Viena, unos meses después

Antes de ir al hospital a visitar a Maret, me pasé por mi despacho de Elisabeth Promenade. Quería hablar por conferencia telefónica con el inspector Cassen, de la Prefectura de Policía de París, con quien había trabado cierta amistad a raíz del caso de Franzisca y Heinrich Klein, una pareja de asesinos que habían huido de Viena a la capital de Francia y a quienes pudimos arrestar gracias a la colaboración de la policía francesa.

Le pregunté por el asesinato de Arturo Fernández de Rojas.

—Ah, sí, claro —me respondió al otro lado de la línea, entre permanentes cortes e interferencias. A pesar de la precariedad de la comunicación, pude detectar su tono de satisfacción: se congratulaba a sí mismo de serme útil—. Aún estaba vivo cuando llegamos, pero las tijeras habían alcanzado el hígado y no pudo hacerse nada por él. Se armó cierto revuelo con ese caso. Hubo presiones de arriba, ya sabe de lo que le hablo. Resultó que el chico era hijo de un importante funcionario del gobierno español, el marqués de Vereda. Solía viajar con frecuencia a París, de hecho, tenía su propio apartamento en la lujosa avenue Matignon. Sin embargo, meses antes, había alquilado con nombre falso esa habitación de mala muerte en La Chapelle. La noche del crimen la camarera le vio llegar ebrio (realmente fue el alcohol lo que hizo que la lesión resultase fatal) y los vecinos de otras habitaciones afirmaron haberle oído gritar y maldecir en español. ¿Con quién? No lo sabemos. El dueño del hostal aseguraba que vivía una mujer allí, pero no encontramos rastro de ella, ni prendas ni objetos femeninos en la habitación. Averiguamos que el señor Fernández de Rojas era un jugador empedernido: dados, ruleta, naipes… incluso peleas de perros, y que no había tenido muy buena fortuna en los días previos. Fue sencillo cargarle el asesinato a un acreedor enfurecido que luego se habría volatilizado.

Me despedí del inspector Cassen agradeciéndole su información y corté la llamada con un hormigueo de satisfacción y ansiedad en el estómago. Me recliné en mi asiento. Por fin había llegado a un punto en el que una serie de pedazos dispersos y lejanos parecían atraerse con fuerza magnética para encajar por sí solos y Maret podría ser el imán al que se dirigían.

El motivo, los medios y la oportunidad. Maret los reunía todos. El francés era un hombre despechado y abandonado, lo cual había probablemente derivado a un odio hacia Inés y su entorno, un deseo de destruir todo lo que tuviera que ver con ella e incluso su misma persona. Se trataba además de un hombre enfermo y débil (puede que con antecedentes criminales que estuviesen relacionados con los misteriosos recortes de prensa) que se había servido del cianuro, el cual estaba acostumbrado a manejar por su profesión, para cometer los asesinatos. La oportunidad se la habían servido en bandeja.

Tuve que contener una repentina acometida de gozo, incluso alivio, ante semejante escenario. Tal vez había una posibilidad, una feliz posibilidad, de que Inés no fuera la asesina. Aquello hizo que sonriera por primera vez en mucho tiempo.