8

A las nueve y quince minutos de la noche de ese mismo día.

Era Guillermo Fernández Fouza, un excomisario de Policía de sesenta y tres años, propietario y codirector de la empresa de investigación privada UnderCover. Fouza fue jefe de los temidos grupos Omega de la Policía Nacional que operaron en Barcelona durante los años ochenta, años de un extraordinario auge de los atracos a entidades bancarias, sin duda, un fenómeno criminógeno que sumió a la sociedad de entonces en un insoportable estado de alarma. A cualquiera que le guste el cine, la imagen de aquel tipo trajeado, encorbatado, engominado, engolado, sentado en la parte presidencial de la mesa, jugueteando parsimoniosamente con sus uñas frente a una copa que podría contener coñac, brandy o calvados, y un habano cuyo humo difuso y azul lo situaba en una foto de ultratumba, lo hubiera transportado, inmediatamente, a la imagen de Robert de Niro interpretando a Lucifer en la película Corazón de ángel.

En aquella época, Fouza (con la ayuda de sus fieles inspectores) hizo y deshizo a su antojo ante la mirada cómplice o, en su caso, ante los oídos sordos del poder político dominante en aquellos años convulsos de incipiente democracia. 1680 atracos a bancos en el año 1983, solo en la ciudad de Barcelona, eran motivo suficiente para que el poder político gubernativo permitiera a aquellos policías, formados y adiestrados por los cuadros de mando del franquismo, manga ancha para actuar, y en algunos casos, incluso, para enriquecerse.

Pero eso se acabó a principios de los noventa. Fouza fue expulsado de la Policía por la muerte en extrañas circunstancias de un supuesto mafioso italiano en los calabozos de la jefatura superior de Via Laietana. El tipo apareció ahorcado en la celda minutos después de que el juez de guardia comunicara por teléfono al inspector regional de servicios, amigo íntimo de Fouza, que aquel tipo debía quedar libre por falta de pruebas. El comisario nunca fue condenado por ello, pero el Ministerio del Interior ya no disponía de argumentos para cobijar durante más tiempo a aquel policía predemocrático. Fouza y su fiel secuaz, Guillermo Mayo, constituyeron entonces la empresa UnderCover, que se erigió, desde aquellos años, en una organización dispuesta a facilitar y ejecutar operaciones sucias y a la elaboración de dossiers sobre la vida privada de políticos, famosos o simplemente de aquellas personas a quien alguien quisiera perjudicar y dispusiera, para ello, del dinero suficiente como para pagar el servicio. Por lo tanto, aquel tipo endemoniado seguía siendo el dueño del cortijo aunque ya no llevara placa oficial.

Fouza presidía la mesa del comedor privado del restaurante Gorría de Barcelona. Junto a él, y alrededor de aquella mesa, se encontraba su socio, el codirector de UnderCover, Guillermo Mayo, el jefe del grupo de Homicidios, Paco Prior, el exguardia civil y director de seguridad de Bankinter, Isidoro Rojas, el exjefe del grupo de Robos, Pablo Cantudo, el teniente de la Unidad Orgánica de Policía Judicial de la comandancia de la Guardia Civil de Barcelona, Antonio Brindisi, alias Pumba, el industrial, Miguel Herrero Puigvoltes, y el subdirector general y el gerente de la empresa SKM-Seguridad en Catalunya.

Unos habían sido compañeros de Fouza. Otros habían sido discípulos suyos. Algunos habían trabajado para UnderCover en sus horas extras. Todos menos Miguel. Miguel era el único con quien Fouza trataba de tú a tú. Miguel era multimillonario y, de la mano de su dinero y con la información que el excomisario obtenía a menudo de forma no ortodoxa, había cerrado importantes y rentables negocios financieros e inmobiliarios.

Aquella no era una cena clandestina, pero lo parecía. Era la actitud sumisa, cautelosa y circunspecta de los allí congregados, que le daba a la reunión un cariz propio de los cónclaves mafiosos. Todos acudieron a la cita cuando Fouza tocó el silbato. Acudieron raudos y obedientes. Todos tendrían alguna deuda con él. Algún pecado de juventud. Todos tendrían algo que perder si no lo hacían y mucho que ganar si lo hacían.

Como marcan los cánones, allí solo se habló de lo que se tenía que hablar, hasta llegar a los postres, junto al café, el coñac y los cigarros. Hasta entonces, el tema monográfico fue el de los viejos tiempos y las viejas batallitas, que circularon en aquella mesa privada junto al vino, el marisco y el pescado que servían eficientemente los disciplinados camareros del Gorría. Llegado el postre, pues, tomó la palabra el amo del calabozo. Fouza, con voz grave pero con hablar lento y medido, les explicó de qué iba la cosa:

—Queridos amigos. —Los murmullos se silenciaron—: La situación es la siguiente. Esta mañana, una banda de atracadores se ha cargado a cuatro empleados de la empresa SKM-Seguridad. —Y dirigió su mirada hacia los dos directivos de la compañía—. La empresa se ha puesto en contacto con nosotros porque necesitan ayuda. Y aquí estamos. Los atracadores se han llevado toda la recaudación, un botín de más de 163 000 euros. Se han llevado hasta las monedas. A los amigos de SKM-Seguridad no les preocupa el dinero, que para eso tienen una póliza contratada que les cubre el asunto. No, lo que les preocupa es la imagen de la compañía y, sobre todo, el nerviosismo que este palo ha provocado o va a provocar entre los empleados. —Fouza sacó de un maletín un dossier en cuya parte superior podía verse el membrete de la empresa de seguridad—. SKM-Seguridad nos facilita toda la información de que disponen…

—¿Tenemos las cintas del sistema de videovigilancia? —interrumpió Prior, del grupo de Homicidios.

