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¿No lo ves? Tu carne es más pálida
Hotel Les Gîtes Du Pays
Charleroi (Bélgica)
26 de marzo de 1991, a las 8:45
Tiraba de la maleta como si remolcara el peso de su conciencia.
En realidad cargaba con los kilos de resaca que le dejó la cerveza belga y la falta de horas de descanso; arrastraba las ganas de largarse de aquella ciudad tapizada en gris ceniza y perpetua humedad. También le lastraba el desequilibrio entre el estómago y el cerebro, uno vacío frente al otro abarrotado de oscuras sensaciones.
Sin levantar la mirada, avanzó por el hall en dirección a la salida por el punto más alejado respecto a la adusta recepción del hotel. No quería tener que dar más explicaciones sobre lo sucedido la noche anterior.
—¿Tanta prisa tienes? —Escuchó decir en francés con marcado acento valón.
Carapocha se giró despacio aunque sabía perfectamente que se iba a encontrar con los ojos tristes y la mueca circunspecta del bueno de Aarjen.
—Tanta como ganas de volver a tu maravilloso país —le respondió en su idioma—. Llevo tres semanas y un día fuera de casa.
—No tienes muy buen aspecto, estás pálido.
—Por supuesto. Resulta que en este maldito agujero en el que vives el sol pasa de largo, como el tren de los hombres justos por la estación del infierno.
El ayudante del fiscal de Hainaut encajó el primer golpe protegido por su coraza forjada en paciencia y endurecida en mansedumbre.
—Armando, recibí el informe a última hora de la tarde. Déjame que te lleve al aeropuerto, necesito…
—Todo lo que tengo que decir lo tienes escrito en esas veintiocho hojas —le interrumpió levantando la palma de la mano—. No me pidas que ahora te las recite, que mi francés es muy limitado y ya he tenido conversación suficiente con ese hijo de mil putas al que estáis pensando poner en la calle.
—Precisamente por ello tenemos que tratar de evitarlo y este informe…, este informe no nos va a ayudar demasiado.
—Pero es lo que quería tu jefe, ¡¿no?! —respondió alterado—. ¿Cómo dijo exactamente ese jodido «tragaleches»? Carente de interpretaciones. ¡Eso es! Carente de innecesarias interpretaciones —precisó—. Tu jefe insistió en que me ahorrara los juicios de valor y las percepciones personales.
—Armando, te lo ruego. Permíteme que te lleve al aeropuerto. Concédeme esos minutos, por los viejos tiempos.
—Los viejos tiempos…, lo que daría yo por volver a los viejos tiempos.
Carapocha empujó la puerta con notable irritación y salió al exterior. Al igual que los días precedentes, las fuertes ráfagas de viento encerraban una lluvia fría de la que no era posible escapar. Sin cerrar los ojos, el todavía agente soviético ofreció al agua su marcado rostro e inspiró de forma prolongada. Espero unos segundos antes de decir:
—Yo conduzco.
No volvieron a intercambiar palabra hasta que Aarjen de Bruyn constató que los músculos de su cara volvían a conformar un semblante menos crispado; una expresión engañosa y efímera como es la tranquilidad en el ojo del huracán.
El ayudante del fiscal de Hainaut había acudido al psicólogo criminalista en cuanto olfateó el rancio aroma que emanaba del caso de Marc Dutroux. Se conocían desde que viajó junto a su mujer al Berlín de principios de los ochenta. Su procedencia occidental y su cargo dentro de la administración de justicia belga despertaron la curiosidad de la Stassi. En Normannenstrasse encargaron la investigación a un ruso asignado por la KGB para el adiestramiento de nuevos agentes del servicio secreto de la RDA. Tras certificar que el matrimonio no representaba ninguna amenaza, Armando Lopategui mantuvo interesantes conversaciones con el marido sobre los procesos de investigación que se realizaban al otro lado del muro. Charlas de barra de bar en las que fue profundizando insistentemente en casos de asesinos en serie. Sin saber muy bien cómo ni por qué, surgió un vínculo entre ambos que siguieron alimentando con los años y que había cristalizado en una mutua colaboración.
