Marisa se ha acercado hace un rato y me ha pedido que pase los artículos que tenga pendientes a Berta, ella va a hacerse cargo de ellos y de mi trabajo mientras yo no esté. No me ha preguntado qué voy a hacer durante estos meses, no sé si Barver ya se lo ha explicado o si sencillamente no le importa y se conforma con perderme de vista. Toni, uno de los informáticos, me ha escrito explicándome que ya han creado la web para Los chicos del calendario (que evidentemente lleva ese nombre). Me ha dicho cómo entrar y cómo subir artículos y vídeos; he acabado llamándole y pidiéndole que viniera a verme o que me dejase bajar al sótano donde está el departamento de informática. Ha decidido subir él, a veces creo que ese sótano no existe o que sacrifican vírgenes en él, nunca dejan entrar a nadie.
—La web estará activa a partir de mañana. —Está sentado en una silla que ha robado a uno de los redactores que está de vacaciones—. Podemos hacer todas las pruebas que quieras, te prometo que no es difícil.
—Eso lo dirás tú.
—No lo es, ya verás, solo tienes que perderle el miedo. —Hacemos unas cuantas pruebas, Toni me pide que cuelgue y descuelgue el vídeo varias veces hasta que me sale sin hacerle mil preguntas. Yo estoy acostumbrada a trabajar con otro programa, el que utilizamos en Gea. La página web de Los chicos del calendario es distinta y quiero hacerlo bien—. Estoy de acuerdo contigo.
—¿En qué? ¿En que los ordenadores son el diablo? —Ya no recuerdo cuál ha sido el último insulto que he lanzado a esas pobres máquinas.
—No, en que la gran mayoría de hombres de este país son unos egoístas miserables. Pero también lo son muchas mujeres, ¿sabes?
—Yo… sí, me imagino que sí.
Toni tiene la mirada fija en el teclado como si estuviese hablando solo.
—Ahora es guay ser un friki y que se te den bien los ordenadores, pero cuando yo era pequeño… digamos que me alegré de terminar el colegio y que tuve suerte de salir con vida del instituto. Lo que quiero decir es que, bueno, a mí ninguna chica me ha dejado por Instagram, pero sé lo que es sentir que te utilizan o se aprovechan de ti como si tus sentimientos no importasen.
—Gracias —me cuesta decirlo, esa confesión es muy sincera y mucho más generosa de lo que yo digo en el vídeo; Toni no ha tenido que beberse varios gin-tonics ni que sufrir un Instabye para reconocer la verdad.
—No, gracias a ti por haberlo dicho en voz alta. Espero que Los chicos del calendario sea un éxito —carraspea—. Bueno, intenta colgar el artículo, puedes utilizar cualquier archivo de texto.
—Claro.
Media hora más tarde, Toni se despide y poco a poco voy quedándome sola en la redacción. Aprovecho para leer de nuevo los comentarios del vídeo, aún no puedo creerme lo que está pasando; siguen apareciendo comentarios ofensivos sobre mí y hay varios «voluntarios» dispuestos a demostrarme su talento sexual en nombre de la patria, pero la gran mayoría son de chicas hablándome de sus desengaños y deseándome suerte y también hay muchos que proponen nombres de amigos, hermanos, primos o hijos, como ejemplo de hombres que valen la pena. Tal vez alguno la valga, aunque me parece poco probable.
¿Desde cuándo soy tan cínica?
Rubén no me ha hecho tanto daño, solo ha sido la famosa gota que colma el vaso. Marta me ha hecho recordar algo: yo de pequeña era muy aventurera, y no de tan pequeña… Uno de los motivos que me llevaron a estudiar periodismo fue que quería viajar, conocer gente y diferentes culturas. ¿En qué momento abandoné esos sueños? En tercero de carrera fui de Erasmus a Inglaterra, pero no he hecho nada más. Y no es solo lo de los viajes, mi otro gran sueño había sido escribir y dejé de intentarlo tras recibir una única negativa.
Estoy a punto de volver a la aventura, ¿por qué no recuperar la escritura después de todo?
Apago el ordenador y abro mi cuaderno rojo por una página en blanco. Tendría que estar preparándome para la reunión con Barver, o para la cita, aún no sé qué es exactamente, y voy a hacerlo… en cuanto acabe de anotar una idea que se me ha ocurrido. Hacía mucho tiempo, meses, que no me pasaba esto, que no sentía la necesidad de dejar de hacer lo que estuviese haciendo para ponerme a escribir y ahora que me está pasando no voy a desaprovechar el momento. Solo serán unos minutos, después me prepararé para la cita-reunión.
