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También ahí reina la agitación. Cyril viste como si fuera a participar en una regata. De su aspecto deteriorado y enfermizo no ha quedado ni rastro. Como una maravillosa estatua polícroma destaca entre las figuras consumidas de North y NescaféJack y se balancea en su silla de pura felicidad.
—The day of the AHRMY —le grita desde lejos a André, mientras señala con el dedo a los oficiales que desfilan ufanos por la amplia zona central del paseo rodeados de mujeres y niños. Sobre el pecho lucen grandes bandas moradas y suntuosas condecoraciones de la orden de caballería; en la cintura, cintos de piel dorada, altas botas brillantes.
—Now look, it’s a fiesta today, a fiesta of the AHRMY! Now just look at the lovely things!
Hasta los soldados rasos lucen guantes blancos junto a sus harapos de color fango. El comandante de la Marina desfila de blanco nupcial, sin más adorno que una cruz de hierro, que destaca por su extrema sencillez. Con su bastón dirige un saludo condescendiente a los extranjeros, y North, esbozando su mueca más horrenda, murmura: «Fuck Franco, señor comandante!». Las rituales inclinaciones de cabeza en señal de agradecimiento.
La confusión de los acontecimientos se acentúa. La sensación general de felicidad contagia también a los extranjeros. En las mesas, el sol brilla en las botellas de Pitel·lo. Cada vez más gente se concentra en la esquina del cine junto a la Alhambra. Los oficiales van entrando en el cenagoso edificio de la comandancia militar que está enfrente. Policías con uniformes de un azul pálido acuden a despejar la carretera delante de la terraza. Al cabo de un instante, pasa una tropa de unos setenta soldados que desfilan en silencio, precedidos por un cornetista y una pequeña banda de música que no toca. Los últimos seis soldados llevan sobre la espalda las herramientas plateadas de los ingenieros: una palita de plata, una hachita de plata, una piqueta de plata. Se detienen frente al edificio de la comandancia. De repente se hace un silencio profundo. Todos los oficiales están dentro.
Aparece un jeep y de él se apea de un salto el comandante militar de la isla, un tipo gordo, jadeante y cargado de medallas. Suenan los dos primeros compases del himno nacional. Silencio. El comandante saluda a la bandera y entra en el edificio. Al cabo de un instante vuelve a salir, seguido de todos los oficiales. No hay estampa más fantástica, piensa el escritor: en medio del silencio más absoluto, los cuarenta oficiales, engalanados con sables, gafas de sol baratas y las órdenes más inverosímiles, toman posición frente a su tropa de setenta hombres. El silencio es impresionante. En todos los rostros se ha dibujado una expectación alentada por el feliz zumbido lejano de una vieja tartana. Todo el mundo está atento. Un Citroën bajo y muy antiguo, adornado con un banderín de colores vivos, da la vuelta a la esquina. «Se me acelera el corazón», susurra Cyril al oído de André. El automóvil se detiene frente a la tropa, el comandante se precipita a abrir la puerta. Se apea un obispo vestido de morado, un hombre anciano y tembloroso, la luz del sol refulgiendo en cada una de las piedras preciosas de su pectoral. El hombre extiende sus manos macilentas hacia el comandante y le susurra algo al oído. La nuca del comandante enrojece súbitamente por el esfuerzo de la inclinación. Por un instante los dos hombres se funden en un abrazo mientras se susurran palabras al oído como en un concilio de máximo secreto. Luego se sueltan al mismo tiempo y, milagrosamente, se mantienen en pie. De nuevo, los primeros dos compases del himno nacional. El comandante se lleva al obispo al interior del edificio. Allí cometen el crimen perfecto y luego reaparecen con la aureola de una gran drama sobre sus hombros. Esta vez tocan el himno completo y el comandante, jadeante, se pone en movimiento y pasa revista a las tropas con la mayor lentitud posible, pues apenas hay tropas suficientes para la duración del himno nacional. Al final de la fila, el comandante se encuentra cerca de André y este observa por un instante los dos acuosos zaguanes de sus ojos impregnados de una disciplina militar fatigada. Oye decir al hombre claramente: «¡Está bien!». Se ve un brillo de sables y el comandante se pone de nuevo a pasar revista a la tropa, las espuelas de sus botas repicando sobre el asfalto. Saluda con la cabeza a la bandera y a esa mancha morada del obispo que está en la acera, entre el tricornio acharolado del comandante de la Guardia Civil y el dorado, morado y marrón de los oficiales. El espectáculo ha terminado. La multitud, embelesada, respira hondo. El cornetista, del tamaño de una mosca, toca su corneta como para una gran cacería. Todos hacen un giro de noventa grados con un sonido parecido a un sollozo profundo y se ponen en marcha bajo las miradas melancólicas de los oficiales, que, a continuación, entran gradualmente en la comandancia para la recepción.
