Si te marchas, me gustaría que me
escribieras —fue todo lo que se me ocurrió decir.
Escribir para retener lo que se nos escapa
de las manos. Porque mucho más triste que lo que no se puede
conseguir es lo que no se puede retener. Por eso decidí que debía
escribir las historias que me contaba Irina. Empezando por la de
Iván Serguéievich Turguéniev y su amor tan idiota como el mío. Y
prosiguiendo por nuestra propia historia, aquella de los encuentros
en la biblioteca, siempre con los libros como pretexto, siempre
pasando de puntillas por otras cuestiones que a los dos nos
hubieran hecho daño. Descubrirlo fue dar sentido a aquel verano:
tenía que retener aquellos encuentros, aquellas historias
increíbles, casi todas tristes como ella y como yo; retener los
ojos grises de Irina, sus mechones de cabello cayendo sobre su
frente cuando trabajaba, los acordes del violín de Víctor como
inevitable música de fondo a mis sentimientos.
Ya que no podía retenerla, iba a retener lo
mejor que me había dejado. Me empujaban unas ganas intensas de
escribir. Era la primera vez que las sentía.
Aquella noche también hubo tormenta. Víctor
no durmió en casa. Por la mañana, nada más levantarme, decidí
telefonear a
MI MADRE
se disponía a salir cuando sonó el teléfono.
Laura la estaba esperando abajo, con sus dos hijos en el coche,
para ir juntas a la piscina. Aquella vez decidí emplearme a fondo
para conseguir mis propósitos.
—Últimamente no me encuentro demasiado bien
y me gustaría que vinieras —dije.
— ¿Y tu padre?
—No está casi nunca.
— ¿Y dónde está?
—Por ahí. A veces le echa una mano a la
vecina. Se ha muerto su abuela.
— ¿Qué edad tiene la vecina, hijo?
—Veinte.
En aquella pausa podría haber contado uno
por uno los años de Irina.
—Entiendo. Déjame hablar con Laura, ¿de
acuerdo? ¿Hay sitio ahí para nosotras dos y para sus hijos?
—De sobra.
No me importaba haber jugado sucio. Lo único
que me importaba era saber qué cara iba a poner Víctor cuando viera
a mamá aparecer por la puerta. Ni siquiera pensé en Irina.
La proximidad entre las personas es un
misterio. No creo que exista nadie capaz de explicar cómo surge ni
por qué motivo. En aquellos días, Irina terminó su traducción, pero
no parecía contenta.
—Sólo me queda una última revisión y estará
lista. ¿Te apetece leerme, aunque sea en las palabras que escribió
otro?
—Claro que sí. ¿Y qué vas a hacer ahora?
¿Vas a empezar a traducir otra novela? —pregunté.
—Voy a empaquetar los libros de la
biblioteca. Me los llevo.
— ¿Adónde?
—Aún no lo sé.
Me ofrecí a ayudarla. No contestó. A sus
ojos les faltaba el brillo de otras veces. Su silencio era más
interrogativo que nunca. Estaba esperando a mi padre para ir a
cenar, como casi todos los días últimamente.
—Dijiste que Víctor había tenido muchas
novias, ¿verdad?
—Sí, algunas. Qué más da.
—Me gustaría saber qué pasó con ellas. Si no
te importa hablar del asunto.
—Nada —contesté—. No pasó nunca nada. Se
marcharon.
Miraba por la ventana. Me pareció que tenía
ganas de llorar. Empecé a pensar que tal vez con mi presencia la
estaba molestando.
—Otro motivo para irme de aquí
—murmuró.
Me hubiera gustado abrazarla. Apartar los
mechones de su frente y besarla en todas partes. En los ojos, en
los labios, en las manos, en el cuello. Ojalá todo eso hubiera
servido de algo. Ojalá hubiera tenido alguna influencia sobre
ella.
—Mis padres nunca han hablado en serio de
separarse —dije—. Creo que ni siquiera esta vez.
Adiviné que ésa era la información que ella
deseaba saber. Aunque no fuera la que quería oír.
—Entonces no hay solución —dijo.
La mayoría de la gente considera
irresolubles los problemas cuya solución no les satisface. La sentí
lejana por primera vez.
—No quiero que Víctor te haga daño
—dije.
Sonrió con infinita tristeza mientras me
acariciaba el pelo, ladeándome el flequillo. Exactamente el mismo
gesto que hace mi madre. Lo peor que podía haber hecho.
—Claro que no, Sashénka. Te lo prometo
—dijo, intentando sonreír.
Me olvidé de los libros. Aquel día, me
marché con las manos vacías y el corazón cargado de plomo. Menos
mal que no me crucé con Víctor. Ni con nadie. Me encerré en mi
cuarto, me senté frente a la ventana, abrí el cuaderno, observé a
mi padre en su recorrido hasta la casa vecina, intenté imaginar la
escena que iba a tener lugar en la biblioteca y deposité el anillo
frente a mí. Mi talismán, mi amuleto. El faro que, una noche más,
había de guiarme en mi escritura a ciegas. Antes de empezar me hice
una firme promesa, muchas veces repetida:
—Mañana le devuelvo el anillo. De mañana
no
PUEDE PASAR
que la historia de un desconocido te
recuerde tu propia vida en muchos aspectos. Antón Chéjov sentía
hacia su padre una profunda antipatía, sufría de tuberculosis —en
su tiempo una enfermedad incurable, que lo mató a los 44 años— y
escribió sus primeros textos a una edad muy temprana, apenas recién
salido de la adolescencia. Lo hizo, por cierto, porque necesitaba
dinero y había semanarios satíricos dispuestos a publicar casi
cualquier cosa. El propio Chéjov se arrepentiría luego de muchos de
los cuentos que había escrito con prisa, sin mucho cuidado, y
publicado bajo el seudónimo de Antosha Chejonté.
Antón Chéjov tenía necesidad de ganar
dinero. Él fue el primer escritor de su generación cuyos orígenes
eran humildes, los más humildes que se podían tener en Rusia: su
abuelo había sido siervo, uno de esos siervos adscritos a la tierra
que eran adquiridos y vendidos como simples cosas y que no poseían
derecho alguno. Sin embargo, logró ahorrar lo suficiente para
comprar su propia libertad y la de toda su familia. Es fácil, en
estas circunstancias, saber cuánto valía la vida de un hombre: el
abuelo del escritor pagó a sus señores 700 rublos por cabeza. El
padre de Chéjov abrió una tienda de comestibles en el lugar donde
nacieron sus hijos, Taganrog, una de las ciudades importantes del
mar de Azov, cerca de Crimea. En pocos años se arruinó y la familia
tuvo que emigrar a Moscú. Todos menos Antón, que siempre disfrutó
siendo un espíritu libre. O, lo que es lo mismo: un
solitario.
Una de las mejores historias de su vida
tiene que ver con una gaviota muy especial. Precisamente así, La
gaviota, se llama una de sus obras de teatro más conocidas. Las
obras de Chéjov son hoy representadas en todo el mundo y su nombre
se considera como uno de los más importantes del teatro moderno. En
su tiempo, en cambio, no siempre gozó de un éxito similar. Tanto
sus relatos como sus obras teatrales fueron a menudo mal recibidos,
como ha pasado siempre con las obras literarias distintas a las
modas de su tiempo y en cierto modo avanzadas a su época.
Sencillamente, el público y los lectores no estaban aún preparados
para recibirlas. Tampoco lo estaban algunos de los escritores más
afamados de su época, como Tólstoi, quien una vez dijo del teatro
de Chéjov:
—Ya sabe usted que Shakespeare no me gusta.
Pero su teatro, querido Antón, es todavía peor. No vale
absolutamente nada.
La Gaviota se estrenó en el teatro
Aleksandrinski de San Petersburgo el 17 de octubre de 1896. Fue un
rotundo fracaso. El público rio durante las escenas dramáticas, se
burló de los actores y de las situaciones, pataleó y silbó casi
todo el tiempo. Chéjov estaba en la sala, pero al final de la
función no se atrevió a salir al escenario a saludar. Estaba tan
trastornado que caminó sin rumbo fijo por las heladas calles de San
Petersburgo hasta el amanecer. Al día siguiente le escribió una
carta a un amigo donde decía, con firmeza: «Nunca más volveré a
escribir o a representar una obra de teatro».
En la obra de Chéjov aparece una gaviota
muerta. La trae Trepliov, uno de los personajes —aspirante a
escritor, por cierto—, y la deposita en mitad del escenario
mientras le dice a Nina, una joven que aspira a ser actriz, que se
arrepiente de haber cometido la infamia de matarla. Es sólo un dato
curioso, pero es muy probable que Chéjov fuera el primer escritor
europeo preocupado por la ecología. Y no sólo por esta
escena.
Por fortuna, Chéjov olvidó las terribles
palabras que le había escrito a su amigo. Sólo dos años después, el
Teatro de Arte de Moscú decidió representar La gaviota. El escritor
empezó a acudir a los ensayos. Para el papel protagonista se había
elegido a Olga Knipper, una actriz de ascendencia alemana. Chéjov
se enamoró de ella nada más verla. Era inteligente y expresiva.
Tenía 30 años. El dramaturgo, 38. Trabajaron juntos durante los
ensayos. Olga interpretaba a la protagonista, la frívola y coqueta
actriz Arkádina. Al mismo tiempo, iniciaron una relación
sentimental que Chéjov deseaba mantener en secreto. Sólo unos años
antes, en otra carta a su amigo, hablaba de su miedo a
comprometerse con una mujer: «Estaría dispuesto a casarme si me
encuentras una esposa que, como la luna, no esté siempre en mi
horizonte. Ella en Moscú, yo en el campo». Olga Knipper, como se
vería muy pronto, era su mujer ideal.
El estreno en Moscú de La gaviota fue todo
un éxito. Lo peor fue que Chéjov no estaba allí para verlo, para
olvidar el desastre de San Petersburgo. Después de esta primera
vez, se representó en muchas otras ocasiones, hasta convertirse en
un símbolo. Cualquiera que hoy en día acuda a una representación en
el Teatro de Arte de Moscú apreciará que una gaviota decora los
cortinajes y el telón.
El pobre Chéjov no tuvo suerte con los
estrenos de sus obras. Siempre que el público le abucheó, él estaba
allí, sentado en uno de los palcos. Los éxitos, en cambio,
sucedieron en su ausencia, cuando pasaba largas temporadas alejado
de Moscú por culpa de su enfermedad, que se agravaba día a día. Sin
embargo, hubo una excepción: el estreno de El huerto de los
cerezos, su última obra. Fue en el mismo año en que murió, 1904.
Para entonces, el dramaturgo ya era un hombre casado. Olga Knipper
se había salido con la suya. Después de mucho insistir, Chéjov le
escribió una carta en la que le aseguraba: «Si me prometes que en
Moscú nadie se enterará de nuestra boda hasta que se haya
celebrado, me casaré contigo el mismo día de mi llegada».
Y así fue. Se casaron el 25 de mayo de 1901,
casi sin testigos. Olga Knipper era la esposa que él deseaba:
viajaba sin cesar de una capital a otra con la compañía de teatro y
le dejaba a él tiempo para escribir y restablecerse de sus males.
En las ausencias de Olga, Chéjov escribía sin descanso: un relato
tras otro, cientos de cartas y su última obra teatral, El huerto de
los cerezos, que había de ser una comedia pero que, poco a poco, se
le fue transformando en tragedia. Tal vez porque contaba una
realidad: la desaparición de los terratenientes rusos. La familia
protagonista debe vender su casa, y también el resto de la finca de
su propiedad, incluido un huerto con cerezos que simboliza todo lo
bueno de tiempos pasados. La obra termina con un mensaje claro de
un mundo condenado a muerte: el sonido de un hacha talando los
árboles, uno por uno, mientras la familia abandona la casa.
Su estreno en Moscú, el día que su autor
cumplía 44 años, fue un acontecimiento. Por una vez, Chéjov estaba
en la sala. Subió al escenario y saludó a su público, que le
aplaudía con entusiasmo. Estaba débil y pálido. Alguien, desde la
platea, le animó a sentarse y descansar. Sacaron para él un sillón
al escenario, y Chéjov acabó de recibir el alud de aplausos
cómodamente instalado. No me resulta difícil imaginar, mientras
todo eso ocurría, a Chéjov, abrumado, pensando en qué decir para
agradecer tanto cariño. Un escritor
EN BUSCA DE PALABRAS
con que agrandar la
herida transcurrirá esta noche inacabable y oscura.
Un solo pensamiento de
mi alma perdura: me alumbrará tu luz a lo largo de esta
vida.
Nunca he entendido por qué Tólstoi no
inventó para Anna Karénína un final feliz. Su muerte fue una de las
mayores tragedias de mi adolescencia.
