La infancia de Pablo puede haber sido la de cualquier niño en un barrio de toreros, con la particularidad de que su padre era encargado de abastos en la Plaza y su madre, una belleza, bordaba.

Pablo posa como oficial de marina en su Primera Comunión junto a su tía monja. Una foto de aire colonial. Es el pequeño de dos hermanos.

Hace unos meses su hermano le regaló unas gafas de sol. Pablo llevaba un rato toqueteándolas. Quédatelas, hace mucho que no te regalo nada. Exactamente veinticinco años, pensó Pablo, que a veces da la impresión de haber vivido una infancia solitaria, aunque bien puede ser, por el contrario, nostalgia de tiempos mejores, cinismo adulto.

Con diez años Pablo es el generoso compañero de juegos que se cuida de no traicionar, aunque podría.

Con doce cambia de ciudad y va más al sur, pero sólo un verano.

Con trece, la pubertad le sorprende enamoradiza y hace un descubrimiento capital para su futuro: el pudor.

Pero quizá estos preliminares nos lleven por un camino que no es el propio de Pablo, que comienza al cumplir catorce años. Desde entonces Pablo es huérfano.

Dicen que quien pierde de pequeño a sus padres pierde la trama de su vida, y por ello la adolescencia de Pablo es una leyenda incomunicable.

Su tía, después su madre, y en último lugar su padre. Los tres murieron de cáncer.

De su padre, delgado y alto como él, Pablo conserva unos poemas encolados sobre un lienzo de metro y medio por metro y medio. Un palimpsesto azul desteñido, probablemente de amor. De su madre, con idéntica técnica y en un lienzo de iguales proporciones, unos bordados con motivos vegetales. Dos testimonios de la caducidad. Con ambas obras Pablo se ha convertido en el progenitor de sus padres, que siguen envejeciendo con el amarillear de la cola sobre el lienzo.

Los dos cuadros presidieron nuestro salón cuando vivimos juntos, la peor época de nuestra amistad.

Conocí a Pablo en un local donde yo era pinchadiscos. Venía con Fernando, Pacheco y mi amigo el poeta Reche, en viaje relámpago desde su ciudad de interior. Los cuatro vestían camisas hawaianas.

Era el principio de la noche. Yo ponía música para los trabajadores que limpiaban la barra cuando aparecieron, pálidos. Pablo era el más alto. El bigote se le juntaba con las patillas y el pelo corto terminaba en la nuca con una ligera pelusa alada. No sabría decir cuál fue mi primera impresión, pero sí que no fue buena. Partió mi nombre en dos sílabas, Car-Ios, como para demostrarme que sabía pronunciarlo. Luego me pidió una canción, pero no esa versión conocida sino otra que probablemente yo no tuviera, porque muy poca gente la conocía y no era probable que yo fuera de esos pocos.

Como tenía el disco —primera edición americana— me gané a Pablo.

Luego pensé en la familiaridad de su bigote tupido, de su camisa fuera de contexto, de las calurosas botas de goma, quizá de electricista. Y reflexioné acerca de las vacaciones, en especial las vacaciones de una persona como Pablo, pero en concreto las vacaciones de Pablo en la quintaesencia del ocio productivo, esta playa del sur donde venimos a nacer.

¿Si Pablo volviera a nacer conservaría sus señas de identidad?

¿Existe un yo primigenio que merezca la pena rescatar o somos la suma de nuestras desgracias?

¿Puede el origen lavarme de mi vida?

Y, por último, ¿qué es el origen?

Me doy cuenta de que éstas eran preguntas de escritor que sublimaban algunas carencias, pero toda la estancia en la playa la pasé obsesionado con el sexo.

Me enamoré de una niña llamada Lucía, niña de tamaño, no de edad, aunque en su talla era la cosa más proporcionada que he visto. Pero yo no tenía soltura. Iba de cala en cala con un libro, concentrado en mis estudios autodidactos. Dos cosas se interponían entre mi deseo y Lucía: el primer volumen, pesado, de El hombre sin atributos y una barriga improductiva que mis hombros infantiles no alzaban con dignidad.

De noche, en camiseta y sudado por el baile, un atractivo aire de joven centurión me daba la oportunidad de ligar, así que aproveché la noche para entrar a las mujeres más bellas, o responder a las más bellas que me entraron, quiero decir, y así conocí a Gari.

Lo de Gari fue hermoso. En una habitación de techos de uralita hicimos el amor con un disco de Terry Callier porque me recordaba a la chica de la portada. Soy sevillana, no negra, corregía, y yo le contestaba: tú serás como yo diga; sorprendentemente ella obedecía y repetíamos el juego hasta hacerlo costumbre.

Por el día, desayunábamos juntos, un café y unas tortillitas de camarones, luego ella iba a bañarse con sus amigos, que vendían pulseras en el mercadillo, y yo buscaba a Lucía y hablábamos de amigos comunes, que yo sólo conocía de oídas. Después, Lucía se iba a su apartamento y ya no volvía a verla hasta el día siguiente.

Su belleza me causaba infelicidad, y de nada me servía convencerme de que eran mis ojos los que le daban esa belleza, como una cordillera no impone sin un filósofo en lo alto. Aparte de eso, Lucía no terminaba las frases, pertenecía a una clase social distinta de la mía.

Por la noche, ya no encontraba oportunidad de volver a Gari.

Quizá no me apetecía.

Y fui dejando de hacerle caso hasta que se hartó de mí.

A veces la veía bailar con los jipis y sentía celos.

Ésa era mi vida en la playa, los buenos tiempos, cuando llegó Pablo.

Unos años antes pasé tres meses en otro pueblo de la costa, trabajando también de pinchadiscos, pero no era exactamente un pueblo, sino nueve casas de una urbanización que no llegó a crecer. Se erguía, semiabandonada, en un monte pelado, sin mayor atractivo que el mar escueto entre dos riscos beis.

Se llegaba en coche, pero yo no tenía carné, así que una vez arriba, en la casa que me prestó el dueño de la discoteca, su segunda residencia, poco amueblada, un picadero apenas, me pasé tres meses casi aislado, fumando polen e intentando leer. De miércoles a domingo el jefe venía a por mí y me bajaba en coche a la discoteca, aunque estaba a quince minutos a pie por la falda del pedregal.

La discoteca se llamaba Sunset, puesta de sol, pero mi jefe estaba convencido de que «sunset» significaba amanecer. No lo corregí.

A veces, cuando la discoteca aún no había abierto, me acercaba a por cerveza o batidos de chocolate, me sentaba en un altavoz de la terraza y miraba aquel mar de paredes rocosas. Así que no se puede decir que estuviera encerrado, sería una exageración.

El jefe me llevó a sus dos perros para que me hicieran compañía. Eran de raza grande, peluda y gris, pero esquilados porque tenían garrapatas.

Las garrapatas tienden a subir para dejarse caer sobre su víctima. Si la pared es lisa, resulta fácil matarlas. También me entretenía quemándolas. Y comprendiéndolas. Conocía el poema de la garrapata, donde se las presenta como «seres» llenos de dignidad. Creo que es de Spinoza:

Mirad la garrapata,

admirad esa bestia que se define

por tres afectos,

los únicos de los que es capaz

en función de las relaciones

de que está compuesta.

Un mundo tripolar,

eso es todo.

Si la luz le afecta

se sube hasta la punta de una rama.

Si el olor de un mamífero le afecta

se deja caer sobre él.

Si los pelos le estorban

busca un lugar desprovisto

de ellos para hundirse,

bajo la piel,

y chupar la sangre caliente.

Ciega y sorda en ese inmenso bosque,

la garrapata sólo tiene tres afectos,

y el resto del tiempo

puede dormir durante años

mientras espera el encuentro.

Otras veces, el jefe me llevaba en coche al McDonald’s con su novia, que trabajaba como relaciones públicas en una discoteca gay. Se quedaban a dormir en el cuarto de al lado y la oía gemir.

Se llamaba Marta y se burlaba de mí.

En Madrid, Marta me llamó para que le enseñara la ciudad. Se había matriculado en Arte Dramático. Recorrimos los bares de mis amigos, comimos un bocadillo y la llevé a la discoteca donde pinchaba mi hermano. Sin pensármelo mucho le di un beso. Se sorprendió. Tal vez pensaba que yo era homosexual. Fue en casa de mi hermano. Al día siguiente, volvimos a quedar y repetimos. Su cuerpo me resultaba familiar hasta en sus incongruencias. Después, ya no respondí a sus llamadas.

Primero lo hacía varias veces al día, luego cada dos o tres.

En una ocasión llamó desde un número diferente y respondí. Me preguntó si lo nuestro iba en serio, pero yo le dije que estaba muy ocupado buscando trabajo.

Durante dos semanas no contesté a ningún número desconocido.

Engordé diez kilos y fui célibe durante más o menos un año, dormitando mientras esperaba el encuentro.

Pero volvamos a Pablo.

Recién llegado a aquel Cocoon de las clases ociosas, y con sus propias taras sublimadas por el ingenio, Pablo tenía que forzar un intercambio cultural que lo recolocara en un nivel aceptable de realidad. Sin proyección ni deseo. Y me eligió a mí porque pertenecía a su territorio, la periferia de la industria del ocio. Así que, en definitiva, su examen musical había cumplido una función de acercamiento. Al aprobarlo, yo me había convertido en su profesor, por lo que terminé agradeciéndoselo y, de alguna manera retorcida, unido a él por un destino común.

Pacheco, Fernando, mi amigo el poeta Reche y Pablo durmieron en el coche y se marcharon al día siguiente.

Al volver de la playa no era un pinchadiscos de Primera, antes bien uno de Regional, según deduje de mi trato con los dueños de los pubs, así que me volqué en la lectura y me esforcé en alcanzar el prestigio literario, aunque tuviera que hacerlo desde la casa de mi madre. También Dostoievski pasó su juventud en una pequeña habitación de la casa familiar.

Me presenté a un premio. Se fallaba en noviembre, pero antes Fernando me había invitado a pinchar en su ciudad.

Pablo me recogió en la estación de autobuses y me llevó de tabernas hasta que fue la hora de trabajar. El estómago revuelto, el efecto de un trozo de pastilla cuando pasamos del vino a la cerveza: media hora antes de ir a la discoteca le dije a Pablo que no podría.

Pablo se había dejado barba, la barba de alguien que lo está dejando con una novia, era el otoño de 2001. Fuimos a pillar coca y me despejé de camino a la discoteca. Lo que ocurrió después no lo recuerdo bien. Fue un éxito.

No sé en qué momento Pablo se marchó a casa.

Y ya era de día cuando volvimos al cerro a pillar. Fuimos Fernando y yo, guiados por Pacheco, quien vestía una chilaba porque en el cerro es mejor pasar por loco que por pijo, eso decía; además de que la chilaba no le permitía llevar mucho dinero encima: porque sonaban las monedas; o porque no tenía bolsillos, no recuerdo ahora. Dormí en casa de Fernando con la armonía dulzona de un disco tardío de los Beach Boys, Surf’s Up. Nos habíamos acribillado el brazo con lo que llaman revuelto. Fue uno de los momentos más felices de mi vida.

Al día siguiente, antes de dejarme en la estación de autobuses, Fernando me dio una vuelta en moto por la Sierra.

Había encontrado a mis mejores amigos. Aquélla sería mi ciudad.

Unas semanas después, un día otoñal de sol picante, recogí mi premio literario y el jurado se burló de mis patillas. Bajo el jersey, el falso tatuaje. Las drogas han perdido todo su romanticismo, dijo, hilando fino, un miembro del jurado. Es el mapa de mi nueva casa, le contesté.

Llevábamos una semana viviendo con Pablo. Abraham en un cuarto que daba a un patio interior —le llegaba el murmullo del bar de Lola— y yo en una habitación palaciega con chiribitas que algún insecto sedimentaba en el techo. Vibraban cada vez que el autobús cruzaba nuestra calle.

Era sábado y cenábamos en un restaurante italiano.

—A lo mejor porque no trabajabas.

—¿A qué te refieres?

—¿Trabajabas?

—Trabajaban los dos. En un McDonald’s.

—Ya, bueno, pero eso no es trabajo —dudó—. Sí lo es, pero más bien un trabajo de estudiante. ¿Está bueno?

—Un poco espeso. En Italia, esto no lleva nata —dije, sabiondo—. Pues entonces no trabajaba ninguno. Ni ella ni él.

—No, ninguno trabajábamos, eso es una ordinariez. Ibamos por los McNuggets.

—No seas irónico, que no me estoy metiendo contigo. Me refiero a que... Me pongo en su lugar: quizá ella deseaba una seguridad que tú no le dabas. No es que tú le tuvieras que dar seguridad, entiéndeme, también me pongo en tu lugar, pero tal vez ella la buscaba en ti.

—Una seguridad a su costa. Porque dejó de pintar y de escribir para no competir con ella.

—Carlos, no hace falta que lo defiendas, no le estoy atacando... —yo miraba sus grisinis— Toma, engordan. Siempre somos las malas. Puede defenderse solo.

—No creo que me estés atacando, ni que Carlos me esté defendiendo. Sólo es tu opinión y la suya sobre algo que podría ser mi propia vida, pero que ni se le parece.

Cenábamos con Pablo y su novia. Carpaccio, espaguetis a la carbonara, rissoto ai funghi, vino, grappa.

No sé por qué habíamos empezado a discutir sobre la vida de Abraham, después de haberlo hecho sobre la diferencia biológica de los sexos, la rúcola o la rúcula —yo creo que es rúcola— y la literatura de Milton. Inma había estudiado filología inglesa y trabajaba en una ONG, Mujeres en Zona de Conflicto. Continuó:

—O quizá ya no estaba enamorada de ti.

—Sí, es una manera de verlo —contestó Abraham.

—¿Lo dejamos ya? —Pablo quiso volver a Milton, el poeta favorito de Inma, aunque ni Abraham ni yo lo habíamos leído.

—La verdad es que no creo que hayáis leído a Milton —dijo ella.

—Claro que sí, y en la traducción de Esteban Pujáis Gesalí —respondí.

—¿Cómo? —preguntó Abraham.

—¡Gesalí!

Era un chiste privado con Abraham, una especie de hogar común. Luisa Fernanda Garrido y Tihomir Pistelek. ¿Tihomir pistequé? ¡Pistelek!

—No os he contado que fui su chófer cuando estuvieron en Yugoslavia —dijo Pablo.

—¿Fuisteis a la guerra? —pregunté.

—Después —dijo Inma—, durante la reconstrucción de los Balcanes. Fuimos a Móstar.

—Cuando los cascos azules, amiguitos, y casi nos matamos.

—¿Cómo? —preguntó Abraham.

—Acababa de sacarse el carné de conducir.

Pablo graznó:

—Yo era el único que conducía. Y mientras, Inma y sus amigas me ponían verde.

—Y te acababas de sacar el carné.

—Sí, In-ma —le partió el nombre—. Habíamos salido de Split por una preciosa carretera de montaña. Adelanté a un camión y venía un coche en dirección contraria, un coche minúsculo.

—¿Os disteis? —preguntó Abraham.

—Nos chocamos de frente. El coche del yugoslavo se quedó así —colocó una lámina de champiñón, de pie, en la orilla del plato—, pero no le pasó nada. Inma llevó collarín durante un par de semanas y yo tuve la espalda jodida. Ah, y lo más importante de todo: sus amigas no volvieron a hablarme. Casi nos matamos.

—No fue como lo cuentas.

—¿Cómo fue? ¿Qué pasó? —pregunté.

—Nada más —zanjó Pablo.

La cena no dio más de sí. Bueno, hablamos de Lola, que me había elogiado la ONG y a su directora, Mila Ramos, que escribía poemas sobre bombas racimo.

—Lola no —me dijo Inma—. No trabaja con nosotras. Lola es dueña de un bar. Es empresaria. Amiga de Pablo.

—¡Ha, ha, ha! —Pablo se reía como en el Oeste.

—Lo sé, trabajo en su bar —dije—. No me refería a eso. ¿No sois amigas? ¿Algún rebote?

—Qué va. Que yo sepa. Pero es más amiga de Pablo. ¡Lo he pedido yo, Pablo!

—Mujeres en Conflicto de Zona —dije.

—Qué chiste. No parecías tan machista.

—Conflicto de Mejores Cenas —probé, pero sólo se rió Abraham.

Y así terminó la cena. Quizá no merecía la pena contarla, pero fue el principio de esta historia, la noche que empecé a intuir a Pablo. Un comienzo insípido, como si dejara hueco a posteriores interpretaciones.

Pablo e Inma se fueron a la casa donde habían vivido juntos, a embalar cajas de discos o a dormir juntos, yo qué sé, y una hora después Pablo volvió a su nuevo hogar, nuestra casa. Escuetamente dijo: Amiguitos, es pronto. Y nos llevó a una taberna donde preparaban excelentes bocadillos de jamón serrano, pero nadie quería cenar dos veces, así que bebimos vino, un fino que allí llaman medio, y después fuimos a otra taberna donde ponían tapas de salchichón y salmorejo y bebimos más y yo me comí las tapas, y para terminar atravesamos la desierta ciudad del fin de semana hasta el barrio donde Pablo había nacido. Tomamos vino, aceitunas y Pablo dijo su lema: Pan, aceitunas y silencio.

Luego se quedó callado.

Para distender la tensión le dije que, aunque el bar estaba casi vacío, la edad de los clientes sumaba veinte siglos. Más que el cristianismo.

Me contestó que esta ciudad también nos haría viejos a Abraham y a mí.

Si uno disfruta de la conversación ingeniosa, un día con Pablo será una experiencia enriquecedora. Si uno valora, casi por encima de cualquier placer consumible, el respeto a la libertad individual, con su riguroso derecho a equivocarse, encontrará en Pablo al mejor compañero de aventuras. Es un buen anfitrión. Y además le gusta beber. Pero frente a aquel plato de aceitunas, Pablo quería hablarnos de Inma, y en estilo tan indirecto que era difícil retener los detalles. La familia de ella también había trabajado en la Plaza. Los padres de ambos debieron de conocerse en algún momento de un pasado previo a su existencia (quiero decir a la existencia de Pablo e Inma, obviamente, si no sería metafísica), y conocerse de vista. Quién sabe si alguna vez habrían discutido incluso por la ubicación del tenderete. Pero el padre de Inma no había escrito un poema en su vida, era más bien bruto, y la hija filóloga era el éxito inversamente proporcional al joven alcohólico que habrían encontrado los padres de Pablo si hubieran vivido lo suficiente. Pero aunque ambos llevaban el mercado en la sangre, ella se merecía a alguien mejor.

He de reconocer que cuando Pablo contaba su vida de ese modo, yo no lo escuchaba, algo de lo que me arrepiento ahora que me he puesto a escribir sobre él, pero Abraham, cuando estábamos a solas, me repetía lo que nos había dicho Pablo y conseguía transmitirme, si no las palabras exactas, sí una especie de terror atávico. No de Pablo, sino de la ciudad. O de ambos.

Acabábamos de llegar y ya me había dado cuenta de que habíamos venido a vivir a las heladas aguas del determinismo decimonónico, circunstancia no del todo desagradable, porque uno constantemente ve su rostro reflejado y resbala, no llega a hundirse, pero yo miraba de reojo a Abraham, que asentía con falsa gravedad mientras Pablo susurraba su historia como si la cantara, y entresacaba que él era un viejo marinero, un oficial de abastos francés a punto de ser enviado a las Indias, de donde (tras una enfermedad venérea que tendría como secuela la falta de ilusión) regresaría entumecido, viejo, achacoso, borracho (de Cocos Locos, algo así como Yves Montand; volvería a por su fruterita, que entre tanto se habría casado con el director de una Caja de Ahorros.

A mí se me hacía irreal la recurrencia marinera —la foto de Pablo de indiano, con monja— en una ciudad árida, cruzada por un río en el que una vez alguien vio una nutria.

Y he dicho «irreal» aunque ya sé que la «realidad» no existe, que todo es metáfora. O, mejor dicho, mundo interpretado según una indistinguible mezcla de juicio individual y comunidad lingüística. Pero el discurso de Pablo tejía una malla de leyenda personal: su rostro martirizado y la ciudad de relleno.

O al revés, Pablo era un motivo tricotado con esmero en la esquina de una pequeña ciudad conservadora, la necesidad decorativa de una maquinaria discursiva obsoleta. Esta ciudad. Una fábrica de tapices vitales que iba a cazarnos, rígidos, de perfil, a Abraham y mí.

Pablo era pintor. Había sido pintor. Era el artista que ya no produce. Un amante infectado de decepciones. Me hacía desconfiar, como dijo alguien, de la dignidad de mi propia tristeza. Era mi adolescencia escuchando a Black Sabbath.

Aunque debo decir que entre sus íntimos nadie dudaba de que su desilusión era la excusa para beber, porque Pablo era de naturaleza hedonista.

Un año después, Inma le reclamó un millón de pesetas por lo que había gastado en él mientras no trabajaba. Y le pinchó las ruedas del coche.

Vivíamos bien juntos. Como si nos conociéramos de toda la vida, así que puedo decir que partíamos de la totalidad de lo que llega a ser un amigo. Pero una amistad tan sobreentendida no dejaba espacio a la confesión y yo, por aquel tiempo, era un ser eminentemente emotivo. Había adelgazado, me relacionaba y estaba seguro de mí mismo. Por fin empezaba a ser joven.

