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¿No lo ves? Tu alma es más gris
Residencia de Armando Lopategui
Plentzia (Vizcaya)
26 de marzo de 1991, a las 19:33
Salió del coche como si hubiera estado retenido una eternidad.
Buscando aire fresco y escapar de sí mismo se alejó murmurando vocablos de estéril interpretación. Como un autómata enfiló el sendero flanqueado por algunos ejemplares de Baccharis halimifolia, una especie invasora propia de otras latitudes que le hizo sentirse extranjero en su tierra. Ascendiendo a buen ritmo divisó la cima de la loma y, cuando apenas le quedaban unos pasos para llegar, sintió cómo le acariciaba la brisa que transportaba esa fragancia, ese aroma propio del Cantábrico, extraído de los acantilados que resisten al sempiterno azote marino. Atraído por tales incentivos, giró la cabeza buscando la línea del litoral. Desde allí la playa parecía un oso que dormía junto al mar y, de alguna forma, hizo que su colérico estado de ánimo se mitigara parcialmente.
Pero el día se estaba extinguiendo, como sus reservas energéticas, tras una jornada nada memorable, y era muy consciente de que el paso del tiempo no esconde ni suaviza los problemas.
No había tenido un buen vuelo de regreso. Se había visto obligado a discutir con una azafata con cara de nutria por la calidad de la comida que le habían servido; a aguantar el olor a pachuli que envolvía al hombre de negocios que ocupaba el asiento contiguo; a escuchar conversaciones ajenas y banales y a esperar por su maleta excediendo el limitado límite de su escasa paciencia. Sin embargo, el destino le reservaba lo peor en el aparcamiento de larga estancia de Barajas, que, como un arcano indescifrable, se había negado a desvelar el lugar en el que había estacionado cinco días antes.
Cuarenta y ocho minutos más tarde y con el pedal del acelerador de su Volvo 740 pegado a la alfombrilla para tratar de dejar atrás sus pensamientos, se entretuvo buscando el modo de exponer el asunto de los Balcanes a su mujer. Sin embargo, ni logró poner distancia con el asunto que dejaba en Bélgica, ni se acercó a la forma de abordar el dilema balcánico.
Todo ello le generó un malestar del que no lograba despojarse y que le hostigaba como la mirada de la Gioconda al incauto espectador.
Quizá todo fuera cuestión de cerrar los ojos.
Y cuando los abrió se encontró parado frente a su propia casa. Decididamente armado de cobardía empujó la puerta de entrada de la finca y caminó por el jardín como se camina cuando no se quiere llegar a ningún lugar: despacio. Los helechos seguían conquistando terreno al empedrado y el psicólogo quiso ver cierta analogía con la batalla que se libraba en su interior. El sonido de la llave al introducirse en la cerradura fue solapado por una profunda y prolongada inspiración nasal. La siguiente vez que respiró, ya dentro de la casa, identificó el aroma de un guiso encebollado. Dejándose guiar por el origen, se dirigió a la cocina.
Y allí estaba ella, con el pelo recogido, las manos manchadas y luciendo un trasnochado delantal con remozada elegancia.
Erika Eisemberg le dedicó una singular sonrisa que le supo como saben los besos de despedida en la estación: a muy poco. Así, el ruso se quedó varado en aquella bienvenida y no hubo ninguna palabra que pudiera emerger de las profundidades de su garganta. Naufragado en el reencuentro, su instinto le hizo mover las piernas para aferrarse a su cuerpo.
—Te he echado de menos —reconoció Erika, cálida y cándida.
Carapocha probó la tersura de su cuello dejándose guiar por los labios hasta que se encontró con los de ella.
Sabían a laurel y albahaca.
—Ya estoy aquí —anunció dubitativo, buscando que fuera ella quien lo corroborara.
—Estás temblando —observó ella, extrañada.
—¡Papá! —Escuchó a su espalda como campana al púgil que está a punto de ser noqueado. Pero lejos de estar a salvo, cuando se giró recibió un directo al corazón que le forzó a doblar las rodillas para quedar a la altura de su hija. Cada vez se parecía más a su madre. Tras unos instantes de indecisión, fue Erika la que tiró la toalla primero para arrojarse a los brazos de su padre inmediatamente después.
—Mi dulce princesa —repitió en un bucle que fue perdiendo intensidad hasta enmudecer.