—No me gusta cómo acaba —dije a Irina cuando
se la devolví—. Parece que Tólstoi me quiera convencer de que el
campo es un paraíso y la ciudad un infierno, menuda tontería.
La historia de las tres familias
protagonistas, y todos sus líos de culebrón, me había apartado del
mundo durante casi cuarenta y ocho horas. Mis ojeras denotaban que
también durante las noches.
—En cambio, se le ha criticado mucho a
Tólstoi que, al parecer, ni él mismo sabía cuándo empieza su
historia, ¿no te has fijado? —dijo ella.
No entendí de qué estaba hablando.
—El día en que empieza la acción. Parece que
fuera viernes, porque ese es el día en que el relojero acude a dar
cuerda a los relojes de los Oblonski. Pero también es jueves,
porque se dice en la conversación entre Kitty y la madre de Lyovin,
en la pista de patinaje. Es curioso, ¿verdad? ¿Tú qué
piensas?
—Que nadie es perfecto. Ni siquiera Tólstoi
—repuse.
En los estantes de la biblioteca ya sólo
quedaba polvo añejo. El suelo estaba sembrado de cajas. Sólo un par
de anaqueles sobrevivían.
—He dejado ahí los libros en español. Todos
los demás están preparados. Son unos libros muy viajeros. Antes de
irme, te contaré también esa historia.
No me atreví a preguntar cuándo pensaba
irse. No quería verla marchar. Prefería descubrir su ausencia una
mañana cualquiera. Cogió el libro de Tólstoi y lo dejó junto a los
otros.
—La verdad es que Tólstoi a veces se pone un
poco pesadito —añadió.
— ¿Cuándo te vas?
Existen dos categorías de personas: las que
preguntan y las que responden. Irma y yo en la biblioteca. Mi padre
la noche anterior, llamando a la puerta de mi cuarto. Mi madre,
recién llegada, besándome en la frente y escrutándolo todo con la
vista.
— ¿Por qué le has hablado a Irina de tu
madre y de mí? —inquirió la sombra de mi padre, recortada en el
marco de la puerta.
Yo estaba en el baño, lavándome los dientes.
Terminé de enjuagarme, cerré el grifo, guardé mis cosas y me volví
hacia el retrete para orinar. Víctor quedó exactamente a mi
espalda.
—Yo nunca hablo de vosotros.
—No me mientas.
Levantó la voz más de lo prudente. Pensé que
no merecía la pena contestarle. Sobre el blanco del inodoro, se
dibujaba un camino ligeramente anaranjado.
—Te estás comportando como un niño,
Alejandro. Pensaba que podía confiar en ti.
Víctor nunca debería haber confiado en mí.
Yo no estaba de su parte. Pasé frente a él sin mirarle a los ojos y
cerré la puerta. Oyó cómo le daba una vuelta a la llave.
—Abre esa puerta ahora mismo —gritaba, fuera
de sí—. ¿No me oyes? Ábrela.
Se cansó y se fue. Sólo un rato después,
sonaban los acordes del violín y los grillos le servían de
acompañamiento. Abrí el libro que había preparado para esa noche:
El huerto de los cerezos, comedia en cuatro actos, la acción
transcurre en la finca de la señora Ranévskaya, es por la mañana de
un día del mes de mayo, los cerezos están en flor, aún hace frío y
el jardín está escarchado. No pude leer más. Una voz me llamaba
desde abajo, entre susurros. Antes de asomarme ya sabía que era
Irina.
— ¿Te apetece salir un rato? Necesito hablar
—dijo.
Abandoné a Chéjov sobre la cama. Víctor
estaba muy ocupado para darse cuenta de mi fuga. Nada más reunirme
con ella, Irina dijo algo que me sorprendió:
—No quería que me oyera tu padre. No tengo
ganas de verle.
Aquella noche, tampoco le devolví el anillo.
Sin embargo, ocurrió algo importante: al regresar a mi habitación,
varias horas más tarde, garabateé cuatro versos apresurados en mi
cuaderno. Fueron los primeros que, cuando los releí, no me
avergonzaron. Tal vez porque eran lo más cierto que había escrito
hasta aquel momento. También eran muy tristes.
Aquella noche, Alexander Victorovich
Ramírez, se convirtió en poeta en arte mayor. Lo que Irina tenía
que decirme me convirtió en
OTRA PERSONA
habría actuado de otro modo, pero yo estaba
loco por Irina. Nos sentamos entre las cajas de la biblioteca del
abuelo Dmitri, en el suelo, sin encender las luces. La escasa
claridad de la luna filtrada por los cristales del ventanal no nos
bastaba para vernos las caras. Era mejor así: la oscuridad ampara
mucho mejor las confidencias.
—Es el mayor error de mi vida, pero le
quiero —dijo—. Cuando pienso en él siento que me falta el aire. Qué
tontería. ¿No me dices nada?
No se me ocurría nada que decir, salvo que
yo sentía lo mismo cada vez que pensaba en ella. Hubiera puesto por
escrito sus palabras y las habría firmado.
—No debería contarte todo esto precisamente
a ti —añadió—. Otra vez me estoy equivocando, ¿ves? Soy una experta
en meter la pata.
Tanteé la oscuridad hasta sentarme a su
lado. Apoyábamos la espalda contra uno de los anaqueles. Pasé mi
brazo por sus hombros. Era la primera vez que la sentía tan
cerca.
—Por si te sirve de algo: éste es el mejor
momento de mi vida.
Me arrepentí al instante de haber dicho algo
tan estúpido: ella sufría y para mí era un momento único. Apoyó la
cabeza en mi hombro. Su aliento acariciaba mi cuello y me erizaba
la piel; sus lágrimas mojaron mi hombro.
—Necesitaba hablar con alguien. No podía más
—se justificó.
—Por favor, no llores.
Le acaricié las mejillas para borrar el
rastro de aquella tristeza que también a mí me partía el corazón.
Las lágrimas, como el amor, aspiran a ser recíprocas.
—No llores, Irina. No soporto verte llorar
así.
La abracé más fuerte y permanecimos así
mucho rato, compartiendo el silencio. De vez en cuando, ella
suspiraba y yo apartaba de su frente un mechón de pelo.
—Estos días he leído una novelita de
Dostoyevski que parece escrita para mí —dijo al cabo de mucho
rato—. Se llama Noches blancas. Describe muy bien la locura de
enamorarse de la persona equivocada. El amor parece cosa sabida
cuando lo lees en un libro. Cuando te enamoras ves con tus propios
ojos que nadie puede aconsejarte, que tienes que decidir por tu
cuenta. Ojalá tu padre fuera como tú, Sanya. Ojalá fueras tú.
— ¿Sanya?
—Sanya es lo más cariñoso que se le puede
llamar a un Alejandro.
—Ah, vaya. Pues gracias. Nunca había tenido
tantos nombres. ¿Y tú? ¿No tienes diminutivo?
—Mi padre solía llamarme Irinushka.
—Irinushka… —repetí—. No está mal.
Las palabras no nos hicieron falta hasta
muchas horas después. Nos quedamos quietos como estatuas. O tal vez
nos dormimos durante un rato. Fue Irina quien abrió los ojos y se
dio cuenta de que la oscuridad del cielo empezaba a diluirse en los
primeros azules del amanecer.
—Será mejor que nos vayamos a dormir
—dijo.
Me desentumecí y recorrí el camino hasta la
puerta con la seguridad de un ciego. El llanto y el sueño la hacían
parecer una niña.
Había muchas estrellas en el cielo.
— ¿Sabes lo que dicen en Rusia? Que Dios
hace añicos la Luna para hacer con ella estrellas. Me lo contaba mi
abuela cuando era niña.
Pareció recordar algo.
— ¿Quieres saber lo que habría opinado de
esto mi abuela, si estuviera viva? —añadió, apoyándose en la puerta
entreabierta.
Hacía frío fuera.
—Era una mujer muy supersticiosa. Creía que
al diablo le gusta pasear cerca del agua y meterse en los libros
que alguien se olvidó de cerrar. Estaba convencida de que las setas
no crecen cuando las mira un humano. Le temía al trueno, a los
pelirrojos, a los gatos negros y a no sé cuántas cosas más. Nada de
todo eso es muy extraño en una rusa como ella, de la vieja estirpe:
creyente, devota, amiga de predicciones… ¿Te extraña todo esto de
mi abuela?
Nada podía extrañarme de Liudmila
Vasílievna. Apenas la había conocido.
— ¿Sabes lo que habría opinado ella de todo
esto? —repitió Irina— Que todo me pasa porque he perdido el
anillo.
«Anillo»: una palabra con el poder de
disparar los latidos de mi corazón.
— ¿Qué anillo? —disimulé.
Me quedé helado mientras Irina, con su
particular don, me contaba la historia de un talismán que había
llegado a su familia después de pertenecer a grandes hombres desde
hacía más de dos siglos. Un anillo con un poder sensacional: el de
librar a su portador del mal amor.
—Y yo lo he perdido, soy un desastre
—concluyó—. Menos mal que mi abuela no puede verlo. Hubiera sido la
peor noticia de su vida
DESPUÉS DE LA REVOLUCIÓN
de 1917, en que los bolcheviques
destituyeron y asesinaron a los zares de Rusia, empezó la etapa
socialista. Las ideas de Marx y los sueños de Lenin crearon una
nación única: la URSS, que se mantuvo durante más de ochenta años,
hasta su disolución en 1991. Sin embargo, lo que debía ser un sueño
realizado —la equiparación de los derechos de todos los ciudadanos,
la abolición de los privilegios que sólo favorecían a los más
ricos, y hasta la desaparición total del dinero— se convirtió en un
infierno en manos de uno de los dictadores más irracionales y
sanguinarios de la historia: se llamaba Iósiv Visariónovich
Dzhugashvili. Gobernó, despótico como un zar, entre 1924 y 1953,
pero lo peor empezó en 1930. Se le conoció como Stalin.
Stalin cometió el peor de los pecados que
puede cometer alguien cuando cree en una idea: querer imponerla a
los demás. Apoyó a quienes le dieron la razón e hizo desaparecer a
quienes no estuvieron de su parte. Dictó las normas que debían
regir a toda la sociedad, también a la cultura y el arte. Decidió
sobre qué debían escribir los escritores, qué temas estaban
permitidos y cuáles prohibidos. Estableció una censura que
supervisó y juzgó el trabajo de los intelectuales. Los que no
siguieron sus normas, fueron silenciados. Unos dos mil escritores
fueron detenidos en ese período. Un coche llegaba por la noche y se
los llevaba de su casa, muchas veces para siempre. Junto a ellos,
la policía requisaba todas sus obras: los originales, los libros
publicados, los manuscritos… Después de interrogatorios inhumanos,
muchos fueron encarcelados sin saber por qué ni hasta cuándo. Unos
mil quinientos murieron en las prisiones, en los campos de trabajo
o frente al pelotón de fusilamiento. Osip Maldelstam, Isaac Babel,
Borís Pilniak. Otros, se suicidaron. No pudieron soportar la
situación por más tiempo. A los que dejaron en libertad, les
privaron de su vida anterior: les prohibieron publicar, asesinaron
a su familia, les mataron de hambre. La vida de los escritores que
resistieron a esta situación sin salir de Rusia es una crónica de
sucesos terribles. Unos pocos vivieron para contarlo, y lo hicieron
con toda la verdad, conmocionando al mundo. Aunque tal vez nunca se
sepa a ciencia cierta a cuánta gente condenó a muerte el «camarada»
Stalin. A cuántos escritores. Cuántos libros no están en nuestras
bibliotecas por su culpa. Cómo habría cambiado nuestras vidas la
lectura de esos libros que jamás conoceremos. Cómo habría cambiado
el mundo si una sola de esas personas no hubiera muerto.
En 1988, un crítico y escritor llamado
Vitali Shentalinski llamó la atención de la opinión pública rusa
acerca de la gran cantidad de manuscritos que dormían en los
archivos de la policía de Stalin, el llamado KGB. Todos ellos
estaban guardados en cajas sobre las que alguien había escrito dos
palabras: «Estrictamente confidencial». Gracias al trabajo, que
todavía continúa, de ese hombre, muchas novelas, obras de teatro o
libros de poemas pudieron llegar a manos de los editores. Hoy, los
lectores los disfrutamos. Sus autores murieron, en parte, porque
los escribieron. Hoy vuelven a vivir porque alguien ha rescatado
sus palabras.
Marina Tsvietáieva fue una de ellos. Mujer
liberal, de clase alta, poetisa, espíritu libre y esposa de un
soldado de la guardia del zar. Viajó con bastante regularidad en la
primera época de su vida. El exilio de su marido, Serguéi Efron, la
llevó al extranjero. Al regresar a Rusia con su familia, en el año
39, su marido y su hija Ariadna fueron detenidos. Serguéi fue
condenado a muerte sin juicio previo y ajusticiado en algún lugar
de la ciudad de Moscú, junto con otros 135 prisioneros. Luego, se
le enterró en una fosa común que nunca se ha encontrado. Ariadna
tuvo más suerte: fue condenada a ocho años de trabajos forzados.