Cinco semanas antes, el fiscal de Hainaut había puesto sobre la mesa de su ayudante el caso de un hombre cargado de antecedentes penales, que había sido juzgado y condenado a trece años y medio por la violación de cinco menores junto a su mujer, Michelle Martin. No había cumplido ni dos, y su abogado ya había solicitado la libertad condicional aduciendo buen comportamiento. Inconcebible.
Aquello no se ajustaba a las normas del juego y su instinto le empujó a recurrir a la persona que más y mejor conocía el funcionamiento de la mente criminal.
—¿Cómo van las cosas en casa? —preguntó sucinto Aarjen—. ¿Ya os habéis habituado al cambio de vida?
Carapocha se apretó los lacrimales con el índice y el pulgar de la mano que no sujetaba el volante.
—No. Esa es la respuesta. Erika está obsesionada con dejar la casa de Plentzia más vistosa que el Hermitage. He de reconocer que yo tampoco se lo pongo demasiado fácil y el escaso tiempo que paso en casa evito tanto tocar un martillo como la cabeza de un tiñoso.
—¿Y estás viajando por asuntos oficiales o extraoficiales?
—El problema no es el presente, es la pesarosa herencia del pasado y la paupérrima proyección del futuro. A Erika no le gusta vivir sola y ya te conté que, desde que el de la mancha en la cabeza decidiera dinamitar lo que otros construimos mucho antes de que él fuera un espermatozoide en las campesinas pelotas de su padre —cogió aire para poder proseguir—, veo más los muros del Kremlin que los de mi casa. El referéndum del día 17 no ha sido más que un absurdo vodevil de mal gusto; una mofa innecesaria para el pueblo soviético; una pantomima dirigida por un director sin batuta e interpretada por una orquesta sin instrumentos. Pronto el Pacto de Varsovia no será más que papel mojado y puedes estar seguro de que la URSS no verá nacer un nuevo año.
—Eso no es lo que dice la prensa.
—Lo que os llega a vosotros en Occidente no se puede calificar como tal. Son panfletos dictados por la OTAN con el único propósito de alimentar el miedo al demonio rojo. Un superhéroe carece de sentido sin su supervillano, letrado, ya deberías saberlo.
—Te noto irritado —observó el belga.
—Siempre fuiste un gran observador —apuntó irónicamente—. Nací irritado, lo cual no significa que todo lo que ocurre a mi alrededor me cause enfado, ¿comprendes?
—En absoluto.
—Te lo explicaré como quisiera que lo entendieras. Verás, amigo, cuando desaparezca la URSS se encontrarán con un gran problema: ¿qué hacer con el muerto? Algunos lo llorarán, pero la mayoría se olvidará de que mamá los amamantó, los educó, los protegió e incluso los amó. El ser humano está obsesionado con acariciar el cielo con las yemas de los dedos, pero al final siempre termina lamiendo las cicatrices del infierno. Mierda de especie. No estamos preparados para administrar el dolor a largo plazo; así, tratamos de trocear los malos recuerdos para dárselos de comer a los puercos. Y, hablando de cerdos, le he dicho al borracho que, si sabe contar, cuente las botellas de vodka que se bebe a diario, pero que no cuente conmigo. Se avecinan días de tormenta en Rusia. La única buena noticia es que la nueva FSK está a punto de salir del horno y pronto me dejarán en paz.
—¿Y la mala?
—La mala es que a Erika no le he contado que tendré que viajar a Belgrado en cuanto estalle el conflicto bélico y eso sucederá en semanas o, como mucho, en meses.
—¿Ya lo dais por irrefrenable?
—Que nosotros lo demos por irrefrenable —parafraseó parodiando la cómica pronunciación francesa de la palabra— o no es absolutamente intrascendente. El problema es que los serbios y los croatas tienen muchas deudas que saldar y están convencidos de que este es el momento. Los políticos que los desgobiernan ya han tomado la decisión y los medios de comunicación, abyectos y capciosos —calificó con acerbo—, se muestran en su máximo esplendor, afilando los cuchillos. La misma mierda de siempre. Puedes estar seguro de que los Balcanes volverán a ser el avispero de Europa. Pero como no contamos con recursos, según el ilustre reformador de la patria, ayudaremos a nuestros hermanos eslavos del sur del mismo modo que lo hicimos con nuestros primos del oeste: montando su servicio secreto. ¡¿Y adivina en quién han pensado para la tarea?! —planteó forzando una mueca de felicidad suprema.