Así que en Pablo, aunque me permitiera sentirme libre de responsabilidades y me llevara de tabernas (y gracias a él pertenecía a una aristocracia del ocio), echaba en falta al amigo íntimo. O quizá no. No buscaba ese tipo de amistad en Pablo porque ya tenía un hermano, un hermano que añadir a mis hermanos genéticos, mi nuevo hermano Fernando. Y Fernando podía ser bruto, injusto, agresivo, pero era una persona con una energía creativa fuera de lo común, un músico disléxico de nitidez matemática, capaz de sentir la contracción del universo en una canción de Sunshine pop.

A algunos les sorprenderá, no diré gratamente, que a alguien de modales rudos le ensimismen las voces en falsete. Les parecerá infantil. Pero Fernando distinguía en los falsetes la descomposición de las partículas instrumentales. La entropía y la vejez. Y esto no sorprende menos.

Un día, Fernando se cruzó con su padre por la calle y estuvo a punto de vengarse de su infancia gritándole ¡taxista!, pero le dio pena. Su padre se lo presentó a un amigo con una cadena de oro: Este es Fernandito, el mayor, ingeniero y compositor.

Ahora que lo pienso, no hablaba más con Fernando que con Pablo, pero no tenía la sensación de que nos refrenáramos. Lo importante no quedaba oculto. Fernando no sufría tanto como disfrutaba.

Antes de mudarnos con Pablo, Abraham y yo pasamos dos semanas en el apartamento de Fernando, en dos pequeñas camas de niño con mantas de dibuj os de tigre. Bebíamos vino joven con el placer de no tener casa propia, escuchábamos a los Beach Boys y nos echábamos el I Ching. También hablábamos de mujeres.

Abraham se enamoró de una chica de fina nariz prominente. La veía pasear con un galgo, pero no se atrevía a nada porque los perros le daban miedo. La bautizó como La Picuda.

Yo empecé a dármelas de seductor, pero sin duda era una involución vivir con dos tíos que acababan de dejarlo con sus respectivas parejas y estar a punto, además, de mudarme a casa de un tercero en la misma situación. Me había pasado más de tres años «traumado», como decía mi hermano, por una ruptura o por lo que vino después de la ruptura. La recuperación fue lenta y llena de escalas penosas. Por ejemplo, poco antes de mudarme a su ciudad, Fernando y yo fuimos a Roma. Nos acogió el poeta Reche en su apartamento periférico. También estaba dejándolo con su novia, una italiana que lo vestía. Llevaba la bufanda en arabesco por fuera del abrigo, como un profiterol. Iba a un gimnasio y zumbaba en su motorino con unos pantalones de cuadros y un casco azul celeste quizá demasiado pequeño. Pero conseguía pasar inadvertido.

Nos llevó a discotecas, librerías y tiendas de segunda mano. Fernando y yo visitamos parques y palacios por nuestra cuenta, sin guía, aunque yo tenía el recuerdo de otro viaje a Roma: creo que vimos los mismos sitios, si bien mi ánimo era otro. Comimos bocadillos kósher y lo intenté con la camarera de una tetería forrada de terciopelo verde. Servían mimbrulé especiado y no me hizo caso, o quizá no di verdaderas muestras de interés. También lo intente con una rubia en la discoteca de una casa de las afueras, una italiana más alta que yo, no sé si guapa o fea, aunque la recuerdo guapa. Me dio un beso en la mejilla, empático. Y luego estuve a punto de liarme con la novia de un amigo italiano, Elvira, que olía como a arcilla. En una casa romana de techos altos, mientras una erasmus contaba su operación de cáncer de mama a un grupo de estudiantes melancólicos, Elvira me llevó a una habitación para que le ayudara a buscar discos de Franco Battiato. Se quedó como esperando, yo no tenía picardía y su novio escuchaba en el salón, compungido.

Cuando miro las fotos de ese viaje —una composición de tres amigos, Fernando, el poeta Reche y yo con una camarera esquelética sirviendo vino caliente, un fondo verde de pub sucio y el póster de una fiesta retro— no me extraña que entonces escribiera tantos poemas ni que fueran tan herméticos.

Tenía veinticinco años y lo único que merecía la pena de mi vida era el arte.

También vimos una exposición de dibujos de Kokoschka (me gustó «The Lunatic Girl») y un concierto de versiones de Nick Drake.

—¡Qué malo el calvito! —gritó Fernando a un italiano calvo, de nuestra edad, que intentaba afinar el tono de «At the Chime of a City clock»—. ¡Carlos, sube tú a cantar!

—No me sé la letra.

De regreso a España, mientras el avión despegaba, una viejecita apretaba la mano de una misteriosa mujer de unos cuarenta años con la que, como le dije a Fernando, me hubiera casado; y él también, le gustaban mayores. La vieja sacó la foto de su hijo cincuentón, le dio un beso y se la pasó a la bella misteriosa para que le diera otro, si quería. La pana de un pantalón estrecho, negro, el jersey de cuello alto blanco y sus brazos finos, las arrugas en los labios, la delgadez de los lunares y el flequillo moreno. Los botines y los calcetines de rayas. La mano huesuda y firme apretando la mano malva de una vieja desconocida que tenía miedo a volar.

De esto no podía hablar con Pablo, porque le habría parecido una «chaladura».

Una mañana, a la hora de la primera cerveza, Pablo saludó con un mohín a un hombre calvo y corpulento.

—Es mi biri.

—¿Y qué es un biri? —le pregunté.

—Un biri es tu mejor amigo cuando deja de serlo y se convierte en tu enemigo.

Y añadió, melodramático:

—En tu peor enemigo.

—¿Y eso cómo es? —insistí.

—Como Abraham y tú dentro de unos años.

—No creo que eso nos pase. En mi ciudad no hay... ¿Con b o con v?

—Creo que con b.

—En mi ciudad no hay biris.

Más o menos una semana después, pedí la cuenta en uno de los bares típicos de la ciudad y el camarero me dijo: Ha pagado él.

Al fondo de la barra el mismo señor calvo me hizo un gesto de brindis.

—Hoy me ha invitado tu biri —le dije a Pablo.

—Paco. Es muy buen amigo... hasta que deja de serlo y te quita la casa y la familia.

Se quedó pensativo.

—Tú te llevarías bien con él.

Cuando se conocieron, su biri Paco trabajaba en una gasolinera. Se había casado muy joven, antes de cumplir los veinte, y tenía que mantener a su mujer y a sus dos hijas. Pablo lo convenció para que estudiaran Bellas Artes juntos, aunque Paco fue a Madrid y Pablo a Sevilla.

Conozco varias versiones autorizadas y contradictorias de sus respectivos éxitos durante aquellos años de separación, pero sólo añadiré (porque interesa para la historia) que al volver a la ciudad, con sus títulos universitarios, eran inseparables y, cómo decirlo, omnipotentes.

Se emborrachaban juntos, juntos viajaban al extranjero y despreciaban juntos a los personajillos de la ciudad a la que no debían haber vuelto, pero vaya si volvieron, obligados por un fatalismo laboral y por las mujeres, siempre según las versiones que conozco.

Se ganaban la vida con el arte.

Pablo en su bar y Paco dando clases de pintura.

En un vídeo de aquella época rodado por Richard, un amigo del que hablaré enseguida, posan duros y aguerridos con traje oscuro. Como en El Padrino, pero como unos padrinos que hubieran hecho fortuna sin salir de Corleone, y con el germen de una chulería que degeneraría en estoicismo. Paco aún tenía pelo.

Después de un lapso estimable de amistad, la policía cerró el bar de Pablo, que se llamaba Limbo o el Limbo. El bar ubicado en el edificio de su cuñada, para ser más preciso. Y Paco se las ingenió para quedarse con la parte de arriba como estudio de dibujo mientras estuviera cerrado.

Pasaban los meses y Pablo no obtenía la licencia para abrir el Limbo. Paco hacía caja con sus clases y quedaba con la cuñada, más contenta, qué duda cabe, con su nuevo inquilino, pero a ratos lastimera con su vida en general.

Entonces, Pablo se sintió traicionado.

Si por alguna cosa pasará Pablo a la historia es por haber mantenido en grado de excelencia su bar.

Pero el Limbo no era exactamente un bar.

Y si lo era, hay que tener en cuenta, primero, que no todo el mundo tiene talento para hacer habitable un espacio; después, que la mayoría de las relaciones están hechas de personas abandonadas que se encuentran y juntas engañan sus pesares, como me dijo el propio Pablo; y, por último, que los espacios públicos sin bebidas alcohólicas son una utopía calvinista.

De ello se deduce que en el Limbo se estaba mejor que en casa, por lo menos para cierto tipo de gente, en el que me incluyo.

Pero me gustaría profundizar un poco más en el aspecto creativo del bar, del ocio nocturno, quizá el punto cardinal de la narración, a riesgo de aburrir al lector o hablar de oídas, aunque allá voy: el Limbo fue su obra. Si de verdad cada creador tiene una obra. Digamos: lo creado. Temeroso de que los dibujos de su mano suelta no pasaran de ser variaciones de un tema muy visto, el tema del arte en su continua evolución ingeniosa, Pablo transformó su desconfianza de la perduración en un elogio del dispendio. Creció en cuanto tenía de exuberante, en su disfrute de la vida o, según su lema, en «Pan, aceitunas y silencio».

El bar era su creación menos premeditada. Digamos: la menos conceptual. La gracia de un jarrón con fresias, después con tulipanes... La decrépita mesa con un cajón oculto: páginas de un libro roto de Pavese o dibujos de íncubos de algún cliente guarro (mesa en la que comíamos Pablo, Abraham y yo). Los efímeros grafitis de la pizarra, con su vanguardismo y su saber popular. El amarillo cuartelario de las paredes y el descuidado aire de habanera que impregnaba el recinto... Parecía que el Limbo daba al mar.

Pronto surgieron réplicas que emulaban la extinta tradición tabernaria, el mejor legado de la ciudad, o que apostaban directamente por el homogeneizador diseño.

Pero ninguno consiguió armonizar tradición y modernidad, cielo e infierno, como el Limbo. Y que los clientes no tuvieran la sensación de que se hacía negocio a su costa.

Fue el lugar donde poetas, pintores y músicos pactaron con sus limitaciones, como el propio Pablo. Si alguna vez habían escrito un poema o una canción, o dibujado un boceto, dejaron de escribir, de pintar y de hacer canciones. ¿Para qué, si vivir ya es bastante?

El bar era su lucha contra la mediocridad encarnada en el optimismo del artista. También contra la pequeña ciudad resignada, con pocas oportunidades, escasez de recursos económicos y una ostentosa ausencia, si puede decirse así, de público digno.

En un bar no tienes que hacerte el listo todo el rato. No es la famosa carrera de fondo del arte. Mañana nadie recordará la mitad de los chistes.

Pablo hizo del Limbo su impersonal monumento al día siguiente.

Y ahora su biri utilizaba la planta de arriba para dar clases de pintura a señoras de la edad de su cuñada y vendía cuadros —encáusticas de sombras de sillas y de perchas y de mar— a los directores de las Cajas de Ahorros.

Una tarde, Paco oyó un ruido en el patio interior, interrumpió la clase y se asomó. Allí estaba Pablo, vestido de negro, con gorro negro también, a las cinco de un día de verano.

—¡Ofú! ¡Pablo, eres un chorizo!

—Pues si yo soy un chorizo, tú eres una morcilla.

Se aguantaron la risa. Y no volvieron a hablarse.

Paco y Pablo fueron a París para ver a Richard, su amigo inglés.

Era su primera visita a la ciudad del amor, la ciudad de la luz, la ciudad del Sena y la capital de Francia, y se alojarían en un lujoso dúplex en la me Mabillon, en el corazón de Saint-Germain-des-Prés, donde Richard había vivido. El piso pertenecía a su bufete de abogados y esa Navidad estaba libre: desde la terraza verían la cúpula nevada de Saint-Sulpice.

Irónicamente serios con sus gruesos abrigos de la marina turca, Paco y Pablo admiraron las rejas del portalón y la escalera blanca de un enorme recibidor de principios de siglo; y antes de que la puerta del pequeño ascensor, al fondo, se cerrara (estrecha y suspirante), corrieron, aunque sin perder la gravedad. Son mis amigos españoles, tranquilizó Richard a la vecina que subió con ellos.

Vieron museos, tiendas, monumentos, caminaron por espaciosas avenidas con chaflán como un par de flaneurs. Paco buscaba en su mapa de París las calles de En busca del tiempo perdido. Sólo encontró el bulevar Haussmann. Se sentía indispuesto.

Pablo observaba los zapatos de los parisinos como si fuera a dibujarlos. Limpios, pero flexibles, adaptados al pie como inmarcesibles calcetines de piel.

Comieron en un restaurante pakistaní y pidieron cerveza Cobra, arroz y poca carne. Allí comía Richard durante sus años parisinos. Arroz con pollo, murmuró Paco.

Por la noche, Richard los llevó a su bar favorito de Montmartre y les invitó a una botella de Jameson.

A Pablo le encantó la obsolescencia descuidada del antro, la elegancia crepuscular de unos ancianos de aspecto colonial.

En cierta manera, era como le hubiera gustado recordar el barrio de su niñez. Más portuario que torero.

Rodeado de cubanos viejos y en una ciudad ofensivamente parecida a cualquier otra, Paco se acordó de su mujer, de sus hijas, de Proust y se bebió de un trago la botella de Jameson. Después dio un aullido ronco y se echó a llorar.

En otra ocasión, Paco fue a Londres para visitar a Richard, que había dejado el bufete. Ahora ganaba menos dinero, hacía películas, era libre y compartía piso con dos ingleses.

Paco leía Diario del año de la peste, según él la mejor descripción de Londres para quien nunca ha estado allí. Del Londres anímico, diríamos.

Se sentía pletórico ante la idea de pasar una semana en una ciudad que no defraudaría sus expectativas (porque no eran altas), la ciudad de la Revolución industrial; y después de pasar la tarde bebiendo pintas de cerveza negra en un pub que olía a tabaco y queso, acabaron otra botella de Jameson, esta vez a la salud de Daniel Defoe.

Al día siguiente a Paco le dolía el pie. Era un dolor insoportable en la punta del dedo gordo. Le dolía mucho. Hasta el calcetín le hacía daño. Fue su primer ataque de gota. Guardó reposo en la cama de Richard durante toda la semana, leyendo a Defoe.

A veces el dolor era tan intenso que Richard tenía que sujetarlo con fuerza contra la cama y taparle la boca.

Volviendo a nuestro piso: Pablo no ingresaba dinero. A mí me llegaba lo justo para el alquiler y una ensalada diaria. Y Abraham tuvo que ponerse a trabajar de camarero en el Mestizo.

Hasta entonces a Abraham y a mí aún nos quedaban los ahorros de una baja incentivada en una empresa de comercio electrónico, Ecuality. En economía se estudia el síndrome de Ecuality como ejemplo del fin de la burbuja de las tres w, así que éramos víctimas de un proceso histórico, aunque entonces no lo supiéramos.

Fernando tampoco tenía un duro, pero estaba montando una discoteca nueva, La Mode, que le arreglaría el año. Y Pacheco, del que se rumoreaba que era millonario, vestía siempre su chilaba.

Una mañana bajamos a desayunar al bar de Lola y ésta nos amenazó con el desahucio. El propietario quería cerrar los dos pisos de arriba: un apartamento de Lola y nuestra casa. Quizá también el bar. No eran habitables. Cada noche, cuando me dormía, escuchaba caer un cuajaron de yeso sobre el falso techo de mi cuarto.

Pablo pensó en allanar el Limbo, pero no había agua, y una habitación, la de Abraham, dijimos, era casi una escombrera.

Ni pensar en la fianza de otro piso de alquiler, que, de todas maneras, tampoco encontraríamos.

Pero Lola no parecía realmente preocupada. Quizá más admonitoria que preocupada. ¿Y si nos echan a nosotros también la echan a ella? Su amenaza era una manera de llamar la atención. Tiene envidia de lo bien que nos lo pasamos, dijo Pablo.

Y encima pobres, remató Abraham.

En una ciudad como aquélla se podía vivir sin dinero, miserablemente, como artistas. El piso, la comida y el alcohol... Ya nos invitarían. Yo bebería gratis donde pinchara, aunque para ello tuviera que mantener conversaciones sobre una ciudad en la que no se avanza, la gente es desconfiada, te roban las ideas y los mejores se han suicidado, decía el camarero. Tampoco hay vida universitaria, que aquí es un oxímoron, decía yo como agradecimiento a la primera cerveza.

—¿Qué es un oxímoron?

—Nada, una gilipollez.

—Y a no ser que te prepares unas oposiciones o vengas de una familia de plateros... Negocio, por lo demás, de capa caída.

—Eso. Aquí no hay trabajo. Todo el mundo es platero o funcionario.

—No todo el mundo. Yo soy camarero.

—Bueno, y eso... la industria del ocio. Los pocos turistas que se atreven, se concentran en el patio de la catedral antes de salir corriendo, achicharrados, hacia Sevilla. Y tampoco hay movimiento artístico.

—Con este calor no se puede crear. Por eso no hay inventiva. Es una ley de la naturaleza.

—Aunque ciertos ritos amenizan el año.

—Los peroles, por ejemplo.

—Y los puestos de caracoles.

—Y la feria.

—Nunca he ido a la feria, ¿cómo es?

—Peor que la Semana Santa.

—¿Peor?

—No, igual. Y los cines de verano...

—Estoy deseando que empiece el verano para ir.

Pero a Pablo no le agobiaba la falta de dinero. Su primer proyecto ambicioso, después de un barbecho creativo de cinco años, iba a ser la decoración de la discoteca de Fernando. Por su ensimismamiento durante el desayuno le adivinaba la ilusión. Luego venía Fernando y se lo llevaba al Reto, franquicia de Proyecto Hombre, a comprar mesas y lámparas de segunda mano —yo compré una cajonera pintada de verde—, y por la tarde estudiaban la discoteca para decidir la ubicación de las barras, de la mesa de mezclas, el escenario y las luces.

Pablo volvía a casa nervioso:

—¡No se entera de nada! ¡Va a ser un churro!

—¿Por?

—Conoces a Fernando: es una nave de tierra con cuatro hierros retorcidos y unas lámparas de los sesenta mal puestas.

—Dile que lo estás decorando tú.

—Si le tocas un hierro se cabrea.

—No decores discotecas, Pablo, ponte a pintar y preséntate a la Bienal.

—No sé qué es peor, si Fernando o el Diputado —decía, lóbrego, y garabateaba con trazo impecable en su cuaderno bailes y extractores de humo.

Ay, el arte. Ni Abraham ni yo habíamos conseguido trabajos relacionados con la literatura. Los periódicos no contestaban a nuestros currículos. Los poetas locales nos veían como una amenaza. Sólo éramos aceptados en los bares. Y nos llamaban «los modernitos».

Abraham en el Mestizo y yo casi cada noche pinchando, con el riesgo de estar hasta en la sopa.

Y no nos veíamos. Nuestras conversaciones sobre literatura, música, botánica, medicina y astrología se interrumpían en lo mejor por culpa de las obligaciones laborales. Fallábamos a nuestro proyecto de erudición. Sin juegos de palabras que nos alegraran el día, empezábamos a tomarnos las cosas en serio. Añorábamos eso tan especial que habíamos tenido juntos y que llamábamos (lo habíamos leído en Musil) la moral de segundo paso. Esto es: una ética del error y una reversibilidad de cada hecho. Resumiendo, la capacidad de darle la vuelta a la tortilla de cada experiencia vergonzosa para convertirla en: 1) literatura, 2) lección moral, 3) emotividad.

Echábamos de menos las largas caminatas por el extrarradio de Madrid, pensando en la botella de vino que nos beberíamos por la noche y que ayudaría a extraer la veta lingüística de una realidad de estratos pobres. Nunca me he sentido tan inteligente como con Abraham, ni tan comprendido, ni tan poseedor de un don poético. Y creo que era mutuo, por más que a nadie le gustaran los poemas que escribíamos, a nadie excepto a nosotros dos.

Algunas tardes un grupo de poetas nos visitaba.

Y nos tenía admiración. Eran amigos del poeta Reche, entre tres y cinco poetas locales, dependiendo del día, y más jóvenes que nosotros. Vestían Burberrys azules y llevaban el pelo a cepillo. Llegaban a la hora de la siesta y Pablo les abría la puerta con una reverencia.

—¡Los space invaders! No sé si podrán atenderos. Ahora mismo, Carlos y Abraham están inspirándose.

Sí, Pablo, pueden pasar, gritábamos desde el salón. Apagábamos el porro y les decíamos que se pusieran cómodos.

—¿Habéis leído a Ashbery?

—Yo sí —decía Curro, el más original, con un Burberry verde—. Pero a ratos me pierdo.

—Pues fuma porros. ¿No fumas porros?

—No fumo ni tabaco, Carlos.

—Yo sí —decía Chivi, que era gourmet—. Tabaco y porros.

—¿Y te gusta Ashbery?

—No lo he leído.

—¿Y qué te gusta a ti, Chivi?

—Últimamente, Sor Juana Inés de la Cruz. Y, claro, Diego Hurtado de Mendoza.

—A ver —matizaba yo—, no decimos o digo que haya que fumar porros para entender a Ashbery. No digo yo, vaya. Sino que Ashbery es un poco como para leerlo a ratos. Con un porro o borracho —terminaba, sin haber matizado.

