Capítulo V
BLUES PARA
UN PLANETA ROJO

En los huertos de los dioses, contempla los canales…

Enuma Elish, Sumer, hacia 2500 a. de C.

Un hombre que opine como Copérnico, que esta Tierra nuestra es un planeta conducido alrededor del Sol y alumbrado por él como los demás, no podrá evitar que le asalte alguna vez la fantasía… de que el resto de los planetas tienen su propio vestido y su mobiliario, incluso unos habitantes, al igual que esta Tierra nuestra… Pero siempre podíamos concluir diciendo que no valía la pena examinar lo que la naturaleza se había complacido en hacer allí, ya que no había probabilidad alguna de llegar alguna vez al final del examen… Pero hace poco, estaba yo pensando bastante seriamente sobre este tema (y no es que me considere un observador más fino que aquellos grandes hombres [del pasado], sino que he tenido la suerte de vivir después que la mayoría de ellos), cuando pensé que este examen no era tan impracticable ni el camino tan lleno de dificultades, sino que dejaba un margen muy bueno para posibles conjeturas.

CHRISTIAAN HUYGENS, Nuevas conjeturas referentes
a los mundos planetarios, sus habitantes
y sus producciones
, hacia 1690.

Llegará un tiempo en que los hombres serán capaces de ampliar su mirada… y podrán ver los planetas como nuestra propia Tierra.

CHRISTOPHER WREN, Discurso inaugural,
Gresham College, 1657.

HACE MUCHOS AÑOS, según reza la historia, un célebre editor de periódicos envió un telegrama a un astrónomo destacado: Telegrafíe inmediatamente quinientas palabras sobre posible existencia vida en Marte. El astrónomo respondió obedientemente: Lo ignoramos, lo ignoramos, lo ignoramos… 250 veces. Pero a pesar de esta confesión de desconocimiento, declarada con obstinada insistencia por un experto, nadie prestó ninguna atención, y desde entonces hasta ahora, se han escuchado opiniones autorizadas de personas que piensan haber deducido la existencia de vida en Marte, y de personas que consideran haber eliminado esta posibilidad. Algunos desean fervorosamente que haya vida en Marte, otros con la misma fuerza desean que no haya vida en Marte. En ambos bandos ha habido excesos. Estas fuertes pasiones han desgastado en cierto modo la tolerancia hacia la ambigüedad, que es esencial en la ciencia. Parece haber mucha gente que lo único que quiere es obtener una respuesta, cualquier respuesta, y que por eso evita el problema de contar con dos posibilidades simultáneas que se excluyen mutuamente. Algunos científicos creyeron que Marte estaba habitado basándose en lo que luego resultaron ser pruebas poco consistentes. Otros concluyeron que el planeta carecía de vida al fracasar o dar un resultado ambiguo la búsqueda de alguna manifestación particular de vida. Los azules del blues han sonado más de una vez para el planeta rojo.

¿Por qué marcianos? ¿Por qué tantas especulaciones vehementes y tantas fantasías desbocadas sobre los marcianos, y no por ejemplo, sobre los saturnianos o plutonianos? Pues porque Marte parece, a primera vista, muy semejante a la Tierra. Es el planeta más próximo con una superficie visible. Hay casquetes polares de hielo, blancas nubes a la deriva, furiosas tormentas de arena, rasgos que cambian estacionalmente en su superficie roja, incluso un día de veinticuatro horas. Es tentador considerarlo un mundo habitado. Marte se ha convertido en una especie de escenario mítico sobre el cual proyectamos nuestras esperanzas y nuestros temores terrenales. Pero las predisposiciones psicológicas en pro y en contra no deben engañamos. Lo importante son las pruebas y las pruebas todavía faltan. El Marte real es un mundo de maravillas. Sus perspectivas futuras nos intrigan más que el conocimiento de su pasado. En nuestra época hemos escudriñado las arenas de Marte, hemos afirmado allí una presencia, hemos dado satisfacción a un siglo de sueños.

Nadie hubiese creído en los últimos años del siglo diecinueve que este mundo estaba siendo observado intensa y atentamente por inteligencias mayores que la del hombre y sin embargo tan mortales como él, que mientras los hombres se ocupaban de sus asuntos estaban siendo escudriñados y estudiados, quizás con el mismo detenimiento con que un hombre examina en su microscopio los seres efímeros que pululan y se multiplican en una gota de agua. Los hombres, con una complacencia infinita, se movían ajetreados por este globo en pos de sus insignificantes negocios, tranquilos y seguros de dominar la materia. Es posible que los infusorios bajo el microscopio hagan lo mismo. Nadie se detuvo un momento a considerar los mundos más antiguos del espacio como fuentes de peligro para el hombre, o si alguien pensó en ellos se limitó a juzgar imposible o improbable la idea de que hubiese vida en ellos. Resulta curioso recordar ahora algunos de los hábitos mentales de aquellos días ya pasados. Los hombres terrestres imaginaban, como mucho, que podría haber otros hombres en Marte, quizás inferiores a ellos y dispuestos a aceptar una empresa misionera. Sin embargo, a través de los abismos del espacio, unas mentes que son a las nuestras lo que estas son a las bestias perecederas, intelectos amplios, fríos y carentes de compasión, contemplaban con ojos envidiosos esta Tierra, y trazaban de modo lento y seguro sus planes contra nosotros.

Percival Lowell a la edad de cincuenta y nueve años, en Flagstaff. (Fotografía del observatorio Lowell).

Estas primeras líneas de la obra clásica de ciencia ficción La guerra de los mundos de H. G. Wells, escrita en 1897, todavía hoy conservan su obsesivo poder.[27] Durante toda nuestra historia ha existido el temor o la esperanza de que hubiese vida más allá de la Tierra. En los últimos cien años esta premonición se ha enfocado en un punto de luz rojo y brillante del cielo nocturno. Tres años antes de que se publicara La guerra de los mundos, un bostoniano llamado Percival Lowell fundó un importante observatorio de donde salieron las más elaboradas declaraciones a favor de la existencia de vida en Marte. Lowell se interesó de joven por la astronomía, marchó a Harvard, consiguió un puesto semioficial de diplomático en Corea, y se dedicó en general a las actividades típicas de la gente rica. Antes de morir, en 1916, había realizado importantes contribuciones a nuestro conocimiento de la naturaleza y evolución de los planetas, a la deducción de la expansión del universo y al descubrimiento del planeta Plutón, en el que intervino y que le debe su nombre. Las primeras dos letras del nombre Plutón son las iniciales de Percival Lowell. Su símbolo es PL, un monograma planetario.

Un mapa de Marte, basado en el de Schiaparelli, dibujado por Brown. Las líneas rectas y curvas son los «canales». Schiaparelli puso nombre a muchos rasgos y lugares según referencias clásicas y míticas, y sentó las bases de la nomenclatura moderna de Marte, incluyendo Crise y Utopía, puntos de aterrizaje de los Viking 1 y 2.

Pero el amor constante de Lowell fue el planeta Marte. La declaración que en 1877 hizo un astrónomo italiano, Giovanni Schiaparelli, afirmando la existencia de canali en Marte le conmovió profundamente. Schiaparelli había informado durante una aproximación máxima de Marte a la Tierra sobre la presencia de una intrincada red de líneas rectas, sencillas y dobles, que cruzaban las zonas brillantes del planeta. Canali significa en italiano canales o surcos, y su trasposición al inglés implicaba la mano del hombre. Una martemanía se apoderó de Europa y de América, y Lowell fue arrastrado por ella.

Lowell sentado ante el telescopio refractor de 24 pulgadas de su observatorio, en 1900. (Fotografía del observatorio Lowell).

En 1892 Schiaparelli anunció, cuando su vista ya fallaba, que renunciaba a la observación de Marte. Lowell decidió continuar el trabajo. Quería un lugar de observación de primera categoría, no perturbado por nubes o luces ciudadanas y caracterizado por una buena «visión», término que los astrónomos aplican a una atmósfera estática a través de la cual queda minimizado el temblor de una imagen astronómico en el telescopio. La mala visión se debe a turbulencias de pequeña escala en la atmósfera situada encima del telescopio y es la causa del centelleo de las estrellas. Lowell construyó su observatorio lejos de casa, en Mars Hill de Flagstaff, Arizona.[28] Dibujó los rasgos de la superficie de Marte, especialmente los canales que lo hipnotizaban. Las observaciones de este tipo no son fáciles. Uno se pasa largas horas en el telescopio aguantando el frío del alba. Con frecuencia la visión es pobre y la imagen de Marte se hace borrosa y distorsionada. Entonces uno debe ignorar lo que ha visto. En ocasiones la imagen se estabiliza y los rasgos del planeta destellan momentáneamente, maravillosamente. Hay que recordar entonces lo que se ha tenido la fortuna de ver y hay que anotarlo cuidadosamente en un papel. Hay que dejar de lado las ideas preconcebidas y dejar constancia con una mente abierta de las maravillas de Marte.

Uno de los globos de Marte preparados por Lowell, donde aparecen canales prominentes con sus nombres. (Cedida por el observatorio Lowell).

Los cuadernos de Percival Lowell están llenos de lo que creía ver: zonas brillantes y oscuras, un indicio de casquete polar, y canales, un planeta engalanado con canales; Lowell creía que estaba viendo una red, extendida por todo el globo, de grandes acequias de riego que conducían agua desde los casquetes polares en fusión a los sedientos habitantes de las ciudades ecuatoriales. Imaginaba el planeta habitado por una raza más antigua y más sabia, quizás muy diferente de la nuestra. Creía que los cambios estacionales de las zonas oscuras se debían al desarrollo y marchitamiento de la vegetación. Creía que Marte era muy parecido a la Tierra. Total, creía demasiadas cosas.

Lowell evocaba un Marte antiguo, árido, marchito, un mundo desierto. Pero continuaba pareciéndose a un desierto de la Tierra. El Marte de Lowell tenía muchos rasgos en común con el suroeste de los Estados Unidos, donde estaba situado el observatorio de Lowell. Imaginaba las temperaturas marcianas algo frías, pero tan soportables como las del «Sur de Inglaterra». El aire estaba enrarecido, pero había suficiente oxígeno para hacerlo respirable. El agua era escasa pero la elegante red de canales conducía el líquido portador de vida a todo el planeta.

