—Kevin es un chico normal —les explicó la señorita Lattimore, su maestra de quinto curso—. Absolutamente normal. Ha sufrido una lesión cerebral leve, nada más. —Levantó la mano y separó un poco el índice y el pulgar para que todos comprendieran la levedad de la lesión cerebral—. Aunque tenga algún problema a la hora de hacer ciertas cosas, como por ejemplo hablar o desenvolverse en la escuela, quiero que recordéis algo: por dentro sigue siendo el mismo. —Cerró la mano y apoyó el puño cerrado sobre el pecho—: Tiene exactamente los mismos sentimientos que vosotros.

Cara y Suzette se miraron de reojo. La secretaria del padre de Suzette era a su vez la tía de Kevin. Ellas ya sabían que Ke vin no era normal, que se veía obligado a usar un andador y que sólo podía mover un lado de la cara. Se le caía la baba y también tenía problemas con el control de esfínteres. Kevin siempre había pasado inadvertido hasta aquel día del verano anterior en que bajó montado en bicicleta y sin casco por la larga pendiente de Brewster Boulevard y se estrelló contra el lateral del camión que repartía el pan de Pepperidge Farm. Como resultado, se pasó dos días en coma, perdió un riñón y sufrió una hemorragia cerebral. Ahora era alguien más interesante.

Cuando apareció en la puerta del aula por primera vez después del accidente, Cara estaba preparada: tenía las manos entrelazadas sobre el pupitre y una sonrisa fija de bienvenida en la cara. Hacía semanas que había decidido que se convertiría en la amiga de Kevin en cuanto éste volviera: le ayudaría a llevar la bandeja de la comida, a bajar la cremallera de la mochila, a sacar el estuche cuando lo necesitara. Al verlo entrar en la clase, precedido por el andador de metal dorado y seguido por su madre —que llevaba los labios pintados de un rojo intenso y un pañuelo cubriéndole los rizos—, no sintió hacia él la misma aprensión que obviamente despertaba en los demás. Su cara era tal como la había descrito Suzette: la mitad normal; la otra mitad medio caída, como si fuera un pastel deshecho, formando arrugas sobre sí misma y con la boca esbozando una sonrisa torcida, inalterable durante todo el tiempo, casi una eternidad, que necesitó para llegar a su asiento, situado una fila por detrás de Cara. La señorita Lattimore volvió a llevarse el puño al pecho.

—Nos alegramos mucho de tenerte de vuelta, Kevin. Mucho.

Los carraspeos y las bolas de papel que surcaban el aula decían más bien lo contrario. Nadie se alegraba del regreso de Kevin. Se había convertido en una advertencia constante: el nombre que citaban todos los padres siempre que sus hijos salían en bicicleta. A medida que se acercaba, incluso Cara, pese a sus sueños de solidaridad a lo Florence Nightingale, se quedó tan atónita al verlo, al reparar en la debacle terrible fruto de un error momentáneo, que cuando notó que el vacilante andador pasaba por su lado hizo lo que se había prometido no hacer nunca: bajó la vista y la posó en el dobladillo del vestido, cerró manos y piernas, y enarcó las cejas. Cuando por fin él ocupó su asiento y dejó el andador en medio del pasillo, la señorita Lattimore retornó el tema y captó la atención de una sala llena de chavales tan ansiosos de concentrarse en cualquier cosa que no fuera Kevin que es posible que nadie, excepto Cara, oyera una especie de carraspeo que se convirtió en palabras, un balbuceo baboso que procedía de una boca medio cerrada:

—Te veo las bragas.

Más adelante, Suzette le dijo que querer a un chico capaz de decir esas cosas evidenciaba que tenía un problema. —No puedo evitado —repuso Cara—. Tiene algo.

Ella y Suzette llevaban manteniendo la misma conversación desde segundo curso, cuando se conocieron y trabaron amistad. Si Cara era la romántica, Suzette era la práctica, la que proclamaba verdades absolutas, la que evitaba la popularidad y todo lo que conllevaba. En ese momento, las chicas más populares recorrían el pasillo del comedor con trencitas hechas con finas cintas de plástico de color rojo y negro. «Colores de puta», explicó una chica, y Cara cometió el error de salir corriendo a comprar sus propios materiales. No comprendía la regla básica de la popularidad: el hecho de que tuvieran que pedirte que te unieras a ellas, la obligatoriedad de que se formalizara una invitación. Una no se sentaba con la bolsa marrón a la primera mesa que veía. Durante años fue incapaz de entender las reglas del discurso social; luego, en una breve conversación, las captó del todo.

—Aquí nos sentamos nosotras —le dijo Patty Sweet—. y nuestras amigas.

—Oh —exclamó Cara mientras dejaba la bolsa sobre su regazo y recorría el banco con la vista.

Más tarde Suzette haría un gesto despectivo.

—Como si esas chicas tuvieran algo especial. ¡Por favor! Su único mérito es ser delgadas y tener el pelo bonito.

Suzette no les encontraba la menor gracia a las chicas populares del colegio, aunque tampoco se la encontraba a nadie. Su deseo era trabajar con animales: «En África. Los animales son honestos. Si tienen hambre, te devoran».

Aunque Suzette no habría entendido la distinción, Cara no ansiaba concretamente ser popular sino más bien poseer la habilidad de relacionarse con la gente de forma más desenfadada, de moverse por el mundo con facilidad; de ser, en definitiva, como su profesora de cuarto, la señora Simon, que una vez se pasó toda la mañana con la cremallera bajada y se tomó la noticia con una carcajada. «Bueno, entonces ¿alguien ha oído algo de lo que he dicho hoy?», bromeó. En el caso de Cara, un error de ese calibre la habría deprimido durante días, se habría convertido en una explicación de las conversaciones que se le amontonaban en la cabeza, las palabras que nunca le decía a la gente a quien se pasaba el día mirando.

Durante la primera semana de colegio de Kevin, Cara le observaba tanto como podía. Cada vez que encontraba una excusa para girarse —comprobar que el sacapuntas estuviera en su sitio, mirar las nubes a través de la ventana—, él la observaba con el rostro descompuesto y la misma media sonrisa.

Ella empezaba a albergar sus dudas sobre el calibre de la lesión cerebral. Cuando lo miraba a los ojos, veía en ellos profundidad, inteligencia, un cerebro completamente normal atrapado en un cuerpo semiparalizado.

A principios de la segunda semana, la señorita Lattimore inició la clase susurrando:

—Tengo que pedir un voluntario para que ejerza de ayudante de Kevin esta semana.

Aunque Kevin no estaba en clase (seguía incorporándose una hora más tarde que el resto), la mujer se dirigía a sus alumnos como si eso fuera un secreto colectivo, algo que no debía mencionarse más allá de las cuatro paredes del aula. La mano de Cara se disparó de repente, cual faro en un océano de incertidumbre. Hasta la fecha, Cara no había destacado en nada: su única distinción había sido ser la chica con las uñas más limpias de la clase el día que la señorita Lattimore hablaba de la transmisión mano-boca de los gérmenes del resfriado. «No siento el menor temor de darle la mano a Cara —había dicho—. Del resto ya no estoy tan segura.» Eso cambiaría a partir de ahora. La señorita Lattimore la llamó a su mesa para hablar con ella en privado.

—Intenta anticiparte a las cosas que pueda necesitar y ayúdale sin que tenga que pedírtelo. Creo que es la mejor manera.

Cara asintió, prometiéndose que sería la mejor ayudante que tuviera Kevin, tan buena que ya no haría falta pedírselo a nadie más: el trabajo sería suyo durante el resto del curso.

Sin embargo, lo cierto fue que Kevin no necesitaba demasiada ayuda y casi nunca pedía nada; de hecho, apenas hablaba. La señorita Lattimore le preguntó en clase en dos ocasiones, y en ambas todo el mundo observó el esfuerzo de concentración que tenía que hacer para hablar. En ninguno de los dos casos consiguió pronunciar palabra y la señorita Lattimore zanjó el asunto diciendo: «Está bien, Kevin. Gracias por intentarlo. Quizá la próxima vez». Almorzaban juntos, tal como les había indicado la señorita Lattimore, y Cara mantenía un ritmo de conversación constante que llevaba planeado de antemano para llenar lo que, de otro modo, habría sido una comida silenciosa. Le contaba todo lo que le rondaba por la cabeza: su falta de interés por tener muchos amigos, la distinción entre ser amable y popular, y su intuición de que a veces no se podía ser las dos cosas. Para su sorpresa, ante la muda presencia de Kevin, las palabras, opiniones y pensamientos fluían con facilidad; de repente tenía muchas cosas que decir. Se parecía a Suzette, quien según todo el mundo era la más lista de las dos. Le dijo a Kevin que de mayor quería ser enfermera, o bióloga marina, sobre todo después de aquella excursión a las marismas del verano anterior en que había sorprendido a todos por su valentía a la hora de sumergirse para tocar texturas que no se discernían a simple vista.

—Hay anémonas que parecen frágiles, pero cuando las tocas están duras como piedras. Es como tocar un cráneo, aunque suene raro. ¿Quién querría hacer eso?

Los ojos de Kevin parpadearon.

«Oh, por Dios —pensó ella—. Seguro que muchas manos le han tocado la cabeza.» Se le aceleró el ritmo cardíaco y temió entrar en una especie de combustión interna: muerte por vergüenza, infarto de estupidez.

Más adelante la señorita Lattimore elogió el trabajo de Cara, pero le informó de que a partir de ese momento la tarea se la asignaría a un chico.

—Por si Kevin necesita ayuda en el cuarto de baño. Así le será más cómodo pedirla, menos embarazoso.

Cara estaba de pie junto a la mesa de la señorita Lattimore en la segunda y última audiencia privada que tendría con su maestra en lo que quedaba de curso, y comprendió, gracias a esa aterradora intuición de la que a veces los niños hacen gala para luego eludirla, perplejos ante su propia perspicacia para captar la verdad, que ella no era la única que amaba a Kevin por razones inexplicables: sus necesidades, su silencio, la mano yerta que tenía que apoyar sobre la otra encima del pupitre. La señorita Lattimore también le quería y pensaba en él por las noches con más frecuencia de la debida. Cada una veía una versión de Kevin distinta: para Cara, era un chico normal, más que normal, un cerebro al que la muerte había envejecido antes de tiempo, convirtiéndolo en un adulto atrapado en el cuerpo roto de un niño; para la señorita Lattimore, sería el niño que un día se subió a una bicicleta y montó en ella durante tres minutos, con los brazos tensos. Quizás ambas anhelaban algo parecido: borrar las heridas a base de ayuda, encontrar un agujero, un hueco, por el que verter su amor líquido, o quizás era un ansia algo más oscura, tal como había insinuado Suzette, molesta ante la negativa de Cara de comer con ella durante toda la semana.

—Lo único que quieres es llamar la atención.

Suzette había sido su mejor amiga durante tres años. Juntas habían sufrido siete meses de Girl Scouts, juntas lo habían dejado cuando rechazaron sus insignias creativas porque el proyecto de cristal ahumado de las Shrinky Dinks planteado por Suzette, que incorporaba plumas de ave y trozos de papel de aluminio, no encajaba con la definición de arte que había leído la líder del grupo. Juntas habían aprendido a montar en bici, a nadar, a fabricar estrellas de hilo que colgaban sobre sus camas. Suzette lo sabía todo de Cara y hablaba por tanto con cierto grado de autoridad: Cara quería llamar la atención. Frente a la dura y llana realidad de las carencias de Kevin, a lo largo de esos almuerzos se había visto a sí misma por primera vez, había oído su propia voz, había notado dentro de sí la existencia de la persona en quien se convertiría con el paso del tiempo.

Años después Cara llegó a darse cuenta de que tampoco ella se equivocaba en relación con la señorita Lattimore. Aprendería de primera mano que la gente reacciona de muchas formas ante los niños con necesidades especiales (un nombre que todavía no se les daba, pero que no tardaría mucho en aplicárseles); que la gente suele sentir, en igual medida, compasión, desdén, terror y lástima, aunque también algo más: la idea de posibilidad. «Tienes esta necesidad. Bueno, siéntate a mi lado. Déjame satisfacerla.»

Ahora, con treinta años, Cara está sentada en el despacho de su antigua escuela primaria, esperando a que llegue la directora, Margot Tesler, y le cuente por fin qué pasa con su hijo, que lleva desaparecido el tiempo suficiente para que la hayan convocado aquí. Cara no acostumbra a recordar que ella misma asistió a ese colegio veinte años atrás; que, si las paredes hablaran, narrarían una larga historia de éxitos y fracasos. Sólo piensa en ello ocasionalmente: cuando está arrodillada junto a un abrigo mientras Adam intenta quitarse los pantalones para la nieve, verá un calefactor y se acordará de ella y de Suzette que, con aire aburrido, decoraban las paredes con diminutos Hola pintados con rotulador, y se acercará para ver si las capas de pintura beis han logrado borrar las pruebas de su vieja, y ahora muerta, amistad.

Aunque de niña Cara nunca tuvo que ir al despacho del director, ahora conoce bien la oficina: las paredes forradas de estantes, una mesa de conferencias lo bastante grande para desplegar sobre ella el planning de educación anual de Adam, que a veces requiere el concurso de ocho personas en el planteamiento de objetivos, logros, las alteraciones necesarias a medida que el currículum escolar se vuelve más exigente año tras año. Por raro que parezca, a Cara la sala no le trae malos recuerdos. No es amiga de ninguna de esas personas, pero tampoco enemiga, como sospecha que lo son otros padres de niños con necesidades especiales que van siempre llenos de listas interminables de peticiones y quejas. Cara ha adoptado el enfoque contrario: lleva galletas caseras a todas las reuniones, les hace regalos por Navidad, redacta elaboradas tarjetas de agradecimiento para todos los miembros del personal docente, porque siempre ha creído en algo que le enseñó su madre —que la bondad engendra bondad—, y que si ella se muestra agradecida con la gente, el mundo de Adam quedará protegido por el recuerdo de dicha gratitud. Hasta el momento Cara defendía el acierto de su enfoque. Incluso cuando ha entrado hoy aquí, Shirley, la secretaria de la directora, la ha mirado a los ojos y le ha dicho:

—Todos queremos a Adam, cariño, y estamos muy preocupados por él. Aparecerá en cualquier momento.

Cara asintió y murmuró: «Gracias».

Adam es un niño querido, al menos por los adultos del colegio, que siempre destacan su gran sonrisa, la alegría que le baila en los ojos cuando vuelve del recreo. Aunque con nueve años sigue siendo capaz de organizar alguna de esas pataletas aisladas e inexplicables que avergüenzan a todo el mundo, también puede comportarse de forma mágicamente sencilla: si se le ofrece la promesa de un chicle o de la oportunidad de escuchar el ensayo de la banda de música, parece a punto de reventar de placer. «No, ¿en serio?», dirá, su nueva expresión favorita. «No, ¿en serio? ¿Un chicle?» En mitad de una escuela primaria llena de niños que crecen demasiado rápido, se visten como estrellas del pop y usan teléfono móvil, para algunas de las señoras con tendencias maternales Adam es el perfecto niño eterno: se contenta con tonterías, como una pila de astillas de madera, un montón de hilos, naderías. Un año, incluso la sensata Margot, con sus cuadrados zapatos ortopédicos y aquellos terribles chalecos de punto, terminó una reunión de claustro diciendo: «Adam es una joya, Cara, y todos le queremos. Sólo quería que lo supieras».

Cara siempre se ha tomado esos comentarios como perlas de esperanza de cara al futuro. Los adultos le quieren; algún día, él también será adulto. La implicación, siguiendo la esperanzada lógica de su corazón, es la siguiente: entonces ¡también le querrán! Será apreciado por gente que tiene su edad, en lugar de treinta años más.

Sin embargo, se trata de un gran esfuerzo, y mantener el optimismo con relación al futuro de Adam supone una ardua tarea que se complica con los años a la vista de la brecha que se abre entre él y sus iguales. Ahora está en tercer curso y la lista de cosas que no sabe hacer crece cada año, se vuelve más grave, y, para ella, más evidente. Es incapaz de decir la hora o de comprender conceptos abstractos de tiempo: ayer, mañana, la semana próxima. No sabe jugar a las cartas y sigue sumando las puntuaciones de los dados contando los puntitos negros.

—¿No deberían dársele bien las matemáticas? —le preguntó un maestro una vez, pensando sin duda en Dustin Hoffman en Rain Man.

—No —dijo Cara, respondiendo con brusquedad por una vez—. Cada niño autista es diferente, y las matemáticas es la asignatura que más le cuesta a Adam. La lectura se le da bien. Bien. En eso está al mismo nivel que los de su curso.

Lo dijo en tono enfático, aunque la verdad era que sobre este tema también empezaban a surgir dudas: en los últimos seis meses había bajado su puntuación en comprensión, algo que ella tiene que investigar aunque aún no se ha puesto a ello porque hay tantas lagunas, tantos déficits, tantas preguntas que surcan su mente por las noches: «¿Por qué preocuparse por la lectura si va tan mal en mates? ¿Por qué preocuparse de las mates si todavía, tres días después de cumplir los siete años, seguía siendo incapaz de vestirse? ¿Por qué preocuparse por todo esto cuando ha pasado casi un año desde que trajera a algún niño a jugar a casa?». Cara lleva las últimas noches dándole vueltas al tema, pensando: «Tengo que probar a otro cuanto antes». A los niños les cae bien Adam, o al menos no les importa venir a casa a jugar con sus cosas. A veces se encuentra con la clase de crío que se pasa la tarde entera hablando con ella, y observa a Adam en un rincón, con las manos entrelazadas de alegría al ver lo bien que se llevan, lo fácil que resulta todo, como si quisiera decir: «Quiero a mi mamá, y ¡mira! ¡tú también!». Después, a ella le toca el turno de repasarlo todo, de recordarle que si quiere ser amigo de alguien tiene que hablar con él, responder a sus preguntas, al menos decir «hola». Y el rostro de Adam se ensombrece poco a poco, absorbiendo parte de lo que ella le dice: que la tarde no ha sido un éxito, que la amistad exige algo más complicado que permanecer en la misma habitación entre los mismos juguetes, aunque Cara, con su propia historia de amistades perdidas a cuestas, tampoco se atreve a afirmar con certeza de qué se trata.

La tarea la entristece, es incapaz de pensar en el gris laberinto que se dibuja en el futuro de Adam. Lo cierto es que las mates no son la asignatura que más le cuesta. La asignatura que lleva peor es la vida y todo lo que implica moverse en ella. La semana pasada sin ir más lejos, sumido en sus pensamientos, Adam estuvo a punto de bajar del autobús detrás de la mujer equivocada. Cara tuvo que agarrarlo de la capucha del abrigo y gritar: «Adam, ¡mira!».

—Oh, oh, oh —dijo él, con la cara rebosante de gratitud y alivio: casi perdido y luego salvado. Apretó la frente contra el pecho de su madre, jadeando, riendo y casi llorando, mientras repetía una y otra vez—: Estás bien, estás bien.

A los nueve años todavía invierte los pronombres en una situación de pánico, todavía repite las palabras de consuelo tal y como las oye.

—Tú estás bien —corrige ella, acariciándole el pelo mientras él, su niño bebé, su preadolescente, se mece a su lado con la mejilla extrañamente apoyada en un lado del pecho.

Ahora Margot Tesler irrumpe en la sala, se sienta delante de Cara y procede a explicarle lo sucedido: Phil, el ayudante habitual de Adam, está hoy de baja, y Teresa, la persona que suele sustituirle, tenía a otro chico asignado, de modo que Adam contó con alguien nuevo, una tal señora Warshowski, que no entendió lo que se le dijo y creyó que el recreo de los niños era también su tiempo de descanso.

Cara la mira a los ojos. Hasta este momento no puede decirse que haya estado muy preocupada. Había deducido que lo encontrarían en alguno de sus raros escondrijos, detrás de una máquina de chucherías o debajo del piano de la sala de música, lo que desataría entonces las risas forzadas y la incomodidad general por la conmoción causada. Ahora ya no está tan segura.

—¿Salió al recreo solo?

—Los encargados del patio estaban advertidos. Sabían que estaba allí.

—Pero ¿estaba fuera cuando desapareció?

Margot le sostiene la mirada y contesta:

—Sí.

Cara se pone de pie. No se había planteado la idea de que Adam pudiera haber estado fuera, de que pueda haber desaparecido de verdad. Tiene que salir y empezar a buscar en todos los rincones donde Adam puede haberse metido.

—Ha tenido que oír algo: un cortacésped, por ejemplo. O música. ¿Habéis mirado en la sala de mantenimiento? A veces se dejan la radio puesta.

—Lo hemos comprobado. No está allí.

Cara recoge sus cosas.

—¿Y la sala de música? ¿Había ensayo de la banda?

—También lo hemos mirado. Está vacía.

—Adam es capaz de oír ruidos que para el resto son inaudibles. Si hay algún niño tocando el violín en el edificio, es probable que lo oyera e intentara buscado.

Margot rodea la mesa.

—Tenemos a gente buscando dentro y fuera del colegio.

—Deja que vaya yo, Margot. Lamento todas las molestias causadas, pero le encontraré. No puede haber ido muy lejos.

Años atrás, cuando Adam era más pequeño y tendía a dejarse llevar por los impulsos a la hora de investigar máquinas, aparatos de calefacción o grifos goteantes, Cara le perdía con más frecuencia de la que le gustaba admitir. Conocía la sensación de pánico, la rapidez con que podía esfumarse, pero también, intuitivamente, sabía cómo encontrarlo: detente. Presta atención a su tarareo, a ese ruidito gutural, o a lo que puede haber oído, música tal vez, o el zumbido ronco de una máquina recién encendida.

—Tal vez te pidan que lo hagas dentro de unos minutos, pero por el momento debes quedarte aquí.

—¿Me lo pidan? ¿Quién tiene que pedírmelo?

—La policía.

«¿La policía?»

—¿Cuánto tiempo lleva perdido?

—Poco más de una hora. También falta otra niña. La policía lo considera una buena señal: disminuye la probabilidad de que hayan sido secuestrados por un extraño. No se conoce ningún caso de alguien que se haya llevado a dos niños a la vez..

Cara intenta tragar saliva, pero le cuesta, porque la boca se le llena de algo cuyo sabor no puede soportar. Afirma con la cabeza, sin sentarse.

—¿Qué ha pasado, Margot? ¿Por qué no había nadie vigilándolo?