Llevo cinco páginas llenas de anotaciones, flechas, tachones y círculos cuando alguien carraspea detrás de mí. Alguien no, él; lo sé porque se me ha erizado la piel de la nuca y el cosquilleo me está bajando por la espalda.
—Hola, siento el retraso.
Suelto el lápiz y me giro para mirarlo. ¿Retraso?
Miro por la ventana, todo está oscuro y las luces de las farolas y del resto de edificios se cuelan en la redacción. En algún momento he encendido mi lámpara sin darme cuenta.
—Hola. —Cierro el cuaderno—. No te he oído llegar.
—Me he dado cuenta. —Sonríe. «No sonrías, por favor»—. ¿Nos vamos? Tenemos mucho de qué hablar.
—Claro.
Con la libreta en el bolso, no voy a dejarla aquí, apago la lámpara y camino al lado de Salvador hacia el ascensor. Al final no he preparado nada para la reunión y mucho menos para la cita, todo esto es muy raro. Hasta hace apenas unas horas Salvador Barver era el jefe, un completo desconocido al que había visto pasar por un pasillo en alguna ocasión y del que mis compañeros hablaban junto a la máquina del café. ¿Y ahora se supone que voy a trabajar codo con codo con él y que vamos a cenar juntos? ¿Por qué ha aceptado ser el chico de enero? Cuando he visto su nombre en esos comentarios del vídeo he pensado que era mi salvación. Estaba segura de que se negaría.
—¿Por qué has aceptado?
Las puertas del ascensor se abren en el vestíbulo del edificio. Salvador me mira sorprendido, estábamos en silencio y debo de haber interrumpido sus pensamientos.
—¿Te gusta la comida japonesa? No he reservado en ningún sitio, pero hay un japonés a pocas calles de aquí que está muy bien. Aunque podemos ir a otra parte, claro.
—Me está bien cualquier cosa, en serio..
Preferiría ir a casa, ponerme el pijama y meterme en la cama hasta el día siguiente a ver si mañana todo esto ha sido un sueño extraño inducido por el exceso de azúcar y de alcohol del fin de semana, algo así como una versión particular del Cuento de Navidad de Dickens. Cuanto más tiempo pase con Barver más me costará convencerme de que esto no está pasando y me produce una sensación extraña ver que él no tiene ese aspecto impecable que se le supone.
No responde a mi pregunta. Parece cansado. Supongo que ha tenido que pasarse el día hablando con distintos departamentos sobre Los chicos del calendario, o quizá todo esto son imaginaciones mías y en realidad se ha pasado el día jugando al Candy Crash. No, no le conozco, pero eso no le pega. Quizá las ojeras se deban a los nervios, aunque es imposible que él esté nervioso, ¿no? ¿Por qué iba a estarlo?
—Entonces vamos.
Paseo de Gracia está bastante tranquilo a esa hora, no es que sea muy tarde, pero apenas queda gente en la calle, las tiendas están cerradas, recuperándose de la resaca de Nochevieja y preparándose para la traca final de los Reyes Magos. Nos cruzamos con una pareja de turistas, a juzgar por su aspecto diría que son rusos, apenas van abrigados. Los envidio, esta mañana he salido con tantas prisas que me he olvidado el abrigo y la americana que llevo resulta insuficiente.
Dos pasos más adelante noto el suave y grueso tacto de la lana rozándome las orejas y el pesado abrigo de Salvador me rodea como una capa. Él no me ha dicho nada, no me ha preguntado si tenía frío y tampoco me ha ofrecido el abrigo, se lo ha quitado y me lo ha colocado encima.
—Espera —dice mientras yo intento que el perfume que desprende la tela no se me suba a la cabeza. Se coloca frente a mí y abrocha los botones de la parka negra y levanta las solapas del cuello para abrigarme. La única parte de mí que no está envuelta en el abrigo de Salvador es la nariz y los ojos. Después, y sin darme ninguna explicación ni esperar mi agradecimiento, se coloca a mi lado y me da la mano—. Está aquí cerca.
Bajo la mirada hacia nuestras manos, la levanto, ¿por qué ha hecho esto? Él me mira confuso, ¿él está confuso? Yo no sé por qué no le suelto ni por qué me gusta, de un modo completamente irracional, llevar su abrigo.
