3
—Un expreso —pide con la vista concentrada en su teléfono último modelo.
Yo asiento y me esfuerzo en reactivarme. Él aún no me ha visto y no quiero que lo haga y me pille mirándolo boquiabierta.
—Sí... sí, cla... claro —tartamudeo en un susurro.
El simple intento de esas dos palabras parece llamar su atención y alza la cabeza.
Nuestros ojos se encuentran un único segundo antes de que, con prudencia, me dirija hacia la máquina de café. El corazón me late otra vez ridículamente deprisa y me muevo torpe y nerviosa. ¿Qué hace aquí?
Sirvo un expreso en una de nuestras bonitas tazas de porcelana blanca y la coloco en su platito a juego. Estoy tan acelerada por dentro que temo acabar tirando el café en el puñado de metros que me separan de la barra.
—Su café —susurro con la vista clavada en la porcelana.
Él no dice nada, pero puedo notar su misteriosa mirada sobre mí. Mi respiración se acelera aún más y me humedezco el labio inferior con discreción para contener un suspiro.
—Siéntate conmigo —me ordena.
Su comentario me hace alzar la cabeza y casi al mismo tiempo sus ojos increíblemente azules atrapan los míos. Nunca pide las cosas por favor, ni da las gracias. En otra persona detestaría esa actitud, pero con él da la sensación de que así es tal como tiene que ser.
—Mi turno acaba de empezar —respondo—. No... no puedo.
¡Tranquilízate, Silver!
Reese Montolivo ladea la cabeza increíblemente sexy sin dejar de mirarme. Los nervios bullen con más fuerza en la boca de mi estómago. Por Dios, es guapísimo.
—Tomaré el café en la terraza —anuncia y, sin más, sale del local.
Lo observo hasta que atraviesa la puerta y se pierde entre las mesas que no pueden verse desde el mostrador. Tiene las piernas largas y un andar muy masculino, lleno de seguridad. Si con ropa deportiva me parecía muy atractivo, con unos vaqueros oscuros y una camisa blanca remangada hasta el antebrazo y los primeros botones desabrochados está arrebatador.
Suspiro con fuerza. Sopeso opciones. Tengo que tranquilizarme. No puedo salir ahí hecha un manojo de nervios y dejar que vuelva a reírse de mí.
Entro en la cocina, aunque en realidad no sé por qué lo hago. Penny continúa leyendo la revista y no me presta mucha atención. Lo prefiero, así me ahorro tener que explicar por qué estoy igual de acelerada que si hubiese venido corriendo desde Times Square.
—Mmm —murmura encantada con la vista clavada en el In Touch— y encima es Géminis como yo.
—¿Quién? —pregunto despistada.
No le estaba haciendo demasiado caso.
—Reese Montolivo —responde como si fuera obvio—. La revista dice que hoy es su cumpleaños, 23 de mayo, así que es Géminis. Se lleva bien con los Aries y los Virgo —continúa haciendo memoria—. Odia a los Tauro y su pareja ideal es un Cáncer, como tú —sentencia con sorna.
Sonrío nerviosa y de inmediato me obligo a disimularlo. Me pregunto cómo reaccionaría si le contara que está ahí fuera y quiere que me siente a tomar un café con él.
—Seguro que esta noche monta un fiestón de esos que hace temblar la ciudad —añade.
Asiento por inercia increíblemente incómoda. Seguro que pasa la noche rodeado de supermodelos como la de la revista. Frunzo el ceño. La idea me enfada y ni siquiera sé por qué.
—¿Estás bien, Sophie? —me pregunta Penny prestándome toda su atención.
—Sí... sí, claro —respondo con rapidez a la vez que vuelvo a asentir para reafirmar mi respuesta.
Por Dios, ¿estoy celosa?
Necesito salir de aquí. ¡Es ridículo que esté celosa!
Voy tan acelerada que ni siquiera veo la montaña de bandejas apiladas y estoy a punto de tropezar y darme de bruces contra el suelo. Otro motivo más para sentirme de lo más ridícula.
Antes de empujar la puerta y volver a salir, suspiro con fuerza. Necesito empezar a ser más misteriosa y segura de mí misma cuando él esté cerca. No es que normalmente lo sea, pero esto ya está empezando a ser bochornoso.
Preparo un nuevo café, el otro ya se había enfriado, y lo coloco con cuidado sobre el platito. Estoy a punto de echar a andar hacia la terraza cuando, pensativa, me humedezco el labio inferior. Lo hago siempre que estoy demasiado nerviosa como para hacer cualquier otra cosa. Dejo el café sobre la barra, voy hasta el coqueto expositor de magdalenas y cojo una de vainilla y arándanos.
Tomo aire de nuevo y me encamino hacia la terraza. Estoy a punto de arrepentirme y dar media vuelta una decena de veces. Al dar el primer paso fuera del local, mi respiración se evapora. Está sentado a una de las mesas del fondo. Lleva unas Ray-Ban Wayfarer negras y disfruta de la mañana soleada, o es el sol el que disfruta de él, quién sabe. Me gusta su pelo castaño. Me gusta que parezca tan cómodo, tan seguro de sí mismo sentando en una terraza cualquiera de una calle cualquier del oeste de Manhattan. Y me gustan sus ojos azules, aunque estén espectacularmente cubiertos por esas gafas de sol.
Reese Montolivo se da cuenta de mi presencia. Me mira de arriba abajo impertinente y descarado y por último me dedica una sexy y presuntuosa media sonrisa.
—Pensaba que iba a tomarme un café de lo más aburrido y ahora te tengo a ti para que me entretengas —comenta con ese punto algo arisco y muy exigente que nunca abandona su voz.
Pero ¿quién se cree que es?
—Ya te lo dije una vez. Yo no soy el entretenimiento de nadie y mucho menos el tuyo. No te conozco y ni siquiera me caes bien —sentencio.
Mi cristalino enfado parece divertirle muchísimo, como si de alguna manera hubiese reaccionado exactamente como esperaba.
Dejo su café de mala gana sobre la mesa y me doy la vuelta.
Es un gilipollas engreído.
—Y esa magdalena, ¿es porque no me conoces o porque no te caigo bien?
Sus palabras me frenan en seco. Otra vez ha sonado tan presuntuoso que tengo ganas de tirarle el dulce, el plato y hasta una silla a la cabeza.
—Es una tontería —contesto displicente a la vez que me vuelvo de nuevo y dejo el muffin sobre la mesa.
—Tiene una pinta deliciosa —comenta recostándose sobre la silla de metal.
Mi cerebro quiere ponerme las cosas difíciles y por un momento no estoy del todo segura de si habla del dulce o de mí.
