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Quien está acostumbrado a bregar con una clase de treinta alumnos ha aprendido a mirar con rapidez. Un joven, dos viejos, dos hombres de mi edad. A la mujer, que estaba algo apartada, con el rostro como el de un mascarón de proa, no podía definirla; quizá fuera esta primera impresión la mejor: un mascarón de proa. Hacía señas en dirección al pequeño bote que nos llevaría al barco mayor anclado más lejos en el río. Aún era temprano; una ligera niebla, el barco una forma negra, como cubierta de crespones. Lo que más me llamó la atención fue la seriedad del muchacho: sus dos ojos como cañones de fusil. Conozco este tipo de ojos, pueden verse en la meseta española. Son ojos que pueden mirar a la lejanía, a la blanca luz del sol. Por el momento nadie hablaba. Inmediatamente supimos que formábamos parte los unos de los otros. Mis sueños se han parecido siempre de un modo desagradable a la vida, como si yo mismo no pudiera inventarme nada cuando duermo; pero ahora era al contrario, ahora mi vida se parecía finalmente a un sueño. Los sueños son sistemas cerrados dentro de los cuales todo casa. Miraba la ridícula estatua de Cristo que se alzaba en la orilla sur: los brazos abiertos de par en par, preparado para saltar. «Preparado para saltar», había dicho ella. Ahora que volvía a ver la estatua supe de repente de qué habíamos hablado aquella noche a la orilla del agua. Me había querido explicar todo: cerebros, células, los impulsos, el tronco, la corteza, toda esa refinada carnicería que, según dicen, gobierna y dirige nuestra conducta, y le dije que tenía una aversión sanguinaria a palabras como «materia gris»; que las células me hacían pensar en la clandestinidad, y que había dado de comer regularmente a Murciélago un flan lleno de venillas sangrientas; en resumen, había dejado claro que para mi línea de pensamientos no era esencial saber en qué tipo de esponjosas cavernas ocurría esto exactamente. A ello me había respondido que yo era mucho peor que un hombre medieval, que el cuchillo de Vesalio había liberado —hace ya algunos siglos— a pobretones espirituales como yo de su cerrado cuerpo, y luego, naturalmente, yo había replicado que todos sus afiladísimos cuchillos y rayos láser nunca habían encontrado el reino oculto del recuerdo, y que Mnemosina para mí era muchísimo más real que la idea de que todos mis recuerdos —también los recuerdos que tendría luego, alguna vez, de ella— debían ahorrarse en una hucha de materia esponjosa y considerablemente babosa, de color gris, beige o crema; después ella me había besado y yo había farfullado aún algo contra esos labios compulsivos, escrutantes y gozosos, pero ella simplemente me había cerrado la boca —esta eterna fanfarrona— con un mordisco, y habíamos seguido allí sentados hasta que la aurora con sus rosados dedos nos mostró la estatua de Cristo en la otra orilla.
El viejo balsero que nos transportaría arrancó el motor; la ciudad se alejaba detrás de nosotros bamboleándose. También en el barco mayor permanecimos juntos; los sirvientes nos enseñaron los camarotes, y unos cuantos minutos más tarde estábamos de nuevo en la cubierta de popa, cada uno en el lugar por él elegido junto a la barandilla de cubierta: una curiosa Pléyade, una constelación en la que el joven constituía la estrella más lejana porque se había colocado en el punto más extremo de popa, como si su estrecha espalda hubiera de indicar el punto de fuga del mundo. Cuando él volvía la vista yo sabía a quién veía: era el perfil del Ícaro en el relieve de la Villa Albani en Roma; el cuerpo aún era casi el de un niño, la cabeza demasiado grande, la mano derecha apoyándose en el ala de la fatalidad que su padre casi había terminado. Y como si leyera mis pensamientos, el joven pone ahora la mano en el mástil de la bandera sin bandera que señala el mundo que nos deja. Porque así era, nosotros seguíamos parados, y la Torre de Belém, las colinas de la ciudad, la ancha desembocadura del río, la pequeña isla con el faro, todo fue aspirado hacia un solo punto; el tiempo hizo algo con el mundo visible hasta que éste no fue más que una cosa pasajera y prolongada que cada vez se dejaba estirar más perezosamente; una pereza que era velocidad; esto lo sabes tú mejor que nadie, por tener que vivir siempre en este tiempo de sueño en el que encoger y estirar se neutralizan a conveniencia. Lejos, ya había desaparecido el último suspiro de tierra, y todavía estábamos allí inmóviles; sólo la espuma tras el barco y el primer baile del gran oleaje negaban el estancamiento. El agua del océano parecía negra. Se alejaba agitándose, ondulando y navegando en sí misma, quería cubrirse cada vez más consigo misma: placas de metal líquidas y brillantes que se hundían silenciosamente, se cruzaban entre sí, cavaban fosas las unas para las otras y se vaciaban en ellas; la inexorable e interminable constante transformación en siempre lo mismo. Todos clavábamos la vista en ellas, todos esos diversos ojos que tan bien llegaría a conocer los días venideros parecían hechizados por esa agua. Días; ahora que digo la palabra en voz alta oigo lo efímero que suena. Si se me preguntara qué es lo más difícil diría que la despedida de la mesura. No podemos prescindir de nada. La vida es para nosotros demasiado vacía, demasiado abierta; hemos inventado de todo para aferrarnos a ella: nombres, épocas, medidas, anécdotas. Pero tienes que permitírmelo, no tengo otra cosa que mis convenciones y así sigo diciendo día y hora, aunque nuestro viaje parecía hacer caso omiso de su régimen de terror. Los sioux no tenían ninguna palabra para el tiempo, pero yo todavía no he llegado tan lejos, aunque aprendo pronto. A veces todo era una noche interminable, y entonces los días volvían a correr como momentos fugaces a lo largo del horizonte, justo lo suficiente para teñir el océano dos veces de toda clase de rojos y, luego, volver a entregarla a la oscuridad. Las primeras horas no nos dirigimos la palabra. Un sacerdote, un aviador, un niño, un profesor, un periodista, un erudito. Éste era el grupo; alguien o nadie había decidido que nos reflejáramos en este espejo. Sabías adónde íbamos y estaba bastante bien que tú lo supieras. Pero así no puedo hablar contigo, no puedes estar al mismo tiempo dentro y fuera de esta historia. Y yo no soy todopoderoso, así que no sé lo que ocurría en los pensamientos ocultos de los demás. Si tuviera que medirlo en mí mismo, se trataba de una tranquilidad que al menos yo nunca había conocido. Todo el mundo parecía estar ocupado en algo, rumiando algún pensamiento o recuerdo interior; a veces desaparecían durante largo tiempo en algún lugar del barco o veías a lo lejos a alguien hablando con algún miembro de la tripulación o paseando por el puente. El joven estaba con frecuencia en el castillo de proa, allí nadie le molestaba; el sacerdote leía en un rincón del salón, el erudito se quedaba a menudo en su camarote, el aviador miraba por la noche a través del telescopio junto al camarote del timonel, el periodista jugaba a los dados con el camarero y bebía, y yo observaba, por encima de estos lienzos eternamente ondulantes, y reflexionaba, y traducía las mordaces odas del libro III. Sí, de Horacio, ¿de quién si no? La decadencia de Roma, la lascivia, la ruina: degeneración. Quid non imminuit dies? ¿Qué no es destruido por el tiempo? «¿Por qué traduce usted dies por 'tiempo'?», me había preguntado Lisa d'India. Aun ahora, en este viaje, no puedo más que reírme por su pregunta. Sus días habían pasado; hacía ya mucho que ella ya no tenía ningún tiempo, y sin embargo, por aquel entonces, un día, habíamos estado los dos de pie junto a mi mesa; ella con su traducción en verso de James Michie de la Penguin Classics; yo con mis propias líneas rasgadas, e incluso aquí puedo oír aún su voz, el buril de esas cinco palabras latinas, damnosa quid non imminuit dies?, seguidas por el verso septentrional que necesitaba nueve palabras para decir lo mismo: «Time corrupts all. What has it not made worse?». Hubiese querido decir algo brillante sobre el singular de un único día que puede estar en lugar de la abundancia del tiempo en el que se encuentran almacenados todos los días, y me había enrollado con todo tipo de disparates acerca del calendario como ábaco de lo que no se puede contar y de repente había visto en sus ojos el desengaño, el momento en el que el alumno nota que su profesor se anda por las ramas y tampoco sabe la respuesta. Seguí fluctuando todavía algo sobre hora y duración, pero ya había delatado mi impotencia. Cuando se marchó —como una mujer— supe que había desengañado a una niña, y esto también forma parte de mi profesión: la corrupción de menores. A través de la demolición de tu propia autoridad los remites a un mundo sin respuestas. No es agradable convertir en adultas a las personas, sobre todo si aún resplandecen. Pero hace ya mucho tiempo que no soy profesor.
El sacerdote paseaba a lo largo de la barandilla de cubierta. Visto así, parecía no tener peso; flotaba un poco a causa del movimiento del barco. «Dom Antonio Fermi», así se había presentado y, al levantar yo los ojos un tanto sorprendido por ese DOM, dijo: «Dominus, de la orden de los benedictinos». Fermi, Harris, Deng, Mussert, Carnero, Dekobra: estas palabras eran nuestros nombres. Nos habíamos administrado unos a otros jirones de nuestras vidas, y ahora todos juntos llevamos sobre el océano estos trozos extraños y todavía no digeribles. Habían podido ser también otras vidas, otras formas de casualidad. Si no viajas solo, en cualquier viaje estás con extraños.
—Le vi hablando para sus adentros —dijo.
Otra vez, pero ahora en voz alta, pronuncié el último verso de la oda sexta; este lujo no lo dejaba escapar, no me encuentro todos los días con alguien para quien el latín es aún una lengua viva. En el segundo verso se sumó a mí con su tenue voz de hombre viejo; dos garzas romanas sobre el mar.