Marina y su hijo Gueorgui, de 16 años, permanecieron en Moscú, en
condiciones de extrema pobreza. Llegó la guerra mundial y los
alemanes invadieron Rusia. En 1941, después de pasar meses en la
miseria, de conocer el hambre, dejar de escribir y hasta solicitar
trabajo como lavaplatos, Marina se ahorcó en un cuartucho
alquilado. No había cumplido los 50 años. Poco antes, escribía a
una amiga una carta sincera y terrible: «Por mi naturaleza, soy muy
alegre. Necesitaba muy poco para ser feliz. Mi mesa. La salud de
los míos. Cualquier clima. Toda la libertad. Y nada más. Pero
obtener a este precio esta mísera libertad, no sólo es cruel, es
estúpido. Me avergüenzo de estar viva todavía. Así deben sentirse
las ancianas centenarias (las inteligentes)». Después de su muerte,
Gueorgui fue enviado a un hospicio, y luego se ofreció como
voluntario para combatir en el frente, donde le mataron.
De toda la familia, sólo Ariadna, a quien su
madre llamaba Alia, sobrevivió. Terminó de cumplir su condena en
1948, pero pocos meses después fue arrestada de nuevo y condenada
al exilio de por vida, en una región atroz llamada Krasnoiarsk, en
la Siberia boreal. Sólo la muerte de Stalin la liberó, en 1955. Y
sólo ella logró liberar la voz de su madre.
Antes de regresar a la capital, Ariadna
escribió a todos los amigos o familiares de Marina que quedaban con
vida: escritores, editores, críticos. A todos les formulaba la
misma pregunta:
— ¿Tienes alguna noticia, la que sea, de
dónde pueden estar los papeles de mi madre?
Costó mucho trabajo reunirlos todos. Los
tenían los amigos de Marina, o quienes fueron sus amigos y luego le
volvieron la espalda por miedo a que esa relación les
comprometiera. Ariadna fue a visitarlos, uno por uno. También
acudió a un instituto literario de Suiza donde sabía que su madre
había dejado algunas carpetas con obras que, en su momento, podían
costarle la vida. Viajó a Moscú, a Berlín, a Praga, a París…
Encontró los textos que Marina publicó en revistas extranjeras
durante su etapa de exiliada, localizó ediciones inencontrables,
periódicos que habían desaparecido hacía años. Así, gracias a la
constancia y el tesón de un trabajo duro que se prolongó durante
los veinte años que le quedaban de vida, Ariadna salvaguardó para
siempre la obra de la que, para muchos, es la mejor poetisa de su
tiempo. Antes de morir, Ariadna escribió un libro biográfico sobre
su madre. También recopiló las cartas que pudo encontrar —que
fueron muchas, gracias a su magnífico esfuerzo— y entregó a un
instituto de literatura soviético algunas carpetas con material,
bajo la promesa de que no serían abiertas ni publicadas antes del
año 2000. Ariadna Efron Tsvetáieva murió en el año 1975. Todos los
que alguna vez hemos leído a su madre, o quienes la leerán alguna
vez, tenemos mucho que agradecerle.
Gracias a ella, la memoria de Marina no
corrió la misma suerte que la de algunos de sus colegas, no fue
frágil como
EL CRISTAL
de los sueños se resquebraja a veces por
culpa nuestra, sin llegar a romperse. En eso pensaba mientras
regresaba a casa, después de pasar la noche con Irina y no haberme
atrevido siquiera a besarla en la mejilla.
Víctor estaba sentado a la mesa de la
cocina, tomando una taza de café negro.
— ¿Cómo está mi artista incomprendido? ¿Se
encuentra su Excelencia en buen estado de salud esta mañana?
—preguntó, con todo su cinismo.
—Estoy cansado —contesté.
Mi intención era acostarme, aunque fuera
sólo por un rato. Él tenía otros planes.
— ¿De dónde vienes?
No respondí. Me detuve, confiando en que el
interrogatorio fuera sólo un trámite. De nuevo, me equivoqué.
—Te he hecho una pregunta.
—No te importa —dije, sabedor de que ése era
el tipo de respuestas que le hacía enfurecer.
— ¿Has dormido en casa de Irina?
Podría decirse así, en honor a la
verdad.
—Si ya sabes la respuesta, ¿para qué
preguntas? —le reté.
Empecé a subir la escalera.
—Alejandro, ven aquí. Te estoy hablando
—vociferó—. Te he hecho una pregunta.
—No es asunto tuyo —dije.
— ¿Has dormido allí? ¿Has estado con ella
toda la noche? Dime.
Me sentía agotado. No por la noche pasada.
Ni siquiera por mi enfermedad. Más bien por la situación.
— ¿Qué más te da dónde he estado? Déjame en
paz.
Esta vez comencé a subir la escalera sin
ningún ánimo de detenerme.
—No vinimos aquí para que persigas a la
primera tía buena que se te ponga por delante. Se supone que tienes
que descansar.
— ¿Y qué se supone que debes hacer tú? ¿O tú
sí viniste a perseguir tías buenas?
Aquello le sacó de quicio.
—Alejandro, no te tolero ese tono. Me debes
un respeto.
Víctor estaba en lo cierto: aquella era la
clave de nuestra relación. Hacía demasiado tiempo que yo había
dejado de respetarle.
—El respeto se lo gana cada uno —dije, sin
detenerme, dándole la espalda.
Dormí un rato. Me desperté sobresaltado al
escuchar el ruido de un motor y vi alejarse, entre un nubarrón de
polvo, el coche rojo de Víctor. Si el camino hubiera estado
asfaltado, se habría oído el chirriar de los neumáticos. Era su
particular forma de acabar con las tensiones. Me eché de nuevo,
pero no logré conciliar el sueño. Decidí regresar al abandonado
Chéjov, y pasé las siguientes dos horas inmerso en la casa de la
señora Ranévskaya, hasta que un criado, viendo cómo todos se han
marchado ya, proclama, mirando a su alrededor, «ya no te quedan
fuerzas, ya no te queda nada» y el silencio se interrumpe por el
sonido de un hacha talando los árboles del huerto.
A la primera que escuché fue a Laurita, la
hija mayor de Laura. Salía del coche llamándome a todo
pulmón.
—Alejaaaaaaandro. Hoooooolaaaa,
Alejaaaandro.
Nacho corría detrás de su hermana, moviendo
los brazos como las aspas de un molino.
Salí a la ventana y saludé con la mano. A
mamá se la veía cansada. También estaba más delgada. Más guapa.
Incluso parecía más joven.
—No tienes buen aspecto —fue lo primero que
dijo al verme, poniéndome la mano en la frente.
—Yo también me alegro de verte, mamá
—bromeé.
Mamá lo miraba todo como lo habría hecho un
miembro de la policía científica.
Laura me saludó con un par de besos en las
mejillas. Tenía la piel tostada por el sol.
—Hola, Álex. Qué alto estás, por Dios
—exclamó.
—A mí también me parece que has dado un
estirón en estos días —observó mamá—, ¿te has medido?
El cambio más importante que se había
operado en mí aquellos días no era visible a los ojos. No quería
hablar de ello delante de Laura.
Almorzamos enseguida. Traían tarteras con
comida para un regimiento: arroz, macarrones, lomo empanado y tarta
de queso. Aurora había dejado en la cocina unos filetes de
emperador a la plancha y unas patatas. Lo compartimos todo sobre la
mesa de la cocina. Laurita y Nacho comieron como si llevaran
semanas sin hacerlo. Luego, les entró sueño. Les ofrecí mi
cama.
—Yo también me echaré un rato —dijo Laura—,
así os dejo a solas.
La acompañé hasta el cuarto de Víctor.
La casa quedó en ese silencio lento de la
hora de la siesta. Una hora perfecta para charlar.
— ¿Se puede saber dónde está tu padre?
—preguntó mamá.
—Se ha enfadado conmigo.
La expresión de contrariedad de mi madre me
daba la razón en silencio.
—Qué irresponsabilidad —susurró—. ¿Y tiene
motivos para estar enfadado?
—Puede. Yo también estoy enfadado con él.
Pero yo tengo la razón.
Arqueó las cejas, sorprendida.
—Te veo muy seguro —dijo.
—Lo estoy, mamá. Muy seguro.
Reconocí el sonido de los pasos de Irina
sobre el camino mucho antes de que llegara. Como siempre, traía un
libro consigo. Y también una disculpa por su comportamiento de la
noche anterior, aunque yo consideraba que no había nada que
disculpar. Se asomó a la puerta de la cocina. Desde allí no podía
ver a mi madre.
—Hola, Sashuk. No está tu padre, ¿verdad? No
quiero verle.
—No te preocupes, ha salido.
Si no hubiera hablado tan deprisa habría
podido advertirle que teníamos visita.
—Te he traído esto —dijo—. Es un poco
triste. Todo lo ruso es un poco triste.
Me entregó un libro: Un espíritu prisionero,
de Marina Tsvietáieva.
—También quería pedirte perdón por lo de
anoche. Qué vergüenza. Lo siento.
Aproveché una breve pausa para decirle que
no estábamos solos.
—Irina, está aquí mi madre. Pasa.
Se mostró reticente. Sabía que aquello era
una mala jugada para ella, pero no me quedaba otro remedio.
—Mejor me marcho —susurró, reculando un
poco.
Sin embargo, fue mamá la que se
adelantó.
—Así que tú eres la famosa Irina —saludó—.
Yo soy Blanca. Me alegro de conocerte.
Irina la besó en las mejillas y balbuceó un
saludo entrecortado.
—Yo también.
Hubo un cruce de miradas: era una de esas
situaciones en las que nadie sabe qué decir y todo el mundo tiene
ganas de marcharse, pero nadie lo hace. Fue Irina quien se decidió.
Le temblaban las manos y le brillaban los ojos como la noche
anterior cuando vino a buscarme.
—Encantada, Blanca. Tengo que irme. Sólo he
venido un momento a traer un libro a Sasha. Digo, a Alejandro
—repitió el ritual de los besos en las mejillas sin dejar de
mirarme, y se alejó a paso ligero en dirección a su casa.
—Es muy guapa —sentenció mi madre—. Tienes
buen gusto.
El resto de la conversación giró en torno a
mil asuntos distintos. La piscina, mi vocación de escritor, el
calor que hacía en la ciudad, el día que tenía que volver al médico
para que me hicieran una radiografía y hasta de Pacheco, el amigo
de mis padres. Todo en esa normalidad un poco impostada de quienes
quieren aparentar que todo va bien. Sólo cuando Laura ya se había
levantado, y mariposeaba por la cocina en busca de algo con que
prepararse un café, mi madre volvió a hablar del motivo que la
había traído hasta allí.
— ¿Estás seguro de que tu padre volverá a
dormir?
Le dije que sí, que siempre lo hacía. Que no
debía preocuparse.
— ¿Siempre? ¿Quieres decir que ya se ha
marchado otras veces? ¿Os habéis pasado los días enfadados el uno
con el otro?
—Bueno, más o menos.
Meditó un segundo. Laura nos miraba sin
vernos, sentada en los primeros escalones de la escalera, con la
taza humeante en la mano.
—Creo que vuestros problemas no me incumben,
en este caso. Debes resolverlos tú con tu padre, como yo intentaré
resolver los míos cuando llegue el momento.
Debo reconocer que aquella solución me
desconcertó. Tal vez porque esperaba que mi madre se pusiera de mi
parte.
—Empiezas a ser un hombre, Álex —añadió—.
Demuéstralo.
Se marcharon a última hora de la tarde.
Víctor no regresó hasta la madrugada. No sé cuál fue su reacción al
ver su cama deshecha y un montón de cacharros en el escurreplatos,
junto a la pila. Había otros rastros del paso de extraños por
nuestro espacio de hombres solos: el chupete de Nacho sobre el
banco rinconero. Una cinta de pelo rosa en el baño. Media docena de
dibujos infantiles sobre la mesa.
En uno de ellos, se veía una pareja muy
sonriente. Ella tenía los labios muy rojos y las piernas muy
largas. Él, un bigote tupido, una chaqueta oscura y una batuta en
la mano. Eran mamá y Pacheco.
Por la noche, en mi cuarto, Marina
Tsvietáieva, la propietaria de una de las biografías más tristes
que he conocido en mi vida, sumaba tristeza a mi tristeza con sus
versos:
Por todo lo que yo te
haya hecho, por todo, mi amor, perdón.