—Es una tontería —repito con la esperanza de que, a fuerza de decirlo, se convierta en una verdad inexpugnable—. Estaba leyendo una revista de cotilleos...
—Qué feo —me interrumpe divertido.
—Soy humana —respondo contagiándome de su humor y ambos sonreímos—. Decía que hoy es tu cumpleaños —me excuso a la vez que, nerviosa, me cruzo de brazos.
Vuelvo a sentirme tímida y acelerada. No debería importarme lo que piense de mí y, ya puestos, ni siquiera debería haberle traído la magdalena.
—Podrías haber leído que me gustan de chocolate —se queja otra vez divertido.
—Idiota.
—Siéntate.
—Eres muy mandón.
Su sonrisa se transforma en una media y sexy y las mariposas de mi estómago se agitan descontroladas.
Vuelvo a humedecerme el labio inferior discreta y rápidamente a la vez que miro hacia el interior del local. No consigo divisar el mostrador, pero imagino que tampoco hay nadie interesado en ver lo que estoy haciendo.
Aparto la silla despacio y me siento frente a él. Reese Montolivo no levanta sus ojos de mí. Estoy tan nerviosa que ni siquiera sé qué hacer con mis manos.
—¿Cuántos años cumples?
Ya sé cuántos cumple, pero necesito un tema de conversación con urgencia.
—¿Eso no venía en tu revista? —inquiere socarrón a su vez.
—En... en realidad yo... yo no la estaba leyendo. Penny, mi... la otra camarera —digo señalando con torpeza hacia el local—, ella lo estaba haciendo.
Maldita sea, ¿qué me pasa? Ni siquiera soy capaz de mantenerle la mirada. No quiero acabar haciendo el ridículo o diciendo algo inapropiado. Lo mejor será que regrese al restaurante y me encierre en la cocina o, mejor aún, en la cámara frigorífica. La magdalena y sentarme aquí han sido dos ideas francamente malas.
—Será mejor que vuelva —digo a punto de levantarme.
—¿Tartamudeas siempre que estás nerviosa? —pregunta ignorando por completo mi comentario.
Debería marcharme y no mirar atrás, es lo más inteligente, pero algo en el modo en que su voz ronca y masculina ha acariciado cada palabra y, sobre todo, algo en la manera en la que me mira consiguen que me sea imposible hacer algo tan sencillo y sensato como levantarme e irme.
—Sí —respondo monosilábica a la vez que asiento un poco avergonzada.
—¿Y por qué lo estás ahora?
Creo que él sabe perfectamente la respuesta a esa pregunta.
—Por... por ti —me sincero.
—¿Por qué? —inquiere sin levantar sus ojos de mí.
—No lo sé —respondo, y esta vez le mantengo la mirada.
Reese Montolivo echa la cabeza hacia atrás estirando y tensando su perfecto cuerpo buscando de nuevo el sol a la vez que lanza un largo y profundo suspiro. Tengo la sensación de que, sin palabras, acaba de decir muchísimas cosas y esa idea hace que ya no quiera marcharme.
—Cumplo treinta y cuatro años —pronuncia mirándome de nuevo. Algo en su voz ha cambiado. No está siendo irónico ni burlón—. ¿Y tú?
—Veintiséis.
Me gustaría tener algo que beber sólo para poder juguetear con la taza.
—Y eres escritora y trabajas como camarera.
Asiento.
—Sólo es algo temporal —me explico—, aunque me gusta trabajar en la cafetería. Es divertido.
Ahora es él quien asiente.
—Y tu trabajo, ¿te gusta? —pregunto al ver que él sigue callado—. ¿Salir en la televisión, ser famoso y todo eso?
—Sí y no —contesta enigmático con una media sonrisa.
Frunzo el ceño.
—¿Cómo que sí y no? —demando confusa.
Sonríe de nuevo, claramente riéndose de mí una vez más. Es antipático. No se esfuerza por ocultarlo y, por algún extraño motivo, eso le hace todavía más atractivo.
—Tiene cosas buenas, como conseguir que las chicas me regalen magdalenas.
Pongo los ojos en blanco fingidamente consternada mientras trato de disimular una sonrisa.
—¿Y las malas?
Me observa y su mirada se vuelve más fría, más hermética. No parece la clase de persona a la que le guste hablar y mucho menos si no es por iniciativa propia.
—No me gusta que un pirado me persiga con una cámara de fotos cuando estoy corriendo por las mañanas.
—Yo sé por dónde corres por las mañanas, así que, si no empiezas a ser más amable, lo publicaré en Twitter y te arruinaré la vida.
Encantada con mi propia broma, comienzo a reír. Reese no deja de observarme. Aunque trata de disimularlo, puedo ver sus perfectos labios curvarse hacia arriba en una incipiente sonrisa.
—Me arriesgaré —sentencia al fin, y otra vez consigue que su ronca voz suene increíblemente sensual.
Su mirada me hipnotiza y poco a poco dejo de reír. Tiene los ojos más bonitos que he visto nunca.
—Lo peor es esa presión de no saber nunca por qué alguien se acerca a ti —continúa reconduciendo la conversación.
Yo me revuelvo en el asiento y cambio de postura tratando de escapar de la atmósfera de pura electricidad que se ha creado entre nosotros.
—¿Al chico del millón de dólares? —comento burlona.
No quiero que se dé cuenta de lo nerviosa que estoy.
—No me llames así —replica muy serio.
No está bromeando.
—Lo siento —musito.
Soy una idiota. Acaba de decir que odia la fama y yo le llamo por el apodo que le puso la revista Star.
La poca relajación que había conseguido alcanzar se esfuma y vuelvo a sentirme muy incómoda.
Él sigue observándome y por un momento creo que sus ojos podrían traspasarme y mirar dentro de mí.
—¿Sabes? He estado leyendo algunos artículos que escribiste para el Times cuando eras corresponsal de guerra en los Balcanes —comento tratando de sacar un nuevo tema de conversación y, de paso, dejándole claro que no sólo leo revistas de cotilleos—. Hiciste un trabajo increíble allí.
Su mirada se recrudece y su expresión cambia. Parece enfadado, más arisco de lo que suele ser.
—No... no soy periodista pe... pero creo que son muy buenos —añado nerviosa.
No dice nada y yo creo que he metido la pata hasta el fondo. Se levanta ágil, se saca la cartera del bolsillo trasero de los vaqueros y, de ella, un billete de veinte que deja sobre la mesa.
—Tengo que irme —me anuncia frío, sin ni siquiera mirarme.