—Lo bueno es perderse —ayudaba Abraham—. Las digresiones...

—Como Sterne.

—¿Quién? —preguntaba Curro.

—¿No habéis leído a Sterne?

—No, Carlos. Hay tantas cosas que leer... —se justificaba Curro con languidez.

—Es el autor del Tristram Shandy —decía Chivi.

—Sí, pero ¿no habéis leído El viaje sentimental, que es el bueno?

—A mí no me gusta leer novelas —apuntaba, joven y canoso, Rafael Antúnez, medio atemorizado.

Qué placer humillar a los que han leído menos, aunque para conseguirlo haya que exagerar el propio mérito. Pero Abraham y yo no hacíamos vida literaria.

Lo más cerca que estuvimos de la vida literaria fue una tarde, calentándonos en El Corte Inglés, hablando de exnovias.

Nos encontramos con un escritor de éxito, también joven pero mejor parecido que los space invaders. Un valor en alza. Un poeta que colaboraba en las páginas de un importante diario local con una columna de opinión escrita en verso, pero en verso disfrazado de prosa, verso para entendidos. No digo su nombre porque nunca se sabe las vueltas que da la vida ni a quién tendremos que pedir ayuda en el futuro.

Bajábamos por las escaleras mecánicas y escuchamos un grito afable:

—¡Eh, poetas!

Cuando nos volvimos, su cabeza —él subía a la planta de caballero— golpeó con el metacrilato de protección de la escalera. Nos había saludado aunque no pertenecíamos a su círculo social y ahora, entre dolorido y avergonzado, era recompensado con un «ay».

Estuvimos riendo casi dos minutos.

Cuando subimos a ver si se había hecho daño, ya no estaba.

Pero volvamos a Pablo. Fernando y él querían enseñarnos la Sierra. Su amiga Teresa tenía un chalé con piscina y a Pablo se le ocurrió que hiciéramos una barbacoa.

Tengo fotos de esa mañana, lo que me hace recordarla con cierta nostalgia. La piscina estaba vacía, así que salimos todos dentro de ella, con las gafas de sol, posando. De fondo, unos alcornoques. Estábamos muy delgados. No sabíamos cocinar. Excepto Pablo, que ya había dicho que no iba a hacer nada y bebía su cerveza en una sillita junto a la piscina, al borde.

El chalé de Teresa era la casa de campo de una buena familia, bien avenida con el Régimen, herencia que los hijos desordenaron a su gusto, haciéndose colectivistas, y Teresa era tan amable que daba pudor.

Lo que más me impresiona de un cadáver, me contó, es el olor del cuero cabelludo. Ya no puedes olvidar nunca cómo olía tu madre.

Bebimos, hablamos de música y obligué a Fernando a que empezara a cocinar, ya tenía hambre. Quemó unos puerros y unos pimientos rojos, sin quitarles la piel para servirlos, y así los comimos, con una sinfonía de Schubert que había puesto Adolfo, el hermano de Teresa, una bastante aburrida; la Inadecuada, dijo Abraham.

Después nos echamos unas siestas en las típicas camas de casa de campo y yo sentí que allanábamos la infancia de Teresa. Había un silencio desagradable, de alcornocal, interrumpido por las risas exageradas de Pablo y el cuchicheo de Teresa.

Cuando nos despertamos, Fernando quería tocar un rato la guitarra, y sé que se enfadó conmigo por no secundarle en la propuesta. Ya he dicho que Fernando era muy sensible. Pero Abraham y yo volvimos a la ciudad con Pablo.

Me gustaba ir en coche con Pablo, sin hablar. Abraham medio borracho y yo ensimismado en el olor del cuero cabelludo de la madre de Teresa.

Pacheco estaba en el bar de Lola, eufórico, y todo parecía indicar, o por lo menos yo así lo sentí, con algo de vergüenza, que éramos los dueños de la noche: Pacheco, Pablo e incluso Abraham, demasiado borracho como para darse cuenta.

Había cierta exageración. En el grupo y en la naturalidad con la que Pacheco llevaba su chilaba. Los clientes nos saludaban con admiración.

Fernando llegó sobrio, y para compensar se nos lanzó encima:

—¡Eh, poetas!

Tiró una mesa de cristal, pero no la rompió.

—Pues que se rompa —dijo.

Podíamos amenazar a Lola con llevarnos la diversión a otra parte.

Pablo se pidió el primer whisky de la noche y yo le imité.

—¡Los space invaders! —gritó Pablo, porque Curro y sus amigos miraban dubitativos desde detrás de la cristalera del bar.

—Hola, chicos —les preguntó Pablo ralentizando la pronunciación—, ¿habéis traído vuestros ejercicios? ¿Habéis leído a Milton?

—No, pero han traído sus Loden —dije yo.

—Qué cabrones. Son Burberrys —corrigió Curro—. Tu libro...

Pacheco le arrancó mi libro de un bocado. Lo tuvo un rato entre los dientes, mientras gruñía.

Creo que ésa fue la primera vez que Curro y Pacheco interactuaron\ y, por si interesa, cuando Curro, años después, se hiciera matraquero, los dos competirían por una mujer y yo recordaría mi libro (de quién era no importa) con la huella de la dentadura de Pacheco.

—Perdona, no sé qué me ha pasado —me dijo Pacheco.

—Que da igual. No me molesta.

Abraham había estado corrigiendo su libro. Ya tenía siete poemas largos y quería enseñármelos.

Dimos un paseo hasta la muralla de la ciudad y nos sentamos en un banco de la Plaza de los Poetas, al lado de un asador de pollos. Hacía un sol primaveral y la plaza era un circo de viviendas protegidas levemente arbolado.

El libro me parecía hecho. Quizá necesitaba algún poema más, pero tampoco era imprescindible, porque, antes que «hecho», me parecía un libro cojonudo. Le pregunté por los versos que no me sonaban bien, ¿qué quieres decir aquí? Mis dudas eran, sobre todo, estructurales. Me gustaba la libertad de Abraham, pero a veces me parecía que le entraba miedo y se ataba a lo que él llamaba «un estilo más clásico». Tú eres más entrecortado, me decía, a mí me gusta que el poema se desarrolle con coherencia.

—Tonterías. Mira éste. Es pura divagación, sin centro de gravedad. Me gusta más cuando te pones así.

Se lo pensaba:

—Ya, pero yo soy más clásico. O, bueno, no. Hacemos algo muy parecido. Tú con elipsis y yo con paráfrasis.

—No, yo lo hago con Filología, enfermedad de la sintaxis.

—Y yo con Epilepsis, el reconstituyente.

Abraham había titulado el libro Io Lemuria. Creo recordar que era lo que se les decía a los manes, o muertos de la casa, para que te dejaran en paz mientras les echabas unas judías, por si acaso las palabras no eran suficiente.

Sus poemas eran esas judías que apaciguaban a sus ancestros.

A mí eso me parecía muy extremeño, así que le dije que titulara su libro como uno de sus poemas, Adiós a la época de los grandes caracteres.

—Lo había pensado. ¿No queda muy pretencioso?

—Qué dices, tío, es cojonudo. Es nuestra vida. En serio, tienes un libro impresionante.

—¿Tú crees?

—Que sí, coño, va a ser el mejor libro de nuestra generación.

—No, el mejor es el tuyo.

—Qué va...

—Sí, espérate a que salga y ya verás.

—Eso será si lo comprenden.

—Da igual que lo comprendan o no, es un libro importante.

—¡El tuyo más!

Voy a adelantarme un poco para contar la historia de Ana Ibáñez.

María Jesús me había dicho que Ana era muy buena traductora y que lo estaba pasando mal: acababa de volver a la ciudad y no tenía trabajo. Además, se había quedado huérfana de madre cuando era adolescente y su padre, sordomudo, apestaba cada rincón de una pequeña casa oscura y fresca con la melancolía del viudo. Había trabajado vendiendo colchones, pero sin su mujer se abandonó, se quedó como mustio y en paro. Ana y su hermano le consiguieron una pensión de invalidez y, para hacer economías, ayudaba al cura en todo lo que no tocara la fe, como arreglar campanas, puertas y púlpitos.

Por entonces, el hermano de Ana tuvo un accidente de coche y se quedó paralítico. Pero salió de ésa. Superó la depresión gracias a una mujer. Y se casó con ella. Durante la gestación de la primera hija no quisieron pasar por ningún tratamiento, se puede ser feliz como eres, yo lo soy, dijo la madre, pero con la segunda lo pensaron mejor, así que en algún momento durante la infancia la hermana mayor se daría cuenta de que la pequeña iba a ser más alta que ella y que su madre.

Ana era inteligente y graciosa, y los amigos no le duraban más de un año. No podía fiarse de ellos.

Empecé a traducir con ella algunos poemas del poeta franco-uruguayo Jules Supervielle. La idea era corregir sus traducciones —ella sabía francés, pero nunca había traducido poesía— y mandárselas a una editorial que me había encargado el proyecto. Como yo no sé francés, sólo firmaría ella. Me agradecería la ayuda y punto. Era un favor que le hacía a Ana y la excusa para pensar un poco más en la poesía, porque acababa de quedarme sin mi trabajo de pinchadiscos y no tenía nada que hacer, además de buscar trabajo, claro.

Quedamos cuatro veces en la misma taberna.

En la primera cita Ana me enseñó sus versiones literales de unos pocos poemas y las arreglamos para que sonaran musicales.

Le expliqué qué es un endecasílabo y dónde suele llevar los acentos, además de los heptasílabos y los alejandrinos, que son aparentemente más fáciles.

En la segunda cita intentamos reproducir algo del ritmo de Supervielle —un sonsonete meloso, para mi gusto— con el verso imparisílabo, pero le insistí en que no se preocupara de aquello, que lo aprendiera para la próxima vez que tradujera poesía, si es que quería seguir haciéndolo, porque es muy fácil escribir endecasílabos salchicheros si no lees mucha poesía, o incluso si la lees.

A la tercera cita —unos borrachos, ya familiares, discutían acerca de la superioridad de Tolstói sobre Dostoievski y yo no daba crédito— trajo sus traducciones de nuevos poemas.

Estaban en endecasílabos castellanos. Me preguntó si ya podía mandarlas a la editorial, pero le dije que no, que intentara traducir literalmente y que ya nos preocuparíamos luego del ritmo. Dedicamos ese día a romper la métrica y recuperar la música de la literalidad.

El cuarto día, a un mes de nuestra última cita (y ni María Jesús ni yo encontrábamos trabajo), Ana me preguntó si las traducciones estaban listas para enseñárselas a la editorial. A mí me suenan bien, no sé qué más hay que hacerles, me dijo, y sacó unos folios con versos impares de una carpeta lila, endecasílabos con muletillas, ripios. No, tenía que hacerlo literalmente. Suenan a mala poesía. Antes de enviarlos hay que corregirlos bien, no tengas prisa.

A ella le gustaban así. Pero después de mostrarle las trampas que utilizaba para que el endecasílabo fuera métrico, esos participios que riman, quedamos en revisar las versiones cada uno por nuestra cuenta, ajustarlas y volver a reunimos para darle el empujón definitivo al,proyecto.

A los dos días me llamó el editor para preguntarme si Ana Ibáñez era la amiga que le iba a mandar una selección de versos de Supervielle: le había enviado sus traducciones y una carta en la que decía que yo había descubierto su trabajo sobre Supervielle, un poeta que le encantaba, y le había instado a que se las enviara a la editorial. En la carta especificaba que las traducciones eran sólo suyas y yo no había tenido nada que ver.

Ana Ibáñez no volvió a hablarme, ni tampoco a María Jesús.

Ana es la protagonista de una de las historias favoritas de Pablo. La llamaba Alimáñez, o Analgilasa, porque dice que dormía a los muertos.

Estaban en la barra del Limbo con María Jesús y unos amigos comunes, y Pablo le dijo:

—Dime algo que me tumbe.

Analgilasa se ofendió.

Unos días después volvían a estar los mismos en la barra del Limbo. Pablo se acordó de algo y le preguntó a Ana:

—¿Cuándo me vas a devolver el libro?

Ella no contestó y se fue del bar, airada.

A los pocos días, Ana entró de nuevo:

—¡Toma! ¡Tu libro!

Y se lo devolvió en edición fascicular, tirándoselo a la barra, me contó Pablo.

Cuando Ana iba hacia la puerta, Pablo se lo lanzó de vuelta —El oficio de vivir—, chocó con la cabeza de Ana y se desparramó por el bar como las hojas de un arbolillo. Los clientes recogieron las páginas y así descubrieron a Pavese.

Pablo comenzó una fase de negrura grandilocuente y se hizo amigo de Amparo, alta, enorme, de pelo cano y cara de niña.

Yo no iba a casa, aunque seguía viviendo allí. No iba desde hacía un mes. Me deprimían las cagarrutas del techo de mi habitación, el olor de las sábanas. Y el ruido de la calle no me dejaba dormir. Me despertaban los autobuses y la música de Pablo: yo la vivía como una invasión de su propia tristeza.

Por ejemplo Pat Garret y Billy the Kid, y yo lo odiaba y odiaba a Bob Dylan. O Moustaki, porque Pablo buscaba en la música melodía y señas de identidad.

Desde la cama escuchaba las conversaciones de Pablo y Abraham:

—Abuela, ¿quieres que te lleve a un sitio?

—Vale, Pablo, me fumo un cigarro y nos vamos. ¡Qué buen disco!

En cuanto escuchaba el portazo, ponía mi música disonante, no sé, Gubaidulina o Ted Nugent. Algún ruido que me limpiara.

Creo que nos detestábamos mutuamente, aunque con respeto. Quiero decir que nos respetábamos cuando nos veíamos, pero a mí sus ausencias me provocaban una especie de fobia. Así que él salía más con Abraham.

Un día fueron al zoo. Un día espectacular, me contaron. Nublado, pero con nubes densamente amarillas. Primero habían ido a un castillo por una carretera comarcal escuchando Blood on the tracks.

Y a la vuelta visitaron el zoo. La nube se derramó por las jaulas como un sedante: el mono estaba deprimido, vuelto contra la pared; los caballos hambrientos. También había un cerdo grande y una jirafa y dos cebras algo gastadas. No encontraron al ligre. Abraham volvió melancólico.

—¿Por el ligre?

—No, joder, Carlos. ¡Y ahora tengo que ir al Mestizo!

Pero que odiara a Pablo no quiere decir que no lo quisiera. Y como entre dos compañeros de presidio, en una ciudad pequeña, nos dábamos treguas y yo le decía que tenía que ponerse a pintar para presentar una obra terminada a la bienal de la Diputación y él me preguntaba cómo podía seguir ilusionándome por las cosas.

Algunas noches venía con Amparo a escucharme pinchar y nos drogábamos juntos y él hacía hincapié en que mi amistad con Abraham terminaría y yo le cortaba con su frase favorita: ¡Que te acuestes!

Finalmente Pablo se presentó a la Bienal. Entre un montón de obras de artistas locales destacaba su cuadro: el formato grande, el motivo: un sofá, y la técnica: lana. Un gran sofá de lana de colores abigarrados colgando ligero de la pared de una Diputación.

Hace poco vi una obra de cuatro artistas polacos: Autorretrato con galerista. Los cuatro amigos se hacen una foto y aprovechan el fondo de la imagen para cazar a curators y críticos de arte que pasan por ahí. Cócteles, inauguraciones, conferencias, la puerta de la casa del galerista... Los cuatro esperan, como si fuera algo aparentemente azaroso, a que salga el personaje importante: salta la foto, un circulito le rodea la cabeza y le pone nombre.

El galerista, reducido, nimbado en segundo plano, recuerda a la figura medieval del donante.

En otra sala, los mismos artistas han juntado dos vídeos en los que charlan sobre la posibilidad de encontrar una idea original para su nueva obra. Es decir, en dos pantallas a la vez, el mismo grupo pero en diferente escenario tiene una conversación más o menos así:

—¿Y operarnos?

—¿Cómo operarnos?

—Sí, ponernos un apéndice. En el brazo, en la cara...

—¿Un apéndice de carne?

—Sí.

—No, eso ya se ha hecho.

—¿Y amputarnos?

—Amputarnos...

—Sí.

—No, no, eso ya lo he visto.

—¿Cuándo?

—No sé, pero lo he visto.

—¿Y hacer fotos?

—¿Fotos de qué?

—No sé, fotos de nada.

—¿De nada? ¿Fotos negras?

—Sí, fotos negras, en las que la imagen sea lo que hay alrededor de la foto.

—¡Ah, fotos de luz negra!

—¡Sí, eso!

—Eso también lo he visto. Ya se ha hecho.

—¿Y círculos?

...

—Sí, dibujar círculos.

—¿Pero dibujar círculos nada más? ¿Toda la vida?

—Sí, hacer sólo círculos. Toda la vida haciendo círculos.

—Eso ya se ha hecho.

—¿Y bolas?

—¿Bolas esculpidas?

—Sí, esculpir grandes bolas, toda la vida.

—No, creo que ya lo he visto.

Paco y Pablo coincidieron en la Bienal el día de la inauguración, cada uno con su obra seleccionada. A Paco, con una gran chaqueta verde de pana, como de jugar al golf, le habían premiado una sombra de bicicleta en encáustica que desafiaba al asiento lanudo de Pablo. Pablo iba con su parca coreana. A los amigos de Pablo la diferencia de chaqueta les parecía significativa.

A mí me gustó una pequeña montaña en colores cálidos, con línea temblorosa, precisa e inacabada, pero los amigos la despacharon como arte femenino.

Pasaban las bandejas con vino y cerveza y, entre el aire glotón de las inauguraciones, se respiraba la fría corriente de la competencia artística. O algo más triste. Todos los artistas eran amigos de siempre y empezaban a reconocer sus propias limitaciones en las del vecino. Uno descubre el truco de la obra ajena y su época de esplendor, o quizá sea mejor decir de ambición, el germen de su estilo, que suele coincidir con el momento de mayor amistad. Luego, con el tiempo, la propia obra es la sospecha del mismo fracaso que nos lleva a caricaturizar la obra de los amigos. Y eso, que sucede hasta con los artistas más famosos, aquel día era ridiculamente intenso, si se tiene en cuenta que todo el público estaba compuesto de artistas, excepto Abraham y yo.

Escuché un elogio. A Paco le gustaban los colores del sofá de Pablo. Llamaban la atención en las paredes rosas de la sala (la Diputación había sido un convento).

Pablo dijo de la bici de Paco: Así me gusta, grande, ande o no ande.

De todas maneras, Pablo se portó muy bien. Casi firmamos una tregua cuando empecé a obsesionarme con Ricardo, pero quien más me ayudó, de nuevo el más comprensivo, fue Fernando. Bebíamos, y le contaba que Ricardo me seguía por los bares.

Ricardo era buena persona. Una buena persona con éxito entre las mujeres y un borracho joven. Me podría haber llevado bien con él, pero en vez de eso éramos los enemigos que cada noche se miden y se comparan.

En la comparación salía perdiendo yo, que soy bajito y rencoroso, pero creo que, por lo mismo, resistía mejor el sufrimiento.

De todas maneras, algo de Ricardo me desagradaba. Quizá en otras circunstancias tampoco habríamos podido ser amigos. El mundo no es neutral. El había sido rockabilly y yo mod, que es como decir que él posaba de galán y yo de bufón.

Nos burlábamos de Ricardo hasta que podía regresar a mi habitación, ya más calmado, y embrutecido por el rencor. Pero cuando no estaban Fernando, ni la misericordia de Pablo, ni Abraham, que sufría en su trabajo, me iba a dar vueltas por las tabernas con un libro. Me sentaba en una mesa apartada, pedía un vino y me ponía a leer. Normalmente algún libro que me había regalado ella, como El desierto de los tártaros.

El protagonista de esta novela envejece en un fuerte perdido en medio de la nada, esperando una invasión que no llega. Una invasión de los famosos tártaros, que sólo aparecen en el título. Un libro deprimente.

Luego me ponía a largar con el primero que pasaba, y solía ser algún amigo de Ricardo. Así intimé con el pintor Manolo.

Una tarde, en una taberna tristona con Louis Armstrong de fondo, me describió las galerías de arte más famosas de Madrid, que yo no conocía, e iba añadiendo ¡buena! a aquélla en la que le gustaría exponer.

Manolo era cuatro años mayor que yo y ya se había quedado calvo. Era tímido, pero de los que se han soltado y ya no callan. Intenté hablarle de mis impresiones acerca de la ciudad enfermiza, un pozo, pero sospechaba que todos conocían mi historia, así que no supe hasta dónde seguir, y él aprovechó mi comedimiento para detallarme sus últimos tres años de relación, incluida una ruptura, una reconciliación, otra ruptura y otra reconciliación con su exnovia, que lo consideraba infantil.

—¿Quieres un vino?

—Aquí se dice medio, no vino. ¿Lo sabías? Para que aprendas. Aquí hay que decir medio. Un medio. Le pone un medio a mi amigo. Es que es de fuera. Si no pides medio se creen que eres de fuera. ¿A que sí?

Me descubrí dándole la razón a su novia y me dio pudor ser tan poco empático. Entonces, entró Ricardo, saludó a Manolo, a mí me dijo hola y yo le dije hola, y me despedí de ellos.