Ahora sabemos que el reto contemporáneo más serio a las ideas de Lowell tuvo un origen inverosímil. Alfred Russell Wallace, codescubridor de la evolución por selección natural, recibió en 1907 el encargo de comentar uno de los libros de Lowell. Wallace había sido ingeniero en su juventud, y aunque se mostraba algo crédulo en cuestiones de percepción extrasensorial, se mostró admirablemente escéptico en cuanto a la habitabilidad de Marte. Wallace demostró que Lowell se había equivocado al calcular las temperaturas medias de Marte; no eran tan suaves como las temperaturas del Sur de Inglaterra sino que, en todas partes y con poquísimas excepciones, eran inferiores al punto de congelación del agua. Tenía que haber un permafrost, una subsuperficie perpetuamente congelada. El aire era mucho más enrarecido que lo que Lowell había calculado. Los cráteres debían de ser tan abundantes como en la Luna. Y en cuanto al agua de los canales:

Cualquier intento de transportar este escaso excedente [de agua] por medio de canales de gravedad hasta el ecuador y el hemisferio opuesto, a través de regiones desérticas terribles y expuesta a cielos tan despejados como los que describe el señor Lowell, tendría que ser obra de un equipo de locos y no de seres inteligentes. Puede afirmarse con seguridad que ni una gota de agua escaparía a la evaporación o a la filtración a menos de cien millas de su lugar de procedencia.

Este análisis físico devastador y en gran parte correcto fue escrito por Wallace a los ochenta y cuatro años. Su conclusión fue que en Marte la vida, es decir, la existencia de ingenieros civiles interesados en hidráulica era imposible. No dijo nada sobre los microorganismos.

Dibujo de Marte realizado en Francia por E. M. Antoniadi, en 1900. Aparecen en él el casquete polar y la neblina del limbo, pero en condiciones excelentes de observación prácticamente no podían distinguirse canales.

A pesar de la crítica de Wallace, a pesar de que otros astrónomos con telescopios y lugares de observación tan buenos como los de Lowell no pudieran encontrar señal alguna de los fabulados canales, la idea que Lowell tenía de Marte tuvo gran aceptación popular. Tenía una cualidad mítica tan vieja como el Génesis. Parte de su atractivo venía de que el siglo diecinueve fue una época de maravillas de la ingeniería, incluyendo la construcción de enormes canales: el canal de Suez, acabado en 1869; el canal de Corinto, en 1893; el canal de Panamá, 1914; y más cercanas a nosotros, las esclusas del Gran Lago, los canales para barcazas del norte del Estado de Nueva York, y los canales de riego del Sureste de los Estados Unidos. Si los americanos y los europeos podían realizar tales hazañas, ¿por qué no los marcianos? ¿No podía llevar a cabo esfuerzos superiores una especie más antigua y más sabia, capaz de enfrentarse valientemente con la desecación cada vez mayor del planeta rojo?

Nosotros hemos enviado satélites de reconocimiento en órbita alrededor de Marte. Hemos cartografiado el planeta entero. Hemos hecho aterrizar en su superficie dos laboratorios automáticos. Puede decirse que, desde los días de Lowell, los misterios han aumentado en Marte. Sin embargo, después de estudiar fotografías mucho más detalladas de Marte que cualquier imagen que Lowell pudiera haber vislumbrado nunca, no hemos hallado un solo afluente de la pretendida red de canales, ni una sola esclusa. Lowell y Schiaparelli y otros realizaron sus observaciones visuales en condiciones de visibilidad dificultosa, y se equivocaron quizás en parte por una predisposición a creer en la existencia de vida en Marte. Los cuadernos de observación de Percival Lowell reflejan un esfuerzo continuado en el telescopio durante muchos años. Lowell se muestra enterado del escepticismo expresado por otros astrónomos sobre la realidad de los canales. En los cuadernos aparece un hombre convencido de que ha hecho un importante descubrimiento y dolido de que otros no hayan comprendido todavía su importancia. En su cuaderno de 1905, por ejemplo, hay un apunte del 21 de enero: Aparecen canales dobles en destellos, convenciendo de su realidad. Al leer los cuadernos de Lowell tengo la inequívoca sensación de que realmente estaba viendo algo. Pero ¿qué?

Cuando Paul Fox, de Cornell, y yo comparamos los mapas de Lowell sobre Marte con las imágenes orbitales del Mariner 9 —que en ocasiones tenían una resolución mil veces superior a la del telescopio refractor de veinticuatro pulgadas de Lowell, situado en la Tierra—, no encontramos prácticamente ninguna correlación. Había que excluir que el ojo de Lowell hubiera conectado entre sí pequeños detalles inconexos de la superficie de Marte formando ilusorias líneas rectas. En la posición de la mayoría de sus canales no había manchas oscuras ni cadenas de cráteres. Allí no había rasgos en absoluto. Entonces, ¿cómo podía él haber dibujado los mismos rasgos año tras año? ¿Cómo pudieron otros astrónomos algunos de los cuales dijeron no haber examinado con detalle los mapas de Lowell hasta después de sus propias observaciones dibujar los mismos canales? Uno de los grandes hallazgos de la misión del Mariner 9 a Marte fue que hay rayas y manchas, variables con el tiempo, en la superficie de Marte muchos relacionados con las murallas de los cráteres de impacto que cambian según las estaciones. Se deben al polvo arrastrado por el aire y sus formas varían de acuerdo con los vientos estacionales. Pero las rayas no tienen la índole de los canales, no ocupan la posición de los canales, y ninguno de ellos tiene individualmente el tamaño suficiente para ser visto de entrada desde la Tierra. Es inverosímil que en las primeras décadas de este siglo hubiera en Marte rasgos reales, parecidos a los canales de Lowell, que hubieran desaparecido sin dejar rastro al ser ya factibles las investigaciones de cerca con naves espaciales.

Parece que los canales de Marte se deben a un funcionamiento defectuoso de la combinación humana mano/ojo/cerebro en condiciones difíciles de visión (por lo menos de la combinación de algunos hombres, porque muchos astrónomos observando con instrumentos de igual calidad en la época de Lowell y después, afirmaron que no había canales). Pero difícilmente puede ser esta explicación completa, y yo tengo la sospecha insistente de que algún aspecto esencial del problema de los canales marcianos está aún por descubrir. Lowell siempre dijo que la regularidad de los canales era un signo inequívoco de su origen inteligente. Y no se equivocaba. Sólo falta saber en qué lado del telescopio estaba la inteligencia.

Los marcianos de Lowell, que eran benignos y esperanzadores, incluso algo parecidos a dioses, eran muy diferentes a la maligna amenaza expuesta por Wells y Welles en La guerra de los mundos. Los dos tipos de ideas pasaron a la imaginación pública a través de los suplementos dominicales y de la ciencia ficción. Yo recuerdo haber leído de niño, fascinado y emocionado, las novelas marcianas de Edgar Rice Burroughs. Viajé con John Carter, caballero aventurero de Virginia, hasta Barsoom, el nombre que daban a Marte sus habitantes. Seguí a manadas de bestias de carga con ocho patas, los thoat. Y conseguí la mano de la bella Dejah Thoris, princesa de Helium. Me hice amigo de un luchador verde de cuatro metros, llamado Tars Tarkas. Me paseé por las ciudades en aguja y por las abovedadas estaciones de Barsoom, y a lo largo de las verdes veredas de los canales de Nylosirtis y Nephentes.

¿Era posible de hecho y no en la fantasía aventurarse realmente con John Carter en el reino de Helium del planeta Marte? ¿Podríamos aventuramos y salir al exterior una tarde de verano, con nuestro camino iluminado por las dos rápidas lunas de Barsoom, viviendo un viaje de altas emociones científicas? Todas las conclusiones de Lowell sobre Marte, incluyendo la existencia de los Tabulados canales, resultaron ser inconsistentes; pero su descripción del planeta tuvo por lo menos esta virtud: logró que generaciones de niños de ocho años, la mía entre ellas, consideraran la exploración de los planetas como una posibilidad real, se preguntaran si nosotros mismos podríamos volar algún día hasta Marte. John Carter consiguió llegar allí simplemente al situarse de pie en un campo extendiendo sus manos y deseándolo. Recuerdo haberme pasado, de niño, bastantes horas con los brazos resueltamente extendidos en un campo solitario implorando a lo que creía que era Marte, para que me trasladara hasta allí. Nunca dio resultado. Tenía que haber otros sistemas.

Konstantin Eduardovich Tsiolkovsky (1857-1935), pionero ruso de los cohetes y del espacio. Era profesor de una escuela de provincias, sordo y en gran parte autodidacta, que realizó contribuciones básicas a la astronáutica. Imaginó una época en la que los hombres serían capaces de remodelar el medio ambiente de otros mundos, y en 1896 escribió sobre la comunicación con inteligencias extraterrestres. En 1903 describió con todo detalle un cohete de varias fases y de combustible líquido que podría transportar personas más allá de la atmósfera de la Titán. (Cedida por Sovfoto).

Robert Hutchings Goddard (1882-1954) a los once años. Cinco años después, la lectura por entregas de la obra de Wells La guerra de los mundos despertó su imaginación. Al año siguiente, antes de que nadie hubiese volado en un aeroplano o escuchado un aparato de radio, él, subido en un cerezo, ideó un aparato capaz de llegar a Marte. Dedicó el resto de su vida a construirlo. (Cedida por la Biblioteca Goddard, Universidad Clark).

(Izquierda) Goddard a los treinta y cinco años, ajustando a un banco de pruebas una cámara de combustión en acero de un pequeño cohete de carburante sólido. (Derecha) El primer cohete de combustible líquido que llegó a volar. Lanzado por Robert Goddard el 16 de marzo de 1926, desde la granja de su tía Effie en Auburn, Massachusetts, su vuelo duró dos segundos y medio. (Imágenes cedidas por la Biblioteca Goddard, Universidad Clark).