—En realidad había más supervisión de lo normal. Seis adultos estaban fuera cuando sucedió. No había ningún extraño en el patio, ni coches desconocidos en el aparcamiento, ninguna señal de que pasara algo raro. Estamos hablando con los tres grupos de niños que estaban fuera en ese momento: intentamos averiguar si alguien habló con ellos, si los desafió en broma a que lo siguieran, a internarse en el bosque, tal vez...

El bosque. Más allá de los campos de fútbol en el extremo más alejado del patio, hay una frondosa extensión de pinos que da nombre a la escuela: Woodside Elementary.

—Deja que salga a buscarlo, Margot.

—Aún no. Están llevando a cabo un rastreo sistemático y de momento prefieren que te quedes aquí.

Cara mira por la ventana.

—¿Qué creen que ha sucedido?

—Creen que se trató de una apuesta. Alguien escogió a dos niños vulnerables y les retó a hacer alguna tontería. —Margot niega con la cabeza, su semblante expresa disgusto—. Por eso llamé enseguida a la policía. Quiero que los responsables comprendan que se han metido en un buen lío.

Hasta el momento la violencia escolar no ha sido una de las preocupaciones principales de Cara. Este último año, cuando lo acompañó en autocar al colegio durante la primera semana de curso, como siempre hace, se dio cuenta de lo poco que llama la atención. Los niños pasan delante de él, lo miran sin apenas verle; sólo se dan cuenta de lo raro que resulta que un niño de tercero necesite que su madre le acompañe en el autocar. No puede negarse que es triste, pero también un alivio. Si los matones intuyen quién estallará en lágrimas con más facilidad y más dramatismo, está claro que deciden que no se trata de Adam. Tal vez murmure algo o se aparte, pero lo cierto es que es poco probable que oiga nada de lo que le digan. Ella tiene que ser sincera al respecto: a menudo se ve obligada a recordarse quién es Adam y qué es capaz de hacer.

—Si algún niño le dijo que hiciera algo, no creo que le prestara atención. No es propio de Adam.

—Nunca se sabe, Cara. Está cambiando. Adam ha cambiado mucho este año.

En cualquier otro contexto se habría tomado el comentario como un motivo de celebración. «¡Está cambiando! ¡Incluso la directora se ha percatado de ello!» Ahora sólo parece un dato preocupante.

—¿Quién es la niña?

—¿Amelia Best? —dice Margot en tono de pregunta, como si esperara que el nombre le dijera algo, aunque no es así—. Es nueva de este año. Está en cuarto curso. Lleva... seis semanas en el colegio. Una niña preciosa. Muy... —busca la palabra adecuada— rubia.

¿Adam ha desaparecido con una niña notablemente guapa? Por primera vez en años piensa en su obsesión por Kevin Barrows y le entra el pánico.

—¿Estás segura de que están juntos?

—No lo sabemos. Conocemos a Adam mejor que a ella. Advertimos antes su ausencia porque no es una actitud propia de él. Estos días se muestra tan cumplidor que, cuando no acudió al primer timbrazo, Sue supo que pasaba algo y lo comunicó de inmediato a dirección.

—¿Es posible que haya entrado en la escuela un chaval del instituto? ¿O de secundaria?

Margot une los dedos.

—En teoría no les está permitido, pero es una posibilidad. —La escuela secundaria se halla a corta distancia de la primaria: sobre la colina, al otro lado de los campos de fútbol—. Me temo que tengo que formularte una pregunta: ¿dónde está el padre de Adam?

Cara levanta la vista. No se esperaba esa pregunta.

—Él no... Simplemente está fuera de escena.

Es la respuesta que suele dar cuando se le formula esa pregunta.

—Ya, eso ya lo sé, pero ¿dónde está? Sólo te lo pregunto porque la policía me ha interrogado al respecto. Al parecer los padres ausentes son lo primero que hay que ir a buscar.

A Cara se le seca la boca.

—No sé... No sé exactamente quién es su padre.

Margot enarca las cejas, sorprendida.

—Ah, entonces, ¿nunca ha estado en escena?

—No. No tiene ni idea.

—¿En absoluto? ¿No sabe nada de Adam? ¿No hay la menor probabilidad de que esté detrás de esto?

—Ninguna.

Margot levanta las manos.

—Es todo cuanto necesito saber. —Dirige la mirada hacia la ventana del despacho, como si estuviera barajando la posibilidad de salir ahora mismo a comunicar este dato. Después se gira, como si acabara de ocurrírsele algo—: ¿Crees que Adam podría haber oído desde el patio una radio o un sonido parecido procedente del bosque?

El estómago de Cara empieza a palpitarle, como si fuera un segundo corazón. «Que no esté en el bosque», reza.

—Sí —dice en voz baja—. Pudo haber oído algo que no oyeran los demás.

—¿Habría hecho lo mismo de haber oído voces, por ejemplo?

—No.

Habla en un susurro porque no puede soportar el hecho de no estar del todo segura. Adam es su vida, su compañero constante, el niño por quien ha renunciado al resto de cosas, pero en las palabras de Margot hay algo de verdad: en los últimos años ha cambiado. En ocasiones hace gala de una valentía nueva, ha abandonado misteriosamente los viejos temores. Incluso en las escasas semanas que llevan de curso ha habido ocasiones en que Cara ha advertido a la maestra de forma innecesaria: «Adam no encontraría la salida de emergencia», «Adam no puede seguir la clase normal de educación física». En ambos casos estaba equivocada, había subestimado a su hijo.

De repente se oye un tumulto en el pasillo; dos secretarias se levantan a la vez. A través de la ventana del despacho de la directora, Cara puede ver cómo una de ellas la mira directamente y luego baja la cabeza. Cuando se gira el pomo de la puerta para dar paso a esa mujer, Cara no se atreve a levantar la vista.

—Ya lo han encontrado, Cara. Adam está bien. Ahora mismo lo traen.

Cara suspira, se siente tan aliviada que es incapaz de hablar.

—¿Dónde estaba?

—En el bosque. Puede que tenga unos cuantos arañazos.

—¿Y la niña? ¿También la han encontrado?

—Sí.

—¿Está bien?

—No.

—¿Qué ha pasado?

—Han encontrado su cadáver.

—Ésta es mi confesión —escribe Morgan con cuidado en la parte superior de la página. Quiere dejarlo claro, hacerla bien—. Nunca tuve intención de hacerle daño a nadie, excepto tal vez a mí mismo, lo que sé que es una estupidez, que está mal, que NO ES LA RESPUESTA, pero intento ser sincero y ésa es la verdad. Se supone que las confesiones son narraciones de hechos en las que el autor dice, básicamente: «Lo Hice Yo». Sin embargo, si quiero hacerla bien, tengo que dejar claras unas cuantas cosas. En primer lugar: no soy, ni he sido nunca, de la clase de personas que se meten en líos. En cuarto curso me preocupé mucho por un malentendido acerca de un grafito que había en la pared cerca de mi asiento. Cuando la maestra me preguntó si comprendía el concepto de propiedad escolar, le dije que no lo había hecho yo, que ni siquiera era de esa clase de gente. Pero he aprendido algo: la gente es capaz de hacer ciertas cosas, a pesar de no ser de la clase de gente que suele hacerlas.

Lo está haciendo con esmero, escribiendo con cuidado, sin salirse de la línea, aunque no alberga la menor intención de enseñárselo a nadie. Está en la hora de estudio, que es un período absurdo porque nadie estudia y el tutor, el señor White, es tan mayor que ya no se preocupa por lo que hagan los alumnos, que en su mayor parte se dedican a charlar. Dado que nadie se fija en él, Morgan sigue escribiendo.

En segundo lugar: aunque no pienso entregarme porque eso acabaría con mi futuro para el resto de mi vida, y quizás implicaría ir a la cárcel, pienso reparar el daño a mi modo. Día a día intentaré compensar lo que he hecho, mi terrible error.

Morgan mira el reloj, ve que llega tarde y cierra el cuaderno. Dos veces por semana, los martes y los jueves, almuerza con un grupo sin nombre que se reúne en el aula 257. Mentalmente, Morgan piensa en él como el Grupo de la Gente que Necesita un Grupo como Éste. Para él, eso significa gente que no tiene más amigos, aunque no está seguro de ello. Nadie ha afirmado nunca: «No tengo amigos»; suele darse por sentado en la mayoría de las charlas, que hasta el momento han versado sobre temas como Mantener una Conversación, Controlar la Ira y Superar la Ansiedad. Morgan no tiene todos estos problemas, sólo algunos. Controlar la ira, por ejemplo, nunca ha sido un problema, aunque ahora tal vez la gente no se lo crea.

El grupo está formado por cinco chicos más, sin contar con él, además de Marianne Foster, que dirige la dinámica. Algunos presentan problemas muy evidentes: Derek, por ejemplo, tartamudea tanto que apenas habla. A Sean todo le genera ansiedad: la cola de la cafetería, la fruta estropeada, el timbre del colegio, la clase de gimnasia, la idea de crecer. Chris es quien posee la mayor variedad de problemas: asma, eccema, unas gafas que se empeñan en resbalarle de la nariz. También le tiene miedo al agua, incluso en un vaso. «No la toco —dice—. No nado, no subo en barca, no la bebo, ni me baño. Me lavo con un polvo especial que me compra mi madre.» Algún día Morgan pretende preguntarle si no se ducha nunca, o sólo muy pocas veces. Tal vez los otros quieran formular la misma pregunta y les da miedo: no puede saberlo con seguridad.

Al principio la sesión empieza como cualquier otro día. Marianne abre el fuego preguntando cómo van con los objetivos que se han impuesto. Todos tienen objetivos que cumplir, aunque Morgan ignora los de los demás, a excepción de los de Howard, que en la primera reunión los explicó sin darse cuenta de que no hacía falta hacerlo: «Me estoy esforzando por preguntar cosas sobre sí mismos a los demás y por no tocarme el pene a través del bolsillo». Tras esa confesión, todos optaron por no contar sus respectivas metas.

—Muy bien, si nadie quiere contar nada hoy pasaremos al tema que ya os anuncié la última vez: el proyecto del semestre. —Marianne se da la vuelta y escribe en la pizarra: «Voluntariado en Nuestra Comunidad». Explica que para realizar dicho trabajo deberán escoger un lugar y reunirse una vez por semana con alguien que necesite su ayuda—. Por ejemplo, puede tratarse de una persona mayor. ¿Qué podríais hacer por un anciano?

Sean levanta la mano.

—Perdona, Marianne, pero ya lo he probado alguna vez y es algo que me pone muy nervioso.

—Sean, por favor, limitémonos de momento a escuchar lo que digo con las orejas y la mente abierta e intentemos no preocupamos antes de que os diga qué debéis hacer.

—Sólo digo...

—Ya te entiendo, Sean, ¿vale? Ya te he oído.

A Morgan le cae bien Marianne, le gusta que puedan llamarla por su nombre de pila, algo que no ha hecho con un profesor desde que iba a preescolar. Entiende que no es técnicamente guapa, que tiene un cuerpo bonito pero una cara con más marcas de las que debería tener: les explicó que se debía al lupus y que tomaba unos medicamentos que le hinchaban la cara. A Morgan le gusta que les cuente cosas así, que las diga en voz alta.

Ella mira el reloj.

—Podréis elegir entre cuatro opciones: un asilo de jubilados, una guardería, un comedor de beneficencia o charlas para mejorar el inglés de los no nativos. Pensad en lo que más os interesa hacer.

Mientras ella habla, se abre la puerta y entra una mujer de la secretaría. Todos se giran de golpe. Incluso Marianne parece sorprendida.

—¡Barbara! No deberías...

«El grupo es un lugar privado —les había dicho Marianne en la primera sesión—. Nadie tiene por qué saber quién está aquí; nadie debe repetir fuera lo que aquí se dice.» Barbara levanta la mano; lleva un papelito doblado.

—Lo siento mucho, Marianne, pero hay una emergencia.

Marianne coge la nota y la lee.

—Oh, Dios mío, tengo que irme —anuncia, poniéndose de pie—. Lo siento mucho, chicos. El próximo día hablaremos durante más tiempo.

Se va de inmediato.

«Ahora ya lo sabe —piensa Morgan—. La nota debía de ser sobre mí.»

Morgan se pasa la quinta clase nervioso y agobiado. Durante la sexta clase, ciencias naturales, se oye un anuncio a través de los altavoces. El director suspende todas las actividades extraescolares.

—Ya se ha avisado a vuestros padres —les dice—. Cuando suene el timbre dirigíos a vuestros respectivos autocares.

Morgan levanta la mano y obtiene del señor Marchetti un pase para ir al servicio; se dirige al pasillo donde se halla el despacho de Marianne. Quiere entrar en él, mostrarle su confesión, explicárselo todo, pero en su lugar permanece de pie junto a la puerta y oye voces que se superponen, voces nerviosas que hablan de una ambulancia.

—Ya ha llegado la ambulancia. Los niños la verán. —Tenemos que aseguramos de que no la vean. Metedlos a todos en el autocar, o en el coche de algún padre.

—¡Por Dios, Paul!

—Es lo que nos han dicho que hiciéramos. No sabemos nada más. No podemos elegir.

Morgan oye pasos que se acercan a su espalda e intenta apartarse, pero no le da tiempo.

—Morgan —oye él, y al girarse se encuentra con Marianne: su rostro está marcado con brillantes puntos rojos—. Ignoro lo que has oído, pero ha sucedido una desgracia terrible. —Tiende la mano y, aunque a él le parece increíble y cree que se le va a parar el corazón, toma la suya. Por primera vez se le ocurre que quizás esto no tenga nada que ver con él—. Ha muerto una niña. De la escuela primaria. No tardará en saberse, así que creo que es mejor que empecemos a decirlo. —Ella le aprieta la mano—. Espero no equivocarme. Lo importante ahora es que obedezcáis las indicaciones y hagáis exactamente lo que se os dice, ¿de acuerdo?

Morgan afirma con la cabeza y se aferra a la mano de Marianne. Por un instante se imagina lo que sería estar casado con ella, vivir en su casa, ayudarla a escoger el jersey de cuello alto. Ella se inclina y le mira a los ojos.

—Esto es muy grave, Morgan.

—Oh, lo sé —dice él.

Para Adam el lenguaje siempre ha sido una lucha. Las primeras palabras salieron de su boca a los tres años, e incluso entonces fueron pronunciadas como una lista de nombres, objetos que eran los más importantes para él. A los cuatro años era capaz de identificar un clarinete, un oboe y un fagot, pero a la vez le resultaba imposible reconocer unos pantalones ni siquiera bajo presión. Ésta es la peculiaridad del cerebro autista: el modo en que sigue ciertos senderos y no sigue otros. ¿Por qué un niño autista puede aprender a leer antes de saber articular palabras oralmente? ¿Por qué otro puede memorizar una carta en el mismo tiempo que la mayoría de la gente tarda en leerla? Con los años Cara ha aprendido que el cerebro puede avanzar con una disonancia pasmosa, viajar a gran velocidad y a ninguna simultáneamente. En una ocasión, durante la misma conversación de cuatro minutos, Adam identificó la pieza musical que sonaba en el ascensor como perteneciente a Bach, pero fue incapaz de decirle su nombre o su edad al impresionado desconocido que subía con ellos. Cara sabía que no podría hacerlo porque conocía el funcionamiento de su cerebro y los límites de su capacidad. Con cuatro años, «¿Cómo te llamas?» seguía siendo una pregunta que no podía responder sin pistas, sin que ella le tocara la barbilla y comenzara a responder por él: «Aaaa...». Lo más duro era el pronombre. Para Adam, te se refería a la otra persona: ¿cómo iba a saber él su nombre? Hay una lógica en las muchas cosas que no sabe hacer, un modo en que su pensamiento tiene sentido.

Se pasó varios años sin enlazar palabras; nunca adoptó esas frases cortas que, por ejemplo, pronuncian los niños durante las comidas: «Ya está. ¡Quiero más!». Después todo cambió, en el transcurso de una sola mañana de hace cuatro años. Cara se acuerda de la escena con precisión, de la comida que estaba sirviendo en su plato: la loncha de jamón acompañada de un pepinillo. Sentado en su silla, con una mano misteriosamente alzada, él empezó a hablar en un monólogo sobrecogedor: «No puedes bajarte así de la acera. Esto es una calle y hay coches. Coches que van rápido y sin mirar. Podrían atropellarte, aplastarte. Chaf».

Era un discurso que ella le había endosado el día anterior de camino al parque. Durante un buen rato Cara se quedó inmóvil, sin atreverse a llevar el plato a la mesa. Antes nunca había juntado más de tres palabras, y sólo a cambio de pistas y recompensas, dulces y chicles, cuando encontraba las palabras y las decía en voz alta. Ahora había unido unas veinticinco o treinta palabras sin que nadie se las pidiera; las había pronunciado al aire, porque sí, aunque Cara sabía que no podía concederle demasiada importancia. El quid de la cuestión estribaba en no dejarse llevar por una retahíla de elogios.

—Vaya —dijo ella en voz baja, colocando el plato delante de él—. Ya me acuerdo. Cuando estabas en la acera. ¿Qué te ha hecho pensar en ello?

En un momento se perdió de nuevo: toda su concentración está ahora puesta en la comida, de modo que ella siguió hablando tal y como solía hacer siempre.

—¿A lo mejor te asusté cuando te lo dije? —Él miró hacia ese lugar por encima del hombro de su madre donde ella creía que posaba los ojos cuando la estaba escuchando—. Debe de haber sido eso. Creo que debo de haberte asustado mucho. Está bien tenerle miedo a los coches, pero recuerda que no puede sucederte nada malo cuando estoy contigo.

Ahora ella recuerda aquellas palabras y la paciencia que ha tenido que demostrar para sacarlo de sus ensimismadas ausencias, para que se una a ella en este mundo con todos sus peligros imaginados y legítimos. A medida que el despacho principal se llena de extraños, Cara reza para que él no haya absorbido la escena que tal vez acabe de presenciar; para que cuando llegue hasta él lo encuentre confuso por ser el centro de atención, por la policía en la escuela, por todo lo que está tan fuera de lo común, cuando él lo único que ha hecho ha sido caminar hasta el bosque durante el recreo. También sabe que Margot tiene razón: últimamente ha cambiado mucho. Se ha percatado y disgustado por cosas inesperadas: un niño que se ha clavado una astilla en el patio, dos niños peleando por un chicle en el autocar. Sigue habiendo una posibilidad.

Cuatro años atrás, cuando los padres de Cara murieron en un accidente de automóvil, Adam asistió al velatorio y al entierro, la acompañó a todas partes porque ella no se sintió capaz de separarse de él en esos días, pero durante todo aquel tiempo, a pesar de las lágrimas y los sombríos rostros que le rodeaban, él se mantuvo impasible. Quería a sus abuelos pero, pese a ello, en ningún momento preguntó dónde estaban o qué les había pasado. Durante una semana ella le dejó hacer lo que le vino en gana: chutar piedras, meter trocitos de papel por la abertura de una lata de soda abierta. Ella no le obligó a sentarse a la mesa, ni alineó las tarjetas que había hecho para ayudarle a desarrollar el vocabulario, fotos de revistas pegadas en cartulinas de colores. No le dijo ni una vez a aquel cuerpo que se mecía a su lado: «Señálame la lechuga. Señálame el plato». Quería esperar, ver cómo reaccionaba, averiguar si la muerte de sus abuelos había penetrado en su mente; en apariencia no era así.

La noche posterior al funeral se comieron unos perritos calientes sumidos en el silencio que siempre reinaría si ella no lo evitaba. Escucharon una cinta de canciones de Barrio Sésamo. Él se bañó. Ya en la cama, ella le leyó el cuento en que Christopher Robin abandonaba el bosque. ¿Comprendía Adam que la narración versaba sobre la pérdida y la despedida, sobre el amor que continuaba aun cuando ya no volvías a ver a las personas? No, decidió ella por fin, y en aquel momento le pareció una bendición; ahora esperaba que siguiera siendo cierto: que no asumiera el terrible dolor que existía en el mundo, ni comprendiera la irreversibilidad de la muerte.

No le dejan ver a Adam durante una eternidad. Le dicen que se encuentra bien, que no le ha pasado nada, que un médico lo está examinando. Por fin un policía alto y delgado hasta el surrealismo se acerca a ella.

—¿Es usted la madre? —susurra, y ella asiente, aunque sabe que por aquí tiene que haber otra madre, la de la niña—. Sígame, y traiga sus cosas. Luego tendrá que acompañamos a comisaría.

Ella sigue al policía hasta el exterior, se queda a su lado mientras él señala una ambulancia que está aparcada en mitad del campo donde, hace dos años, ella llevó a Adam para que participara en la liguilla de fútbol que se jugaba los sábados: quince partidos en los que él no tocó la pelota ni una sola vez. Si ahora le preguntara por el fútbol, es probable que él se acordara de las naranjas de la media parte y de las coderas que llevó puestas en los brazos durante el trayecto en coche hasta casa. «Por favor —suplica ella mientras se dirige a la ambulancia—, que esto no le afecte. Que recuerde el campo, mire a su alrededor y se pregunte dónde están las naranjas.»

Pero antes de subirse a la ambulancia comprende que es demasiado tarde.

Nunca antes le ha visto en esta posición, hecho un ovillo, con los brazos abrazándose las piernas. Ella corre hacia él, se inclina para que pueda apoyar la cara en su hombro.

—Adam, todo va bien. Mamá está aquí. —¿Respira? Arrodillada, lo atrae hacia sí con un abrazo—. Respira, cielo. Sigue respirando.

Al otro lado de la puerta de la ambulancia crece la multitud: más coches de policía, una unidad móvil de la televisión. Cara oye que alguien dice: «Su madre está con él ahora». Busca su rostro con la mano, le acaricia la mejilla. Él no se mueve, no reacciona ante su voz. Ella nunca ha sentido nada parecido al nudo que se ha formado dentro de él.

Durante tres horas June Daly, la maestra de educación especial de Greenwood para los niños de cuarto a sexto curso, cuenta a la policía todo lo que recuerda de Amelia: que solía acudir al colegio con vestido (o al menos lo había hecho en el mes y medio que llevaba aquí); que era una niña colaboradora y tranquila, pero también con déficit de aprendizaje y tal vez, si se hubiera realizado el test que ella sugirió, levemente retrasada. Esto no aparecía en el historial de Amelia (un historial fragmentado procedente de otro centro), pero en sus primeras evaluaciones June comprobó que la niña era incapaz de llevar a cabo ciertas tareas: sumas simples, lecturas de primer curso. El agente lo anota todo y después vuelve a un tema sobre el que ya había preguntado antes: los niños de la clase.