Si iba a otro bar, se repetía la situación: Ricardo, la barra, hola si había público, silencio si estábamos solos.

Creo que le hubiera encantado decirme algo como ¿haciendo la ruta del alcohol? Pero la humillación era demasiado fuerte.

Además, ya he dicho que Ricardo era encantador, amabilísimo, cariñoso con todo el mundo, y yo de alguna manera esperaba el mismo trato, que consideraba natural. Pero era imposible.

Ricardo tenía un coche gris, como todo el mundo, así que un día, yendo a casa antes de trabajar para recoger los discos, conté hasta veintitrés coches grises.

Me metí en el bar de Lola y ella me dijo que empezaban a sospechar de mí: ya no iba a mi casa. Ricardo es buen tío, pero tú eres más fuerte, dijo Lola, y me invitó a una cerveza que bebí dándole la razón y me supo mal.

Subí a casa. En el salón, Pablo y Amparo ensayaban su western, silenciosos. Me encerré en mi cuarto. Estuve allí un rato, tumbado, sin pensar en nada.

Parecía que la estantería con discos, inestable, iba a caerse. Le di un golpe y la tiré. Hasta qué punto podré terminar la noche poniendo rock and roll, pensé mientras la levantaba. Quizá ya no bailaran las canciones sentimentales, ni Bob Dylan, y me echaran porque había perdido la gracia.

Me tumbé otra vez: los discos se me clavaban en la espalda.

Me senté un rato en el suelo.

Después, de rodillas, apilé los discos. Parecía interminable. No podía ni llorar. Levanté las maletas de vinilos varias veces, para cansarme. Temblaba.

En la ciudad hostil. Y había traicionado a mis amigos.

Si hubiera salido en aquel momento, Pablo y Amparo, si salía en ese momento, me habrían juzgado, irónicos. Pero quedaba sólo una hora para ir a pinchar y necesitaba el dinero.

En el salón no había nadie. Se habían ido sin despedirse. Quizá ni me habían visto entrar.

Cargué con los discos y me fui. Di un par de vueltas a la manzana.

Entré en el bar hablando, para vencer el ridículo. Les dije que acababa de sufrir un ataque de ansiedad, que me trataran con cariño, que la única manera de que se me pasara era con un chupito de whisky o una cerveza, que no me hicieran preguntas o que me hicieran muchas preguntas. Mientras me servía, la camarera me habló de los alimentos terapéuticos, la col y el garbanzo, el ajo y la cebolla. Yo le respondí: La primera y la segunda pisadas de Satán en la tierra, y me fui tranquilizando.

—¿Sabes hacer algo? No tienes ni pizca de gusto poniendo las cosas. Parece comida de perro.

María Jesús había venido a cenar. Mi intención era que se suavizaran las tensas relaciones entre María Jesús y Pablo. No quiero saber nada más de ti, nunca, como si no existieras, le dijo Pablo, y ella se había ido a vivir con una amiga que resultó ser más amiga de él y que la echó de casa al mes siguiente. Pero habían pasado más de cinco años de aquello.

María Jesús venía a cenar y yo no había avisado ni a Abraham ni a Pablo. Estarían juntos. Tampoco quería que se escaquearan. El propio Fernando se despidió en la puerta de casa con un escueto:

—Prepárate.

Entonces llegó María Jesús y nos pusimos a cocinar, pero se enfadó conmigo porque no sabía aliñar unas patatas y, además, yo quería echarles arroz.

Después vino Abraham y nos ayudó a preparar una sopa, o por lo menos tuvo la intención de hacerlo, pero como Abraham tampoco sabía qué se le echa a una sopa, María Jesús también la tomó con él y nos dijo que Pablo podía enseñarnos a cocinar, sois dos estudiantillos.

—No sé qué hago aquí preparando la comida —me dijo con odio verdadero.

Luego subió Pablo, que venía efusivo del bar de Lola, y elegante, con un estrecho traje negro de pana que olía a cerrado, como toda su ropa, porque Pablo es anósmico, o eso dijo. Saludó a María Jesús y aliñó las patatas. Echó una cebolla a la sopa, cilantro, ajo y no recuerdo qué más, aunque intenté fijarme. Dijo que si le hubiéramos avisado podría haber comprado carne, pescado para hacer una sopa de marisco o los avíos del cocido, que a María Jesús le sale muy bueno.

También comimos pasta. Pablo preparó espaguetis con cebolla y preguntó si estaban ricos, porque al ser anósmico no distingue bien los sabores. A todos les gustaron sus espaguetis, menos a mí.

Y más: unas patatas cocidas como budas tristes, dijo Abraham, con pimentón. En fin, lo que había.

Empezamos a cenar, y Pablo y María Jesús recordaron sus años en la ciudad donde fueron felices y jóvenes y limpiaron pisos para poder pagar el suyo.

Allí Pablo ganó un premio por un cortometraje titulado El vividor. Un corto deprimente, en blanco y negro, un Caligari de los noventa. El protagonista se pasa diez minutos intentando suicidarse. Se corta las venas en la bañera, en un plano picado, con los testículos en primer plano, y yo pensé ¿serán los huevos de Pablo? Pero eran de un actor que se le parecía, un tontaina, dijo María Jesús.

Incomprensiblemente ganó el premio. Y con el dinero quiso irse a Marruecos con Paco, pero ni María Jesús ni él tenían nunca un duro, y ella no soportaba a Paco, porque Pablo y él eran inseparables, como Abraham y tú, como Leopoldo Panero y Luis Rosales, y ella se había ilusionado con Marruecos porque la luz era como la de Melilla, donde se crió, ¿cómo iba a irse con Paco?

Así que María Jesús intentaba servir la sopa y se reía de sus peleas pasadas, y empezó por Pablo, le llenó el plato, y luego siguió con el plato de Abraham, pero le echó un poco menos, y cuando llegó mi turno apenas cayó una cucharada de sopa, y luego se sirvió ella, riéndose.

Aquello me indignó. Y como no sabía de qué hablar, tampoco los escuchaba.

Me la había presentado Pablo, o quizá me había presentado yo mismo un día que él se paró a saludarla. Era la noche del mercado medieval y la Plaza olía a embutidos. No tenía ningún interés en ella, le pregunté toda su vida, por no dejarla sola entre los disfraces del Rey Arturo, y luego la acompañé al bar donde trabajaba su novio.

Ricardo se enfadó. Ella se había olvidado de comprarle el bocadillo y en ese momento me di cuenta de que estábamos haciendo algo malo. Así que la acompañé, con el placer de lo prohibido, a comprar un bocadillo de lomo con pimientos, y por el camino nos tomamos una cerveza, o me la tomé yo, porque ella bebía muy despacio y dejó la suya entera.

Con Ricardo en la barra, seguimos compartiendo una intimidad sin interés, y después fuimos al bar de Lola y bailamos un rato.

Bailaba al ralentí, como una marioneta. Sus proporciones también me recordaron a las de una marioneta.

Pero volvamos a la cena.

La sopa me parecía un símbolo de lo poco que me tocaba a mí de ella, y mientras la acompañaba a su casa le canté las cuarenta.

Al despertarme, lo primero que me vino a la cabeza fueron dos versos significativos:

Eres como la amiga aquella de la infancia

pero en amor.

Pero cuando yo tenía siete años, ella veraneaba en una residencia militar de Rota, exuberante a sus dieciséis, la hija del Capitán.

El destino podía habernos separado un poco más: un siglo, una era. Pero pensar que el destino nos había dado una oportunidad ya me parecía una claudicación desagradable.

En vez de dar una vuelta para desayunar fuera, o ducharme y despertar a Abraham para ir a tomarnos una cerveza, empecé a pensar en los mecanismos internos de la mistificación.

Algo había sucedido que le otorgaba una importancia predominante. Quizá el tedio, quizá el oportunismo. El ralentí del baile o las proporciones adecuadas en una persona que me había recordado a una marioneta.

Pero no era eso lo que sentía. Quiero decir que los cambios bruscos necesitan un símbolo que los encarne, una excusa para manifestar su potencial, y yo tenía que encontrar el mío.

No era, por ejemplo, como si soñáramos con la persona que llevamos viendo unos meses, en la oficina, y descubriéramos que nos hemos enamorado de ella, pues nunca me ha durado un trabajo.

Tampoco era como si me despertara recordando algo perdido en la infancia con unos versos cursis que emocionaban, porque querían decir que era como si la hubieras previsto desde hace años, que no ha llegado de nuevas a tu vida, sino que, de alguna manera, encarna un universal presente en la niñez, los enamoramientos cohibidos, una cursilería platónica, etcétera, aunque podría tratarse exactamente de eso, y desistí de hacer psicología.

O una mezcla de las dos cosas. Como si acabara de conocerla y no me recordara a nadie, ni la destacara la rutina para compensar la falta de misterio de una vida normalísima, pero también como si me despertara tarareando la canción que llevaba oyendo toda la semana y no me gustara esa canción, que es como un trabajo de oficina, y de pronto le encontrara una nueva profundidad llena de atributos. Como si entendiera la letra en inglés y hablara de lo nuestro.

Una canción que cumpliera los dos puntos del perfecto fetiche: la repetición hasta la haecceidad —esto es, su ganancia de sentido— y el sonido añejo de los años setenta —esto es, mi infancia—.

Y recordé que me había quedado dormido escuchando «Fresh as a Sweet Sunday Morning», de Bert Jansch, y fue la primera canción que puse por la mañana. Por eso creía que estaba enamorado. Me la puse una y otra vez. Y tiraba de mí. Como si hubiera un instante germinal detrás de la pura inocencia de habernos conocido sin deseo. Un germen que yo imaginaba escondido en la noche anterior, pero que ayer no existía: el deseo de regresar.

Nuestro amor se ha fraguado en el sueño, me dije, horrorizado por la conclusión.

Desperté a Abraham y dimos una vuelta.

El cielo claro de primavera, con nubes intermitentes, le daba a la ciudad una serenidad de clínica.

Nos achispamos pronto. Yo tenía un cumplido para todo el mundo.

Teresa nos invitó a comer con su hermano Adolfo (al que, además de Schubert, le gustaba la poesía) y con una amiga y alguien más. Y aunque Abraham quería encerrarse a escribir antes de ir a trabajar (o echarse una siesta, creo), yo estaba lanzado y le convencí.

Nada más ayudar a Adolfo a subir con la silla en el ascensor, me arrepentí de no estar en mi casa. Vivían en un barrio feo y su cocina daba a un patio interior.

Adolfo nos habló de los poetas que más le gustaban, Rilke y Pablo García Casado, pero yo pensaba en el mosaico de la pared de enfrente de la mesa del comedor, gastado por las coladas de los vecinos y el inclemente sol del verano, decrépito, irresistible y, por qué no, hermoso, y me bebí una botella de vino con la amiga de Teresa mientras alguien, no recuerdo quién, cocinaba.

Le hablé de la belleza del mosaico gastado, como esas experiencias, retículas del tiempo, que sobreviven discretas al pasar de los años. También de lo necesario que es tener una pareja que nos ponga en contacto con el Otro primordial. Otro con quien pasar las horas muertas. Y con quien disfrutar del amor y la cocina.

Hablas en títulos, dijo Abraham, y el hermano de Teresa añadió con voz aguda: Es que Carlos es poeta, y yo le advertí a la amiga de Teresa, a quien

Abraham y yo bautizamos Jenufa porque era madre soltera, y bastante atractiva, le advertí que cualquier continuidad no era más que dar por supuestas la mayoría de las cosas y avanzar tanteando.

—No te sigo. O me lo explicas mejor...

—Pues eso. Que no hay nada en la vida que nos ate propiamente a nuestra historia, a nuestra leyenda personal. Que no somos de una manera u otra. Cada día podemos levantarnos siendo una persona muy diferente, a pesar de las piezas concretas que fijan nuestra vida. Como en este mosaico envejecido.

Pero pensé en Adolfo, que cada día se despertaba con la perspectiva inmutable de una silla de ruedas. Intenté arreglarlo:

—O mejor dicho: la continuidad de la vida, de cualquier vida, es un hilo cultural. El trabajo... Trabajar... Embrutecerse... Levantarse por las mañanas y acostarse por las noches. Todos vivimos mal. Aceptando lo que nos ha tocado. Como si nos amputan un brazo...

—Te entiendo —dijo por fin Jenufa con ojillos—. Tener una hija me ha centrado. Creo que ya no soy tan tímida. Me ha hecho aceptarme. Sé que es lo que se suele decir, pero de verdad que a mí me ha cambiado completamente. Y hacerme vieja...

—¿Cuántos años tienes?

—Veintisiete.

—¡Pues parece que tienes diecisiete!

—¿Por qué?

—Porque estás muy guapa.

Me puso la mano en la rodilla, una mano fina y blanca un poco renacentista. Jenufa era la típica belleza del Cinquecento, con ojillos de huevo. Me halagaba la receptividad. Tenía ganas de anticiparme. Y me llevé a Abraham de vuelta a casa porque tenía que escribir unas epístolas antes del trabajo. Jenufa se rió, no le parecía un pedante, y nos pudimos ir. Tenía ganas de anticiparme y no quería que me distrajeran de María Jesús.

El jueves me levanté más feliz. Había madrugado. Abrí las ventanas antes de que Abraham y Pablo se despertaran, aunque la polución se colara en la casa.

Los autobuses, en sordina, acompañaban al amanecer.

Un mensajero había traído las pruebas de mi libro de poemas y yo lo hojeaba en el salón, al fresco, con la sensación de que se había quedado anticuado. No podría corregirlo, porque los poemas hablaban de otro que ya no me importaba. Pero cómo me tranquilizaba ese desapego con la propia obra.

Se levantó Pablo y preparó su desayuno. Por fin había comprendido que no quisiera hablarle, aunque en ese momento no me hubiera importado que me dijera cualquier cosa que interrumpiera la concentración de los últimos días, pero cuando me preguntó si quería ver un sitio muy chulo, le contesté que no iba contra él, pero que de ninguna manera iba a perder mi talento en las barras de los bares. Simplemente estaba en casa concentrado, leyendo, porque soy escritor y no puedo andar todo el día borracho, aunque me gustaría, pero sobre todo soy una persona disciplinada que tiene que corregir las pruebas de su libro.

—Estás como una chota. ¿No has oído hablar del caos creador?

—Sí, estoy intentando ordenarlo.

—Pues que no se te pase la mano, abuela.

Cuando se fue me puse una película.

Como he dicho, estaba casi tranquilo. Hasta me daba vergüenza masturbarme. La tarde anterior había conseguido un poco de voluntad para cortar la maraña de pensamientos importantes. Me había armado de valor y bajé al bar de Lola, elegí la mesa de la cristalera y me puse a escribir en mi diario unas notas para un poema: «El cuerpo se agazapa, tantas veces...».

Esa coma me tenía loco. Era como una hondonada entre la acción y su continuidad en la vida. Mi pensamiento no la retendría.

O quizá era el «tantas veces...».

Significaba, simplemente, una invocación a la paciencia. Pensé dejarlo como un poema de un verso y titularlo «Flexiones».

También apunté: «La mujer es una parte de mi memoria ancestral. Pero hasta la célula más simple tiene fe en el progreso. No le queda otra. El progreso es un pero. De ahí esperar». Lo que explicaba que estuviera provocando una agitación interior para sobrepasar la plenitud de los últimos años. Y rematé: «No eres un hueco suficientemente compacto».

¡Qué idea fascinante, un hueco tan duro que repele!

En ese momento, ella dio unos golpecitos en la cristalera y entró, cercana y circunspecta. La miraba como si me costara enfocarla en la penumbra del bar, casi incómodo por encontrármela, pero era porque no reconocía aquella gravedad.

Y escribí: «Acaba de entrar y me ha dado dos besos. Me ha dicho que ha quedado, me ha dado otro beso y se ha ido».

Diez segundos después había borrado sus rasgos. Salí del bar y subí a zancadas las escaleras de casa. Me metí en la cama. Me dormí feliz.

Ahora también me estaba quedando dormido con el runrún de El cazador, pero Abraham se fumó el primer cigarro del día en el salón. Le pregunté si quería desayunar fuera.

—¡Vale!

—Pues sal tú solo que yo estoy concentrado.

Y me quedé en casa, esperando la siguiente oportunidad.

No tardó.

Miraba el vertedero de enfrente desde el balcón de mi cuarto, apuntando a una rata con una escopeta de balines, con la música a todo volumen, cuando ella pasó por debajo, elegante, sin verme, con una seguridad que no excluía la ternura.

Pantalones vaqueros, jersey de cuello vuelto blanco. Botas azules de goma.

La recordaba como si nos hubiéramos enrollado y eso me dolía.

Cuando volviera a verla, ella sería la suma de estos sufrimientos. Le echaría la culpa y no sabría cómo hablarle. Ya no podría decidir si me gustaba o era una necesidad personal, digamos la solución de un trauma. Además de toda la conversación que manteníamos sin que ella pudiera defenderse.

Me entró hambre y me preparé una ensalada de tomate.

Después, cuando Robert de Niro vuelve al pueblo pero no se atreve a visitar a sus antiguos amigos y todos tienen nombres rusos y es como una novela, me quedé dormido.

Me despertaron Pablo y Pacheco.

—¿Todavía concentrado?

Me bebí una cerveza con ellos. Pacheco se hizo unas rayas y se puso a limpiar la escopeta. Qué cariño más inmenso abandonarme al instante, con dos amigos de verdad. Por fin me estaba despertando. Bajamos al bar de Lola y nos pedimos unos whisky s.

Pero no había comunicación. No había comunicación entre ellos. Parecía que hubieran venido picados por algo.

Así que volví a subir a casa. Intranquilo.

También pensé en leer, pero no quería que nadie me jodiera con sus rollos.

Abraham se había ido a dar una vuelta y Pablo no sé qué estaría haciendo. Se marchó temprano, vestido de faena, con unos pantalones de obra que hasta le quedaban bien, lo que tiene ser alto. Me había vuelto arisco.

La tarde amenazaba tormenta, por lo que quizá no era buena idea limpiar las ventanas de mi habitación, aunque ya me había puesto a llenar un cubo de agua y a arrugar papel de periódico.

Que ella me gustara tanto evidenciaba lo poco que me gustaban las demás. Pero como había decidido olvidarme de ella, prescindir poco a poco, quizá el efecto secundario fuera una pérdida de la sensualidad, por un tiempo largo.

Eran las seis de la tarde de otro viernes, después de una semana larga, y me sentía muy solo.

Me dije que la excusa del amor me había negado el placer de las mejores oportunidades. Y casi siempre me había vuelto pesimista cuando estaba enamorado. A eso le llaman tener vida interior, que es como el fósforo del tedio. Como si no pudiera ser a la vez feliz y listo.

Y creo que olía mal, pero no estaba seguro. Un olor como de calamares fritos o genitales, aunque también podía venir de la calle.

A ratos también pensaba en cortarme el pelo.

Pasó la tarde.

Me duché, me arreglé y bajé al bar de Lola a trabajar.

Pinchaba una canción detrás de otra, sin darle un sentido emotivo. Me faltaban el afecto y los porros. Quería poner las canciones que escuchaba en casa a todo volumen mientras esperaba que ella volviera a aparecer con su ingenuidad atlética por la acera, su vulnerabilidad de mujer madura. Pero el camarero nuevo ridiculizaba mi música.

Abraham no vino.

Pablo y Pacheco tampoco. Fernando estaba grabando un disco, así que llegó con un montón de músicos, los típicos listillos de Madrid, y les puse un par de canciones como quien intercambia cromos.

Manolo, el pintor, me saludó, pero le sorprendió mi efusividad y se fue a hablar con Lola al fondo de la barra.

Cuando estaba empezando a pinchar como dios manda, casi al final de la noche, apareció. Se unió a Lola y Manolo, y yo de vez en cuando me acercaba para hacer algún chiste y ella se reía antes de que lo terminara. Me sugirió que se había pasado la semana resistiéndose a buscarme.

Miraba las pruebas del libro. Intentaba ponerme en la situación en que fueron escritos los poemas, o por lo menos deseados, y dudaba si cambiar alguna coma, pero volvía a dejar el libro tal cual, inmaculado.

Subía el volumen para que me escuchara el vecino, pero luego, avergonzado, lo bajaba y volvía a mirar las pruebas.

No me había duchado y llevaba las gafas puestas. Y una especie de chándal de rapero que usaba en casa.

Creo que era martes.

Aunque todo parecía indicar que comería sin pan, bajé al supermercado y me la encontré.

—¿Qué haces aquí?

—Vengo a comer con Lola.

—¿Y estás comprándole la comida?

—No. Un hueso.

—¿Para el perro de Lola?

—No, hombre, ¡un hueso para el cocido!

La luz del supermercado competía con la del mediodía, filtrada por los ventanales, y la cancha era mi chándal doblemente iluminado, por decirlo de un modo evasivo, porque yo quería largarme. Me preguntó si me tomaba un café y fuimos al bar de Lola.

La camarera del turno de mañana era lenta y no sabíamos qué decirnos. Me tuve que sentar: creo que tenía una erección.

—¿Qué has hecho esta semana?

—Nada. Trabajar.

—¿Con los niños?

—No doy clases a niños. Doy prevención de riesgos laborales a adultos.

—Ah, claro. Se me había olvidado.

—¿Y tú?

—Yo he estado corrigiendo mi libro.