Yo también me levanto. No entiendo nada.
—¿He dicho algo que te haya molestado? —musito.
Reese Montolivo alza la cabeza y por fin vuelve a atrapar mi mirada. No soy capaz de identificar lo que veo en sus ojos azules, pero sé que algo ha cambiado. Abre la boca dispuesto a decir algo, pero parece arrepentirse y guarda silencio a la vez que se pasa la mano por el pelo.
—Adiós, Sophie —se despide y, sin ni siquiera esperar respuesta, gira sobre sus talones y se marcha.
—Adiós —murmuro, pero lo hago para mí. Reese Montolivo ya ha desaparecido calle arriba.
Después de unos segundos bochornosamente inmóvil, cojo el billete de veinte, el café y la magdalena y regreso al local.
No entiendo qué ha pasado.
Me cobro el café pero yo pago la magdalena con las propinas que tengo en el bolsillo del mandil. Sé que es un gesto ridículo, pero quiero hacerlo. Al sacar el billete, el artículo doblado cae al suelo. Me agacho a cogerlo y lo observo un segundo. Con toda probabilidad le he parecido una pesada que averigua su cumpleaños en una revista y saca sus viejos trabajos de la hemeroteca. Su groupie particular.
«No creo que seas la única.»
Pongo los ojos en blanco. Voz de mi conciencia, te odio.
El resto del turno lo paso de un humor de perros. Por un lado, estoy frustrada y molesta por la imagen que le he dado y, por otro, estoy aún más enfadada por toda la importancia que le estoy concediendo. No se lo merece.
Mientras me quito el delantal y me pongo la cazadora vaquera, me obligo a dejar de pensar en él de una maldita vez. Hoy es el último día de Sarah en la ciudad y vamos a salir con Penny a celebrarlo. Cualquier cosa que no sean mis amigas de forma automática deja de existir, más aún si esa «cosa» es algo tan odioso, engreído, antipático y arrogante como Reese Montolivo.
Vamos al Salisbury Red Hotel y nos lo pasamos de cine. A la tercera ronda de vodka de mandarina, los chistes son cada vez más malos, pero inexplicablemente nos reímos todavía más.
Me despierta un ruido molesto y chirriante al otro lado del pequeño apartamento. Abro los ojos un segundo y vuelvo a cerrarlos de inmediato. Todo me da vueltas. El sonido se repite. Es el timbre.
No van a rendirse, así que me levanto y casi en el mismo instante me llevo las manos a la cabeza a la vez que resoplo. Tengo un dolor de cabeza horrible.
Después de maldecir a Sarah y a Penny por cada copa que me bebí ayer, consigo llegar hasta la puerta y abrir. Me encuentro cara a cara con un mensajero de esos que atraviesan la ciudad en una bici sin frenos a toda velocidad.
—¿Sophie Silver?
—Sí —respondo con la voz ronca.
Parece que mi cuerpo aún no se ha despertado del todo.
Me entrega un sobre de color sepia y me hace firmar en un albarán. Mientras cierro la puerta, veo el escudo de la Universidad de Columbia en el remite y sonrío de oreja a oreja. Es la documentación de las jornadas.
Tan pronto como regreso al salón, Sarah está al otro lado de la isla de la cocina, totalmente despeinada y con cara de pocos amigos, preparando café. Me siento en uno de los taburetes y sonrío cuando me tiende una botellita de agua helada y el bote de ibuprofeno. En un par de horas saldrá hacia el aeropuerto. Todavía no acabo de creérmelo.
Desayunamos y la ayudo a terminar la maleta. La bajamos entre las dos y estamos a punto de caernos unas tres veces en las dos plantas que nos separan de la calle. Sarah está hecha un auténtico manojo de nervios y la verdad es que yo también. Voy a echarla mucho de menos.
Volvemos a abrazarnos antes de que se monte en el taxi y después me quedo de pie en la acera viendo cómo mi mejor amiga se marcha camino del aeropuerto para coger un avión ¡a Kosovo! Desde los quince años, siempre hemos estado juntas. Definitivamente voy a echarla muchísimo de menos.
Me llevo las manos a la cintura y miro a mi alrededor a la vez que suspiro. No deben de ser más de las once. Bajo la cabeza y me humedezco el labio inferior fugaz, discreta y, sobre todo, nerviosa. Bryant Park está sólo a cinco paradas de aquí.
Sé que es una estupidez, pero odio pensar que se haya formado una imagen tan distorsionada de mí. No soy ninguna fan histérica.
Antes de que la idea cristalice en mi mente, subo deprisa a mi apartamento. Sólo pensaba coger mi bolso, pero, otra vez, antes de que me dé cuenta, me cambio mis vaqueros por un bonito vestido y me suelto el pelo.
Camino del metro, me retoco mis desastrosas ondas castaño claro, casi rubio, con los dedos en un desesperado intento de que queden ordenadas y no parezca que acabo de meter los dedos en un enchufe. No tengo nada claro que lo haya conseguido.
Llego a la entrada oeste del parque increíblemente nerviosa. Me he repetido una y mil veces que sólo he venido hasta aquí para aclararle lo que sucedió en la terraza de la cafetería, pero ahora no estoy del todo segura de que sea sólo por eso. Lo cierto es que me muero de ganas de verlo.
Mejor no sigas pensando, Silver.
Atravieso el camino lleno de coquetas mesitas de cafetería y entro en los jardines. No tardo en llegar al pequeño sendero donde nos encontramos por primera vez y tardo mucho menos en estar aún más nerviosa.
Me siento en el banco. Me coloco bien la falda del vestido y me agarro al borde de hierro forjado. No sé qué hacer con mis manos.
Lo observo todo y siento cómo el corazón me da un vuelco con cada pequeño sonido. Los diez primeros minutos sigo nerviosa; los diez siguientes, inquieta, y, cuando me doy cuenta de que llevo treinta minutos esperándolo, me siento total y completamente abochornada.
No va a venir y yo soy rematadamente estúpida.
Estoy regresando a la parada de metro de la 42 cuando mi móvil comienza a sonar. Lo saco de mi bolso y miro la pantalla. No tengo el número registrado, pero sé que es de la centralita de la universidad.
—¿Diga?
—Sophie, soy el profesor Masterson.
—Profesor Masterson —respondo más animada—. Hoy mismo he recibido la documentación de las jornadas y ya...
—Sophie —me interrumpe.
No me ha gustado nada ese Sophie.
—¿Ocurre algo? —pregunto tratando de no sonar tan preocupada como me siento.
—Sophie, me gusta mucho tu trabajo —se apresura a decir—. Eres una excelente escritora y sabes que lo creo de verdad.