Ya las cosas, como en aquel huerto
inventado, estaban tocando a su fin. De ese modo lento,
imperceptible en que siempre terminan las mejores etapas de
LA VIDA
de un hombre o de una mujer puede resumirse
en unos pocos nombres propios. Vera. Dmitri. Tamara. Neonympha
dorothea. Cuatro nombres importantes en la vida de Vladimir Nabokov
quien fue, por encima de todo, un solitario.
Su esposa Vera Slónim. Una mujer reservada,
poco habladora, capaz de responder con rotundidad a una estupidez
dicha por un extraño. Fragilidad y dureza en un mismo ser. Lo que
suele llamarse una mujer con carácter. También culta: lectora,
traductora. La primera vez que vio a Nabokov fue como asistente a
una de sus conferencias en el círculo intelectual de emigrados de
Berlín, en 1923. Ambos provenían de familias nobles rusas. El padre
de Vera fundó una editorial en Alemania. Nabokov tradujo a
Dostoyevski para él y, a ratos perdidos, le retó al ajedrez. Se
casó con su hija en abril de 1925. En 1940 emigraron a Estados
Unidos, donde a él le esperaba una plaza de profesor de lengua y
literatura rusas en la Universidad. Vera fue su ayudante, su
lectora, su mecanógrafa, su bibliógrafa, su correctora de pruebas y
hasta la salvadora de algunos originales que él quería arrojar al
fuego, como los primeros capítulos de bolita, su novela más famosa.
Una vez muerto él, fue también la representante más inflexible y a
la vez más preocupada porque la obra de su marido alcanzara toda la
difusión que merecía. Igual que su único hijo, Dmitri, nacido en
Berlín en 1934, que ha dedicado su vida a ordenar, traducir y
editar la obra de su padre. Dmitri sigue viviendo en Estados Unidos
y aún no ha decidido nada acerca de la única cuestión sin resolver
que le dejaron sus progenitores en herencia: qué hacer con El
original de Luirá, la novela que su padre dejó a medio escribir
cuando murió. Las órdenes del escritor, que odiaba las obras
inacabadas y que era un maniático de la corrección —incluso seguía
corrigiendo obras ya publicadas—, dejó bien claro su voluntad: que
ese original incompleto fuera destruido. Sin embargo, son tantos
los investigadores de la obra de Nabokov para los cuales estudiar
esa última obra podría resultar muy valioso, que Vera no se atrevió
a deshacerse de él, pero tampoco lo publicó. Dmitri, casi quince
años después de la muerte de su madre, y más de veinticinco después
de la de su padre, sigue sin decidirse. El original de Laura sigue
inédita y durmiendo en un archivo.
Tamara. El segundo nombre propio de la lista
es inventado. En alguna de sus novelas, Nabokov también llamó
Mashenka a su primera novia. En realidad, se llamaba Valentina
Shulginá. Cuando se conocieron, ella tenía 15 años y él, 16. Su
historia de amor comenzó un verano. Él le prometió que se casarían
en cuanto terminaran la escuela. Ella le llamaba loco. El calor del
verano era propicio para sus pasiones. Luego llegó el invierno y el
frío de San Petersburgo. Se saltaban las clases para verse en
parques públicos cubiertos por la nieve. Demasiado frío, incluso
para el amor más apasionado. Se escondían en los museos. En el de
paleografía, el de historia de la imprenta, el del emperador
Alejandro III, el pedagógico, el de carruajes de la corte, el de
armaduras y tapices, el de mapas antiguos… En San Petersburgo hay
muchos museos, y cualquiera era bueno, porque en todos había
calefacción. También iban al Ermitage, donde descubrieron un cuarto
de escobas, escaleras y marcos sin lienzo en el que podían besarse
sin que nadie les llamara la atención. Aunque siempre les acababan
descubriendo, e incluso hubo guardias que amenazaron con avisar a
la policía si no se marchaban de inmediato.
Cuando la familia de Nabokov tuvo que
escapar de la Revolución y se desplazó al sur del país, Vladimir
perdió la pista de su novia. También la familia de ella tuvo que
huir, pero Tamara siguió escribiendo cartas a Vladimir casi todos
los días. Algunos criados de la familia, que viajaban al sur con la
correspondencia recibida en San Petersburgo, le llevaron cartas de
ella. Poco después ocurrió lo peor: los bolcheviques triunfaron y
los Nabokov se vieron obligados a huir en un barco carguero, en
dirección a Constantinopla. El barco se llamaba Nadezhda, que
significa «esperanza». Fue el último viaje de la embarcación,
hundida por los bombarderos alemanes en su siguiente salida.
Mientras la familia se alegraba de haber salvado la vida, Vladimir
sólo podía pensar en Tamara y en sus cartas, que seguirían llegando
durante semanas, quizá meses, sin que nadie las recogiera. Nabokov
nunca más volvió a saber de ella ni jamás regresó a su país. Unos
pocos años más tarde, escribió uno de sus primeros relatos,
titulado Una carta que nunca llegó a Rusia, que empezaba así: «Mi
adorable, mi muy querida y lejana, me imagino que no habrás
olvidado nada en los más de ocho años que dura ya nuestra
separación, si es que aún consigues recordar a aquel guarda canoso
con su librea azul que ni se molestaba en miramos cuando hacíamos
novillos para encontramos en aquellas mañanas heladas de San
Petersburgo».
Neonympha dorothea, el último nombre de esta
breve lista, es una mariposa. A los siete años, Nabokov encontró en
el desván del palacio de la familia, en San Petersburgo, varios
libros alemanes sobre mariposas. Habían pertenecido a su abuelo.
Los leyó con avidez. Eran antigüedades, reliquias de bibliófilo
imposibles de conseguir. Guiado por el entusiasmo que le
produjeron, Nabokov empezó poco después a cazar mariposas y a
compararlas con los dibujos de sus libros. Siguió leyendo: revistas
especializadas, manuales ingleses. Empezó a dominar el vocabulario
de los entomólogos y lepidopteristas. Se atrevió a utilizarlo. A
los nueve años, cazó en su finca un ejemplar que le pareció
desconocido. Lo llevó a la Universidad. Allí descubrió que se había
equivocado y también que existían especies de mariposas que jamás
podría encontrar en Rusia. Empezó a acariciar la idea de viajar a
otros países, a otros continentes, con la finalidad de ver y cazar
a sus animales favoritos.
Una vez le dijo a un entrevistador: «Yo no
elegí a las mariposas. Ellas me eligieron a mí».
Con los años, sus sueños se fueron
cumpliendo: cazó mariposas en diversos continentes. En una ocasión
llegó con su cazamariposas muy cerca de la frontera española: hasta
Perpiñán. Escribió algunos estudios sobre lepidópteros, tan
rigurosos que se publicaron en prestigiosas revistas científicas.
Incluso llegó a descubrir varias especies. Una de ellas, oriunda de
California, incluso lleva su nombre: Eupithecia nabokovi. Aunque la
primera fue muy especial: en 1942, Nabokov y su mujer debían viajar
a Standford, donde el escritor ofrecería una lectura de su obra.
Una empleada de la Biblioteca Pública de Nueva York, llamada
Dorothy Leuthold, se ofreció a llevarles hasta Standford en su
coche. La pareja aprovechó esa escapada para visitar el Gran Cañón,
y fue allí donde, de manera casual, Nabokov observó y capturó una
mariposa que le pareció diferente. Cuando la estudió más a fondo, y
vio que, realmente, se trataba de una nueva subespecie, la bautizó
en honor a Dorotea, la mujer que tan amablemente se había ofrecido
a acompañarles: Neonympha dorothea.
Años más tarde dio un paso más y en una de
sus novelas se atrevió a inventar especies que nunca habían
existido: la Colias verae, la Verina raduga o la Verína verae.
Todas las mariposas ficticias tienen un detalle en común: un nombre
que siempre rinde homenaje a Vera, la mujer de su vida. Verina
raduga, por ejemplo, significa en ruso «el arco iris de Vera». En
las dedicatorias que le escribió a su esposa le gustaba dibujar sus
mariposas imaginarias y pintarlas con lápices de colores. Son
preciosas. Los libros que las contienen son buscados por
bibliófilos de todo el mundo, y han alcanzado precios muy elevados
en algunas subastas. Nunca hubiera podido imaginar su creador que
una mariposa que nunca fue real pudiera cotizarse tanto.
Aunque puede que no se hubiera sorprendido
demasiado.
Después de todo, la imaginación es una forma
de memoria, solía
RECORDAR
la última vez que conversé con Irina en la
biblioteca todavía me produce desasosiego. Me impresionó ver todos
los muebles cubiertos con sábanas. No me atreví a preguntar cuándo
se marchaba. Era evidente que pronto.
—Te he traído un regalo —anuncié.
Puse en sus manos mi cuaderno, repleto de
mis notas, mis versos, mis primeros escritos. Después de todo,
siempre le había pertenecido.
—Sasha… Sanya… No sé qué decir. Nunca me
habían regalado algo tan especial.
Las cajas con los libros estaban cerradas y
etiquetadas. Listas para su viaje. Todos salvo los dos anaqueles
que yo podía leer.
—He pensado en dejar la llave a Aurora. Ella
te la entregará siempre que se la pidas, así podrás
continuar-leyendo. No quiero interrumpir tu formación. ¿Sabes? Hay
tres cosas que una mujer puede hacer por un escritor ruso. Puede
mantenerlo. Puede creer sinceramente en su genialidad. Y,
finalmente, puede dejarlo en paz. Yo puedo hacer las tres: te
mantengo con libros, creo en ti y te dejaré en paz pronto.
— ¿Yo soy un escritor ruso?
—Ah, Alejandro Victorovich, eso dependerá
directamente del volumen de lo que usted escriba. Cuando sus obras
superen los doce tomos, empezaré a considerarle un escritor
ruso.
Reímos, pero yo tenía ganas de llorar. No
quería que se marchara. Tampoco quería llorar. Nada de lo que me
salía en presencia de Irina se parecía a lo que deseaba
hacer.
—Me debes la historia de los libros viajeros
—le recordé, aferrándome a lo último que me quedaba.
—Tienes razón. La dejaremos para mañana,
para la próxima vez. Así nos aseguramos algo que decir.
No me habló de mi madre. No me habló de
Víctor. Me pidió que la acompañara al desván. Dijo que a ella le
daban miedo las ratas. A mí también, pero disimulé. Por fortuna,
entre las ropas raídas de Liudmila Vasílievna, los muebles y los
electrodomésticos olvidados entre capas de polvo, nada dio señales
de vida. Irina rescató de un rincón una maleta enorme. Una lluvia
de pequeños objetos se diseminó por el suelo mientras lo hacía:
marcos con fotografías, pisapapeles, zapatos viejos… aquel lugar
era un caos absoluto.
— ¿Qué voy a hacer con todo esto? —preguntó
ella, llevándose una mano a la frente y mirando a su alrededor, con
aire de impotencia.
— ¿Ya has decidido qué harás con la casa?
—inquirí.
—No creo que sea buen momento para
decisiones tan importantes —fue toda su respuesta.
— ¿Y Raskóltiikov?
—Ah, él no es problema. Se lo lleva Aurora
para un hijo suyo.
Me propuso que me quedara a cenar. Preparó
una pizza en cinco minutos, y nos la comimos sentados en el suelo
de la biblioteca, sin encender la luz. Esta vez no hubo lágrimas,
ni sueño, ni silencio. Tampoco hubo ningún brazo sobre sus hombros.
Ni nada.
—No te vayas de vacío —me dijo mientras me
dirigía a la puerta.
Marina Tsvietáieva había vuelto a su lugar.
En mis manos, Irina puso dos nuevos libros: Poemas, de Alexander
Blok, y Petersburgo, de Andrei Biely.
—Blok es un poeta simbolista. Biely, su
mejor amigo. Lucharon mucho por su amistad. Los dos vivieron en
Píter.
— ¿Píter?
—Así llamamos los de San Petersburgo a
nuestra ciudad. Verás cómo después de leer a Biely, también tú la
considerarás tuya.
Aquella noche, Irina me acompañó hasta la
puerta.
—Estoy segura de que llegarás muy lejos como
escritor —dijo—. Te deseo toda la suerte del mundo.
—Te estás despidiendo de mí para siempre,
Irina —observé.
Sonrió. Me acarició la mejilla. Cerró la
puerta.
Dormí mal, despertándome de vez en cuando.
Realicé un par de expediciones al baño, sin grandes resultados. La
cena me había sentado mal. Me levanté mucho antes que los otros
días. Algo me impulsaba a recorrer a grandes zancadas la distancia
hasta casa de Irina. Era el desasosiego por lo que se presiente
casi como una certeza, pero también el sentimiento de culpa: en mi
bolsillo llevaba, por fin, el anillo. Debí devolvérselo mucho
antes.
Llamé con insistencia. Esperé un poco. Volví
a llamar. Nadie me contestó. La casa estaba vacía.
