VI. SILVIA

Giustino murió esa misma noche. Catina y yo estuvimos a su lado, todos los demás se habían ido a dormir. Giustino se había calmado, así lo pude observar, ahora que estaba quieto. Tenía las órbitas de los ojos y las mandíbulas de mi madre, no el pelo, que era castaño, dorado: le corría el sudor por la frente. No se parecía al abogado. Me dije que podía parecerse a él en el cuerpo.

—Catina, ¿había crecido mucho? —pregunté.

—Estaba creciendo —respondió Catina.

—¿Con quién se llevaba bien?

—Con los animales —contestó.

—¿Por qué dices eso? —pregunté.

—Solo digo lo que hay —respondió.

—De todos modos, debía de hablar con alguien.

—Cuando hablaba, siempre pedía algo. —Luego dijo—: En el andar se parecía al abogado.

—Ese no habla cuando quiere algo —dije en voz baja—. En fin —añadí—, ¿quién lo quería?

—Tu madre lo quería. Parecía quererlo como a ti cuando naciste.

Pensé en mi madre, en cómo la había vuelto a ver. Erguida a los pies de la cama, miraba a Giustino con esos ojos de piedra.

—La muerte no la altera —dije.

—Está así desde que llegaste. Antes de que el abogado se lo dijera, estaba trastornada. Los oía hablar; cuando el abogado le dijo que habías vuelto, tu madre dejó de sollozar.

Yo pregunté todavía con mayor ansia. Y Catina:

—Nada más, dejó de llorar. Lo de después ya te lo sabes.

Y por eso comprendí que nada había cambiado desde entonces. Mi madre se estaba preparando, estaba preparando una red y se agazapaba.

Giustino respiraba furiosamente y todo el silencio de la casa y de la tierra circundante se concentraba en esa respiración.

—Si sigue respirando así va a morir enseguida —dije.

—Va a morir, seguro —dijo Catina. Y dicho por ella pareció una sentencia. Hasta ese momento no había creído en la muerte de Giustino. Demasiadas cosas se mezclaban con esa muerte para que pudiese creer realmente en ella. Nacimiento, muerte, todo lo que estaba pasando, hasta los hechos que causaban más alboroto perdían consistencia. Había un fuego que siempre ardía y el nacimiento, la muerte, las guerras, las inundaciones se esfumaban en medio de aquella llama.

—Catina, aquí estamos siempre en medio del fuego —dije.

—Un gran fuego, un gran fuego —dijo Catina. Y a través de la noche sentí que mi madre ardía, que Dino ardía, que yo también estaba ardiendo de nuevo.

—Ese pobrecillo que ha venido conmigo —dije.

—¿Desde cuándo quieres casarte? —preguntó Catina.

Supuse que Catina no sabía que el amo era quien me había hecho volver y para no ponerla nerviosa le dije:

—Lo conozco desde hace bastante tiempo, me quiere, trabajamos en lo mismo.

—No tendrías que haber regresado. Una palabra de más y ese chico se enterará de todo.

Dios sabe de qué se habrá enterado Giovanni. Me asombró que nunca le hubiera contado nada. Entonces le soltaba muchas cosas, incluso muy fuertes, pero acerca de lo que había pasado mezclaba verdades y mentiras. Únicamente a Flavia había podido contarle toda la verdad. Aquella noche hablé como desde otra vida y, mientras hablaba, me iba calando una luz, cada vez en lo más hondo, hasta que todo se aclaró, y en esa claridad vi mi vida entera, y supe que no había esperanza, como si estuviese mutilada. Al día siguiente le dije a Giovanni que no volviera a aparecer, y se marchó desesperado, como los otros antes que él. Yo me quedé muchos días embotada. Creía que era injusto no poder conservarlo conmigo, que era pérfido mermarme hasta el punto de no poder conservar a mi lado a alguien a quien quería, a quien podía contarle tantas cosas, tener que desprenderme de él como de un cualquiera, solo porque me molestaba. Después vino la partida, la llegada.

Me decía que Giovanni no podía quedarse a dormir en esa casa desconocida. Al levantarme de la mesa, ni siquiera le había deseado las buenas noches.

Catina se movió en la habitación.

—Voy a rellenar la bolsa de hielo —dijo y la casa retumbó, abajo, mientras Catina partía el hielo. Luego oí murmurar en la habitación de al lado y un cuerpo hizo chirriar la cama.

«Ese es Dino», me dije enseguida para mis adentros y quise reaccionar con saña por haberlo reconocido así.

—Va a ser una noche larga —dije cuando volvió Catina.

—Cuanto más larga sea la noche, más dura —dijo.

Y deseé fervientemente que la noche no se acabase nunca, no por Giustino, que tenía que morirse, sino por mí, por mi deseo repentino de ser cruel, de serlo al menos conmigo misma si no podía aplastar ese silencio que se sobreponía, ahogar ese murmullo, ese chirrido.