—¿Alguno parecía interesado en ella?

June se mira las manos y ve que le tiembla el dedo meñique de la izquierda.

—No —dice ella, en respuesta a la pregunta del agente, aunque no sea del todo cierto.

Amelia era muy guapa y la única niña de los cinco estudiantes que formaban su clase: todos los chicos estaban interesados en ella. Le ponían apodos, le ofrecían chocolatinas, se burlaban de ella, a pesar de que Amelia no les prestaba demasiada atención Y se sentaba en clase con las manos entrelazadas y la pose rígida de una bibliotecaria en miniatura. Sin embargo, la niña era una mezcla rara. Podía mostrarse así de reticente, pasarse días sin apenas hablar con nadie de clase, y luego, de repente, no parar quieta durante una mañana entera: se acercaba a tres centímetros de June, se le colgaba del brazo, apoyando la mejilla en su hombro. En los primeros días del curso, cuando el calor del verano aún no remitía y la proximidad ocasional de Amelia se volvía pegajosa e incómoda, June pensó en hablar con ella sobre el espacio personal; no llegó a hacerlo, por temor a parecer demasiado antipática, como una maestra saturada al borde del colapso aunque sólo estaban en septiembre. Y algunos días eso no sucedía. Algunos días Amelia se quedaba en su asiento todo el día, contenida y obediente.

Pero no ha sido ninguno de los chicos, de eso está segura.

—¿Alguna conducta extraña después del recreo?

—No. Mis niños no son muy buenos mentirosos: no tardo más de cuarenta y cinco segundos en saber si ha sucedido algo durante el recreo, si ha habido una pelea o algo así. Hoy no hubo nada. Simplemente, ella no volvió a clase después del patio.

Ella sabe lo que el mundo opina de sus niños. Hace años, June se decidió por la educación especial porque eran los alumnos que más la intrigaban y aterraban a la vez. También parecía ser el grupo con el que un profesor adecuado podía lograr mayores avances. Y ella los ha logrado. Piensa en Jimmy, quien llegó a su clase con diez años y la habilidad lectora de un niño de seis, y que ahora lee en voz alta y con orgullo cualquier libro de la colección del Capitán Calzoncillos que ella ha comprado con su propio dinero. (Una de sus estrategias para fomentar la lectura es proporcionar a los niños libros que les interesen de verdad, que puedan provocar más chistes de pedos y pañales de los que ella creería adecuados en otros casos, pero que merecen la pena si dan pie a conseguir un resumen de un libro como el que hizo Jimmy hace dos semanas con las palabras «movimiento intestinal» y «tripas» correctamente escritas. «Este libro me ha encantado —escribió él— porque trata de un tema que me preocupa.») Ella suele obtener este tipo de éxitos, pero también hay estudiantes a los que todavía no ha llegado, que permanecen sentados en cauto silencio, impasibles ante cualquiera de sus trucos o chistes. Este año, Amelia era una de ellos.

—¿Por qué estaba en educación especial?

—Su madre lo solicitó.

—¿Se le hizo un test de inteligencia?

—Sí. Ningún niño puede ser destinado a mi clase sin que se le haya hecho uno.

—¿Qué recuerda de la reunión con la madre?

June recuerda a una mujer delgada vestida con un traje color vino cuyo objetivo principal parecía ser sacar a Amelia de una clase normal de cuarto curso e introducirla en un aula de educación especial. Hoy en día la mayoría de los padres busca lo contrario: ayudas, intérpretes, cualquier cosa para mantener a sus hijos en la clase de los niños normales. El grupo de June suele ser el último recurso, el destino final tras meses de conducta desordenada y explosiva. Dado que la madre quería que Amelia se incorporara al grupo de educación especial, la reunión con ella fue relativamente breve. June debió de preguntarle qué le gustaba hacer a Amelia y qué se le daba bien, porque era algo que siempre procuraba recalcar: dar a los padres la oportunidad de hablar de los puntos fuertes de sus hijos. Recuerda vagamente que la madre habló de la afición de Amelia al dibujo, pero que no dijo mucho más, lo cual no era corriente. La mayoría de estas conversaciones prosigue sin parar y al final uno se ve obligado a cortarlas con un carraspeo o una mirada de soslayo al reloj. —¿Ha tenido algún otro contacto con la madre después de esa reunión inicial?

—Sí. Una vez por semana solía acompañar a Amelia al colegio. Es bastante habitual. A veces los padres lo hacen para estar al corriente de cómo va todo.

—Umm... ¿Recuerda alguna conversación o alguna información en particular?

—Recuerdo que en una ocasión preguntó si conocía a alguien que pudiera trabar amistad con Amelia. Le resultaba difícil, siendo la única niña de la clase.

—¿Sugirió a alguien?

—Le dije que hablaría con las maestras de cuarto. A veces intentamos emparejar a los niños de mi grupo con algún compañero de su curso que necesite tomarse un descanso de su clase por la razón que sea. Les asignamos una tarea conjunta. Medir todas las puertas del colegio o algo así. Hemos descubierto que es un buen modo de introducir las matemáticas en los niños activos.

—Pero ella no era una niña activa.

—Exacto.

—¿Cuál fue la tarea en este caso?

June vacila. No tiene más remedio que admitir la verdad. Tenía la intención de hacer caso a la petición de la madre, emparejar a Amelia con otra niña. Iba a hacerla; incluso habló con uno de los profesores al respecto, pero al final todo quedó en nada. Nunca llegó a encontrar una amiga para la niña.

Después, cuando la policía se marchó con tantas pertenencias de Amelia como June pudo reunir (la agenda, el cuaderno, la mochila, incluso el suéter rosa de lana que seguía pulcramente colgado del respaldo de su silla hasta que el agente de mayor rango, provisto de guantes de látex, lo cogió y lo guardó en una bolsa Ziploc), ella piensa en algo que no les ha contado, algo de lo que casi se había olvidado por completo.

Sucedió avanzada la mañana, la segunda o tercera semana de clases, en un momento en que el aula disfrutaba de un breve período de calma. Liam, el niño más revoltoso, estaba con su tutor, y Jimmy, en casa, enfermo, de modo que sólo eran tres y estaban trabajando de verdad: concentrados en una lectura, lápiz en mano. Era un momento de paz tan poco habitual que cuando le llegó aquel olor temió que la mañana se echara a perder con bromas sobre pedos y acusaciones varias. Pero nadie dijo nada. El hedor persistió: era tan penetrante que ella se levantó en silencio y abrió la puerta (su aula carecía de ventanas, claro, era un aula pequeña, de baja prioridad), y cuando aun así se mantuvo durante cinco minutos que se convirtieron en diez, June preguntó en voz baja si alguien necesitaba ir al cuarto de baño. Nadie lo hizo.

Ella no deambuló por la clase, no trató de averiguar el origen del hedor, aunque debía de albergar sus sospechas. Los dejó marchar a la cafetería a la hora del almuerzo y se encaminó hacia la sala de profesores. Luego, tras una tarde sin que sucediera nada destacable y ya sin rastro de olor, entró en el lavabo de las niñas y buscó con desgana pruebas de que alguien se hubiera limpiado. Se sentía culpable. «No pongas cara de bedel, no permitas que otra niña encuentre las bragas sucias y monte una historia en torno a ellas», se dijo a sí misma. Fue de un retrete a otro, revisándolos todos; buscó en el cubo de basura. Nada. Cuando la escuela se quedó vacía, inspeccionó el de los niños, pero tampoco halló nada. Para entonces sabía, sin atisbo de duda, que había sido la niña, la rubia y callada Amelia.

«Uf», pensó después, con la intención de ponerlo por escrito, de redactar una nota para que así pudieran empezar a encajar las piezas de esta cría tan enigmática. Y luego, con una cosa y otra... ¿Cómo iba a explicarlo? No estaba del todo segura, no había visto las bragas, no había intentado ayudarla... Al final no la escribió.

El día de su muerte, el expediente de Amelia Best no contenía más que cuatro hojas.

La madre de Morgan detesta la tele. Según ella, se debe a que había sido una teleadicta cuando era pequeña.

—Malgasté la infancia viendo basura —solía decir, y Morgan pensaba que lo decía en sentido literal: que contemplaba un cubo de basura. Es la clase de errores que comete Morgan a veces, hasta que ella le explica: «No, Morgan, por Dios. Me refiero a programas basura. Esa clase de cosas».

Morgan está autorizado a ver una hora de televisión, siempre y cuando su madre haya revisado su agenda y comprobado que ha hecho todos los deberes. Está claro que cuando se comete un asesinato en el barrio, ver la tele debe de estar bien, porque aún no ha oscurecido y ya llevan dos horas sentados delante del aparato, sin que se haya mencionado la agenda, ni los deberes. Morgan desearía disponer del cuaderno para así escribir las cosas de las que se ha enterado, los hechos que expone el periodista: «A la espera de que se practique la autopsia, la causa de la muerte de la niña parece haber sido una única herida de arma blanca en el pecho».

—¡Por Dios! —exclama su madre, llevándose una mano a la boca, haciendo que él se pregunte si va a vomitar.

Si ella vomita, Morgan sabe con toda seguridad que él también lo hará. Ya le ha pasado dos veces en el colegio.

Pero su madre aparta la mano, traga saliva y ambos siguen viendo la tele.

Resulta raro pasar todo este tiempo sentado en el sofá al lado de su madre. Normalmente le prepara la cena y se queda de pie mientras él come, leyendo un grueso montón de papeles grapados. Su madre trabaja como abogada de un grupo de acción ambiental, lo que significa que cuando no lee, habla por teléfono. «Tengo que llamar a un contaminador compulsivo», le dice, y él se encoge de hombros sin hacer preguntas. Ella tiene sus problemas y él, los suyos. Hoy, en cambio, están los dos sentados, contemplando la pantalla.

Aparece una foto de Amelia: el cabello rubio recogido en dos coletas que le caen detrás de las orejas. El periodista sigue informando: «Ignoramos lo que estaba haciendo en el bosque, o cómo llegó hasta allí sin que ningún miembro del cuadro docente lo advirtiera». Margot Tesler, la directora, tiene algo que decir al respecto: «Los padres tienen que saber que el patio está perfectamente vigilado. La seguridad de los alumnos es la principal prioridad de este colegio».

La madre de Morgan niega con la cabeza. —Sí, ya, seguro que ahora sí.

El periodista les cuenta lo que se sabe de Amelia: «Le gustaban los animales y dibujar. Tenía un pájaro llamado Yayo». Morgan oye estas cosas y las archiva mentalmente para luego anotarlas en su cuaderno. «Amelia estaba inscrita en el grupo de educación especial del colegio. En estos momentos, todavía no se sabe si el diagnóstico específico desempeñó algún papel en su desaparición.» A Morgan le parece raro que digan algo así ahora que está muerta. En pantalla aparece la madre de Amelia: «Llevamos sólo seis semanas viviendo aquí. Nos mudamos a este distrito escolar por la fama de que disfruta el programa de educación especial. Y ahora esto...». Lleva un bebé en los brazos y mira a alguien que está más allá de la cámara.

—¡Oh, Dios! ¿Te lo imaginas?

Morgan niega con la cabeza. No se lo imagina. Nunca ha estado en Fitchburg.

Sin embargo, hay una parte que sí es capaz de imaginar. Conoce el aula de educación especial de Woodside porque el año pasado, cuando todavía estudiaba allí, se ofreció como voluntario para pasar un recreo a la semana y jugar con los niños más pequeños. Su profesora, la señora Heinz, se lo sugirió: «Serías una especie de hermano mayor para ellos. Alguien a quien pueden admirar». Morgan asumió que merecía la tarea porque, aunque estaba en sexto, su habilidad lectora era la de un niño de octavo, lo que algún día le llevaría de cabeza a la universidad. Le asignaron a un niño llamado Leon con síndrome de Down y, por lo que recuerda Morgan, estuvo bien: en definitiva supuso una forma de escapar del recreo que, para Morgan, siempre había sido un período vacío y absurdo. Como Leon no solía hablar demasiado, normalmente jugaban al ajedrez mientras Morgan charlaba con la maestra, la señora Daly. Todo había funcionado bien hasta que Emma, una niña de su clase, le dijo que había oído decir a algunos maestros que escogían para esas tareas a chicos que también necesitaban ayuda. «Problemas de socialización —dijo ella—. Se supone que es una ayuda para ambas partes.»

Era la primera vez que alguien señalaba algo en lo que Morgan no había reparado nunca: que otras personas tenían amigos, hacían algo en su cumpleaños aparte de ir a un restaurante con su madre. «No es culpa tuya, Morgan —había dicho Emma, mientras se enrollaba un mechón de cabello en el dedo y se lo llevaba a la punta de la lengua—. Es sólo que nadie entiende de qué hablas.»

Un año atrás Morgan solía hablar a todas horas; ahora es consciente de que hablaba demasiado. Eso fue en la escuela primaria, cuando todavía era un empollón que recitaba de memoria libros y hechos que había leído, cuando no pergeñaba tramas de películas en la cabeza, sino que imaginaba que la vida era una película protagonizada por él, que la cámara le seguía adondequiera que fuera porque todas sus acciones eran interesantes, incluso el momento de elegir que calcetines ponerse. Ahora, en el instituto, todo ha cambiado. Comprende que ya no puede ser la misma persona que era cuando se sentaba en la cafetería y recitaba hechos sobre la guerra de Troya. Comprende que la gente se ríe de ti si expresas en voz alta todo lo que piensas sin cortapisas. Ahora lo sopesa todo, se para a pensar incluso las respuestas que solo implican un sí o un no. Después de aquella conversación con Emma, canceló las visitas al aula de educación especial y se puso rígido cuando Leon trató de darle un abrazo en el pasillo.

Tras dos horas y media de televisión se enteran de que otro niño desapareció con Amelia: «Se halla bajo custodia policial para determinar lo que vio, si es que vio algo», dice el periodista. Aparecen algunos padres en televisión: han organizado una reunión de emergencia en la cafetería del instituto. Las cámaras tienen prohibido el acceso al interior, de modo que los periodistas entrevistan a personas vestidas con anoraks fuera del edificio. Una madre habla por encima de la bufanda: «Quiero averiguar qué está haciendo el colegio. Quiero que me aseguren que mi hijo no corre ningún peligro si asiste a clase mañana».

Morgan no ha pensado en eso: a la gente puede entrarle el pánico, tal vez no vayan al colegio.

Otra madre, vestida con un abrigo con capucha, aparece en pantalla. «Sólo puedo pensar en esos dos pequeños. Estamos rezando por la familia de Amelia. Estamos rezando por Adam.»

Los ojos del periodista se apartan de la mujer y se dirigen hacia la cámara, e incluso Morgan comprende el problema. La mujer ha dicho el nombre que no debía pronunciar en voz alta, lo ha soltado sin más: Adam.

Morgan recuerda a un Adam que a veces estaba en el aula de educación especial. En una ocasión, él y su acompañante, disfrutaban de una partida de Boggle[1] al mismo tiempo que él jugaba al ajedrez con Leon. Recuerda haberse fijado en ellos porque era algo que solía hacer con todos los niños que tenían ayudantes cuando fantaseaba con la idea de tener uno. Técnicamente nadie quería tener esa especie de tutor, ya que era una clara indicación de que tenías problemas, pero Morgan imaginaba el consuelo de disponer de un adulto en exclusiva, alguien cuyo trabajo fuera escuchar todo lo que se te ocurriera, y a veces pensaba que tal vez mereciera la pena. Esa vez recuerda haber visto a Adam y pensar: «Qué raro, ese crío sabe leer». Resultaba obvio: no sólo leía, sino que además el Boggle se le daba bien. Su lista de palabras llenaba la página, doblando en número la de Phil. Morgan se inclinó para ver qué escribía Adam. Algunas eran palabras y otras no: «Blip», «Ting», «Bing».

—Ésas no valen —había dicho Morgan, porque eso sucedió antes de que Emma hablara con él, antes de que optara por pasar la mayor parte del tiempo callado.

Phil levantó la vista de su página.

—Jugamos con reglas distintas. Los sonidos también cuentan.

Los sonidos están por todas partes, son demasiados para que Adam pueda diferenciados. El zzzzz de las luces. El zumbido de la fotocopiadora frente a la que se quedaría horas porque adora esas máquinas. Le encanta que el papel aparezca como por arte de magia a través de sus labios grises para aterrizar luego sobre una lengua dura, cuadrada y limpia: un rectángulo blanco apoyado sobre otro de color gris.

Iría a mirar, pero no se atreve. No consigue mover el cuerpo porque moverse no es seguro: lo recuerda ahora y no debe olvidado nunca. Debe permanecer sentado aquí, con la vista fija en las rodillas, en los pantalones, con los brazos cruzados. Todavía tiene esas partes. Su cara tal vez haya desaparecido, aún no lo sabe, y no se atreve a palpada.

Oye el timbre de un teléfono, el roce de un lápiz al escribir, las ruedas de una silla al moverse, alguien que masca un chicle. Al otro lado del pasillo resuena el rumor de las tuberías que hay detrás de una fuente metálica a la que se acercaría si pudiera moverse, pero no puede.

Piensa que también hay gente hablando. Aquí mismo, a su alrededor. No consigue seguir la conversación, de modo que ni se molesta en intentarlo. Sin embargo, sus silencios le resultan duros y lo ponen nervioso. Le preocupa qué se supone que debería decir para llenarlos.

—Tienes que contestar —le dice a veces su madre—. Aunque sea: «No lo sé».

Él podría decir: «No lo sé».

Oye su nombre. Piensa: «No lo sé». Pero no pasa nada, su boca no se mueve porque ahora ya está casi seguro de que su cara debe de haber desaparecido. No siente nada, no huele, no puede abrir los ojos para ver. Lo único que puede hacer es oír todos y cada uno de los sonidos.

Cara y Adam llevan dos horas sentados uno junto a otro en sendas sillas de plástico frente a un hombre que parece demasiado joven para ser policía. Adam todavía no ha sido interrogado. De hecho, no ha pronunciado ni una palabra, ni siquiera cuando Cara le susurró al oído: «¿Estás bien?» y «¿Quieres un poco de zumo?» (en ambas ocasiones su respuesta se limitó a mecerse y murmurar más alto). Hasta el momento, el inspector —Matt Lincoln— le ha dicho que no pasa nada si habla ella, de modo que Cara ha contestado a todas sus preguntas: «No, Adam no infringe las reglas voluntariamente. No, nunca ha mencionado a esta niña. No, no podría contamos lo que vio: no es capaz de narrar una historia de este modo».

Esperan a que llegue un equipo de expertos, formado, al parecer, por un psicólogo infantil, un trabajador social y un especialista del departamento de menores de la policía. Ella se imagina que en presencia de Adam toda mención del crimen, todo lo que podría plantear ideas o contaminar el testimonio de Adam en algún sentido, debe ser obviado.

—Con los niños es muy difícil— le ha advertido Lincoln antes—. Los recuerdos son más breves, se muestran más sugestionables. Por eso intentamos hacerlo lo antes posible. Cuanto menos vea, cuanta menos gente hable con él, mejor será su historia.

¿Hace falta que ella le diga que eso no será ningún problema, que Adam no es tan susceptible a la sugestión como otros niños? Por extraño que parezca, aunque Lincoln no lleva alianza y parece demasiado joven para ser un padre divorciado, es la única persona con la que ha hablado hasta el momento que instintivamente sabe cómo tratar a Adam. Nada más entrar, se arrodilló delante de Adam, le miró a los ojos sin tocarlo y le formuló preguntas que quedaron sin contestar, aunque Cara pudo ver —por el modo en que detenía el movimiento de su cuerpo y porque el murmullo cesó un momento— que Adam las oía. Cuando una agente de policía que les dice que está todo listo saca a Adam de la sala cogiéndole de la mano, Lincoln explica:

—Tengo un sobrino con el mismo problema. El hijo de mi hermana. Tiene tres años.

Al oírlo, Cara intuye enseguida qué debe de estar pensando: todavía es lo bastante pequeño como para albergar esperanzas de curas mágicas y recuperación total. Por un segundo desearía que no se lo hubiera contado. Ahora se pasará todo el tiempo observando a Adam en busca de señales del futuro que le espera a su sobrino. Cuando se diagnosticó el problema de Adam, en la época en que asistía a la guardería, ella odiaba la visión de otros niños perdidos en el páramo de las conductas autistas por miedo a que socavaran la fe ciega que la sostenía. Cada vez que veía a uno se decía a sí misma: «Adam no será así a los doce años. Ni así. Ni así». Ahora su línea de razonamiento ha cambiado; ahora piensa: «Adam es Adam».

Se ha decidido que Cara no permanezca con Adam durante el interrogatorio. Ella misma lo propuso con la siguiente explicación: «Si estoy con él, deja que yo me encargue de hablar», para que todo el mundo entienda que puede hablar aunque todavía no tengan constancia de ello. Cuando entran en la sala de observación, provista de esa difusa luz gris plata y del espejo unidireccional que da a la habitación donde se realizará el interrogatorio de Adam, ella se pregunta si todo esto no será un error. En el suelo hay tres cubos llenos de juguetes, ninguno de los cuales despertará en Adam el menor interés.

En cuanto toman asiento, Lincoln adopta un tono más profesional y le explica las reglas y cómo se desarrollará todo.

—Tengo que vigilar a la doctora, asegurarme de que formule las preguntas adecuadas, sin guiar a Adam en modo alguno. Usted debe vigilar a Adam, comprobar si hay algo en lo que dice o hace que pueda servimos de ayuda. La doctora llevará un audífono que nos permitirá hacer sugerencias que Adam no oirá, pero ella sí. La idea es que cualquier cosa que consigamos sacar de Adam, lo que sea, el color de la piel, de la camisa, rasgos faciales, altura... nos concederá un punto de partida. Ahora mismo tenemos pocos hilos de los que tirar.

El corazón de Cara da un ligero vuelco al oír sus palabras. Es un hombre amable, simpático; ella desea que mágicamente Adam dé respuestas que le ayuden, pero ¿cómo va a hacerlo si ella nunca ha incluido el color de la piel en su currículum, nunca ha insistido en los distintos tonos? «Parece marrón, pero lo llamamos negro. Hay quien cree que el color de la piel tiene alguna importancia, pero lo cierto es que no; debajo de él todos somos iguales.» ¿Cómo puede enseñarle eso a Adam cuando él no se ha percatado nunca de ello?