El profesor Masterson hace una pequeña pausa, como si estuviera reuniendo valor. Un escalofrío helado me recorre la columna.
—La junta ha decidido sacarte de las jornadas, Sophie.
—¿Qué? ¿Por qué?
No puede ser.
—Consideran que tu trabajo, hasta ahora, no es lo bastante impactante. Tu libro está en vías de publicarse en una editorial, pero ésta es demasiado pequeña. Además, no creen que la literatura romántica sea un buen emblema para las jornadas.
Cierro los ojos y cabeceo. ¡Estoy furiosa! Básicamente me está diciendo que no puedo participar porque no les gusta lo que escribo ni para quién lo hago. Sólo son estúpidos clichés. E. L. James ha vendido más de cien millones de ejemplares y decenas de editoriales pequeñas dejaron de serlo cuando sus autores noveles se convirtieron en superventas.
—He hecho todo lo posible, Sophie.
—No se preocupe, profesor Masterson.
Sé que, si hubiese sido por él, estaría en el evento.
—Lo siento de veras —se despide antes de colgar.
—Yo también lo siento.
Cuelgo y, abatida, me siento en el bordillo de la acera, pero un taxi pasa a una velocidad endemoniada y está a punto de segarme las dos piernas, provocando que me levante de un salto. No me lo puedo creer. Esas jornadas iban a ser mi gran oportunidad.
Doy un profundo resoplido y pierdo mi vista en la calle. Estoy a un paso de empezar a martirizarme cuando noto que una gota de agua aterriza en mi mejilla. Alzo la mirada y suspiro al ver que empieza a llover. Genial. El día mejora por minutos.
Por mucho que corro hasta la parada de metro y de allí a casa, llego a mi apartamento completamente empapada. Cierro la puerta sin ninguna amabilidad y voy directa a mi habitación. Tengo que cambiarme de ropa.
Me estoy recogiendo el pelo húmedo en una coleta cuando caigo en la cuenta de que he subido con tanta prisa que he olvidado recoger el correo. Resoplo por enésima vez y, aunque ya he estornudado en dos ocasiones, bajo descalza.
Recojo al menos cinco sobres y vuelvo a mi apartamento. Los dejo sobre la isla de la cocina y comienzo a revisarlos. Los dos primero son facturas; el tercero, publicidad... y, al ver el sello de la editorial en el cuarto, frunzo el ceño. Se supone que no tengo que reunirme con ellos hasta dentro de dos semanas.
Abro la carta rompiendo el lateral del sobre y saco el papel.
—«Estimada señorita Silver —murmuro mientras mis ojos recorren ávidos el folio—, le agradecemos la confianza que ha depositado en nosotros. Lamentablemente y sin merma de sus indudables méritos, nuestro departamento de autores noveles ha aconsejado romper nuestro principio de acuerdo...»
¡No me lo puedo creer!
Aún sujetando la carta, dejo caer mi mano sobre la encimera. No puede ser. ¡Maldita sea! ¡No puede ser!
Estoy a punto de echarme a llorar. ¿Cómo puede haberse torcido tanto mi vida en un único día? Comienzo a dar pisadas rápidas sobre el gastado parqué. De pronto regreso a mi habitación y me cambio todavía más rápido que hace unos minutos. Me pongo mis vaqueros, una bonita camiseta y mis botas de la suerte. Camino de la puerta llamo a Penny y quedamos en el Salisbury Red Hotel. No pienso quedarme hundida y llorando. No me lo merezco.
—¿Por qué tanta prisa? —pregunta mi amiga cobijada bajo el umbral de la puerta del pub—. Está diluviando.
—Mi vida es un asco —digo sin más.
Ella asiente un par de veces y me abre la puerta para que entre. Esas cinco palabras lo dicen todo.
Dejo el paraguas en un cubo junto a la puerta y me dirijo flechada hacia la barra. Necesito olvidarme de este día ya.
—Desembucha —me pide mientras busca al camarero con la mirada.
¿Por dónde empiezo?
—El profesor Masterson me ha llamado para decirme que ya no seré ponente en las jornadas de autores noveles.
Penny me mira y tuerce el gesto. Sabe lo importante que era para mí.
—Y, al llegar a casa, había una carta de la editorial esperándome. Ya no les interesa mi novela.
—Sophie, lo siento —me dice con sinceridad.
Yo me encojo de hombros sin saber qué otra cosa hacer. Me niego a llorar.
—Y encima esta mañana me... me he comportado como una auténtica estúpida. —Estoy tan nerviosa y tan enfadada—. He ido a Bryant Park...
Penny me mira interesada y también algo confusa y automáticamente me freno en seco. No puedo hablarle de Reese Montolivo. Me deja demasiado mal en demasiados sentidos.
—¿Para qué has ido a Bryant Park?
Piensa, cerebro, piensa.
—He ido a... a la biblioteca —tartamudeo—, a preparar mi exposición —continúo cuando ya vislumbro la mentira que voy a decir—. ¿No te parece una idiotez? He pasado la mañana en la biblioteca preparando unas jornadas en las que ya no voy a participar.
Penny asiente llena de empatía y yo suspiro mentalmente. Me he librado. No quiero ni pensar cómo se pondría si le cuento la verdad. Creo que, en primer lugar, me daría una paliza por haber quedado como una descerebrada delante de él tres veces, y después me daría otra por no haberlos presentados cuando Reese Montolivo ha estado en el Delightful.
—¿Qué queréis tomar? —pregunta el camarero deteniéndose al otro lado de la barra.
Es moreno, con el pelo ondulado, casi rizado, y los ojos oscuros. Exactamente el tipo de Penny.
—Cuatro Absolut Mandrin —responde mi amiga.
Yo la miro con el ceño fruncido.
—¿Esperamos a alguien? —pregunto.
Mi amiga niega con la cabeza mientras se mueve al ritmo de Single Ladies,* de Beyoncé, que suena a todo volumen.
El camarero deja los cuatro vasos frente a nosotras. Penny coge dos y me tiende uno.
—El primero, de un tirón —me informa—. Hay que olvidar este día de mierda.
Obedezco sin rechistar. El vodka baja ardiente por mi garganta y no puedo evitar toser cuando el cristal se separa de mis labios. Si te lo bebes así, la única manera de apreciar el sabor a mandarina es mirando la etiqueta.
—El segundo —dice Penny cogiendo los otros dos vasos y tendiéndome uno de nuevo—, lo disfrutamos como señoritas —sentencia guiñándome un ojo.
Sonrío. Estoy completamente de acuerdo.