—Me has cogido la mano.
—Sí. Hace frío, ni tú ni yo llevamos guantes. Te he prestado mi abrigo porque tengo miedo de que te conviertas en un cubito. ¿Vamos?
Asiento porque ¿qué otra cosa puedo hacer o decir cuando él ha sonado tan razonable? Esta cita-reunión-cena con Salvador es una muestra más del día más surrealista de mi vida, lo mejor será que acabe cuanto antes y me vaya a casa.
Conozco esas calles, he caminado por aquí cientos de miles de veces, soy una chica de Barcelona de los pies a la cabeza y sin embargo siento como si las estuviera recorriendo por primera vez. ¿Es porque él me lleva de la mano o porque he tomado la decisión de aceptar este proyecto? ¿Es porque aún tengo resaca del fin de semana? ¿O es porque este abrigo es el gesto más romántico que ha tenido alguien conmigo en toda mi vida? Mierda, tengo veintiseis años, he tenido novios formales y algún que otro rollo, y ¿nunca ninguno ha tenido esta clase de detalles conmigo? Sacudo la cabeza. No puede ser que mi vida sea tan patética, seguro que si hago memoria encontraré alguno. El inglés con el que estuve durante el Erasmus, Hugh, era encantador y mi novio del instituto también.
Llegamos al japonés; no es el local al que creía que Salvador iba a llevarme (cerca del edificio de Olimpo hay un restaurante japonés muy famoso que siempre sale en las revistas), estamos en un pequeño establecimiento cuyo cartel consiste en símbolos pintados en rojo en una tabla vertical de madera.
—Buenas noches, ¿mesa para dos?
—Sí, gracias —contesta Salvador. Me suelta la mano y se mete las dos en los bolsillos. ¿Por qué no ha hecho esto en la calle? Habría sido mucho más efectivo contra el frío.
—Oh, lo siento —empiezo a desabrocharme el abrigo con torpeza—. Lo siento. No te he dado ni las gracias. Gracias.
Él acepta el abrigo y me sonríe.
—De nada. Y no te preocupes, estoy bien. Tenías cara de tener mucho frío.
—Está mañana he salido con prisas de casa y me he dejado el abrigo.
Un camarero nos acompaña a una mesa, es pequeña y está junto a la pared. El restaurante está decorado con tonos marrones y rojos y aunque podría parecer oscuro no lo es, resulta cálido y muy agradable. Hay otras mesas ocupadas, pero no está lleno y el camarero nos entrega las cartas y se espera cerca para tomar nota enseguida. Salvador elige sin pretensiones, no alardea de ser un experto en comida japonesa ni se ofrece a elegir por mí o cosas por el estilo, espera a que yo hable primero y entre los dos decidimos que compartiremos unos platos.
Es raro, no siento que estemos en una cita y tampoco en una reunión de trabajo y cada segundo que pasa es como si la imagen que tenía de Salvador Barver se derrumbase ante mí. No lo conocía hasta hoy, me digo, solo era el nombre que de vez en cuando aparecía en alguna reunión, principalmente cuando Marisa o algún otro redactor jefe quería asustarnos. Nada más.
¿Por qué nunca le he preguntado a Abril sobre él o sobre su familia? Ahora tendría más información y quizá estaría más preparada para entender lo que está pasando.
—He estado pensando en el premio de Los chicos del calendario —empieza él tras beber un poco de cerveza—, en un principio íbamos a dar al ganador una importante suma de dinero, pero la verdad es que la idea, aunque entusiasmaba a los de marketing, a mí no acababa de gustarme.
—¿Por qué les entusiasmaba?
—Porque el dinero es la tentación más grande que existe y es muy fácil montar una campaña de publicidad alrededor de un premio de 200.000 euros. Solo tienes que decir haz esto, lo que sea, y puedes ganar este dinero, nada más.
—¿De verdad crees que la gente está dispuesta a hacer cualquier cosa por dinero?
—¿Tú no? —Separa los palillos.
—Espero que no.
Ladea la cabeza y sus ojos adquieren el mismo tono que antes ha captado Abril con la cámara. No sé qué hacer, lo único que sé es que no voy a apartar la mirada.
—La cuestión es que, dado que tú has tenido el detalle de elegirme a mí como «chico de enero», no sería ético que yo pudiese ganar el premio. Y tampoco sería ético decir que este mes no cuenta. Nuestros lectores creerían que todo ha sido un montaje.