—No sabía que los benedictinos leyeran a Horacio —se rió.
—Uno es siempre algo diferente antes de hacerse benedictino —y volvió a irse bailando. Ahora sabía algo más de él, pero ¿qué haría con toda esta información? ¿No era éste un viaje que tenía que hacer yo solo? ¿Qué tenía yo en común con ellos?, ¿y ellos conmigo? «Tenía miles de vidas y sólo cogí una», lo había leído una vez en algún sitio. ¿Quería esto decir, en este caso, que yo también había podido tener esas vidas? Naturalmente, yo no había tomado la determinación de nacer en el siglo XX en los Países Bajos como tampoco el profesor Deng había optado por China. La probabilidad del padre Fermi de haber nacido católico había sido sin duda en Italia mayor que en cualquier otra parte, pero incluso en Italia, o en el siglo XX en lugar del III o el LIII, eso pertenecía, naturalmente, a las leyes de la casualidad. Insoportable. Uno existía ya, en gran parte, antes de que tuviera algo que ver con ello. Alonso Carnero no podía evitar que su abuela fuera fusilada por los fascistas en la guerra civil española, y así podíamos continuar unos con otros enseñando el espejo de nuestra ejemplar casualidad. Si yo hubiera tenido que decir «yo» a la persona de Peter Harris no sólo habría sido un inútil borracho y un cazador de mujeres, sino también un experto en la deuda del Tercer Mundo; y si hubiera sido el capitán Dekobra no sólo habría tenido el cuerpo derecho como una vela y los taladradores ojos azules de hielo —algo que siempre había deseado—, sino que entonces también habría cruzado innumerables veces con un DC-8 este mismo océano por encima del que me arrastraba ahora en la envoltura metálica de este barco anónimo. Si profundizara en sus vidas necesitaría una vida tan larga como las suyas, y ya que esto no podía ser, te quedabas con fragmentos absurdos: faits diverso El profesor Deng se había doctorado en su tiempo con una comparación entre la temprana astronomía occidental y la china. Magnífico. A Harris no le gustaban las mujeres rubias y por ello vivía en Bangkok. Felicidades. Viajaba como periodista por el Tercer Mundo. «Sus deudas son mi pan». Sin duda alguna. Y el padre Fermi había sido sencillamente un sacerdote secular, adscrito a la catedral de Milán.
—¿Conoce usted la catedral?
Pues claro. Le hubiera regalado con gusto la aséptica Guía de viaje del Norte de Italia del doctor Estrabón, en la que había logrado convertir este mastodonte lírico de piedra en una especie de gran almacén barato por el que podías hacer una visita relámpago con tus turistas.
—Ese edificio era para mí lo mismo que el infierno —toda una sentencia para un sacerdote—. Durante años he oído allí a la gente en confesión. Al menos usted no ha tenido que hacer esto nunca —era cierto. Intenté imaginármelo pero no pude.
»Cuando entraba a la catedral desde la sacristía ya tenía náuseas; tenía la sensación de ser una bayeta tirada en el suelo, en la que venían a limpiar el barro de sus vidas. Usted no sabe de lo que son capaces los hombres. Usted tampoco ha visto nunca tan de cerca esas caras, la hipocresía, la fogosidad lasciva, sus rancias camas, su ansia de dinero. Y siempre volvían, y siempre estabas obligado a perdonarlos de nuevo. Pero por eso te conviertes en cómplice de alguna horrible manera, eras una parte de la relación que no podían romper, una parte de la suciedad de sus caracteres. Huí, entré en el convento; sólo podía soportar las voces humanas cuando cantaban —y también entonces se había ido danzando.
Ese sitio de allí, junto a la barandilla de cubierta, era mi confesionario. Había descubierto que si te ponías siempre en el mismo lugar los demás venían por sí solos. El único que no venía nunca era Alonso Carnero. Él tenía su lugar propio. Sólo una vez me había acercado a él. La mujer estaba a su lado; juntos miraban en el agujero negro de la noche. No había estrellas y por primera vez tuve un sentimiento carnal de ultratumba. A medida que el viaje avanzaba, todo lo que una vez había expuesto en clase como ficción parecía hacerse cada vez más real. El océano había sido —igual que cuando Faetón murió en su carruaje— uno de mis números estelares; podía imitarlo incluso: cómo yacía negro, peligroso y móvil en torno a la tierra plana; el terrorífico elemento en el que las cosas conocidas pierden sus contornos, el resto informe de la primigenia materia de la que todo había provenido, el caos, el peligroso reverso del mundo, eso que nuestros antepasados habían llamado el pecado de la naturaleza, la eterna amenaza de un nuevo diluvio. Y detrás, en el oeste, donde se ponía el sol y la luz huía abandonando a los hombres a ese otro elemento informe, la noche, yacía el mar en el que se encontraba Atlas y que llevaba su nombre; y detrás la tierra oscura de la muerte, el Tártaro, en donde estaba exiliado Saturno: Saturno tenebrosa in Tartara misso;[10] creo que jamás podré explicar con cuánta voluptuosidad pronunciaba yo el latín. Tiene algo que ver con el goce corporal, una forma inversa de comer. ¡Ah, qué Sócrates tan estúpido era ese profesor que en un día de tormenta llevó a sus alumnos al mar!, a los pocos que no se murieron de risa. En el trenecito de Ijmuiden hacia el infierno; pero una vez que llegamos al borde del malecón, se hizo bastante real; el colérico mar golpeaba el basalto como si lo quisiera devorar, el cielo colgaba lleno de nubes siniestras, la lluvia golpeaba sobre nuestro pequeño grupo de cinco personas y entre los chillidos de las gaviotas hice mis horas extraordinarias y grité a través de la tormenta hacia el oeste y, naturalmente, allí yacía —detrás de esas arremolinantes masas de agua— el secreto mundo de las sombras con sus cuatro ríos mortales. Mientras yo voceaba, las gaviotas gritaban como diosas de la venganza sus ecos de Orfeo y Estigia, y recuerdo el rostro blanco y transparente de mi alumna preferida, porque en tales rostros las fábulas se convierten en verdad. Yo estaba allí, ante la generación de la muerte escamoteada, como un duende enloquecido, rugiendo sobre nieblas eternas y perdición. Sócrates en Ijmuiden. Al día siguiente D'India me dio un poema, algo sobre tormenta y soledad; lo doblé y me lo metí en el bolsillo; no tenía forma, se parecía a la poesía moderna que puede leerse en folletos literarios, y ya que no quería decir esto, lo único que hice fue no decir nada; y ahora aquí, a bordo de este barco, me preguntaba dónde se habría quedado ese poema. En algún lugar entre todos mis papeles, en algún lugar de una habitación en Amsterdam.
Él tenía los ojos de ella: el joven. Ojos latinos. Miraba cómo me acercaba y no desviaba su mirada. Cuando estuve a su lado la mujer quitó la mano de su hombro y desapareció, fue como si se evaporara.
«Nuestra guía», la había llamado Dekobra una vez con una mezcla de burla y respeto. Lo era y no lo era, pero presente o ausente, ella era quien nos mantenía juntos, quien hacía una compañía de nuestro estúpido grupo sin que nadie pareciera preguntarse el porqué. Cuando llegué junto a Alonso Carnero, ya no sabía lo que había querido decirle. Lo único que pude idear fue: «¿En qué piensas?». Encogió los hombros y dijo: «En los peces del mar». Y por supuesto yo también tuve que pensar en ellos, en toda esa vida invisible y apartada de nosotros, a miles de metros bajo nuestros pies, y me fui temblando al camarote.
Esa noche volví a soñar conmigo mismo en mi habitación de Amsterdam. ¿Es que no hacía nunca otra cosa más que dormir? Quise despertarme y noté cómo encendía la luz de mi camarote, confuso y sudoroso. Ya no quería volver a ver a ese hombre dormido con la boca abierta y esos ojos ciegos; la soledad de ese cuerpo que giraba y se revolvía. Después de Maria Zeinstra no había vuelto a pasar la noche con nadie; había sido —pensaba yo entonces— mi última oportunidad de tener una vida auténtica, sea lo que fuere lo que esto quiera decir. Pertenecer a alguien, pertenecer al mundo, esa clase de disparates. Una vez llegué incluso a hablar de hijos. Risa sarcástica.
—¿Vamos a meter ideas raras en nuestra calva cabeza? —había dicho como si se estuviera dirigiendo al mismo tiempo a toda una clase—. ¡Hijos y tú! Algunas personas no deben tener nunca hijos, y tú eres una de ellas.
—Te comportas como si tuviera una terrible enfermedad. Si me encuentras tan espantoso, ¿por qué te acuestas conmigo?
—Porque puedo mantener muy bien las cosas separadas. Y porque me gusta, si es lo que quieres oír.
—A lo mejor deberías tener tus hijos con el jugador de baloncanasta poeta.
—Con quién los tenga es mi problema. En todo caso no los tendré con un duendecillo de jardín esquizofrénico de la tienda de antigüedades. Y Arend Herfst no es tema de conversación para ti.
Arend Herfst. Tercera persona. El mioma con su mueca de poeta incorporada.
—Y además; escribe tú mismo alguna vez un poema. Y un poco de deporte tampoco te haría ningún mal —era verdad, así habría podido ahora volar en lugar de navegar. Fuera de este camarote, extender completamente mis brazos y volar lejos; el barco durmiente a mis pies, la guardia solitaria en la luz amarillenta, nuestro barquero, desprenderme de todos estos otros, entrar en la profunda oscuridad.