También Catina oyó que en la otra habitación se habían despertado. Me miró con el rabillo del ojo y me preguntó:

—¿Cómo nos ves a nosotros?

—Estáis más viejos —dije.

El abogado había engordado. Ya entonces parecía un gigante. Era como si el caballo fuese a partirse mientras él lo montaba y pensé que mi madre disfrutaba con eso.

—Tengo ganas de vomitar —le dije a Catina y apoyé la cabeza en el sillón. Catina se levantó y se me acercó.

—Vete a la cama, ha sido un viaje agotador —dijo.

Me sentía cansada y realmente tenía náuseas como cuando esperaba a Giustino. Y ahora que se estaba muriendo no conseguía explicarme por qué había temblado tanto al leer el telegrama. Leí que Giustino se moría y comencé a temblar de los pies a la cabeza, se apoderó de mí un incesante temblor y durante un instante sentí que de algún modo yo también me estaba muriendo.

Me dormí en el sillón. Me desperté en el mismo silencio. Catina dormitaba, la cabeza sobre los brazos, que tenía apoyados en el larguero de la cama. Cuando se levantó vio que me había despertado.

—Vete a dormir —me dijo—. En cuanto amanezca te llamaré.

Me puse de pie y salí de la habitación.

Ya no podía conciliar el sueño; daba vueltas en la cama, no conseguía dormir. Mi puerta se abrió sin ruido y vi que Giovanni entraba.

Me acordé de que no me había despedido de él por la noche.

—Me imaginaba que no podías dormir —dije. Y añadí—: ¿Quieres saber qué pasa?

Giovanni me tocó con una mano y me estremecí, tan fría la tenía.

—¿Todavía no te has desnudado? —pregunté.

—Aún no me he acostado —dijo.

—Desnúdate, métete en la cama. Así, si viene alguien, pensará que ya nos hemos casado.

Yo misma no sabía por qué le pedía que se desnudara.

—En esta casa no se pierde el tiempo —dije mientras se quitaba la ropa—. ¿Tú también te has dado cuenta de que aquí se pilla algo a cada instante?

—Silvia —dijo como si no escuchase—, quiero abrazarte.

—¿Es posible que no pienses en nada más? Con la de cosas que suponía que me ibas a decir.

—Tengo que abrazarte un momento —dijo, y entonces me acerqué.

—Pareces el polo norte —dije—, voy a coger una pulmonía.

Pero Giovanni me estrechaba, estaba aferrado a mí. Me apretaba de una forma rara, con la cabeza apartada, de modo que su cara no me rozaba.

Le hablaba con mi tono de siempre:

—Sigues temiendo que huya de ti, pero esta noche no voy a huir, déjame respirar. —Y me sentí un poco enternecida por el abatimiento que veía en aquel abrazo—. Pero ¿qué te ocurre? Pareces un niño en la cueva del ogro. —Insistí—: ¿Giovanni, qué te pasa? —Y extendí un brazo hacia la mesilla de noche.

—Apaga esa luz —oí que decía.

Me quedé inclinada sobre su pecho mientras encendía la lamparilla.

—Apaga esa luz —repitió.

Yo la apagué enseguida, sin entender.

Ahora Giovanni se había apartado; nos hallábamos cada uno en un extremo de la cama, sin movernos, en silencio.

Estaba consternada por la cara que le había visto a Giovanni instantes antes de apagar la luz, por la manera en que se había apartado de mí, por aquel rostro con los ojos cerrados, los labios apretados.

—Giovanni, ¿qué pasa? —murmuré.

Busqué su mano bajo las mantas e iba a decir algo más cuando se arrojó sobre mí con el aliento cargado y todo su cuerpo, hasta que sentí un dolor muy intenso en el cuello y grité. Giovanni se había detenido.

Se oyeron pasos en el pasillo y Dino se asomó:

—¿Silvia, has gritado, tú has gritado?

—No es nada, estaba soñando —respondí.

—Procura descansar —dijo, y cerró la puerta.

Giovanni tenía ahora la respiración entrecortada.

—Eres un monstruo —le cuchicheé a la cara; el corazón me estallaba—. Eres un monstruo —repetí una y otra vez, hasta que el corazón se me aquietó.

Apoyé la cabeza en la almohada, el cuello me sangraba.

—Enciende, dame el pañuelo —dije.

Encendió pero no me miraba.

Me limpié la sangre.

—Habla —dije—, tienes que hablar.

—Por lo que más quieras —dijo—, ahora no podemos hablar. Mañana, por favor, vayamos a la roca.

Yo pensaba: «Mañana Giustino estará muerto».

Giovanni se marchó a su cama; cuando oí barullo en el pasillo, comprendí que Giustino había muerto y me levanté.