—¡Qué bien! ¿Tu libro de poemas?

—Sí, bueno, un libro de poemas... mi segundo libro de poemas.

—¿Y qué tal lo llevas?

—Pues ya está. Estoy corrigiendo pruebas.

—¿Y se va a publicar?

—Sí. Dentro de un par de meses. He ganado un premio. Uno muy prestigioso... ¿De qué eran las clases?

—¿Qué clases?

—Las clases que das.

—¿Las mías?

—Sí.

—De prevención, ya te lo he dicho.

—No. Te pregunto de qué es la clase de prevención. Qué haces, en qué consiste, a quién está destinado.

—Es un curso para electricistas. Enchufes y tomas de tierra... Grupos electrógenos.

Lola entró en el bar:

—¡María Jesús, necesito el hueso ya! ¡Si es que no estás en lo que estás! —Lola buscaba mi complicidad y yo disimulaba mi deseo bajo la mesa de cristal—. Qué mal estamos, ¿eh? Si quieres comer con nosotras...

—Tengo que corregir mi libro.

—Tú mismo, pero voy a hacer cocido para muchos. Puedes venir con Abraham.

—No, gracias, Lola, de verdad. Si veo a Abraham le digo que lo invitas.

Ayudé a Lola a abrir la puerta de su casa con sus llaves (un gran llavero, poderoso como un cetro), no sé si notaron nada, y subí a mi casa. Allí no había nadie.

Desde la ventana del cuarto de Abraham las escuchaba reírse. No quería mirar demasiado por si se asomaban al patio interior. Me había duchado y puesto unos pantalones, por si acaso, aunque no bajaría.

Y entonces escuché pasos en la escalera y me quedé quieto. Pero no llamaron, abrieron la puerta directamente. Era Pablo. Creo que iba a preguntarme qué hacía en la habitación de Abraham a oscuras:

—¿Ésa que se ríe es María Jesús?

—Imagino. Está comiendo con Lola.

—Uy, qué peligro.

María Jesús subió antes de marcharse y me dio su número de teléfono.

Quedamos en una tetería. Eran las cuatro de la tarde y no había nadie. Ella quedaba conmigo a las horas en que no se hace nada, cuando su novio dormía la siesta.

Teníamos hasta las seis para contarnos la vida, del taoísmo a su padre capitán, con ramificaciones íntimas, mientras el dueño de la tetería, un español convertido al Islam, nos contaba chistes verdes. Se nos hizo de noche.

María Jesús llevaba una camisa holgada de color verde, casi blanca, con cuellos rectos y estilizados, y unos Wrangler. La ropa de clase.

En la conversación que no teníamos me pedía que me conformara con verla.

Quedamos para tomar un té al día siguiente.

Al día siguiente nos separamos como si fuéramos, simplemente, los mejores amigos posibles, y con la creciente confianza del dueño de la tetería.

Después vendría a casa con los pintores de la ciudad, porque ella era pintora, y habíamos preparado unas viandas y comprado bebidas para socializarnos con la élite cultural de la ciudad. Cerveza, chuletas, chorizo, panceta, vino. E hicimos una barbacoa.

Pablo iluminó la terraza con cubos de colores, cada uno con una vela dentro. Un sistema rústico y quizá peligroso, pero con el efecto de una constelación de colores. En el cielo se veía Escorpio.

Llevaba un rato con Manolo en charla banal. Le había repetido tres veces, sin pensarlo mucho:

—¡Qué va, eso son tonterías!

Pero un francés amigo de Manolo, un artista multimedia, me soltó: en París te rajan el cuello por menos de eso. Y Manolo se puso serio:

—Yo creo que no, Carlos. Yo pinto lo que pinto porque esa serie de figuras son pintura en estado puro, tienen una resonancia especial, tanto para mí que las pinto como para quien las observa.

—Eso, un feeling, yo estoy de acuerdo —dijo el francés.

—¡Qué va! ¡Tú crees en los universales, Manolo! Pero un alemán diría que tus ramas son poco frondosas y un esquimal se asustaría de tanto verde —y añadí trágicamente—: ¡Tus ramas son un producto cultural!

Manolo llevaba una camisa negra con rayas blancas, su camisa de todas las noches, y una chaqueta negra de una tela brillante. Y un gorro gris cubriéndole la calva. Me había regalado un disco de Carneo.

—Para ti —siguió— serán un producto cultural, pero para mí no. Son ramas, y punto. ¿O me estás diciendo que mi sentimiento cuando veo un cuadro de, yo que sé, de Bacon... que mi sentimiento no es real?

—No digo eso. No te enfades, que no voy por ahí. Te estoy diciendo que no hay naturalidad en lo que haces tú ni en lo que nadie hace, ¿me explico? Todo es fruto del azar y de las modas culturales. Pero eso no es malo... es así, nada más. Sólo que no hay lenguajes duraderos...

—No estoy de acuerdo, Carlos, y además creo que si alguien dice eso es que es muy cínico o no respeta lo que hago.

—Pues si los lenguajes fueran duraderos, tú oirías la música de la Edad Media.

—Pues la oigo... Y la de los setenta. Y tú vistes como en los años sesenta y escuchas la misma música y yo no te llamo universalista.

—El insulto es «esencialista».

Sentí que a mí se me juzgaba mal, y bien a Manolo, que, dicho sea de paso, era una-buena-persona-equivocada.

En sus últimos cuadros se había decidido por usar animalitos diseminados por el lienzo como iconos estáticos: el cerdo, el gorila, la jirafa. No podía estar diciéndome aquello en serio. Él, más que nadie, no pintaba animales, sino la idea de animal. Hubiera querido darle la razón, pero no podía.

Me dijo:

—No todo es lenguaje. Si tienes esa visión tan intelectualizada entonces no disfrutarás escribiendo, todo será artificio.

—No, porque después de reconocer el artificio puedes empezar a cambiar las cosas de sitio, mezclarlas y encontrar espacios no contaminados.

—¿No contaminados de qué?

Ahí me iba a pillar:

—De cultura. Pero me corrijo. Esos espacios no existen. Son un deseo. Yo no escribo sobre cosas... —le dije.

—No te sigo. Y vas sobrado. A mí, la verdad, me gusta la poesía más directa. Será una limitación. Todavía no he leído nada tuyo pero me gusta algo directo, como Pablo García Casado...

—¡Y dale con Pablo García Casado! No te digo que yo no sea directo, pero a lo que iba: yo no escribo sobre cosas, sino para librarme de las cosas.

Pablo graznó familiarmente. La frase me había quedado redonda.

—Pues yo pinto ramas. El campito. Lo que hay —siguió Manolo—. Ya me conoces. Vacas, corderos, animalitos. Me gustan los animales, los colores. Me gusta el campo. Soy más sentimental que tú. ¿Y no me dirás que las ramas no son ramas iguales en todas partes? Vamos, siempre que haya ramas todavía y no ideas de ramas...

—¿Las ramas de un cementerio o las de un parque infantil? ¡Que te crees tú eso! Piensa un poco.

El susurro del francés espoleó de nuevo a Manolo:

—¡Piensa tú! Yo no te estoy faltando.

María Jesús llevaba un rato por ahí.

—Manolo, tío, yo hablo así.

—Hablas como si creyeras que los demás son tontos y no dejas que se expresen.

¿Se expresen? ¿Quién se expresa? ¡Somos expresados por el lenguaje!, estuve a punto de decir, pero me contuve:

—Es que soy de Madrid.

—Eso no te da derecho a llamarme tonto.

—¡Que no te creo nada tonto, joder! ¡Y me encanta lo que pintas! Pero tengo otras teorías sobre el arte y las digo en plan bruto.

—Tú tienes unas y yo no, yo soy pintor, no soy un intelectual, podrías respetar mi punto de vista.

—¡Que sí, que sí!

Después el francés contó unas peleas que había tenido en la periferia de París y la conversación no decayó, aunque ya no participé.

Manolo se fue pronto. Y ella también. Creo que quiso quedarse, pero se fueron juntos.

—Cómo se ponen los pintores, tío —le dije a Abraham, cuando se fueron todos.

—Eso. ¿Y has visto al gilipollas del francés? ¡Qué imbécil! ¡Se ha comido las chuletas como si fuera el fin del mundo!

Pero Abraham notó que seguía agobiado: —Carlos, es que no son postmodernos.

—Ahora ya sabéis dónde habéis venido a vivir —dijo Pablo.

—¡A la periferia de París! —dijo Abraham.

En la tercera cita intenté besarla.

Había empezado a llover y sólo teníamos su paraguas. Iba de mi brazo. Al dar la vuelta a una calle estrecha, una pared naranja nos cortó el paso y, todavía con el runrún andalusí de la tetería en la cabeza, tomé una postura un poco ridicula para darle un beso.

Me rechazó. Pero no se soltó del brazo, laxo y débil, y la acompañé hasta su casa. No estés triste, me dijo. Es que te quiero. Pero puedes quererme sin que hagamos nada.

Al quitarnos los abrigos, lentamente, para que me viera acercarme, intenté besarla de nuevo. No me lo devolvió. Pero nos quedamos abrazados en la entrada, escuchándonos. La piel de las mejillas era naranja. El olor del cuello, el pelo castaño. Estaba como atravesado por su presencia. La sentía antes de tocarla. Abrió la puerta y la dejó un rato entornada para que no hiciera falta echarme. Me dijo que me imaginaba como a un viejo sabio, y me hizo ilusión conformarme con tan poco.

Fue la primera vez que hice el trayecto desde su casa. Recuerdo la luz mortecina en el suelo mojado. La cafetería Madrid. La escultura de un mutilado en la entrada de Artes y Oficios. El supermercado Supersol. Una fotocopistería iluminada. Un videoclub. Un puesto de chucherías. Hotel Boston. Un padre y un hijo en una Vespa. Los chorros apagados de la fuente de la plaza. Una fiesta en el Círculo de la Amistad.

Teresa estaba en la barra del bar de Lola, congeniando con el camarero. Le pedí que fuera discreta, pero me había enamorado de María Jesús, y me deseó suerte, porque ella estaba enamorada de Ricardo.

El jueves me despertó el enamoramiento musical del vecino como una parodia del mío y puse la música lo más alto que pude.

Luego di un paseo por el río. Bajaba marrón. Iba a llover más.

No descansé en toda la tarde.

Por la noche volví a pinchar y apareció ella. Pero no me habló. Se quedó con Lola, en el fondo del bar.

De vez en cuando Lola venía a la cabina y me ponía un chupito de Famous Grouse, su whisky favorito, o me pasaba un porro.

El viernes me levanté con resaca y salí a continuar la borrachera con Fernando y Abraham. Comimos juntos. También vino Teresa, pero no hablamos del tema.

El resto pasó rápido: me eché una siesta y no pensé en otra cosa, incluso cuando soñaba, pero ella no era tan obsesiva.

No es que me sintiera tonto, más bien al contrario. Pero era un tipo de clarividencia exclusiva para lo que no me interesaba.

El camarero me dijo que acababa de irse.

Entró con un pureta calvo, dijo que buscaba a alguien y se marchó. Deduje que había venido con Paco.

Se ha ido hace cinco minutos de reloj, dijo el camarero.

También tenía miedo de que se pasara el enamoramiento feromonal y no hubiéramos dejado suficientes pistas para seguir.

Debía enfriarme. Así lo había decidido ella y así lo había presentido mi cuerpo. Lo había vivido como una pasión, y era más lento o no era.

Me dije que quizá esos remilgos fueran una constante de su carácter. Me estaba enamorando de una acomplejada.

Después me dio pena pensar mal de ella. La recordaba pasando por debajo de mi balcón, pequeña, mientras yo apuntaba a las ratas con la escopeta de balines.

A lo mejor tenía razón y yo no sabía llevar una relación madura. Me entregaba demasiado. Ella era mi única posibilidad de ser yo mismo. De llevar una vida individual.

Pablo y Pacheco estaban en el balcón. Me levanté para abrirles. Toda la noche buscándote, dijo Pacheco. Estaba durmiendo, contesté. No merece la pena. Venga, vamos por ahí. Pero ya es de día, les dije. ¿Y qué más da? Nunca hablamos, parece que no quieres salir con nosotros. No es por vosotros. Es que estoy ocupado con la literatura. No te preocupes tanto, me dijo Pacheco, porque tú eres una persona feliz. Y es verdad que lo era. O por lo menos antes. Quizá con mi madre en el mercado, bajando por la rampa de los carritos. Me miraba con un cariño sincero, de amigo. Sabía hasta qué punto había desaprovechado las oportunidades más significativas de mi vida y lo que me había costado dejarme seducir, de nuevo. Nos fuimos a un bar francés y había una vieja sorbiendo, coqueta, un café.

—Es lo que yo llamaría —le dije— una puta vieja.

Me rió la gracia, que ya había usado una vez con Abraham, pero por si acaso se molestaba, me acerqué a la señora para explicarle que no me estaba riendo de ella, y como era francesa no me entendió apenas. Me dijo: Éstas son las personas de verdad, si quieres saber cómo viven.

—Prefiero a los turistas.

Pacheco se rió, era otro chiste que había usado con Abraham:

—Las personas de verdad fuman marihuana, pregúntale si sabe dónde podemos pillar.

—¿Usted sabe dónde podemos pillar marihuana?

—Sí, pero tengo que ir al coche.

La esperamos. El camarero nos dijo que nos había timado. A Pacheco no le importaba, y nos lo estábamos pasando bien, realmente bien. Me preguntó por Paco.

—Es mi amigo. Le tenéis manía por Pablo, pero Paco es un tío cojonudo. Y a ti te quiere mucho, me lo ha dicho —mentí.

—Le robó la novia a Pablo. Y le pinchó las ruedas del coche.

—Pero es como Pablo. Son iguales. Cuando estoy con uno pienso que son la misma persona.

—Qué va, Carlos, no tienen nada que ver.

—Bueno, puede que tengas razón.

No era el momento de llevarle la contraria. Nos fuimos a otro bar, pero no éramos franceses, así que bordeamos el río. Había mendigos durmiendo y ratas, y Pacheco me dijo que eran nutrias y que me volviera a Madrid si no quería que me mataran. Te pasará lo mismo que a Pablo, te casan o te matan. Pero Pablo no está casado. Pablo se casó hace años. ¿Con Inma? Sí, por eso Pablo quiere matarlo. ¿Dirás Paco? Sí, eso, Paco.

Nos pedimos un whisky, pero no era bueno, sabía a ron miel. La señora volvió y me dio una bolsita.

—¡Esto no es marihuana!

Era una goma marrón, dura.

—Hay que quemarla —dijo la señora.

Era como quemar plástico. No tiraba. Probó Pacheco, pero tampoco. Me desperté chupando aquello.

Durmió en mi casa. Sentía su cuerpo abrazado, y me avergonzaba por haber bebido tanto y por la suciedad de la habitación. La pobreza de los muebles, la cajonera del Reto. Tampoco hicimos nada.

La despertó el ruido de los primeros autobuses y dijo que se iba.

Se puso las medias negras y la falda gris, doblada encima de una silla verde y tristona que me había prestado Lola.

Quise acompañarla a su casa y fuimos dando un rodeo por las calles menos transitadas, con gafas de sol. Nos encontramos a Teresa. Fue muy amable y no preguntó nada, saludó y punto.

María Jesús tenía miedo de perder a su novio. Le preocupaba la maternidad. No sabía si estaba embarazada de Ricardo.

De vuelta en casa limpié las ventanas de mi habitación con papel de periódico y un cuenco de agua grisácea.

Fue a dar una clase y me quedé en su casa. La geometría minimalista de sus muebles blancos, los cojines amarillos. Una caja de munición pintada de azul. Una palmera.

Iba a cuidarle las plantas, le dije, pero el mejor cuidado era dejarlas en paz, me dijo.

Habíamos dormido juntos y podía abandonarme a cierto optimismo.

Nos besábamos, pero no había sexo.

Ella parecía no tener necesidad.

O se contenía.

En un rincón, la montaña que había visto en la Bienal. Le daba la luz del sol y pensé que no era un buen sitio para un cuadro, pero luego me di cuenta de que mi experiencia en la ciudad estaba resumida en aquella montaña, donde apenas cabía una pisada, una montañita efímera, y que probablemente era la primera vez que comprendía —si es que aquello era comprender— una obra de arte.

Cerré las contraventanas, pero volví a abrirlas porque el sol era parte del cuadro.

Un niño gordo llegaba tarde al colegio, sudando por el camino empedrado, detrás iba su huesuda abuela, con el pelo chillón y las entradas grises, llevándole una mochila de Spiderman.

La casa olía a ella. Me daba miedo su olor, la piel, la pequeñez del tórax. Agradecía sus prohibiciones. La intimidad del contacto después de las renuncias lo hacía más interesante que el coito. Un misterio sexual del que han abusado las religiones. Pero me parecía forzado no saberme su cuerpo de memoria. Para tranquilizarme, me decía: un orgasmo es un orgasmo es un orgasmo. Y tampoco sabía si iba a poder cumplir.

Debajo del sofá encontré una carpeta con dibujos: un antílope, aviones, rayas y varias figuras en las que reconocí a Pablo. Tardé un rato en asimilar que el amor que ella había sentido por él, gracias al trazo tembloroso de la línea, se me hacía más leve.

Volvía a la ventana. Qué vista los tejados con hierba. Y qué sueño cuando la esperaba, a punto de quedarme frito.

Llegó a mediodía y comimos juntos. Pasamos la tarde en su casa. Observando su mentón, sus dientes, sus ojos. Me entró miedo de que ella se enamorase de mí y a mí se me pasara. Miraba sus rasgos y pensaba: qué fea es. Luego me echó de casa.

Al día siguiente llevé a Correos mi libro, ya corregido. Siete años de vida sentimental medida en versos con mucho encabalgamiento.

Ella iba a comer con su novio y hablarían, me sugirió. Ricardo se torturaba conmigo y, por elegancia compensatoria, yo con él. Me había dicho que estaba enamorada de mí, pero me parecía que ahora debía seducirla de nuevo. Estaba claro que esa mañana yo era el perdedor. Pero habían quedado para comer, es decir, para hablar de mí. Así que volví a casa y empecé a cortarme el pelo con la ayuda de un espejito. Me arreglé el flequillo. Por delante era más fácil. Por detrás no me atrevía a meter tijera, así que intenté descargar las greñas, y en eso me llamaron por teléfono.

Era de un periódico local en el que había dejado el currículo.

—¿Puedes ahora mismo?

—Bueno, tendría que ir a casa antes —mentí.

—No hace falta que te arregles. Sólo es una entrevista.

Me daba pena que sólo me hubieran llamado a mí y no a Abraham, pero quizá mi currículo era mejor. Había sidoproduct manager, coordinado la revista de Ecuality, tenía más publicaciones.

Me recibió una redactora de Cultura y noté un interés especial por mis poemas, mi obra, algo parecido a la admiración. De pronto era como si el escritor de mis versos volviera a ser yo y como si hubiera merecido la pena trabajar tan cuidadosamente las asonancias, las depresiones y la soledad de la casa de mi madre para que al fin saliera una obra lograda. Algo bello que satisficiera por sí mismo. Sin mácula ni rastro de las oportunidades que había desperdiciado para quedarme en casa leyendo o escribiendo. Corrigiendo, porque, como dice Monterroso, yo no escribo, corrijo. Pensando que la oportunidad estaba fuera aunque estuviera harto de repetir las mismas citas, drogándome, quizá ligando, y finalmente orgulloso de mí, de mi éxito sexual, pero harto y, por qué no decirlo, con almorranas, porque descubrí que si follaba con tres chicas distintas en la misma semana, me salían almorranas. Esto último no se lo dije a la redactora. Además, era un éxito sexual con personas solitarias. Y tres empezaron a estudiar filología con más de veinticinco años, después de conocerme. Los poemas escritos con resaca cuando aún no había conocido a María Jesús.

A la periodista le faltó preguntarme el horóscopo. Me fui halagado.

Comí en casa solo, y no me llamó porque seguía con Ricardo. El flequillo me hacía cara de pan.

Después de una siesta angustiosa, sonó el timbre e imaginé que me iba a dar el finiquito, o que habrían discutido, pero era un fotógrafo: quería hacerme un par de fotos. Así bien, dijo, con gafas de escritor estás bien. Me negué a posar con un libro en la mano, pero se me olvidó quitar el luminoso de Pablo que decoraba el salón: electricidad.

Por la noche había tenido tiempo de aclarar las ideas: ella no le diría nada a Ricardo. Nuestra latencia adúltera podría reactivar su vida sexual de pareja, le daría un matiz de nostalgia.

Luiso, el camarero nuevo, recortó el artículo y lo pegó en la cabina.

Cara de siesta, mofletes, gafas, electricidad y un titular a la medida de mi ambición: Carlos Pardo impulsa un proyecto cultural en la ciudad. Empujas, dijo Luiso.

Y cuando Lola y él dejaron de reírse, despegó la noticia y envolvió un bocadillo que había traído de casa para hacer la gracia, y al tajo, dijo.

Quizá esperaran un juicio definitivo que demostrara que yo era menos. Pero eso tendría que juzgarlo alguien del exterior, pensé. Un ser exterior que viniera a dictaminar, ¿y quién iba a querer perder el tiempo en esta ciudad de mierda?

Amparo, que no era de aquí. Estaba en la barra bebiendo, chupito tras chupito. No encontraba a Pablo.