Me vestí y subí a cubierta. Estaban todos allí, parecía una conjuración. Estaban alrededor del capitán Dekobra, que escrutaba el cielo con unos prismáticos. No podía ser nunca esa misma noche, ya que hay noches en las que las estrellas están intentando causarnos miedo, y ésta era una de ésas. No había visto nunca tantas como aquella noche. Tenía la impresión de poder oírlas por encima del sonido del mar, como si nos gritaran anhelantes, furibundas, insultantes. A falta de cualquier otra luz estaban sobre nosotros como una media cúpula —agujeros de luz, polvo luminoso— riéndose de los nombres y números que una vez les dimos en el tardío segundo en el que nosotros habíamos aparecido. Ni siquiera sabían cómo se llamaban, qué descabelladas formas habían reconocido entonces nuestros limitados ojos en ellas: escorpiones, caballos, serpientes, leones de gas ardiente, y debajo de ellas, nosotros, con esa idea inextirpable de que éramos el centro, con otra cúpula tan cerrada muy por debajo de nosotros, una pantalla redonda y segura a nuestro alrededor que se mostraría siempre igual.
El mar brillaba y mecía; me agarré a la barandilla de cubierta y miré a los otros. No podía demostrarlo, pero habían cambiado; no, habían cambiado de nuevo. Habían desaparecido cosas, comenzaban a faltar líneas; cada vez veía, por un instante, la boca de alguien, o no, o un ojo; en la parte más pequeña de un segundo su reconocibilidad había desaparecido, luego veía el cuerpo de uno a través del otro, como si empezara a tener lugar el desmantelamiento de nuestra solidez, y al mismo tiempo aumentara el brillo de lo que sí era visible; si no sonara tan idiota hubiera dicho que irradiaban. Puse las manos delante de los ojos pero no vi nada más que mis manos. A mí nunca me ocurren milagros, así es que no había ninguna razón para que los demás me miraran tan extrañados cuando me acerqué.
—¿Ves al cazador? —preguntó el capitán a Alonso Carnero—. Es Orión —el gran hombre celestial se inclinaba ligeramente hacia delante—. Está de caza, rastrea. Pero es cauteloso, ya que está ciego. ¿Ves esa estrella clara y radiante allí a sus pies, delante de él? Es Sirio: es su perro. Si miras por aquí podrás ver cómo respira.
El joven cogió los pesados prismáticos y miró largo tiempo en silencio.
—Ahora subes a lo largo de su correa: Alnilam, Alnitak, Mintaka —pronunció estas palabras como un conjuro—, luego llegas a su hombro derecho, ibt al jakrah, la axila; ésta es Betelgeux, cuatrocientas veces más grande que el sol…
Alonso Carnero bajó los prismáticos y miró a Dekobra. Allí estaban de nuevo: los ojos oscuros miraban fijamente en los azul de hielo; dos formas de mirar que se clavaban la una en la otra; ya no había ningún rostro, sólo ojos, una fracción de segundo y entonces rehuía la forma de sus rostros de nuevo en el aire nocturno. Los otros no lo veían o no decían nada. Pero yo tampoco dije nada. Cuatrocientas veces más grande que el sol; eso me lo había contado Maria Zeinstra, yo ya estaba desvirgado. Ella sabía todo lo que yo no quería saber. Por los cristales de culo de vaso a través de los cuales tenía que ver el mundo, yo no estaba en absoluto familiarizado con el cielo nocturno, pero aún podía reconocer bien al cazador; sabía cómo subía al mundo, todavía durmiente, hacia el final de la noche; para mí era el desterrado del libro IX de la Odisea, el amante de la aurora de rosados dedos; no quería saber cómo se llamaban o los años que tenían sus estrellas y lo lejos que estaban.
—Tú sigue ignorante.
Oigo su voz junto a mí pero ella ya no está.
—¿De qué te sirve conocer el mundo como tú lo conoces? —le había preguntado—. ¿Esos ridículos números que nos pulverizan con sus ceros?
Sorpresa. La cabeza inclinada. El cabello rojo colgando como una bandera a un lado. Orión ya casi borrado por la luz del día. Todavía no hemos dormido.
—¿Qué quieres decir?
—Células, enzimas, años luz, hormonas. Detrás de todo lo que yo veo, tú ves siempre algo diferente.
—Porque está ahí.
—¿Y luego qué?
—Ya que voy a estar aquí sólo una vez, no quiero pasar por la Tierra como una ciega —se levantó—. Y ahora tengo que ir a casa para la visita del gran cazador. Creía que los italianos vigilaban mejor a sus niños.
—No es ninguna niña.
—No —le salió amargamente desde dentro—. Ya han hecho todo lo posible para que no lo sea.
Silencio.
—Tengo que irme —dijo entonces—. El señor además es celoso.
No me preguntó si yo era celoso.
—Cástor y Pólux —oí decir al capitán. En realidad parecía como si todo el mundo quisiera devolverme a mi pasado. La pizarra del cielo estaba escrita con términos latinos y yo ya no era profesor—. Orión, Tauro, luego arriba hacia Perseo, el Auriga… —yo seguía la mano indicadora que iba a lo largo de las imágenes que ahora, igual que nosotros, parecían bambolearse despacio. Algún día, decía el capitán, esas imágenes se separarían, deshilachadas, esparcidas sobre el cielo futuro. Lo que las había mantenido juntas era nuestro ojo casual de los últimos milenios, lo que habíamos querido ver en ellas. Estaban tan relacionadas entre sí como una multitud de paseantes por los Campos Elíseos; estas constelaciones eran fotografías instantáneas, lo único es que los instantes duraban algo más para nuestras nociones. Dentro de algunos milenios la Osa Mayor se disolvería, Sagitario ya no volvería a disparar, sus estrellas separadas habrían seguido su propio camino, sus lentos movimientos en relación unos con otros desvanecerían las imágenes tal y como las conocíamos; Bootes ya no volvería a vigilar a la Osa, Perseo no liberaría nunca más a Andrómeda de la roca, Andrómeda ya no volvería a reconocer a su madre Casiopea. Naturalmente, aparecerían nuevas constelaciones igualmente casuales (sí, de stella, que es 'estrella', lo sé, capitán), pero ¿quién les daría estos nombres? La mitología que había gobernado mi vida pasaría a ser entonces algo definitivamente nulo; ya lo era ahora; de hecho sólo perduraba en el mundo a través de estas constelaciones. Los nombres solamente nacen en la medida en que algo vive. Puesto que aún existía esa constelación, los hombres se veían obligados a reflexionar sobre Perseo; sabían incluso, como el capitán, que tuvo en su mano la derrotada cabeza de la gorgona Medusa, y era su perverso ojo el que nos guiñaba malicioso y desafiante, por última vez peligroso.
—El charco del cielo —dijo el profesor Deng.
Lo miramos. Señaló al Auriga, al Cochero. Un coche, un charco. Hablaba muy bajo, su rostro parecía brillar. Me llamó la atención lo mucho que se parecía al padre Fermi. Los dos debían de ser igual de viejos, pero «vejez» ya no era la categoría con la que podían ser descritas sus vidas. Estaban más allá del tiempo: transparentes, liberados, muy por delante de nosotros.
Abrevé mis dragones en el Charco del Cielo,
y até sus riendas al árbol Fu-Sang.
Rompí una rama del árbol Ruo para golpear
con ella al Sol…
—Vean ustedes —dijo—, nosotros también dábamos nombres a las estrellas, pero éstos eran nombres diferentes de los de ustedes. Fue muy temprano en la historia, aún no conocíamos su mitología —sus ojos resplandecían irónicos—. Fue demasiado breve; también hubiera sido demasiado breve si hubiera durado milenios…, toda mi vida la he pasado con ella.
—¿Y el poema? —pregunté—. En nuestra mitología son caballos los que surcan el cielo, no dragones.
—Es de Qu Yuan —dijo el profesor Deng—, pero usted seguramente no lo conocerá. Uno de nuestros clásicos. Anterior a su Ovidio —parecía como si se disculpara—. También Qu Yuan fue desterrado. También él se queja de su soberano, de los bajos tipos de los que éste se rodea, la decadencia en la corte —rió—. También para nosotros el sol es conducido a lo largo del cielo, lo que ocurre es que el cochero no era un hombre, como su Febo Apolo, sino una mujer. Y nosotros no teníamos sólo un sol, sino diez. Dormían en las ramas del árbol Fu-Sang, un árbol gigantesco en el confín occidental del mundo, allí donde está su Atlas. En nuestra tierra los poetas y chamanes hablan de las constelaciones como si existieran realmente. Su Auriga es nuestro Charco del Cielo, un lago que realmente existe, en el que el dios lava su cabello; como también existe una canción en la que el dios del Sol bebe vino junto con la Osa Mayor.
Miramos el lugar en el cielo que ahora, de repente, se había convertido en un lago, y aún quise decir que para mí Orión también había sido siempre un auténtico cazador; pero de repente todo el mundo tenía algo que contar. El padre Fermi empezó con la peregrinación a Santiago de Compostela, camino que en la Edad Media se llamaba la Vía Láctea. Él mismo había hecho la peregrinación, a pie, y ya que la única Vía Láctea que podíamos ver en ese momento era el velo de luz que flotaba por encima de nuestras cabezas, le veíamos andando por allí con su paso danzante de pies ligeros. El capitán contó cómo había aprendido a volar guiado por las estrellas, y también lo vimos, volando alto sobre nosotros en su solitario anillo luminoso, el sonido de los motores en el capullo de frío silencio a su alrededor, los paneles con vibrantes agujas ante él, y por encima de él, aún más cerca que ante nosotros ahora, esas mismas u otras balizas en donde chinos, griegos, babilonios y egipcios habían colgado sus nombres sin saber que tras todas esas estrellas permanecían ocultas tantas otras invisibles, como granos de arena yacen en todas las playas de la Tierra, y que ninguna mitología tendría jamás suficientes nombres para nombrarlas a todas.