Con nuestras copas en las manos, nos volvemos en busca de una mesa libre. Tenemos suerte y enseguida localizamos una.
—Por lo menos te queda el trabajo en el asco-Delightful —trata de animarme sentándose.
Sonrío por el agregado al nombre del restaurante, pero en realidad no me hace ninguna gracia. El trabajo en la cafetería me parecía divertido cuando era algo temporal hasta que pudiera vivir de mis libros. No es mi empleo soñado para el resto de mis días.
—Necesitas follar —dice como si fuera muy obvio.
Yo la miro no sé si más ofendida o más escandalizada, pero ella, en lugar de retractarse, asiente a la vez que frunce los labios. Yo cabeceo buscando una réplica válida, pero, si hago memoria, no puedo evitar caer en la cuenta de que mi vida sentimental, lo mismo que la sexual, no es precisamente para echar cohetes. ¿Cuánto tiempo hace del último?
—Si tienes que pensarlo es porque hace una eternidad —comenta como si ese crucial detalle fuera aún más obvio—, lo que refuerza mi teoría: necesitas follar.
—Los tíos son lo peor —me defiendo.
A falta de una respuesta mejor, echémosles la culpa.
—Sí, pero algunos están buenísimos —replica resignada.
Entonces pienso en Reese Montolivo. Reese Montolivo un poco sudado con la respiración suavemente acelerada. Reese Montolivo recostado de esa manera tan sexy en una de las sillas de la terraza del Delightful. Reese Montolivo en la portada del Esquire... El cabronazo está más que buenísimo, es un maldito dios griego.
—¿En qué estás pensado? —pregunta Penny.
—En nada —me apresuro a responder.
Mi amiga me mira perspicaz enarcando las cejas, pero decide concederme el beneficio de la duda. Menos mal. No me apetece nada que me sometan a un interrogatorio con el odioso de Montolivo como protagonista.
Nos pasamos las tres horas siguientes bebiendo. Ni siquiera miro el despertador cuando llego a casa y me tiro en la cama todavía vestida. Sé de sobra que no va a ser una hora que me apetezca ver.
Quiero quitarme la cazadora, pero no quiero levantarme. Me abro las solapas y empiezo a sacarme las mangas. Me giro para tener una mejor postura y no sé cómo consigo que uno de los brazos se me quede atrapado bajo mi propio cuerpo. Tengo muchísimo sueño y todo empieza a dar vueltas por la teoría de Penny de «ya que no puedes follar, deberías beber». Odio a Penny.
Otra vez me despierta algo estridente sonando en algún punto de la casa. Abro los ojos a regañadientes. Ayer olvidé echar las cortinas y el sol entra molesto como si no tuviera nada mejor que hacer que fastidiarme. Me duele muchísimo la cabeza, otra vez, y sigo odiando a Penny, mucho. Sea lo que sea lo que suena, se detiene, pero a los segundos comienza de nuevo. Me froto los ojos con las palmas de las manos y muevo la cabeza torpemente hacia el sonido. Es mi móvil.
Me obligo a enfocar la vista y lo veo en mi mesita. Estiro el brazo para cogerlo, pero de inmediato tengo que encogerlo. ¡Joder! Me duele muchísimo. ¿Por qué? Alcanzo el teléfono con la otra mano y por último descuelgo, o por lo menos lo intento. Me encanta este móvil, pero todavía no me acostumbro a eso de la pantalla táctil y que no tenga más que un mísero botón.
—¿Diga? —refunfuño.
—¡Sophie! ¡Soy yo!
Me despierto de golpe y me incorporo todo a la vez. ¡Es Sarah!
—Siento no haberte llamado ayer, pero es que no he parado ni un solo segundo —se excusa—. ¡Esto es alucinante!
—Me alegro mucho.
Y lo digo de corazón; que mi vida sea un asco no significa que no me alegre por ella.
—¿Ya has vivido alguna aventura? —pregunto socarrona.
—No, pero presiento que está al caer —responde convencida—. Este sitio va a darme el Pulitzer.
Sonrío de oreja a oreja. No lo dudo.
—He conocido a un montón de gente increíble —continúa. Está emocionadísima—, y no lo vas a creer —continúa como si cayese en la cuenta de algo—: ¿sabes quién está aquí?
—¿Quién? —pregunto curiosa.
Su voz se llena de interferencias y soy incapaz de entenderla.
—Sarah —la llamo—. Sarah, no te oigo.
El ruido se hace más intenso y de pronto la línea se queda en el más absoluto silencio. Me separo el teléfono de la oreja para ver si la llamada se ha cortado y en ese preciso instante la oigo llamarme a voz en grito.
—¡Sophie! —repite—. Las comunicaciones son un asco —se lamenta—. Bueno, cuéntame, ¿qué ha pasado en mi ausencia?
—Más de lo que piensas —murmuro.
Enseguida me arrepiento. No es algo de lo que quiera hablar cuando ni siquiera estoy segura de haberme despertado del todo.
—¿En serio?
Guardo silencio, rezando porque se olvide del tema espontáneamente. No va a pasar.
—Sophie —me apremia.
«Bocazas.»
—Me han quitado la ponencia en las jornadas y la editorial ya no está interesada en mi novela.
—Lo siento muchísimo.
—Lo sé.
—Esto es una señal, Sophie —se apresura a decir con total seguridad.
—Una señal, ¿de qué? —pregunto escéptica.
—De que tienes que venirte aquí —sentencia resuelta.
—¿Qué?
El jet lag debe de estar afectándole seriamente.
—Lo que has oído. Tienes que empezar de nuevo, Sophie. Aquí vivirás un montón de aventuras y con ellas escribirás un libro aún mejor que se pelearán por publicar.
Sonrío. La teoría es perfecta, pero la práctica... eso es otra cosa.
—No puedo irme a Pristina —digo realzando lo obvio—. Están en guerra.
¡Es una locura!
—Meeec —vocaliza imitando el sonido de error de los concursos de la tele—. Kosovo, capital Pristina...
—Sabelotodo —la interrumpo socarrona.
Estoy segura de que acaba de hacerme un mohín.
—No me interrumpas, idiota —se queja divertida—. Es un país independizado desde hace tres meses. La guerra terminó hace nueve años. Ahora estamos en un conflicto militarizado supervisado por la OTAN y las Naciones Unidas.
Definitivamente va a ser una gran periodista.
—«Conflicto militarizado» suena a guerra —replico.
—Sophie, no le des más vueltas. —Trata de reconducir la conversación—. Mete cuatro trapos en una maleta y coge el primer avión.
—No puedo —respondo de nuevo como si fuera obvio.