—Ni idea. Lo ves tú más que yo. Parecéis novios. Pero unos novios del Oeste. Wild Bill Hickock y Calamity Jane. Dos pistoleros que se aman.

—Carlitos, se te va la olla.

—A ratos. ¡Ponme un chupito!

—¿No tienes que pinchar? —me preguntó Luiso, elevando la voz.

—Estoy haciendo una prueba de sonido en la barra —dije, espeso—. ¿Has visto qué mal me tratan, Amparo?

—No te quejes, que te tienen mimado.

Amparo me sacaba dos cabezas.

—Sí, mimado... Nadie me quiere —estuve a punto de contarle mis penurias con María Jesús, pero Amparo también estaba enamorada de Ricardo. Y quizá lo supiera ya.

Sabían más que yo de cosas que no me importaban pero que todo el mundo quería decirme en secreto.

Apunté aquella frase en una servilleta, como si fuera un talismán.

Le hubiera dicho que no hablaba con María Jesús desde hacía dos días enteros contados a partir de ese momento. Que no hay que perder la altivez.

—¿Quieres que te recite unos versos?

—No estoy para versos, Carlos.

—Son de Leopoldo Marechal, un poeta argentino. ¡Anda! Que te van a gustar.

El orgullo es un flato del yo separativo

mas la altivez declara su propia elevación.

—No insistas. No te estoy escuchando.

Entró Ricardo y se sentó a nuestro lado. Volví a la cabina. Se pasó toda la noche en la barra, mirándome fijamente.

Le pedí que habláramos, pero tenía prisa. La acompañé un rato por una calle comercial. Escaparates con ropa de Primera Comunión. Estaba fría.

—Le hago daño y no se lo merece. Es la persona que más me ha querido nunca.

—Yo también te quiero.

—Pero yo no sé si te quiero a ti.

—¡Pues deberías aclararte!

—Si me aclaro no me ves el pelo.

Los transeúntes debían de pensar que la estaba siguiendo.

—Perdona, entonces, tómate tu tiempo. No te exijo nada, pero a veces echo de menos una compañera.

—Soy tu amiga.

—Pues menuda amiga. Porque nos hemos encontrado, que si no... Amiga, pero no compañera.

—Si quieres una compañera, afilíate al PC.

Disfruta del tiempo que me ves, dijo. Y no quiso que la siguiera.

Volví a casa. No estaba para la negrura de Pablo, pero me senté con él, un poco como el perrillo que huele al enfermo y se le acerca. Veía una película de mineros con un Sean Connery joven. Una defensa de los traidores. Me identifiqué con el protagonista. Y cada media hora iba al baño y la llamaba por teléfono, pero lo tenía desconectado. Debería sentirse orgullosa por despertar un sentimiento tan intenso, me dije, más o menos consciente de mi psicopatía.

Pablo había apagado la tele.

—La vemos otro día, Carlichi. Quiero dar una vuelta. Nos vamos a volver todos locos.

Y añadió respetuoso:

—¿Tienes que quedarte escribiendo?

—No sé, Pablo, estoy un poco griposo. Me apetece salir, pero creo que me quedo...

Así que me metí en la cama a leer.

Había decidido leerme el I Ching de cabo a rabo, porque era una lectura con la que no me identificaba, expresión que le había escuchado a Abraham. Iba por el prólogo. Una introducción junguiana. La idea de que hubiera unos universales me jodía, pero aunque no me lo creía, pensé que si no hubiera universales no se me habría perdido nada en un libro chino tan antiguo, si no sufriera yo, a mi modo, como un chino. Pero eso era pensar como un occidental. ¿No podría decirme, más bien, que el ser humano era un animal limitado y repetitivo y condenado a sufrir? Seguía identificándome.

Llamaron al timbre. Era ella. Te quiero, me dijo.

Y quizá por la sorpresa, me dio igual. Estaba como sobrepasado por mi actitud de sufridor.

Pero me vestí y fuimos juntos al río.

Bajamos por un camino fangoso y nos escondimos detrás de un parapeto de piedra con hierbas descuidadas. Una rampa llegaba hasta la orilla. Era un buen refugio, paraje para un mantel en verano y mojar el pie mientras tomas un aperitivo. Pero si alguien nos hubiera visto desde arriba, desde el paseo, habría pensado que éramos dos yonkis. Sobre todo yo, con mi vieja trenca marrón.

En la otra ribera habían construido un embarcadero de estilo oriental. Querían rediseñar la ribera con el patrón minimalista de Kioto.

¿Por qué Kioto? Por decir algo. Kioto significa mirando a Oriente, y Tokio mirando a Occidente. Kioto capital del Este, y Tokio, del Oeste. ¿O es al revés? Es muy significativo que la capital tradicional fuera Kioto y luego pasara a ser Tokio, creo que en el siglo xix. Me he leído una novela de Tanizaki que podría ser el título de nuestra relación.

—Ya sé cuál es.

—A ver.

—Elogio de la sombra.

—No, listilla, eso no es una novela. Hay quien prefiere las ortigas.

Mirábamos el embarcadero entre las ramas. Había empezado a chispear. Me dijo que no me preocupara por nada, que tuviera paciencia con ella.

Luego me acompañó a casa y me metió en la cama.

—¿Quieres que te traiga algo?

—¡Un coñac!

—No me atrevo a entrar en la cocina. Me da asco. Anda, ve tú...

—Tienes que pedirlo abajo. A Lola.

—No puedo. He quedado en el bar con Ricardo y estará esperando. ¡Qué debilucho eres! Todos mis novios han pasado las gripes en los bares.

—Tus novios son alcohólicos.

—Sí, eso es verdad...

—Venga, vete ya. Dame un beso. Te bendigo.

—Qué idiota eres.

Cuando se fue, me vestí y bajé a beberme la gripe, enfermo por la competencia. Todos disimulábamos. Se me ocurrió que ella y yo éramos dos satélites cegados en torno a una misma pasión. O quizá los satélites éramos Ricardo y yo, buscando una gravitación propia a su alrededor. O por lo menos que ella nos cegara a los dos. Me atonté y volví a casa.

Entre tanto habían llegado Abraham y Pacheco, y estaban metiéndose unas rayas en el salón.

Pacheco describía los cuadros de un profesor suyo de Cuenca. Eran los «monguis», monigotes alucinógenos, como dibujados por un niño, cada uno con un tratamiento, un disfraz, cielos rayados, lisos, un corsario, un extraterrestre.

—¿Y siempre repite el mismo muñeco? —preguntó Abraham—. ¿Como si fuera un icono?

—El muñeco es lo de menos. Es cómo están pintados.

—¿Cambia mucho la técnica de un cuadro a otro? —siguió Abraham.

—¡Una barbaridad! —Pacheco dio un salto y se hizo el paleto—. Es que me haces unas preguntitas... ¿Tienes tralla, Carlitos? ¡Quiero tralla!

Les pregunté si podía poner lo que me saliera de los huevos y me dijeron: Claro que sí, y estuve un rato rebuscando discos de baile, pero puse una canción sentimentalona de Teenage Fanclub, «I don’t want control on you», y me sentí como un subnormal al que hubieran extirpado lo que alguna vez fue su intimidad, persiguiendo mi tuétano. Era la canción que escuchaba cuando mi hermano me rescató de la playa y me alojó en su casa, la que escuchaba cuando me lié con la novia del jefe, Marta, la música del prometedor acomplejado que disociaba la vida anímica de la vida social, el que se fue a vivir con su madre y engordó y se puso gafas.

El que escribía los poemas. Qué perfectos los poemas. Tenía ganas de leérselos porque me justificaban. Ahí había un remanso. Un tiempo que podría durar.

Luego vino Pablo y nos hicimos otra raya.

Le pedí a Abraham que leyera en alto «Retrato de dama con joven donante» y, aunque no quería, empezó:

La Juventud no tiene donde reclinar la cabeza.

Su pecho es como el mar.

Como el mar que no duerme de día ni de noche.

(Siempre sonaba como si dios me hablara.)

Lo que está en formación

y no agrupado como la madurez.

Como el mar que en la noche

cuando la tierra duerme como un tronco

da vueltas en su lecho.

Solo.

Retirado a mi tos.

(Aquí los miré, y esperé a que alguno me devolviera la mirada para decirle: ¡Laforgue!)

Desde mi lecho que gruñe oigo correr el agua.

Toda el agua que se oye pasar de noche bajo los lechos.

Bajo los puentes.

(¡Apollinaire!)

Las aves del cielo tienen sus nidos. Nidos curiosísimos.

Los zorros y las raposas tienen alegres madrigueras donde hacen de todo.

La juventud no tiene donde apoyar la cabeza.

Y rompe a hablar. A hablar. Toda la tarde

se la pasó el joven hablando delante de la mujer enorme.

Dejándola para mañana se le pasa la vida.

Y en la Pinacoteca de Munich, bajo el gran hongo y a la afable

sombra de los Viejos Maestros, o en la olla del placer,

derramando en el suelo su futuro

dice a su juventud, a su divino

tesoro dícele: —Sólo espero

que pases para servirme de ti.

Y aprender a sentarse.

Empezar a tener una cara.

(Pablo prestó atención.)

Lo que hizo Míster Carlyle, el dispéptico.

Lo que hicieron Don Pío Baroja y su boina.

O Emerson («...una fisonomía bien acabada es

el verdadero y único fin de la Cultura»).

Y todos los otros Octogenarios,

los que no escamotearon su destino:

el propio, el que vuelve al hombre rocín

y acaba sólo gafas, hocico, terco bigote individual.

Los que llegaron hasta el final

y zanjaron el asunto y merecieron

un retrato en su viejo sillón rojo

calvo ya como ellos y hermoso.

(Nosotros, futuros calvos.)

Sentados para siempre. Fotogénicos.

Idénticos a su celebridad. Fijos los ojos

como si por encima del vano afanarse de la tribu

lo logrado miraran. ¡Lo logrado!

¿Lo logrado?

¿Y si fuera otra cara la verdadera y no ésta

sino la otra, la mal hecha, la que no se parece

y es distinta cada vez? ¿La del Hombre

del Trapo en la Cabeza, el que se cortó

la oreja con una navaja de afeitar

para dársela a la menuda prostituta ?

Pero él fue solamente un pintor. Uno

entre los otros espantapájaros, minúsculos

en medio del gran viento que choca contra el cielo,

empeñados en añadir un paso más a la larga cadena.

Ocupados en cambiar la Naturaleza, como las estaciones.

Rehaciendo y contrahaciendo el rostro del mundo. El rostro

del vasto mundo plástico y supermodelado y vacío.

—¡Joder, Abraham! ¡Es muy bueno! ¿Me dejas verlo? —preguntó Pacheco—. ¿Es tuyo?

—De Carlos Martínez Rivas, un poeta nicaragüense.

—A mí me dan ganas de llorar. ¿Cómo cojones se me ha ocurrido venir a vivir a esta ciudad de mierda?

—Os avisé, Carlos —dijo Pablo.

—Nos tratan mal, nos humillan. Y yo he empezado a andar de puntillas para parecer más alto. ¡Deberíamos vengarnos!

—Podríamos hacer una revista satírica —dijo Abraham.

—Yo paso de revistas —dijo Pablo.

—Sí, hombre, una revista como La antorcha, pero en esta ciudad pacata... Con dibujos, parodias y hasta un horóscopo, que haríamos Carlos y yo.

—No es por presumir de mi ignorancia, pero ¿qué es la antorcha? —preguntó Pacheco.

—¿Y el dinero? —dijo Pablo.

—De la Diputación. No en vano impulso un proyecto cultural en la ciudad. ¡Y a ti te han comprado un sillón!

—Vale, pero yo quiero escribir poemas —dijo.

—Pues tú escribes los poemas. Abraham y yo, el horóscopo, que utilizaremos para meternos con los poetas locales, y Pacheco el diseño y lo que quiera. Ah, y Fernando...

—Fernando, quietecito —dijo Pablo.

—¿Y cómo la llamamos?

Abraham tenía un título:

—¡So! Un nuevo concepto de doma.

Acababa de despejarse el día y me llevó al puente de hierro. Se podía ir en autobús o andando, porque está a unos diez kilómetros del centro de la ciudad. Yo no tenía coche y decidimos ir andando.

Atravesamos los barrios residenciales hasta llegar a un punto en el que no se distinguía si era una circunvalación o una placita de pueblo. Nos comimos un bocadillo en un bar, un bocadillo de pinchitos morunos, y seguimos nuestra marcha: cruzamos un sendero embarrado que rodeaba un colegio público hasta llegar al camino que ella conocía, flanqueado de fincas con perros agresivos. Un kilómetro más adelante, con la hierba aún húmeda, llegamos al puente.

Era el resto rojizo de una vía férrea abandonada.

Empezamos a cruzar la estructura de hierro y ella me contó que una amiga suya no comprendía por qué los planetas se ven más pequeños que las estrellas, cuando están más cerca. Qué tonta. Al puente le faltaban varias planchas y yo tenía vértigo. Ella me dio la mano y me llevó hasta el final.

Nos sentamos en un promontorio casi seco y se me tumbó encima. Llevaba un vestido de flores y las piernas lisas sobre mis pantalones. No se quitó las gafas de sol. Aún se escuchaban ladridos. Quería que lo hiciéramos allí, pero yo no podía. No podría haber aguantado. Era la primera vez que sentía su cuerpo desnudo junto al mío y a plena luz. Era una encarnación de la primavera, un animal, un planeta enorme, Venus.

Volvimos caminando. Ella, colgada de mi brazo, y yo diciéndole que me recordaba un relato de Chéjov.

Ricardo la llamó por el móvil.

—Si no le contesto será que estoy ocupada.

—Seguro que intuye que estás ocupada conmigo.

—No lo voy a coger.

—No contestes. Si vives una doble vida, hazlo valientemente —era una frase que le había escuchado a Lola.

—No tengo por qué cogerlo, porque puedo estar haciendo cualquier cosa. Y si insiste tanto, peor para él. Se hace más daño.

—Estará sufriendo, como yo cuando no te veo.

—Pues no hace bien poniéndose así, porque él lo tiene más fácil.

—Sí, a mí me ha tocado la peor parte.

Nos volvimos en un autobús cuando ya anochecía. Nos separamos a la altura de El Corte Inglés. Ricardo seguía llamando.

Volví a mi habitación arrepintiéndome de haberle recordado mi sufrimiento.

Era domingo y no podía llamarme. ¿Quedaba más ahora con Ricardo?

La noche anterior yo había ido a pinchar a la discoteca de Fernando, recién inaugurada, desganado, con el equipo roto y sin público. Pablo tenía razón: era un rectángulo de tierra con hierros retorcidos. Un hangar o una ortodoncia. Despedía una indefinible vulnerabilidad.

En los baños —rojos—, Pablo había instalado un equipo con el hilo musical de las películas de Antoine Doinel, y también había hecho un gran corazón de plástico —rojo—, que presidía simbólicamente la cabina del pinchadiscos. Me entretuve haciendo cabriolas con los hierros de la cabina. Nadie bailaba. Después de cerrar, fui con Fernando a una discoteca trallera en un polígono. Nos habíamos drogado juntos para recordar los viejos tiempos, un trozo de pastilla, y cuando me empezaba a subir me los encontré. Ella parecía más sorprendida que yo. Me puse a bailar, gustoso, apesadumbrado, y fingiéndome sobrio. Cuando fui al baño, se escapó de Ricardo y entramos juntos. Me dijo que sólo quería hacer pis y, de paso, verme.

Se fueron muy pronto.

Yo me marché con Fernando cuando ya amanecía. Nos despedimos a la salida de una panadería: nos habíamos comprado dos suizos.

Lo peor era creer que había llegado a un punto fijo y extenuarme interpretándolo. María Jesús, mi Torah, era, unas veces, la juiciosa evaluadora de pretendientes, y otras, la cómplice descuidada del baño. Por eso, yo me obligaba a no pensar en nada, a no decir nada, a no convertir la nada en algo, salvo en verbo. ¿Nadear?

Nadear hasta que no volviera a verla.

Me hice un porro para dormir. Si no me desmoralizara tanto cuando se va, verla sería un placer. Habría que esperar que volviera a llamarme, volver a ganármela cada día, cada momento un despunte, cada gesto lejía. Ricardo le había dicho a Pacheco que yo estaba enamorado de ella. No podía fiarme ni de mi madre. Tenía las sienes duras como nueces y empezaban a circular los primeros autobuses.

Me puse tapones en los oídos. Apenas hacía un mes que la conocía. No me esperaba nadie ni iba adonde nadie. No tenía ningún sistema pero respondía bien al instante. Me debatía entre la moral de la inacción y la del mérito. Me daba cuenta de lo bueno que es no esperar nada, pero aun así iba hacia allá.

Me había enamorado de su caducidad, de sus ojos marcados, del temblor del tejido epitelial, de sus huesos. Presentía el esqueleto gótico debajo de su carne, un esqueleto artesanal. Amaba su decadencia, su condena al envejecimiento. Mi amor se deleitaba en lo que intuía que la edad haría con ella. Me había enamorado de su osteoporosis.

De joven, la llamaban bomboncito. Cuando la veía en algún vídeo, con veinte años —los vídeos de Richard que Pablo conservaba, cerdo nostálgico—, me parecía demasiado saludable.

Con la edad había ganado... ¿espiritualidad? No creo, ni nada parecido: con el tiempo se había hecho más fina. Había perdido tejido adiposo. La edad añadía inteligencia a cada uno de sus gestos.

Desnuda en la cama era ofensivamente carnal. Saliendo de la ducha, verde por la luz de la ventana, su sexualidad tenía un matiz frágil. Verla desnuda era una invitación al carpe diem.

Me echaba a llorar de amor pensando en sus radiografías, y se lo dije a Pablo, pero me contestó que eso ya salía en La montaña mágica. Me fundía en sus huesos cónicos, dulces, tuétanos. En sus manos de hojarasca.

Desnudos en la cama y yo ya no tenía miedo de deleitarme. La esfinge me tuteaba. Tanto me había desviado de mi camino, cualquiera que fuese, que aquí estaba, dentro de ella, haciendo planes para una felicidad futura. Nunca he sido menos yo.

Aunque quisiera a su novio, a mí me podía querer más, porque adivinaba sus ciclos. No estaba embarazada.

—Había llegado a pensar que si teníamos un hijo bastardo lo iba a querer más que a uno mío.

—Me gusta que me digas eso. Pero ya has visto que no.

—Un bastardo es mejor que el tradicional organicismo del linaje, si bien inaugura el mérito burgués.

—Prefiero la tradición.

—Si tenemos un hijo, lo llamaremos Linaje.

—No digas tonterías.

—¿Sabes lo que te digo?

—¿Qué?

—Que no me importa seguir siendo un secreto.

—No eres un secreto... Ya no te puedes quejar.

—Que no me importa seguir siendo una latencia, que sigamos así, que lo nuestro no tenga nombre. Todo lo que tiene nombre está muerto.

—Qué bonito.

—Es que follar me pone poeta.

—No te lo cargues. Y no me pongas esa cara de subnormal.

—¿Cuál?

—Así, como infantil.

—Soy serio.

—Eso, así estás más guapo. Si quieres que estemos juntos, vas a tener que quitarte esas tonterías.

—¿Lo vas a hacer público? ¿Y Ricardo?

—Ya has oído la bronca. Ricardo está sufriendo mucho.

—Pues déjalo, es un inconsciente.

—No empieces.

Había oído sus excusas por teléfono y me había solidarizado con Ricardo. Pensaba en cómo unen las discusiones.

Me quedé en casa con Pablo, que pasaba un momento abstemio. No quería que saliéramos. No quería, tampoco, que hablara de ella. Era un tema que no le interesaba. Pero estaba más simpático que de costumbre. Me gustaba Pablo deprimido.

Por otra parte, yo no me hubiera atrevido a hablar de ella con Pablo, por mucho que deseara tener un cómplice en mis disquisiciones sobre lo difícil que era tratarla. Porque él me habría contado su historia y yo me los habría imaginado juntos, follando. De hecho, una vez me hizo un comentario que no quiero repetir.

Pero no hablar con Pablo era un problema, me sentía solo.

Si no hubiera estado trabajando, Abraham me habría devuelto las recetas que yo le había dado en su momento: échales la culpa a los demás, no te angusties, etc. Pero él mismo vivía con el agua al cuello. Estaba adelgazando. Le habían cogido manía en el Mestizo. Una manía indirecta desde que apareció la entrevista en el periódico. Nos odiaban a los dos.

Así que esa tarde estábamos Pablo y yo solos. Pusimos una película, y en cierto modo era una reconciliación. Una película japonesa que transcurre en una Edad Media en blanco y negro. Los protagonistas se pasan media cinta desnudos.

En una época de hambruna, de guerras fraticidas, una madre y una hija sobreviven robando a los samuráis que previamente asesinan. Todos son malos. Malas personas. Sobre todo las mujeres, unas lady macbeth.

No era una película cómica, a pesar del aspecto cómico de la situación, y desde luego no éramos conscientes de esa lectura relajada. Cada uno pensaba en las manipulaciones que había sufrido.

Al final de la película, la peor de todas las malvadas, la madre, se prueba una máscara maldita y el espectador sabe que ya no podrá quitársela. Corre, desaforada, con la máscara pegada a lo que fue su rostro. Se escucha el ruido que hace su piel al arañarse con las hierbas altas, oscuras, algo así como un jadeo. Su piel aún es joven.