—Es un montaje —me obligo a decir.
—No, no lo es. Sí, vamos a utilizar Los chicos del calendario para salvar la revista, pero tu video, el primero, no es un montaje. Hace tiempo que no escuchaba algo tan… sincero
Esa no es la palabra que iba a elegir, iba a decir algo más y se ha mordido la lengua. ¿Por qué? No puedo preguntárselo, no sé si quiero conocer la respuesta; él también parece necesitar unos minutos porque los dos comemos un poco y dejamos de hablar durante un rato.
—¿Qué has decidido hacer con el premio, pues?
—La cuantía es la misma, 200.000 euros, pero la revista los ingresará en la O.N.G o fundación que el ganador elija. Él, el chico del mes que gane, no se llevará nada, ni un céntimo.
—¿Ni un céntimo? —Se me escapa un bufido nada femenino—. Entonces vamos a quedarnos sin participantes.
—Realmente tienes muy mala opinión de los hombres de este país. Vamos a tener tantos participantes que no sabremos qué hacer con ellos, confía en mí. —Un cosquilleo extraño se instala en mi estómago. ¿Estará malo el pescado?— Además, la idea de tener que pagar a un hombre para que se portara bien contigo, no me gustaba.
Oh, no, el calor que me ha dado el abrigo no puede compararse al que acaba de producirme esta frase.
—¿Y qué han dicho los de marketing? —consigo recuperar la voz tras beber un poco.
—Primero no les ha gustado la idea, pero después han recibido la llamada de varios de nuestros anunciantes diciendo que estaban dispuestos a doblar o a triplicar su ofrecimiento inicial. No existe una marca de cosmética, ropa, coches, joyas que no quiera mejorar su reputación.
—Entonces, ¿ya está decidido?
—Sí, he preparado el texto, pero te lo daré mañana para que lo leas antes de subirlo a la página. Toni me ha dicho que ha estado enseñándote cómo funciona.
—Sí, ha sido muy amable. ¿Podré modificar el texto? ¿Lo has escrito tú?
No tenía ni idea de que Salvador también escribía, ¿lo hace a menudo?
—Sí a las dos cosas, lo he escrito yo y podrás modificarlo. Ya te he dicho antes que en este proyecto tú y yo tenemos la última palabra en todo. ¿Has podido pensar en cómo quieres hacerlo? Exceptuando lo de imponer que yo sea enero y que los vídeos los grabe Abril, no me has pedido nada más.
—¿Te parece poco?
—Aún no lo sé.
—¿Por qué has aceptado? Antes no me has contestado.
Y no sé si va a hacerlo ahora, quizá sí, baja las cejas y sus ojos… Aparece el camarero y nos pregunta si queremos postres. Tengo que contenerme para no lanzarle los palillos a la cabeza, ese chico parece tener un sexto sentido para aparecer en el momento más inorportuno. Salvador aprovecha esa interrupción para cambiar de tema o, mejor dicho, para hacerme preguntas él a mí.
—¿Cuánto tiempo estuviste con Rubén?
—Demasiado.
No le pasa por alto que en realidad no le he contestado y me sonríe, creo que adivina que le estoy pagando con la misma moneda que él a mí y le gusta.
—En los próximos meses, cuando viajes por otras ciudades, alquilaremos una habitación en el hotel que tú elijas. No creo que debamos dar por sentado que te instalarás en casa del chico del calendario, a no ser que el candidato lo justifique.
—No creo que llegue el caso.
—De todos modos —sigue él—, tienes que pasar todo el día con él. De lo contrario el concurso no tiene sentido, ¿cómo puedes conocer a alguien si solo lo ves para cenar de vez en cuando? No, las normas de Los chicos del calendario dejarán claro que tú acompañarás al candidato a todas partes, al trabajo, a comer con sus amigos, con su familia, al gimnasio. Ellos tienen un mes para convencerte de que valen la pena, lo justo es que les demos el tiempo necesario para demostrártelo y así tú también podrás disponer de más oportunidades para ver si son así de verdad o si están intentando engañarte, ¿no te parece?
—Sí, supongo que tienes razón.
