8.
Lo primero que a Pablo Simó le llama la atención al entrar en su casa es encontrarse con
Laura de buen humor. Está sentada en el living, leyendo una revista y tomando una copa de vino.
¿Desde cuándo Laura toma vino tinto a las siete de la tarde?
-Hola, amor-le dice.
vino.
Que su mujer use la palabra “amor” para nombrarlo, a Pablo le suena aún más raro que el
-¿Pasó algo?-pregunta él.
-No, ¿por?
-No, no sé, por preguntar, se te ve bien, tranquila.
-Estoy más tranquila, sí-le confirma ella-. ¿Sabés?, estoy confiada en que lo peor con
Francisca ya pasó. Todo siguió más o menos igual, sin novedades. Pero hay buenas señales.
-¿Cómo cuáles?
-No sé, que, como le pedimos, ella llega siempre temprano del colegio, que saluda, que en estos días no la oí quejarse de nada. Mirá, hoy a la tarde, por darte un ejemplo, hace un rato, cuando entró me saludó de una manera tan especial que me pareció que si no hubiera estado Anita con ella, hasta me habría dado un beso. Llegaron, tomaron la leche, y al rato ya estaban encerradas estudiando. Por primera vez en muchos días volví a respirar bien, Pablo, sin esa sensación tremenda de que algo malo va a suceder. Así que decidí relajarme, obligarme a estar mejor yo también-dice y le muestra la copa-. ¿Sabés qué quiero festejar? Que algo de lo mucho que le hablamos a Francisca por fin le entró en esa cabeza, y que uno no sembró en vano.
Pablo se queda colgado en la frase “sembrar en vano”. Laura sigue hablando pero él no logra escucharla. ¿Cuándo se siembra en vano? ¿Cuando la semilla no va a crecer?, ¿cuando no hace falta que crezca?, ¿o cuando no hace falta que uno siembre porque lo que tenga que nacer nacerá de todos modos? Aunque sigue sin escucharla, Pablo se da cuenta de que Laura interrumpe
su largo monólogo para ir al bar, tomar otra copa y servirle vino.
brinda.
-Festejá vos también-le propone, le extiende la copa y ni bien él la agarra ella la choca y
Pablo se ve obligado no sólo a brindar sino también a beber; en el paladar siente con pesar cómo el gusto del vino tinto le borra los restos del sabor del café expreso que tomó cinco minutos antes y que él tenía la ilusión de que le durara hasta la cena.
-Voy a empezar a preparar la comida-dice Laura y se mete en la cocina con una sonrisa que
Pablo hace tiempo no le veía en la cara.
Si Laura fuera otra mujer, si Pablo no la conociera tanto o si la escena que se acaba de desarrollar frente a él perteneciera al capítulo de una de esas sitcom que tanto la aburren, podría sospechar que la felicidad de su mujer se debe a que Laura tiene un amante. Pero ellos no son los actores de ninguna serie y Pablo conoce a Laura desde hace casi treinta años, ¿cuántos días tienen treinta años? Se acerca a la ventana con la copa de vino y mira hacia afuera, la ciudad ya se encendió y los coches van y vienen amontonados sobre la avenida. El vidrio se empaña con su respiración. Pablo hace la cuenta mentalmente, primero le agrega un cero a trescientos sesenta y cinco, y luego multiplica el tres mil seiscientos cincuenta por tres: diez mil novecientos cincuenta días al lado de Laura. Más, porque ellos se conocieron a principios de febrero, durante unas vacaciones en Villa Gesell en las que él había ido con el Tano Barletta y ella con su familia. Febrero, marzo, abril, y casi todo mayo: casi ciento veinte días más. Once mil setenta días al lado de una misma mujer. Habría que restar apenas algunos días aislados en los que por trabajo, al principio de su matrimonio, él viajaba al interior del país a definir proyectos para barrios de vivienda. Pablo conoce cada uno de los gestos de Laura, sus distintos olores, el ritmo de su respiración que se agita cuando algo la inquieta, la vena azul sobre su ojo izquierdo que se marca aún más cuando ella se enoja, sus diferentes toses, los estornudos de primavera, sus bostezos. Por eso Pablo sabe, con absoluta convicción, que la cabeza de Laura estaba, hasta hace poco, tomada en su totalidad por Francisca y sus problemas y que no había lugar para un amante. Ahora sí, ahora que Laura está tranquila, ahora que toma vino y sonríe, a lo mejor tiene espacio para pensar en un hombre, otro hombre. Pablo se aleja de la ventana y se sienta en el sillón que dejó su mujer y que aún conserva el calor de su cuerpo; mira la copa que sostiene en su mano y la mueve jugando con el vino que le queda. ¿Sería reprochable que Laura después de tantos años de casada tenga al fin, por primera vez si no lo ha tenido antes, un amante? ¿Sería reprochable que se le cruzara una persona, un encuentro impensado, no buscado, que le hiciera sentir a Laura que algo de lo que parece perdido dentro de su cuerpo, en un lugar inabordable por la voluntad, podría aparecer otra vez? ¿Estaría mal que su mujer oyera-como él oyó esa tarde-una voz en el teléfono que le hiciera recordar los saltos que se da de una piedra a otra para cruzar un arroyo?