El espectador sabe que caerá en la trampa que ella misma ha preparado para robar a los samuráis: un hoyo con juncos afilados. Pero cuando se acerca al hueco y pierde pie, el espectador no puede imaginarse lo que va a gritar, y esto es lo terrorífico, grita: ¡Quiero vivir!

—¡Quiero vivir! —gritó también Pablo.

Nos dio un ataque de risa y salimos a vivir. Yo a su lado, estirándome, con mis zapatillas Poder, y él con sus Chinacas nuevas. Nos las habíamos comprado la tarde anterior, durante una concesión al esteticismo.

—Carlos, ¿por qué no te ligas a cualquier otra tía?

—¡Si soy enano!

—Pero qué dices, chalao.

—Sí, y Lola me llama Chuky.

—Si hay un montón loquitas por ti. Yo lo coloco y ella lo quita.

—Es que estoy enganchado... y lo peor es que me acobarda. Nunca seré tan guapo como Ricardo.

—¡Uy, qué mal!

—¿Ves lo que te digo?

—Car-Ios. Me voy a poner serio. Parecéis dos penurias, Abraham y tú. Tres conmigo.

Esperaba que me dijera más, pero añadió:

—¡Sepo, sepo!

Le había contado la historia de un niño que vivía con su abuelo en las afueras de Madrid, en una isleta de la M40. No iba al colegio. Tampoco acompañaba a su abuelo cuando éste iba a por chatarra (la furgoneta incorporándose en una rotonda, desde dentro). El niño no salía de la isleta.

Un periodista de Madrid Directo, desmoralizado, entrevistaba al abuelo. ¿No piensa que no va a crecer bien, como el resto de niños, si no va al colegio?

¡El niño sabe!, dijo el abuelo, y el niño fue corriendo hacia a la cámara, con la cabeza gacha, para asentir: ¡Sepo, sepo!

Así que ¡Sepo, sepo! y ¡Quiero vivir! eran dos autoafirmaciones rotundas, básicas, que ponían a prueba la utilidad del lenguaje. Una ayuda inestimable para dos individuos sin personalidad, Pablo y yo.

—No te preocupes, que ya me vengaré de tanta afrenta.

—Así me gusta. Vete de esta ciudad, joder, Carlichi.

—¡Y tú también! ¡Y Fernando! ¡Vayámonos todos! Vinimos por vosotros...

—No tengo un duro. Y estoy muy mayor. Pero tú vete, que aún puedes.

—Por cierto, no te he contado que me han echado.

—¿Qué?

—Sí, Lola me ha echado. Ya no pincho con ella.

—¡Lola!

—Aún no me lo ha dicho. Pero se lo ha comentado a María Jesús, para que me fuera avisando...

—¡Jo, jo, jo! Ésa es mi Lola. ¿Y qué vas a hacer?

—No sé. ¿Suicidarme? ¿Emborracharme? ¿Pedir trabajo a Pablo García Casado?

—¡Sepo, sepo!

Fuimos a ver a Abraham a la barra del Mestizo e intentamos alegrarle con chistes de rockabillis.

A mitad de la noche, volvió a aparecer Ricardo, pero éramos tres.

Mi vida iba del «Ching» al «Chieh», es decir de «El pozo de agua» a «La restricción». «El Pozo de agua» decía: puede cambiarse de ciudad, mas no puede cambiarse de pozo. La restricción era aún más esclarecedora: no se debe ejercer con persistencia una restricción amarga.

Estos hexagramas me habían salido con dos mutaciones. Una en la segunda línea: «junto al agujero del pozo uno dispara a los peces. El cántaro está roto y pierde». Que es como decir que el agua del pozo está limpia pero sólo la utilizan los peces gorrones o, como dice el comentarista, «alguien, en principio, tendría buenas dotes, pero éstas se descuidan. Nadie se preocupa por él ni lo tiene en cuenta, por consiguiente decae. Cultiva el trato con gente vulgar y ya no podrá realizar nada de valor» Y la otra mutación, tristemente redundante, en la sexta y última línea. «Restricción amarga: la perseverancia trae desventura.»

Al I Ching sólo puedes preguntarle cosas importantes y, además, un error en la pregunta puede cambiar con insidia una respuesta, por no decir que las buenas preguntas ya llevan su respuesta implícita. Así que meditaba bien la pregunta para valorar su pertinencia, su oportunidad y su, digamos, generosidad —quizá porque me imaginaba un omnipotente Confuncio mirándome—, y preguntaba:

¿Me quiere?

¿Nos vamos a casar?

¿Tengo que irme de esta ciudad?

¿Voy a tener éxito con mi libro?

¿Qué es mi vida?

¿Qué es una vida?

¿Va a dejarlo con su novio?

Volvía a dejar el I Ching en la mesa, sudando, pero sin decidirme a separar los dedos de él. La mesa blanca, limpia, mis libros, mis cuadernos. Me empezaba a sentir como en casa. En otras circunstancias habría escrito en mi cuaderno, pero entonces me faltaba resignación, o me sobraba perseverancia. Ella estaría con él. Por eso no me llamaba. Sin noticias desde hacía casi una semana. Su carne aún me pertenecía. Pero su mente era una incógnita. La mujer es una esfinge sin secreto. Divinos, sí, sus ojos, pero su alma es cosa de oculista. Citas de misóginos.

Como nos separamos después de una intensa escena de amor, había soportado bien los primeros días. De hecho, quedamos en no llamarnos, porque había que disimular. Pero ese día tenía que hablar con ella como fuera, hacerme necesario. Si no, me iba a olvidar. Claro. Se quería desenamorar.

Un amigo, el poeta malagueño Alvaro García, daba una lectura en la ciudad, y quedé con él para tomar una cerveza.

—Alvaro, de verdad, no me apetece, no estoy en mí. Bueno, me apetece mucho escucharte, pero no estoy para lecturas... Estoy enamorado.

—¡Pues tráetela!

—No puedo, está con su novio... Tiene diez años más que yo y novio, un guaperas.

—Pues mejor me lo pones: te vienes y así piensas en otra cosa.

Y fui a la lectura de Alvaro. Entramos en la sala de columnas de un palacio reconvertido en Centro Cultural, bancos de madera contrachapada, lámparas negras de pie y una mesa blanca de poliuretano. Los poetas locales se acercaron a saludarle.

—¿No conocéis a Carlos? Está viviendo aquí...

—Sí. Tú pinchas en el bar de Lola, ¿no? —me dijo uno con gafas.

—Ya no. Me han echado.

—¡Lo siento!

—Nada, se veía venir, cada vez lo hacía peor.

—No sé —meditó—. Yo te he oído un par de veces. Era música antigua, de los sesenta, ¿no? —el tono de objetividad científica y el abrigo negro me recordaban a un flipado de Matrix.

—Bueno, de los sesenta, los setenta, los... poco más.

—Es verdad que era antigua, pero no tiene por qué ser mala. Aunque puede ser mala sin ser antigua. Pero no lo digo en tu caso, que era antigua. ¿Y ahora qué vas a hacer? ¿Tienes trabajo?

—Bueno, estoy ultimando una obra maestra.

...

—Es ironía.

—Ah.

El gafas era el presentador de Alvaro y comenzó agradeciendo a la Junta la pervivencia de un ciclo que daba voz a la periferia, a la totalidad del mapa poético del Estado español. Qué de metáforas, pensé. Después invocó al colectivo Homero.

—¿Cómo? ¿El Colectivo Homero? ¿No será homerosexual? —bromeé con el de al lado, pero me miró con desprecio.

Luego, cuando entendí la expresión, me sentí muy triste. Pobre Homero. Primero una posteridad que lo hace eternamente viejo y ciego, barbudo y gañán.

Y ahora despersonalizado por el afán abstracto de los estudios culturales, reducido a una especie de eslogan minoritario. Para eso mejor no haber existido nunca. Además, me había puesto los pantalones equivocados. Con aquellas botas parecía skin. O glam. En cuanto saliéramos iría a por mis Poder.

Dejé de prestar atención a la verborrea del gafas hasta que le oí decir «la transcurrencia». ¿Transcurrencia? ¿El transcurrir de la conciencia? Este tipo de cosas, dichas en un auditorio, y tenidas por normales, hacen que te sientas muy solo.

—Perdona, pero no oigo...

—Perdón, perdón, me callo.

Para colmo, los últimos poemas de Alvaro eran de desamor. Empezaron siendo de amor, un epitalamio, pero su matrimonio no duró y ahí estaba el ajuste de cuentas y yo me identificaba con él. Salí corriendo a llamarla desde una cabina para que no me reconociera.

Estaba con su novio. Ya llamaría ella.

Volví a la sala y Alvaro estaba firmando.

—Quédate a cenar con nosotros.

—No, qué va, tengo que ir a trabajar.

—¿Pero no te han echado? Ya no tienes excusa. Quédate con nosotros. ¿Puede venirse, verdad?

—Sí, claro. Está reservada para los organizadores, pero... —dijo el presentador.

—¡Pero si paga la Junta! Vienes, Carlos.

Cené con ellos, pendiente del teléfono. No podía decirse que los poetas de la ciudad me quisieran. El presentador había leído mi primer libro y los poemas inéditos que publiqué en una revista asturiana.

—No están mal, son interesantes, aunque quizá demasiado herméticos para una primera lectura como la que, lamento decírtelo, he hecho.

Yo quería hablar con Alvaro de mujeres y, para atajar, le contesté:

—Son chistes. Son irónicos.

—Pues a mí me han parecido muy serios, perdona que te diga. No sé dónde ves la ironía —y sonreía por lo bajini, como si estuviera hablándole a un descerebrado—: La ironía es un recurso anticuado, de la poesía de los cincuenta, y lo que tú haces es un ejercicio de despersonalización. La fragmentación del sujeto.

—¡Que no, que son de broma, joder! Te lo dice el autor. Otra cosa será que tú no cojas los chistes.

Alvaro no daba crédito.

Al día siguiente quedamos un cuarto de hora. Una conversación secreta en las calles más escondidas de la judería de la ciudad. Pero una italiana nos interrumpió: le acababan de robar el bolso y estaba desconsolada. Llamamos a la policía y a María Jesús empezó a sonarle el móvil. No lo cogió.

La policía nos hizo unas preguntas que yo contesté con impecable acento para que no pensaran que éramos los chorizos.

Cuando nos despedimos, hablamos del amor latente, de los impedimentos. Teorizamos sobre lo malo y lo bonito que sería todo si estuviéramos juntos. Todo en un cuarto de hora o veinte minutos.

—¿Me has echado de menos? —me preguntó cuando se iba.

Regresé a casa divagando. El I Ching me había dicho que me fijara en su alimento, su nutriente, y no había sabido contestarle.

Paseábamos por un barrio feo donde a nadie se le ocurriría buscarnos. Un viejo daba patadas con su muñón a un indefenso seto. Habíamos comprado dulces porque teníamos una bajada de azúcar. La plenitud física nos agotaba.

—He oído decir que es común tener bajadas de azúcar después de comer legumbres.

—¿Qué dices? Esto es por follar. Es el sexo trascendente.

—La pequeña mort.

—Sí, la petite mort. ¿Habías sentido esto antes con alguno de tus novios?

—Tan intenso no. ¿Y tú?

—Yo nunca. A veces me da vergüenza moverme porque parece que voy a repetir un ejercicio físico, una postura sexual tópica, y no quiero ensuciar nuestra relación con los tópicos del pasado.

—¿Y qué cosas hacías antes?

—¡Qué te voy a contar! Ejercicio físico, rutinas, desilusión. Esto no se parece a nada. Somos como dos adolescentes.

—Estás obsesionado con los adolescentes. Crece ya. Mejor di que es como si fuéramos gemelos. Rere.

—¿Qué es rere?

—Uy, qué ignorante. ¿Y tú eres poeta?

—Pues no sé, dame una pista.

—No. A ver si lo descubres.

Íbamos ensimismados. Yo pensaba en rere y a ella casi la atropellan. Las afueras de la ciudad nos daban cobijo. Llegamos hasta el cementerio cuando anochecía: unos adolescentes empezaban un botellón. Me olí la trenca.

—¿Crees que debería tirarla?

—No sé... Es bonita pero está muy rota. ¡Y huele fatal!

—Me la regaló Fernando y huele como él, como huele su casa, su aroma. A mí me gusta. Me recuerda a él.

—Pues cuando salgas conmigo échale colonia.

Se acercó a olerme el pelo.

—Lo que te huele es el cuero cabelludo. Te huele muy fuerte.

—¿Ya qué huele? ¿Huele bien?

—Huele a viejo. ¿Te has lavado el pelo?

—Me dejas planchado. Me lo lavé ayer. No me lo voy a lavar todos los días. O sí... —me acordé de la madre de Teresa.

—No, no es bueno. Pero échate colonia. ¿Tú no eras mod? ¿No eras un dandi?

—Bueno, un dandi... Es que me harté de la colonia. Antes usaba.

—Una de macho, seguro.

—No, una suave, Minotaure.

—¡Pues con ese nombre...!

Habíamos llegado al hospital de las afueras e incluso un poco más lejos, donde los edificios nuevos parecen tesinas de arquitectura. Dimos media vuelta.

Al pasar por unas canchas de tenis, me dijo:

—Carlos, no me pidas permiso. Cuando quieras follarme, donde sea, me follas.

La acompañé a su clase de prevención de riesgos laborales. Con una carpeta azul demasiado grande para sus brazos finos, un polo marrón que le había prestado yo, gafas de sol marrones y la mandíbula hacia delante, preciosa, pequeña. Me maravillaba su mentón, que descendía alegremente de sus esbeltos mofletes, ascendentes, ingrávidos. Quiero decir que tenía el mentón y los carrillos sensuales, sin llegar, en ningún caso, a eso que se llama prognatismo. Tenía la boca más sexy que he visto.

El camino al Centro Cívico era largo y yo no sabía de qué hablar para no hacer ostentosa la posición preponderante que ahora ocupaba en su vida. Le pedí que me explicara la clase.

—Sobre los grupos electrógenos —contestó desganada.

—¿Los qué?

—Joder, lo de siempre. ¿No sabes qué es un grupo electrógeno?

—No.

Empezó a hablarme del peligro de los grupos electrógenos (son más tóxicos de lo que parece) y de las medidas de seguridad que había que tomar con los enchufes.

Se estaba equivocando con los vatios y los voltios, le dije que era al revés.

—¿Tú eres gilipollas? —y se puso a explicarme qué era un vatio y qué un voltio.

No me convencía.

Seguimos discutiendo hasta que llegamos a la puerta del Centro.

—¡Quédate aquí! No quiero que nos vean juntos. Ya te llamaré.

—¿Pero cuándo?

Y entró sin despedirse.

El domingo subimos la Cuesta de la traición. íbamos a casa de una amiga en la Sierra y decidimos hacer el camino andando para purificarnos de la contaminación de la ciudad y porque yo no tenía coche.

Había trabajado la noche anterior y me había metido coca, casi no había dormido, pero ella no lo sabía y me gritaba ¡eres un flojo, cómo se nota que eres madrileño! y yo no quería decirle que me había drogado porque bastante tenía con justificarle que los domingos siempre estuviera moqueando. Me resfrío con facilidad:

—Eso es la coca. No soy gilipollas.

—Qué va, te lo juro. Desde que estamos juntos no me meto nada. Y cuando me meto te lo digo.

Hice una pausa para respirar.

—Ya sabes que no tengo ningún problema en decir las cosas que hago. No tengo vergüenza. ¿Qué problema hay en meterse coca? Prefiero decir eso que falsearlo. Así ayudo más a mi interlocutor.

—Pues no estoy de acuerdo —dijo.

—¿Por qué?

—Me parece exhibicionismo. Además, partes de la idea de que dices la verdad. Y sólo es tu verdad.

¡Ésas eran mis armas relativistas!

—Ya, coño, pero digo la verdad de lo que pienso.

—Pues quizá no sea una verdad tan interesante. A mí no me gusta que me estén diciendo todo el rato la verdad sin ninguna educación. Sin pudor. Un poco de pudor no viene mal. Es como la conversación que tuviste con Manolo en la fiesta. ¿Creías que no me fijé? Yo te habría mandado a la mierda. ¡Qué mala educación!

—¡Anda que la tuya!

—Pues será desde que te conozco.

No quería enfrentarme porque, en cierto modo, su respuesta era una constatación de que estábamos juntos. Además, desde la última cita habían pasado seis días. No me cogía el teléfono por culpa de los vatios. El viernes sí contestó y estuvimos hablando casi media hora. Se notaba que tenía ganas de oírme, pero guardaba las distancias. Me contó que Ricardo había querido quemar mis libros. ¿No te parece un poco teatral?, le dije. No, te los quería quemar o tirar a la basura. Ricardo está sufriendo mucho.

Cuando colgué me entró rabia. Le había prestado las Prosas apatridas de Julio Ramón Ribeyro, descatalogado... Y las Prosas efímeras de Léautaud, descatalogado... Eran libros menores, me dijo María Jesús, y no sé de dónde había sacado esa expresión. Pero si Ricardo los hubiera tocado, primero me habría echado a llorar de rabia y luego no habría sabido si partirle la cara o perdonarle... Con suerte, podría pegarle la primera hostia en la nariz y partírsela. Luego él me daría una paliza, pero yo dejaría que el cuerpo, flojo, recibiera los golpes sin ofrecer resistencia. Así es como me peleo en la imaginación. Enseguida me canso. Luego mezclaría la vergüenza ajena y la lástima por el gesto antiestético de Ricardo peleándose.

El caso es que conseguí sugerirle, antes de que colgara, que quería ir al campo, lo que más le gusta, y me dijo: Qué buena idea, podemos ir el domingo a ver a África. Tenía una casa en el desierto de Bañuelos, que no era un desierto, sino un alcornocal.

África era su amiga, una fumadora de porros compulsiva, irritada porque María Jesús sustituía a Ricardo, al que había terminado por acostumbrarse, por otro hombre, o por menos que eso, por un chulillo de Madrid. Pensó que María Jesús era un poco pederasta y un poco intelectualoide, y yo me encontraba en el término medio; aunque entre ambos extremos, sinceramente, sólo cabe el ridículo.

A África le gustaba el jazz, así que tuvimos ocasión de hablar de música.

Tenía manos de guitarrista, finas y maltratadas, con las uñas sucias, y se pasó toda la noche liando porros sin que nos pusiéramos de acuerdo sobre la diferencia entre el cool y el hard bop, porque no reconocía mi superioridad en la materia, y luego María Jesús y yo nos fuimos a dormir a un cuartito pequeño, en camas separadas, pero me metí en la suya porque tenía frío. Después de una intensa y breve reconciliación, intentamos dormir abrazados, con algo de calor febril. Nuestros cuerpos se estorbaban con la misma fuerza con la que se atraían. Nos destapábamos. Y cuando empezó a amanecer, el frío de la Sierra nos hizo volver a abrazarnos para, ahora sí, dormir plácidamente.

Volvimos andando, con África. Ellas hablaban y yo miraba los espinos en flor, un poco Sturm und Drang. A mitad del camino, en una bifurcación de la carretera, África tenía que irse en la otra dirección, era urgente, no sé qué cosa familiar tenía que hacer por el otro camino, y no nos dejó acompañarla. Está enfadada, dijo María Jesús. ¿Me odia?, le pregunté.

—No. Me odia a mí porque no le hago caso.

Nos acercábamos a la ciudad. A las casas de los ricos. Éramos el uno para el otro.

Ricardo me pilló en casa de María Jesús, cagando. Me dio tiempo a lavarme. Cuando salía del baño, oí el portazo.

Le eché una bronca por su ambigüedad, por lo superficial que era con el pobre Ricardo, quien sufría. Al rato me arrepentí.

Aunque un poco después me sentía orgulloso de mí mismo.

Me echó de su casa. Y me quedé bebiendo botellines en la Facultad de Filosofía y Letras, muy cerca, por si llamaba.

Por la noche vino Ricardo a mi casa. Dimos una vuelta a la manzana, nos metimos en el bar de Lola, nos tomamos un chupito y nos separamos. Quería que le aclarase qué le estaba pasando a ella. Que le dijera que nos habíamos enrollado. Pero sólo le dije que la amaba con locura. Dejó caer, mientras pagaba, que ella sólo le quería a él, eso le había dicho, y a mí me dio pena y le dije que removíamos dolor gratuito. Asintió.

Habíamos pasado un día precioso, juntos. Justo el día anterior. Por la mañana, en su casa. Por la tarde, dimos otro paseo por el extrarradio, y cuando volvíamos al centro, caminando por el arcén de una carretera comarcal, cerca del aeropuerto y de un almacén de muebles de nombre Ricardo, nos encontró Pacheco. Venía de su casa de la Sierra. Debió de pensar que progresábamos.

Con María Jesús era sumamente educado, como si no fuera la misma persona que mordía libros. Nos dejó en casa de ella sin preguntar por la dirección y no quiso subir a tomar nada.

Pero ese día empezó fatal. Lo primero que me dijo, aún en la cama, fue ya no te quiero. No le hice demasiado caso, porque enseguida empezamos a acariciarnos y me quiso de nuevo, pero cortando las rebanadas de pan para tostar volvieron los problemas:

—¡Estás siempre a flor de piel! Yo no puedo estar con alguien tan vulnerable como tú. Todavía no sé cómo eres, ni si eres de fiar.