Harris, que hasta ahora había escuchado en silencio, dijo que él sólo había mirado a las estrellas tumbado cuando le echaban borracho de las tabernas y, cuando nos reíamos, Alonso Carnero contó que él en ese pueblo invisible de la meseta de donde venía, por la noche, cuando todo el mundo estaba viendo la televisión, disparaba a la Osa Mayor con su tirachinas; y también vimos esto, y cómo él quizá había pensado que realmente su pequeña piedra franquearía toda la distancia para impactar en el costado al gran animal. Todos habíamos querido algo de esos puntos fríos y resplandecientes que ellos no nos darían nunca.
—Amanece —dijo el capitán.
—O algo parecido —dijo Harris.
Reímos, y vi que el profesor Deng veía —o mejor no veía— en mi rostro aquello que yo antes había visto en él.
—¿Estoy todavía? —pregunté.
—¡Oh, sí, claro! —dijo, y puesto que estaba justamente en la dirección del sol naciente, apareció una aureola dorada alrededor de su cabeza, por lo que parecía como si esa cabeza hubiera desaparecido realmente, y quizá fuera también así. Sólo cuando di un paso a un lado lo vi de nuevo.
—«Yo salía temprano, con el amanecer, del lugar vadeable en el Cielo, y al atardecer llegaba al límite occidental del mundo…» —declamaba el profesor Deng, y cuando lo miré interrogante—: También de Qu Yuan. El tiempo de los espíritus transcurre para nosotros mucho más rápido que el tiempo habitual, pero para usted también es así, ¿no? Es un gran poeta, en una vida posterior deberían estudiarlo. En los primeros versos de su extenso poema cuenta que desciende de los dioses; al final dice que va a abandonar este mundo corrupto para buscar la compañía de los santos difuntos.
—Yo no sé dónde estará exactamente el lugar vadeable en el Cielo —dijo Dekobra—, pero he estado a menudo al atardecer muy lejos en el occidente, ya que me había levantado la misma mañana en el oriente.
—Si no sabes adónde vas, la velocidad que lleves tampoco importa mucho —murmuró Harris.
Nadie respondió, fue como si hubiera roto un tabú. Se encogió de hombros y tomó un trago de una petaca plateada que llevaba en el bolsillo de su pantalón.
—Odio la luz del día —dijo, desapareciendo. Fui a la parte trasera del barco. La bífida huella que dejábamos atrás se perdía en el horizonte. Me gustaba estar exactamente en el medio, la sinuosidad de acero de la barandilla de cubierta como una caricia a mi alrededor. La huella tenía un color de oro y sangre.
—Odio la luz del día —sabía que si me daba la vuelta vería a los otros como una Pléyade desmembrada, sólo porque me había apartado de ellos. Tenía que estar allí solo y reflexionar. Eran las palabras que ella había dicho al final del penúltimo día de mi carrera como profesor, o al principio del último día; también podría llamarse así. El sueño no había sido el puente entre estos dos días, quizá fuera por esto por lo que me pareció el día más largo de mi vida. ¿Debemos convenir en que yo fui feliz ese día? En mi caso esto siempre va unido con la pérdida y, por consiguiente, con la melancolía; pero el tono básico era felicidad. Nunca quiso decir que me amaba («Eso pregúntaselo a tu madre»), pero era infinitamente astuta en la planificación de horas, códigos y lugares para nuestras citas. En todo caso, durante todos esos días, yo podía soportar incluso la visión de mí mismo, y algo de esto debe de haber trascendido al exterior. («Para alguien que es tan feo eres bastante guapo.»). Sea como sea, ya que ahora todo tiene que rimar en mi vida, había dedicado la última clase que impartiría al Fedón de Platón. Puede ser que escriba guías de viaje cutres, pero fui un profesor inspirado. Podía conducirlos como mansas ovejas a lo largo de los setas espinosos de la sintaxis y de la gramática, podía hacer que el carro del Sol se precipitara de manera que pareciera que toda la clase estaba ardiendo, y podía —y eso lo hice ese día— hacer morir a Sócrates con una dignidad que ellos no olvidarían nunca en su corta o larga vida. Primeramente algunas risas burlonas de carnero a causa de mi apodo («No, damas y caballeros, de ningún modo les daré hoy el gusto») y después silencio. Puesto que no era verdad lo que decía, yo moría allí sin duda alguna. «Cuando el colega Mussert ha hecho su número de Sócrates, los chicos son muy fáciles de manejar en la hora siguiente», había dicho A. Herfst, y por una vez tenía razón. El aula se había convertido en una prisión de Atenas, había reunido a mis amigos a mi alrededor, con la puesta del sol bebería la copa de veneno. Hubiera podido evitarlo, hubiera podido huir fuera de Atenas, pero no lo había hecho. Ahora hablaría durante todo un día con mis amigos, que eran mis discípulos; les enseñaría cómo morir, y no estaría solo a la hora de mi muerte, moriría en su compañía; alguien que pertenece al mundo. Yo, mi otro yo, sabía que tenía que llevar a la clase a lo largo de sutiles abstracciones; la sublime química en la que el hombre que iba a morir quería separar el alma del cuerpo. Enhebraba una prueba tras otra sobre la inmortalidad del alma, pero bajo todos estos agudos razonamientos vislumbraba la caverna de la muerte, la ausencia del alma. Ese feo cuerpo que estaba allí sentado y hablaba de vez en cuando acariciando el pelo de la nuca de alguien, que circulaba y pensaba y producía sonido, moriría luego y sería quemado o enterrado; los otros lo miraban y escuchaban los sonidos que producía, con los que los consolaba a ellos y a sí mismo. Naturalmente, querían creer que en esa envoltura burda y huesuda hacía mansión una sustancia regia, invisible e inmortal que no era ninguna sustancia; algo que, cuando ese cuerpo peculiar y septuagenario yaciera finalmente absurdo sobre sus espaldas, escaparía de él y, finalmente, liberado de todo lo que impide el pensar puro, libre de la codicia, iría de viaje, saldría del mundo, y al mismo tiempo permanecería o volvería; lo imposible. El hecho de que yo no lo creyera no importaba, actuaba como alguien que lo creía. Ese mediodía no se trataba de lo que yo pensaba, se trataba de un hombre que consuela a sus amigos cuando debería ser precisamente él el consolado; se trataba de cómo podían transcurrir con el pensar las últimas horas de su vida, no con los argumentos en sí mismos, sino con el jugar a la pelota de un lado a otro de pensamientos, opciones, suposiciones, contrastes; con los arcos que se tendían del uno al otro en este espacio, con las desconcertantes posibilidades del espíritu humano para reflexionar sobre sí mismo, para invertir opiniones, para tejer una telaraña de preguntas y eso fijarlo de nuevo, entonces, en la efímera nada donde la seguridad puede negarse a sí misma. Y de nuevo, exactamente igual que en Faetón, les hice que vieran la Tierra desde arriba; mis alumnos, que ya habían visto flotar la Tierra cientos de veces por televisión como una pelota blanca y azul, que desde hace mucho sabían que ese globo brillante no era el centro del universo, se habían convertido ahora en los discípulos de ese otro Sócrates; volaron con él desde esa celda de Atenas y vieron su mundo, por entonces mucho más misterioso, «como una pelota hecha de doce trozos de piel», tal como lo había dicho el auténtico Sócrates; un mundo brillante y de vivos colores, de piedras preciosas de las que el mundo en donde tenían que vivir diariamente y del que su viejo amigo tendría que desaparecer unas cuantas horas más tarde, no era sino una miserable y pobre reproducción. Y les conté esto en ese mundo que se ve desde arriba y que al mismo tiempo es y no es el mundo auténtico; inmensa cantidad de ríos bajo la tierra a través de corrientes se encaminan hacia las grandes y subterráneas aguas del Tártaro, aguas sin fondo ni suelo, una masa infinita, y anduve y bailé de un lado a otro para la clase, empujé con mis cortos brazos enormes masas de agua a través del aula como una vez lo hiciera ese otro hombre de quien tomaba prestadas las palabras; las había hecho fluir por esa celda de la prisión de Atenas de donde él ya no podría salir nunca. Me convertí en una gran bomba de desagüe repartiendo agua sobre la Tierra. Y yo les contaba, él les contaba, acerca de los cuatro grandes ríos de ese mundo subterráneo: de Océano, el mayor, que fluía alrededor de la Tierra; del Aqueronte, que busca su camino a través del sombrío abandono y desemboca en un lago donde llegan las almas de los difuntos esperando su nueva vida, pasando por comarcas de fuego, lodo y rocas, y siempre nuevamente esos sueños humanos de eterna recompensa y eterno castigo; e hice quedarse allí, en la niebla, a esas pobres almas, esperando —dije— como un grupo de trabajadores en una parada de autobús, una mañana de invierno en la bruma.