Un cohete posterior de varias fases y combustible líquido, descendiente directo de los primeros intentos de Goddard. El Apolo 11, pilotado por Neil Armstrong, despegó el 16 de julio de 1969 de Cabo Cañaveral, Florida, para un vuelo de tres días a la Luna. (Cedida por la NASA).

Las máquinas, al igual que los organismos, también tienen su evolución. El cohete empezó en China, como la pólvora que lo impulsó primeramente, y allí se utilizó para cometidos ceremoniales y estéticos. Fue importado a Europa hacia el siglo catorce, donde se aplicó a la guerra; a finales del siglo diecinueve, el ruso Konstantin Tsiolkovsky, un profesor de escuela, lo propuso como medio para trasladarse a los planetas, y el científico americano Robert Goddard lo desarrolló seriamente por primera vez para el vuelo a gran altitud. El cohete militar alemán V-2 de la segunda guerra mundial empleaba prácticamente todas las innovaciones de Goddard y culminó en 1948 con el lanzamiento de la combinación de dos fases V-2/WAC Corporal a la altura entonces sin precedentes de 400 kilómetros. En los años cincuenta, los adelantos de ingeniería protagonizados por Sergei Korolov en la Unión Soviética y por Werner von Braun en los Estados Unidos, utilizados como sistemas para el envío de armas de destrucción masiva, condujeron a los primeros satélites artificiales. El ritmo del progreso ha continuado activo: vuelos orbitales tripulados; hombres en órbita y luego aterrizando en la Luna; y naves espaciales sin tripulación lanzadas hacia el exterior para atravesar el sistema solar. Muchas otras naciones han enviado ya naves espaciales, incluyendo a Inglaterra, Francia, Canadá, Japón y China, la sociedad que inventó en primer lugar el cohete.

Había entre las primeras aplicaciones del cohete espacial, imaginadas con placer por Tsiolkovsky y Goddard (quien de joven había leído a Wells y se había sentido estimulado por las lecturas de Percival Lowell) una estación científica orbital para estudiar la Tierra desde una gran altura, y una sonda para detectar vida en Marte. Estos dos sueños han sido ahora realizados.

Imagine que usted es un visitante de otro planeta muy extraño y que se acerca a la Tierra sin ideas preconcebidas. Su visión del planeta mejora a medida que se va acercando y que van destacando los detalles cada vez más finos. ¿Es un planeta habitado? ¿En qué momento puede decidirlo? Si hay seres inteligentes es posible que hayan creado estructuras de ingeniería con elementos de gran contraste en una escala de pocos kilómetros, estructuras que podremos detectar cuando nuestros sistemas ópticos y la distancia desde la tierra proporcionen una resolución de kilómetros. Sin embargo, a este nivel de detallismo la Tierra parece terriblemente estéril. No hay señales de vida, ni inteligente ni de otro tipo, en lugares que nosotros llamamos Washington, Nueva York, Moscú, Londres, París, Berlín, Tokio y Pekín. Si hay seres inteligentes en la Tierra no han modificado demasiado el paisaje transformándolo en estructuras geométricas regulares de resolución kilométrico.

Pero cuando mejoramos diez veces la resolución, cuando empezamos a ver detalles de sólo cien metros de longitud, la situación cambia. Muchos lugares de la Tierra parecen cristalizar de repente, revelando una estructura intrincada de cuadrados y rectángulos, de líneas rectas y círculos. Se trata de obras de ingeniería hechas por seres inteligentes: carreteras, autopistas, canales, tierras de labranza, calles urbanas; una estructura que revela las dos pasiones humanas por la geometría euclidiana y por la territorialidad. A esta escala puede distinguirse la presencia de vida inteligente en Boston, en Washington y en Nueva York. Y con una resolución de diez metros, el nivel de remodelación a que ha sido sometido el paisaje aparece ya con toda claridad. Los hombres han trabajado muchísimo. Estas fotos se tomaron con luz diurna. Pero en el crepúsculo o durante la noche hay otras cosas visibles: los fuegos de pozos petrolíferos en Libia y en el golfo Pérsico; la iluminación del fondo marino por las flotas pesqueras japonesas de calamares; las luces brillantes de las grandes ciudades. Y si con luz de día perfeccionamos nuestra resolución para poder distinguir objetos de un metro de longitud, empezaremos a detectar organismos individuales: ballenas, vacas, flamencos, personas.

Fotografiás mostrando Norteamérica y Europa en la noche desde el espacio (NASA).

La vida inteligente en la Tierra se manifiesta primeramente a través de la regularidad geométrica de sus construcciones. Si la red de canales de Lowell realmente existiese, la conclusión de que Marte está habitado por seres inteligentes resultaría igualmente convincente. Del mismo modo, para poder detectar fotográficamente la vida en Marte, incluso desde una órbita alrededor de Marte, debería haberse llevado a cabo una remodelación importante de su superficie. Las civilizaciones técnicas, constructoras de canales, podrían detectarse fácilmente. Pero si exceptuamos uno o dos rasgos enigmáticos, en la exquisita profundidad de detalles de la superficie marciana, descubiertos por las naves espaciales no tripuladas, no aparece nada de este tipo. Sin embargo, hay muchas más posibilidades, existencia de grandes plantas y animales, de microorganismos, de formas extinguidas, o bien de un planeta que ahora está y estuvo siempre privado de vida. Marte está más lejos del Sol que la Tierra, y sus temperaturas son considerablemente más bajas. Su aire está enrarecido y contiene principalmente dióxido de carbono, aunque haya también algo de nitrógeno molecular, de argón y cantidades muy pequeñas de vapor de agua, oxígeno y ozono. Es imposible que haya hoy en día masas al aire libre de agua líquida, porque la presión atmosférica de Marte es demasiado baja para impedir que el agua, incluso fría, entre rápidamente en ebullición. Puede haber diminutas cantidades de agua líquida en poros y capilaridades del suelo. La cantidad de oxígeno es demasiado pequeña para que un ser humano pueda respirar. El contenido de ozono es tan poco que la radiación germicida ultravioleta del Sol choca sin impedimentos con la superficie marciana. ¿Podría sobrevivir un organismo en un ambiente de este tipo?

Para examinar esta cuestión, hace muchos años, mis colegas y yo preparamos cámaras que simulaban el ambiente marciano entonces conocido, lo inoculamos con microorganismos terrestres y esperamos a ver si alguno sobrevivía. Estas cámaras se han llamado, como era de esperar, botes marcianos. Los botes marcianos hacían oscilar la temperatura según una típica escala marciana desde un punto algo superior al de congelación hacia el mediodía, hasta unos -80° C poco antes del amanecer, dentro de una atmósfera anóxica compuesta principalmente de CO2 y N2. Unas lámparas ultravioletas reproducían el violento flujo solar. No había agua líquida excepto en películas muy finas que humedecían los granos de arena individualmente. Algunos microbios murieron por congelación después de la primera noche y nunca más volvieron a dar señales de vida. Otros dieron unas boqueadas y acabaron pereciendo por falta de oxígeno. Otros murieron de sed, y algunos quedaron fritos por la luz ultravioleta. Pero siempre quedó un número bastante elevado de variedades de microbios terrestres que no necesitan oxígeno; microbios que cerraron temporalmente el negocio cuando las temperaturas descendieron demasiado; que se ocultaron de la luz ultravioleta bajo los guijarros o bajo finas capas de arena. En otros experimentos cuando se dispuso de pequeñas cantidades de agua líquida, los microbios llegaron incluso a prosperar. Si los microbios terrestres pueden sobrevivir en el ambiente marciano, mucho mejor podrán hacerlo en Marte los microbios marcianos, si es que existen. Pero primero tenemos que llegar allí.

La Unión Soviética mantiene un activo programa de exploración planetario con naves no tripuladas. Cada uno o dos años las posiciones relativas de los planetas y la física de Kepler y de Newton permiten el lanzamiento de una nave espacial a Marte o a Venus, con un mínimo gasto de energía. Desde principios de los sesenta la URSS ha perdido muy pocas de estas oportunidades. La insistencia soviética y los logros de su ingeniería han acabado dando generosos resultados. Cinco naves espaciales soviéticas —Venera 8 a 12— han aterrizado en Venus y han conseguido enviar datos desde su superficie, una hazaña no despreciable en una atmósfera planetario tan caliente, densa y corrosiva. Sin embargo, y a pesar de muchas tentativas, la Unión Soviética no ha conseguido aterrizar en Marte; un lugar que, al menos a primera vista, parece más acogedor, con temperaturas frías, una atmósfera mucho más ligera y gases más benignos; con casquetes polares de hielo, claros cielos rosados, grandes dunas de arena, antiguos lechos de ríos, un vasto valle de dislocación; lava hermosa, y volcánica, al menos conocida por nosotros, del sistema solar, y suaves atardeceres de verano en el ecuador. Es un mundo mucho más parecido a la Tierra que Venus.

En 1971, la nave soviética Mars 3 penetró en la atmósfera marciana. Según la información transmitida por radio automáticamente, la nave desplegó con éxito sus sistemas de aterrizaje durante la entrada, orientó correctamente hacia abajo su escudo de ablación, desplegó completamente su gran paracaídas y encendió sus retrocohetes cerca del final de su camino de descenso. Según los datos enviados por el Mars 3, debió de haber aterrizado con éxito en el planeta rojo. Pero la nave espacial, después de aterrizar, envió a la Tierra un fragmento de veinte segundos de una imagen televisiva en blanco, y luego falló misteriosamente. En 1973 tuvo lugar una serie de sucesos muy similares con el vehículo de aterrizaje del Mars 6. En ese caso el fallo ocurrió un segundo después de aterrizar. ¿Qué falló?