Cuando André y Cyril regresan al Domingo cogidos del brazo, el grupo sentado a su mesa ha aumentado. Ahí está un pudin hinchado con unas patillas esculpidas y medias botas de piel marrón: Alaska-Ben, el poeta. Y junto a él, una francesa menuda y rolliza que tira de André para que se siente a su lado.
—Vivo encima de ti —dice la francesa—. Por las mañanas te veo a menudo sentado en la terraza.
André le mira la cara y ha de contenerse para no apartarla de un empujón. La mujer posa por un instante su pequeña mano rolliza sobre el brazo de André y con la larga y sucia uña de su dedo meñique le araña la mano. Un débil trazo blanco. Él retira la mano y entra en el Domingo. No hay nadie en esa pequeña estación, vieja y oscura, donde nunca más llegará un tren. Observa en el espejo publicitario su rostro blanco y plateado y le parece estar mirando más allá de sus propios ojos. Más allá. Estoy cada vez peor, piensa. «Dios, tengo que hacer algo». Sigue mirándose la cara. ¿Tiene miedo? La nariz, la boca, los ojos, ¿tienen miedo? Imposible verlo. No soy yo, piensa. Se apodera de él una angustia atenazadora y el vértigo que suele seguir a esa sensación le acomete por detrás, en la corva de las rodillas.
—Debo pensar —dice en voz alta.
Un hombre mayor, el propio Domingo, entra por una puerta trasera arrastrando los pies y le lanza una mirada desde detrás de la barra.
—¿Qué hay, hombre? No estás bien… ¿quieres algo?
—No, no, gracias.
En la pantalla de cine que tiene enfrente, iluminada por la luz exterior que se cuela por debajo de la cortina de cuentas, André ve de pronto, con toda claridad, la panacea, el implacable remedio: tengo que matar a esa gorda. Así todo acabará.
Y a continuación llega la bendición de los paisajes amables. Y ahí va él, habiéndose liberado de su tarea de asesino, de repente investido de la nueva dignidad que le procura el equilibrio, caminando por una limpia carretera de asfalto en dirección, cuando menos, al horizonte. Domingo le trae un vaso de agua tibia y André, por no hacerle un feo al viejo, se bebe el agua y a continuación sale a la calle más ciego que un topo bajo la luz. Su víctima ha desaparecido y él la olvida de inmediato. Todos están de pie. ¿Acaso ya la ha matado? «¡Eh, André!». ¿Quién le llama? ¿Dónde? Cyril naturalmente, en un borde del cuadro, extendiendo una mano larga hacia la luz… «We are going to San Vicente! We are going to the holy grotto of the moon goddess! To Ast-Arte!». Schramm —¿de dónde habrá salido?— corta la luz, proyectando hacía él su sombra amenazadora.
—Hoy la gente acude ahí a rezar —dice en tono serio—. Los taxis con los peregrinos se detienen aquí enfrente. Primero iremos en coche a Santa Eulalia, luego a San Carlos y el resto del camino lo haremos a pie, porque más allá ya no hay carretera. Y porque eso es lo que corresponde a los peregrinos. Ven con nosotros y rézale a Dios para que te conceda inspiración.