—Tengo que confesar que no creo que Adam sea capaz de contarnos nada de eso. No puede describir a una persona que no tiene delante.

Él la mira.

—¿De verdad? Si alguien le preguntara si su madre tiene el cabello rubio o castaño, ¿él no sabría contestar?

Cara se toca el pelo instintivamente y niega con la cabeza, aunque tampoco está del todo segura. Nunca se han enfrentado a esta situación. Nunca le ha hecho esa clase de preguntas.

—Esperemos a ver qué pasa —dice él—. Quizá nos sorprenda.

Se giran hacia la ventana y Cara se descubre observando por un instante el perfil del rostro del inspector en lugar de la sala de interrogatorios. No es guapo en el sentido clásico de la palabra; sus rasgos son demasiado aniñados, las cejas se unen sobre el puente de la nariz de un modo que hace que ella recuerde un comentario irónico de Suzette al describir a un profesor: «Da la impresión de que las cejas se están dando la mano». Sólo puede pensar en lo extraño que resulta que alguien que no le conoce, que sólo ha visto a Adam en su peor estado de autismo desde hace años, deposite más confianza en el niño que ella.

Mientras aguardan con la mirada puesta en la sala vacía, Lincoln tiene la libertad de comentar algunos detalles sobre lo que han averiguado.

—Lo cierto es que tenemos un par de hechos curiosos —explica en voz baja—. El primero es que nadie advirtió que los niños se iban. Nadie: ni los profesores, ni siquiera un estudiante, y ya hemos hablado con los tres grupos. En una situación semejante, cabría esperar un efecto dominó: alguien les desafió, alguien los vio y se lo contó a otro... Pues no. Hasta donde sabemos ahora, no hay ningún otro implicado en su huida.

Cara asiente. Para ella eso tiene sentido. Adam no se iría del patio por un desafío porque simplemente no sabría reconocerlo como tal.

Lincoln se mueve en el asiento.

—Lo segundo es que ahora mismo tenemos a cuarenta agentes en el lugar de los hechos, buscando pruebas. Cuando se comete un crimen al aire libre resulta difícil saber la utilidad de lo que podamos encontrar. Encuentras doscientas colillas, cinco de ellas con marcas de lápiz de labios... Eso ¿qué te dice? Que alguien con los labios pintados ha estado fumando allí. Es decir, nada. Hay algo que juega a nuestro favor: el suelo está blando. Ha estado lloviendo, así que hemos podido sacar huellas, algunas muy claras, pero sólo de los niños. Hemos encontrado un montón de pruebas de la presencia de los dos críos, que indican lo que deberíamos encontrar, pero nada más. Tenga en cuenta que los adultos pesan más que los niños, de modo que resulta mucho más fácil que dejen huellas. Es lo contrario de lo que cabría esperar.

Se abre la puerta y Adam entra en la sala, seguido por una psicóloga de mediana edad a la que Cara ya conoce, Y. por otra mujer y otro hombre a los que no ha visto nunca. La psicóloga empieza sacando lápices, papel y dos muñecos de trapo: un niño y una niña. Cara sabe que esto no funcionará, que Adam no hará ningún dibujo voluntariamente y que los muñecos no significan nada para él: daría lo mismo que llenara la mesa de ropa. Adam contempla lo que la mujer ha depositado en la mesa y se va hacia la pared más alejada de la sala.

—Tampoco hay marcas de neumáticos en la entrada del camino. Hasta el momento nadie ha informado de la presencia de algún vehículo en la carretera. Claro que es muy pronto y que esto puede cambiar, pero hasta el momento no tenemos la menor prueba de que hubiera alguien más en el bosque.

«Por Dios», piensa Cara mientras observa que Adam adopta una postura que parecía haber superado hace años: se sitúa en un rincón de la sala, de cara a la pared, y empieza a mecerse.

—Ahora bien, puede tratarse de un tío hábil, ¿de acuerdo? Tal vez nos enfrentemos a un tipo muy meticuloso, preocupado por cubrir sus huellas y limpiarlo todo luego, y así tiene que haber sido... Pero no puede ir de un lado a otro con unos zapatos de niña, ¿entiende lo que quiero decir?

Espera un segundo. Ella se gira para mirarlo: ¿qué está diciendo?

—¿Acaso alguien cree que Adam es responsable de lo que ha ocurrido?

—Tenemos que considerar esa posibilidad. Estaba allí, y no hay pruebas que señalen la presencia de nadie más.

—Pero Adam no...

Él levanta una mano.

—Sin embargo, la verdad es que tampoco encaja. ¿De dónde habría sacado un cuchillo? No hay rastro de sangre en su ropa. Habría tenido que tomarse muchas molestias, enterrar las pruebas, cambiarse de ropa...

—No habría sido capaz de hacerlo.

—Exacto. Hemos hablado con sus profesores, con personas que lo conocen. Lo cierto es que cualquiera que se pase tres minutos con él estaría más o menos de acuerdo en que él no lo hizo. De modo que no, en estos momentos no es sospechoso.

Cara siente que el nudo del estómago se le afloja un poco.

—Pero estamos intentando hacemos una composición de qué diablos ocurrió allí. ¿Cómo es posible que dos críos se larguen y crucen un campo de rugby sin que nadie los vea? ¿Lo planearon de antemano?

Ella niega con la cabeza. ¿De cuántas formas distintas tendrá que decir que no, que Adam nunca haría algo así?

—¿Alguien ha admitido que los vio juntos?

—Sí. A las once y cuarto, Carla McQuiston, la profesora de segundo grado, los vio sentados en los columpios. —Revisa sus notas—. Dice que parecían estar hablando y que sintió curiosidad por lo que podían decirse. Ella conoce a Adam, ¿verdad?

—Sí. Fue su profesora el curso pasado.

Cara devuelve su atención a la sala, donde Adam ha comenzado a realizar movimientos compulsivos. Se ha puesto de puntillas, sin dejar de murmurar y de gemir, moviendo los dedos en su adorada visión periférica, adoptando la versión crecida del bebé que ella recuerda que era antes de que ocho horas de terapia intensiva lo sacaran de su concha. Eran los días en que debía ser adiestrado en todo: «Levanta la vista, mírame, no muevas las manos, no murmures, no camines de puntillas». Algunas de estas conductas del pasado han reaparecido esporádicamente —Adam murmura durante un minuto o se entrega a esos movimientos de dedos—, pero desde hace cinco años no se dan a la vez; han dejado de apoderarse de él, de someterlo.

—Se acercó y reparó en que no hablaban, estaban cantando.

«Oh, Dios mío», piensa Cara. Se le seca la boca.

—Optó por no interrumpir lo que parecía un momento bonito y se dio la vuelta. Estuvo unos minutos ocupada con unos críos que lanzaban piedras por el tobogán y cuando volvió a mirar, cinco minutos más tarde, ya no estaban. Nadie recuerda haberlos visto después de las once y veinte, pero según todas las apariencias se marcharon juntos.

El hecho de que todos sean extraños no ayuda en nada. Cara pasa cinco minutos viéndolos debatirse valientemente con Adam, quien, como se niega a permanecer sentado, no deja de dar vueltas por la sala.

—Tres personas son demasiada gente. Lo están poniendo nervioso —dice ella, aunque se trata sólo de una mera suposición.

Ahora mismo no puede estar segura de qué podría servirle ayuda.

Lincoln habla a través del micrófono que tiene en la mano. Un momento después dos de los adultos de la sala se despiden de Adam. A solas con el niño, la psicóloga empieza a moverse, intentando llevar el mismo ritmo que lleva Adam en sus círculos alrededor de la estancia.

—¿Qué somos, Adam? ¿Aviones o pájaros?

Cara conoce la estrategia: unirse al niño en un juego que parece vacío, obligarlo a incorporarle algún significado, a establecer una conexión, interactuar de algún modo. Y si el niño no responde, darle un par de opciones y dejar que escoja una.

—¿Corremos o volamos, Adam?

Adam está tan acostumbrado a esta técnica que a veces hasta llega a hacer un chiste sobre ella, o mejor dicho su versión de un chiste. «Corre— volamos», dice. O «somos pájarocópteros». No es exactamente divertido, pero es algo. Ahora no hay respuesta. Dos personas que se persiguen en círculos, sin reacción alguna.

—Tiene que conseguir que no mueva las manos ni los pies. Hacer que atienda a lo que le está diciendo.

Lincoln le cede el micrófono a Cara.

—Dígaselo.

Ella así lo hace y escucha cómo, un momento más tarde, sus palabras salen de boca de la doctora. Adam se detiene en el rincón más alejado de la sala y Cara distingue en su rostro la confusión que nace al oír las palabras de su madre en boca de una extraña. «Lo sabe —piensa Cara—. Sabe que estoy viéndole desde algún sitio.»

El niño sube los dedos, y se presiona primero la barbilla y luego un lado de la cara. Es un viejo hábito. Cuando tenía tres años solía despertar por las noches y llorar hasta que ella se tumbaba a su lado, rodeándole el cuello con un brazo como si fuera una bufanda, dejando que notara su propia barbilla, que supiera que su cabeza seguía en su sitio. Siempre ha sido la parte del cuerpo que más ha necesitado que le recuerden. Puede verse las manos, las piernas, el estómago. Pero ¿cómo estar seguro de que la cara sigue en su sitio? Al final ella encontró una mantita de bebé que también funcionaba, y desde ese día él se ha acostado con la manta enrollada al cuello todas las noches. Estos días suele dormir de un tirón. Ahora los dedos recorren sus mejillas, llegan hasta la nariz y, tan súbitamente como empezó, la preocupación se desvanece. Retorna su vuelo con zumbido por la habitación.

—Éste no es Adam —susurra Cara, aunque, claro, quizá sí lo sea.

Cuanto más lo mira, más se asusta: no parece un chico que haya sufrido un trauma, más bien da la impresión de ser un niño que se alegra de estar haciendo cosas que había olvidado cuánto le gustaban. Deja que siga hasta que no puede soportarlo más.

—Esto no funciona.

—Tal vez podríamos probar otra táctica. ¿Hacer entrar a uno de los hombres tal vez?

Ella niega con la cabeza. Tiene que llevarse a Adam a casa, rodearlo de sus cosas: la manta, la comida, las óperas, la voz de su madre. Comenzar el proceso de devolverlo a su cuerpo.

—Esto no saldrá bien. Conozco a mi hijo —dice con énfasis, aunque la verdad es que ha llegado a un punto en que no se siente segura de nada.

A lo largo de este día, la duda ha surgido y ha extendido sus alas. «Estaban en el columpio. Cantaban juntos. Un minuto más tarde desaparecieron infringiendo todas las reglas.»Nada de esto encaja con el Adam que ella conoce, el Adam con quien se ha pasado nueve años trabajando, el Adam que ahora se mueve como un helicóptero roto impulsado por el instinto de retroceder en el tiempo y recomenzarlo todo.

Después Cara y Lincoln mantienen una breve charla en el pasillo. La decisión de Cara de sacar a Adam de la sala de interrogatorios le ha valido una mirada de desaprobación de los presentes. Todo cuanto diga Adam una vez haya salido de allí servirá de bien poco. Habrá visto la televisión, leído los periódicos; todo lo que diga puede ser una distorsión o una alteración de la verdad. Ella quiere que Adam esté en casa, a solas con ella, para poder devolverlo a su piel, para que vuelva a ser él mismo, pero no puede evitar sentirse culpable. Están fallando en un esfuerzo que, a todas luces, es importante.

—Lo siento —le dice a Lincoln en voz baja, el único que los acompaña por el pasillo hasta la puerta principal.

—Eh, ha hecho lo que ha podido. Lo importante ahora es aseguramos de que estáis bien.

Ella ha rechazado su sugerencia de pasar la noche en casa de algún conocido.

—Tal vez os sintáis más seguros.

Cara se ha negado, aduciendo que Adam necesitaba estar en su propio hogar.

—Claro, lo entiendo.

Al otro lado de la puerta los sorprende un cielo que empieza a oscurecer. De algún modo allí dentro han perdido un día entero.

—Lo que has dicho antes es cierto. Adam tal vez nos sorprenda.

Él asiente, hundiendo las manos en los bolsillos. —Claro.

—Quizá mañana se despierte y empiece a hablar de esto. No se trata de una esperanza totalmente irrazonable; en los últimos años ha habido ocasiones en que la ha sorprendido llegando a casa y narrando una historia perfecta, de tres frases completas, sobre una niña que derramó la leche y se echó a llorar en la cafetería. No sucede a menudo, pero sucede.

—Si dice algo, te llamaré, ¿de acuerdo?

Tal vez suene ridículo: demasiado poco, demasiado tarde.

—Desde luego. —Él une las manos y se gira hacia la puerta—. Desde luego. Llama.

Ella le ve entrar de nuevo en el edificio. No hablaba en serio, claro. Incluso un hombre agradable dispuesto a conceder a un niño autista el beneficio de la duda tiene sus límites. Aquel mismo día ella había oído a un sargento hablando por teléfono y diciendo, con contundencia: «El testigo es retrasado mental, así que ya veremos si sacamos algo de él». Ella había sentido la tentación de levantarse de la silla y ofrecer una conferencia completa sobre autismo, pero al final, ¿para qué habría servido, si Adam no les había dado nada en absoluto?

Cuando por fin llegan a casa, Cara llama a la primera persona en quien puede pensar: Phil, que ha sido el acompañante de Adam desde hace un año.

—Oh, mierda, Cara... Lamento mucho todo esto... —le comenta Phil.

Ella le interrumpe porque no busca arrepentimientos; necesita hacer preguntas.

—¿Habías visto a Adam con Amelia alguna vez?

Supone que la respuesta será negativa, que si Adam y Amelia hubieran hablado ella se habría enterado.

—Sí. Varias veces, durante el recreo. últimamente más. Creo que fue ella quien lo empezó, pero no estoy seguro.

«Dios —piensa Cara—. Que no sea una chica entregada a una misión, como lo fui yo.»

—¿Quién es ella?

—Creo que puede tratarse de una niña con necesidades especiales, pero no estoy seguro. Nunca oí que nadie hablara de ella antes de hoy. Sólo advertí que ella y Adam se sentaban a veces juntos en los columpios. O que ella se acercaba cuando él estaba en los neumáticos.

—¿Y hablaban?

Hacía una hora, le había dicho a Lincoln que eso no era posible.

—Sí, creo que sí. Sé que los oí cantar en un par de ocasiones.

—¿Por qué no me lo dijiste?

—Creí que lo había hecho. Pensaba hacerlo. Tampoco era para tanto. Se trataba de un detalle bonito. Ya me entiendes.

Técnicamente hablando, Phil es demasiado joven para este trabajo: tiene veintidós años y asiste a la universidad por las noches. Le contrataron porque ella había pedido un hombre, joven a poder ser, y había insistido en que el colegio pusiera un anuncio hasta dar con uno; quería a alguien que hablara con Adam del modo en que se expresan los chicos de verdad, y Phil lo hace. En el año en que ha estado junto a Adam, a ella le ha encantado oír el argot que utiliza Phil, el modo en que le dice que la clase de mates será un rollo pero que luego se lo pasará guay porque saldrán al patio y jugarán al aro. Normalmente le gusta el ritmo de la charla de Phil, le encanta oír que Adam dice, sin el menor esfuerzo, cosas como «mola» en lugar de «sí» cuando le pone la comida. Ahora teme que Adam no posea el vocabulario necesario para narrar esta historia de forma correcta.

—Phil, por favor, es de Adam de quien estamos hablando.

—Lo sé, Cara. Entiendo lo que dices, pero a él le gustaba. Le gustaba su ropa. En los últimos días ha vuelto del recreo cantando una cancioncilla sobre un color y al final deduje que se trataba del color de los calcetines que ella llevaba ese día.

Ella apenas puede soportar este detalle porque también lo recuerda; le oye tararear «amarillo, amarillo, amarillo» desde el asiento trasero del coche. ¿Sus calcetines? Adam tiene nueve años. La niña, diez. No eran dos adolescentes de diecisiete atrapados en la marejada de los impulsos hormonales. Sin embargo, la posibilidad la deja perpleja: ¿a Adam le gustaba su ropa? ¿Se fijaba en sus calcetines? ¿Acaso era una de esas niñas precoces que prometen que se los quitarán?

Durante toda su vida Adam ha demostrado más interés por los entresijos de una máquina que por cualquier misterio que pueda esconder el cuerpo humano. Lo más cerca que han estado de una charla sobre sexo es cuando él vio a Cara en el cuarto de baño y preguntó por qué meaba por el agujerito. Ella le señaló algo en lo que al parecer él no había reparado antes —el hecho de que no tenía pene— y él se encogió de hombros, perdió el interés y volvió a lo que estaba haciendo. Ella se dice a sí misma que no, no se ha perdido algo crucial, algún salto que él ha dado en privado, lejos de ella.

Pero lo cierto es que si Adam ha cambiado en estos últimos meses, también lo ha hecho ella, en aspectos que nadie podría reconocer o notar pero que para ella resultan trascendentes. Cuando él era aún un bebé, ella no conocía a otros bebés, no se daba cuenta de que el suyo era más difícil que la mayoría. Transcurrieron meses antes de que se percatara de que su bebé lloraba más alto y más tiempo que los demás, que era distinto en muchas cosas: vomitaba casi todo lo que comía, su llanto paraba no cuando estaba en brazos de su madre sino cuando se entregaba a sus mecánicos vaivenes. A los ocho meses lo vio dar vueltas alrededor del tope de la puerta, girando a un ritmo frenético, y por primera vez se preguntó: «Un momento, ¿esto es normal?». Cuando cumplió un año ella comprendió que no lo era. Veía cómo los otros niños del parque balbuceaban durante sus juegos, señalaban con dedos gordezuelos a perros y charcos, decían adiós con la mano, lanzaban besos, mientras que su hijo se pasaba una hora entera sentado, satisfecho con ver cómo la arena se le escapaba entre los dedos, y empezó a aceptarlo por partes. Primero se dijo: «Tardará en hablar». Poco a poco empezó a darse cuenta: «También será distinto en otros aspectos». Cuando a los dieciséis meses no había arrancado a andar, se habló de falta de tono muscular, de remitirlo a un fisioterapeuta y se le dio un número de teléfono para solicitar una intervención temprana. Luego, a los dos años y medio, el atildado pediatra de Adam le dijo desde su silla giratoria, con la carpeta apoyada sobre su regazo:

—Debería ver a un neurólogo, someterse a algunas pruebas.

No, quiso gritar ella, pero no lo hizo. En su lugar, preguntó con serenidad:

—¿Qué puede decir un neurólogo? ¿Que Adam es retrasado? ¿Que va a ser distinto? Eso ya lo sé. Y lo acepto.

—Me temo que podría tratarse de algo peor —le había dicho el médico.

El pediatra lo sabía, claro, como lo sabían todos los que sabían algo sobre niños pequeños y veían al suyo: perdido en su mundo, sin lenguaje, sin comunicarse en modo alguno. Sin embargo, ella tardó seis meses en pedir una cita.

¿Cómo era posible vivir tanto tiempo en un estado de negación? Ella sólo puede decir: lo es. Te dices que no te interesan las etiquetas, que el problema de hoy es que se abusa de ellas. Comprendes que tu hijo es demasiado extremo en algunos puntos, exigente y altamente sensible a la vez, y te crees que estás trabajando en ello, que mejora a un ritmo sostenido aunque no muy rápido, pero ¿cómo va a ayudarte una evaluación médica a entrar y salir del supermercado sin una rabieta? Quieres tener fe, creer en el derecho de tu hijo a ser diferente. Entrecierras los ojos y ves a un chico más mayor al que recuerdas del instituto: un chaval tranquilo, bueno en matemáticas, que nunca levantaba la vista de sus zapatos, o a aquel miembro de la banda en quién nadie reparaba hasta que en la función de fin de curso tocó un solo con el saxofón que partió el corazón de todas las niñas. Sabes que no es normal y aún piensas que es posible: «Tal vez sea extraordinario».

Una vez, cuando Adam tenía dieciocho meses y sus abuelos aún vivían, ella le sentó debajo de los viejos altavoces del estéreo y puso música clásica; durante cuarenta y cinco minutos Adam no tocó el juguete que tenía delante; levantaba la cabeza, perdido en la música, y Cara le observó durante todo el tiempo, fascinada por las expresiones adultas que surcaban su rostro: enarcaba las cejas, como si reconociera el sonido de las flautas; luego las bajaba, como si dijera: «¡Bien, violonchelos!». Incluso el padre de Cara, que no había dicho ni palabra durante todo un año sobre aquel bebé chillón, se interesó por él y sacó los viejos vinilos de sus óperas predilectas. Contuvieron la respiración y observaron cómo Adam cerraba los ojos para asumir la maravilla de aquella nueva música: los potentes vibratos en un idioma extranjero. Adam adoró la ópera desde la primera vez que escuchó una; cuando terminaba el disco, lloraba hasta que alguien se acercaba al tocadiscos, levantaba la aguja y la devolvía al inicio.

—Muy destacable —dijo su padre, haciendo que todo pareciera posible: que Adam era un genio, que su vida iba a ser distinta de la que ella esperaba pero en ningún caso peor. Peor no.

Tenía tres años y medio cuando se llegó a un diagnóstico final: se tardó demasiado, se hizo demasiado tarde, ahora ella lo sabe. Después del diagnóstico, ella cambió de marcha enseguida, volcó toda su energía en leer libros sobre autismo y sobre los niños que lo habían superado, todos con incansables madres que imponían juegos, que forzaban la interacción, el lenguaje, la respuesta. Se convirtió en obsesiva porque comprendió que tenía que serlo: el autismo era una guerra, y la recuperación requería un plan de batalla definido. Consiguió el apoyo financiero de sus padres y contrató terapeutas que durante tres horas al día sacaban cartas relucientes, construían vocabulario, repasaban preposiciones con la ayuda de una caja de zapatos y un coche de juguete: «Pon el coche dentro de la caja. Ahora saca el coche fuera de la caja». Lo curioso era que aunque Adam podía aprender sustantivos con relativa facilidad, cualquier concepto que implicara relación se convertía en un bloque inamovible para él. Colocar dos cosas juntas y preguntarle cuál es más grande, o más pesada, significaba verlo debatirse, luchar, llorar de frustración. Ella no se rendía después de la terapia. Le obligaba a jugar con ella, convertía las manos del niño en marionetas, las envolvía con plastilina o moldes Play— Doh, le arrastraba a interminables partidas con las tarjetas Go Fish o el clásico juego de mesa Candy Land, tortura que él soportaba ante la promesa de que al final podría ver una ópera. Pero incluso cuando funcionaba, y cabe decir que lo hacía gradualmente —aprendió a fingir que un plátano era un teléfono y que un sofá era una montaña—, ella seguía esperando el milagro que seguiría a esos logros: que iniciara una conversación, que mostrara un atisbo de interés por el juego de otro niño; pero hablando con sinceridad —aunque reconocerlo era doloroso y devastador—, eso nunca se produjo.