La primera ilustración que pude ver del Mars 3 fue un sello soviético (valor, 16 kopecs), en el que aparecía dibujada la nave espacial descendiendo a través de una humareda purpúrea. Pienso que el artista intentaba ilustrar polvo y vientos intensos: Mars 3 entró en la atmósfera durante una enorme tormenta de arena de ámbito global. Tenemos pruebas procedentes de la misión americana Mariner 9 de que en aquella tormenta hubo vientos, cerca de la superficie, de más de 140 metros por segundo: velocidad superior a la mitad de la del sonido en Marte. Tanto nuestros colegas soviéticos como nosotros consideramos probable que esos vientos intensos pillaran a la nave espacial Mars 3 con el paracaídas desplegado, de modo que aterrizó suavemente en dirección vertical pero con una velocidad desbocada en la dirección horizontal. Una nave espacial que desciende colgada de los tirantes de un gran paracaídas es particularmente vulnerable a los vientos horizontales. Es posible que, después de aterrizar, el Mars 3 diera unos cuantos botes, golpeara una roca u otra muestra cualquiera del relieve marciano, volcara, perdiera el contacto por radio con el bus que lo había transportado y fallara.

Pero ¿por qué entró el Mars 3 en medio de una gran tormenta de arena? La misión del Mars 3 fue organizada rígidamente antes de despegar. Cada paso que tenía que dar se registró, antes de partir de la Tierra, en la computadora de a bordo. No había manera de cambiar el programa de la computadora, aún después de darse cuenta de la magnitud de la gran tormenta de arena de 1971. Puede decirse en la jerga de la exploración espacial, que la misión del Mars 3 era preprogramada, no adaptativa. El fallo del Mars 6 es más misterioso. No había tormenta de ámbito planetario cuando esta nave espacial entró en la atmósfera marciana, y no hay razón alguna para sospechar la existencia de una tormenta local, como a veces ocurre, en el punto de aterrizaje. Quizás se produjo un fallo de ingeniería en el momento justo de tocar la superficie. O quizás hay algo especialmente peligroso en relación con la superficie de Marte.

La combinación de éxitos soviéticos en los aterrizajes de Venus y de fallos soviéticos en los aterrizases de Marte, nos causó, como es lógico, una cierta preocupación al preparar la misión norteamericana Viking, que había sido fechada de modo informal, para que depositara suavemente una de sus dos naves sobre la superficie de Marte, coincidiendo con el bicentenario de los EE. UU., el 4 de julio de 1976. La maniobra de aterrizaje del Viking comprendía, como la de sus predecesores soviéticos, un escudo de ablación, un paracaídas y retrocohetes. La atmósfera marciana tiene una densidad de sólo un l% de la atmósfera terrestre, y por ello se desplegó un paracaídas muy grande, de dieciocho metros de diámetro, para frenar la nave espacial cuando entrara en el aire enrarecido de Marte. La atmósfera es tan poco densa que si el Viking hubiera aterrizado a gran altura no hubiera habido atmósfera suficiente para frenar adecuadamente su descenso y se hubiera estrellado. Por lo tanto una de las condiciones era que el punto de aterrizaje estuviera en una región baja. Los resultados enviados por el Mariner 9 y los estudios de radar desde la Tierra nos habían hecho conocer muchas zonas de este tipo.

El gran Valle del Mariner, Vallis Marineris. Descubierto por el Mariner 9 en 1971-1972, tiene 5000 kilómetros de longitud y aproximadamente 100 kilómetros de ancho. Se ven valles afluentes causados posiblemente por corrientes de agua y rayas dibujadas por el viento, relacionadas con cráteres de impacto. (NASA).

A fin de evitar el destino probable de Mars 3, quisimos que el Viking aterrizara en un lugar y en un momento de vientos débiles. Los vientos que harían estrellarse al vehículo de aterrizaje tendrían probablemente fuerza suficiente para alzar polvo de la superficie. Si pudiésemos controlar que el lugar de aterrizaje propuesto no estaba cubierto con arena flotante y movediza, tendríamos por lo menos una cierta garantía de que los vientos no eran intolerablemente intensos. Esta fue una de las razones para trasladar cada vehículo de aterrizaje Viking con su vehículo orbital hasta la órbita de Marte, y allí retrasar el descenso hasta que el vehículo orbital hubo estudiado el lugar de aterrizaje. Habíamos descubierto con el Mariner 9 que en épocas de vientos intensos se producen cambios característicos en los rasgos brillantes y oscuros de la superficie marciana. Si las fotografías orbitales de un determinado punto de aterrizaje para el Viking hubieran mostrado tales estructuras movedizas, desde luego no lo habríamos considerado seguro. Pero nuestras garantías no podían ofrecer una seguridad del cien por cien. Podríamos imaginar, por ejemplo, un punto de aterrizaje donde los vientos fueran tan fuertes que se hubiesen llevado ya todo el polvo móvil. Entonces careceríamos de pistas sobre la posible presencia de vientos intensos en aquel punto. Las predicciones meteorológicas detalladas sobre Marte eran por supuesto mucho menos seguras que las de la Tierra. Uno de los muchos objetivos de la misión Viking era precisamente proporcionar información sobre la meteorología de ambos planetas.

Imagen del Mariner 9 (izquierda) y modelo computarizado (derecha) del monte Olimpo, Olympus Mons, la mayor masa volcánica identificada hasta la fecha de modo inequívoco en el sistema solar. Su área tiene aproximadamente el tamaño de Arizona y su altitud es casi tres veces la del monte Everest. Se formó en una época de gran actividad geológica en Marte hace unos mil millones de años. (NASA).

A causa de las limitaciones impuestas por las comunicaciones y por la temperatura, el Viking no podía aterrizar en latitudes marcianas elevadas. A distancias hacia el polo superiores a unos 45 o 50° en ambos hemisferios, hubieran sido inoportunamente cortos tanto el útil de comunicación de la nave espacial con la Tierra como el tiempo durante el cual la nave espacial evitaría unas temperaturas peligrosamente bajas.

No deseábamos aterrizar en un lugar demasiado accidentado. La nave espacial podía volcar o estrellarse, o si no el brazo mecánico, al intentar obtener muestras del suelo marciano, podía quedar agarrotado o colgando y moviéndose inútilmente a un metro de la superficie. Tampoco queríamos aterrizar en lugares que estuvieran demasiado blandos. Si los tres pies de aterrizaje de la nave espacial se hubieran hundido profundamente en un suelo poco consistente, se habrían producido varias consecuencias indeseables, incluyendo la inmovilización del brazo de muestreo. Pero tampoco queríamos aterrizar en un lugar demasiado duro; si hubiésemos aterrizado en un campo de lava vítrea, por ejemplo, sin rastro de materia polvorienta en la superficie, el brazo mecánico no hubiese podido obtener las muestras vitales para los experimentos químicos y biológicos previstos.

Las mejores fotografías disponibles en aquel momento —tomadas desde el vehículo orbital Mariner 9— mostraban rasgos no inferiores a 90 metros de diámetro. Las imágenes del vehículo orbital Viking sólo mejoraban estas cifras ligeramente. Las rocas con un tamaño de un metro quedaban totalmente invisibles en estas fotografías, y podían haber provocado consecuencias desastrosas para el aterrizaje del Viking. Asimismo un polvo fino y hondo podía resultar indetectable fotográficamente. Afortunadamente existía una técnica que nos capacitaba para determinar la aspereza o la blandura del lugar de aterrizaje propuesto: el radar. Un lugar muy accidentado dispersa el haz de radar procedente de la Tierra hacia sus lados y por lo tanto resulta escasamente reflector, es decir oscuro visto con el radar. Un lugar muy blando resulta escasamente reflector a causa de los muchos intersticios existentes entre cada grano de arena. No podíamos distinguir los lugares accidentados de los lugares blandos, pero no necesitábamos distinciones de este tipo para seleccionar el lugar de aterrizaje. Sabíamos que ambos terrenos eran peligrosos. Estudios preliminares de radar indicaban que de un cuarto a un tercio de la superficie de Marte podía ser oscura al radar, y por lo tanto peligrosa para el Viking. Pero a través de radares instalados en la Tierra no se puede examinar la totalidad de Marte: sólo una franja comprendida aproximadamente entre los 25° N y los 25° S. El vehículo orbital Viking no transportaba ningún sistema de radar para cartografiar la superficie.

Había muchas limitaciones, quizás demasiadas, nos temíamos. Nuestros puntos de aterrizaje no podían ser demasiado altos ni estar excesivamente expuestos al viento, ni ser demasiado duros, ni demasiado blandos, ni demasiado accidentados, ni demasiado próximos al polo. Resultaba notable que hubiese en todo Marte algunos lugares que satisfaciesen simultáneamente todos nuestros criterios de seguridad. Pero también quedaba claro que nuestra búsqueda de puertos seguros nos dirigía a aterrizar en lugares que eran en su mayor parte aburridos.

Neblina matutina y escarcha en el terreno profundamente erosionado de Noctis Labyrinthus, Laberinto de la Noche. Foto del vehículo orbital Viking. (Cedida por la NASA).

Cuando cada una de las dos combinaciones vehículo orbital vehículo de aterrizaje del Viking quedaba insertada en órbita marciana estaba destinada ya, de modo inalterable, a aterrizar en una cierta latitud de Marte. Si el punto bajo de la órbita estaba a 21° de latitud norte marciana, el vehículo de aterrizaje descendería a 21° N, aunque bastaría esperar que el planeta girase debajo suyo para poder aterrizar en cualquier longitud. De este modo los equipos científicos del Viking seleccionaron latitudes en las cuales había más de un lugar prometedor. El objetivo fijado para el Viking 1 fue 21° N. El punto primario de aterrizaje estaba en una región llamada Crise (en griego tierra del oro), cerca de la confluencia de cuatro sinuosos canales que se creen excavados en épocas previas de la historia marciana por corrientes de agua. Crise parecía satisfacer todos los criterios de seguridad. Pero las observaciones de radar habían estudiado zonas cercanas y no el mismo lugar de aterrizaje de Crise. A causa de la geometría de la Tierra y de Marte, hasta unas pocas semanas antes de la fecha nominal del aterrizaje no se realizaron las primeras observaciones de radar de Crise.