Y Schramm le sopla en la cara una bocanada de espíritu santo, a modo de anticipo. André lo ve cruzar la calle, tambaleándose en dirección a una larga fila de taxis estacionados bajo las palmeras. Un amplio corro de isleños sigue con suma atención las negociaciones entre esos locos extranjeros y los conductores. Un cuarto de hora después, los primeros taxis, al menos diez, pasan por delante de la terraza. André se apiña en un viejo Fiat pequeño con Cyril, North y un irlandés gordo, del que se rumorea que fue castrado en una guerra. Entre gritos, bocinazos, agitación histérica de pañuelos y falsos lloros dirigidos a Domingo y Vicente, los taxis apuntan el morro hacia el puerto y se ponen en marcha.
—Los taxis de Marne —susurra North y descorcha con los dientes una botella de coñac. Todos toman un trago. El irlandés se inclina hacia atrás y se pone a hacer gárgaras.
La cabeza de Cyril cae hacia un lado. Se ha dormido y de su boca salen de vez en cuando palabras y fragmentos de frases, como si conversara con un ausente.
A la derecha del taxi, desaparece la punta verde y cenagosa del puerto donde las embarcaciones muertas yacen atascadas entre plantas acuáticas. El taxi dobla hacia el interior de la isla. Al extremo de una pequeña llanura tachonada de granjas y molinos de viento, se alzan las colinas. La carretera se dirige en línea recta hacia ellas. El conductor ha bajado la ventanilla y el aire con los aromas del paisaje les tira de los cabellos y les sopla en la cara.
El irlandés canturrea para sus adentros y no contesta cuando North le hace una pregunta. Frente a ellos circulan otros dos taxis. De vez en cuando les llega una ráfaga de canciones revolucionarias y de pronto, todos los sonidos quedan amortiguados por la bocina de un gran Buick que quiere adelantarlos. Schramm y Alaska-Ben asoman la cabeza por la ventanilla cual dos figuras salidas de un espectáculo diabólico. Ben, rabioso, un ángel degenerado; y Schramm lanzándole gritos a North: «¡Tú, escritor americano fracasado, eres un cerdo asqueroso!». North, el rostro judío-eslavo-chino rojo de ira, le contesta: «¡Y tú, pintor americano, eres un gilipollas inútil que nunca venderá un miserable cuadro!».
Entre bocinazos, el gran Buick adelanta también a los otros taxis. Las dos cabezas no dejan de proferir insultos y de todos los taxis asoman ahora cabezas despeinadas, las caras coloradas de tanto gritar. El conductor se muere de risa y con su viejo Fiat intenta seguir al Buick, pero este ya está muy lejos, un escarabajo reluciente que espanta a bocinazos a las ovejas y a las cuadrigas romanas, ascendiendo hacia las colinas, cuyo verde apagado se fragmenta en caóticos pinares entre los que asoman blancas masías bajas en pequeños campos de cultivo conquistados al terreno pedregoso. Familias de payeses sentadas en pequeñas sillas de enea frente a sus masías contemplan estupefactas el paso de esa procesión de gritos y bocinazos.
—Dentro de muchos años esa gente seguirá hablando de esto —dice North—. ¿Recuerdas aquel día en que unos extranjeros pasaron por aquí en al menos diez taxis? Borrachos todos, sí, y agarrados a las mujeres en el interior de los coches. Se oían los gritos de las mujeres. Quizá algún día esta escena inspire una canción popular. —Y, poniendo una voz falsa de flamenco, exclama—: ¡Una noche de invieeerno…!
El irlandés le interrumpe:
—A-haaa el día del ejééército… los taxis…
Cyril se despierta, estalla en una carcajada infinita, y, entre jadeos, susurra:
—This island… is ee Paradise.
Un bache inmenso los sacude a todos y, aferrándose los unos a los otros, cantan a pleno pulmón… It’s a long way, to San Vicente… it’s a long way… to go… André se suma al canto de sus compañeros mientras piensa: ¿por qué no estoy cantando de verdad?; ¿por qué estoy pensando que canto? ¿Piensan ellos que cantan o cantan de verdad? El rostro del conductor está exultante mientras toca el claxon al ritmo de la canción. La alegría estalla por todo el taxi. André canta con todas sus fuerzas, pero sus ojos no dejan de fotografiar las caras de los demás en la insolencia de su alegría. La alegría es el no mirar, piensa, y con todo su peso se lanza contra el muro que le separa de los cantantes, gritando como un loco, chillando con voz infantil hasta que la canción se extingue poco a poco en su milésima repetición y todos se sueltan, toman otro trago de la botella y encienden un Ideales.