¡Y es obvio!
—Sí, sí que puedes.
Es una mandona. ¿A quién me recordará?
—Tú misma has dicho que tu vida es un asco.
—Yo no he dicho que mi vida sea un asco —me defiendo.
—Pero lo has pensado —replica sin asomo de duda.
Touchée.
Oigo revuelo al otro lado de la línea y a Sarah hablar con alguien.
—Tengo que dejarte —me anuncia—. Vamos a cubrir una noticia. Prométeme que te lo pensarás.
—Me lo pensaré —respondo automática.
—Sophie —se queja, supongo que por mi falta de entusiasmo.
—Te prometo que me lo pensaré —añado más convencida.
Pensar nunca ha hecho daño a nadie.
—Gánate ese Pulitzer —la animo socarrona.
—No lo dudes.
Colgamos y vuelvo a dejarme caer en la cama. Es una locura, pero la verdad es que una parte de mí no puede evitar pensar que sería la aventura más emocionante de mi vida.
Suspiro hondo con una sonrisa en los labios y miro el reloj. Si no quiero llegar tarde al trabajo, será mejor que mueva el culo.
En el Delightful tengo una de las jornadas laborales más patosas de toda la historia. Mezclo los pedidos, me peleo con la máquina de café y se me cae la bandeja, dos veces. Penny amenaza con meterme en el congelador a mí en vez de a Gordon.
—Y lo peor es que ni siquiera me estás dando conversación —protesta exasperada mientras colocamos los vasos recién salidos del lavavajillas.
—Lo siento —me disculpo sin mucho entusiasmo.
—Me hice amiga tuya para tener a alguien con quien charlar en esta pesadilla de trabajo.
La miro francamente mal y ella sonríe encantada con su propia broma, lo que hace que me vea obligada a pegarle en la cara con el trapo. Entonces ella se lamenta y la que sonríe soy yo, aunque me dura poco, ya que decide enrollar el trapo como lo hacían con las toallas húmedas en Desmadre a la americana y me pega en el culo con ella.
—Duele —me lamento frotándome el trasero con la palma de la mano.
—Lo sé —responde satisfecha.
Nada más llegar al apartamento, me quito el bolso y la cazadora. Los lanzo contra mi sofá de segunda mano de Raymour & Flanigan y me siento a mi mesa, frente al portátil. Voy a escribir un libro nuevo y voy a triunfar. No hay espacio para las dudas ni para lamerse las heridas. Sin embargo, superado el entusiasmo inicial, me doy cuenta de una acuciante y dura realidad: no tengo ni la más remota idea de qué escribir.
Suspiro hondo y miro por la ventana. Cuando nos mudamos a este apartamento, a Sarah no le importó que pusiera mi pequeño escritorio aquí en lugar de en mi propia habitación. Yo quería que estuviera bajo la ventana que da a la calle Perry porque así me siento un poco más como Carrie Bradshaw. Ella siempre miraba por la ventana, ladeaba la cabeza y escribía una frase perfecta en su viejo Mac. Yo tengo la ventana, el Mac y las mismas vistas, pero no me inspiran con tanta facilidad ni por asomo. Además, aunque es lo último que quiero, no dejo de darle vueltas a la misma idea: si me voy a Kosovo, no veré a Reese Montolivo nunca más.
Así me paso los tres días siguientes, trabajando en la cafetería y después fingiendo que lo hago delante del ordenador. No sé qué escribir. Aunque nunca me atrevería a decirlo en voz alta, comienzo a pensar que, quizá, ni siquiera debería seguir escribiendo.
El miércoles estoy sentada a mi mesa golpeando el bolígrafo cada vez más rápido y desquiciadamente sobre mi bloc de notas cuando pierdo la vista en la ventana por enésima vez y suspiro con fuerza también por enésima vez. ¿Qué me retiene aquí? ¿Y si, como dice Sarah, todo esto es una señal? ¿Y si tengo que darle un giro de ciento ochenta grados a mi vida? ¿Renovarse o morir?
Parece que la ventana por fin ha funcionado.
Entro en la página web de Virgin Airlines y me compro un billete a Pristina para dentro de dos días. Quiero empezar de cero y qué mejor sitio para hacerlo que un país que también está partiendo desde la línea de salida. Cada calle de Pristina comprenderá exactamente cómo me siento.
Me levanto y, más nerviosa de lo que he estado en toda mi vida, me preparo para hacer las dos llamadas que debo hacer. La primera, a Sarah. Me parece entender que me dice que irá a recogerme al aeropuerto y que me reservará una habitación en su mismo hotel. No estoy muy segura. No ha parado de gritar desde que le he anunciado que nos veremos en cuarenta y ocho horas.
Cuelgo con una sonrisa de oreja a oreja, pero casi en el mismo instante resoplo. Ésta ha sido la llamada fácil, ahora viene la difícil.
Jugueteo con el teléfono entre mis manos sin animarme a llamar. No se lo van a tomar nada bien. Finalmente reúno valor y deslizo el dedo sobre la pantalla. Éste sería uno de esos momentos en los que me gustaría que saltara el contestador, poder dejar un mensaje, que alguien lo borrara por accidente sin oírlo y dentro de cinco años poder decir aquello de «¡Pero si os lo dije!».
—¿Sophie? —responden al otro lado.
—Hola, papá. ¿Estás ocupado?
Por favor, di que sí. Por favor, di que sí.
—Para ti, nunca, Peque. Cuéntame.
Resoplo por enésima vez.
—Llamaba pa... para ver cómo estabais —murmuro nerviosa a la vez que, aún más inquieta, me levanto—. ¿Qué tal ma... mamá?
Soy una cobarde y mis labios intermitentes acaban de delatarme.
—Muy bien. Ha salido con Julie a tomar algo. ¿Y tú? —pregunta perspicaz. Sabe de sobra que tengo algo que contarle—. ¿Cómo estás?
—Bien.
Me pongo los ojos en blanco. Por Dios, tengo veintiséis años. Tengo que echarle valor.
—Papá —digo envalentonada—, recuerdas que Sarah se ha marchado a Kosovo con la beca que ganó, ¿verdad?
—Sí, claro que lo recuerdo.
—Pues me ha surgido la oportunidad de poder acompañarla y he aceptado.
Durante un par de segundos, no oigo nada. Como he hecho con Sarah, me aparto el teléfono de la oreja para ver si se ha cortado la llamada.
—Peque —más que decirlo, creo que lo ha resoplado—: ¿lo has pensado bien? Hasta hace prácticamente dos días estaban en guerra.
—Lo sé.