Y ya basta. Me retiro, dejo una distancia enorme entre mí y los primeros pupitres. Ahora voy a morir. Miro en los ojos de mis alumnos como él debió de mirar en los ojos de sus discípulos. Sé exactamente quién es Simmias y quién Cebes y, naturalmente, durante todo este tiempo Lisa d'India era Critón, que en lo más profundo de su corazón no cree en la inmortalidad. Todo lo he dicho en vano. Me paro en el rincón que está más cerca de la pizarra y miro a Critón, mi discípulo preferido. Ella está sentada pálida y erguida en su pupitre. Digo que un poeta diría que ahora me llama el destino. Quiero lavarme para que las mujeres no tengan luego que amortajarme. Entonces me pregunta Critón qué es lo que pueden hacer aún por mí, algo por mis hijos, y digo solamente que lo único que mis amigos pueden hacer es cuidarse de sí mismos, esto es lo más importante; y cuando Critón me pregunta entonces cómo quiero ser enterrado, le atormento y digo que él sólo tiene que ver cómo pillarme, y con ello quiero decir mi alma, naturalmente, esa cosa volátil, y le reprocho que sólo quiera verme como un futuro cadáver, que no crea en mi viaje invisible ni en mi inmortalidad, sólo en lo que dejo atrás, el cuerpo que ve. Y entonces voy a bañarme mientras sigo allí de pie en el rincón de esa clase y Critón me acompaña mientras ella permanece sentada en su pupitre y veo cómo todos me miran y entonces vuelvo y hablo con el hombre que viene a decir que es la hora de beber el veneno. Él sabe —ese hombre— que no rabiaré ni protestaré como los otros condenados a los que tiene que dar la copa mortal, y entonces Critón quiere que antes coma algo, dice que el sol aún brilla sobre las montañas, que todavía no se ha puesto del todo, y entonces miramos todos a las montañas en el patio y lo vemos, un fuego rojo sobre las montañas azules. Pero me niego. Sé que hay otros que esperan hasta el último momento, pero yo no quiero. «No, Critón», digo, «¿qué ganaría si bebo el veneno un poco más tarde, si yo; como un niño llorón, permanezco aferrado a la vida?». Y entonces Critón da la señal y el hombre viene con la copa y le pregunto lo que debo hacer y dice: «Nada, sencillamente beberlo todo y pasear un poco; luego te pesarán las piernas y te tumbarás. Actúa solo». Y me da la copa, y la vacío despacio y cuando he vaciado la ilusoria copa hasta el fin y se la devuelvo al sirviente invisible miro en los ojos de Critón, que son los ojos de D'India, y entonces concluyo; no lo convertimos en algo histriónico. No me tumbo en el suelo, no hago que el sirviente me toque las piernas para ver si todavía las siento, sigo de pie donde estoy y muero y leo en voz alta las últimas líneas con las que me viene un gran frío y aún digo algo sobre un gallo que adeudamos a Esculapio, y esto lo hago para mostrar que muero en el mundo; ese de la realidad. Y entonces ya basta. Se retira el paño del rostro de Sócrates, los ojos se quedan inmóviles. Critón los cierra y cierra la boca abierta. Pero eso nosotros no lo hacemos.
Ahora llega el momento crítico, tienen que salir de la clase. No tienen ganas de decir nada y yo tampoco. Me vuelvo y busco en la cartera. Sé que las teorías de Platón sobre el cuerpo como impedimento para el alma han tenido en la cristiandad un desarrollo que no me gusta nada, y también sé que Sócrates es una parte del malentendido eterno de la civilización occidental, pero su muerte siempre me conmueve, sobre todo si yo hago su papel. Cuando me doy la vuelta la mayoría ya se ha ido. Algunos ojos rojos, chicos de esos con las cabezas ladeadas como diciendo: no pienses que estoy impresionado. En el pasillo gran jaleo y risas demasiado fuertes. Pero D'India se había quedado y lloraba de verdad.
—Deja de llorar ahora mismo —dije—. Si te comportas así es que no has comprendido nada.
—No lloro por eso —metió los libros en su cartera.
—¿Entonces por qué? —pregunta estúpida número ochocientos siete.
—Por todo.
Una estatua divina en lágrimas. ¡No era posible!
—Todo es una categoría muy extensa.
—Será así —y luego, vehemente—: Usted no cree en ello, en la inmortalidad del alma.
—No.
—¿Por qué lo representa entonces tan bien?
—La situación en la celda no dependía de lo que yo llegara a pensar.
—Pero ¿por qué no cree usted en ello?
—Porque intenta demostrarlo cuatro veces. Eso siempre es una prueba de debilidad. En mi opinión él mismo tampoco creía, o no totalmente. Pero no se trata de la inmortalidad.
—¿De qué se trata entonces?
—Se trata del hecho de que podamos reflexionar sobre la inmortalidad. Eso es muy peculiar.
—¿Sin creer en ella?
—En lo que a mí respecta sí. Pero yo no soy muy bueno en este tipo de conversaciones.
Se levantó. Era más alta que yo e instintivamente di un paso atrás. Entonces, de repente, me miró directamente a los ojos y dijo:
—¿Si yo termino con Arend Herfst, significa eso entonces que usted pierde a la señora Zeinstra?
Fue un impacto. No había terminado de morirme y ya tenía que representar otro papel.
Era impensable que el auténtico Sócrates jamás hubiera tenido que mantener una conversación semejante. Cada época tiene su propio castigo, y ésta tiene muchísimos de este tipo.
—¿Diremos que esta conversación no ha tenido lugar? —dije finalmente. Ella quiso responder algo aún, pero en ese momento entró Maria Zeinstra en la clase, y al hacerlo con su habitual rapidez, ya estaba en mitad del aula cuando vio a Lisa d'India. Una cosa así sucede en un solo segundo. El cabello rojo, que parecía agitado por el viento, se adentraba en la clase, y el negro se lanzaba hacia fuera: una alumna con un pañuelo ante la boca.
—No es más que una niña —dijo satisfecha Maria Zeinstra.
—No del todo.
—No hace falta que me lo digas.
Entonces vimos los dos el libro que Lisa d'India había dejado en su pupitre. Ella lo cogió y lo ojeó.
—Platón, no puedo competir con él. Ella tenía hoy conmigo clase de vasos sanguíneos y arterias.
Cuando iba a dejarlo de nuevo se cayó de él un sobre.
Lo miró por encima y luego lo mantuvo en el aire.
—Para ti.
—¿Para mí?
—Si tú eres Herman Mussert es para ti. ¿Puedo leerlo?
—Mejor no.
—¿Por qué no?
—Porque en cualquier caso tú no eres Herman Mussert.
Repentinamente se puso a resoplar de rabia. Tendí mi mano hacia la carta, pero ella dijo que no con la cabeza.
—Puedes elegir —dijo—. O bien la coges, y en ese caso no me vuelves a ver sea lo que sea lo que diga la carta, o la rompo aquí y ahora en miles de pedazos.
Asombroso, el espíritu humano. Puede pensar de todo a la vez. Ningún libro de los que he leído hasta ahora me ha preparado para esto —pensé— y, al mismo tiempo, así se mantienen ocupados los hombres reales, con esta clase de disparates; y luego, de nuevo, que Horacio había escrito brillantes poemas sobre semejantes banalidades, y a través de todo esto que no quería perderla y entonces hacía mucho tiempo que había dicho «Pues rómpela» y ella lo había hecho; en los copos de papel vi revolotear palabras desgarradas, letras deshilachadas, frases que estaban escritas para mí y que ahora yacían desamparadas en el suelo sin decir nada.
—Quiero irme de aquí. Mis cosas están todavía en la 5b.
Los pasillos estaban vacíos, nuestros pasos sonaban desacompasados, con un ritmo inapropiado. En la 5b había un dibujo extraño en la pizarra, una especie de sistema fluvial con islas coaguladas unas junto a otras entre las corrientes. Oí cómo giraba la llave en la puerta. En la ancha agua de los ríos flotaban pequeños círculos.
—¿Qué representa esto?
—Linfa, vasos capilares, vasos linfáticos, plasma sanguíneo, todo lo que está dentro de ti y fluye, y de lo que ahora no quiero hablar.
Me había cogido por detrás, su barbilla descansaba sobre mi hombro izquierdo, por el rabillo del ojo vi una sombra rojiza.
—Vamos a mi casa —dije, o quizá lo supliqué, ya que en ese momento sonaron pasos en el pasillo. Permanecimos muy quietos, apretados el uno contra el otro. Me había besado en las gafas, así que no veía nada. Oí cómo el picaporte se movía de un lado a otro y luego lo soltaban, de manera que volvió con un clic a su posición original. Luego, de nuevo, los pasos, hasta que dejamos de oírlos.
—Iremos a tu casa después —dijo ella— y me quedaré a dormir contigo —así que la decisión estaba ya tomada.
Hablaríamos toda la noche, ella cogería el primer tren, iría a decirle a Herfst que le dejaba y se mudaría a mi casa por la tarde. No me lo preguntó, me lo comunicó. Veinticuatro horas más tarde veía cómo ella estaba junto a la ventana de mi casa y miraba afuera en la primera luz pálida del día. Oí lo que decía.
—Odio la luz del día.
Y luego una vez más, como si ya supiera qué clase de día iba a ser ése:
—Odio la luz del día.
¿Y después? Se había duchado, gritado que no necesitaba café y había salido pitando como un vendaval por la habitación. Murciélago se había arrastrado debajo de las sábanas y yo había visto el cabello rojo marcharse cruzando el canal. Intenté imaginarme cómo sería cuando ella estuviera siempre y no pude. Entonces intenté preparar la primera clase del día (Cicerón, De Amicitia, capítulo XXVII, párrafo 104, la clase que nunca llegaría a dar), y tampoco pude. Arrancaba la frase latina del edificio de su construcción, transportaba formas verbales de un lado a otro («Señoras y caballeros, se lo sirvo a ustedes en pedazos listos para comer, enmohecidos como ustedes están en la sintaxis de su propia lengua patria») pero no podía, no quería, estaba sentado con ella en el tren; y después de una hora tenía que irme yo también. Todo parecía distinto: la barandilla del puente a lo largo del canal, la escalera de la Estación Central, los prados a lo largo de la vía parecían de repente estar poseídos de ellos mismos de una manera desagradable; las cosas más insignificantes me contaban de todo, el mundo de los objetos la había tomado conmigo, así que ya era un hombre advertido cuando entré en la sala de profesores. Al primero que vi fue a Arend Herfst, y estaba esperándome. Antes de que pudiera volver a salir por la puerta ya estaba él junto a mí. Apestaba a alcohol y no se había afeitado; este tipo de cosas parece que siempre tienen que transcurrir de la misma manera. El siguiente paso es agarrar, inclinarse sobre ti, tirar de tu ropa, gritar. Luego conviene que venga alguien que calme la disputa, que separe a las partes, que se ponga entre ellos. Pero no vino.