Erika Eisemberg notó que se le humedecían los ojos y buscó parapeto en el camuflaje que le ofrecían los restos de cebolla cortada.
—¿No querías enseñarle algo a papá? —dijo ella.
—¿Tienes algo para mí?
—¡Sí! Está en mi habitación, corre, ven.
—Cenamos en un cuarto de hora —les advirtió la madre.
Armando Lopategui asintió antes de dejarse guiar, leporino, por la coleta de aquella niña de nueve años.
En los trabajos que le mostró ella del Día del Padre Ausente fagocitó con apuro el tiempo de espera. Y, una vez concluida la cena a base de estofado de gestos fugaces y regada por caldos de aparente trivialidad, Erika conminó a su hija a que fuera a leer a su habitación durante los minutos que le quedaban hasta la hora de dormir.
—Luego subo a darte un beso, princesa —dijo Carapocha entendiendo a la perfección las intenciones de su mujer.
La pequeña lo hizo sin rechistar, lo cual hizo pensar a su padre que aquella huida no era fruto de la obediencia.
Aún no se había perdido el sonido de sus pasos cuando ella decidió entrar en materia.
—¿Cómo ha ido? —quiso saber, como si nada.
El cambio de idioma al alemán no hizo sino corroborar las sospechas del psicólogo. Se acababan de desatar las hostilidades.
—No muy bien. El tipo ya estaba fuera de la cárcel antes de que yo aterrizara en Bruselas. Allí está ocurriendo algo que se me escapa de las manos —tergiversó mientras terminaba de apilar los platos en el fregadero.
—Armando, sabes muy bien que no te preguntaba por eso —percutió.
Vaya si lo sabía.
Se volvió buscando señales en el semblante de su mujer y se encontró con destellos oculares que eran reflejo de la inquietud y el miedo, o eso interpretó.
—Me refiero a las negociaciones con el Kremlin. Supongo que, tras los abrumadores resultados de la consulta, algunos habrán respirado.
—El «sí» al mantenimiento de la URSS no es más que una prórroga para ganar algo de tiempo. En Rusia, Yeltsin y su camarilla ávida de poder ya han tomado la decisión, y puedes estar segura de que Gorbachov no tiene los apoyos que necesita para garantizar la unión. Las vacas sagradas del PCUS ni dan leche ni son sagradas.
—¿Me vas a decir que Boldin, Baklánov o Varénnikov[3] van a consentir que todo se desmorone a pesar de tener el apoyo del pueblo?
—Nadie se va a quedar allí para pelear por los cascotes, todos correrán para sentar su culo en el asiento más mullido —repuso Carapocha—. Lo único que temo es que Kryuchkov[4] arrastre al ofendido de Dmitri Zárov[5] y saquen los tanques a la calle después de beberse el Volga. No quiero estar cerca si eso sucede.
—¿Y dónde quieres estar? —preguntó sentándose en una silla, preparándose para lo peor.
El psicólogo hizo lo propio y, tras frotarse la cara con ambas manos y mojarse los labios con lo que quedaba de vino, se dispuso a pronunciar el discurso que tanto había ensayado sin éxito en la carretera.
Notó que se le secaba el paladar.
—No puedo renunciar a lo que soy —introdujo—. Necesito seguir escarbando en la mente humana, pero alguien tiene que pagar las facturas.
—Suéltalo de una vez —le exigió ella en tono gélido.
—Me han ofrecido coordinar la formación del nuevo servicio de inteligencia serbio.
—Serbio —repitió ella en tono neutro, vacío—. Y sobre el terreno, claro.
—No hay otro modo, eso ya lo sabes.
—¿A partir de qué fecha?
—Después del verano. Parece que la Dirección de Seguridad del Estado quiere arrancar las malas hierbas del jardín antes de plantar flores. Yo aprovecharé para hacer un análisis de la situación actual. Estaré unos cuantos meses aquí, con vosotras —recalcó—, y los períodos que pase en Belgrado no serán de más de cuatro semanas.
Aquello pareció aplacar la tensión del rostro de Erika.
Pero solo lo pareció.
—Armando, toda la zona va a ser una carnicería. Tú mismo lo llevas advirtiendo desde hace meses. Te conozco y sé que no te vas a confinar en la habitación del hotel para que otros te cuenten lo que está pasando.