—Mira el paisaje —dice North—. Presta mucha atención, señor escritor, esto hiede a dioses y a historia. Bajo cada uno de esos olivos, detrás de cada mísera colina, yacen pequeñas divinidades necias que han enloquecido porque la gente las ha abandonado, cabecitas moradas de rencor que sacan sus pequeñas lenguas resecas a los coches que pasan.
—¡Hu! ¡Hu! —grita North por la ventanilla.
Se vuelve hacia André, de modo que el sol se refleja en el doble cristal de sus gafas y André tiene la impresión de ser observado por un monstruo que se hubiera encogido. Un monstruo con grandes ojos redondos de metal ardiente, que salta y se desliza con los movimientos del coche mientras sisea con una risa tonta:
—Ya verás, inténtalo. You just put on your fucking wooden shoes and buy some milk and apples. Adéntrate en el campo a media noche y deposita tus ofrendas bajo el árbol que quieras: al día siguiente habrán desaparecido, devoradas. Y si tienes el valor suficiente para permanecer ahí y esperar a ver lo que sucede, ¡Dios, ya verás qué espectáculo! Aparecerán todas esas divinidades con sus cabecitas empolvadas y deformes y sus piernas contrahechas a fuerza de reptar. Las oirás acercarse de lejos, sus articulaciones chirriando como mil grillos, arrastrándose por la tierra con deseo, gritando por sus ofrendas, un desfile aterrador de dei loci babeantes insultándose unas a otras en lenguas muertas: en fenicio, en egipcio, en griego. Ya casi no tienen piernas. Impulsándose con un solo codo, arrastran sus miembros divinos hacia donde estés sentado. Hueles su mal aliento, el hedor de su inmortalidad. Ellas son adictas a las oraciones y a la adoración. Y cuando al fin hayan devorado tu modesta ofrenda, después de haberse tirado de los pelos y haberse golpeado el vientre las unas a las otras, entonces empieza realmente la cosa: entre sacudidas, y chocando unas contra otras, se arrastrarán hacia ti como perros, perros que ya nadie quiere tocar, te lamerán los pies, y solo querrán una cosa, solo una: ¡que reces! Y tú te pondrás a rezar. Cualquier oración vale, oraciones para rogar que cambien las condiciones atmosféricas o para evitar un cáncer o para que tu madre viva muchos años más. Pídeles cualquier cosa y verás cómo empiezan a retorcerse y a jadear de placer, diez divinidades, treinta divinidades, cien divinidades: ¡un único gran cuerpo divino, deforme y despreciado, follado por última vez contra la esquina del altar derruido!
North pellizca la nariz de André.
—Crees que no es verdad lo que digo, ¿verdad? Lo veo. ¡Ah!
Los humillantes dedos de hierro sueltan su presa. André retrocede ante ese odio, pero la cabeza de North le persigue hasta el rincón del taxi e insiste:
—Estás equivocado. —Su corta y ancha lengua se relame los labios taimados—. Asoma tu cabeza por la ventanilla. ¿Y? ¿Acaso ves paz? Esta no es una isla pacífica, aquí hay más dioses que conejos, esto es un campo de concentración de dioses con cien nombres frustrados a los que ya nadie adora. ¿No tiene usted ya nada por lo que vivir? ¿Le parece la vida vacía y carente de sentido? ¡Pues sáquese hoy mismo un billete hacia esa pacífica isla blanca que yace en el mar antiguo como la luna en el mar de los cielos! Cientos de dioses le esperan, reventando de inmortalidad, sorbiendo la eternidad. ¡Les estarán más que agradecidos por su visita!
North se reclina exhausto en el asiento, y, muerto de risa, le cubre a Cyril los ojos con su cabello. El irlandés asoma su grueso brazo de eunuco por la ventanilla y señala algo en la distancia que, de pronto, al doblar el coche una curva, se oculta tras el paisaje: un valle, oro, un riachuelo, una aldea, una alta colina sobre la que unas blancas construcciones moriscas brillan bajo la luz de mármol. Santa Eulalia.