—¿Qué me estás diciendo? Si sabes que haría cualquier cosa por ti.

—Porque estás obsesionado conmigo. Pero con tu idea del amor, no con lo que yo puedo darte. No con la realidad. No te conformas con la realidad.

—María Jesús, yo no te exijo nada.

—No digas María Jesús al empezar cada frase... «Carlos, ay Carlos, Mira, Carlos.» Eres ridículo.

Según comía las tostadas se le iba pasando, pero luego empezó a reprocharme que yo quisiera destruir su vida, infectarla como un virus, para hacerme poderoso. Le habría demostrado que se equivocaba, pero me acordaba del verso de Baudelaire, inyectarte, oh, hermana, mi veneno, y se lo dije, y cada vez que pretendía calmarla, ella me respondía como si la estuviera atacando.

En cierto sentido tenía razón.

Discutía conmigo como con alguien que a mí mismo me habría caído mal. Yo no era yo, sino un tío con sus experiencias. Me sentía incomprendido, empequeñecido.

Haz algo, recoge el desayuno, no soy tu sirvienta, me dijo, aunque se lo había preparado yo, y me fui diciéndole que no la iba a llamar más. Pero esa tarde fui a verla al videoclub.

Sí. El videoclub. Había terminado los cursos de prevención y no sabía cuándo la contratarían de nuevo. El videoclub era lo que le había salido. Estábamos los dos en paro y ella repetía «cuando la pobreza entra por la puerta, el amor salta por la ventana».

Le llevé un disco de la música de cámara de Ravel para hacer las paces, pero no quiso hablarme.

—María Jesús, no quiero que nos enfademos, joder. Yo no soy de ninguna manera, ni así ni asá, y me preocupo por ti.

—Si alguien se preocupara por mí no estaría aquí. Se dice pronto, después de haber estudiado una carrera.

Llevaba puesto mi polo marrón.

—Tú no puedes saber lo que es eso. Tienes diez años menos que yo. Además, no terminaste la carrera. No tenemos nada que ver, no compartimos ningún proyecto de vida porque no pegamos. No me gusta tu música. Ya te lo estás llevando. Ya vale de anglosajones. Eres un coñazo con la misma música todos los días. Way way way. Washin wasbin.

I love you. Early Morning. Sunshine. Tienes la cabeza llena de pajaritos. Además, eres feo, enano y mala persona.

—Y tú eres más gilipollas que un arado. Métete con tu padre, que seguro que te aguanta, subnormal —y me marché.

La había cagado por muy poco.

De todas maneras, no nos comprendemos, pensé. Pero tampoco era necesario comprenderse. Cualquier comprensión es un abandono, un sobreentendido, antes que la transmisión de un mensaje. Durante el desayuno me había dicho, entre otras cosas, que no se fiaba de mí porque tenía los ojos verdes, como un gato traicionero. Entonces me sentó como una patada en los huevos. Quizá pensaba en los hermosos ojos castaños de su novio. Yo opositaba a tercer novio y debía tener aprobados los dos primeros cursos. Ella no me quería a mí, sino un progreso. Y yo me había enfadado por esa tontería de los ojos, que quizá era el detonante de un enfado mayor. Debería haberle dicho: Y tú tienes ojos de buey, y carácter de buey, por añadidura.

Y además tenía razón. No podía dejarla allí, pequeña y vulnerable en aquella realidad sórdida de videoclub, con mi polo, tan delgada. Igual sentía que yo le estaba reprochando que fuera fría y por eso se sentía obligada a defenderse llamándome vulnerable. O en cierta manera, yo no diera la talla.

A diez metros de la puerta del videoclub reconocí la espalda de Ricardo.

—Apunta el teléfono por si me llamas.

—Vale, lo apunto —no sabía quién era.

—Aunque no me vas a llamar.

—Nunca tengo un duro.

—No te quejes. ¿Sigues en Córdoba? ¿Estás pinchando? Cuéntame algo.

—No sé qué contarte... —me fui al balcón para que Pablo no me oyera y susurré—: Estoy enamorado. —¿En serio? ¡Cuenta, no me lo creo!

—Sí, me he enamorado de una mujer madura. —¿Cómo de madura?

—Espera...

Fui a mi cuarto.

—Pues diez años más madura que yo. Y tiene novio y no quiere dejarlo.

—¡Toma ya! ¡Qué me dices!

—Es un guaperas.

—Qué mal te veo... ¿Y ella te quiere? ¿O tampoco?

—Creo que sí.

—¿Crees? ¿Os habéis enrollado?

—Sí, muchas veces. Como dos posesos —eso no se lo tenía que haber dicho.

—¿Y qué tal?

—A ti te lo voy a contar. Dejémoslo en muy bien.

—¡Joder! ¡No me lo creo! ¡Cuéntame más!

—Ni yo, con lo bien que estaba...

—Pero ahora estarás bien, ¿no? No parece que estés mal...

—No, Paz, te lo juro, estoy fatal. En serio. El otro día me dio un ataque de ansiedad. Era como parkinson. Me tiré los discos encima.

—¿De verdad?

—Sí.

—¿Cómo te los tiraste?

—Así, mira: ¡chas! ¡chas!

—Idiota... ¿Y has ido al médico?

—No. Estoy tomando muchas legumbres, que son buenas. Sobre todo el garbanzo.

Paz llevaba medio año de baja por depresión. Era informática. Su vida había sido una infatigable preparación esforzada para un trabajo cansino. Se lo dije una vez que no quería salir y me dio la razón.

—Y tú, ¿has vuelto al trabajo?

—jQué va! Sigo de baja. Se está de coña.

—Muy bien.

—Pues sí. Salgo mucho. Me he vuelto una pastillera. Me lo paso de coña.

Decir dos veces «de coña» era irreal en ella. —¿En serio?

—Sí, y me acuerdo mucho de ti.

—¡Gracias!

—Perdona. Quiero decir que ahora comprendo cómo te sentías cuando tomabas pastillas.

—Joder, no lo arregles...

—Creo que sé cómo te sentías cuando lo dejamos. Tengo ganas de vivir.

—¿Y tu novio?

—Xavi...

—Ése.

—Lo he dejado un par de veces y luego volvemos porque me da pena.

—Es que es informático...

—Pues eso mismo. El otro día me lié con un dj que te gustaría mucho. Y conoce a tus hermanos. —¡Uf, Paz, odio a los pinchadiscos! ¿Es guapo? —No, pero es delgado y cabezón. Como tú.

—Y como ET.

Paz se rió:

—Más o menos. ¿Qué tal pinchando?

—Sí, bueno... Me han echado.

—¿Y eso? ¡No me jodas!

—Me había vuelto muy hermético. Sólo ponía a Bob Dylan.

—¡Qué gilipollas!

—No, en serio, me gusta mucho Bob Dylan. Cada vez más.

—Uy, Carlos, te veo mal.

—Y Gainsbourg.

—¿Quién?

—Serge-Gains-bourg.

—¡El francés!

—Sí.

—¡Pero si canta en francés!

—Sí, pero lo pronuncia muy bien... Y los músicos de su grupo son los de KPM. Son ingleses. Los que oíamos: Alan Hawkshaw, Jan... eso, etcétera.

Busqué por la habitación el disco para decirle los nombres correctos.

—Es que a mí el francés... como que no.

—¡Ya vale de música anglosajona!

—Sí, sí. Bueno, Carlos, apúntate el móvil y llámame. Otro día me cuentas más, ¿eh? Pero llama. —Lo haré si no me suicido.

No encontraba el disco.

—Y deja a Xavi.

—Me da pena.

—Por eso... Venga, un beso.

—Otro.

Acabábamos de acostarnos. Mi irritabilidad tenía que ver con el calor y el celibato.

La noche anterior, por ejemplo, ella intentó una reconciliación amistosa con Pablo. Vino a cenar a casa y se pusieron a hablar de su vida en común.

Me sentía como si se la presentara a mis padres, con la particularidad de que antes había sido la novia de mi padre.

No quiso quedarse a dormir, así que la acompañé a su casa y, después de otra pelea, dormimos juntos.

Los que se pelean se desean, le dije, y me contestó que si no me deseara ya me habría mandado a la mierda.

—¡Pues anda que yo!

Ese día había amanecido medio primaveral: la hierba verde de los tejados de su calle. Y se me ocurrieron unos versos que apunté mientras desayunábamos:

En la ciudad de los tejados con hierba

donde prever convierte en agorero

y al carácter lo gasta la canícula,

ella sale del baño,

se sacude la abulia

como una institutriz voluptuosa,

y me dicta: cuando entra la miseria,

el amor huye.

—No se entiende nada —dijo, mordisqueando la tostada.

No leí más porque lo que seguía era peor. Pero cuando estaba secándose le dije que, precisamente, en el poema quería inmortalizar esa luz verde que filtraba la ventana, su cuerpo sensual.

—Pues no digas eso de canícula, que no hay quien lo entienda.

—Pues es muy sencillo, la canícula es el momento de mayor calor del año, cuando la constelación del can gobierna el cielo.

—Estamos en marzo.

—Es una licencia poética.

—Y eso de institutriz es feísimo. ¡Me llamas vieja! —No, joder, es el tópico de la Venus saliendo del baño pero... como siempre me estás diciendo lo que debo ser, y demás, pues eso...

—Yo no te digo lo que tienes que hacer, sino que seas tú mismo.

—Vale, ya lo aclararé en el poema. Pero mira qué bien suena: se sacude la abulia / como una institutriz voluptuosa. Así, uno tu doble faceta de ser dialéctico y sensual. ¿No te gusta?

—No sé, si tienes que explicarlo para que se entienda, pues no debe de ser muy bueno.

Se vestía con parsimonia: unos vaqueros y una camiseta verde militar.

—Estás guapísima.

—Estoy vieja.

—Qué dices. Estás guapísima. Delgada, fina, blanca.

—Blanca no, fíjate bien. Soy amarilla.

Realmente era amarilla:

—Amarillo imperio.

De vez en cuando iba al baño para ver cómo se maquillaba.

—Con lo poco que te pintas y lo que tardas. No tienes práctica.

—Las cosas hay que hacerlas con tranquilidad. ¿No te estabas leyendo un libro de samuráis ? Hazte a la idea de que soy un samurai.

Tenía los ojos negros e intensos.

—María Jesús.

—¿Qué?

—Qué bien estamos cuando estamos bien. Y qué mal cuando discutimos por tonterías.

—No son tonterías.

Pensó cómo seguir:

—Si te soy sincera, me asustan los prontos que te dan.

—Ya te he pedido perdón.

—Sí, pero te vuelves una persona desagradable cuando te pones violento. Si te digo la verdad, así me das asco y echas por tierra lo que ya llevabas ganado.

—Pero, no sé si te das cuenta, utilizas un lenguaje competitivo y eso, en el amor, es menos que romántico. Me parece que hago una carrera para ganar a tu novio.

—No soy romántica. Y tampoco me parece romántico ser violento.

—Vaya que no. Como en Cumbres borrascosas.

—Venga, no digas tonterías por un rato. Si me voy a decidir por ti, me tienes que dar confianza.

—Mira, María Jesús, me jode que me digas que me pongo violento porque tú no te miras. Estoy contigo a verlas venir: madrugo después de pinchar por la noche para que podamos salir. Aprendo recetas para prepararte la comida. Me llamas enano y feo día sí, día no. Cuando me reprochas algo, das por sentado que yo tengo tus mismas experiencias.

Lo de enano le hizo gracia.

—Pues por eso te digo que hay entre nosotros demasiada diferencia de edad. No voy a empezar una relación contigo para repetir los mismos errores que con todos mis novios: trabajos de estudiantillo, borracheras, pobreza.

Se puso una cazadora vaquera.

—Carlos, mírame —su mentón y el flequillo recto me recordaban a una actriz francesa—. Me quedo en casa. Creo que nos tenemos que calmar para ver si nos necesitamos. Pero no te preocupes, de verdad —me dio un beso en la mejilla—. Necesito que me dejes tiempo. Así nos despedimos bien.

—Yo también tengo que descansar... de mi mal genio. Lo mejor es que nos pongamos un plazo para no llamarnos. Una semana.

Pablo me dijo que había visto muy bien a María Jesús y yo le expliqué que nos íbamos a dar un tiempo.

—No comprendo nada.

Fuimos a tomar una cerveza. Luego volvimos a casa y comimos con Abraham unas lentejas, sobre la mesa del Limbo. Abraham me leyó unas páginas de Pavese del cajón de la mesa: «Una mujer, con los demás, se porta seriamente o se divierte. Si va en serio, entonces pertenece a ese otro y basta; si se divierte, entonces es una zorra y basta».

—Basta.

Abraham se fue a trabajar y Pablo con Amparo.

Llamé a Fernando, pero estaba en su estudio de grabación, y aunque le dije que iría no fui.

Estaba en casa. Con dolor de espalda. Leyendo El libro secreto de los samurais. Hacerse seppuku por tu señor. Enfriar los sentimientos. El cuidado del kimono... Todo me recordaba a ella.

«Hay momentos en que realmente se necesita a otra persona. Si tal conducta se repite con frecuencia, se acaba siendo un importuno y un descontrolado. Para ciertas cosas es mejor no depender de los demás.» Tenía que elegir con más cuidado las lecturas.

Por la tarde vino un mensajero con veinte ejemplares de mi libro. Me fui a su casa con uno dedicado, a riesgo de ser inoportuno.

—¡Qué bonito! Ponme algo.

—Ya te lo he puesto.

—¡Rere! ¿Ya sabes lo que es?

—Pues claro, qué te has creído. Tú y yo. El andrógino.

—¿Quieres entrar?

—Vamos a aguantar un poco. ¡Sólo ha pasado un día!

—Entra...

—Que no, que es mejor que nos calmemos.

Nos dimos un beso en la puerta. Aunque suene ridículo, debo decir que nos besamos con pasión.

Volví a mi casa, y en la plaza de la escuela de Artes y Oficios me encontré a Paco. Nada más verme intuyó que estábamos de pelea.

—¡Qué va, qué va! Lo único es que nos hemos dado un tiempo.

—Carlos, tienes que aguantar a la niña. María Jesús te quiere, eso está claro, pero ya sabes cómo es, que si te dice una cosa es que quiere la otra.

María Jesús siempre le daba la razón a Paco y se lo pasaba pipa con él, así que le hice caso.

Lo acompañé a por un reloj. Regalo del director de una Caja de Ahorros. O un trueque por un cuadro.

Un Rolex como el de Steve McQueen.

—¿Uno negro?

—No. El negro es el Tag Heuer, que cuesta una pasta —Paco, con su chaqueta verde irlandés, caminaba mirando al frente y eso me daba seguridad— Carlos, ¿tú sabes lo que cuesta un reloj así?

—¿Cuánto?

—No, dímelo tú.

—Pues no sé. ¿Tres mil euros?

—Tres mil... O seis mil. Cuando tengas un reloj así habrás triunfado. Y a ti te va a ir muy bien, Carlitos. Le tienes que decir a María Jesús que se deje de tonterías y te regale un reloj como el de Steve McQueen. Díselo de mi parte.

—¡Ja, ja, ja! ¿Pero cómo es el reloj? No vaya a ser que no me guste.

—Ay, cómo eres... La esfera es negra, con la correa plateada.

—Ah, sí-mentí.

—¿Sabes cuál es? ¿No me estarás mintiendo?

—Que no, que no.

—El que usa en Bullitt. ¿Has visto Bullitt?

—Sí, claro.

—Qué buena película Bullitt.

—La mejor.

—No. La mejor es La huida.

—Sí, claro, La huida es la mejor, sin duda. Creo que no hay nada con lo que me identifique más que con una película de Sam Peckinpah. Qué malas son todas las mujeres. ¡Y qué dialécticas!

Después de recoger el Rolex, un reloj de susto, llamamos a Richard.

Richard dormía en casa, con Pablo, pero quería quedar a escondidas con Paco para que lo llevara a la Sierra a grabar. Y, de paso, a comer. También vino Patri, un amigo de Paco. Y Paco llamó a María Jesús, pero no contestó.

Fuimos a un merendero de la Sierra y comimos conejo a la mejor hora del día, cuando la luz es tan fuerte que descompone los colores. Comimos un conejo primaveral, impresionista, hablamos de pintura y yo identifiqué a Paco con Sileno, porque Paco era incapaz de comprender el minimal de María Jesús. Dos perros negros imantaban las moscas, el río se licuaba hacia la urbe. Bebimos y seguimos diciendo tonterías.

Saciados de alegría fraterna, nos colamos en el Parador Nacional. Richard parecía un cliente, así que fuimos a la piscina, pedimos unos whiskys y nos bañamos en calzoncillos. Teníamos un aire casi decente, con bóxer. Creo que los slips de Patri eran el casi. Patri o El Patri, la persona con mayor talento verbal que he conocido.

En los bares le huía, pero qué sorpresa tenerlo ahí, tan real. Pequeño, esmirriado, pero fuerte, enérgico. Un poco calvo.

Pensé: hay quien desarrolla su talento lingüístico en la poesía, pero el Patri lo dilapida hablando y me da mil vueltas.

Su congestión verbal pertenecía al género de la sátira, y él no dudaba en adoptar el papel de bufón para desprestigiar cualquier poder hecho de frases.

Qué gracioso era. Algunos podían decir que el Patri no tenía hartura, pero quien hubiera estado atento a su libertaria utilización del idioma, al pliegue chistoso que desmontaba cada experiencia problemática, tendría que reconocer lo meritorio del esfuerzo, del desamparo, de la soledad del Patri. Se bañaba en calzoncillos, con acento de barrio. Sonreía a los turistas y ellos le devolvían la sonrisa.

Mientras Richard grababa con su súper 8 yo me lo iba imaginando en blanco y negro, escuálido porque estaba enfermo y su tejido adiposo necesitaba otra inyección de bótox, zambulléndose en el agua y saliendo sonriente, en calzoncillos. Era el origen del cine, un mudo espejeo de luz.

—¡Joder, qué bien me cae el Patri!

—Es la mejor persona del mundo —Paco pidió otro whisky para mí—. ¿Por qué crees que te lo he presentado? Carlos, mis amigos son los mejores de toda la ciudad. No tienen la tontería de algunos. De éstos te puedes fiar.

—Joder, Paco, no sabes la libertad que me da pensar que existe gente como el Patri. ¡Qué talento!

—Se dice «qué arte».

Volvimos en el coche, melancólicos. Se nos pasaba la borrachera.

A Richard y a mí nos gustaba la misma música. Yo le había prestado a Paco un disco de Blue Mitchell, el disco favorito de Richard. Las grúas de la periferia eran insolentemente naranjas. Paco me dijo que escribiera una novela. ¿Conoces al autor de Alguien voló sobre el nido del cuco ?

—¿De la película? —pregunté.

—No, de la novela. Richard lo conoce.

—Yo sí, Paco, pero no recuerdo cómo se llama —dijo Richard sonriente.

—Da igual. Tú tienes que hacer como él, Carlos. Dar el pelotazo con una novela, vender los derechos al cine y hacerte millonario. Aún vive de eso. De una novela escrita en los años setenta.

—En los sesenta, Paco —corrigió Richard.

—Y mantiene a todos sus amigos —añadió Paco.

—¿Cómo que los mantiene?

—¡Que los tiene amancebados! —dijo Patri.

—¡Joder!

Aquel día dormí como un bendito. Soñé que volvía a mi casa huyendo de alguien. Mi casa era una granja escuela. Mi madre vivía con gatos lilas, gatos naranjas, mi gata muerta y unos desconocidos que celebraban una verbena. Yo estaba cuidando de mi sobrino, que a veces era un muñequito del tamaño del pulgar y otras un niño de tres kilos y medio, pero tremendamente inteligente. Le daba conversación para que no se escapara, una conversación aguda, luego lo bañaba —qué torpe, casi se me ahoga—, le cambiaba los pañales y era el hijo que había tenido con ella.

Se lo devolvía a mi cuñada y me acercaba a la verbena: dos desconocidos hablaban junto a la puerta del corral. Hablaban de poesía. Uno era Adolfo Marsillach.

—Disculpen, ¿cuál es el primer nombre que han citado? —pregunté.

—No lo va a conocer: Ligeti.

Yo les relacioné a Ligeti y el serialismo con la poética de Ashbery, pero me di cuenta de que enumeraba tópicos para demostrar cuánto sabía y busqué el paraguas que ella me había prestado, para largarme.

El paraguas tiraba de mí. No podía controlarlo. La gente se reía creyendo que hacía el mimo y yo, con un arabesco aún más teatral para disimular, lo solté.

El paraguas salió disparado hacia las nubes y yo disparado en la otra dirección. Volando. Rápido, en un día radiante, encima de las nubes húmedas como hierba. Ir tan rápido era una manera de descansar. Veía las afueras de la ciudad, hincaba los hombros hacia delante para alcanzar más velocidad y esquivaba los cables de la luz.

Al día siguiente vi con Pablo y Richard unos capítulos de Retorno a Brideshead. Empezaba la Semana Santa.

Por la noche acompañé a Abraham al Mestizo, pero estaba quejicoso, serio. Se sentía atacado por cualquier tontería.

También estaba Teresa. Me dijo que Ricardo y María Jesús se habían ido a la playa para arreglar lo suyo.