También yo.
«El libro de la vida ha pasado página»,
dijo
EL POETA
Alexander Blok confesó poco antes de morir
haber mantenido aventuras amorosas con más de trescientas mujeres.
En cambio, también dijo haber amado sólo a dos: a Liubov —su mujer—
y a todas las demás. Mi padre dijo algo parecido en la ambulancia
donde murió, pero ahora no quiero hablar de mi padre, sino de Blok,
del hombre atormentado, alcohólico, mujeriego y gran poeta que un
día escribió a su madre y le contó: «Qué frío hace a mi alrededor.
La vida se organiza como si todo el mundo me hubiera abandonado,
como si nadie me hubiera amado nunca. Vivo en una isla fría y
desierta. La gente que tiene corazón nunca viene hasta aquí».
Es posible hablar de las personas a través
de quienes les amaron, incluso de quienes les odiaron. Por eso al
hablar de Blok hay que referirse por fuerza a Luibov Dmitrievna
Mendeleyeva y a Andrei Biely. Luibov fue la mujer de su vida,
alguien que le conocía desde la adolescencia y que le amó pese a
sus devaneos e infidelidades. Biely fue su mejor amigo, aunque
pasaron largas temporadas separados. Es única la historia de cómo
estos dos hombres —admiradores el uno del otro, escritores ambos—
hicieron lo posible y lo imposible por conservar su amistad frente
a cualquier circunstancia externa, incluso las más
complicadas.
Biely era el seudónimo de Borís Bugaiev. Lo
adoptó, solía decir, para no cubrir de oprobio el apellido paterno.
Biely, en ruso, significa blanco. Su amistad con Blok —tenían la
misma edad: los dos habían nacido en 1880— fue especial desde el
comienzo: ambos sabían del otro gracias a amigos comunes. Biely
había leído el primer libro de poemas de Blok, La hermosa dama,
dedicado a Líubov, una estudiante de Filología de quien estaba
enamorado. De pronto, ambos decidieron conocerse. Blok escribió a
Biely. Biely escribió a Blok. Las cartas salieron el mismo
día.
Poco después, Blok se casó con Líubov. La
primera vez que el nuevo matrimonio invitó a su casa a Andrei
Biely, ocurrió algo inesperado: Biely se enamoró de la mujer de su
amigo. Otro sentimiento que no habría de interrumpirse a lo largo
de su vida.
Cuando, muchos años después, Biely escribió
sus recuerdos, dijo que había intentado por todos los medios
separar a Liubov de Blok, Sin embargo, nunca lo consiguió. En una
ocasión, los dos amigos casi llegaron a batirse en duelo por ella,
Liubov, sin embargo, quiso permanecer junto a Blok, aunque se fue
conviniendo poco a poco en una mujer muy distinta a la que se casó
con él. Lo que nos sucede en la vida, especialmente lo que nos hace
daño, tiene la facultad de cambiarnos. Y Liubov había sufrido mucho
al lado del poeta: sus aventuras amorosas constantes, sus
borracheras, sus depresiones… Se había vuelto una mujer fría,
entregada a su trabajo en el teatro y a sus amistades. Mientras
tanto, Biely escribía su mejor novela, Petersburgo, y se escondía
tras la personalidad de uno de los personajes, enamorado de por
vida de una mujer inaccesible.
Y es que Biely tuvo muy mala suerte con las
mujeres. Se casó con una sobrina nieta de Iván Turguéniev, llamada
Asia Turguénieva, pero ella le abandonó al poco tiempo. Y Liubov no
le correspondió ni siquiera después de morir Blok, cuando él volvió
a declararse. No le faltaron admiradoras, y algunas le confesaban
su amor por escrito, pero nunca llegó con ellas a nada: las
conocía, le interesaban, luego dejaban de interesarle y volvía a
quedarse solo. En una carta a un amigo escribió: «Recuerde esto:
ninguna mujer ha amado nunca a Andrei Biely. Para Biely, nunca ha
existido ninguna mujer».
Lo que más me gusta de la amistad entre Blok
y Biely es cómo cada uno de ellos fue, en cierto modo, el
responsable de lo mejor que le ocurrió al otro. A pesar de sus
continuas peleas, de las largas temporadas de separación —que
siempre acabaron gracias al esfuerzo de uno de los dos— o de sus
profundas divergencias, a pesar de la decepción que para Biely
supuso el estilo de vida de Blok y a pesar del pesimismo de Blok,
que le hacía relativizar cualquier problema, ambos lucharon por el
otro hasta el final. En 1912, Biely acepta dirigir en Moscú la
editorial Musagel, donde al poco tiempo publicará uno de los
mejores poemarios de Blok. A su vez, Blok resultó decisivo cuando,
en 1919, su amigo estaba terminando de escribir Petersburgo. Si no
le hubiera mandado una suma de dinero suficiente para mantenerse
una temporada, Biely no habría podido terminarla. Por si eso fuera
poco, Blok llevó personalmente la novela de su amigo a una
editorial de prestigio, que la publicó poco después.
Llegaron los años difíciles, después de la
Revolución. Años de hambre, de miseria, de racionamiento. Biely no
podía escribir porque la tinta se le helaba en el tintero y no le
quedaba leña ni dinero para comprar más. Por las noches, Blok se
vestía de frac. No tenía otra prenda que ponerse para combatir el
frío. Lo había vendido todo: los muebles, los libros, cuanto le
quedaba. Sólo pensaba en marcharse, pero el permiso del gobierno
para abandonar el país no llegaba. Al fin lo hizo, pero demasiado
tarde: el día antes de su muerte, el 7 de agosto de 1921. Su
féretro tuvo que exponerse en una habitación completamente vacía.
Tampoco había periódicos donde publicar la esquela. La defunción se
anunció en una nota manuscrita, pegada en la puerta de su casa. Lo
último que Biely pudo hacer por su mejor amigo fue llevar su
féretro hasta el cementerio. Pocas semanas antes, Blok había
escrito sus últimas e inquietantes palabras: «Deja de darme nombres
diferentes. Sólo tengo un nombre. Deja de buscarme por doquier.
Estoy ante ti».
Biely vivió trece años más que su amigo. Al
principio, sumido en una profunda depresión. Algunos de sus amigos
afirmaban que se la quitó visitando salones de baile. Viajó algo
—Berlín, Praga…— y regresó a Rusia, a un lugar cercano a Moscú,
donde murió de una insolación en enero de 1934. Su amiga Marina
Tsvietáieva, que se encontraba en Praga, leyó la noticia de su
muerte en el periódico. De inmediato, se sentó a evocar por escrito
los recuerdos que guardaba de él. Al texto resultante, sincero y
conmovedor, lo llamó Un espíritu prisionero. Más de una década
antes, Biely le había dedicado a ella uno de sus poemas, ya
publicado en su libro Después de la separación; sólo que Marina no
lo
SABÍA
que tu curiosidad y tu
amor por mí te traerían a este libro del que tanto te he hablado.
Lo sabía. Por eso dejo esta carta entre sus páginas. Para que la
encuentres cuando yo me haya ido y sepas algunas cosas que no me he
atrevido a decirte cara a cara. Hay cosas que deben decirse por
escrito, tú debes de saberlo mejor que nadie.
Si piensas que no me he
ido, sino que he huido, estarás en lo cierto. Ya no tengo nada que
hacer aquí. Mi abuela está muerta y mi traducción, terminada. Aún
así, podría quedarme, disfrutar de la calma de este lugar y de tu
compañía, Sanya, de tu impagable compañía. La verdad, no sé qué
hubiera sido de mí sin ella, estos últimos días. Sucede, sin
embargo, que no tengo calma para nada y no la tendré mientras no
deje atrás este verano, esta casa y a la persona que me ha partido
el corazón. Enamorarse de la persona equivocada es un riesgo del
que nadie está exento. Ahora no hay remedio, no sirve de nada
lamentarse.
Para agradecerte todo
lo que has hecho por mí, tomo prestadas unas palabras de
Dostoyevski, de este libro que tienes en las manos. Sé que a él no
le importará y a ti tampoco: «Le agradezco a usted su amor. Ha
quedado impreso en mi memoria como un dulce sueño, un sueño de esos
que uno recuerda largo rato después de despertar».
No te suenen extrañas.
Salvo ese trato de usted que hoy nos suena tan ajeno entre personas
de nuestra edad, reflejan muy bien la situación. A todas las
mujeres nos halaga un amor como el tuyo. Creo que he sido un poco
ciega y un poco idiota, pues nunca sospeché que fuera tan intenso
ni tan maduro. Descubrirlo en las páginas —sinceras, valientes,
desgarradas— de tu cuaderno me produjo mucha alegría y también un
poco de tristeza. Me hubiera gustado descubrirlo de otro modo. He
aquí otra cosa contra la que tampoco hay nada que hacer. Te
agradezco que me dejaras leer tus versos, tus notas, tu primer
cuaderno de escritor. Y te agradezco también ese sentimiento que no
supe descubrir a tiempo y que no he podido corresponder, como sin
duda merecías. Pienso ahora que, de haberlo sabido antes, me habría
asustado su intensidad y tal vez me habría alejado de ti. A las
mujeres nos asusta que nos quieran demasiado, ¿no lo sabías? En el
fondo, somos muy contradictorias. Sólo espero, Sanya, no haberte
hecho daño y haber dejado en tu vida algo más, además del dolor de
haber amado en balde.
También aquí y ahora
debo hablarte de libros: de todos aquellos que no has leído aún.
Quiero que te los lleves. Son tuyos. Aurora te ayudará a
empaquetarlos, para que no te fatigues demasiado. Así me recordarás
cada vez que abras uno de ellos, y no precisamente porque fui la
primera mujer ciega y torpe que se cruzó en tu camino.
Quería contarte también
que, por ahora, he decidido conservar la casa. Como te dije en el
desván, no es el momento de tomar decisiones. Confío en que el
dinero que tengo y el fruto de mi trabajo sean suficientes para
mantenerme en Píter. Y, si no, regresaré a este lugar, daré paseos
matutinos, contrataré a una cocinera y me convertiré en una vieja
gruñona como Liudmila Vasílievna.
Por último, quiero
hablarte del futuro. Te escribiré tan pronto como me vea con
fuerzas. No quiero despedirme para siempre, pero no te enfades si
te digo que habrá de pasar algún tiempo antes de volver a vemos. De
eso no tienes la culpa, desde luego. Ninguno de los dos la tenemos.
Estoy segura de que te va a ir muy bien en la Literatura. Desbordas
pasión y tienes talento. Trabaja, es el mejor consejo que puedo
darte. No descuides tu don. Escribe cada día. Escribe de cualquier
cosa, a cualquier hora. Escribe.
SIEMPRE
pensé que mamá estaba con Víctor porque no
tenía nada mejor. Durante los días en que estuvo sola, mi madre
salió bastante. Y no sólo con Laura.
Después de aquella visita de mamá y de la
marcha de Irma, las cosas se hicieron insostenibles. Mi padre
estaba intratable pero lo disimulaba estudiando. Yo me pasaba el
día encerrado en mi cuarto, leyendo libro tras libro. La tensión
llegó al extremo de que, con tal de no vernos las caras, ninguno de
los dos probábamos bocado. Lo cual, como no es de extrañar, nos
valió una buena regañina de Aurora, que a estas alturas ya debía de
tener de nosotros una opinión nefasta.
—Los hombres solos siempre dan problemas —la
oíamos farfullar.
Tres días después, Víctor resolvió regresar
a casa. Estuve de acuerdo en que era la única solución razonable.
Durante las casi cuatro horas de viaje, ninguno de los dos
pronunciamos palabra y si logramos evitar el silencio fue gracias a
la sinfonía Leningrado, de Shostakovich, que mi padre llevaba en el
coche y que reflejaba bastante bien nuestros respectivos estados de
ánimo. Lo peor era saber —y los dos lo sabíamos— que esta vez no se
trataba de un enfado pasajero, de una diferencia entre padre e
hijo, sino de algo mucho más profundo, una grieta que había crecido
entre los dos y que ya nunca más volvería a cerrarse.
Sentí una extraña alegría durante la cena,
mientras mi madre, con pose de indiferencia, refirió algunos
detalles que parecían casuales de sus citas con Pacheco, a quien
ahora, por cierto, llamaba sólo Luis. Nunca antes se había referido
a él por el nombre de pila. El pobre Pacheco parecía interesado de
verdad en ella, pero mamá sólo buscaba despertar en su marido el
monstruo de los celos. Y lo consiguió.
—He puesto tus sábanas antialérgicas en la
cama de invitados —le dijo.
Víctor estaba tan estupefacto que apenas
encontraba qué decir.
— ¿Y esto va a durar mucho tiempo?
— ¿El qué?
—Lo de dormir separados.