—Sé que te desenvuelves muy bien lejos de casa y estoy muy orgulloso de ti, pero una cosa es hacerlo en Nueva York y, otra muy distinta, en el otro lado del planeta. —Trata de hacerme entender armándose de paciencia.
—Papá, las cosas se han torcido un poco aquí. Ya no expondré en las jornadas, la editorial ha rechazado mi libro... Necesito un cambio.
—Necesitar un cambio sigue sin parecerme un motivo de peso para mudarte a un país que tiene cascos azules patrullando por sus calles.
Tiene razón.
—Tienes todo el derecho del mundo a pensar que esto es una locura, pero quiero hacerlo.
Mi padre resopla otra vez. Es teniente de bomberos en la estación 87 de South Boston y el hombre más valiente que conozco, pero, cuando se trata de mi madre, de mis hermanos o de mí, le cuesta un mundo ceder si ve el más mínimo peligro.
—Prométeme que tendrás cuidado —claudica.
La sonrisa más grande del mundo se instala en mis labios. Necesitaba saber que está de acuerdo con esto.
—Tendré cuidado.
—Y no hagas tonterías —me advierte—. Usa la cabeza. Eres una chica lista, quédate siempre con eso. —Suspira—. Dios, tu madre va a volverse completamente loca.
Mi sonrisa se ensancha aún más, pero en el mismo microsegundo tuerzo el gesto. No va a tomárselo nada bien.
Me despido de mi padre y de inmediato me voy a mi habitación y comienzo a hacer mi maleta. Un par de horas después, lo tengo casi todo listo. Sólo me llevaré una maleta pequeña. Es un sitio caluroso, según he visto en internet, pero, sobre todo, no necesitaré mucha ropa porque no voy allí a hacer turismo o a lucir palmito. Tengo mis prioridades muy claras.
Estoy nerviosa, pero es una sensación diferente, mejor. No estoy inquieta, estoy emocionada. Todo va a cambiar y, aunque asusta, es lo que quiero.
La alarma suena, pero yo ya estoy despierta. Los nervios burbujean en mi estómago y todo mi cuerpo está en tensión. ¡Me voy a Kosovo!
Me levanto de un salto y me meto en la ducha. Aunque tengo el equipaje bien preparado, todavía debo comprar algunas cosas, explicarle a mi jefe que me marcho y, lo más importante, despedirme de Penny. También tengo en mente algo más que hacer, pero es una idea tan increíblemente estúpida que me niego incluso a pensarla.
Llego al Delightful con una mezcla de nostalgia y pura emoción. Atravieso la puerta y camino hasta la barra. Penny está secando los vasos al otro lado del mostrador con cara de pocos amigos. Al alzar la cabeza y reparar en mi presencia, frunce el ceño extrañada.
—¿Qué haces aquí? Es tu día libre.
—Ya... ya lo sé, pero... pero tenía que hablar con vosotros. ¿Están Gordon y el jefe?
Su expresión se vuelve aún más confusa a la vez que asiente. Me mira esperando a que continúe y, cuando se da cuenta de que no voy a adelantarle nada, me dedica un mohín que me hace sonreír y empuja la puerta batiente de la cocina para llamarlos. A los pocos segundos, los dos salen.
Cuando les explico todo lo que me ha ocurrido estos días y que voy a marcharme a Kosovo, los tres me miran como si me hubiera salido una segunda cabeza.
—¿Estás segura? —balbucea atónita Penny.
—Sí, claro que lo estoy.
—¿Segura de verdad? —inquiere de nuevo.
Resoplo algo molesta.
—Cuando Sarah nos dijo que se marchaba, no te pareció tan extraño —me quejo.
—Porque Sarah es Sarah y tú eres tú, Sophie.
No tengo del todo claro qué ha querido decir, pero sospecho que no me deja en muy buen lugar.
—No te enfades —me pide—, pero ella está más... —parece no encontrar la palabra adecuada— ... preparada para una aventura así —suelta al fin—. Tú eres demasiado... —Ahora no creo que no encuentre la palabra adecuada, más bien no quiere tener que decírmela.
—Ingenua —la interrumpe Gordon.
—Yo habría dicho inocente —se apresura a rebatirle Penny.
—Voy a estar bien —les aclaro a los tres.
Penny resopla y finalmente rodea el mostrador con el paso ligero y me da un abrazo de oso.
—Cuídate mucho —me advierte sin soltarme.
—Lo haré.
Hace unos días pensaba que echaría muchísimo de menos a Sarah. Ahora sé que echaré muchísimo de menos a Penny. Tal vez podría convencerla para que viniese con nosotras.
—Espero que conozcas a un guerrillero kosovar sexy que te haga ver las estrellas —dice soltándose.
Mi sonrisa se ensancha y, aunque trata de disimularlo, a Gordon también se le escapa una.
—Va a conseguir que acabe encerrándola en el congelador —farfulla divertido.
Yo sonrío de nuevo. Me pregunto si es un buen momento para comentar que ella tiene exactamente los mismos planes con respecto a él.
Me quedo unos minutos más y, tras despedirme otra vez de todos, me marcho. Atravieso la puerta del Delightful suspirando y sonriendo al mismo tiempo. Estos últimos días estoy descubriendo de cuántas maneras se puede estar nerviosa.
De vuelta a casa, me paro en el Rockefeller Plaza. Quiero comprar una guía sobre Kosovo. No necesito repetirme que no voy a hacer turismo, pero una guía me ayudará a tener nociones básicas sobre el país y la cultura que me serán muy útiles.
Estoy atravesando Times Square camino de mi apartamento, balanceando con suavidad mi bolsita de papel de Posman Books, cuando, sin ningún motivo en especial, alzo la cabeza y me encuentro prácticamente de frente con la gigantesca pantalla de televisión que ofrece las últimas noticas en la esquina de la 44. No ocurre nada en particular, pero esa pantalla tiene un reloj y ahora mismo son las doce en punto. Son las doce en punto y yo sólo estoy a un par de manzanas de Bryant Park. Suspiro con fuerza. Supongo que es una estupidez y ni siquiera debería planteármelo, pero voy a marcharme al otro lado del mundo y sólo quiero verlo. Además, aunque me he negado a admitirlo, es exactamente lo que llevo queriendo hacer desde que me he levantado.
Miro a ambos lados y cruzo la calzada camino del parque, pero no he avanzado más de un par de metros cuando me detengo en seco. ¿Qué estoy haciendo? No somos nada. Ni siquiera tengo muy claro que me caiga bien y todavía recuerdo el ridículo que hice esperándolo durante más de media hora hace unos días. Lo tengo clarísimo; entonces ¿por qué algo dentro de mí me grita a pleno pulmón que me arrepentiré si me marcho sin verlo una vez más?