—Sí, aquí las traemos, pero no aportan nada. La calidad de la imagen es ínfima —dijo uno de los dos directivos de la compañía.

—Sí, yo las acabo de ver y son inaprovechables. Los señoritos del Garden de Terrassa no tenían por costumbre gastarse un duro en el mantenimiento y reciclado de los dispositivos de seguridad —apostilló Fouza. Y continuó—. Como os decía, los tenemos que ayudar a trincar a esos hijos de puta. Y lo hemos de hacer ¡ya!

El gerente de la compañía tomó la palabra:

—La situación es muy difícil. Hace dos meses planteamos al comité de empresa una reducción de plantilla del dieciocho por ciento y la supresión de las bonificaciones lineales para los empleados que portan arma reglamentaria. Se nos echaron al cuello, como pueden suponer, pero pudimos contener el envite. Ahora, la situación creada por esta masacre les da fuerza para volver a plantear su protesta salarial y laboral. Los sindicaleros saben hacerse las víctimas y han aprendido a sacar jugo a cada circunstancia. La única manera de devolver las aguas a su cauce es detener rápidamente a estos tipos y dejar a los empleados sin el argumento al que se van a agarrar para tocarnos los cojones. Esa es nuestra mayor preocupación, al margen, claro está, de la mala imagen que supone para una empresa de seguridad el mostrarse tan vulnerable ante la actuación de unos ladrones. Pero eso son gajes del oficio y nos preocupa menos. Como digo, lo que nos urge es cerrar este asunto cuanto antes para evitar que en manos de los sindicatos se acabe volviendo contra nosotros como un arma arrojadiza. Y por eso hemos recurrido al señor Fouza.

—Los amigos de SKM-Seguridad ponen a nuestra disposición medio millón de euros para que movamos a la confitada o para lo que sea y, por supuesto, por los servicios prestados. Creo que hay más que suficiente —rubricó Fouza.

—Sí, hay más que de sobras… pero el caso lo llevan los Mossos y yo aquí no veo a ningún mosso —interrumpió Pumba.

—¡Coño, Pumba! —exclamó el excomisario—, nunca te había visto tan preocupado y sensibilizado por el procedimiento legalmente establecido. —Algunos de los allí presentes rompieron a reír sabedores que las reglas y los procedimientos legalmente establecidos eran antagónicos con la filosofía profesional de ese guardia civil—. Eso tampoco me preocupa —continuó Fouza—, con ellos no podemos contar. Ni falta que nos hacen. Pero sí con nuestros contactos y nuestra capacidad operativa. —Fouza detuvo unos segundos su discurso y todos guardaron silencio en el momento en el que entraba un camarero en aquel salón privado para servir una nueva ronda de coñac. El detective dispuso—: A partir de este momento poneos en contacto con Mayo. Él administrará el dinero y centralizará la información. Cuando tengamos algo bueno se lo entregamos a Pumba. —Mayo, mientras tanto, repartía uno de aquellos dossiers a cada uno de los allí presentes—. Y la Guardia Civil le mete zapatazo a esos cabrones por la vía de urgencia.

Como quien se dispone a acabar un mitin, Fouza alzó su copa y brindó:

—¡Mucho coño, mucha coña… y mucho coñá! El chirriar de las sillas que retiraron los nostálgicos (fanáticos) para levantarse retumbó en el gran comedor, los ceniceros y puros temblaron. Era el lema de los grupos Omega. Todos brindaron con una sonrisa que se podía interpretar como la rúbrica de una hermandad. Todos sonrieron menos Miguel Herrero Puigvoltes.

Miguel no abrió la boca, pero a aquella hora de la noche ya sabía (o creía saber) quiénes eran los autores materiales del asalto al furgón de Terrassa: un grupo de kosovares, liderados por un exmilitar llamado Petro Rado, cuya organización se había especializado en butrones y en el asalto a furgones blindados. A Miki se lo sopló un muchacho albanés, un perista, a quien, en ocasiones, había recurrido para obtener información sobre las bandas del Este que se dedicaban a asaltar viviendas en las zonas residenciales de la costa. El albanés le puso a Rado en el centro de la diana, pero Miguel tenía íntimos y oscuros motivos para no poner esa información sobre la mesa del Gorría. Asistió, comió, bebió, escuchó y, a su manera, se burló de los allí presentes y, en especial, del culto y tributo que los congregados deparaban a Fouza. Miguel era confidente de la mayoría de ellos, pero a prácticamente todos los despreciaba y los consideraba, en el fondo, escoria con carné profesional y placa, tan despreciables como aquellos otros criminales indocumentados a los que él se dedicaba a delatar. Miguel era el verdadero amo del calabozo. A él le gustaba jugar a eso. Por eso, a veces se prestaba a numeritos como los que montaba Fouza cada vez que reunía a su mariachi de aduladores en nómina y se presentaba con la aureola de César del Imperio.