—¿No puedes negarte?
—Habida cuenta de la alternativa que me ofrecen, no.
Aarjen de Bruyn obvió la pregunta esperando la respuesta.
—Ocupar un cargo en la nueva FSK. En Moscú, claro. Eso terminaría de matar a Erika.
—¿Y tu pequeña?
—Erika está bien, pero ya empieza a darse cuenta de que la distancia entre sus padres es cada vez mayor. Es una niña muy despierta, y no hablo desde mi púlpito de padre; padre ausente, sí, pero padre igualmente —se comentó a sí mismo—. Lo digo porque no deja de sorprenderme con sus comentarios y observaciones.
—¿Como cuáles?
—Otro día —le cortó Carapocha—. Supongo que no me habrás obligado a que conduzca tu coche hasta el aeropuerto para charlar sobre mi familia, ¿verdad?
Aarjen trató de tragar bilis pero no lo logró.
—Armando, deja de tratarme como si fuera imbécil. Solo trataba de ser amable contigo, pero si no quieres que hablemos solo tienes que decírmelo y mantendré la boca cerrada hasta que te bajes de mi coche.
El psicólogo se volvió para taladrarle con sus saltones ojos de color gris acero.
—Discúlpame. Tienes razón —reconoció el ruso agarrándole por el hombro.
—Disculpas aceptadas, pero vuelve a agarrar el volante antes de que terminemos en la cuneta.
—No creo que a la velocidad máxima que desarrolla este pusilánime motor francés nos fuera a ocurrir ningún percance que no se solucionara con dos tiritas.
—Mi sueldo no da para más y para lo que lo necesito es más que suficiente —se justificó el ayudante del fiscal.
El ruso apretó el acelerador del Citroën GS Pallas de color beis funcionario.
—Dispara —le incitó el psicólogo.
—Cuando este informe llegue a las manos del fiscal general, Simón Philtjens, va a aceptar las alegaciones que ha presentado el abogado de Dutroux. No soy un entendido en psicología pero tus conclusiones chocan frontalmente con todo lo que me contaste hace tres noches.
—Te repito que me he limitado a seguir las recomendaciones de…, ¿cómo coño se llama el «tragaleches» de tu jefe? —preguntó a pesar de que ya tenía el nombre tatuado en la memoria.
—Jaan Verbruggen.
Carapocha se quedó un rato pensando hasta que chasqueó la lengua.
—Con ese apellido de marca de mostaza no me sale ninguna rima. Tras las dieciséis horas de evaluación psicológica con ese bestia de Marc Dutroux, Verbruggen tiene mis conclusiones objetivas —recalcó sílaba por sílaba con inquina—. Me pidió asepsia y asepsia le he dado.
Aarjen se aclaró la garganta.
—«El sujeto es consciente en todo momento del grave perjuicio causado a las víctimas y a sus familias. Muestra arrepentimiento y dolor por las consecuencias de sus actos» —leyó—. ¿Qué mierda significa esto, Armando?
—Precisamente lo que significa. Que sabe muy bien que violando niñas provoca un daño indeleble y que condena a sus víctimas a vivir una pesadilla continua. Por ello, se muestra —enfatizó— muy arrepentido.
—Se muestra.