Ella supone ahora que lo que de verdad aprendió fue cómo complacerla: que para hacerla feliz tenía que sostener el plátano junto a su oreja y hablarle, o enfundarse la mano con un calcetín y charlar con el dedo, aunque ninguna de esas actividades tuvieran el menor interés para él, ninguna fuera tan atrayente como, por ejemplo, un cortador de césped o un transistor mal sintonizado. En el fondo nada cambió desde el principio en aquel niño más interesado en estar solo, en observar las máquinas, en atender a músicas complejas, que le llegaban en idiomas incomprensibles para todos.

No resultó fácil decidirse a dejar de luchar con tanta insistencia. Empezó durante el verano, tras un largo período de resistencia a lo que Cara se había propuesto como objetivo para las vacaciones escolares: montar en bici. Para Adam dicha meta no tenía sentido. Lo que le encantaba de la bici era balancearse sobre las ruedecillas laterales y observar maravillado cómo la rueda delantera se detenía. No había levantado la vista, ni advertido que los niños del barrio crecían a su lado, ni veía que los chicos mayores montaban ahora en bicicletas de verdad, de sólo dos ruedas, y, desde luego, no reconocía que hacía el ridículo.

—Este verano quitaremos las ruedecillas —le había dicho a Adam en mayo.

No obstante, él no fue consciente de la noticia hasta un domingo por la mañana, en junio, cuando la vio trabajar durante una hora con destornilladores y tenazas para retirarlas, y luego rompió a llorar en señal de protesta. Ella se mantuvo firme, le obligó a intentarlo todas las tardes hasta que le dolió la espalda por estar tanto rato encorvada. Al final tuvo que fijar un tiempo y prometer una recompensa.

—Cinco minutos en la bici y conectaremos la manguera.

—Bici no, por favor. Manguera, gracias.

—Ya lo sé, cariño. Sé que quieres la manguera. Mírame. Aquí está el cronómetro y aquí la manguera. Cinco minutos por la calzada y ya está. Eso es todo. Ya está.

—Ya está. Adiós.

—Nada de adiós. Monta en la bici. Cuento hasta tres.

Una tarde la sesión fue particularmente dura; él se negaba a apoyar los pies en los pedales o a sujetar el manillar, y ella se hartó. Le amenazó con cortar la manguera con las tijeras de podar si no se esforzaba más. Más tarde, cuando le llamó para cenar, él no contestó. Lo buscó por toda la casa, en todos los lugares donde solía esconderse, y no pudo encontrarlo por ninguna parte. Él sabía que no debía salir solo y nunca lo había hecho antes, pero cuando ella salió a la puerta, oyó un ruido y fue en su busca, a todo correr; Adam estaba solo en el cobertizo, echándole un bote de pegamento a la bicicleta. «Que vuelvan», decía, con la cara empapada en lágrimas mientras apretaba las ruedecillas contra la masa de cola. Ella recordó las horas que Adam pasaba montado en la bici, con la vista fija en la rueda, haciendo sonar el timbre en cada calzada. Había estado tan segura de que quitarlas era lo correcto: de que eso expandiría sus horizontes, no que le arrebataría uno de sus pocos placeres... Sintió que el corazón le subía hasta la garganta. Decidió que nunca volvería a estar tan segura de lo que le convenía. Nunca más.

No fue la negatividad lo que le hizo describir los déficits de Adam a Lincoln (cuando durante años había estado haciendo justamente lo contrario, insistiendo en que la gente lo viera lo más normal posible, obligándose a abrir puertas y apuntándolo al equipo de rugby, diciéndose: «Le irá bien», aunque normalmente no era así). Fue un intento de ser clara, de amar a Adam sin negaciones ni autoengaños. Lo que decía, en esencia, era: «Éste es mi hijo y no está bien», porque creía que era lo mejor, que el amor real reconocía los límites de un niño; aceptaba lo que había sin imponer condiciones.

En septiembre, por primera vez, la entrevista inicial con los profesores no fue una alegre representación por su parte, como había sido el año anterior cuando había insistido con satisfacción: «¡Adam adora la ciencia! ¡Tal vez podría participar en la feria de la ciencia!», sólo para darse cuenta, demasiado tarde, de hasta qué punto era mala idea, del esfuerzo y la motivación que requerían las maquetas de volcanes y las pilas fabricadas en casa. Este año fue más clara:

—Adam no sabe manejar los fogones y no se le da bien la clase de educación física. Necesitará que le asignen un asiento a la hora de la comida y a un profesor que se ocupe de él.

Estaba segura de que eso estaba mejor. En las seis semanas de clases, había visto a un Adam más contento de lo habitual, un Adam que no era empujado en direcciones que para él carecían de sentido. No le obligaba a aprender a jugar al Uno (tal como hacía cuando estaba en primero y veía a los demás niños jugando), no le sacaba cartas de Yu-Gi-Oh (para que pudiera reconocerlas si le pasaban por debajo de sus narices). Ese año le dejó obedecer a sus propios impulsos. Cuando terminaba los deberes, ella le ponía las óperas que en otro tiempo limitaba convencida de que necesitaba ver lo que hacían otros niños, que saber jugar al SpongeBob también tenía su importancia.

Después de hablar con Phil sólo se le ocurre hacer otra llamada, a un número que encuentra sin problemas en el listín telefónico, ya que sólo aparece una persona con ese apellido.

—¿Señora Warshowski? —dice ella.

—¿Sí?

La voz le parece propia de alguien más mayor de lo que esperaba. Cara se presenta, y se produce un silencio tan largo que teme que la mujer vaya a colgar.

—Mire, sé que hubo un malentendido durante el recreo. Ni siquiera quería preguntarle sobre eso. Quería preguntarle sobre cómo pasó Adam la mañana, sobre lo que sucedió antes del recreo.

—Ya le dije a la policía que no fue culpa mía. Nadie me previno que suele escaparse.

—No suele escaparse —dice Cara, consciente de que esa característica sirve para que los ayudantes cobren un poco más de dinero por trabajar con ellos—. Además, usted no estaba con él a la hora del recreo. Nadie le dijo que debía estar allí. No es culpa suya.

—No, hablo de lo de antes. De cuando se escapó por la mañana.

Cara vacila.

—¿Se escapó por la mañana?

—¿No se lo ha contado nadie? Justo al bajar del autobús. Yo estaba allí y le dije que se quedara, tenía que atender a otro alumno, y cuando me giré se había ido. En unos segundos.

—¿Y le había dicho con claridad que se quedara con usted?

—Por supuesto, incluso se lo enfaticé con signos. Mi hijo es sordo y tengo la costumbre de usar el lenguaje de signos. Pude ver que le gustaba.

A Adam le encantaba el lenguaje de los signos y conocía todas las órdenes básicas. «Quedarse» lo habría entendido a la perfección. Eso no tenía sentido.

—¿Deduzco que la desaparición no duró mucho? —Bueno, unos diez minutos. Lo bastante para darme un buen susto.

—¿Dónde lo encontraron?

—Creía que ya lo sabía. Con ella, con Amelia. En los servicios de los chicos.

No tardó demasiado en tener a Lincoln al teléfono.

—¿Por qué nadie me contó lo del incidente del cuarto de baño?

—Lo siento, creía que lo sabía. —Lincoln suspira—. Sí, los hallaron juntos en los servicios de los chicos que hay frente a la biblioteca. Completamente vestidos. De pie ante los lavamanos. Ninguno de los dos dijo qué estaban haciendo. Los enviaron a ambos a clase. Técnicamente hablando, aún no habían empezado las clases, faltaban tres minutos para que sonara el timbre. Él no había hecho nada malo; era ella la que estaba en el servicio de los chicos. Es posible que él fuera al cuarto de baño y que ella lo siguiera hasta allí.

—¿Y eso os sugiere la idea de que habían planeado algo?

—Parece posible, ¿no? Estaban solos. Y tres horas después desaparecen.

Aquella noche Adam cena, se desnuda, se baña y se acuesta, sin decir una palabra. Cara le bombardea con preguntas que no guardan relación alguna con lo sucedido hoy. Si un asesinato lo ha encerrado en su concha, ella le recordará cualquier otra cosa para sacarle de allí. «¿Qué música podríamos escuchar? ¿Qué podemos comer? ¿Tienes frío, cariño?» Su voz se expresa con el mismo nerviosismo que la de una camarera que intenta salvar una mala fiesta, como si Adam se hubiera convertido de repente en un extraño, alguien a quien apenas reconoce. Al final se rinde. «Mañana —piensa derrotada—, mañana conseguiré que hable.»

A partir de ese momento se dedica a observarle de cerca, comprobando el modo en que su cuerpo se ha cerrado sobre sí mismo, la falta de brillo de sus ojos. No se mueve, ni avanza en círculos, de modo que debe de haberse percatado de que está en casa, donde permanecer quieto resulta totalmente seguro, donde puede pasarse veinte minutos sentado en el sofá y luego veinte más frente a la mesa de la cocina, pero su ausencia es tan completa, tan impenetrable, que es como si lo que sucediera fuera peor que una regresión. Incluso en el pasado, cuando Adam atravesaba sus peores momentos —montando rabietas en público, gritando para pedir cosas que ni siquiera podía nombrar o señalar—, él se hallaba dentro de su cuerpo, plantando cara. Cara no ha presenciado antes esa retirada total. Ese ser que camina y traga en un estado de sumisión catatónica.

Después, con Adam ya en la cama, enciende el televisor que muestra la imagen congelada de Amelia, hermosa y muerta, en las esquinas de todos los canales que sintoniza. Cuando ya no puede soportarlo más, Cara apaga el televisor y deambula por la casa vacía de su infancia, la casa que han ocupado con mínimos cambios desde que murieron sus padres. La letra pequeña de su madre aún aparece en las etiquetas de los tarros de especias; la puerta de la despensa aún muestra las débiles marcas a lápiz que evidencian su propio crecimiento: líneas con fechas; como no tenía hermanos no hacía falta señalar de qué niño se trataba. En una ocasión le dijo a Adam:

—Mira, cielo, así era yo de alta cuando tenía tu edad.

Mientras lo estaba diciendo supo que él no entendería un concepto tan complicado: «¿Mamá pequeña?». Ahora se pregunta si vivir aquí no habrá sido un error. Al caminar por la casa, el pasado avanza a su lado, más grande y claro de lo que debería ser. Está aquí y ahora, acusaciones fantasmales en forma de susurros, la sensación de que los acontecimientos de ese día tienen que haber sido culpa suya, ya que al intentar conjurar la imagen de Adam y esa niña juntos en el patio, columpiándose uno al lado del otro, ella sólo ve el recuerdo de sí misma, cuando iba a quinto curso, con la vista puesta en un chico enfermizo y pálido.

Después de su último almuerzo juntos en quinto curso, Cara perdió el valor de abrir la boca en presencia de Kevin, aunque siguió observándolo a medida que pasaban de una clase a otra, de la escuela elemental a la secundaria que se alzaba más arriba de la colina. En el otoño de noveno curso, Kevin sorprendió a todo el mundo volviendo al colegio con una barba tan poblada que parecía un disfraz. Aunque la barba no duró mucho (los profesores protestaron, sacando a relucir normas sobre el aspecto físico de las que nadie había oído hablar nunca), ése fue el año en que Kevin se convirtió en un personaje importante del diario de Cara, no en forma de ligue o de amigo, sino como ejemplo de alguien que soportaba obstáculos mayores de los que ella podía imaginar o pronunciar. En diciembre cayó enfermo de neumonía y no asistió a clase durante cuatro semanas; se reincorporaría en enero, tan delgado que la ropa parecía vacía y con el rostro cubierto de nuevas arrugas. En décimo curso, el riñón que le había quedado después del accidente empezó a fallarle. Ella sabía todo eso gracias a la tía de Kevin, que seguía siendo la secretaria del padre de Suzette. A través de esa misma mujer se enteró de que Kevin luchaba contra la depresión, de que los inviernos eran para él una mala época y de que a veces necesitaba medicación. Fue la primera vez que Cara escuchó la palabra antidepresivo, y pensaba en ello cada vez que le veía en el colegio, riéndose con sus amigos, junto a su taquilla, hojeando una revista de música apoyada en el antebrazo y con la mano inútil colgando a su lado. Entonces ella tenía quince años; no habían vuelto a dirigirse la palabra desde aquel almuerzo en quinto curso.

Tal vez no fuera algo tan raro. Cada colegio nuevo al que se habían trasladado había sido el doble de grande que el anterior. Aunque Kevin ahora podía hablar, sus palabras salían despacio, sin fluidez, como si se tratara de un anciano con acento extranjero. Dado que Kevin presentaba discapacidades de aprendizaje, sus cursos eran una mezcla de clases especiales y normales. Sorprendentemente, se ponía el chándal y asistía a la clase de educación física con los demás; se sentaba al lado del profesor y diseñaba planes de juego, un papel que debía de gustarle ya que, en undécimo curso, se convirtió en el improbable estratega de los partidos de fútbol.

Cara observaba a Kevin, pensaba en él, celebraba en privado sus progresos, pero nunca, en todo ese tiempo, esperó que sucediera lo que pasó el primer día de su último año de instituto: entrar en la clase de inglés y encontrarle allí sentado. Se quedaron mirando durante tanto tiempo que habría sido imposible no decir nada o fingir que no se reconocían.

—Vaya por Dios —dijo ella por fin—. Hola.

Él bajó la mirada y se sonrojó.

—Hola —susurró.

Aquella mañana Cara había hecho el esfuerzo consciente de cambiar su aspecto, pasando de las camisas amplias con bolsillos y las cazadoras que había usado para ir al colegio durante toda su vida a una estrecha camiseta de tirantes y unos shorts diminutos.

—Por Dios, Cara, se lee la etiqueta del sujetador —le dijo Suzette, leyéndola en voz alta para demostrarlo.

La amistad se había mantenido a lo largo de los años a pesar de las diferencias. Mientras Cara seguía anhelando miradas de aprobación e invitaciones a unirse a la mesa de los populares, Suzette flotaba ajena a todo ello, con la cuenta bancaria rebosante del dinero que ganaba haciendo de canguro los fines de semana. Cada vez se tomaba menos interés en unas clases que no le costaban el menor esfuerzo y se pasaba más horas en el estudio de arte del colegio, pintando unos cuadros sobre los que Cara encontraba difícil opinar. Era obvio que Suzette era una buena artista —ganaba premios, todo el mundo lo decía—, pero su interés principal era el expresionismo abstracto, que siempre ponía a Cara nerviosa, intentando averiguar qué representaba el cuadro.

—Vaya —decía—, éste me gusta. ¿Son flores?

Suzette la miraba con impaciencia.

—Es Teddy —decía, refiriéndose a su hermano pequeño, el sujeto más habitual de sus cuadros.

Tres años antes, la vida de Suzette había dado un vuelco cuando su padre se enamoró de otra mujer y abandonó a su madre, que languidecía en la intimidad de su dormitorio: pasaba muchos días sin vestirse, durmiendo y leyendo revistas que tenía esparcidas por su lado de la cama.

—Ni siquiera me apetece hablar de mi madre —decía Suzette, negando con la cabeza, y no lo hacía. En su lugar se cargó sobre los hombros las tareas de ama de casa, cocina incluida: le hacía la comida a Teddy todas las mañanas y, aunque el niño ya tenía ocho años, lo acompañaba a la parada del autobús escolar y esperaba a que éste llegara para que no tuviera que quedarse solo con los otros chavales de quinto, que le asustaban.

—Teddy es un niño muy sensible —decía ella, a modo de justificación de que su vida girara en torno a las idas y venidas de su hermano—. No quiero dejar que su vida sea aún más difícil.

Ése fue el año en que Suzette empezó a imponer reglas y a mantenerlas.

—Tenemos que ir a mi casa. No quiero que Teddy esté solo —decía.

Y aunque era obvio que su madre estaba en casa, Cara no insistió en el tema. Sabía que el divorcio se había cobrado su precio en Suzette, despertando en ella el temor a cualquier sugerencia de cambio. Cara era consciente de ello, y también de que su ropa nueva no era ningún error. Lo había visto en varias caras de sorpresa, y lo veía ahora en la mitad del rostro de Kevin que era capaz de expresar emociones.

—¿Por qué no me siento delante de ti y así podemos hacer como si estuviéramos en quinto curso? Puedo hablar sin parar y volver a quedar en ridículo como entonces.

Kevin se rió y Cara ocupó el asiento de delante, aún emocionada por su propio atrevimiento. Cuando volvieron a hablar después de clase, la voz de él, suave y abrupta, la sorprendió: respiraba entre palabras, como un tartamudo.

—Quería probar una clase... de inglés normal. Pero no sé. Leer me da... dolor de cabeza. Los ojos... —pareció mirar al cielo en busca de palabras— me fallan.

—Puedo ayudarte —dijo ella, llanamente. En realidad quería decir: «Ayuda de verdad, lo que necesites», no aquella exposición de ayuda del pasado donde ella les quitaba las tapas a los yogures y hundía en ellos la cucharilla para que él comiera—. Podría leerte los libros en voz alta. Grabártelos en cintas. ¿Te iría bien?

Kevin cerró los ojos y sonrió, esbozando aquella mueca retorcida tan típica de él.

—Sí.

¿Fue amistad, exactamente, lo que los unió a partir de entonces? El intercambio de cintas siempre era furtivo, como si ambos estuvieran levemente avergonzados: él por la necesidad, ella por el esfuerzo que ponía en ello a cambio de nada. Le dijo que no había para tanto, que ella era una lectora lenta y que hacerlo en voz alta tampoco le llevaba más tiempo del habitual, pero no era cierto. Leer en voz alta, página tras página, suponía una tarea lenta y laboriosa. Al hacerlo, ella se percató de lo poco que había leído de verdad esos espesos libros. Los diálogos, las escenas, las primeras y últimas líneas de cada párrafo. Ese esfuerzo por ayudar la dejó atrapada, no por él, sino por las interminables descripciones de la vida puritana que aparecían en La letra escarlata. Finalmente, tras dos semanas de esfuerzo, optó por resumir el texto.

—Aquí viene ahora un montón de descripciones sobre vestidos y lo que se ponen, pero te juro que no tiene importancia, Kevin —grabó ella en el pequeño micrófono.

Al día siguiente él le pasó una nota, con una sonrisa en el rostro. «Me gustaría saber lo de los vestidos.»

Ella escribió debajo: «Lo raro es que llevan bañadores debajo. Pequeños bikinis rojos».

Pronto tuvieron dos secretos: las cintas que ella nunca le mencionaba a nadie, ni siquiera a Suzette, y las notas que se pasaban durante la clase de inglés. Siempre eran graciosas, y quizá lo mejor era que ella se había vuelto un poco más divertida. No mucho, un poco.

«¿Cómo describirías hoy su peinado?», escribió él, señalando con una flecha a la profesora, la señora Green, cuyo cabello era un terreno en constante transformación. Algunos días aparecía rizado en bucles que caían sueltos sobre los hombros y que hacían pensar en salchichas; pero aquel día lo llevaba recogido en lo alto de la cabeza, en un moño lo bastante elevado como para borrar la pizarra. «Cónico», contestó ella.

Gracias a aquellas notas ella descubrió por qué Kevin tenía amigos —era un tipo honesto y directo, inventaba chistes, escuchaba los de los otros—, pero con el tiempo empezó a preocuparse de que las cosas estuvieran yendo demasiado lejos. Él escribía demasiado, guardaba las notas. Etiquetaba las cintas con inscripciones como: Cara, primera parte, como si ella fuera el libro. Parecía un error dejarle seguir, que se formara una idea equivocada.

«Kevin —escribió ella transcurrido aproximadamente un mes de intercambio de notas—, no creo que pueda leer el siguiente libro por ti. Estos días ando un poco liada.»

El papel no volvió en toda la clase. Después, mientras recogían, él arrojó el rectángulo en su regazo. «No pasa nada», decía.

Cara decidió que lo mejor era no discutirlo. Cuando se necesitó trabajar en parejas para un proyecto del curso, ella se dirigió a la chica que se sentaba delante de ella, una tal Yolanda, y se dijo a sí misma: «Es mejor así. Lo hago por él». Y es de suponer que así era. Scott, el único jugador de fútbol que había en la clase; y que, debido a su tamaño y a una voz prematuramente profunda, parecía tan fuera de lugar en el aula como Kevin, fue hacia él y dijo en aquel tono sorprendente que casi nunca se oía:

—Kevin, tío, tú y yo lo haremos juntos.

Cara soltó un suspiro de alivio. «No es responsabilidad mía», pensó.

Fue Suzette quien lo mencionó, semanas más tarde, cuando Cara ya creía haber zanjado el asunto.

—¿Has reparado alguna vez en la manera como te mira Kevin Barrows?

Cara se sonrojó y se giró sobre la silla.

—No me mira —dijo, sintiendo que el estómago se le convertía en piedra.

Ella había creado algo terrible.

Después de eso, Cara dejó de hablarle.

A medio semestre, cuando la señora Green sugirió que se cambiaran de asiento para romper la monotonía, Cara ocupó uno al otro lado del aula y dejó que Kevin se sentara a la sombra del enorme Scott. Ella centró todas sus atenciones en su nuevo ligue, Peter, a quien había conocido cuando ensayaba en los coros de Ellas y ellos, el musical que él protagonizaba. Antes de Peter, Cara sólo había salido con un chico, Robbie, que nunca había sido un novio especialmente atento o considerado. Pasaban fines de semana enteros sin que él la llamara, y cuando estaban juntos Robbie se mostraba inquieto, anhelando que la ciudad tuviera más cosas que ofrecer, lo que generaba en ella la necesidad de proponer planes constantemente.

—Mis padres estarán fuera, podrías venir a casa —ofrecía ella, con una voz que sugería cosas que él nunca parecía entender. El sexo no resultaba la mitad de interesante para él de lo que lo era para ella.

—Eso es porque es gay —afirmó Suzette cuando Cara y Robbie llevaban tres meses saliendo juntos—. Lo siento, pero es verdad.