—Corro menos peligro entre serbios y croatas que en los pasillos de Lubyanka. Yeltsin pronto empezará a buscar aliados y no se va a conformar con ambigüedades. De Kryuchkov no hace falta que te diga nada, ¿no?
—¿Y nosotras?
—Eso es chantaje emocional —calificó el psicólogo.
—No. Es una pregunta directa. Quiero saber qué papel quieres que interpretemos nosotras. ¿Sabes que Erika se despierta muchas noches dando gritos y que cada día que pasa está más encerrada en sí misma? No. No lo sabes porque para eso hay que estar aquí. La jornada se me hace eterna, el tiempo parece no querer discurrir y no veo el momento de intercambiar algunas palabras con alguien más allá de la previsión metereológica. Ya casi ni salgo de casa para evitar tener que poner buena cara en la pescadería.
—Tienes que poner de tu parte, Erika, conocer gente interesante, entablar…
—¡Esta casa es mi Siberia! —gritó elevando los brazos—. Es mi maldita Siberia particular. ¡¿Tú no puedes renunciar a lo que eres?! ¿Y yo qué soy? O, mejor dicho, ¿qué era? Porque ahora soy una deportada sin fecha de condena. ¡¿Tú no puedes renunciar a lo que eres?! —repitió elevando el tono—. Pero yo sí. Yo sí tuve que renunciar a todo. ¿Y ahora qué soy? Respóndeme, ¿quién soy?
—Te recuerdo que tú quisiste que nos trasladáramos aquí.
—¡El lugar carecía y carece de importancia! Decidimos alejarnos de todo para estar más unidos pero pasas más tiempo buscando la forma de poner distancia que pensando en tu familia. Tengo que ser capaz de entender el motivo —suplicó.
Armando Lopategui no encontró nada en su saco de respuestas.
—Te necesitamos aquí —expuso con voz quebradiza—. Te necesito aquí —insistió alargando la mano sobre un mantel repleto de obstáculos, como su relación.
—Tienes que confiar en mí.
—No he dejado de hacerlo. Te lo he demostrado.
Carapocha posó la mirada en aquellos trémulos y delgados dedos ávidos de contacto. Al rozarlos experimentó una sensación monocorde, veraz. Tras reunir el coraje que necesitaba para enfrentarse de nuevo con sus ojos asintió con un gesto casi imperceptible.
El azul intenso se había tornado en un gris premonitorio; aún así, supo trasmitirle la dosis de esperanza que tanto anhelaba.
—Voy a acostar a Erika —anunció adornándose con una sonrisa pasajera—. Cuando baje seguimos hablando.
—No. Hoy no hablamos más. Te espero arriba —le espetó ella sin matices lúbricos.
Subía las escaleras con renovado vigor, pero con cada peldaño que pisaba, el crujido de la madera provocó que se fuera resquebrajando. Antes de llamar a la puerta, trató de poner la mente en blanco.
—¡Ah del castillo, princesa! —se presentó en español modulando un tono grave.
—Adelante caballero, el portón está abierto —respondió en el mismo idioma con notables reminiscencias del áspero dejo alemán.
Erika estaba sentada en la cama con las piernas entrecruzadas y un libro en el regazo.
—Tu castellano suena cada vez mejor —observó.
—Patxi es muy simpático con nosotras.
—El profesor Martínez —le corrigió con delicadeza—. Dime, ¿qué lees? —quiso saber sentándose en el borde de la cama.
—Tirante el Blanco, pero me gusta más nuestro cuento.
Carapocha le acarició el cabello, desprendiendo de él un olor a lavanda que le invitó a recortar el espacio que lo separaba de ella.
—¿Y sabes por qué te gusta más?
Erika negó con la cabeza.
—Porque es nuestro —le susurró como si le desvelara un secreto.
Ella asintió satisfecha pero, inesperadamente, acorazó el semblante.
—Os he oído discutir. No me gusta cuando discutís ¿Estáis enfadados?
—No, pero a veces, los mayores no sabemos comunicarnos de otro modo.
—Yo no voy a discutir nunca —aseguró fijando su atención las estrellas que tenía pintadas en el techo.
—Eso es una quimera, princesa.
—¿Y eso qué es?
—Un sueño imposible —definió él.
—Pero, papá, tú siempre has dicho que los sueños son sueños porque siempre pueden cumplirse.