La latitud propuesta para el aterrizaje del Viking 2 era 44° N; el primer punto, un lugar llamado Cidonia, fue elegido porque, según ciertos argumentos teóricos, había una probabilidad significativa de hallar allí pequeñas cantidades de agua líquida, al menos en alguna temporada del año marciano. Los experimentos biológicos del Viking estaban muy orientados hacia organismos que se sienten cómodos en el agua líquida, y por ello algunos científicos afirmaban que la posibilidad de que el Viking encontrara vida aumentaría sustancialmente en Cidonia. Por otro lado se decía que si había microorganismos en algún lugar de un planeta con vientos tan fuertes como los de Marte, estarían también en todas partes. Ambas posturas parecían justificadas y era difícil decidirse entre ellas. Pero lo que en definitiva estaba muy claro era que los 44° N eran totalmente inaccesibles a la comprobación por radar del punto de aterrizaje; teníamos que aceptar el importante riesgo de que el Viking 2 fracasara si lo enviábamos a las altas latitudes septentrionales. Se decía en ocasiones que si el Viking 1 descendía y funcionaba correctamente podríamos permitirnos un riesgo mayor con el Viking 2. Me encontré a mí mismo dando recomendaciones muy cautelosas sobre el destino de una misión que había costado mil millones de dólares. Podía imaginar, por ejemplo, el fallo de un instrumento clave en Crise justamente después de un desafortunado y violento aterrizaje en Cidonia. Para mejorar las opciones del Viking, se seleccionaron lugares de aterrizaje adicionales, muy diferentes geológicamente de Crise y de Cidonia, en la región comprobada por radar cerca de la latitud 4° S. Hasta prácticamente el último minuto no se tomó la decisión de que el Viking descendiera en una latitud alta o baja, y el punto elegido finalmente, en la misma latitud que Cidonia, fue un lugar con el esperanzador nombre de Utopía.

El lugar de aterrizaje previsto originalmente para el Viking 1, después de examinar las fotografías del vehículo orbital y los datos de última hora del radar con base en la Tierra, nos pareció inaceptablemente arriesgado. Durante un tiempo me imaginé al Viking 1 condenado, como el legendario holandés errante, a vagar para siempre por los cielos de Marte, sin encontrar nunca un puerto seguro. Por fin encontramos un lugar adecuado, también en Crise pero lejos de la confluencia de los cuatro viejos canales. El retraso nos impidió hacerlo aterrizar el 4 de julio de 1976, pero todos estaban de acuerdo en que un aterrizaje accidentado por aquellas fechas sería un regalo no muy satisfactorio para el doscientos cumpleaños de los Estados Unidos. Dieciséis días más tarde encendimos los retrocohetes para salir de órbita y entramos en la atmósfera marciana.

El vehículo de aterrizaje Viking envuelto en su escudo de ablación en forma de caparazón aéreo (abajo), se separa del vehículo orbital y entra en la atmósfera enrarecida de Marte. Ambos vehículos están en órbita alrededor de Marte, situado a miles de kilómetros más abajo, con su prominente casquete polar. (Dibujo de Don Davis).

Después de un viaje interplanetario de año y medio, con un recorrido de cien millones de kilómetros dando un rodeo alrededor del Sol, cada combinación vehículo orbital / vehículo de aterrizaje se insertó en su órbita correcta alrededor de Marte; los vehículos orbitales estudiaron los lugares de aterrizaje propuestos; los vehículos de aterrizaje entraron en la atmósfera de Marte dirigidos por radio, orientaron correctamente sus escudos de ablación, desplegaron los paracaídas, se despojaron de las cubiertas, y encendieron los retrocohetes. Por primera vez en la historia de la humanidad, naves espaciales tocaron en Crise y en Utopía el suelo del planeta rojo, de modo suave y seguro. Estos triunfales aterrizases se debieron en gran parte a la gran capacidad técnica aplicada a su diseño, fabricación y puesta a prueba, y a la habilidad de los controladores de la nave espacial. Pero también, al ser Marte un planeta tan peligroso y misterioso, intervino por lo menos un elemento de suerte.

Inmediatamente después del aterrizaje tenían que enviarse las primeras imágenes. Sabíamos que habíamos elegido lugares poco interesantes. Pero podíamos tener esperanzas. La primera imagen que tomó el vehículo de aterrizaje del Viking 1 fue de uno de sus pies: si el vehículo se iba a hundir en las arenas movedizas de Marte, queríamos enteramos antes de que la nave espacial desapareciese. La imagen se fue formando, línea a línea, hasta que pudimos ver con gran alivio el pie asentado firmemente y sin mojarse sobre la superficie de Marte. Pronto se materializaron otras imágenes, con cada elemento de la fotografía transmitido por radio individualmente a la Tierra.

La primera imagen de la superficie de Marte que haya llegado a la Tierra, radiada el 20 de julio de 1976. A la derecha se observa parte del pie de aterrizaje número 2, asentado de modo seguro sobre la superficie. Más tarde se descubrió que otro pie de aterrizaje estaba enterrado en la arena. La roca vesicular del centro tiene unos diez centímetros de diámetro.

Recuerdo que me quedé asombrado ante la primera imagen del vehículo de aterrizaje que mostraba el horizonte de Marte. Aquello no era un mundo extraño, pensé; conocía lugares como aquel en Arizona, en Colorado y en Nevada. Había rocas y arena acumulada y una eminencia en la distancia, todo tan natural y espontáneo como cualquier paisaje de la Tierra. Marte era un lugar. Por supuesto, me hubiera sorprendido ver a un explorador canoso surgir de detrás de una duna, conduciendo su mula, pero al mismo tiempo la idea no parecía descabellada. No me había pasado por la cabeza nada remotamente parecido durante todas las horas que pasé examinando las imágenes de la superficie de Venus tomadas por los Venera 9 y 10. Sabía que de un modo u otro ese era el mundo al cual regresaríamos.

La primera imagen a color de la superficie de Marte enviada por el Viking 2 desde la Utopia Planitia.

El paisaje es vigoroso, rojo y encantador: por encima del horizonte asoman rocas arrojadas en la creación de un cráter, pequeñas dunas de arena, rocas que han estado repetidamente cubiertas y descubiertas por el polvo de acarreo, plumas de un material de grano fino arrastradas por el viento. ¿De dónde provenían las rocas? ¿Cuánta arena había arrastrado el viento? ¿Cuál debió ser la historia anterior del planeta para poder crear esas rocas perdidas, esos peñascos sepultados, estas excavaciones poligonales del terreno? ¿De qué estaban hechas las rocas? ¿Del mismo material que la arena? ¿La arena era sólo roca pulverizada o algo más? ¿Por qué es rosáceo el cielo? ¿De qué está compuesto el aire? ¿A qué velocidad van los vientos? ¿Hay temblores de tierra marcianos? ¿Cómo cambian, según las estaciones, la presión atmosférica y el aspecto del paisaje?

El Viking ha proporcionado respuestas definitivas, o por lo menos aceptables, a cada una de estas preguntas. El Marte que nos revela la misión Viking es de un enorme interés, especialmente si recordamos que los lugares de aterrizaje fueron elegidos por su aspecto aburrido. Pero las cámaras no revelaron signo alguno de constructores de canales, ni de coches volantes barsoomianos, ni de espadas cortas, ni de princesas u hombres luchando, ni de thoats o huellas de pisadas, ni siquiera de un cactus o de una rata canguro. En todo lo que alcanzaba la mirada, no había señal alguna de vida.[29]

Quizás haya grandes formas de vida en Marte, pero no en nuestros dos lugares de aterrizaje. Quizás haya formas más pequeñas en cada roca y en cada grano de arena. Durante la mayor parte de su historia las regiones de la Tierra que no estaban cubiertas de agua se parecían bastante a lo que hoy en día es Marte: con una atmósfera rica en dióxido de carbono, con una luz ultravioleta incidiendo violentamente sobre la superficie a través de una atmósfera desprovista de ozono. Las plantas y animales grandes no colonizaron la Tierra hasta la última décima parte de la historia de nuestro planeta. Y sin embargo, durante tres mil millones de años hubo microorganismos por toda la Tierra. Si queremos buscar vida en Marte tenemos que buscar microbios.

El vehículo de aterrizaje Viking extiende las capacidades humanas a paisajes distintos y extraños. Según algunos criterios, es casi tan listo como un saltamontes; según otros, su inteligencia está al nivel de una bacteria. No hay nada insultante en estas comparaciones. La naturaleza tardó cientos de millones de años en crear por evolución una bacteria, y miles de millones de años para hacer un saltamontes. Tenemos solamente un poco de experiencia en estos asuntos, y ya nos convertiremos en expertos. El Viking tiene dos ojos como nosotros, pero a diferencia de los nuestros también trabajan en el infrarrojo; un brazo de muestreo que puede empujar rocas, excavar y tomar muestras del suelo; una especie de dedo que saca para medir la velocidad y la dirección de los vientos; algo equivalente a una nariz y a unas papilas gustativas, que utiliza para captar con mucha mayor precisión que nosotros la presencia de rastros de moléculas; un oído interior con el cual puede detectar el retumbar de los temblores marcianos y las vibraciones más suaves causadas por el viento en la nave espacial; y sistemas para detectar microbios. La nave espacial tiene su propia fuente independiente de energía radiactiva. Toda la información científica que obtiene la radia a la Tierra. Recibe instrucciones desde la Tierra, y de este modo los hombres pueden ponderar el significado de los resultados del Viking y comunicar a la nave espacial que haga algo nuevo.

Pero ¿cuál es el sistema mejor para buscar microbios en Marte, teniendo en cuenta las limitaciones de tamaño, coste y energía? De momento no podemos enviar allí microbiólogos. Yo una vez tuve un amigo, un extraordinario microbiólogo llamado Wolf Vishniac, de la Universidad de Rochester, en Nueva York. A fines de los años cincuenta, cuando apenas empezábamos a pensar seriamente en buscar vida en Marte, participó en una reunión científica en la que un astrónomo expresó su asombro al ver que los biólogos no disponían de ningún instrumento sencillo, fiable y automatizado para buscar microorganismos. Vishniac decidió hacer algo en este sentido.