Cara parpadeó, atónita ante la posibilidad.

—Robbie no es gay —dijo ella, pero el vértice de una duda se le había abierto en el interior de su estómago.

Resultó que Robbie sí era gay, un hecho que se reveló seis meses después de que rompieran un día que él llegó al colegio vestido con una camisa con cuello de polo y un adhesivo rosa en forma de triángulo en la mochila. Cara había aprendido la lección: la próxima vez intentaría reprimirse, dejaría que el chico tomara la iniciativa, hiciera el esfuerzo... Y la verdad es que en este caso todo pareció distinto desde el principio. Peter coqueteó con ella durante todos los ensayos, y hasta la última representación, cuando le susurró detrás del escenario:

—¿Y ahora qué vas a hacer? ¿Volver a ser Cara, esa chica mona que tiene una única amiga?

Ella parpadeó al oírle, sorprendida de que se hubiera percatado de la única verdad definida de su vida hasta el momento: sólo tenía una amiga. Aquella noche se besaron en la penumbra de la última fila del teatro y una semana después se convertían en la pareja sorpresa del momento. Ella lo veía reflejado en las caras de todo el mundo: «¿Qué hace Peter con ella? ¿El prota con la chica de los coros?». Un mes después ella comprendió la respuesta, cuando él se vino abajo y confesó, con lágrimas de incertidumbre, la existencia de un amigo al que había conocido en el campamento de tenis de verano.

—No es más que un amigo —dijo Peter, pero ella ya era lo bastante mayor para reconocer esas lágrimas y saber que no hacía falta oír nada más.

El fin de semana que siguió a la ruptura con Peter, Kevin ingresó en el hospital. Según se dijo, le fallaba el riñón; su nombre encabezaba la lista de trasplantes.

—Creo que si alguien lo conoce debería ir a verle al hospital —dijo la señora Green, dirigiéndose a la clase en pleno—. En si tuaciones así, uno quiere asegurarse de hacer todo lo que puede.

Cara advirtió que la clase entera clavaba los ojos en ella.

—Mira, te acompañaré —dijo Suzette más tarde—. Creo que, al fin y al cabo, nuestra loca profesora puede tener razón.

Cara esperaba que la visita sirviera para resolver el tremendo sentimiento de culpa que la embargaba, poder estar a solas con Kevin en la habitación, coger su mano buena y susurrar disculpas mientras él la miraba con serenidad. Sin embargo, al llegar se encontraron con la madre de Kevin en el umbral de!a puerta, con la frente surcada por arrugas de preocupación.

—¿Qué estáis haciendo aquí? —les espetó, una bienvenida que dejó a Cara tan atónita que no consiguió decir nada y tuvo que ser Suzette quien rompiera el silencio.

—Somos amigas de Kevin, del colegio. Sólo queríamos saludarle.

La madre negó con la cabeza.

—Yo no recuerdo que haya mencionado nunca a ninguna chica.

—Lo conocemos desde hace mucho. La secretaria de mi padre es su tía Joanne.

La madre se mordió los labios y volvió a negar con la cabeza.

—Joanne no me cae bien. Habla demasiado. Se pasa el día cotilleando de nuestras cosas.

—Pues la verdad es que tiene razón —dijo Suzette—. Habla por los codos.

La mujer pareció suavizarse un poco. Las dejó entrar en el cuarto de Kevin, pero sólo tras prometer que no se quedarían más de cinco minutos y que no hablarían de nada que pudiera intranquilizar a Kevin.

—Está agotado, y necesita reservar sus fuerzas para las cosas importantes, sin distracciones.

Cuando entraron, él abrió los ojos y sonrió con el lado bueno de su cara. Se le veía pálido, más delgado que tres semanas atrás.

—Hola —murmuró Cara, sin saber muy bien qué decir con su madre allí delante—. No te estás perdiendo mucho en la clase de inglés. Ahora estamos redactando distintos párrafos introductorios. Como con los ensayos, sólo finges escribir. Argumentativos, personales, analíticos, lo que sea.

Después el silencio se apoderó de la habitación y Kevin volvió a cerrar los ojos.

—Mi cuerpo se está rompiendo en pedazos —dijo él, y las tres se quedaron paralizadas por la verdad que contenía aquella simple frase.

Cara le cogió la mano.

—No, no es así —susurró, como si a ella le fuera posible controlar esa clase de cosas.

Cuando ya estaban fuera, Suzette la sorprendió;

—Tenías razón con Kevin —le dijo, sin que viniera a cuento—. En todos estos años no había caído en la cuenta, pero es un chico interesante, ¿verdad?

Cara se giró para mirada. No recordaba que Suzette hubiera dicho nada parecido sobre ningún chico.

Dos semanas después, la víspera del día del trasplante de Kevin, Cara recibió una carta por correo, una hoja de libreta doblada hasta formar un sobre blanco con sólo su nombre y dirección en la parte frontal. En el interior encontró una nota, escrita a mano con letras grandes y muy espaciadas: «Aquí está mi párrafo introductorio. Te he querido desde hace siete años».

Kevin sobrevivió a la operación, aunque a duras penas. En esta ocasión, la información le llegó a Cara a través de Scott, el futbolista, quien fue a ver a Kevin al hospital y contó a todo el mundo que la fiebre le había subido tanto que se había pasado tres días delirando.

—También yo lo oí. Fue horrible —dijo Scott.

Mientras él hablaba, Cara pensaba en la carta que no había contestado, aunque la dirección del hospital de Kevin aparecía todavía escrita en la pizarra, subrayada y con un NO BORRAR escrito encima. La señora Green seguía señalándola de vez en cuando.

—En momentos así... —decía, y Cara comprendía ahora a qué se refería: momentos de vida o muerte.

Compró dos tarjetas, una con flores delante, otra con el dibujo de una mujer con algo que parecía un animal sobre su cabeza y cuyo interior rezaba: «Mejor ve a otra peluquería la próxima vez». Esbozó varios mensajes de prueba: «Hemos sido amigos durante mucho tiempo. Ojalá te conociera mejor. Ojalá fuera posible conocer mejor a la gente». Consideró que éste era el más honesto y también el más cruel en potencia. Quizá podría decir: «Siento lo mismo que tú», lo que era cierto a ratos, hasta que se planteó lo raro que sería si se recuperaba precipitadamente y tuvieran que verse las caras en el colegio, aterrados ante las expectativas.

Al final envió la tarjeta con las flores y una frase simple con la que trató, lo mejor que pudo, de incorporar los sentimientos de Suzette. «Pienso mucho en ti, y lo mismo le sucede a todo el mundo.» Esperaba que al menos sirviera para mitigar la desconfianza que la madre sentía hacia ella. Imaginó a su madre leyéndola en voz alta, depositándola en la mesita de noche, pensando para sus adentros: «Bueno, al menos algo es algo».

Ahora que Cara ve las cosas desde una perspectiva materna, se da cuenta de hasta qué punto una niña pudo dejar a una mujer aterrada, impotente. Tal vez incluso llegara a romper la nota, llevada por la furia.

Finalmente, Kevin se recuperó lo bastante para volver a casa y, aunque se habló de llevarle los deberes a casa, Cara nunca alzó la mano para ofrecerse voluntaria y encargarse de ello. Kevin no volvió al colegio. Durante la graduación, su nombre fue leído y saludado con un aplauso atronador que él no oyó porque no estaba allí.

—¿Quieres saber lo que opino del autismo? —pregunta Martin, sentado frente a June en la diminuta mesa de un bar.

«No —piensa June—. No quiero.» Ha sido un día lleno de horrores inimaginables, y ahora que está a punto de acabarse se encuentra tomando algo con Martin, un consejero escolar que nunca le ha caído especialmente bien a pesar de la popularidad que goza entre los alumnos, sobre todo entre los chicos, que le persiguen por los pasillos para comentar los resultados deportivos. Él se esfuerza por mantener esa cota de popularidad de la que disfruta en la escuela: se viste con tejanos de talle bajo que recuerdan un poco a los que usan los chavales de sexto, y los grupos de charla que dirige a las horas de las comidas se llenan tan rápidamente que los demás adultos a veces se preguntan si es apropiado que los chicos se muestren tan deseosos de recibir consejo. Durante el último año, más o menos, June ha evitado comer con él o establecer conversaciones demasiado largas en los pasillos. Que ahora estén juntos es una prueba del profundo desasosiego que les ha causado a todos un día como éste. Ambos viven solos, y ella sospecha que los dos tienen miedo de volver a casa esta noche.

—Pienso en el chico que cuidaba un amigo mío. Era un adulto, ¿vale? Incapacidad verbal. Incontinencia. Bastante hecho polvo. Pero un día fui a ver a mi amigo mientras trabajaba y un crío rompió a llorar. Se podía oír sus llantos a través de la ventana del apartamento, y te juro por Dios que el tipo hizo todo lo que estuvo en su mano para llegar hasta el crío. Se mecía, aullaba. Mi amigo tuvo que sujetarlo sobre su regazo. Dos tíos adultos. Te preguntarás: ¿sentía ese tipo una conexión con otras personas, con ese chaval, con sus cuidadores? Por Dios. Se amaban. Nada de sexo, nada de palabras, era una mezcla de cosas. Me quedé allí sentado y pensé: es la muestra de amor más puro que he visto en mi vida.

Resulta raro que Martin piense en Adam cuando todo el mundo ha estado pensando en Amelia.

—Cuando iba a la universidad, trabajé un verano en un campamento para autistas. ¿Quieres saber qué solía pensar? —Ella no contesta. Él se inclina hacia ella para explicárselo de todos modos, formando un círculo con el índice y el pulgar—. Solía pensar: he aquí un hatajo de chavales tan brillantes, tan genuinamente por delante de nosotros desde un punto de vista intelectual, que cuando salieron del útero echaron un vistazo a este jodido mundo nuestro y se dijeron para sus adentros: «Adiós. Seguiré viviendo, pero no aquí. No en este planeta».

¿Acaso cree que lo hizo Adam? Ella niega con la cabeza; todos conocen a Adam, aunque sea un poco, y nadie lo cree. En realidad, Martin está haciendo algo que ella detesta —conferir un aura romántica a sus alumnos más misteriosos—, aunque a June se le ocurre que ella lleva todo el día luchando con algo que se parece mucho al sentimiento que él trata de expresar. Al repasar los escasos recuerdos que tiene de Amelia, se pregunta si tal vez aquella niña pudo haber sido más lista y sofisticada de lo que todos creían. Salió esta noche deseando preguntarle a Martin lo que recuerda de Amelia, cuáles fueron sus impresiones. ¿Tal vez él, un hombre, comprendía su belleza? Ya habían recibido la noticia (una sorpresa, e incluso un alivio si puede hablarse de ese tipo de sentimiento dadas las circunstancias) de que las pruebas preliminares no mostraban señal alguna de abuso sexual. Aunque hubo un intervalo de tiempo en que eso podría haber sucedido, al parecer el asesino no estaba interesado en mantener relaciones sexuales con ella. Pero he aquí lo que June no puede decidir: ¿estaba la niña interesada, si no en el sexo, sí en las atenciones que un hombre mayor le había dedicado? O fue otra cosa: ¿acaso se fue al bosque a jugar a los médicos con Adam? ¿Era una niña precoz en ese sentido?

Si lo era, no se notaba. Seguía vistiendo como una niña, con faldas y jerséis; la mayor parte de los días llevaba el pelo recogido en dos coletas. June necesita la opinión de alguien que pudo haber visto cosas que a ella se le habían escapado. Mientras que ella sólo tiene guardia de patio una vez por semana, Martin está allí todos los días.

—¿Viste alguna vez a Amelia charlando con chicos más mayores? Haciendo algo... No sé... ¿flirteando?

—No, no. Nada de eso.

—¿Te tocó alguna vez?

Él niega con la cabeza, frunciendo el ceño.

—No que yo recuerde.

Es raro que eso suponga un alivio, pero lo es. Ella bebe un sorbo de vino. Quizás el problema sea sólo suyo. Se muestra demasiado tensa, lleva demasiado tiempo en este trabajo, hace grandes esfuerzos para que esos niños a los que ama no la confundan con un progenitor.

—¿Habló contigo alguna vez?

Eso supondría un baremo; Martin parecía sostener un cierto nivel de flirteo con todas las alumnas con las que charlaba.

—En una ocasión, si mal no recuerdo. Me pidió ayuda para encontrar la pata de conejo que había perdido entre los troncos de madera.

—¿Y la encontraste?

—Sí, al final sí. Tardé bastante tiempo. Me interrumpieron y luego volví a verla: seguía buscándola, y me uní a ella. Al final la encontramos dentro de los neumáticos.

June recuerda la pata de conejo en la mochila de Amelia; yacía sobre su pupitre, se apoyaba en el suelo al lado de su pie. Se acuerda de que fue la primera cosa de la que habló Amelia y de repente puede volver a oír su débil voz, tan suave que la primera vez no consiguió entenderla y creyó que le decía: «¿Quiere ver mi pata de consejo?». Imagina a Amelia metiendo la mano en la cartera, sacando el puño cerrado y abriéndolo como una niña de cinco o seis años, un dedo tras otro. June piensa en ello y, súbitamente, las lágrimas que ha eludido durante todo el día asoman a sus ojos. Antes de darse cuenta, solloza con tanta insistencia que Martin no tiene otra opción que levantarse de la silla, rodear la mesa y abrazarla con el abrazo más torpe que le han dado en un bar.

—Ya estoy bien —dice ella, moviendo la mano.

Desea alejar de su mente los datos insoportables que han ido llegando durante el día: una herida de arma blanca que le atravesó el pulmón; poca pérdida de sangre, por sorprendente que parezca. «‹Cuando la encontraron el agente creyó que estaba dormida.» Se imagina a Amelia ofreciendo la pata de conejo —el más simple de sus tesoros, su premio más infantil y se pregunta, con sinceridad, por qué su primera idea ha sido cuestionar la inocencia de Amelia.

A cualquiera que se lo pregunte, Cara le dice que su vida es ahora mucho más fácil que antes, lo cual es cierto. Adam ya no monta escenas en todos los viajes al supermercado; sus más antiguos y extremos miedos —a los aparcamientos cubiertos, a los relojes digitales, a los imprevisibles movimientos que puede hacer un monopatín— se han calmado. No reacciona ante esos misteriosos desencadenantes gritando con tanta fuerza que se ve obligado a taparse las orejas; han pasado años desde la última vez que lo llevó a rastras por la acera o por el suelo de una tienda.

Durante la mayor parte de la vida de Adam, la estrategia de Cara ha sido la misma: empujar a su temeroso hijo hacia el mundo moviéndose diez pasos por delante de él y reordenando lo que verán sus ojos. Pone servilletas sobre los relojes y ha guardado los suyos en un cajón; se ha aprendido los lugares donde suelen estar los practicantes del monopatín y ha aparcado a dos manzanas, buscando un camino alternativo. Ha hecho todo lo posible para asegurar a Adam que el mundo no es un lugar tan amenazador. «Mira», le dice, consciente de las cosas peculiares que le encantan: un gusano deslizándose por una rama, el hombre de la grúa cambiando una rueda. Ella sabe qué cosas despiertan en él suficiente interés como para merecer su atención, y al señalarlas cree que le ha ayudado a descubrir algo más, a ver más allá del bicho que hay en la rama y percatarse del árbol, del cielo, de las sorprendentes formas que adquieren las nubes.

Ahora se pregunta si todo lo que ha hecho no habrá sido un error. Le ha forzado a levantar la vista y a mirar a su alrededor; le ha inculcado que el mundo es en gran medida un lugar benévolo, que los extraños son gente a quien uno debe saludar, que los amigos le ayudarán y que los adultos son, en general, un grupo de fiar. ¿Ha logrado todo eso a expensas de la lección más obvia de todas, que la mayoría de los niños ya ha aprendido cuando llegan a la guardería? «No hables con extraños; no te internes en bosques donde alguien puede estar acechando.»

Por la mañana se despierta y encuentra a Adam de pie junto a su cama, con los ojos abiertos de terror, como si llevara algún tiempo allí y no estuviera seguro de que ella siga viva. Cara se sienta en la cama.

—Todo va bien, cielo. —Intenta leer sus pensamientos, cree que a veces puede hacerlo—. Estoy bien, sólo estaba dormida.

El rostro de Adam se suaviza y adopta su expresión más encantadora: los ojos abiertos, una sonrisa serena. Siempre ha sido un niño muy guapo, de pelo oscuro y rizado, y ojos grandes, castaños y expresivos que no pasan inadvertidos. Una vez, en el metro de Nueva York, un extraño señaló a Adam, que estaba sentado en el suelo del vagón —el único lugar donde podía estar, el único modo en que se sentía a salvo cuando todo lo demás se movía—, y preguntó si tenía agente. En ese momento Adam debía de tener unos cuatro años: espesos rizos, ojos grandes y, ciertamente, una cualidad fotogénica inusual. Cara se sonrojó y sonrió, negando con la mano como si el cumplido hubiera ido dirigido a ella.

Durante toda la mañana Cara evalúa las expresiones que aparecen en el rostro de Adam, vigila el más leve movimiento de sus cejas en busca de algún indicio de lo que pasa por su interior. No hay duda de que Adam ha sufrido en el pasado altibajos que suelen seguir un mismo patrón. El inicio del curso escolar siempre resulta duro, y después, al final, cuando el agotamiento de nueve meses de clases se cobra su precio, sufre otra regresión: habla menos al llegar a casa y se muestra torpe a la hora de cepillarse los dientes o abotonarse la camisa, tareas que en teoría controla. Y, sin embargo, ahora ve algo distinto en él. No se trata de la pérdida de una habilidad que ya dominaba, es algo más. Desde que aprendió a hablar, nunca ha estado tanto tiempo sin decir palabra: han transcurrido veinticuatro horas y no aprecia ningún cambio.

Ella intenta distintas tácticas, lo que sea para obtener de él una respuesta.

—¿Qué quieres desayunar? —le pregunta cuando están en la cocina.

Él mira a su alrededor, sin comprender, como si apenas pudiera reconocer el lugar. Sus ojos se posan en la cocina, en la nevera, en la despensa llena de comida; cada uno de esos objetos es un nuevo misterio.

—¿Quieres unas arañas, tal vez? ¿O te apetecen más gusanos?

Se trata de una vieja broma; algo que ella usaba hace años para enseñarle el sí y el no.

La espera se hace eterna. Nada.

—¿Adam? ¿Quieres un martillo para desayunar?

Esto debía arrancarle una risita: siempre lo había hecho antes. En su lugar, él parpadea, fascinado. Su hermoso rostro no reconoce nada: ni la habitación, ni las palabras, ni siquiera a ella.

—¡Adam! Hola, ¿puedes decir algo?

Nada.

Aquella mañana no se molesta en vestirse. La invade el pánico, bombeando adrenalina por todo su cuerpo. Si Adam ha sufrido una regresión total y lo ha perdido todo, ella tendrá que empezar desde cero, volver al principio, sacar las cajas de tarjetas de colores y desparramarlas como hacía seis años atrás. Si no quiere hablar, le hará agrupar tarjetas. Si no sabe, las colocará en fila y le dirá que le señale algo concreto. «Está bien —se dice ella—. No pierdas tiempo, no dejes que su cerebro conserve lo que ha visto. No le dejes lleno de una película sangrienta, no dejes que sus oídos queden inundados por los gritos de una pobre niña.» Le atraerá hacia aquí con sus objetos favoritos, piensa mientras echa un vistazo a la caja, buscando cortadores de césped e instrumentos musicales. Son los regalos que puede ofrecerle a un hijo que, en sus nueve años de vida, nunca le ha pedido que le compre nada: fotos de objetos que le fascinan y que ella ha pegado sobre cartulinas: un tractor, un piano, un ventilador, llaves. Tal vez ni siquiera llegue a pedirle que identifique cosas; lo único que quiere es oír sus gritos de placer cuando vea que se acerca una de sus favoritas. Decide que no le complicará mucho las cosas y saca las fotos de una camisa, un piano y un flamante tractor rojo. Las ha tenido durante años. Será como un juego, como la familia que vive en esa misma calle cuyos hijos tienen ahora diez y once años, respectivamente, pero que siguen jugando al Go Fish de vez en cuando, en recuerdo de los buenos tiempos. Éste es su Go Fish. Le acerca a la mesa y le ayuda a sentarse.

—Muy bien, cariño. Mírame —dice ella, y él obedece. No se ha perdido todo. La primera orden, las primeras palabras que ella estuvo segura de que él comprendía—. Buen chico.

Sin embargo, sus ojos están alterados de un modo que ella no sabe describir. Antes, el contacto visual solía asustarle lo bastante para que le temblaran los ojos mientras ella contaba en voz alta «a la una, a las dos y a las tres» y él tenía que mirarla si quería conseguir el bollo. Ahora el temblor se ha esfumado y en su lugar hay un vacío desconocido para ella. Se miran durante cinco segundos completos.

—Ahora, señala el tractor —dice ella, preguntándose si ha cometido un error dejando que la mire a los ojos durante tanto tiempo que ahora ha perdido el hilo de la tarea que tienen entre manos—. Aquí, Adam. —Da una palmada sobre la mesa—. Veo un tractor en alguna parte.

Su expresión es imperturbable. Sus ojos se mueven cada vez más, se apartan de ella y se concentran en el espacio que queda detrás de sus hombros. Ella se inclina hacia delante y le coge la cara entre las manos.

—Cielo, escúchame... Tienes que intentarlo. Sé que sabes hacerlo. Señala el tractor.

Ella jadea. Siente ganas de zarandearlo —teme que acabará haciéndolo—, y entonces él entrecierra los ojos para protegerse de un rayo de sol que se filtra entre los árboles. Parece haber oído algo más, no sus súplicas, sino un ruido en la luz, algo que le hace caer en la cuenta, por primera vez, de que ya es de día. Le cambia la cara. Sus cejas parecen decir: «¿Qué era eso?». Y luego se esfuma.

No vuelve a mirarla.

No presta la menor atención a las tarjetas.

Su madre está enfadada. Lo nota en su voz. «Señala el tractor», dice ella, y él puede hacerlo con los ojos, pero no con las manos. El problema está en las manos.

El problema está en moverse cuando alguien le dice que se mueva.

—Muévete —le dijo el niño, mientras le apuntaba con el dedo como si éste fuera un arma de zona de combate—. Muévete o disparo.

Si señala, su mano se convertirá en una pistola. Disparará contra su madre y la matará por accidente. La gente muere en la zona de combate, él lo ha visto: la colina verde que hay detrás del patio sembrada de cuerpos de chicos caídos.