—Así es. Para un bastardo de primera categoría como lo es Marc Dutroux, fingir emociones es parte de su adiestramiento; a pesar de que no sienta absolutamente nada antes, durante, ni después de cometer esos actos. Porque un sociópata no está capacitado para empatizar con el dolor ajeno, aunque sí pueda saborear el sufrimiento que genera. ¿Entiendes el matiz? Ayer, cuando le detallé los daños vaginales que presentaban algunas de sus víctimas, le vi tragar saliva. De gozo —aclaró—. Sus pupilas se dilataron rememorando aquellas sensaciones; sus glándulas salivales se pusieron a funcionar a pleno rendimiento paladeando el sabor de la dominación. Le faltó relamerse al hijo de puta. Pocas décimas de segundo después estaba interpretando el papel de cordero penitente por haber masticado sin permiso unos pocos brotes frescos de hierba. Ese malnacido ya es un adicto, y no tardará en seguir delinquiendo en cuanto le abráis las puertas de la celda.
El ayudante del fiscal empezó a pasar páginas del informe frenéticamente.
—¿En qué página has escrito eso, Armando? —preguntó alterado aun sabiendo que no lo había reflejado en él—. Porque…, por más que lo busco no lo encuentro. ¡¿Dónde demonios lo has escrito?!
—En ningún sitio.
—¿Puedo saber por qué? O, mejor dicho, ¡¿puedes explicarme los motivos por los que no has querido dejar constancia de ello?!
—Porque no puedo demostrarlo.
—Armando, te encargué una evaluación con el objeto de que me ayudara a posponer el proceso sine die[1], y resulta que me entregas un informe que es, mutatis mudandis[2], una petición de indulto.
—¡¿Mutatis mudanqué?! ¡Mira que me repugnan las expresiones en latín! Por favor, ahórratelas conmigo.
—Me has entendido perfectamente —aseveró el funcionario algo ofendido.
—Es solo la opinión subjetiva de alguien que está aquí de paso, que carece de credibilidad ante las personas a quienes va dirigido el informe y que no tiene ni putas ganas de luchar contra la burocracia belga. Esos «come mierda» no quieren que Marc Dutroux esté entre rejas y ¿sabes qué?
—No, no sé qué.
—Deberías preguntarte por qué.
Aarjen de Bruyn relinchó con ferocidad, manchando copiosamente el salpicadero de saliva.
—Ese idioma en el que murmuras no lo conozco —comentó Carapocha.
—Es flamenco, herencia de mi abuela por parte de padre —desveló—. ¿Qué me estás queriendo decir? Mi fuerte nunca fueron los acertijos ni los juegos de detectives.
—Lo que quiero decirte es que si escarbas en mierda, aunque esté seca, terminarás por ensuciarte las uñas. Y ese olor no se quita.
El belga soltó una risa nerviosa y buscó una postura imposible en su asiento tratando de acomodar su solivianto.
—¿Te has preguntado cómo es posible que en tan poco tiempo alguien pase de gigoló de saldo a terrateniente de postín y consiga un flujo de ingresos que para sí lo quisiera el ayudante del fiscal de Hainaut?
—Tráfico de drogas y contrabando de vehículos usados —respondió Aarjen.
—No me jodas, letrado. Marc Dutroux no pasa de camello de barrio y de robacoches como este. Te puedo asegurar que, por muy cara que le venda su marihuana a los ejecutivos de Bruselas no hay forma de comprar cinco casas en ocho años, y por muchos coches que consiga sacar a Checoslovaquia y Hungría, no alimenta esas tres cuentas corrientes. ¿Me vas a decir que no habéis investigado la procedencia de esos fondos?
—Yo investigo lo que me ordenan investigar, tengo más trabajo del que…
—Tranquilo. No sufras por ello porque este ruso te asegura que no te van a pedir que lo investigues —le cortó—. Amigo mío: no tengo pruebas para formular una acusación contra nadie, pero sí tengo argumentos para pensar que el tipo con el que me he entrevistado tres veces y que tanto ha llorado en la sala de interrogatorios, no es más que un peligroso pederasta de mierda manejado por terceros. Al margen de su ya mencionada y desproporcionada calidad de vida, hay otros asuntos difíciles de encajar.
El ayudante del fiscal empezó a notar que le faltaba el aire y buscó la manivela para bajar la ventanilla. Transcurridos unos segundos lo miró fijamente sabiendo que lo que iba a escuchar a continuación no querría escucharlo.
Lo que no podía saber era que, años más tarde, le costaría la vida.