Desarrolló un pequeño aparato para enviarlo a los planetas. Sus amigos lo llamaron la Trampa del Lobo. Había que transportar hasta Marte una pequeña ampolla de materia orgánica nutriente, obtener una muestra de tierra de Marte para mezclarla con ella, y observar los cambios en la turbidez del líquido a medida que los bacilos marcianos (suponiendo que los hubiese) crecían (suponiendo que lo hicieran). La Trampa del Lobo fue seleccionada junto con otros tres experimentos microbiológicos para viajar a bordo de los vehículos de aterrizaje del Viking. Dos de los otros tres experimentos también se basaban en dar comida a los marcianos. El éxito de la Trampa del Lobo depende de que a los bacilos les guste el agua. Algunos pensaron que Vishniac sólo conseguiría ahogar a sus marcianitos. Pero la ventaja de la Trampa del Lobo es que no imponía condiciones a los microbios marcianos sobre lo que debían hacer con su comida. Solamente tenían que crecer. Los demás experimentos formulaban suposiciones concretas sobre gases que los microbios iban a desprender o absorber, suposiciones que eran poco más que conjeturas.

La Administración Nacional de Aeronáutica y del Espacio (NASA), que dirige el programa de exploración planetario de los Estados Unidos, es propensa a recortar con frecuencia y de un modo imprevisible los presupuestos. Sólo en raras ocasiones hay incrementos imprevistos en los presupuestos. Las actividades científicas de la NASA tienen un apoyo gubernamental muy poco efectivo, y la ciencia es con frecuencia la víctima propiciatoria cuando hay que retirar dinero de la NASA. En 1971 se decidió que debía eliminarse uno de los cuatro experimentos microbiológicos y se cargaron la Trampa del Lobo. Esto fue una decepción abrumadora para Vishniac, que había dedicado doce años a esta investigación.

Wolf Vladimir Vishniac, microbiólogo (1922-1973). Fotografiado en 1973 en la Antártida. (Cedida por Zeddíe Bowen).

Muchos en su lugar se hubieran largado airadamente del Equipo Biológico del Viking. Pero Vishniac era un hombre apacible y perseverante. Decidió que como mejor podía servir a la causa de buscar vida en Marte era trasladándose al medio ambiente que en la Tierra más se parecía al de Marte: los valles secos de la Antártida. Algunos investigadores habían estudiado ya el suelo de la Antártida y llegaron a la conclusión de que los pocos microbios que pudieron encontrar no eran realmente nativos de los valles secos, sino que habían sido transportados allí por el viento desde otros ámbitos más clementes. Vishniac recordó los experimentos con los Botes marcianos, consideró que la vida era tenaz y que la Antártida era perfectamente consecuente con la microbiología. Pensó que si los bichitos terrestres podían vivir en Marte, también podían hacerlo en la Antártida, que era mucho más cálida y húmeda, y que tenía más oxígeno y mucha menos luz ultravioleta. Y a la inversa, pensó que encontrar vida en los valles secos de la Antártida mejoraría a su vez las posibilidades de vida en Marte. Vishniac creía que las técnicas experimentales utilizadas anteriormente para deducir la existencia de microbios no indígenas en la Antártida eran imperfectas. Los nutrientes eran adecuados para el confortable ámbito de un laboratorio microbiológico universitario, pero no estaban preparados para el árido desierto polar. Así pues, el 8 de noviembre de 1973, Vishniac, su nuevo equipo microbiológico, y un compañero geólogo fueron trasladados en helicóptero desde la Estación de Mc Murdo hasta una zona próxima al Monte Balder, un valle seco de la cordillera Asgard. Su sistema consistía en implantar las pequeñas estaciones microbiológicas en el suelo de la Antártida y regresar un mes más tarde a recogerlas. El 10 de diciembre de 1973 salió para recoger muestras en el Monte Balder; su partida se fotografió desde unos tres kilómetros de distancia. Fue la última vez que alguien le vio vivo. Dieciocho horas después su cuerpo fue descubierto en la base de un precipicio de hielo. Se había aventurado en una zona no explorada con anterioridad, parece ser que resbaló en el hielo y cayó rodando y dando saltos a lo largo de 150 metros. Quizás algo llamó su atención, un probable hábitat de microbios, por ejemplo, o una mancha verde donde no tenía que haber ninguna. Jamás lo sabremos. En el pequeño cuaderno marrón que llevaba aquel día, el último apunte dice Recuperada la estación 202. 10 de diciembre de 1973. 22 30 horas. Temperatura del suelo, -10°. Temperatura del aire, -16°. Había sido una temperatura típica de verano en Marte.

Muchas de las estaciones microbiológicas de Vishniac están aún instaladas en la Antártida. Pero las muestras recogidas fueron examinadas, siguiendo sus métodos, por sus colegas profesionales y sus amigos. Se encontró, en prácticamente cada lugar examinado, una amplia variedad de microbios que habrían sido indetectables con técnicas de tanteo convencionales. Su viuda, Helen Simpson Vishniac, descubrió entre sus muestras una nueva especie de levadura, aparentemente exclusiva de la Antártida. Grandes rocas traídas de la Antártida por esa expedición, y examinadas por Imre Friedmann, resultaron tener una fascinante microbiología: a uno o dos milímetros de profundidad dentro de la roca, las algas habían colonizado un mundo diminuto, en el cual quedaban aprisionadas pequeñas cantidades de agua y se hacían líquidas. Un lugar como este hubiera sido más interesante todavía en Marte, porque la luz visible necesaria para la fotosíntesis penetraría hasta esa profundidad, pero la luz ultravioleta bactericida quedaría por lo menos parcialmente atenuada.

Como el plan de una misión espacial queda concluido muchos años antes del lanzamiento, y debido a la muerte de Vishniac, los resultados de sus experimentos antárticos no influyeron en el sistema seguido por el Viking para buscar vida en Marte. En general, los experimentos microbiológicos no se llevaron a cabo en la baja temperatura marciana, y la mayoría no preveían tiempos largos de incubación. Todos ellos formulaban suposiciones bastante concretas sobre cómo tenía que ser el metabolismo marciano. No había posibilidad de buscar vida dentro de las rocas.

El brazo de muestreo del Viking 1, en Marte, recoge del suelo muestras para los experimentos microbiológicos, dejando luego (derecha) una zanja superficial. (Cedida por la NASA).

Cada vehículo de aterrizaje del Viking iba equipado con un brazo de muestreo para sacar material de la superficie y retirarlo lentamente hacia el interior de la nave espacial, a fin de transportar luego las partículas en pequeñas tolvas, como un tren eléctrico, hacia cinco experimentos diferentes: uno sobre la química inorgánica del suelo, otro para buscar moléculas orgánicas en el polvo y en la arena, y tres para buscar vida microbiana. Cuando buscamos vida en un planeta formulamos ciertas suposiciones. Intentamos en la medida de lo posible no dar por sentado que la vida será en otras partes como la de aquí. Pero lo que podemos hacer tiene sus límites. Sólo conocemos de modo detallado la vida en la Tierra. Los experimentos biológicos del Viking suponen un primer esfuerzo de exploración pero no representan en absoluto una búsqueda definitiva de vida en Marte. Los resultados han sido tentadores, fastidiosos, provocativos, estimulantes, y por lo menos hasta hace poco, no han llevado a ninguna conclusión definitiva.

Cada uno de los tres experimentos microbiológicos responde a un tipo de pregunta, pero siempre a una pregunta sobre el metabolismo marciano. Si hay microorganismos en el suelo de Marte, deben ingerir alimento y desprender gases de desecho; o deben de tomar gases de la atmósfera y convertirlos, quizás con la ayuda de luz solar, en materiales utilizables. Por lo tanto, llevamos comida a Marte confiando en que los marcianos, suponiendo que haya alguno, la encuentren sabrosa. Luego esperamos que se desprenda del suelo algún nuevo gas interesante. O bien suministramos nuestros propios gases marcados radiactivamente para ver si se convierten en materia orgánica, en cuyo caso deducimos la existencia de pequeños marcianos.

De acuerdo con los criterios fijados antes del lanzamiento, dos de los tres experimentos microbiológicos del Viking parecen haber dado resultados positivos. Primero, al mezclar el suelo marciano con una sopa orgánica de la Tierra, algo del suelo descompuso químicamente la sopa; casi como si hubiera microbios respirando y metabolizando un paquete de comida de la Tierra. Segundo, al introducir los gases de la Tierra en la muestra del suelo marciano, los gases se combinaron químicamente con el suelo; casi como si hubiera microbios fotosintetizadores, que generaron materia orgánica a partir de los gases atmosféricos. Los resultados positivos de la microbiología marciana se obtuvieron en siete muestreos diferentes y en dos lugares de Marte separados por 5000 kilómetros de distancia.

Roca con arena encima conocida como el «Gran Joe» en Crise. Si el Viking 1 hubiese aterrizado sobre ella, la nave espacial se habría estrellado. (Cedida por la NASA).

Pero la situación es compleja, y quizás los criterios de éxito experimental fueron inadecuados. Se hicieron enormes esfuerzos para montar los experimentos microbiológicos del Viking y ponerlos a prueba con toda una variedad de microbios. Pero se trabajó muy poco para calibrar los experimentos con probables materiales inorgánicos de la superficie de Marte. Marte no es la Tierra. Como nos recuerda el legado de Percival Lowell, podemos muy bien engañarnos. Quizás el suelo marciano contiene una química inorgánica exótica, capaz por sí misma y en ausencia de microbios marcianos, de oxidar las materias comestibles. Quizás hay algún catalizador inorgánico especial en el suelo, no vivo, capaz de atrapar gases atmosféricos y convertirlos en moléculas orgánicas.