Piensa en la niña, en que su voz es como el sol y las sombras de las que ella habla todo el tiempo. Es ligera, frágil, musical y también seria.

—Odio a esa gente. A todos —dijo ella. Él no sabía a quién se refería, pero vio cómo apretaba las manos hasta formar dos óvalos en forma de huevo—. Los odio a todos. —Separó un dedo—. Ra-ta-tat. Ya está. Los he matado a todos. Ahora ya no podemos hablar con ellos. Así son las reglas.

Cerrados en forma de puño, sus dedos parecen la cara curvada de una concha de caracol. O los dibujos que hace la gente de una concha de caracol. Él nunca ha visto un caracol de verdad.

Puede seguir la regla porque es fácil; de todos modos nunca habla con los chicos. Sin embargo, hay otras reglas, más interesantes.

—Sólo puedo caminar sobre las sombras. Si no hay sombras, camino sola. Ando hacia atrás si no me queda más remedio, para crear una sombra.

El día en que salieron a pasear hacía sol.

—Muchas sombras —dijo ella, mientras abría y cerraba el grifo del lavamanos—. No habrá problema.

Y no lo hubo. En una ocasión caminaron tan cerca uno de otro que sus sombras se tocaron.

—Que no nos vea nadie —dijo ella—, o nos dispararán con esas ridículas pistolas.

Él la seguía porque quería seguir oyéndola cantar, quería verle la garganta, el lugar de donde salían esos sonidos, y descubrir cómo articulaba las notas para luego emitirlas. Imaginaba unas bandas elásticas dentro de su garganta, bandas que se tensaban y vibraban.

Una vez su madre le llevó a una clase de piano en la que el profesor empezó abriendo el instrumento para mostrarle el interior. Por primera vez vio cómo se fabricaba un sonido, un millón de martillos que golpeaban con gentileza las cuerdas, y después ya no fue capaz de tocar. Sólo quería ver la mecánica de la música, lo mismo que sentía con ella. Él no quería cantar. Quería mirar en su garganta, ver si contenía sorpresas como las del piano.

En el vestíbulo del colegio, Marianne se alegra de ver a Morgan.

—Estoy tan contenta de que hayas venido —dice ella—. Muchos se han quedado en casa, y eso es terrible. Sólo sirve para que cunda el pánico.

Lleva un jersey de cuello alto de color negro y una falda gris, con medias que tienen pegadas bolitas blancas de hilos.

—No tengo miedo —dice Morgan.

—Muy bien. Creo que es importante que le demostremos al autor de todo esto que no puede controlar nuestras vidas.

—En la clase de mates sólo éramos tres. Se suponía que haríamos un examen, pero el profe lo ha cancelado.

Ella niega con la cabeza, mirando a su alrededor.

—Ves, pues creo que hasta eso es un error. Incluso los profesores se mantienen alejados. ¿En qué están pensando?

Él lo ignora. También ignora en qué piensa el resto. La noche anterior, después de que él y su madre vieran tantos reportajes sobre el asesinato como podían soportar, Morgan se fue a su cuarto, cerró la puerta y abrió su cuaderno. Había estado pensando mucho sobre las pistas, aunque hasta ahora había pensado sobre las de su propio crimen, no del de otra persona. Aquí había un nuevo lugar donde dejar constancia de sus pensamientos: —Así compensaré lo que yo hice —escribió—. Resolveré este crimen y la gente comprenderá que soy una buena persona, no un delincuente. Si algún día se me juzga, tal vez esto forme parte del proceso: «Cometió un crimen; resolvió otro».

Observa a Marianne.

—Quería preguntarte una cosa. —Lleva toda la noche dándole vueltas y había decidido plantear la cuestión en el siguiente encuentro, pero ahora la tiene delante, así que ¿por qué no?—. Se me ha ocurrido una idea sobre el trabajo de voluntario.

Ella entrecierra los ojos, perpleja.

—¿Voluntario? Ah, sí. Se me había olvidado.

—Pensaba que podría hacer algo con ese niño, Adam. Jugar con él después del colegio, tal vez.

—¿Qué Adam?

—El que va a la escuela primaria. El que...

—Ah, sí. Sí, claro. No sé, Morgan. No estoy segura. ¿Por qué no te pasas luego por mi despacho y lo hablamos?

Él se siente bien el resto de la mañana. Piensa en lo que puede decirle a Marianne durante la reunión. Sabe que a ella le gusta que se atengan al tema, así que lo hará: le dirá que ha trabajado antes como voluntario con niños de educación especial, que le gustó, que no le dan miedo. Por supuesto no le contará aquello tan horrible que hizo: dejar a Leon tras cinco sesiones y luego fingir no reconocerle en el pasillo.

A la hora del almuerzo, Morgan coge su comida y se dirige hasta la mesa de la esquina, donde siempre se sienta solo e intenta comer pasando lo más inadvertido posible, pero entonces ve a Chris, un chico del grupo, sentado en su silla. Lo normal es que los chicos del grupo no se hablen cuando se encuentran fuera del mismo. Tal vez se saluden de lejos, pero nada más. Morgan se plantea la posibilidad de ocupar otro asiento, pero ¿y si la gente empieza a gritarle? Suelen tomarse muy a pecho el tema de los asientos de la cafetería. Morgan coloca la bandeja delante de Chris.

—No debería estar aquí —dice Chris—. Normalmente como en un despacho, porque las multitudes me ponen extremadamente incómodo, pero hoy me echaron porque todo el mundo tiene reuniones por lo del asesinato. ¿Puedes creerlo?

«¿Creer qué? —se pregunta Morgan—. ¿Que una niña ha sido asesinada? ¿Que se celebren reuniones por ese motivo?»

—Sí —dice Morgan—. Me lo creo.

Chris da un sorbo al cartón de zumo. Come cosas que nadie más traería al colegio: boniatos, trozos de piña, uva.

—Soy extremadamente alérgico —dice Chris, cuando Morgan le observa cortar un boniato—. Una simple rebanada de pan me llena de granos. Una vez probé la pizza, y ¿sabes lo que pasó?

Morgan le mira fijamente.

—¿Qué?

—Ingresé en el hospital —dice Chris—. Durante tres días. Con oxígeno y todo eso. Pero no estuvo mal. No me importa estar en el hospital. Al menos no tienes que ir al colegio. Si las cosas vuelven a ponerse feas, tal vez vuelva a hacerlo.

Chris tiene un año más que Morgan. Lleva un año de secundaria, lo que hace que Morgan se pregunte a qué se refiere.

—¿Hasta qué punto se ponen feas?

—Es mejor que no lo sepas, créeme. Espera a que llegue el invierno y verás. Pensarás que en comparación, el oxígeno asistido no es nada. Hasta un asesinato sería un alivio.

Morgan le mira fijamente.

—¡Eh! —exclama Chris, tan nervioso que Morgan se plantea la posibilidad de incluirlo en su lista—. Sólo bromeaba.

En el grupo, Chris ha contado anécdotas sobre un campamento de verano al que fue, donde, según él, alcanzó gran popularidad y todos le querían tal como era.

—Durante dos semanas seguidas fui elegido vigilante de campamento —les dijo—, lo que significa que supervisaba las cosas. y después, al final, gané el trofeo al atleta que más ha progresado del verano.

Al principio nadie le creyó, porque Chris está tan delgado que no puede llevar reloj ni mantener los calcetines subidos. Cuando Sean preguntó: «¿Ganaste el premio al mejor atleta?», Chris cerró los ojos y negó con la cabeza.

—Al que más ha progresado. Al principio no podía ni chutar una pelota. Al final marqué un gol. La última noche me dedicaron una calurosa ovación.

Siempre que Chris menciona el campamento de verano, Morgan siente ganas de dirigirse a él y preguntarle el nombre. Intenta imaginarse de pie ante la danzante luz de una hoguera, aceptando un trofeo ante cientos de personas que le aplauden.

Morgan decide arriesgarse, contarle a Chris lo que le preocupa.

—No dejo de pensar en ese crío. El que lo vio todo.

—¿Qué pasa con él?

—Sólo pensaba... No sé. No sé qué pensaba. —Hablar con alguien de su edad resulta confuso; la mente de Morgan salta en un cúmulo de palabras que no se organizan—. Que casi se murió, por ejemplo.

—Bueno, sí —dice Chris—. Pero verás, a mí no me gusta pensar en esas cosas. No me gusta pensar en que alguien casi se muere.

Al final de la mesa, un trío formado por chicos algo mayores los apuntan con pajitas. Observan cómo las fundas de papel van volando hacia ellos dos.

—Eh, ¡qué divertido! —dice Chris—. ¡Ja, ja! Los anotaré en mi lista.

Parece estar hablando con las fundas de papel.

—¿Qué lista? —pregunta Morgan.

—Mi lista, ¿está claro? La lista de gente que tendrá problemas por acoso muy pronto. Estamos intentando comer, ¿no es así? Es lo que no puedo soportar.

—Son sólo fundas de papel.

—Eso será para ti. No lo entiendes. No ves lo que sucede de verdad.

«Tal vez Chris tenga razón», piensa Morgan, pero cuando mira hacia la otra mesa, los chicos ya se han ido.

Aquella tarde se altera el curso normal de las clases para que pueda celebrarse una conferencia a la que asiste todo el colegio sobre el tema de la seguridad con los desconocidos, que imparte una mujer a la que nadie ha visto antes. Empieza la reunión de pie en la tarima, con un micrófono en la mano, y se pasa tanto rato sin decir nada que los asistentes se ponen nerviosos y se giran en busca de algún profesor que les explique de qué va eso. Entonces, chasqueando los dedos, ella da comienzo a la charla.

—Todos sabéis por qué estáis aquí. Todos sabéis que Amelia Best, una niña de diez años, fue asesinada a plena luz del día, en horario escolar, a unos trescientos metros de donde estamos ahora. Quizá seáis jóvenes, pero no sois tontos. Sabéis que el autor no ha sido atrapado. Que se cierne sobre vosotros, sobre cada uno de vosotros, un peligro real.

Morgan ve a una niña sentada delante de él que rompe a llorar. A su lado, otra niña la abraza.

—Nadie te va a matar, Amy —le dice—. Te lo prometo.

Morgan se gira para ver si alguien más llora. Nadie más lo hace.

Después de la asamblea, Morgan se encamina al despacho de Marianne. Para su sorpresa, dos niños que no conoce ya están esperando en la puerta. Cuando él llega, Marianne asoma la cabeza por la puerta.

—Jeff, ¿por qué no entras tú primero? Y luego tú, Fiona. Morgan —dice ella con una sonrisa—, ¿te importa esperar un poco?

—Claro que no —responde él, asintiendo con la cabeza.

Se sienta delante de la chica, que en cualquier otro contexto le habría dado pánico: viste de negro, lleva maquillaje oscuro en los ojos y joyas de plata por todas partes, dedos, orejas, incluso en la nariz. Tal vez la observa con demasiada atención, porque un par de minutos después ella le sorprende diciendo:

—¿Quieres saber lo que me han dicho?

Él niega con la cabeza.

—Me han dicho que se lo hizo ella misma. Que le gustaba cortarse.

A Morgan no se le da muy bien reconocer los chistes, pero está bastante seguro de que el comentario debe de ser uno hasta que levanta la vista y la luz le muestra que la chica está llorando. Él ha tenido ese mismo problema antes. Después de su conversación con Emma, llorar en el colegio era una posibilidad peligrosa que podía suceder en cualquier momento si no iba con cuidado. Una vez en que Leon le pilló desprevenido en el pasillo y se le echó en brazos, él se marchó con los ojos llenos de lágrimas, como los de esta chica. Tuvo que ir al lavabo y sentarse en un retrete hasta que se le hubo pasado.

—No lo creo. Creo que nos dicen la verdad, que la mataron.

Ella aparta la cara de la luz para mirarlo a los ojos.

—Pero quizás ella quería que pasara. ¿Se te había ocurrido? Tal vez fuera una niña triste que anhelaba emociones. Tal vez vio a ese tipo en el bosque y pensó: «Voy a ir hacia allí a ver qué me pasa».

Morgan la observa. Es la primera vez que una chica le habla desde que empezó la secundaria. Desde aquel día con Emma, las chicas le han dado demasiado miedo. Quiere discutir con esta chica, pero le fallan las palabras. No se le ocurre qué decir. Un minuto después sale Jeff y la joven se pone de pie.

Cuando llega su turno de entrar en el despacho, Marianne parece agotada.

—¿Te importa si como mientras charlamos, Morgan? Ha sido un día tan largo que aún no he podido hacerlo. —Coge una bolsa de plástico y saca medio sándwich—. La pregunta es la siguiente, Morgan: ¿por qué has escogido a este chico para trabajar con él como voluntario?

—Bueno, lo conozco un poco. Le recuerdo. Y no sé lo que le pasa, pero no es... ya sabes, retrasado.

—Es autista.

—Oh.

—Eso no debería ser razón para que te asustes. Es lo que lo hace potencialmente una buena idea. Pero tendríamos que ir con mucho cuidado.

—De acuerdo.

Sonríe; le encanta que haya usado el «nosotros».

—Es obvio que ha pasado por una experiencia traumática. Algo más terrible de lo que podemos imaginar. No sé mucho de él, pero propuse tu idea en una reunión que acabamos de tener. Me he enterado de que es hijo de madre soltera y de que su nivel de funcionamiento es moderadamente alto. Me han dicho que es muy afable y apreciado en la escuela primaria, todos están muy preocupados por las repercusiones que todo esto pueda tener en él. Según me han dicho, no ha vuelto a hablar desde el asesinato y ha sufrido una regresión.

Morgan asiente. No puede creerse que le esté contando todo esto.

—He llamado a la escuela primaria y he hablado con la consejera escolar sobre tu idea. Ella quiere consultarlo con más gente, pero no se ha negado. Ha comentado que podría ser una idea bastante decente. Las últimas investigaciones demuestran que, a medida que estos niños crecen, lo mejor no es que se relacionen sistemáticamente con adultos, sino con otros chicos. Sobre todo aquellos dispuestos a tener paciencia con una conversación que puede conllevar más tiempo del normal. —Mete la mano en la bolsa y saca de ella una barrita granola—. Ha aparecido un estudio fascinante. Siempre habíamos creído que la plasticidad del cerebro infantil se acaba en un determinado momento. Que con niños retrasados la intervención temprana lo es todo: intentamos que lo aprendan todo antes de que cumplan cinco o seis años, porque después ya no se puede hacer demasiado. Los logros que consigan a partir de ahí son mucho más lentos, más graduales. Ahora los nuevos estudios indican que el principio de la pubertad supone otra oportunidad: que el cerebro se abre de nuevo, se vuelve más maleable, y que pueden conseguirse ciertos avances.

»Lo que quiero decir es que voy a defender tu propuesta. Creo que merece la pena intentarlo. Pero tendríamos que seguir unas instrucciones muy estrictas. No puede tratarse de pasar un rato con el niño que presenció un asesinato. No puedes plantarte delante de él y preguntarle sobre el tema. ¿Lo entiendes? Eso queda para los profesionales, ¿de acuerdo, Morgan? ¿Me escuchas?

Sí, asiente él, percatándose de todas las posibilidades mientras ella sigue hablando. En casa ha comenzado una lista de posibles sospechosos, que incluyen a la directora del colegio, la señora Tesler, por la actitud defensiva que adopta en los noticiarios. La noche anterior había dicho en la tele: «Hay otras ciento cincuenta escuelas primarias en este estado que no están cercadas con vallas», aunque el periodista no le había formulado ninguna pregunta sobre vallas. Cuando Morgan intentó verificar el dato no encontró nada en internet sobre vallas y escuelas primarias, con lo que deduce que ella se lo ha inventado, lo que le induce a creer que podría ser sospechosa.

En su lista también aparece el señor Herzog, el profesor de música que pide a los alumnos que no pueden seguir el ritmo que «por favor, no den palmas». El señor Herzog viste trajes de color marrón y zapatos a juego, y en una ocasión les contó:

—Toco en un grupo de jazz, pero eso no tiene ninguna importancia porque ahora ya nadie se interesa por el jazz.

A Morgan le pareció un comentario resentido. Recuerda que una vez vio al señor Herzog en el pasillo, empujando un carrito lleno de estuches negros de instrumentos musicales; iba cabizbajo, y las gafas le resbalaron y quedaron aplastadas por el pesado e imparable carrito. Cuando las recogió, tenían forma de W.

—Disculpa —le dijo, mirando a Morgan de reojo—, pero me temo que mi inútil vida acaba de empeorar y necesito un poco de cinta adhesiva. ¿Podrías ayudarme?

Morgan se acuerda de todo eso, pero no le había dado ningún significado antes de ahora. Ahora sí. Esto significa que el señor Herzog es un hombre triste y tal vez desquiciado por muchas cosas: el jazz, las gafas, los alumnos sin talento ni interés. Quizás Amelia le sacara de quicio: pegara un chicle a un clarinete, se riera de sus gafas o algo parecido.

Morgan traza un plan: si no puede preguntarle a Adam sobre el asesinato, quizá pueda confeccionar una lista de nombres e irlos introduciendo, uno por uno, en la conversación.

June oye historias por todo el colegio, historias que crecen y cobran vida propia: al principio en forma de susurros para luego explicarse en voz alta en el patio: «Volverá a intentarlo, quizás en Halloween. Busca al niño que lo vio, pero si no consigue a ése se llevará a cualquier otro». Los profesores han recibido instrucciones de que, cuando discutan el asesinato de Amelia con los alumnos, es importante que mantengan una actitud abierta, dejados hablar, pero al mismo tiempo enfatizar los hechos siempre que sea posible y reducir al mínimo las especulaciones.

—Esto es lo que se sabe —les han dicho que digan—. Esto es lo que no sabemos.

Cuantos más hechos se den, más seguros se sentirán los niños, de modo que se supone que deben usar esos hechos para regresar al mismo punto: «La policía está aquí, haciendo todo lo que hace falta, todo el mundo está a salvo, todo va bien». Pero cualquiera puede ver que los niños lo oyen y se dicen algo muy distinto para sus adentros: «Podría ser alguien a quien conocemos. Probablemente lo es. Un vecino, un vigilante, alguien que no parece loco pero lo está».

En la clase de June han encontrado a alguien nuevo que sugerir cada hora: el señor Fawler, que dirige el laboratorio de informática, y que en más de una ocasión se ha puesto a buscar las gafas que llevaba sobre la cabeza.

—Tiene una navaja —dice Jimmy.

Todos se quedan en silencio durante un minuto, obligándose a imaginar a un hombre con tanto sobrepeso que apenas puede abrocharse la chaqueta plantado en el bosque con una navaja en la mano.

También está Perry, miembro del grupo de mantenimiento desde hace treinta años y tan callado que la mayoría de los estudiantes nunca le ha oído la voz.

—No os lo perdáis, tíos. He oído que Perry vive con su madre. Como el tío de Psicosis — dice Brendan, y June se queda boquiabierta: ¿Brendan, un alumno de quinto, ya ha visto esa película? ¿Y espera que el resto también la conozca?

—Por favor, chicos —dice ella, mirando a Brendan con dureza, sin señalar con la mirada a Leon, aunque no hace ninguna falta.

Todos lo comprenden: «Hay niños aquí, no los asustéis».

Se mantendrá durante un rato tajante, sin ambigüedades, y una hora después la asaltarán las ganas de llamar a Teddy y susurrar por teléfono: «¿Alguien ha investigado a Perry, el vigilante? ¿Alguien sabía que aún vive con su madre?».

Desde el asesinato, Teddy ha venido a su casa todas las noches, aunque a veces no llega hasta las once o las doce porque ahora, como es lógico, le toca doblar el turno. La primera noche que le vio, después de la copa con Martin, ella cayó en sus brazos y lloró desconsolada. Ahora le espera sentada a la mesa de la cocina y ambos toman una taza de té.

En teoría, la relación con Teddy iba a ser algo fugaz. Él tiene seis años menos que ella y es más guapo que cualquier otro hombre con quien haya salido desde hace años. Tanto en el colegio como en la universidad, June solía ser la primera de su clase y normalmente atraía a una variación del mismo tipo de hombre: cerebral y pálido, con una barriga incipiente y gafas que le resbalaban por la nariz mientras debatía con ella noches enteras sobre filosofía y educación. Teddy es lo contrario de todo eso: es guapo y joven; sus ojos, de un marrón cobrizo con destellos anaranjados; su cabello, rizado y rubio ceniza, y tiene una cara llena de pecas que su madre habría comparado con un mapa de Irlanda. Es un policía que un día le puso una multa por exceso de velocidad y que lo primero que dijo al parar el coche e inclinarse por la ventanilla fue: «Vaya, hola». Es alguien a quien nunca se habría imaginado como posible pareja: un chico de uniforme, dulce y poco elocuente en temas importantes. Ella se ha pasado un año negándose a tomárselo en serio. Era un regalo que se daba a sí misma a última hora de la noche cuando él la llamaba desde el aparcamiento del Dunkin' Donuts para preguntarle qué hacía, como si no quisiera dar nada por sentado, ni siquiera el hueco vacío junto a ella en la cama.

—De acuerdo, Teddy. Puedes venir.

—¿De verdad? —decía él siempre—. ¿Ahora?

Ella solía gastar bromas: señalarse un cabello gris y decirle que el tiempo no favorecía a una pareja como la suya.

—Cuando tengas cuarenta años, yo aparentaré ciento cincuenta —solía decirle.

Ahora ha dejado de hacer esos chistes porque algo ha cambiado. Se pregunta si es un sentimiento que ambos comparten, pero que no expresan en voz alta por timidez. Para ella, ha dejado de ser un ligue, la venganza de una mujer inteligente por todos los años en que los hombres guapos no le han hecho caso. Él no es sólo guapo: también es listo, del modo más tranquilo que ella ha visto nunca, reflexivo y considerado, decente y leal. Parte de ello se debe a los últimos cinco años que ha pasado cuidando a su hermana Suzette, algo que ella encuentra conmovedor pero que a la vez limita el tiempo que pueden pasar juntos y los mantiene a una cierta distancia. Nunca hacen planes a más de dos días vista, nunca hablan de futuro, nunca mencionan la posibilidad de vivir juntos, ya que ella comprende que es imposible, con el panorama de Suzette. Salir con Teddy ha funcionado hasta ahora porque ella ha aceptado sus condiciones: que él puede irse de repente, que una sola llamada telefónica de Suzette puede poner punto final a una noche en menos de tres minutos, el tiempo que suele tardar en volver a vestirse. Pero hay algo más: desde el asesinato que ha trastornado a todo su mundo, él no la ha dejado sola ni una sola noche.