—No lo sé, cariño. Tal vez no volvamos a
dormir juntos. Han pasado muchas cosas —dijo ella, sin
conmoverse.
Le estaba dando un escarmiento, como a un
niño pequeño. Iba a terminar por perdonarle, como siempre, pero por
una vez su forma de actuar era distinta. Por una vez, ella tenía la
sartén por el mango.
El último capítulo de mi historia con Irina
sucedió sin ella. Fue al día siguiente de su partida, cuando Aurora
se acercó a mí y me entregó un paquete.
—Es de Irina. Me pidió que te lo
diera.
Era pesado y rígido y estaba envuelto en un
precioso papel azul oscuro. Contenía dos cuadernos. Uno de ellos
era el mío, aquel que yo le había entregado la última noche. Me lo
devolvía después de leerlo. El otro, de tapas de piel negra, estaba
por estrenar, y venía acompañado de una nota manuscrita:
Aquí tienes más páginas en blanco que
llenar, Alejandro
Victorovich. No las malgastes hablando de
mí.
Por mi parte, aquel último año antes del
salto a la Universidad lo pasé refugiado en la biblioteca
municipal, y no porque necesitara estudiar. Siempre fui un buen
estudiante, casi sin proponérmelo. Aquel año leí sin descanso,
empezando por los libros que me había regalado Irina, siempre sin
dejar de preguntarme adonde habría ido, qué habría sido de ella, si
se estaría ganando la vida en San Petersburgo, como era su deseo, o
habría regresado a España, y por qué nunca me escribía, como
prometió.
Cuando al año siguiente me fui a un piso
compartido, me llevé los libros. Me matriculé en Filología Eslava.
Quería aprender ruso y seguir leyendo a los que ya eran, a esas
alturas, mis autores favoritos. Aunque ya no en traducciones de
mayor o menor fortuna: en su lengua original, sin intermediarios.
Ése fue el legado que Irina hizo a mi vida: decidir, en parte, mi
destino. O, por lo menos, una parte de él.
Mi madre ya hacía tiempo que había perdonado
a Víctor, pero yo apenas iba por su casa. Sólo cuando era el
cumpleaños de mamá o por Navidad, y en todas las ocasiones
procuraba pasar allí el mínimo tiempo posible y no quedarme a solas
con mi padre. Las cosas por allí seguían más o menos como siempre,
salvo que con los años Víctor parecía más apaciguado e incluso más
hogareño. No hace falta decir que mi madre estaba encantada con el
cambio.
En mi vida tampoco ocurrió nada muy
extraordinario. Tuve novias, escribí poemas malos, relatos malos,
novelas malas, encontré un trabajo como corrector editorial, conocí
a algún editor, a algún escritor de verdad, lo cual no me hizo
desistir de seguir escribiendo, y estudiando, y viviendo, y —por
supuesto— recordando a Irma; me licencié, conseguí colaborar
algunas veces en ciertas revistas, empecé a preparar mi doctorado,
trabajé como lector para alguna editorial, cambié de piso, de
trabajo, de novia, de estilo, de ciudad, escribí poemas regulares,
cuentos regulares, novelas regulares —mis amigos lo sufrieron todo
con no poco estoicismo—, me dejé barba, me la quité, me ofrecieron
un trabajo en un grupo editorial, hice una prueba, firmé un
contrato, estrené un despacho muy estrecho en la quinta planta de
un edificio enorme, viajé a media docena de lugares interesantes,
me presentaron a una chica que parecía la mujer de mi vida y no lo
era —necesité unos meses para darme cuenta—, volví a cambiar de
piso, y de estilo, empecé a escribir sobre libros para un
periódico, conocí a una periodista que era perfecta en todo, la
invité a cenar, defendí mi tesis de doctorado frente a un tribunal,
me ofrecieron sustituir a un profesor de ruso en la Universidad y
hace apenas una semana, de pronto, encontré en mi buzón de voz un
mensaje de mi madre con voz angustiada en el que me comunicaba que
Víctor había muerto de un paro cardiaco en la ambulancia que le
llevaba al hospital.
—Encontró un atasco —me explicó.
Sobre la cama de mi antiguo dormitorio me
esperaban media docena de cartas sin importancia y una postal
de
San Petersburgo. Quince años y medio
después. La casa estaba llena de parientes que habían venido al
entierro de mi padre.
Querido
Sanya:
Prometí escribirte pero
no dije cuándo. No puedo imaginar cómo eres ahora. Yo sigo
traduciendo. Al final, vendí la casa. No me quejo: sobrevivo. Me
acuerdo de ti mucho más de lo que piensas. Te busco por las
librerías pensando en la rabia que me daría encontrarte: recuerda
que debo ser yo quien te traduzca al ruso. Aquí tienes mi
dirección. Perdona que haya tardado tanto. La vida despista
demasiado. Tuya,
Irina
Tanto tiempo después, aquellas palabras
escritas de su puño y letra dispararon los latidos de mi corazón
como cuando era un adolescente. Mi propia candidez me hizo sonreír.
En el anverso de la postal se veía la isla Vasilievsky en un día de
sol, nubes y aguas calmas. Como si fuera una reacción natural,
busqué el anillo bajo la camiseta, colgado de la cadena donde lo
había llevado siempre. Un aro de oro y una turquesa incrustada,
capaces de librar del mal amor, aunque no del olvido.
Al llegar a casa busqué mis cuadernos. El
más antiguo, repleto de notas, versos desgarradores y fragmentos de
historias que siguen conservando el poder de fascinación de la
primera vez. En su encabezamiento escribí: El anillo de Irina. Éste
fue también el título de mi primera novela publicada. No hubiera
podido escribirla sin mi cuaderno, el que ella me regaló, el que yo
le entregué como quien entrega su alma aquella noche en la
biblioteca; el mismo que ella me devolvió después de leerlo.
Tras todos esos años, el cuaderno de tapas
negras de piel seguía vacío. Durante los días que siguieron a la
muerte de Víctor lo observé mucho, sin atreverme a escribir en él.
Los cuadernos en blanco siguen guardando para mí cierto misterio:
como si empezarlos fuera también acelerar los sucesos que deben
ocurrir antes de ser contados. Otra vez, el anillo me
custodiaba.
Una tarde salí a dar un paseo y tomé una
decisión repentina: entré en una agencia de viajes y compré un
billete a San Petersburgo con escala en Helsinki. Pocas horas
después abrí el cuaderno en blanco por la primera página y
escribí:
Víctor me dijo una vez
que tengo facilidad para enamorarme de mujeres tristes…
En mi equipaje de mano, el cuaderno de piel
negra compartía espacio con un ejemplar de mi novela. Escribí un
buen rato en el avión, para entretener la impaciencia. Esta vez, no
albergaba dudas de ningún tipo. Y no pensaba detenerme hasta
alcanzar
EL FINAL
de la ciudad de San Petersburgo será bajo
las aguas heladas del mar Báltico. Muchos lo han dicho antes que
yo. Allí hay agua por todas partes. O hielo, como en la época del
año en que yo visité la ciudad, que no habría de fundirse hasta,
por lo menos, cinco meses más tarde. Quien visite San Petersburgo
no debe temerle al frío, ni a sus consecuencias.
En el avión de regreso recordé las primeras
cuarenta y ocho horas en las que me dediqué a caminar sin rumbo
fijo. Dar largas caminatas, dicen allí, es un entretenimiento muy
ruso, igual que conversar durante horas. La avenida Nevsky, la
plaza de las Artes, todos y cada uno de los puentes sobre el río
Neva, la plaza del Palacio o el jardín de verano… todo allí tiene
un cierto aire de sueño truncado. La ciudad entera es un sueño: el
del hombre que la imaginó en ese lugar, en las marismas del golfo
de Finlandia, donde hasta ese momento todo era silencio y frío
polar, y estuvo lo bastante loco para hacerla realidad.
Me negué a visitar museos, con la única
excepción de las salas del Ermitage, donde los sueños nunca se
rompieron del todo. Por lo general, no me gusta la vida encerrada
en vitrinas. En Rusia tienen una tendencia, para mi gusto demasiado
acusada, a conservar las cosas. No me interesa ver el escritorio
donde trabajó Dostoyevski, ni la biblioteca de cuatro mil volúmenes
que se conserva en la casa de Pushkin, ni tampoco las paredes entre
las que murió Blok. No tengo nada que hacer en esos espacios
vacíos: a mis escritores favoritos les reencuentro en los libros.
Yo fui a Petersburgo para reencontrar a otra persona, a quien, por
cierto, no me atreví a visitar hasta el tercer día de vagabundeo
sobre la nieve.
Fue entonces cuando busqué su dirección en
la postal que me servía como marcador del libro que estaba leyendo.
Pensé en tomar el metro en Sadóvaya Sénnaya, pero al fin me decidí
por caminar. Era agradable sentir el frío en la cara mientras
recorría el malecón inglés. Después de tomar la calle Ulitsa Truda,
me guié sin demasiada dificultad por el laberinto de un barrio
periférico llamado Nueva Holanda, hasta llegar al que me pareció
que era su portal. Un lugar como tantos, sin nada especial. Uno de
esos que las ciudades reservan para quienes no son visitantes de
paso. Había un gato gris que me miraba desde una ventana del primer
piso, atento a mis movimientos. Tuve tentaciones de marcharme. De
pronto, todo aquello me parecía una locura.
Una anciana que salía del portal me preguntó
si deseaba pasar. El frío me ayudó a decidirme. O entraba de una
vez o me marchaba de allí. Cualquier cosa menos permanecer inmóvil
en aquella helada. Entré. Subí al segundo piso. Contemplé la puerta
durante un rato. No se oía absolutamente nada. Pulsé el timbre con
determinación, casi con impertinencia. Mi dedo índice ejecutando la
última de las escenas de aquella obra sin sentido. Mi corazón se
había disparado. Ya empezaba a preguntarme si alguna vez aprendería
a contenerse.
Se abrió la puerta y por la rendija asomó
una mirada gris y extrañada. No sé por qué motivo, pero la reconocí
al instante. Supe que aquella niña, de rasgos vagamente familiares,
era la hija de Irina.
Preguntó qué quería.
—Shto vy jotite?
Me interesaba saber si su madre se
encontraba en casa.
—Da —afirmó.
Le expliqué que era un viejo amigo de su
madre y que me agradaría verla. Antes de desaparecer cerrando de
nuevo la puerta me pidió que esperara un momento:
—Podazhdí minutku.
Pensé que debía de tener unos diez años. En
realidad, tenía doce y se llamaba Masha.
Lo primero que recuperé de Irina fue su
mirada. Sus ojos irrepetibles, tantos años después, observándome,
incrédulos, desde el umbral.
— ¿No me conoces? —le pregunté.
El silencio se me hizo eterno. Al fin, ella
lo rompió:
— ¿Víctor? —lo preguntó igual que se lo
habría preguntado a un fantasma.
Ni siquiera me molestó su confusión. En otro
tiempo, no sé cómo habría reaccionado.
—No vas mal encaminada. Pero no —dije.
Debo de haber cambiado mucho, con los años,
porque le costó decidirse a pronunciar mi nombre:
— ¿Alejandro? —abrió unos ojos de
asombro.
—Antes me llamabas de otra forma
—respondí.
No era sólo mi presencia allí lo que la
sorprendió.
— ¡Hablas ruso!
—Me defiendo.
Aquel rellano sombrío no me parecía el mejor
lugar para un reencuentro. Le pregunté si me dejaba entrar.
—Claro, perdóname —se apartó un poco y
extendió una mano, en señal de hospitalidad—: Zajadí.
Tres besos en las mejillas, al modo ruso, y
un comentario que ya esperaba, a la luz artificial del
interior:
—Cómo te pareces a tu padre.
Apenas hablamos de Víctor. No se inmutó al
saber que había muerto aquella misma semana. Señaló hacia la niña,
que escribía algo en un cuaderno:
—Es Masha, mi hija.
—Ya nos hemos conocido —dije.
Ella sonrió sin prestarme mucha
atención.
Había cojines por el suelo y alfombras
mullidas. Libros por todas partes. Una mesa cubierta de papeles y
una ventana desde la que se veía la nieve exterior. El televisor
estaba apagado. De inmediato me sentí allí como en mi propia casa.
Después de unos segundos de silencio, Irina lanzó un suspiro:
—Menuda sorpresa, Sashuk. ¿Te apetece cenar
fuera?
La propuesta entusiasmó a Masha, quien no lo
disimuló en absoluto.
Fuimos en el coche de Irina, un Zhiguli rojo
de apenas un par de años, hasta la Petrográdskaya Storoná, la isla
donde está la fortaleza de Pedro y Pablo. Allí se encuentra el
restaurante favorito de Masha, el Na zdoróvie! Fue ella quien
eligió el menú —Kulebiaka y pollo a la Kiev—. Zumo de naranja para
ella, una botella de vodka Standár-tanaya para su madre y para mí,
y un tema en común, el mismo de siempre. Coincidiendo con los
postres, le entregué mi libro. Se emocionó al ver el título.