Experimentos recientes sugieren que quizás sea así. En la gran tormenta de polvo marciana del año 1971, el espectrómetro infrarrojo del Mariner 9 obtuvo datos espectrales del polvo. Al analizar ese espectro, O. B. Tollon, J. B. Pollack y yo nos encontramos con que ciertos rasgos parecían responder mejor a la montmorillonita y a otros tipos de arcilla. Observaciones posteriores por el vehículo de aterrizaje del Viking apoyan la identificación de las arcillas arrastradas por el viento en Marte. Ahora bien, A. Banin y J. Rishpon se han encontrado con que podían reproducir algunos de los aspectos claves tanto los que parecían fotosíntesis como los que parecían respiración de los experimentos microbiológicos positivos del Viking, si en los experimentos de laboratorio ponían tales arcillas en lugar del suelo marciano. Las arcillas tienen una superficie activa compleja, propensa a absorber y a emitir gases y a catalizar reacciones químicas. Es demasiado pronto para decir que todos los resultados microbiológicos del Viking pueden explicarse por la química inorgánico, pero un resultado de este tipo ya no nos sorprendería. La hipótesis de la arcilla no excluye de ningún modo que haya vida en Marte, pero nos lleva realmente a un punto tal que nos permite decir que no hay pruebas convincentes para la microbiología en Marte.

Incluso así, los resultados de Banin y Rishpon son de una gran importancia biológica, pues demuestran que a pesar de la ausencia de vida puede haber un tipo de suelo que haga algunas de las cosas que hace la vida. Es posible que en la Tierra, antes de haber vida, ya hubiera habido procesos químicos en el suelo semejantes a los ciclos de respiración y fotosíntesis, que quizás luego incorporó la vida al nacer. Además, sabemos que las arcillas de montmorillonita son un potente catalizador para la combinación de aminoácidos en cadenas moleculares más largas, semejantes a las proteínas. Las arcillas de la Tierra primitiva pueden haber sido la forja de la vida, y la química del Marte actual puede ofrecer claves esenciales sobre el origen y la historia inicial de la vida en nuestro planeta.

La superficie marciana muestra muchos cráteres de impacto, cada uno llamado según el nombre de una persona, normalmente de un científico. El cráter Vishniac está situado de modo idóneo en la región antártica de Marte. Vishniac no dijo que hubiese vida en Marte, simplemente que era posible, y que era extraordinariamente importante saber si la había. Si existe vida en Marte, tendremos una oportunidad única para poner a prueba la generalidad de nuestra forma de vida. Y si no hay vida en Marte, un planeta bastante similar a la Tierra, debemos entender el porqué; ya que en ese caso, como recalcó Vishniac, tenemos la clásica confrontación científica del experimento y del control.

El descubrimiento de que los resultados microbiológicos del Viking pueden ser explicados por las arcillas, de que no implican necesariamente la existencia de vida, ayuda a resolver otro misterio: el experimento de química orgánica del Viking no manifestó ni rastro de materia orgánica en el suelo de Marte. Si hay vida en Marte, ¿dónde están los cuerpos muertos? No pudo hallarse molécula orgánica alguna; ni los bloques constructivos de proteínas y de ácidos nucleicos, ni hidrocarbonos simples, es decir, ningún rastro de la sustancia de la vida en la Tierra. No es necesariamente una contradicción, porque los experimentos microbiológicos del Viking son un millar de veces más sensibles (por átomo de carbono equivalente) que los experimentos químicos del Viking, y parece que detectan materia orgánica sintetizada en el suelo marciano. Pero esto no deja mucho margen. El suelo terrestre está cargado con residuos orgánicos de organismos vivos anteriormente; el suelo de Marte tiene menos materia orgánica que la superficie de la Luna. Si nos aferramos a la hipótesis de vida, podemos suponer que los cuerpos muertos han sido destruidos por la superficie de Marte, que es químicamente reactiva y oxidante, como un germen en una botella de peróxido de hidrógeno; o que hay vida, pero de una clase en la cual la química orgánica juega un papel menos básico que el que tiene en la vida de la Tierra.

Pero esta última alternativa me parece un argumento especioso: soy, aunque me pese, un declarado chauvinista del carbono. El carbono abunda en el Cosmos. Construye moléculas maravillosamente complejas, buenas para la vida. También soy un chauvinista del agua. El agua constituye un sistema solvente ideal para que pueda actuar en él la química orgánica, y permanece liquida en una amplia escala de temperaturas. Pero a veces me pregunto: ¿Es posible que mi cariño por estos materiales se deba, en cierto modo, a que estoy compuesto principalmente por ellos? ¿Estamos basados en el carbono y en el agua porque esos materiales eran abundantes en la Tierra cuando apareció en ella la vida? ¿Es posible que la vida en otro lugar en Marte, por ejemplo esté compuesta de sustancias distintas?

El vehículo de aterrizaje Viking, simulando una operación en el Valle de la Muerte, California. Entre las dos torres que contienen las cámaras de televisión está la funda que guarda el brazo de muestreo todavía sin desplegar. (Fotografía, Bill Ray).

Yo soy un conjunto de agua, de calcio y de moléculas orgánicas llamado Carl Sagan. Tú eres un conjunto de moléculas casi idénticas, con una etiqueta colectiva diferente. Pero ¿es eso todo? ¿No hay nada más aparte de las moléculas? Hay quien encuentra esta idea algo degradante para la dignidad humana. Para mí es sublime que nuestro universo permita la evolución de maquinarias moleculares tan intrincadas y sutiles como nosotros.

Pero la esencia de la vida no son tanto los átomos y las simples moléculas que nos constituyen como la manera de combinarse entre sí. De vez en cuando alguien nos recuerda que las sustancias químicas que forman el cuerpo humano cuestan noventa y siete centavos o diez dólares o alguna cifra de este tipo; es algo deprimente descubrir que nuestros cuerpos están tan poco valorados. Sin embargo, estas estimaciones son válidas sólo para los seres humanos reducidos a sus componentes más simples posibles. Nosotros estamos constituidos principalmente por agua, que apenas cuesta nada; el carbono se valora en forma de carbón; el calcio de nuestros huesos en forma de yeso; el nitrógeno de nuestras proteínas en forma de aire (también barato); el hierro de nuestra sangre en forma de clavos herrumbrosos. Si sólo supiésemos esto, podríamos sentir la tentación de reunir todos los átomos que nos constituyen, mezclarlos en un gran recipiente y agitar. Podemos estarnos todo el tiempo que queramos haciéndolo. Pero al final lo único que conseguiremos es una aburrida mezcla de átomos. ¿Qué otra cosa podíamos esperar?

Harold Morowitz ha calculado lo que costaría reunir los constituyentes moleculares correctos que componen un ser humano, comprando las moléculas en casas de suministros químicos. La respuesta resulta ser de diez millones de dólares aproximadamente, lo cual debería de hacernos sentir a todos un poco mejor. Pero ni aún así podríamos mezclar esas sustancias químicas y ver salir del bote a un ser humano. Eso está muy por encima de nuestras posibilidades, y lo estará probablemente durante un período muy largo de tiempo. Afortunadamente hay otros métodos menos caros y más seguros de hacer seres humanos.

Pienso que las formas de vida de muchos mundos estarán compuestas en principio por los mismos átomos que tenemos aquí, quizás también por muchas de las mismas moléculas básicas, como proteínas y ácidos nucleicos; pero combinados de modos desconocidos. Quizás si hay organismos flotando en las densas atmósferas planetarias tendrán una composición atómica muy parecida a la nuestra, pero es posible que carezcan de huesos y que por lo tanto no necesiten mucho calcio. Quizás en otros lugares se utilice un solvente diferente del agua. El ácido fluorhídrico puede servir bastante bien, aunque no haya una gran cantidad de flúor en el Cosmos; el ácido fluorhídrico causaría mucho daño al tipo de moléculas de que estamos hechos; pero otras moléculas orgánicas, las ceras de parafina, por ejemplo, se mantienen perfectamente estables en su presencia. El amoníaco líquido resultaría un sistema solvente todavía mejor, ya que el amoníaco es muy abundante en el Cosmos. Pero sólo es líquido en mundos mucho más fríos que la Tierra o que Marte. El amoníaco es normalmente un gas en la Tierra, como le sucede al agua en Venus. O quizás haya cosas vivas que no tienen ningún sistema solvente: una vida de estado sólido donde en lugar de moléculas flotando hay señales eléctricas que se propagan.

Pero estas suposiciones no salvan la idea de que los experimentos del vehículo de aterrizaje Viking indican la presencia de vida en Marte. En ese mundo bastante parecido a la Tierra, con abundancia de carbono y de agua, la vida, si es que existe, debería estar basada en la química orgánica. Los resultados de química orgánica, como los resultados fotográficos y microbiológicos, coinciden todos ellos en que a finales de los setenta no hay vida en las partículas finas de Crise y Utopía. Quizás a algunos milímetros de profundidad bajo las rocas (como en los valles secos de la Antártida), o en algún otro lugar del planeta, o en una época anterior, de clima más benigno. Pero no en el lugar y en el momento en que nosotros buscábamos.

La exploración de Marte por el Viking constituye una misión de la mayor importancia histórica; es la primera búsqueda seria de otros posibles tipos de vida, la primera supervivencia de una nave espacial funcionando durante más de una hora en cualquier otro planeta (el Viking 1 sobrevivió durante años), el origen de una rica cosecha de datos de geología, sismología, mineralogía, meteorología y media docena más de ciencias de otro mundo.

¿Cómo deberíamos proseguir estos espectaculares avances? Algunos científicos quieren enviar un aparato automático capaz de aterrizar, sacar muestras del suelo y devolverlas a la Tierra, para examinarlas con gran detalle en los grandes y complejos laboratorios de la Tierra y no en los limitados laboratorios microminiaturizados que podemos enviar a Marte.

De este modo podrían resolverse la mayor parte de las ambigüedades que comportan los experimentos microbiológicos del Viking. Podríamos determinar la química y la mineralogía del suelo; podríamos abrir las rocas en busca de vida subsuperficial; podríamos realizar cientos de pruebas en busca de química orgánica y de vida, incluyendo exámenes microscópicos directos, en una amplia gama de condiciones. Podríamos utilizar incluso las técnicas de tanteo de Vishniac. Una misión así resultaría bastante cara, pero probablemente entra dentro de nuestras capacidades tecnológicas.