Con ninguno de mis novios he compartido la intimidad que Salvador está insinuando y si pienso en Abril, por ejemplo, ella tampoco tiene esa clase de relación con ninguna de sus parejas. Sé que hay parejas que viven y trabajan juntos y la verdad es que siempre me ha parecido una locura, aunque tal vez a ellos les funcione. Está visto que yo no soy ninguna experta en relaciones. ¿Cómo lo harán? Yo, aunque Rubén o uno de sus antecesores hubiese sido perfecto, no habría podido. ¿Pasarme prácticamente todo el día y toda la noche con él? Tiemblo solo de pensarlo… Y ahora voy a tener que hacerlo con Salvador y con once chicos más. Pero será distinto, será como hacer un trabajo de investigación. Nada más.
Él sigue hablando, probablemente la cabeza no me daría tantas vueltas si él no fuese atractivo ni misterioso. No, eso no es verdad. Que sea atractivo y misterioso no es un problema, el problema es que sea imprevisible y… ¿cariñoso? ¿Es eso? ¿Tanto me sorprende que un chico sea cariñoso? Será mejor que le escuche y que deje de hacer cábalas.
—Abril llegará a la ciudad en la que estés los últimos días del mes, hará las fotos necesarias para acompañar el artículo y grabará el vídeo. El artículo lo publicaremos en el número del mes siguiente. Es decir, en el número de febrero saldrá el artículo del chico de enero y anunciaremos el nombre del chico de febrero. ¿Cómo lo ves?
—Bien.
Salvador es tan preciso que esa es la única respuesta posible.
—En cuanto a las redes sociales, no podemos obviarlas. No podemos estar todo el mes sin…
—De momento me ocuparé yo, lo haré yo misma —lo interrumpo, quizá he sido reticente a aceptar esto, pero ahora que lo he hecho no voy a permitir que otra persona «hable» en mi lugar. Si Los chicos del calendario tienen el éxito que Salvador espera y la revista consigue salvarse, ya veré qué hago.
—Genial —sonríe—. Me alegra que lo hayas dicho tan rápido, había preparado un discurso para convencerte.
—¿Ah, sí? ¿Y qué ibas a decirme?
—Que tenías que ser tú. El futuro de Gea depende de esto, Candela. Sé que acabamos de empezar y que aún tenemos que concretar cómo funcionaremos, pero si queremos que Los chicos del calendario funcione tenemos que ser constantes y… auténticos. Tú tienes el mando, es tu voz la que los lectores quieren oír, es tu historia la que quieren leer, yo solo me aseguraré de que les llegue de la mejor manera posible.
—Y de conseguir grandes contratos con los anunciantes de la revista —añado.
Llega el camarero con la nota y voy a sacar el monedero del bolso, pero Salvador enarca una ceja y me detiene:
—Deja que me ocupe yo de esto, por favor. Esto, a pesar de mi intención, no ha sido una cita. Deja que Olimpo se encargue de la cuenta —entrega una tarjeta al camarero—, es lo habitual, y dale al chico de enero la oportunidad de invitarte a cenar otro día.
—Está bien.
Nos levantamos, no he insistido con la cuenta, habría quedado infantil y poco profesional, y tampoco he dicho nada sobre lo de la cena. Prefiero no pensar en ello y esperar a ver qué pasa mañana. Hoy ya han sucedido demasiadas cosas. Al llegar a la puerta, me ha colocado el abrigo igual que ha hecho antes en la calle y me ha cogido de la mano. Podría haberme negado, podría haberle dicho que me subía a un taxi y que no hacía falta que me prestase el abrigo, o podría haberle dicho que no podía hacer eso sin decirme nada porque entonces, cuando él no habla y solo me mira, me quedo yo sin palabras. Además, me digo, sigue haciendo frío y me imagino que esa excusa nos vale a los dos.
—¿Dónde vives?
Estamos de nuevo en la calle, hay menos gente que antes, las luces de Navidad parpadean un poco y el carro de los barrenderos está apoyado en un árbol.
—No muy lejos, puedo ir sola.
—Te acompaño. Aún tenemos que hablar de cómo vamos a organizarnos.
—Yo… —trago saliva—, he pensado que dado que tú, que yo… que no tienes por qué llevarme a todas partes. Yo tengo mucho que hacer; si voy a pasarme el año viajando, tengo que organizarme. Y tú, tú seguro que estás muy ocupado.
—No voy a hacer trampas y no quiero que las hagas tú. Soy «el chico de enero» y quiero mi mes contigo.