—Herman Mussert, tú y yo vamos a tener unas palabras. Tengo muchas cosas que decirte.
—Ahora no, luego, tengo clase.
—Tu clase me importa una mierda, tú te quedas aquí.
Todavía no ha sido muy representada la escena de un profesor que persigue a otro profesor. Logré alcanzar la clase por los pelos, intenté entrar lo más dignamente posible, pero él me volvió a arrastrar hacia fuera. Me solté de un tirón y huí al patio. Para el espectáculo estaba que ni pintado, ya que ahora todo el colegio podía ver desde detrás de las ventanas cómo me golpeaba. Moler a palos, creo que se dice algo por el estilo. Como ya era habitual, podía hacer de todo a la vez: caer, levantarme, sangrar, repeler un poco, registrar el griterío que venía de esa cabeza de becerro abierta de par en par, hasta que dejé de verla porque me había quitado las gafas de un golpe. Palpé a mi alrededor hasta que tuve de nuevo el conocido objeto en mis manos.
—Aquí están tus gafas, gilipollas.
Cuando volví a ponérmelas todo había cambiado. Vi detrás de todas las ventanas los blancos rostros de los alumnos: máscaras con expresión de oculta alegría. No era poco lo que podía verse: un gigantesco tablero de ajedrez de piedra con cinco figuras, de las cuales dos estaban quietas en pie, ya que mientras el director se movía hacia mí Maria Zeinstra iba hacia Arend Herfst, quien a su vez iba en dirección a Lisa d'India. En el mismo instante en que el director había llegado a mi lado, Herfst había apartado a un lado a Maria Zeinstra con un empujón tal que ésta tropezó. Antes de que se hubiera levantado ya había dicho el director:
—Señor Mussert, su permanencia aquí se ha hecho completamente imposible —pero al mismo tiempo Herfst había cogido a D'India del brazo y empezaba a tirar de ella.
—¡Arend!
Era la voz que esa misma mañana me había dicho que quería venirse a vivir conmigo. Ahora todo estaba quieto. Había levitado por encima de esta escena congelada, y desde arriba la observaba como si yo no formara parte de ella: el hombre mayor con el rostro desencajado que había alzado sus dedos hacia el hombre sangrante que estaba contra el muro; la mujer pelirroja en medio, en el espacio abierto; el otro hombre que se bamboleaba sobre sus piernas y la muchacha, a la que parecía tener inmovilizada con una llave de judo. Y en ese silencio sonó aquella palabra idiota con la que los alumnos siempre me nombraban.
—Sócrates.
Quería algo, esa palabra. Afligía y no quería desaparecer de ese patio. Aún se mantenía cuando la persona que la había gritado, dicho o susurrado, ya hacía tiempo que se había ido, arrastrada, en un coche que unos cuantos kilómetros más adelante chocaría contra un camión. Y no, no fui al entierro; y sí, naturalmente, Herfst sólo se había roto las piernas. Y no, de Maria Zeinstra no he vuelto a saber nunca nada más; y sí, Herfst y yo fuimos despedidos, y el matrimonio Autumn[11] imparte clases en algún sitio de Austin, Texas. Y no, yo no he vuelto a dar clase nunca más; y sí, me convertí en el escritor de las muy solicitadas guías de viaje del doctor Estrabón, con las que bastantes neerlandeses se arriesgan a viajar al peligroso extranjero. Muy raramente encuentro alguna vez a un antiguo alumno. Una terrible adultez ha tomado posesión de sus rostros, nunca pronuncian los dos nombres que flotan sobre sus cabezas; yo tampoco.
Peter Harris se acercó a mi lado.
—Creía que odiabas la luz del día —dije. Olía a alcohol, como Arend Herfst aquella mañana. El mundo es una referencia continua. Pero al menos él no me golpeó. Me ofreció su petaca pero rehusé.
—Nos acercamos a tierra —dijo. Miré al horizonte pero no vi nada.
—No debes mirar allí. Aquí abajo —señalaba el agua.
Durante todo el viaje había sido gris, o azul, o negra, o todo a la vez. Ahora era marrón.
—Arena del Amazonas. Fango.
—¿Cómo lo sabes?
—Ya he estado aquí antes. Y hemos navegado hacia el sudoeste. Dentro de unas cuantas horas verás Belém. Siempre me ha parecido una ingeniosa ocurrencia la de estos portugueses. Sales de Belém, llegas a Belém. Así puedes hacerte una idea de lo del eterno retorno. Naturalmente, no creerás en ello.
—Sólo para los animales —lo dije por decir.
—¿Por qué?
—Porque siempre regresan como ellos mismos. No apreciarías la diferencia entre una paloma de 1253 y una de ahora. Sencillamente es la misma paloma. O son eternas o Siempre regresan.
Belém. La vi ante mí. La Praça de República en el humeante calor, el teatro Paz. El haber estado en todas partes es un sino. La universidad, el jardín zoológico con las anacondas, los agutíes y los titís; la catedral del siglo XVIII. Todo en la Guía de viaje del doctor Estrabón. Sí, conocía Belém. El Bosque con sus plantas tropicales: precio de la entrada catorce céntimos. Las putas indias. Y el museo Goeldi. ¿Me vas a enseñar a mí el mundo? Mi maleta es mi mejor amigo.
El agua se volvió de un marrón más profundo y agudo. Sobre ella flotaban grandes trozos de madera; ésta era la garganta del gran río, aquí vomitaba un continente sus entrañas, ese lodo había llegado hasta aquí con la corriente desde los Andes a través de la mancillada selva con sus últimos misterios, sus últimos habitantes ocultos, el mundo perdido de las tinieblas eternas, las tenebrae. Procul recedant somnia, et noctium fantasmata. Mantén lejos de mí los malos sueños, las quimeras de la noche. Esto lo rezan los monjes antes de irse a dormir. Parecía que el vapor colgaba sobre el agua como un velo. Enseguida veríamos las dos orillas desesperadamente lejanas, dos amantes que nunca se tendrían el uno al otro. También los otros habían aparecido en cubierta. La mujer con el chico, los dos hombres mayores que parecían gemelos, el capitán con sus prismáticos, todo el mundo en su propio nicho, solos o en parejas. Mis compañeros de Viaje.
El oleaje disminuía, la humeante placa del agua se convirtió en una fuente sobre la cual el barco yacía como una ofrenda. ¿Aún nos movíamos? Miré a los otros, mis peculiares amigos a los que no había elegido. Éramos una comitiva casual los unos de los otros, yo era parte de ellos como ellos de mí. No podía durar mucho más. «Oro y madera», oí decir a Harris. Por un momento su rostro había desaparecido bajo el cabello castaño oscuro y miré a un hombre sin rostro que seguía hablando con naturalidad. Ya empezaba a acostumbrarme; ausencias repentinas, contornos vacíos, manos cuyo emplazamiento conocías sin verlas. «Oro y madera», escuché; el mundo tenía mucho que enseñarme, evidentemente seguiría haciéndolo de momento. Oro: sobre éste escribió una vez un libro ese espectro de Harris; la gran guerra del oro entre Johnson y De Gaulle de la que nadie había hablado nunca porque Vietnam había absorbido toda la atención de este asunto. Y sin embargo había sido una guerra auténtica, sin soldados pero con víctimas. Había escrito un libro sobre ella y nadie lo había leído. Y madera: por esto era por lo que había estado aquí, en la Amazonia, the lost world; ¿había yo leído alguna vez ese libro de Conan Doyle?, en él aparecía también un barco que remontaba el Amazonas: el Esmeralda. Oro y madera, sabía todo acerca de ellos. El oro permanecería y la madera no. «Cuando vuelvas aquí dentro de cien años esto será un gran desierto; peor que el Sahel. Entonces sí que estará cerca el fin del mundo, un pantano absorbido por completo, una caja de arena petrificada».
Siguió hablando, pero yo debo de ser el gran maestro de la levitación, ya que debajo de mí navegaba el barco: un botecito sobre las amplias aguas. Dibujaba una sencilla v tras de sí, una cuña que se hacía cada vez más ancha. Una página con una sola letra, que ya durante todo el largo viaje quería contarme algo. Pero ¿qué? Veía las lejanas orillas como dos anchos brazos que quizá se cerraran alrededor del barco para retenemos así consigo para siempre; me veía a mí mismo, veía el limitado sistema estelar de mis compañeros de viaje, dos gemelos, uno solo; veía cómo la mujer se desprendía del chico y se movía por su propio camino, libre de los demás; pero también cómo atraía a estos otros a su camino como si se tratara de una ley natural; cómo los dos ancianos —casi con pasos de baile— iban con ella; cómo el capitán dejaba caer sus prismáticos y seguía, y Harris se desprendía de mí; cómo mi yo, escindido de mí, se incorporaba despacio y de mala gana al séquito de allí abajo mientras que yo arriba subía, como un globo, a una altura cada vez más elevada y veía cómo el río se hacía cada vez más pequeño y aparecía cada vez más tierra; verde, peligrosa y rezumante tierra, velada por los vapores de su propio calor con el que ahora se mezclaba la oscuridad del repentino atardecer tropical. Veía las luces de Belém como el Voyager había visto la Tierra entre los otros puntos luminosos y manchas de nuestro sistema solar. Ahora yo había alzado el vuelo más alto de lo que jamás hubiera hecho Sócrates en su imaginación; él, que aún pensaba que si subías suficientemente alto por encima de la Tierra podías ver el paraíso. Estaba más arriba que Armstrong, que había estropeado la Luna; tenía que huir de ese frío sideral, tenía que volver a mi lugar, a mi extraño cuerpo. Fui el último que entró en el salón. Alonso Carnero estaba sentado a los pies de la mujer. Algo en la colocación delataba que él sería el centro. Los dos hombres mayores lo miraban con complacencia: ésa era la palabra justa. Todos nuestros cuerpos parecían hallarse en constante duda de si querían realmente existir; raras veces había visto un conjunto de personas en el que faltara tanto; de vez en cuando desaparecían rodillas enteras, partes de hombro, pies, pero nuestros ojos no tenían la menor dificultad por ello, llenaban los lugares vacíos si éstos se extralimitaban, anidaban en los de otro como si a través de ello pudiera ser conjurada la completa desaparición. Sólo ella permanecía igual; el chico la miraba y seguía haciéndolo cuando empezó a hablar. Ella debió de darle alguna señal para que empezara.