Cabeceo enfadada y comienzo a andar como si lo estuviese haciendo en contra de mi voluntad. Llego al parque en cuestión de minutos. Tomo el pequeño sendero y enseguida me encuentro con el viejo banco de hierro forjado. Estoy acelerada e inquieta, pero también sé que lo estoy de manera diferente.
Me siento y me limito a esperar. Los primeros cinco minutos estoy tan nerviosa que ni siquiera puedo pensar, pero, cuando ya llevo quince sentada en el banco, comprendo que no va a venir. No quiere volver a verme y es más que probable que haya cambiado su ruta y su hora de correr sólo para no encontrarse con la groupie tarada.
Tuerzo el gesto. Yo no soy así y odio que se haya formado una imagen tan equivocada de mí. Sin embargo, antes de que me dé cuenta, un enfado lleno de una bulliciosa dignidad se apodera de mi cuerpo. Es un gilipollas. Él no ha tenido ni una sola frase amable conmigo desde que nos conocimos y no le ha importado lo que yo pudiese pensar de él.
Me levanto y vuelvo al camino principal. Reese Montolivo se acabó y esta vez es de verdad.
En mi apartamento, reviso que lo llevo todo por tercera vez y vuelvo a sentarme en el borde de la cama. El avión no sale hasta las cinco de la mañana, pero ya he llamado al taxi. Prefiero ir con tiempo. Además, aquí sentada no me queda otra que pensar y pensar y, en definitiva, ponerme como un flan.
Cuando llaman al portero automático, me levanto de un salto con una sonrisa inmensa y nerviosa, pero una sonrisa al fin y al cabo.
El taxista sube los siete escalones que separan mi portal de la acera y me quita la maleta de las manos. Aún no ha amanecido. Yo suspiro de nuevo y lo sigo hasta el coche amarillo. Tomo asiento y espero a que el conductor lo haga. Por un momento parece que todo está pasando a cámara lenta. Voy a hacerlo. Voy a empezar de nuevo. Todo va a cambiar. Sólo espero no estar equivocándome.
—A la terminal de salidas del JFK, por favor.
Estoy asustada, mucho, pero tengo la excitante sensación de que voy exactamente a donde tengo que ir.
Son las once de la mañana en Nueva York, lo que significa que son las cuatro de la tarde aquí. No, creo que no. Hago memoria. Debería estar más atenta cuando Sarah me explica este tipo de cosas. Son seis horas, recuerdo victoriosa, así que son las cinco de la tarde en Kosovo. Más me vale tener claro el huso horario. Sobre todo para tomarme la minipíldora. Todavía recuerdo lo pesada que se puso la doctora Miller con que debía tomármela siempre a la misma hora. Hace cuatro años que lo hago y me lo sigue repitiendo con cada receta.
Bajamos directamente a la pista desde el avión. El aeropuerto es algo pequeño, pero también increíblemente fortificado. Paso un control de seguridad militarizado y al fin llego al vestíbulo. Aquí todo el mundo parece ir con prisas. Tiene el aspecto de un aeropuerto común, pero no lo es.
Sarah me ha mandado un email diciéndome que ha tenido que salir a cubrir una noticia, pero que mandará a un tal Matt a recogerme. Me asegura que es un tío simpático y muy guapo. Según mi queridísima amiga, con esas señas no tendré ningún problema en reconocerlo.
Me detengo junto a las puertas de salida y me quito la cazadora vaquera. Aquí hace más calor del que imaginaba. Me aliso mi camiseta gris con pequeños estampados y sigo el movimiento hasta mis viejos vaqueros. Tomo aire. Extrañamente, ya no estoy tan nerviosa como cuando me dirigía en taxi al aeropuerto o, por lo menos, no lo estoy de la misma forma. Empiezo una nueva etapa en mi vida, emocionante y muy diferente a todo lo que me ha pasado hasta ahora, y quiero disfrutarla. Voy a disfrutarla.
Mi mirada se pierde en la diáfana sala y todo mi cuerpo se tensa cuando veo a una pareja de soldados patrullando. Nunca había visto una ametralladora tan de cerca. Llevan los cascos pintados de azul. Deben de pertenecer a las fuerzas de paz desplegadas por la ONU. En el vuelo he leído varios artículos para ponerme al día. La guerra de Kosovo empezó en 1996. En 1999 intervinieron las fuerzas internacionales de la OTAN y las Naciones Unidas y desde ese mismo año se envió un destacamento, la KFOR, para velar por la seguridad de la población y evitar un recrudecimiento del conflicto. En teoría la guerra ha acabado, pero nada en esta ciudad, aun sin haber salido del aeropuerto, parece indicarlo.
En ese preciso instante, las puertas se abren y un chico algo mayor que yo entra con el paso acelerado. Lleva un polo blanco y unos formales chinos marrones. Se detiene en el centro del vestíbulo y mira a su alrededor. Comprendo inmediatamente que se trata de Matt.
Dejo la cazadora sobre mi maletita, la tumbo con el pie y tiro de ella a la vez que echo a andar.
—¿Matt? —lo llamo cuando estoy a unos pasos de él.
Él se gira y al fin repara en mí.
—¿Sophie? —inquiere con una bonita sonrisa.
Asiento y le tiendo la mano que me queda libre. Tiene el pelo castaño peinado de una manera muy clásica y los ojos grandes y marrones.
—Siento el retraso —se disculpa—. No contaba con que pondrían un nuevo control militar a un par de kilómetros.
—No te preocupes —me apresuro a contestar—. No llevo aquí ni cinco minutos.
Él me sonríe de nuevo y me hace un gesto indicándome que va a coger mi maleta. Yo se lo agradezco con otra sonrisa. Sarah tenía razón, es muy simpático y también muy guapo.
—El calor aquí es un poco asfixiante —comenta al ver mi cazadora—, pero te acostumbrarás.
Camino de la salida, nos cruzamos con una nueva pareja de soldados. No puedo evitar quedarme mirándolos; sin embargo, no llaman la atención de Matt de ningún modo. Supongo que al cabo de un tiempo simplemente te acostumbras.
—El coche está cerca —me anuncia—. De todas formas, no estamos muy lejos de la ciudad.
Cruzamos las puertas de cristal. El calor se hace más intenso en cuestión de segundos. Matt lleva su vista a un lado y alza la mano. Por inercia, miro hacia donde él lo hace y creo que estoy a punto de desmayarme.
No puede ser.
Sencillamente no puede ser.