—Está bien. —Tengo que buscarme otra frase, no dejo de repetirla. Se supone que las palabras son lo mío y al parecer cuando estoy a solas con él se me olvida más de la mitad del diccionario. Mal, Candela.
—Mañana tengo una reunión a las nueve, pasaré a buscarte a las ocho y a partir de allí decidimos el resto del día, ¿te parece?
—¿Una reunión? ¿Vas a llevarme a una reunión?
—Claro, tienes que conocerme, ¿no?
—Pero no es necesario que esté a tu lado a todas horas. Seguro que a los de esa reunión no les gustará que una cualquiera se presente sin avisar.
—¡Tú no eres una cualquiera! —La palabra parece ofenderlo—. La reunión es con el propietario de la editorial Napbuf.
—¿La editorial infantil?
—¿La conoces?
—Tengo sobrinas, por supuesto que la conozco.
—Genial, así seguro que podrás ayudarme durante la reunión.
Lo dudo mucho, pero no puedo decírselo porque una moto se salta el semáforo en rojo y pasa a escasos centímetros de mí. Salvador me tira de la mano y me pega a él. No dice nada, empiezo a creer que excepto de temas de trabajo, no le gusta hablar.
—Vivo allí —señalo el portal de mi edificio en la calle Gran de Gracia—. Gracias por acompañarme. ¿Tú dónde vives?
—Un poco lejos.
Suelto la mano y me desabrocho el abrigo para devolvérselo. Él lo acepta y se lo pone. Pensar que el cuello de lana negra ha pasado de estar en contacto con mi piel a estarlo con la suya hace que me sonroje. Creo que él no se da cuenta. Espero que él no se dé cuenta.
¿Qué diablos me pasa?
Él está mirando hacia la calle, yo tendría que darme la vuelta y abrir la puerta, entrar y subir a mi piso. Voy a hacerlo, tengo la llave en la mano y el frío, ahora que no tengo su abrigo, me está calando.
Salvador se gira y coloca una mano en mi rostro, acaricia la mejilla y tengo la sensación de que pasa el dedo índice y el anular por las pecas.
—¿Por qué no nos habíamos visto antes, Candela? —Se agacha y me roza esas pecas con los labios—. Pasaré a buscarte a las ocho, buenas noches.
Da media vuelta y empieza a caminar calle abajo y yo, cuando por fin vuelvo a respirar, no puedo dejar de preguntarme qué ha querido decir con ese «antes»
¿Antes de qué?
¿Antes de que grabase ese vídeo?
¿Antes de qué?
Levanto la mano y paso los dedos por la mejilla, el calor, que es imposible que retengan, pero que sigo sintiendo, se mete bajo las uñas y me baja por el brazo. Entra en el pecho y el estómago y el corazón se vuelven locos.
No acaba aquí.
¿Antes de qué, Salvador?
¿Por qué me has dado este beso en la mejilla que ahora se me ha metido en todo el cuerpo? ¿Forma parte de un plan para volverme loca o para que Los chicos del calendario sean un éxito?
Subo la escalera y aprieto las manos, estoy confusa y enfadada. Apenas conozco a Salvador, no, me corrijo, no le conozco en absoluto, pero me produce náuseas pensar que ese beso, su amabilidad, todo su comportamiento conmigo se deba únicamente a su interés por Los chicos del calendario. No sé qué hacer con el nudo que tengo dentro, tengo la garganta seca y no puedo dejar de sentir los labios de Salvador, un hombre que hasta hoy no conocía y que solo me ha rozado la mejilla.
¿No debería de añorar los labios de Rubén? Aunque él sea un imbécil y me haya hecho daño y humillado públicamente, ¿no debería de recordar su boca, sus manos, su algo?
Entro en la cama y cierro los ojos.
Los de Salvador aparecen tras las pupilas y suspiro porque durante un segundo me gustaría ser de verdad la clase de chica con una vida de película porque ella habría cogido a Salvador por el cuello y lo habría besado. No, no lo habría besado, le habría tirado del pelo, le habría mordido el labio inferior y después le habría devorado el resto del cuerpo.
Tengo que centrarme, no puedo estar pensando en desnudar a Salvador. Él no es «el chico de enero» sin más, ¡es mi jefe! Esta cosa (voy a atreverme a llamarla atracción) se me pasará. Hoy ha sido un día muy raro, rarísimo, y él ha aparecido en medio de la nada. Es atractivo. Demasiado. Es atractivo y misterioso y he estado mucho rato con él, la cena ha sido un error de mi parte, tendría que haberle pedido que nos quedásemos a hablar en la redacción de la revista o en su despacho.
