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La bestia sembró el terror durante siete días y siete noches, derribando templos y palacios, incendiando cientos de edificios y despedazando con sus garras las figuras temblorosas que encontraba suplicando misericordia tras arrancar los techos sobre sus cabezas. El dragón carmesí crecía día tras día y devoraba cuanto encontraba a su paso. Los cuerpos desgarrados llovían del cielo y las llamas de su aliento fluían por las calles como un torrente de sangre. Al séptimo día, cuando todos en la ciudad creían que la bestia iba a arrasarla por completo y a aniquilar a todos sus habitantes, una figura solitaria salió a su encuentro. Edmond de Luna, apenas recuperado y cojeando, ascendió las escalinatas que conducían al techo de la catedral. Allí esperó a que el dragón le avistase y viniera a por él. De entre las nubes negras de humo y brasa emergió la bestia en vuelo rasante sobre los tejados de Barcelona. Había crecido tanto que rebasaba ya en tamaño al templo del que había emergido. Edmond de Luna pudo ver su reflejo en aquellos ojos, inmensos como estanques de sangre. La bestia abrió las fauces para engullirlo, volando ahora como una bala de cañón sobre la ciudad y arrancando terrados y torres a su paso. Edmond de Luna extrajo entonces aquel miserable grano de arena que pendía de su cuello y lo apretó en el puño. Recordó las palabras de Constantino y se dijo que la fe le había por fin encontrado y que su muerte era un precio muy pequeño para purificar el alma negra de la bestia, que no era sino la de todos los hombres. Alzó así el puño que asía la lágrima de Cristo, cerró los ojos y se ofreció. Las fauces lo engulleron a la velocidad del viento y el dragón se elevó en lo alto, escalando las nubes. Quienes recuerdan aquel día dicen que el cielo se abrió en dos y que un gran resplandor prendió el firmamento. La bestia quedó envuelta en las llamas que resbalaban entre sus colmillos y el batir de sus alas proyectó una gran rosa de fuego que cubrió totalmente la ciudad. Se hizo entonces el silencio y cuando volvieron a abrir los ojos, el cielo se había cubierto como en la noche más cerrada y una lenta lluvia de copos de ceniza brillante se precipitó desde lo más alto, cubriendo las calles, las ruinas quemadas y la ciudad de tumbas, templos y palacios con un manto blanco que se deshacía al tacto y que olía a fuego y maldición.