¿Empezar? Ésta no era la palabra adecuada, y ahora se trata de elegir las palabras apropiadas, lo sabes mejor que yo. No empezó, terminó. ¿Cómo dices eso? Su historia era una historia con un principio y un fin, pero al mismo tiempo era el final de una historia de la que ya conocíamos gran parte: que su abuela había sido fusilada por los fascistas en Burgos junto con otras mujeres de su pueblo, y que el abuelo de su mejor amigo había sido miembro del pelotón de fusilamiento, y cómo todo el mundo en el pueblo lo sabía y también sabía que las mujeres en ese último instante de sus vidas se habían levantado las faldas como una ofensa mortal para los soldados que dispararían en ese mismo momento, y cómo por ello sus padres no le dejaban tratarse con su amigo, ya que esas cosas no se olvidaban nunca jamás: no donde él vivía; de manera que él y su amigo —que se llamaba Manolo— se encontraban en la oscuridad y también se habían encontrado la noche sobre la que él narraría, sobre la que narraba en una letanía, una larga corriente de palabras; cómo desafiaba siempre a Manolo igual que Manolo a él y que cada vez iban más lejos con estos desafíos y ya habían ido a tumbarse con frecuencia sobre las vías del tren cuando llegaba el expreso nocturno de Burgos a Madrid y que se trataba de ver quién se atrevía a quedarse tumbado más tiempo. Había un gran silencio en el salón, todos veíamos cómo se había levantado y se parecía a Jesús en el templo; sabíamos lo que iba a suceder y no queríamos oírlo, nos mirábamos los unos a los otros porque apenas podíamos sostener su mirada. Él ya no nos miraba, sólo a ella; y vi algo que también vería en las otras historias, en las posteriores: el narrador notaba algo en ella que le producía una infinita confianza, como si ella no fuera quien era, sino algo que ya hacía mucho tiempo que conocía, de manera que no contaba su historia a esa persona extraña, sino a alguien a quien sólo él veía. En el fondo nosotros no veíamos a nadie, pero el narrador sí; alguien que le hacía posible encontrar las palabras que mejor se adecuaban a la realidad interna de su historia. Oí cómo se iba apagando el ruido del barco, cómo afuera ya no estaba ese río ancho y nocturno; sólo tierra, superficie seca. Habían ido a tumbarse; él había visto la Osa Mayor donde anteriormente había disparado con su tirachinas y había pensado que la Osa lo miraba, que vería todo. Primero habían hablado algo, habían dicho los dos que no serían el primero en levantarse, pero esta vez sabía con seguridad que en lo que a él respectaba era verdad; y entonces se había hecho el silencio, algún murmullo de hierba seca, de vez en cuando un coche, eso era todo. Y entonces, de muy lejos, había llegado el ruido, había parecido casi un canto que penetraba en el cráneo desde los duros raíles de acero; aún lo sentía. Se le saltaban las lágrimas y se avergonzaba por ello y al mismo tiempo había sido delicioso porque ahora todo iría como debía; el horrible y cada vez más elevado zumbido, el silencio con que se acercaba, las estrellas sobre la meseta, las lágrimas en las que aquéllas se disipaban pasando a ser manchas de luz, húmedas y vibrantes. Permanecíamos inmóviles, supe que ya no me atrevería a mirarlo, porque en su voz el ronroneo se había convertido en un elevado griterío; ahora todo se había reducido solamente a ese ruido, nadie podía imaginárselo, y mientras lo contaba ponía las manos sobre sus orejas y por encima de lo que para él debía de ser una rabiosa tormenta de ruido devoradora de todo, su voz continuó infinitamente baja y contó que había visto cómo Manolo había saltado justamente antes de que la gigantesca forma pesada y negra pasara por encima de él —de Alonso— y con los brazos extendidos, como si quisiera enseñar cómo se desgarra un cuerpo, se quedó en el centro del salón y miró alrededor sin vernos a ninguno de nosotros; y nosotros, nosotros no nos movíamos y veíamos cómo ella se había levantado y lo conducía hacia fuera con un gesto de infinita ternura.
Permanecimos sentados durante algún tiempo y luego fuimos a cubierta. Nadie hablaba. Yo estaba en babor y miraba la orilla sur, de donde procedían los ruidos lejanos. No vi nada, sólo el resplandor de nuestras luces sobre el agua satinada. De manera que era así. El mundo seguiría representando sus fases de día y noche como si aún quisiera que recordáramos algo; y nosotros, que ya estábamos en algún lugar diferente, lo contemplaríamos. Yo conocía la tierra ahora invisible, sabía lo que pasaba allí, en esas orillas lejanas. Navegaríamos a través del estrecho de Obidos, un laberinto de agua amarilla y fangosa, los árboles de la gran selva junto a nosotros, en el Furo Grande las ramas tocarían nuestro barco, lo sabía, ya había estado una vez. Por supuesto que había estado. Niños indígenas desnudos sobre pasaderas de madera, cabañas sobre palos en el agua, troncos de árboles vaciados con remeras de jeroglíficos, chillidos y parloteo de grandes manadas de monos en las copas de los árboles cuando cae la tarde. Vuelve a caer una vez más. A veces una tormenta eléctrica escrita en lo negro del cielo; rabiosas y relucientes palabras, ilegibles y fugaces. Y después, cuando hubiéramos atravesado esto, las montañas como mesas extrañas. Santarém, a mitad de camino de Manaos, con su psicasténica ópera; el agua verde del Tapajós que se mezcla con el dorado fango y la otra, mucho más violentamente verde y roja y amarilla de los chillones papagayos; las mariposas como polícromas telas flotantes y, por la noche, las polillas aterciopeladas y grandes como una mano, que se chamuscan en las luces de cubierta. Así debía transcurrir: una pesadez, una carga, y nosotros como viajeros en el limbo. Cada noche —si podía llamarse así— uno de nosotros contaría su historia, y yo las conocería y no las conocería, y cada uno de estos relatos sería el final de otro más largo. Lo único era que los otros parecían saber mucho mejor que yo lo que tenían que contar. Bueno, ahora lo sé, pero por entonces aún no lo sabía. El narrador con una historia sin final es un mal narrador, eso ya lo sabes. Por lo que podía ver, nadie tenía miedo. Ya había pasado. Lo que sentía era una euforia que no podía explicar.
El río se hacía más estrecho, pero todavía era tan ancho como un lago. Por Manaos navegamos sobre la línea divisoria entre el Amazonas y el río Negro; el agua negra aliado de la marrón en el centro del río, dos colores que allí no se mezclan; el agua negra y sombría tallada como ónice, la marrón curtida y correosa, hablando de la distancia, la selva virgen. No sabía cuándo llegaría mi turno, por de pronto podía escuchar y mirar a los otros, leer las anécdotas de sus vidas como si alguien las hubiera inventado para mí. El sacerdote escuchaba la historia de Harris como si tuviera que estar otra vez en el confesionario, y Harris no tenía que oír la historia del padre Fermi porque para entonces ya había desaparecido. Fue el segundo, y nosotros escuchábamos como escucharíamos todo; era una ceremonia de despedida, la celebración de la casualidad que había instalado nuestras vidas en un tiempo, un lugar y un nombre. Y éramos corteses, moríamos juntos, nos ayudábamos los unos a los otros a estirar ese último segundo hasta el fin de cada historia; todavía teníamos que hacer algo, aún había que reflexionar, y parecía como si hubiera más tiempo para ello del que necesitábamos. Harris fue apuñalado en un bar de Guayana; durante todos esos interminables segundos en los que el cuchillo plateado y reluciente penetraba dentro de él, había tenido tiempo de embarcarse en Lisboa y emprender el viaje con nosotros, y todavía no había llegado a su fin esa cuchillada mortal. Había sido un asunto con una mujer negra en un decrépito burdel en los arrabales de Georgetown; había visto llegar el celoso cuchillo desde miles de kilómetros de distancia, en él había podido almacenar toda su vida; lo que le había llamado la atención era lo lógicamente que había transcurrido esta vida; ésa fue la palabra que utilizó. Trece minutos —naturalmente, el capitán Dekobra lo sabía con exactitud— habían pasado entre el instante en que se paró el primero de sus cuatro motores y el instante en que había impactado contra la superficie del mar. Sound of impacto. Nos habló de la nube en el cielo despejado que —al tener el sol detrás— se había asemejado a un gigantesco hombre plateado que parecía extenderse por todo el cielo cuando él se acercaba. En ese momento no había pensado en los cientos de peregrinos que volvían con él de La Meca en el vuelo chárter, sino en su mujer en París y en su amiga en Yakarta; pero aún pensaba más en dos insignificantes objetos que se hallaban en algún lugar del mundo, allí abajo, en dos diferentes congeladores. Entretanto había continuado todo lo demás; el radar había vuelto a funcionar mal, no había comprendido enseguida que se trataba de una nube de ceniza volcánica que debajo de él había expulsado el Krakatoa; había oído extinguirse sus motores uno a uno, la temperatura había descendido de 350 grados a casi nada porque ya no tenía lugar ninguna combustión; naturalmente, se había asustado, había intentado poner de nuevo en marcha los motores con la ignición de repuesto, pero nada, ninguna propulsión; y de repente había sido como en su primer planeador, hace ya mucho tiempo; lo único es que éste era el mayor planeador que jamás había existido; en un zumbido extraterrestre habían planeado por el aire y había oído gritos en la parte de atrás; recurrió a las baterías de emergencia, pidió auxilio, y bajo toda esta calentura le había invadido una calma que no era de este mundo; podía haber durado —dijo— un año, bien hubiera podido escribir un libro durante ella con sus recuerdos: la guerra, los combates aéreos, los bombardeos, las dos mujeres de su vida, para quienes antes de cada partida preparaba y congelaba una comida especial, de manera que la comerían cuando él estuviera al otro lado del mundo; esto era quizá ridículo e infantil, pero siempre le había procurado un oculto placer, igual que el que le producía ahora pensar que luego, cuando él ya no existiera, estas dos mujeres que no sabían nada la una de la otra, comerían una comida que él —que ya no estaría en este mundo— había preparado; y preguntó si no encontrábamos esto divertido y, ciertamente, lo encontrábamos divertido y mirábamos en sus ojos azules duros como el acero, y así se había marchado: erguido, elástico, alguien que nunca había tenido miedo de nada, que había navegado por los aires con el mayor avión del mundo como con un avión de papel; tomó la mano que le habías tendido y os vi desaparecer tras las puertas de cristal del salón.