De aquella situación le pareció todavía más complicado salir airoso que de la que tenía pendiente en el piso inferior.
—Hablando de sueños; me ha dicho mamá que últimamente tienes pesadillas. ¿Con qué sueñas?
Erika se encogió de hombros y prolongó el labio inferior.
—¿No recuerdas nada? —le preguntó mientras la arropaba.
—A veces.
—Desembucha.
—No entiendo «desembucha».
—Como ausspiesen —tradujo al alemán.
Erika volvió a desviar la mirada, esta vez al pequeño cofre de plata que tenía sobre su mesilla.
—Los hombres malos. —El psicólogo declinó intervenir—. Hombres malos como los que tú persigues. Ahora me persiguen a mí, pero cuando sea mayor yo los pillaré a ellos, como tú. Porque siempre hay un caballero que salva a la princesa, ¿a que sí?
Carapocha se mordió los carrillos por dentro.
—Qué pasa, ¿papá?
—Claro que sí —corroboró firme y convencido—. Siempre habrá un caballero para salvar a una princesa en apuros.
Erika frunció la boca, como si no estuviera del todo satisfecha con la respuesta.
—Entonces…, ¿siempre habrá un malo que quiera hacer daño a la princesa? —se cuestionó.
Él le acarició la cara y se inclinó para besarla en la mejilla. Se incorporó y se encaminó hacia la puerta con un nudo en el estómago.
—Es hora de dormir.
—¿Papá? —insistió.
El ruso pasó la mano por su pelo de color blanco nuclear perfectamente cortado a cepillo y, sospechando que su tez se hubiera tornado macilenta, no quiso girarse para contestar.
—El problema no es que existan hombres malos, princesa, el problema radica en identificarlos; en destaparlos.
Le reconfortaba sentir el agua fría en la cara.
Erika Eisemberg se enfrentó con esa imagen atribulada que le devolvía el espejo y en la que cada vez le costaba más reconocerse. Volvió a enjugarse el rostro como queriendo borrar algún rasgo incómodo, delator.
Había intuido que con la caída del muro se sucederían los cambios y se había preparado mentalmente para asumir tales vaivenes, pero pasar de ocupar un puesto en la Administración Central de Coordinación de la Stasi en la cuarta planta de Normannenstrasse a la desocupación total en Siberia había debilitado sus cimientos. Notaba que, al igual que sucedía con el régimen por el que tanto habían luchado, toda su estructura estaba a punto de venirse abajo. Esa no era la vida por la que había peleado en sus años de juventud, pero cada vez que hacía un ejercicio de análisis no encontraba más culpables que ella misma. No obstante, su jurado todavía estaba debatiendo y Erika no era de ese tipo de personas que fuera a sentarse en el banquillo de los acusados esperando pacientemente a escuchar la sentencia del juez.
El sonido de la puerta de la habitación le sacó del trance.
En algún momento le expondría a Armando su sentir, pero decidió posponerlo tras cortocircuito que inutilizó sus conexiones cerebrales.
Ya solo funcionaban las del corazón.
Habían pasado tres semanas y un día desde la última vez que se habían acostado, tres semanas y un día más de lo que estaba dispuesta a aguantar. Porque con aquel hombre huesudo de ojos saltones y sonrisa maleva se entendía mejor en la cama que fuera, donde las palabras son superfluas y solo habla la piel, donde las mentiras no tienen cabida y los jadeos son verdades irrefutables.
Cuando salió del cuarto de baño desnuda, a él solo le había dado tiempo a descalzase sentando en la esquina de la cama de dos por dos. Erika estaba complacida por la inmediata parálisis de su pareja y se recreó en aquella estatua de sal que permanecía inmóvil, notando cómo recorría su cuerpo sibilinamente, advirtiendo cómo se detenía en sus pechos hasta confrontar una mirada que gritaba en silencio: «Ven, fóllame».
Y eso hizo.
Lo despojó de pantalones y calzoncillos en un único movimiento que culminó sentándose con las piernas abiertas sobre sus rodillas. Sin perder el contacto visual, Erika le agarró el miembro ya erecto con las manos y lo sacudió enérgicamente, como si quisiera castigarlo. Así arrancó su primer quejido. De la misma forma hizo que gimiera una segunda vez, y la tercera; hasta que notó que la polla se endurecía demasiado y paró en seco.
—Si te corres, te mato —le advirtió susurrándole al oído.