—Su abogado defensor pertenece a uno de los mejores bufetes de la capital, y puedes estar seguro de que, aunque pudiera pagar sus emolumentos, esos «masticapapeles» jamás se mancharían las manos defendiendo a un tipo así si no les viniera el encargo desde otras instancias; igual de repugnantes pero más encorbatadas —añadió—. No soy un experto en el sistema penal belga, pero…, ¿qué precedentes conoces de condenados a más de diez años de prisión que pidan la condicional por buen comportamiento con menos de dos cumplidos y cuya solicitud no hayáis enterrado en el fondo de un cajón?
—Ninguno —respondió mecánicamente.
—Exacto. ¿Y la teoría de la manipulación de su mujer? ¿Cómo se llama esa desgraciada?
—Michelle Martin, y es su segunda esposa.
—Eso. ¡Resulta que esa pobre sufridora es la instigadora de los crímenes de su marido! ¡Instigadora! —gritó—. ¿Has hablado alguna vez con ella?
—No.
—¡Por supuesto que no, letrado! A mí tampoco me lo permitieron. Pero si lees su declaración, aduce que actuó bajo las amenazas de Dutroux y que la ha maltratado desde el primer día que compartieron techo. ¿Sabías que su primera esposa tiembla solo con escuchar su nombre? También se negó a hablar conmigo.
—No me lo trago —apuntó el belga.
—Dijo la dama tras la fellatio —completó el ruso—. Ni tú ni nadie con dos dedos de frente. Sin embargo, durante la conversación telefónica que mantuve ayer con tu jefe me recordó el asunto con vehemencia a modo de atenuante. Atenuante —repitió para sí.
—Me estás empezando a poner muy nervioso.
—Entonces, aflójate el cinturón antes de escuchar esto. Desde el año 1972 en Rusia investigamos, o mejor dicho —corrigió— investigan, una red europea de trata de blancas que mueve más de cien mil personas y que principalmente se nutre con menores del este de Europa para alimentar las braguetas sedientas de los linajes más puros de este viejo y depravado continente. Te hablo de las esferas más altas de la sociedad; de los que han creado la ilusión del capitalismo y os lo administran en pequeñas dosis; de los que os representan por obra y gracia de vuestra absurda «albocracia»; de los que se sientan en tronos; de los que visten hábito y sotana. ¡Brindemos por el hombre de hoy y por lo bien que habita el mundo! —Teatralizó—. Brindemos por esos que se esconden detrás de billetes y monedas, de sus cargos políticos, de sus coronas y sus crucifijos. «¡Dejad que los niños se acerquen a mí!» —citó alterado.
—¡Por Dios, Armando, por Dios! —protestó Arjeen.
—Precisamente, amigo mío, precisamente.
Durante unos kilómetros cesó el intercambio de palabras. El ayudante del fiscal meneaba la cabeza como si quisiera expulsar los pensamientos que estaba fabricando. Carapocha dejó que su acompañante se pusiera el chaleco antibalas antes de vaciar el último cargador. El agente ruso avisó de que iba a apretar el gatillo con un fuerte sonido gutural.
—Te hablo de una red que mueve muchísimo más dinero que el negocio de la droga, una red bastante más peligrosa que cualquier otra asociación de criminales, una red con tanto poder que podría derrocar gobiernos enteros. Pero una red que, desde hace unos años, ve peligrar su suministro de carne fresca gracias a los éxitos policiales que nunca reconoceremos a este lado del telón de acero.
El psicólogo esperó a que su acompañante digiriera sus palabras.
—Y me vas a permitir que te de un consejo. Olvida todo lo que te he dicho. Nunca podrás probar nada. ¿Me oyes? ¡Nunca! Solo conseguirás poner en riesgo tu vida y la de los tuyos. Como te vean hurgando en su basura te van a enterrar en su maldito estercolero. Así que vas a hacer lo siguiente: vas a coger ese informe firmado por mí y, con tu mejor sonrisa, se lo vas a entregar a Jaan Verbruggen para que él lo envuelva en papel de regalo para Simón Philtjens y este, a su vez, le ponga el lazo para obsequiárselo al «comemierda» que corresponda en la cadena de mando. O mucho me equivoco, o creo que no podrás hacer nada para impedir que ese pederasta salga en menos de un año. Esto solo ha sido una representación para que ellos puedan cubrirse las espaldas.