También al leer la dedicatoria que yo había escrito para ella en la
primera página.
En aquella cena del reencuentro hablamos
mucho de nosotros. De mi madre, que aún no se hacía a la idea de
haberse quedado viuda. De mi trabajo en la Universidad y en la
editorial. También Irina impartía clases. De la afición de Masha
por la música, que hubiera hecho enorgullecer a su bisabuela; de
Serguéi, el padre de la niña, de quien se había separado hacía once
años.
—Sí, ya sé que es ridículo. Me casé pensando
que sabría ser feliz, tuve a Masha y me separé un año después. En
fin. Las cosas suceden como suceden, nadie las planea —lo dijo en
español, para que Masha no pudiera entenderla.
— ¿Y tú? ¿Te has casado? —preguntó.
—Voy a hacerlo dentro de tres semanas
—dije—. Se podría decir que ésta es mi última escapada de hombre
soltero.
Irina nunca fue mujer de reacciones
exageradas. Sirvió vodka y levantó la copa.
—Por que tengas más suerte que yo.
Brindamos. Sus ojos brillaban. Llevábamos
media botella cuando me atreví a hacer lo que debí haber hecho
quince años atrás.
—Hace mucho tiempo que quiero devolverte
algo —dije.
Rescaté la cadena con el anillo que colgaba
de mi cuello, bajo la ropa. Traté de explicar los burdos motivos
que me habían impedido devolvérselo entonces y que se resumían en
uno solo: la quería demasiado como para separarme de algo que le
perteneciera. Creo que me entendió y hasta me perdonó. Libré al
anillo de la cadena a la que había permanecido unido tanto tiempo y
lo deslicé en el anular de la mano izquierda de Irina.
—Lo voy a echar de menos —añadí.
—Me volví loca buscándolo —dijo ella.
Bebió otro trago, en silencio, se acercó a
Masha y le susurró algo al oído. La niña se levantó al instante y
anunció que debía ir al lavabo:
—Mñe nado poití v tualet —antes de alejarse
sin ninguna prisa.
Irina sacó un pañuelo y se sonó la
nariz.
—No quiero que Masha me vea llorar. No lo
entendería —dijo.
Me agarró la mano. Se acercó hasta que las
puntas de nuestras narices se rozaron y pude sentir el calor de su
aliento. Pareció indecisa durante un instante. Luego cerró los ojos
y dejó caer sus labios sobre los míos. Fue sólo un momento, antes
de volver a su lugar, mirar hacia atrás por si regresaba Masha, y
susurrar:
—Te lo debía desde hace quince años.
Los días que siguieron se hicieron cortos.
Visitamos algunos lugares a las afueras de la ciudad, fuimos al
cine, paseamos a orillas del Neva sin dejar que la conversación se
apagara, recogimos a Masha en el colegio algunas tardes y cenamos
con ella todas las noches. Conocí a Serguéi y me pareció un tipo
inteligente. Lo suficiente para salir con él un sábado, a beber
cerveza y a hablar de Irina y de su trabajo en el hospital. Era
médico, además de un padre responsable. Estaba loco por Masha.
También brindó por mi inminente matrimonio. Y también me deseó toda
la suerte que a él le había faltado.
El último día, Irina dijo que quería
llevarme a ver la casa que había pertenecido a su familia. Pasó a
recogerme temprano por el hotel. Apenas hablamos durante la hora de
camino a través de bosques anaranjados, ocres y amarillos. El
paisaje era muy hermoso y en nuestro ánimo ya se percibía la sombra
de una nueva despedida.
Se desvió por un camino de tierra que nos
llevó hasta un claro del bosque. Era un lugar recóndito, donde
reinaban el silencio y la naturaleza. Allí se alzaba la que fue la
casa de veraneo de sus bisabuelos, y también su última residencia
antes de huir de Rusia camino del exilio. Se adivinaba el esplendor
del pasado, pero la casa era ahora tan sólo el fantasma de un
tiempo de opulencia: techumbres horadadas, muros repletos de
grietas, ruinas por todas partes y mucha vegetación invadiéndolo
todo. Sólo la puerta de entrada parecía estar en su lugar. Irina
conservaba la llave. Aunque podríamos haber entrado por cualquier
otro sitio.
— ¿De quién es esta casa ahora?
—pregunté.
—Del Estado, supongo —dijo ella—. Hace mucho
tiempo que está abandonada. No le interesa a nadie.
Todo crujía bajo nuestros pies. Chirriaban
las puertas. En alguna habitación había un hedor
insoportable.
—Ya sabemos qué han hecho los últimos
visitantes que han estado aquí —dijo Irina.
Todas las ventanas tenían los cristales
rotos. Las estancias estaban desnudas, muchas de sus paredes
profanadas con pintadas o, simplemente, descascarillada la pintura.
Irina guardaba un silencio respetuoso, casi ceremonial.
—Mi abuela me habló tanto de este lugar. Una
vez vine sola, pero me asusté y no me atreví a entrar. Me alegro de
que me hayas acompañado.
Subimos la escalinata de piedra. En el
segundo piso, ninguna estancia conservaba su techumbre intacta. En
el mosaico de una de ellas había restos de una fogata. Al parecer,
la casa había cobijado recientemente a algún grupo de
excursionistas. Irina me guiaba:
—Éstas eran las habitaciones del servicio.
Mi bisabuela ni siquiera se acercaba a la cocina. En la casa había
cocineras, planchadoras, niñeras y hasta mayordomo. En el piso de
abajo dormían mis bisabuelos y sus cuatro hijos. Había también dos
habitaciones de invitados. La de Liudmila debía de ser ésta.
Estábamos en una alcoba amplia, separada de
otra estancia por una arcada de piedra. Las paredes conservaban
restos de pintura de color malva. El ventanal daba al antiguo
jardín trasero, convertido ahora en una enmarañada selva.
—Para el final he dejado lo mejor —Irina
bajaba los escalones a toda velocidad—, qué pena que Masha no haya
venido.
Recorrimos parte del pasillo de la planta
baja hasta la cocina, que dejamos atrás. Un giro a la izquierda,
otro pasillo —invadido de cascotes— y una vieja puerta de madera,
que sólo conservaba una hoja arrancada de sus goznes y hecha
astillas, nos dio la bienvenida.
—La biblioteca —anunció Irina.
Era una sala cuadrangular, muy espaciosa,
presidida por tres altos ventanales.
—Aquí aprendió a leer Liudmila Vasílievna. Y
aquí mi bisabuelo Vasili tomaba todos los días su clase de
esgrima.
Se lo tomaba muy en serio. Creo que incluso
pensaba en competir.
— ¿Esgrima en la biblioteca?
—Le gustaba practicar entre sus diez mil
libros. Además, no había otra estancia lo bastante grande.
—Diez mil libros —recordé, mirando las
paredes vacías.
—A saber qué vándalos los robaron y qué
hicieron con ellos —susurró.
El sol entraba a raudales por los
ventanales. Allí donde en otra época estuvieron los anaqueles
repletos de libros, se dibujaban ahora tres óvalos amarillos que se
superponían a las pintadas multicolores y a las grietas de los
muros. Me detuve a mirar la luz. La misma que había permitido leer
a Liudmila o había asistido a las lecciones de esgrima de Vasili, y
que ahora era testigo del último acto de nuestra historia. El
tiempo parecía pasar muy lentamente. Al pie de la ventana, vuelta
hacia el exterior, Irina observaba el anillo, y murmuraba:
—Todo saldrá mejor a partir de ahora.
Regresé a casa al día siguiente. Cuando
Irina me dio un abrazo de despedida, procuré olería con todas mis
fuerzas. Puede parecer una tontería, pero el olor es lo único que
no podemos retener de las personas que alguna vez hemos amado.
Estreché sus manos. Las tenía heladas. Las mías, en cambio, estaban
calientes. Me pareció que quería llorar, pero no lo hizo. También
me pareció que quería decirme muchas cosas, pero sólo pronunció una
frase:
—Qué pena del amor a destiempo, Sanya.
*
En el avión de regreso busqué de nuevo mi
cuaderno. Durante los días que pasé en San Petersburgo, no lo
necesité
El exiliado Dmitri Ivánovich solía decir a
sus amigos:
—Si deseáis ser bien tratados en mi casa,
traed libros. No queremos vino, ni postres, ni absurdos juguetes
que los niños abandonarán enseguida. Nada es aquí más apreciado que
los libros.
Quienes le conocían procuraban contentarle.
Dmitri Ivánovich no perseguía el valor de un ejemplar único, ni era
amigo de ediciones demasiado ostentosas. Respetaba por encima de
todo las ideas que los libros preservaban aunque no era insensible
a la belleza de algunos ejemplares.
Si la vida le hubiera facilitado esa
carambola imposible, Dmitri Ivánovich hubiera sido inmensamente
feliz conversando de literatura y libros con la única de sus nietas
que heredó sin fisuras su pasión. Cuántas generaciones de
descendientes directos de una misma familia que nunca llegarán a
conocerse habrían sido felices compartiendo ínfimas e infinitas
cosas en común.
El exiliado Dmitri Ivánovich tenía muchos
amigos que, como en peregrinación, acudían a visitarle a la casona
de piedra de su aldea soriana siempre que le necesitaban —y la
situación de Dmitri Ivánovich en la embajada le hacía muy propicio
a la necesidad de sus compatriotas—. Él les ofrecía un almuerzo
opíparo, regado con mucho vodka y mucha cerveza, una sobremesa
interminable, donde las historias se desgranaban sin esfuerzo, y
todas las comodidades de la mejor habitación de la casa, que Nora
se había encargado de preparar. En pago a su hospitalidad, los
amigos de Dmitri Ivánovich —que venían de todas partes—, aportaron
a su biblioteca docenas de ejemplares.
—Cada uno de estos libros tiene su propia
historia, y yo las recuerdo todas —solía decir.
A Dmitri le gustaban los placeres
sensoriales que le proporcionaban sus libros: los acariciaba, los
olía. En cierto modo, los trataba como si fueran seres vivos:
—Bienvenido a casa. Vamos a buscarte un
lugar —murmuraba, a veces, con un ejemplar nuevo entre las
manos.
Ponderaba los detalles más nimios de la
edición:
—Qué hermoso color el de la tela de esta
cubierta.
O lamentaba detalles que nadie sino él
habría percibido:
—Qué contrariedad: algún lector anterior ha
doblado el extremo de una página, seguramente para recordar dónde
debía seguir leyendo.
O se entretenía examinando con su lupa las
ilustraciones, la tipografía, las capitulares doradas, las cintas
que servían de punto de lectura.
—Ésta está algo deshilachada, qué
lástima…
Los amigos de Dmitri Ivánovich eran expertos
rastreadores de libros. Algunos de ellos, como el conde Denís
Denísovich Omlédov, vivían de la compra de viejas bibliotecas,
especialmente de aquellas que fueron abandonadas en Rusia cuando
sus propietarios se vieron obligados a huir. El personaje tenía
algo de siniestro: ostentaba una larga melena de pelo canoso pese a
que ni se acercaba a los cuarenta, era tan alto que incluso Dmitri
Ivánovich tenía que levantar la cabeza para hablarle y vestía, en
cualquier estación y circunstancia, de negro riguroso.
El abuelo de Irina solía preguntar al conde
Denís Denísovich por los diez mil libros que su suegro tuvo que
abandonar en su casa de campo, cerca de San Petersburgo.
—Una biblioteca notable —respondía el
conde—. Muchos deben de andar aún tras su pista. Aunque yo nunca he
tropezado con un solo ejemplar que llevara la firma de tu suegro.
Olvídate. La casa fue saqueada. Debieron de quemarlos en mitad del
bosque. O abandonarlos. Qué importan los libros a animales como
ellos.
Dmitri Ivánovich nunca le creyó. Tal vez
porque se negaba a admitir que el destino de aquella biblioteca
fabulosa, de la cual su esposa le había hablado centenares de
veces, hubiera sido el fuego o la lenta mordedura de la intemperie.
O tal vez porque sabía que Denís Denísovich mentía de un modo muy
convincente cuando era necesario.
Además de libros, Denís Denísovich traía
muchas historias con las que amenizaba las sobremesas de la
familia.
—Me han contado que, en cierta ocasión,
Vladimir Nabokov encontró en la Biblioteca Pública de Nueva York un
ejemplar que había pertenecido a la colección de su padre, marcado
con su exlibris y su firma. No lo reclamó: lo dejó donde lo había
encontrado. «Un libro que ha recorrido tal distancia, bien merece
descansar», afirman que dijo.