Mañana será distinto, mañana iremos a esa reunión y pasaremos el día ocupados con temas de trabajo. Seguro que mañana no pasará nada de esto, yo no me dejaré el abrigo y él no me envolverá con el suyo.
Mañana todo será distinto.
Mañana todo será distinto.
¿De verdad quiero que mañana sea todo distinto?
Suena el despertador. A pesar de las emociones de ayer al final conseguí dormirme y, aunque sigo teniendo ojeras, me he recuperado un poco de la debacle del fin de semana. Tras ducharme, maquillarme y elegir la ropa (proceso que he realizado obligándome a no pensar en que voy a pasar el día con el hombre con el que soñé hasta quedarme dormida), me propongo desayunar un poco.
Suena el timbre.
No puede ser él, aún es pronto, pero noto que me sonrojo al contestar por el interfono. Será culpa del sueño que no puedo sacudirme de encima o de una regresión repentina a la adolescencia. Sea como sea, tengo que controlarlo.
—Soy yo, Salvador, sé que llego muy pronto —carraspea y mi rubor, el mismo que estoy intentando echar de mi rostro, empeora—. Si quieres puedo esperarte en un café aquí cerca, solo quería avisarte. Baja cuando estés lista.
En mi barrio hay muchas cafeterías que abren temprano, seguro que encontrará alguna y puede esperarme allí. Yo acabaré de desayunar, me centraré y bajaré. Eso es lo que tiene más sentido, lo más sensato.
A mi boca no se lo parece.
—Sube.
Esta soy yo, la sensatez en persona. Faltan más de veinte minutos para las ocho, él ha sido extremadamente puntual, quizá ha salido con mucho tiempo de donde sea que viva y no ha encontrado tráfico, me justifico mentalmente. Es de buena educación invitarlo a un café. Dejo la puerta abierta y voy hacia la cocina, no quiero que él me encuentre esperándolo, no soy su pareja, ni su novia, ni su ligue, he decidido que el mejor modo de definir nuestra relación es diciendo que somos compañeros de trabajo.
Él es el director de Olimpo, Los chicos del calendario son su proyecto para salvar la revista, por eso ha aceptado ser el chico de enero. Es lógico.
Es comprensible.
Es…
¿Por qué me mira con una sonrisa desde la puerta?
—Buenos días. Siento haber llegado tan pronto.
—No pasa nada. —Lleva vaqueros igual que ayer y el mismo abrigo negro con una bufanda alrededor del cuello, guantes en las manos y dos cascos de moto—. ¿Te apetece una taza de café?
Entra en el apartamento y cierra la puerta.
—Gracias. ¿Puedo dejar esto aquí? —Señala el sofá—. He venido en moto, te he traído un casco, pero si quieres, podemos ir en taxi o andando. —¿Por qué tiene otro casco? ¿Va por el mundo con dos cascos por si se encuentra a una chica que le gusta y decide invitarla?— El casco es de mi hermano, hace tiempo que no lo utiliza, pero está en perfecto estado.
¿Me ha leído la mente? ¿He hablado en voz alta? Realmente tengo que tranquilizarme, no puedo buscarle tres pies al gato siempre que Salvador hace o dice algo. Ha venido en moto, en Barcelona las hay a miles, ha sido previsor y ha traído otro casco. Un casco que es de su hermano. Punto. Me ha dicho que si lo prefiero podemos ir a la reunión a pie o en taxi. Solo estamos hablando de un método de transporte, nada más.
Ay, Candela.
—Podemos ir en moto.
Entramos en la cocina, le sirvo un café y él acepta la taza tras quitarse los guantes.
—Gracias. ¿Llevas mucho tiempo viviendo aquí?
—Unos años.
—Me gusta —desvía la mirada por el sofá cubierto por una manta de colores, los cojines, las pilas de libros por el suelo.
—Voy a buscar unos guantes y una bufanda.
Camina hasta mí y se quita la bufanda del cuello.
—Toma si quieres, esta te irá bien. —Vuelve a coger la taza y se aparta de mí—. Yo tengo otra.
Con la mano que tiene libre señala el bolsillo del abrigo y allí descubro efectivamente otra bufanda.
Hoy todo es distinto.
Hoy definitivamente estoy perdida.