Esa noche soñé por última vez conmigo en la habitación de Amsterdam; pero yo me empezaba, el hombre en aquella cama, me empezaba a aburrir. Ese sudor en su frente, ese rostro desencajado, esa expresión como si aún sufriera mucho mientras yo navegaba tan tranquilamente por el Amazonas, ese reloj junto a mi cama en el que el tiempo parecía encolado mientras que yo, por mi parte, había experimentado tanto. Me pareció que él tenía que apresurarse, ese sufrimiento de allí no tenía nada que ver con mi apoteósica sensación de aquí. Ahora estábamos solos los tres, y para alguien que ha aprendido de los clásicos que el narrar ha de tener un principio y un fin, la cosa empezaba a ponerse fea. Yo no podía estrellarme, nadie había intentado nunca apuñalarme, la única vez que había estado confrontado con la violencia corporal había sido esa vez que Arend Herfst me había dado una paliza, e incluso esto no lo había hecho rotundamente.
El padre Fermi no tenía semejantes problemas. Habló despreocupadamente del momento extático en el cual había obtenido el consentimiento de su abad para realizar el peregrinaje a Santiago de Compostela. Había tenido una visión ante sus ojos: la columna en el pórtico de la catedral en donde los peregrinos, desde hace siglos, se habían apoyado tras concluir su peregrinaje, que con frecuencia duraba meses, de manera que en este lugar se había desgastado el mármol pulido formando una mano en negativo. Era una imagen intensa, he de admitirlo; él la engrandecía mucho más que yo en la Guía de viaje para el Norte y Oeste de España del doctor Estrabón. Yo lo mencionaba nada más, pero él montaba todo un número con esto: cómo era posible que una mano apoyada contra el mármol de una columna, de la cual saca la más ínfima parte —microscópica e invisiblemente pequeña— de este mármol, cómo era posible que mediante esta acción repetida durante todos esos siglos, todas esas manos hubieran esculpido una mano que realmente no estaba allí. ¿Cuánto tiempo haría falta si tuvieras que hacer algo así por ti mismo? ¡Tal vez veinte siglos! Sabía de qué hablaba, porque yo también era uno de los escultores, también había puesto mi mano en esa mano en negativo. Era más de lo que jamás haría dom Fermi, ya que cuando finalmente había llegado a Santiago desde Milán, después de tres meses de marcha, había hecho lo que hacía todo el mundo (prescrito por el doctor Estrabón); había subido a la colina que hay ante la ciudad para ver en la lejanía la silueta de la catedral; había caído de rodillas y había rezado, y luego había bajado corriendo la colina en éxtasis (esto lo dijo con timidez) y una vez abajo, cuando quiso cruzar el camino para ir andando por el «lado bueno», fue atropellado en el acto por una ambulancia. Tal como había representado su peregrinaje, viejo con pasos danzantes, así bailó hacia atrás bajo el peso de esa ambulancia, agitando los brazos como si un gran pájaro se hubiera lanzado sobre él; o un espantoso ángel, también puede ser. El profesor Deng tuvo que saltar para detenerlo, pero él ya no se daba cuenta, sólo tenía ojos para ti. ¿Qué hechizo habías puesto ante sus ojos? Ninguno de nosotros sabrá jamás lo que el otro ha visto al contarte su historia, pero sea cual sea el rostro que muestres, reconocible o no, esperado o inesperado, ha de tener algo que ver con la consumación. Tengo curiosidad.
Ya sólo queda Deng, y le toca ahora a él. El barco parece arrastrarse, no quiere ir a ningún sitio. Conozco la selva nocturna que nos rodea; cuando pasamos por un asentamiento, huelo el perfume de pescado seco y fruta pudriéndose. Unas veces oigo las voces de niños sobre el agua, otras pasa por delante de nosotros un bote con indios, luego oigo durante un tiempo el sollozo del motor diesel: Coari, Fefé, el mundo tiene todavía nombres.
Cuando entro, ya estáis vosotros. Tendré que contarte sólo a ti mi historia, después. Llevas tu máscara de Perséfona (el padre Fermi: «Pero usted como filólogo tiene que saber que la muerte es una mujer»), pero el profesor Deng ve algo diferente, algo que quizá se corresponda con el poeta con el que ha pasado toda una vida como yo con Ovidio y, de repente, nos hace oír con el tono de su voz de anciano a la muchedumbre que le insulta: sus propios estudiantes en los días de la Revolución Cultural; hubo de estar sobre una plataforma y fue escupido y golpeado por haber traicionado a la revolución y haberse revolcado en el mundo decadente y feudal de la clase explotadora, porque glorificaba una casta que había humillado al pueblo y se ocupaba con manifestaciones de superstición y de insignificantes sentimientos personales de hombres de una época despreciable. Había tenido suerte; salió con vida y fue desterrado a un rincón olvidado en el campo, donde había seguido viviendo hasta que volvieron a producirse nuevos cambios; pero algo se había roto y arruinado en él; igual que Qu Yuan, se sentía preso en una época enferma en la que no quería vivir, y cuando vio que la rueda del cambio giraba una vuelta más, había vuelto la espalda al mundo y se había marchado. Citó a su poeta: «Fui calumniado al amanecer y esa misma noche apartado a un lado». Con su poema como único equipaje se había ido andando hasta llegar a un río y así había dejado su vida, como un trasto sobre la orilla. El agua había penetrado pesada en sus ropas, había flotado como un bote y esperado hasta que se levantara el viento para iniciar su gran viaje. A su alrededor había oído el agua con todo tipo de voces, había sonado muy claro y dulce. Su mano hizo un gesto hacia ti, ya no se le podía ver apenas, como si estuviera hecho de una finísima materia muy antigua, y tú habías hecho un mismo gesto y ya se había levantado. En el lejano espejo del salón me vi a mí mismo sentado solo y pensé en ese hombre de Amsterdam, la foto en su mano, el sueño que soñaba en el que yo pensaba en él. Salí hacia fuera por delante de ese Sócrates, miré en los ciegos ojos —bajo las toscas cejas— a la cabeza pensante de un hombre de Neanderthal que pensaba en mí en Amsterdam. El barco dejaba tras de sí apenas un indicio, el agua estaba tan calmada y negra que veía reflejados en el cristal las radiantes serpientes y escorpiones, los dioses y héroes. Yo también hubiera querido dejarme resbalar como el profesor Deng, había visto la voluptuosidad de la despedida en su rostro. De las orillas llegaba el profundo croar de los sapos o de las ranas gigantes. No sé cuánto tiempo estuve allí; el sol del oeste prendió una vez más la selva virgen con su terrible fuego, una vez más la veloz saeta del día acarició el río hasta que la oscuridad volvió a plegarse alrededor de todo —pájaros y árboles—, y todo lo cubrió. Ese hombre de Amsterdam había ido a dormir ignorante, sin saber qué clase de viaje iba a hacer. Alguien lo encontraría tan pronto como te haya contado mi historia; vendría gente a amortajar ese cuerpo achaparrado, a incinerado en el crematorio de Driehuis-Westerveld; mi absurda familia tiraría mi traducción de Ovidio, o sabe Dios si la quemarían; las guías de viaje del doctor Estrabón seguirían imprimiéndose unos diez años hasta que encontraran a otro loco; un antiguo alumno leería la esquela de Herman Mussert en el periódico y diría: «¡Vaya, Sócrates ha muerto!», y al mismo tiempo yo cambiaría, no sería mi alma la que se iría de viaje como había creído el auténtico Sócrates, sino mi cuerpo el que empezaría una interminable travesía errante; ya no sería posible escamoteárselo al universo y tomaría parte en las más fantásticas metamorfosis, y no me contaría nada porque haría mucho tiempo que me habría olvidado. Una vez la materia de la que uno consta había ofrecido alojamiento a un alma que se me parecía; ahora mi materia tenía otras obligaciones. ¿Y yo? Tenía que darme la vuelta, soltar la barandilla de cubierta, soltar todo, mirarte fijamente. Me hiciste señas, no fue muy difícil seguirte. Me habías enseñado algo sobre la inconmensurabilidad; cómo en la más pequeña cantidad de tiempo puede almacenarse un inmenso espacio para el recuerdo, y mientras podía quedarme tan pequeño y casual como yo mismo, me habías enseñado lo grande que yo era. Ya no tienes que hacerme señas, ya voy. Ninguno de los otros oirá mi historia, ninguno de ellos verá que la mujer que está allí y me espera tiene el rostro de mi amadísimo Critón, de la muchacha que fue mi alumna, tan joven que podías hablar con ella de la inmortalidad. Y entonces le conté, entonces te conté
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Es Consell, Sant Lluis,
2 de octubre de 1990