—Ellos —pensó en voz alta.
—Es posible que Marc Dutroux desaparezca para siempre y jamás vuelvas a tener noticias suyas, o puede que sus pútridos restos aparezcan dentro de algunos años; quién sabe. Los peones son fácilmente reemplazables. Olvídate de toda esta mierda, letrado, olvídate —concluyó de forma reiterada el criminalista.
Aarjen de Bruyn yacía moribundo en su asiento, tiroteado en sus convicciones más profundas, malherido en sus propios dogmas. Acribillado.
Faltando ocho kilómetros para llegar al aeropuerto Internacional de Bruselas, resucitó con una única pregunta.
—Entonces, si no te he entendido mal, lo que me quieres decir es que si Dutroux sale de la cárcel y vuelve a violar a alguna niña…, me olvide del asunto.
—No. No podrías aunque quisieras, pero si sucede, será imprescindible que aprendas a convivir con ello. Imprescindible como el cuco en un reloj de cuco —subrayó.
La despedida fue más bien fría, en coherencia con la luz que bañaba la terminal de salidas. Tras el abrazo, el ayudante del fiscal se quedó plantado frente a Carapocha luciendo esa mueca de «no entiendo una mierda» que tienen los alumnos de universidad durante los primeros días de clase.
—No entiendo una mierda —pronunció.
—¿Qué es lo que no entiendes?
—A ti —le identificó señalándolo con el índice—. Me pides, no, me exhortas, que me olvide de todo, que borre tus palabras de mi cabeza porque nada puede hacerse pero ayer, tú…
—Estaba borracho como un ruso borracho y aquel tipo, además de ser un gabacho asqueroso me buscó las vueltas.
—Una mierda. Esta mañana este estúpido funcionario ha hablado con el recepcionista del turno de noche y me ha contado lo que sucedió con todo lujo de detalles. Llegaste bebido, sí, pero cuando te cruzaste con ese padre y su hija en la recepción, cogidos de la mano —especificó—, creíste que era uno de esos ejecutivos que había contratado los servicios de una menor. Por eso te abalanzaste sobre él sin mediar palabra; por eso le diste esa paliza. Esa forma de actuar no corresponde con la de alguien que olvida —sentenció.
El ruso esbozó su peculiar sonrisa, esa que era todo menos amable, esa que su colmillo sabía aprovechar para asomarse elocuente por la comisura de los labios.
—Tienes razón.
—¿Sí?
—Sí. No entiendes una mierda.
Y dándole una amistosa palmada en el hombro se perdió entre el resto de viajeros.
Ya en la zona de embarque, Armando Lopategui comprobó que aún disponía de tiempo. Miró en derredor y buscó un lugar alejado del bullicio que estaba originando un numeroso grupo de estudiantes que revoloteaban nerviosos al ritmo que marcaban sus hormonas. Se sentó en un banco metálico que estaba libre al lado del mostrador de una compañía aérea con poca demanda de público, metió la mano en una cremallera interior de la maleta y sacó su oscuro cuaderno de bitácora. Quitó la goma y buscó la primera página abierta, justo detrás de las conclusiones del caso ya resuelto de Peter Sutcliffe. Anotó la fecha y el nombre de Marc Dutroux como encabezamiento y se puso a escribir. Las palabras fluían como si alguien se las estuviera recitando al oído y él se limitara a transcribirlo, porque, en realidad, la película casi siempre se ajustaba al guión.
Solo había que saber identificar a los actores.
Cuando terminó de redactar todo lo que tenía en la cabeza hizo una raya horizontal y escribió las letras que conformaban los nombres de Jaan Verbruggen y Simón Philtjens, las remarcó una a una con cierto enojo y los subrayó con total animadversión antes de anotar en mayúsculas:
INVESTIGAR.