Sin embargo, se nos plantea un nuevo problema: la contaminación de retorno. Si deseamos examinar en la Tierra muestras del suelo marciano en busca de microbios, no podemos por supuesto esterilizar de antemano las muestras. El objetivo de la expedición es traerlas vivas hasta aquí. Pero ¿y entonces qué? ¿Podrían plantear un riesgo para la salud pública los microorganismos marcianos llegados a la Tierra? Los marcianos de H. G. Wells y de Orson Welles no se dieron cuenta hasta que fue demasiado tarde que sus defensas inmunológicas resultaban inútiles contra los microbios de la Tierra. ¿Es posible lo contrario? El problema es serio y difícil. Puede que no haya micromarcianos. Si existen, quizás podamos comernos un kilo sin sufrir efectos negativos. Pero no es seguro, y está en juego algo muy valioso. Si queremos llevar a la Tierra muestras marcianas sin esterilizar, hay que disponer de un sistema de contención asombrosamente seguro. Hay naciones que desarrollan y almacenan reservas de armas bacteriológicas. Parece que han sufrido accidentes ocasionales, pero sin producir todavía, según creo, pandemias globales: quizás sea posible enviar sin riesgo muestras marcianas a la Tierra. Quisiera estar muy seguro antes de proyectar una misión para el envío a la Tierra de estas muestras.

Hay otro modo de investigar Marte y todo el conjunto de delicias y descubrimientos que nos reserva este planeta heterogéneo. La emoción más constante que sentía al trabajar con las imágenes del vehículo de aterrizaje Viking fue la frustración provocada por nuestra inmovilidad. Inconscientemente empecé a pedir a la nave espacial que se pusiese al menos de puntillas, como si este laboratorio diseñado para la inmovilidad, se negara obstinadamente a dar un miserable saltito. ¡Cómo nos hubiese gustado quitar aquella duna con el brazo de muestreo, buscar vida debajo de aquella roca, comprobar si aquella cresta lejana era la muralla de un cráter! Sabía además que no muy lejos, hacia el sudeste, estaban los cuatro sinuosos canales de Crise. Los resultados del Viking eran tentadores y provocativos, pero yo conocía un centenar de lugares en Marte mucho más interesantes que nuestras zonas de aterrizaje. El instrumento ideal es un vehículo de exploración capaz de llevar a cabo experimentos avanzados, especialmente en el campo de la imagen, de la química y de la biología. La NASA está desarrollando prototipos de tales vehículos exploradores: saben por sí solos pasar sobre las rocas, evitar la caída en un barranco, salir de lugares difíciles. Entra dentro de nuestras posibilidades depositar un vehículo de exploración en Marte capaz de echar un vistazo a su entorno, descubrir el lugar más interesante de su campo de visión, y estar allí a la mañana siguiente. Cada día un nuevo lugar, una travesía compleja y zigzagueante por la variada topografía de este atractivo planeta.

Los beneficios científicos de una misión tal serían enormes, aunque no haya vida en Marte. Podríamos pasearnos por los antiguos valles fluviales, subir las laderas de una de las grandes montañas volcánicas, atravesar los extraños terrenos escalonados de las terrazas polares heladas, o acercarnos hasta las llamativas pirámides de Marte.[30] El interés público en tal misión sería considerable. Cada día llegaría una nueva serie de imágenes a las pantallas de televisión de nuestras casas. Podríamos trazar la ruta, ponderar lo descubierto, sugerir nuevos destinos. El viaje sería largo y el vehículo de exploración obedecería a las órdenes radiadas desde la Tierra. Contaríamos con mucho tiempo para incorporar al plan de la misión nuevas y buenas ideas. Mil millones de personas podrían participar en la exploración de otro mundo.

El área de la superficie de Marte equivale exactamente a la de la tierra firme en la Tierra. Es evidente que un reconocimiento completo nos ocupará durante siglos. Pero llegará un día en que Marte esté totalmente explorado; cuando aeronaves automáticas lo hayan cartografiado desde lo alto, cuando los vehículos de exploración hayan registrado con minuciosidad su superficie, cuando sus muestras hayan llegado sin peligro a la Tierra, cuando los hombres se hayan paseado por las arenas de Marte. ¿Y entonces qué? ¿Qué haremos con Marte?

Hay tantos ejemplos de abuso humano de la Tierra que el mero hecho de formular esta pregunta da escalofríos. Si hay vida en Marte creo que no deberíamos hacer nada con el planeta. Marte pertenecería entonces a los marcianos, aunque los marcianos fuesen sólo microbios. La existencia de una biología independiente en un planeta cercano es un tesoro incalculable y creo que la conservación de esa vida debe reemplazar a cualquier otra posible utilización de Marte. Sin embargo, supongamos que Marte no tiene vida. El planeta no constituye una fuente plausible de materias primas porque durante muchos siglos el flete desde Marte a la Tierra será demasiado caro. Pero ¿podríamos vivir en Marte? ¿Podríamos en algún sentido hacer habitable Marte?

Se trata sin duda de un mundo encantador, pero desde nuestro limitado punto de vista hay muchas cosas inadecuadas en Marte, principalmente la escasa abundancia de oxígeno, la ausencia de agua líquida y el elevado flujo ultravioleta (las bajas temperaturas no suponen un obstáculo insuperable, como demuestran las estaciones científicas que funcionan todo el año en la Antártida). Todos estos problemas se podrían solventar si pudiésemos hacer más aire. Con presiones atmosféricas mayores sería posible tener agua líquida. Con más oxígeno podríamos respirar la atmósfera, y se formaría ozono que protegería la superficie de la radiación solar ultravioleta. Los canales sinuosos, las placas polares superpuestas y otras pruebas indican que Marte tuvo alguna vez una atmósfera más densa. Es improbable que esos gases hayan escapado de Marte. Están, por lo tanto, en algún lugar del planeta. Algunos se han combinado químicamente con las rocas de la superficie. Algunos están en la subsuperficie helada. Pero la mayoría pueden estar en los actuales casquetes polares de hielo.

Izquierda: Casquete polar septentrional de Marte, rodeado de campos de dunas de arena oscura. Este casquete está formado principalmente de agua helada; el casquete polar meridional lo está principalmente de dióxido de carbono congelado. Para oscurecer los casquetes sería más fácil desplazar la arena circundante que transportar el material desde la Tierra. Pero los vientos volverían a limpiar los casquetes. Foto del Mariner 9. (Cedida por la NASA). Derecha: Imagen moderna del polo norte de Marte, tomada por el Mars Global Surveyor (NASA/JL).

Para evaporar los casquetes tenemos que calentarlos; quizás podríamos cubrirlos con un polvo oscuro, que los calentara al absorber más luz solar, lo contrario de lo que hacemos en la Tierra cuando destruimos bosques y prados. Pero el área superficial de los casquetes es muy grande. Se precisarían 1200 cohetes Saturno 5 para transportar el polvo necesario desde la Tierra a Marte; incluso así los vientos podrían eliminar el polvo de los casquetes polares. Un sistema mejor sería inventar algún material oscuro capaz de realizar copias de sí mismo, una pequeña máquina de polvo que entregaríamos a Marte y que se dedicaría a reproducirse por todo el casquete polar utilizando los materiales indígenas. Hay una categoría de máquinas como estas. Las llamamos plantas. Algunas son muy duras y resistentes. Sabemos que hay por lo menos algunos microbios terrestres que pueden sobrevivir en Marte. Se necesita un programa de selección artificial y de ingeniería genética de las plantas oscuras —quizás líquenes— que puedan sobrevivir en el ambiente mucho más severo de Marte. Si pudiésemos criar tales plantas, podríamos imaginárnoslas sembradas en las grandes extensiones de los casquetes polares de Marte, echando raíces, creciendo, ennegreciendo los casquetes de hielo, absorbiendo la luz solar, calentando el hielo, y liberando a la vieja atmósfera marciana de su largo cautiverio. Incluso podemos imaginarnos una reencarnación del pionero norteamericano Johnny Appleseed marciano, robot o persona, que recorría los desiertos helados de los polos cumpliendo una tarea que beneficiaría solamente a las futuras generaciones de humanos.

Este concepto general se llama terraformación: el cambio de un paisaje extraño por otro más adecuado a los seres humanos. Durante miles de años los hombres con cambios en el efecto de invernadero y en el albedo, sólo han conseguido perturbar la temperatura global de la Tierra un grado aproximadamente, aunque si sigue el ritmo actual de quema de combustibles fósiles y de destrucción de los bosques y praderas podremos cambiar la temperatura de la Tierra un grado más en sólo un siglo o dos. Estas y otras consideraciones sugieren que la escala temporal de una terraformación significativa en Marte es probablemente de cientos a miles de años. En una época futura con una tecnología muy avanzada podríamos desear no solamente incrementar la presión atmosférica total y posibilitar la presencia de agua líquida, sino también conducir agua líquida desde los casquetes polares en fusión hasta las regiones ecuatoriales más calientes. Hay desde luego un método para esto: construir canales.

El hielo en fusión de la superficie y de la subsuperficie sería transportado a través de una gran red de canales. Pero esto fue propuesto, erróneamente, por Percival Lowell no hace aún cien años, como un hecho real que sucedía ya en Marte. Tanto Lowell como Wallace comprendieron que el carácter relativamente inhóspito de Marte se debía a la escasez de agua. Bastaba disponer de una red de canales para remediar esta escasez, y la habitabilidad de Marte se convertía en una realidad. Lowell realizó sus observaciones en unas condiciones visuales muy difíciles. Otros, como Schiaparelli, habían observado ya algo parecido a canales; recibieron el nombre de canali antes de que Lowell iniciara la relación amorosa que mantuvo con Marte toda su vida. Los seres humanos tienen un talento manifiesto para engañarse a sí mismos cuando se ven afectadas sus emociones, y hay pocos conceptos más conmovedores que la idea de un planeta vecino habitado por seres inteligentes.

Es posible en cierto modo que el poder de la idea de Lowell resulte una especie de premonición. Su red de canales fue construida por los marcianos. Incluso puede que esto sea una profecía correcta: si alguna vez se terraforma aquel planeta, será una obra realizada por hombres cuya residencia permanente y su afiliación planetaria será Marte. Los marcianos seremos nosotros.

Mosaico de Marte, compuesto por más de 100 imágenes obtenidas por el orbitador Viking (NASA/JPL).