Él trató de agarrase a sus senos pero Erika no se lo permitió y empujándole con ambas manos sobre el pecho, hizo que se tumbara sobre una colcha blanca que hacía juego con su camisa. Necesitaba sentirlo dentro y no quiso esperar ni un solo segundo más. Se sabía excitada; se sabía necesitada; se sabía ávida de sexo; se sabía dominadora de la situación.
—Si te corres, te mato —le repitió.
Lo montó despacio, con la clara intención de hacerle sufrir, sin consentirle otro contacto, sin autorizarle a otra cosa distinta que no fuera proporcionarle placer. Él presentaba signos evidentes de temor en el rostro, dejando patente que no estaba muy seguro de ser capaz de contener el orgasmo en el siguiente movimiento. Afortunadamente, la señal no tardó mucho en llegar. Ese gesto casi imperceptible que el ruso sabía interpretar a la perfección.
Erika se mordió el labio inferior y reclinó la cabeza. Él supo aprovechar la enajenación de su captora para revelarse con decisión y se incorporó introduciéndose un pezón en la boca mientras sentía que su respiración se hacía más intensa y entrecortada. Ella se aferró con ambos brazos a su cuello y se apretó contra él justo antes de que el orgasmo se apoderara de su consciencia e inconsciencia.
Cuando notó que sus músculos se relajaban Carapocha se giró contra todo pronóstico para colocarse encima, como si todo hubiera formado parte de una planificada estrategia en la que los últimos movimientos deciden la partida.
Bruscos, enconados, agitados.
Carentes de ritmo.
Exentos de interpretación alguna.
Definitivos y concluyentes.
La localizó a tientas porque sabía muy bien dónde hallarla; no en vano, siempre que hacía una incursión nocturna la colocaba exactamente en el mismo lugar; accesible. Enfocó hacia el suelo y la encendió. La linterna apenas tenía potencia, pero era más que suficiente para alumbrar sus propósitos conociendo el camino a la perfección.
Porque aquella noche no era la primera vez ni sería la última.
Las nubes tapaban una apocada luna en cuarto creciente que ni siquiera mostraba intenciones de proporcionar algo de luz.
Ni falta que hacía.
El riesgo a ser descubierta no la amedrentó lo más mínimo. Además, sabía que tras la tempestad siempre llegaba la calma y en el dormitorio de sus padres ya había cesado la tormenta amorosa y reinaba el sosiego.
Erika agarró el pomo metálico de la puerta con la mano izquierda; estaba frío, como el suelo bajo sus pies descalzos. Sin hacer ningún ruido, avanzó muy despacio con la espalda pegada a la pared, pisando donde la tarima protestaba menos.
Pasos cortos y decididos.
Respiración controlada.
El objetivo se encontraba al final del pasillo, en el despacho de su padre. Los latidos se hicieron más intensos cuando apenas le faltaban un par de metros para llegar, pero esa niña estaba acostumbrada a mitigar y dominar las emociones. Retuvo el aire en sus pulmones en el instante en que se enfrentó con la última de las dificultades: el chasquido que emitía el muelle del pestillo al liberarse de la cerradura. Aguzó el oído pero tan solo recogió el retumbar de su corazón contra el pecho y el sonido exterior de las ramas zarandeadas por el viento.
Entró.
Con la memoria como lazarillo podría desplazarse con los ojos cerrados en la reducida estancia, tapizada por cientos de ejemplares de toda clase y condición, todos desordenadamente ordenados. Pero no era un libro lo que buscaba, lo que necesitaba encontrar.
Era ese cuaderno de tapas negras.
Ese que encerraba secretos cobijados por una simple goma elástica.
Esas páginas blancas sobre las que su padre escribía de puño y letra anotaciones sobre los hombres malos que perseguía.
Y como esperaba, lo halló en el primer cajón del escritorio. Y como habitualmente hacía, lo abrió por la mitad buscando los apuntes más recientes. Los últimos que recordaba databan de enero de aquel año y eran relativos a la detención de Peter Sutcliffe, al que se conocía como «El destripador de Yorkshire». Ese caso y los anteriores se los sabía de memoria; ella buscaba algo nuevo.
Y lo encontró cuando leyó el nombre de Marc Dutroux.
—Marc Dutroux, —pronunció Erika—. Marc Dutroux —memorizó.