Los libros que llegaban a la biblioteca
soriana de Dmitri Ivánovich también habían recorrido largas
distancias.
—Se lo he comprado a uno de los libreros de
lance del Quartier Latin, en París. Allí viven algunas de las
personas más adictas a los libros del mundo. Y casi todas regentan
una librería. Si se tiene un poco de paciencia para revolver en sus
anaqueles repletos de volúmenes, se pueden encontrar verdaderas
joyas —decía alguno de los visitantes.
Dmitri Ivánovich sólo conservaba un libro
anterior a su llegada a Soria: una edición, encuadernada en piel,
de la poesía completa de Pushkin, que había logrado meter en su
única maleta. Había viajado con él desde Besarabia, siguiendo la
ruta de Odesa, Kiev y Nizhnig Novgorod hasta Moscú, y de allí al
exilio, pasando por Ginebra y Munich antes de llegar a París.
—Hasta que conocí a tu abuela, este libro
fue mi único compañero de viaje —habría dicho a su nieta Irina de
haber podido hacerlo, como se lo dijo a tantos otros a lo largo de
toda su vida.
También solía decir:
—El hombre se hizo sedentario para tener
libros.
Tal vez por eso, aquel libro que, pese a su
atribulada existencia, no se veía desgastado ni viejo, ocupaba un
lugar principal en su biblioteca. No condenado al orden alfabético
como todos los demás sino singularizado en un atril de pie, junto a
la puerta, mostrando a los visitantes su lomo de letras plateadas y
el brillo de su cubierta. Y cerrado, por supuesto, ya que Liudmila
Vasílievna ponía mucho empeño en ello:
—El diablo siempre busca cobijo en los
libros que sus dueños se olvidaron de cerrar —decía.
Hasta que Dmitri Ivánovich murió, su
biblioteca continuó creciendo. Durante los últimos años, los amigos
preferían regalar ediciones nuevas, a veces muy cuidadas, que no
siempre surtían sobre su nuevo propietario el efecto deseado: —Esta
imitación de piel no puede ser más fea. ¿Por qué ya no se utiliza
la tela para encuadernar?
Por supuesto, también tenía sus
preferencias:
—Ah, cómo me gustan las tapas blandas sin
plastificar… O también sus excentricidades:
—Los tipos garamond son los que mejor
sientan a mi vista cansada. Escribiré al gremio de editores para
que los impongan. Un poco de disciplina no vendría mal a este
rebaño de desaprensivos, que publican libros de cocina en tela con
sobrecubierta pero dejan a Tólstoi en el papel barato de las
ediciones de bolsillo.
Dmitri Ivánovich consumió su pasión por los
libros al mismo tiempo que agotaba su vida. Sus últimas palabras
antes de morir estuvieron dedicadas a aquello que más había amado
en el mundo:
—Que Liudmila no se vea sola. Nunca vendáis
mi biblioteca. Y buscad los libros de Vasili.
Tres órdenes que sus descendientes siguieron
al pie de la letra, y que nos llevan directamente hasta la segunda
de las bibliotecas de esta historia de libros viajeros: aquella
entre la que el padre de Liudmila Vasílievna gustaba tomar sus
lecciones diarias de esgrima. Aquella que me esforcé en imaginar en
las paredes desconchadas de un salón cuadrangular durante la última
tarde que pasé en Rusia.
—Mi abuelo murió con el convencimiento de
que los libros de Vasili debían de estar en alguna parte —dijo
Iri-na, todavía mirando hacia el exterior desde el ventanal sin
cristales, acariciando el anillo con un movimiento mecánico.
Sobre las mismas baldosas resquebrajadas que
ahora pisaban mis pies se habían apoyado, casi un siglo atrás, las
patas del piano de cola de la familia. En ese piano tomaba
lecciones, siempre procurando no importunar a su marido, la madre
de Liudmila Vasílievna. El profesor jamás llegaba tarde, y ella era
una alumna ejemplar. Los acordes alegraban las mañanas de ese ala
de la mansión a todos aquellos que estaban lo bastante cerca para
escucharlos.
Nazar, uno de los criados, siempre buscaba
algún pretexto para estar lo bastante cerca durante las lecciones
de piano de la señora. Las melodías, el suave vibrar de las
cuerdas, todo le parecía de una delicadeza a la cual no podía
resistirse.
Nazar fue el último en abandonar la casa,
igual que hubiera hecho un capitán con el barco que durante tantos
años comandó. Nadie como él conocía aquel lugar. Por eso nadie como
él lamentó su profanación. Nazar aún estaba recogiendo sus cosas
cuando llegó la multitud enfervorizada. Eran muchos, traían armas y
se abrían paso a gritos.
A la mañana siguiente, Nazar conocería la
triste noticia de la muerte de los señores en una emboscada,
mientras se dirigían a Petersburgo en su troika. Nadie había
sobrevivido: ni el hermano menor, un niño todavía, ni la doncella,
ni ninguno de los dos cocheros que se sentaban en el pescante ni
los dueños de la casa. De inmediato, Nazar escribió a Liudmila
Vasílievna, la única sobreviviente de la familia, la única
heredera, para darle tristes noticias:
Su Excelencia, mi muy
querida señorita Liudmila Vasílievna Ratushínskaya:
La propiedad de su
familia ha sido violada. Me arrebataron las llaves, robaron el
trigo —en la despensa sólo quedó un bote de harina—, saquearon la
casa entera, hurgando por todas partes. Orinaron sobre el piano,
escupieron en las camas, se llevaron todo lo que había de valor en
los cajones del dormitorio principal. Se pusieron los sombreros de
su padre y los abrigos de su madre. Luego quemaron algunos muebles,
entre ellos también el piano y el escritorio del señor con todos
sus documentos dentro. Hicieron una hoguera en el bosque de los
tilos. Algunos árboles también ardieron. La puerta de la biblioteca
la destrozaron a hachazos, pero los libros siguieron a salvo. Lo
demás, lo robaron. Incluso los cuchillos, las medallas, los
retratos, las cortinas, las alfombras, los platos de la cocina y ya
no sé qué más, porque fui incapaz de verlo. Cuando yo me fui, la
casa era un páramo de desolación. No puedo describirle el horror y
el vandalismo de lo sucedido. Esas personas no son ciudadanos
libres: son salvajes, animales feroces.
De pronto, encajaron todas las piezas.
—-Juraría que la biblioteca no es la sala
más grande de la casa —dije a Irina, que seguía junto a la ventana
sumida en sus pensamientos—. Además, creo que la esgrima se
practica sobre una plataforma que mide catorce o quince metros.
Tendría que asegurarme.
Irina me miraba sin pronunciar palabra.
Decidí seguir hablando:
—Este lugar no mide catorce metros de largo.
¿No te parece raro, si tu bisabuelo se tomaba la esgrima tan en
serio?
—No entiendo nada, Sasha —dijo, por
fin.
—La habitación de arriba, ¿te has fijado? Es
más grande que ésta.
—Ahí estaba el salón. Es normal que sea
espaciosa.
—Pero la más espaciosa era ésta…
—recordé.
—Eso decía mi abuela —reconoció.
—Pero no es verdad.
—Podría estar equivocada.
—O puede ser que la sala haya menguado
—aventuré.
Irina me dirigió una mirada de desconcierto.
Sin embargo, yo ya no estaba atento a sus reacciones. Me encontraba
junto a la pared que quedaba más lejos de la puerta. Apoyé en ella
una oreja y la golpeé con los nudillos, sólo para asegurarme.
— ¿Qué haces? —preguntó una Irina cada vez
más perpleja.
Salí al jardín saltando por la ventana.
Observar la casa desde fuera me ayudó a confirmar mis sospechas.
Volví a entrar, de nuevo, por el atajo de la ventana.
Le pedí a Irina que hiciera lo mismo que
yo.
Apoyó su oreja en la pared. Golpeó con los
nudillos. Deduje por su expresión que no notaba nada extraño.
— ¿No oyes cómo suena? —pregunté.
Negó con la cabeza.
Pensé que lo mejor sería pasar a la
acción:
— ¿Con qué podemos echar abajo este
tabique?
Cuando formulé esta pregunta, yo ya estaba
seguro: acabábamos de encontrar la biblioteca de Vasili.
*
Apenas queda nada por contar.
El tabique que descubrí había sido
construido por Vasili Ratushinsky, tal vez con la ayuda de Nazar,
antes de su desafortunada huida, casi noventa años atrás.
Delimitaba un habitáculo ciego de poco más de dos metros de ancho,
suficiente para esconder los diez mil volúmenes de su magnífica
biblioteca, todos ellos identificados con su firma y la fecha en
que fueron adquiridos. La construcción de la pared fue meticulosa e
incluyó pintura y recolocación de cuadros y tapices. Nadie a simple
vista podía reconocer el escondrijo. Era tan perfecto que ni
siquiera había sucumbido al paso del tiempo. Su contenido estaba
inalterado, exactamente como Vasili lo dejó: los libros apilados
con cuidado. A un lado, las ediciones únicas y extrañas y los
ejemplares dedicados por sus autores. Su estado de conservación era
perfecto.
Por desgracia, lo único que Vasili no había
podido prever fue que un grupo de desalmados le daría muerte, junto
con el resto de su familia, en un camino solitario a apenas unos
pocos quilómetros de su casa de verano, sin darle tiempo a revelar
a nadie el secreto de su tesoro escondido.
Unas pocas semanas después de nuestro
descubrimiento, Irina donó la colección completa de su familia —que
incluía los libros de Vasili y también los de Dmitri, reunidos por
primera vez— a la Universidad. Se acondicionó la mejor sala de la
biblioteca de eslavas y se realizó un gran trabajo de clasificación
que duró meses. Al fin, se inauguró con el nombre que honraba a la
familia donante, aunque yo hubiera preferido que se llamara «Sala
Irinushka», por motivos personales que nadie allí habría podido
sospechar. Por supuesto, Irina fue invitada a la
inauguración.
Desde entonces, visito a menudo la Sala de
los libros viajeros de la biblioteca de eslavas. Me gusta pasear
por allí y observar a los lectores, tan ajenos a todo lo que acabo
de contar. Cada vez que uno de ellos abre un volumen, está abriendo
también una puerta hacia un mundo diferente. Una de las puertas de
esa casa interminable donde unas estancias llevan a otras y donde
uno puede quedarse a vivir y ser feliz el resto de sus días.
Mataró, veranos de 2003 y 2004
Nota de la autora
A veces, las razones que te llevan a
escribir una novela son complejas de explicar. Las que me llevaron
a escribir ésta tuvieron que ver con la primera novela rusa que
leí, a los trece años. Era de Iván Turguéniev y se titulaba Primer
amor. Fue el principio de una larga historia y, en ese sentido, el
título no podía ser más apropiado. Un día cayó en mis manos un
magnífico libro de Juan Eduardo Zúñiga, ruso de corazón y de obra,
en el que el escritor explicaba cómo fue Turguéniev uno de los
responsables de sus múltiples pasiones rusas. Leyendo ese libro,
que se llama El anillo de Pushkin, fue cuando se me ocurrió la
primera idea para esta novela.
Sin embargo, no hubiera podido escribirla
sin algunas ayudas. La generosidad de mi admirado Juan Eduardo
Zúñiga, que me contó secretos de Turguéniev y Paulina Viardot, fue
imprescindible. Aunque a quien más deben estas páginas es al
también escritor —y otras muchas cosas— Víctor Andresco. No sólo me
prestó a sus antepasados para construir el pasado de la familia de
Irina, sino que durante meses me envió libros, referencias
bibliográficas, correos electrónicos y hasta chocolate ruso, marca
Octubre rojo, que resultó ser un buen estimulante para la
escritura.
La tuberculosis de Alejandro se lo debe todo
al único médico a quien quiero tener siempre cerca: mi hermano
Claudio, que lleva tantos años aconsejándome sabiamente acerca de
cómo matar o hacer enfermar a mis protagonistas. Víctor no sería
tan profesional sin la asesoría, las audiciones y la amistad de
Rafa Eguílaz y Óscar Equivias. La ambientación soriana le debe algo
a Aurora Gonzalo, soriana de pro, además de amiga. Por último, los
entusiasmos, que tanto ayudan en esa fase en que todas las novelas
entran en crisis: los de Claudia Torres, Ignacio Sanz, Mónica
Montaña, Laura Blanco, Ángeles Escudero, Hilario J. Rodríguez y el
incondicional, aunque siempre crítico de Deni Olmedo, a quien
convertí en personaje —también— de esta historia.
Por último, un secreto para lectores
cómplices: escribo estas líneas en una de las últimas jornadas del
verano de 2005. Falta muy poco para que nazca mi tercer hijo —
¿horas? ¿días?— que se llamará, precisamente, como el protagonista
de esta novela.