Pablo bebe el vino y lo siente caliente; sus manos sobre el vidrio de la copa, sosteniéndola, jugando con el líquido en imperceptibles rotaciones contrarias a las agujas del reloj deben ser las responsables. En ese preciso momento pasa Anita junto a él, se despide y, sin detenerse, sigue hacia la salida, moviéndose con su andar torpe. Pablo amaga con levantarse para saludarla, pero la chica no le da tiempo y desaparece detrás de la puerta, que cierra con un golpe seco. Él se estremece con ese sonido y se pregunta si el andar de Anita habrá sido siempre así, tosco, rudo, o si se le habrá endurecido en la adolescencia. Él no la conoció cuando era chica, apenas la conoce desde hace poco tiempo, dos años, tres a lo sumo, exactamente desde que Francisca empezó el
colegio secundario. Deja la copa de vino sobre la mesa y va al cuarto de su hija. La puerta está entornada, golpea y pide permiso para entrar.
-¿Qué pasa?-pregunta Francisca.
-Nada-dice él y entra-, quería saludarte.
-Ah, hola-dice ella.
-Hola-dice él.
De todo lo que Pablo puede ver a su alrededor, nada parece indicar que en ese cuarto se ha estado estudiando con aplicación: el programa Ares desplegado en la computadora, una música saliendo de los parlantes a la que Pablo-aunque debe reconocer que le gusta-no podría ponerle nombre, varios esmaltes de uñas sobre el escritorio de Francisca-uno de ellos negro-, algodones empapados en quitaesmalte, vasos sucios, un plato con migas y restos de algo que debe haber sido un sándwich, la ventana abierta de par en par por donde llegan las bocinas y demás ruidos de la calle. Ella sigue sacándose el esmalte de las uñas casi obsesivamente. Pablo se acerca a la ventana y la cierra.
-¿Qué hacés, estás oliendo?-le pregunta su hija.
-¿Oliendo qué?-le dice él sin entender.
-No sé, vos sabrás, cuando mamá entra acá siempre huele.
-Yo no soy mamá-dice Pablo y suena rotundo.
Y él mismo se sorprende al oírse decir esa frase que, aunque sabe verdadera, reniega del acuerdo tácito que tiene con Laura-como muchos otros matrimonios-por el que deben mostrarle a su hija que su padre y su madre siempre piensan lo mismo. ¿Por qué los padres tienen que mostrarles a sus hijos que, en especial en lo referido a su educación, están en todo de acuerdo?
¿Por qué no confesar las diferencias? ¿Por qué él, ahora, en el cuarto de su hija, no se atreve a decirle a Francisca que no le preocupa tanto como le preocupa a su madre que tome cerveza de vez en cuando y que salga con chicos cuando tiene ganas? Pablo no se reconoce haciéndose estas preguntas, ni se reconoce tampoco en aquellas que se hizo hace un rato con respecto a su mujer y un posible amante. No se atreve a atribuirle cualquiera de sus dudas a haber tomado vino con el estómago vacío, sería una cobardía. Si se dejara llevar por el vino, podría salir ahora de la habitación, buscar a Laura y decirle: ¿por qué no tenés algo con un hombre nuevo, alguien distinto al que viste los últimos once mil setenta días de tu vida?, vos te lo merecés, yo me lo merezco. Se lo diría con sinceridad, como si le hablara a un amigo, ¿acaso no lo son? Y no sentiría celos. Intenta imaginarse a su mujer en brazos de otro y, de verdad, no siente celos. No siente nada. O sí, ¿qué?
¿Alivio? Cambia a su mujer por Marta en esos brazos y entonces se excita. Cambia a Marta por Leonor y siente rabia, sería capaz de ir y arrancarla del abrazo de otro. ¿Por qué, si apenas la conoce?, ¿por qué, si esa chica no tiene ni las piernas de Laura ni las tetas de Marta?
-¿Necesitás algo más?-le pregunta Francisca mientras junta los algodones manchados de esmalte viejo.
-No, no-le contesta él y sabe que ya es momento de irse pero antes de salir le pregunta a
Francisca-: ¿Estás bien?
-Yo sí-le dice ella.
-¿Vos sí?-pregunta él.
-Yo sí-repite su hija.
Y ya no le quedan dudas, porque al aclarar “yo sí”, al no elegir decir solamente “sí”, su hija está también diciendo que hay alguien, otro, que no lo está. Ella sí está bien. Ella. Pablo se queda esperando pero la chica no le pregunta cómo está él, ni dice nada más. Entonces decide irse, da unos pasos, toma el picaporte y lo gira; sin embargo, antes de abrir la puerta y dejar el cuarto se arrepiente, vuelve y le pregunta:
-Decime una cosa, ¿vos cómo me ves a mí?
-¿Qué?-le pregunta ella.
-No sé, digo, me ves bien, me ves mal, me ves viejo, o gordo, o pasado de moda. ¿Cómo me ves, Francisca?
-Yo no te veo, papá, vos sos mi papá.
-¿Y eso que tiene que ver?
-Que no te veo, que no te miro.
-Mirame, entonces, y decime.
-¿Me estás hablando en serio?
-Muy en serio.
La chica, entonces, se lo queda mirando; por un momento hasta parece preocupada por él, como si pensara que su padre está mal o enfermo. Pero con la poca constancia que les duran ciertas preocupaciones a los adolescentes, Francisca vuelve a lo suyo sin decir nada y se sumerge en la computadora. Él insiste:
-Mirame y decime, por favor. Ella levanta la cabeza:
-¿Estás seguro de que querés saber?
-Sí-dice él.
-Patético, papá.
Y apenas termina de decir “patético”, Francisca le da otra vez la espalda y se pone a buscar una nueva canción en el listado interminable de temas musicales que aparece frente a ella en la pantalla de su computadora.