Al principio le contaba todo lo que sabía de la investigación.

—Se dice que hay un ochenta por ciento de posibilidades de que el autor conociera a la niña. Puede ser un familiar, un vecino, alguien con quien ella haya mantenido contacto en las últimas seis semanas. Es muy probable que hablaran. Tal vez ella jugaba con su perro, tal vez hizo que le comprara un helado, cualquier cosa, y él se fijó en ella. Creen que lo más probable es que llevara tiempo observándola desde el bosque. De modo que peinaremos el barrio, llamaremos a todas las puertas y más pronto o más tarde encontraremos a alguien que lo haya visto. —Aquella primera noche, ella se permitió creer en su seguridad—. Todo habrá acabado en veinticuatro horas.

Ahora está claro que eso no ha sucedido y que la policía está atascada, y busca ideas por todas partes.

—La niña tomaba clases de natación en el Y, así que estamos interrogando a todas las personas que tienen pase para esa piscina, a cualquiera que pueda haberla visto en bañador.

June lo mira, perpleja.

—Pero no hubo abuso sexual.

—Al parecer ella llevaba un bikini a topos de color rosa. Unas cuantas personas lo han mencionado.

June asiente y piensa en su primera reacción: que Amelia, que siempre había parecido tan ajena a su propia belleza, tal vez no lo fuera; tal vez hizo algo que atrajera la atención hacia ella.

—Hay una cosa que no te he contado —dice él, dándole vueltas a la taza—. Sobre el niño que estaba con ella.

—¿Adam?

—Sí. Yo conocía a su madre. Había sido muy amiga de Suzette.

—¿Bromeas? —Ya es difícil imaginar a Suzette con una amiga, aunque la verdad es que es difícil imaginarla con alguien o en algún lugar que no sea el apartamento del que no sale desde hace un año—. ¿Y ella lo sabe? ¿Que es el hijo de su amiga?

—No. Aún no.

El exilio del mundo que Suzette se ha autoimpuesto empezó un año atrás, después de un verano lleno de viajes a urgencias con quejas de dolores en el pecho y palpitaciones. Teddy nunca estaba con ella cuando sufría esos episodios y las llamadas solían llegar desde teléfonos públicos o recepciones de enfermerías.

—¡Estoy en el hospital! ¡Creo que me estoy muriendo! —decía Suzette, y Teddy salía a toda prisa, deshaciéndose en excusas: «El corazón otra vez» o «Dice que no siente los dedos». Cuando supo que se trataba de los síntomas típicos de un ataque de pánico, June se preguntó de qué tendría miedo, pero las causas nunca estaban claras: una vez sucedió en una lavandería; otra, en la biblioteca. Ahora June comprende mejor lo absurdo de esa pregunta. La mente es algo poderoso y los síntomas físicos de su desasosiego son algo real.

Ahora Suzette nunca sale de casa. Para June lo más extraño de esta retirada del mundo es la supuesta paz que Suzette parece haber encontrado en ella. Por lo que se ve ha resuelto todos sus problemas y no ha vuelto a necesitar acudir a urgencias. Lee mucho, ve la tele, mantiene el contacto con un amigo de quien June ha oído hablar pero al que nunca ha visto: un dependiente que trabaja en una tienda cerca de casa de Suzette. Siempre se habla de él como «un amigo» y, curiosamente, nunca por su nombre. Sólo se le menciona de vez en cuando: «Mi amigo pasó ayer, estuvo tres horas volviéndome loca». La verdad es que June se había preguntado alguna vez si este amigo era real, pero cuando la asaltaban las dudas, veía pruebas de su paso por el apartamento —un cenicero atestado de colillas, una lata de cerveza vacía (Suzette no fumaba ni bebía cerveza)— y comprendía que sí, que Suzette tenía una vida más compleja de lo que creían, una red tejida a base de secretos que la ataban al mundo con hilos invisibles.

Teddy aplazó cuanto pudo el encuentro entre ambas. Cuando por fin June conoció a Suzette, se sorprendió de lo mucho que le gustó. Para tratarse de alguien tan aterrado por el mundo, Suzette seguía al corriente de la actualidad: su televisor estaba sintonizado con las noticias a todas horas y leía dos periódicos al día. Era más amable de lo que June esperaba, incluso hizo gala de una consideración sorprendente en relación con el tema de la diferencia de edad.

—Me alegro mucho de que no seas una camarera de veintidós años. No sabes cuánto —le dijo.

June no supo muy bien cómo responder.

—Si te sirve de consuelo, nunca he sido una camarera de veintidós años.

—Yo tampoco. A los veintidós años estaba loca.

Excepto por comentarios así, Suzette tenía buen aspecto y parecía capaz de cuidarse. Trabajaba como diseñadora gráfica, en casa, y proseguía con la pintura, algo que, en opinión de June, se le daba bastante bien.

Cuando le dijo a Teddy que Suzette parecía más sana de lo que cabía esperar, él asintió.

—Sí, puede dar esa impresión... De que está bien.

A veces ella se pregunta si la excesiva proximidad de Teddy no le incapacitará para ver hasta qué punto su ayuda puede aumentar los problemas de Suzette. Una vez se lo sugirió con delicadeza:

—Quizá lo que necesite sea medicación, Teddy, no que tú se lo resuelvas todo.

—Ya ha probado la medicación. No funcionó —fue la tajante respuesta.

Ahora June piensa en Suzette y en su relación con Adam.

Sólo se ha encontrado con él en contadas ocasiones a lo largo de este año, pero ha notado que su mirada está más abierta, más curiosa, que demuestra mayor interés en los niños. En una ocasión vio a un grupo de chavales haciendo cola para darle una patada a un contenedor de basura mientras volvían del recreo. El juego no tenía ningún sentido, ninguna gracia, pero enseguida llegó la sorpresa: al final de la cola, cuando llegó su turno, Adam también lo hizo. Era un detalle minúsculo, cierto, pero para un niño autista resultaba inusual. Vio veintidós ejemplos y sin que nadie se lo pidiera, los imitó.

—Deberías contarle a Suzette lo que está pasando. La madre de Adam debe de estar desquiciada. Quizá Suzette podría ayudarla.

—No lo creo.

—¿Por qué no? Tal vez le iría bien. Conozco a la madre de Adam: es madre soltera, supongo que agradecería recibir noticias de una vieja amiga.

—Cara fue la mejor amiga de Suzette. Fueron inseparables durante la etapa escolar. Después de la graduación, alquilaron un apartamento para las dos, pero sucedió algo. Y entonces Suzette se vino abajo. —Se queda un buen rato mirando a June, como si necesitara asegurarse de que ella lo entiende—. ¿Sabes? Cara fue el problema.

Aquella tarde Cara lleva la mochila de Adam a su habitación, abre la cremallera y saca el libro de notas que Phil rellena diariamente, como es su obligación. Sabe que no encontrará mención alguna de Amelia —no se le permite incluir nombres de otros alumnos—, pero quizá pueda encontrar algún otro dato. Lee unas cuantas entradas: «Mal rato después del recreo. No quería hacer mates. ¡Lengua fue genial! ¡Sólo un error!». Ella necesita esas notas para conocer cualquier detalle del día de Adam, pero ahora se percata de que sólo cuentan la mitad de la historia. Todas tratan sobre tareas escolares, apenas aparece nada en ellas relativo al recreo o a la hora de la comida, los únicos momentos que Cara recuerda de su paso por la escuela primaria.

En la libreta normal aparecen listas del juego de ingenio Boggle, prácticas de caligrafía, montones de páginas de deberes, nada que no haya visto antes, hasta que llega al estuche con cremallera que está en el fondo de la cartera. A principios de año ella lo llenó de material escolar que parece intacto, a excepción de algo sorprendente: al fondo, junto a los lápices afilados, la goma de borrar sin usar y la regla, hay una raída pata de conejo.

La coge y se dirige al sofá donde está Adam, concentrado en su música.

—Adam, cariño, ¿qué es esto? —La sostiene en la mano, colocándola en su línea de visión. Al verla, él inicia un débil balanceo—. ¿Es un regalo de alguien?

Aguarda, observa su rostro, pero no consigue leer su expresión.

Debió de haber sido un regalo, claro. Si Cara no lo puso allí, otra persona tuvo que hacerlo, pero ¿esa persona conocía la existencia del estuche? ¿Lo encontró en el fondo de la mochila y lo metió dentro? O, y eso sería mucho más misterioso, ¿fue Adam quien lo guardó allí? Parece tan raro... algo guardado en el estuche, que a su vez está enterrado en el fondo de la mochila: la mejor aproximación que ella ha visto nunca a un intento por parte de su hijo de ocultarle algo.

La razón por la que Morgan ha pasado trece años de su vida sin hacer ni un solo amigo es bastante simple: nunca tuvo tiempo. Sus intereses le exigían dedicación, llenaban sus días. Los trenes, por ejemplo, ocupaban mucho tiempo porque primero tenía que dibujarlos y luego escribir cuentos en los que esas máquinas desarrollaban dramas ferroviarios: descarrilamientos, choques, encuentros con tornados. Esos cuentos requerían viajes a la biblioteca en busca de libros de los que copiar, de datos que aprender. Al final comprendió que nada de lo que pudiera escribir o comprobar era comparable con la satisfacción de comprar cosas. La fase de los barcos vikingos duró sólo tres semanas, porque no había nada que comprar, pero ¿la electricidad? ¿Los planetas? ¿Diagramas de estrellas y telescopios? Cada nuevo hobby llenaba su buzón de catálogos rebosantes de increíbles productos que uno puede poseer: un planetario personal, un kit para criar grillos, un acuario para monos marinos. Sólo ha conseguido una parte de las cosas que quería. Algunas se convertían en decepciones inmediatas. Los monos de mar, por ejemplo, algo que debería haber supuesto. Su madre lo hizo, sin dudar. «Te dije que serían de plástico o estarían muertos», le soltó al contemplar la larva, que parecía las dos cosas, flotando sobre la superficie del agua.

Entre las compras, Morgan se mantenía ocupado llenando cuadernos de notas, con las láminas de la colección de monedas y con las inscripciones de lápidas de goma que hizo un verano durante un viaje a Gettysburg, lugar al que se empeñó a ir de vacaciones tras meses de lectura sobre todo lo que encontró sobre la guerra civil. Estos días, sus obsesiones le parecen tan distantes que apenas puede recordar el placer que obtenía de ellas. ¿De verdad temblaba de forma incontrolable mientras recorría el largo y sucio camino que llevaba hasta donde se desarrolló la batalla de Gettysburg? ¿De verdad corrió del coche a un cañón y lo abrazó? «‹Te prometo que sí —dice su madre—. Y cuando nos fuimos, lloraste como un bebé.» Él no se acuerda, no puede imaginar haber sentido tanta emoción y desolación por un simple campo de hierba. Se ha convertido en un chico que no reconoce el niño que fue, capaz de liarse a patadas con una montaña de cuadernos y preguntarse en qué pensaba; un chico al que si algún día le faltan cincuenta centavos para comprar el almuerzo, recurrirá sin remordimiento alguno a su colección de monedas antiguas.

El problema con el asesinato de Amelia es que le tiene enfrascado otra vez en la redacción de notas, llenando cuadernos de teorías y hechos: «Tiempo entre la desaparición de Amelia y la hora estimada de la muerte: cuarenta y cinco minutos». Según la experiencia de Morgan, cuarenta y cinco minutos pueden suponer una eternidad, sobre todo si la conversación es rara en algún sentido. Anota más hechos y observaciones sobre ellos: «Número de días de asistencia de Amelia a la escuela primaria Greenwood: treinta y uno. Número de días de ausencia: cero». Hay algo más: no se encuentra el arma del crimen. A juzgar por las heridas, se trataba de un arma pequeña, de no más de trece centímetros, ha dicho una periodista. «Con toda probabilidad, un cuchillo corriente de cocina», dijo, y luego, añadiéndolo cual nota al margen: «Un cuchillo de cocina con sierra».

Más tarde, aquella misma noche, Morgan estudia la foto de colegio de Amelia que aparece en el periódico. Se imagina hablando con su fantasma, formulándole preguntas para las que no encuentra respuesta. «¿Asististe a clases de música, conociste al señor Herzog durante estos treinta y un días? ¿La señora Tesler te pareció antipática?» En lugar de obtener respuestas, su mente deambula hacia la posibilidad de mantener conversaciones que nunca tendrán lugar. Se imagina avisando a Amelia sobre lo terrible que es la escuela secundaria, sobre la soledad que se siente caminando por pasillos atestados cargado con una mochila que pesa doce kilos. «Aprecia tu infancia mientras puedas», le dice al rostro fantasma de la niña muerta que aparece en su mente cada vez que cierra los ojos.

Por la mañana, Marianne llama a Morgan para decirle que la madre de Adam está de acuerdo con la idea y que quiere empezar cuanto antes. ¿El sábado le iría bien?

—Claro —dice Morgan, y cuando cuelga el teléfono se siente emocionado y nervioso, algo que le preocupa.

A veces los nervios le llevan a hacer ciertas cosas sin darse cuenta, como aquella ocasión en que se pasó la mayor parte del concurso de geografía hurgándose la nariz, algo de lo que sólo fue consciente cuando su madre se lo dijo después, riéndose hasta que los ojos se le llenaron de lágrimas. Él comprendió que no era divertido, que parte del problema residía en que ambos hacían cosas parecidas. Como cuando su madre se manifiesta delante del supermercado con una pancarta. «¿Amas a tu madre?», pregunta a gritos a las personas que pasan por allí, refiriéndose a la madre Tierra, al entorno, a los dieciocho kilómetros de marismas para cuya salvación recoge firmas, aunque, sentado a su lado, él percibe la confusión que siembra en la gente. La miran por encima del hombro cuando ya han pasado de largo, como queriendo decir: «¿Mi madre? ¿Dónde?».

A Morgan le encantaba pasar el día en el stand para la salvación de los humedales que había montado su madre, observándola acercarse a inocentes desconocidos para preguntarles: «¿Señor? Disculpe, señor... ¿Puede conceder medio minuto a la salvación del planeta?». Pero en el último año ha empezado a ver cómo la gente retrocedía con los carritos y salía por una puerta distinta para evitar someterse a una de sus arengas. Ha empezado a sentirse incómodo por la forma en que ella les grita. «¡Si no es parte de la solución, es que forma parte del problema!»

Morgan quiere que lo de Adam funcione, quiere incluso llegar a ser su amigo, pero no puede evitar ser consciente de que todo puede fracasar por muchas razones. Tal vez Adam le odie, o prorrumpa en gritos cuando entre en su casa. Su madre podría abrir la puerta, echarle un vistazo y decir: «He cambiado de opinión». Si la madre intenta hacer eso, él está dispuesto a insistir, aduciendo que se trata de un trabajo de clase, aunque técnicamente no lo es: es algo que ha salido del grupo de personas que no tienen amigos, y no hay créditos, ni puntuación, de modo que para su historial escolar carece por completo de importancia. Pero no para él. Cree que es su única oportunidad. Si sale bien, podrá redimirse: confesar y salvarse de la cárcel.

La mañana del sábado, cuando llama a la puerta, la madre de Adam sale a abrir.

—Morgan, hola. Entra —dice ella.

Él no puede mirarla a los ojos, ni siquiera puede levantar la vista del suelo. Con un vistazo rápido diría que es guapa, más joven que la mayoría de las madres y con el cabello más largo. La madre de Morgan lleva el pelo corto, un corte que se llama lavar y salir. Los zapatos de esta mujer —lo único que él puede contemplar el tiempo suficiente— están sucios y tienen los cordones rotos; que han sido atados de nuevo. Piensa: «Para mucha gente, los zapatos no tienen mucha importancia. Son sólo cosas que se ponen en los pies para protegerlos de pedazos de cristales rotos».

—Adam te espera en su cuarto. He hecho galletas. Pensaba que a lo mejor podríamos jugar a algo.

—Claro.

Él dobla la chaqueta sobre el brazo.

—Dame la chaqueta si quieres.

—No, está bien. Mire, no puedo quedarme mucho rato.

—No pasa nada. De hecho, es mejor para Adam que permanezcas poco tiempo con él. Seré sincera contigo, Morgan: tal vez esto no funcione. No puedo conseguir que juegue conmigo, y no ha sido por falta de ganas. No hay razón para creer que reaccione mejor ante alguien a quien no conoce, de modo que no albergo grandes esperanzas, ¿de acuerdo? Sólo quiero recordarle que en el mundo hay gente amable en quien puede confiar. ¿Lo entiendes?

No, no lo entiende, pero dice que sí con la cabeza porque le parece que es lo que debe hacer.

—Aunque no te diga nada, inténtalo de todos modos.

—Vale, de acuerdo —dice Morgan, temiendo que si ella sigue hablando él tendrá que echar a correr.

Adam recuerda algo más.

En los servicios, la niña se inclinó hacia el lavamanos y apoyó una mano en el grifo.

—¿Me oyes, Adam? —dijo—. Di: «De acuerdo, iré».

Él quería ver correr el agua, pero no se atrevía a abrir el grifo ya que temía rozar a la niña al hacerlo.

—De acuerdo, iré —dijo él.

Se oía algo en el pasillo, alguien gritaba su nombre; era una voz desconocida, lo que significaba: «No contestes». La niña también la oyó y no dijo nada porque tiene sus propias reglas, gente con la que puede hablar y con la que no. Nunca con nadie pelirrojo, o que lleve trenzas, le contó una vez. A él esas cosas le traen sin cuidado, ni siquiera repara en el cabello de la gente a menos que se mantenga tieso, algo que, según su madre, se debe a la electricidad, aunque él no lo entiende porque la electricidad mata a la gente y no se halla en el pelo.

Ahora no levanta la vista. No puede mirar al chico que su madre ha traído y que bien podría ser una de esas personas con quien, según la niña, no están autorizados a hablar.

—Esos tipos —dice ella, señalándolos con la mano, aunque él nunca los ha mirado.

Sólo ha oído su voz.

—Adam, siéntate, por favor. Tengo galletas.

No puede girarse.

—Aquí, cariño. Ven a sentarte. Si te ayuda, contaré hasta tres.

Él oye un rumor de pasos, el ruido de alguien al sentarse.

—Una... Dos... Venga, Adam.

Oye cómo su madre se levanta y va hacia él.

—Vamos, cariño. Te dije que íbamos a hacerlo, ¿te acuerdas? Te conté que esta mañana vendría Morgan a jugar contigo. Eso es todo. Una partida y ya está.

—Mira —dice una voz. La voz del chico—. Estaba pensando en que quizá podríamos jugar a identificar sonidos.

Adam respira aliviado. No es lo que esperaba. Es distinta de las voces que él teme oír. Ésta le suena de algo, y el recuerdo acude a su mente, poco a poco. Recuerda la banda tocando en el patio el himno de Estados Unidos. Recuerda a un saxofonista al que no veía, pero podía oír. Es el chico que un día estaba en la sala de Boggle. Si vive allí, sabrá cosas. Quizá conozca a la niña del vestido rosa. Quizá sepa dónde está. Quizá sepa qué le pasó después de que se internaran en el bosque y empezara a hablar con aquel hombre.

Es su voz, aquella hermosa voz que ella no ha oído desde hace dos días.

—Muy bien —susurra ella, consciente de que si le elogia en exceso o le da demasiada importancia, él se sentirá confundido y se refugiará en la ventana donde había estado oculto hasta ahora.

Los ojos de Adam siguen fijos en el suelo, pero se sienta en la silla que ella le ha asignado. Cara no quiere perder tiempo. Para que sea un éxito, el proceso tiene que ser rápido, aprovechar el momento en que Adam se muestra deseoso de colaborar.

—Veamos, ¿quieres que empiece Morgan? —Ella abre la caja de Boggle, saca un cubo de plástico y el reloj de arena, la pieza favorita de Adam—. Morgan, ¿quieres empezar?

Morgan agita el cubo y lo pone bocabajo. Ella mantiene el reloj de arena en posición horizontal, suspendido a la espera de un gesto por parte de Adam: ¿cogerá el lápiz voluntariamente? ¿Recordará este componente básico del juego?

—¿Adam? —dice ella sin moverse.

«Dale tiempo —piensa ella—. No le metas prisa.»

Y entonces, justo cuando iba a señalarle el lápiz, se produce el milagro: la mano de Adam lo coge.

—Buen chico —susurra ella de nuevo—. Adelante.

Las letras están dispuestas, empieza a contar el tiempo.

Morgan escribe con la férrea decisión de un jugador competitivo, y a ella le preocupa que el sonido del lápiz arañando la página suponga una distracción excesiva para Adam, que le impida escribir sus palabras. Para ella lo es. No puede escribir, no consigue mirar las letras, no puede concentrarse en nada hasta que ve cómo el lápiz de Adam empieza a moverse. No queda tiempo, pero ella le deja seguir, dándole la oportunidad de escribir tres palabras: «pim», «pam», «plas». La alegría le estalla en el pecho como si fuera un pequeño cohete.

Lo han conseguido. Ha vuelto. Ha jugado.

Cara se ha pasado toda la mañana temiendo haberse hecho demasiadas ilusiones en torno a esa visita, esperando que un chaval de trece años consiga sacarlos del foso helado en que se encuentran inmersos. Ahora apenas puede creer lo que ve: la voz de Morgan sirve de ayuda. El cuerpo de Adam se mueve un poco y se relaja, alejándose de la ventana.

—Ven aquí, cariño —susurra ella, palmeando la silla con fuerza suficiente para que él lo oiga.

Y viene. Por primera vez durante dos días, ella no ha tenido que agarrarlo del hombro para moverlo. Se siente tan atónita al ver su reacción que prueba suerte.

—¿Puedes decir: «Hola, Morgan»?

Contiene la respiración. Adam abre la boca.

—Hola, Morgan —dice.

Morgan no se cree lo agradecida que se muestra Cara al final de esta visita. Se ha comido cinco galletas, ha jugado una partida de Boggle y ha hablado muy poco, aunque ella actúa como si todo hubiera salido mucho mejor de lo que esperaba.

—Estoy tan contenta de que hayas venido, Morgan. Ha supuesto un gran paso para nosotros. No sé cómo darte las gracias.

Él tenía un discurso planeado en el que insistía en la necesidad de una segunda visita, pero no había pensado qué decirle a alguien que le ayudaba a ponerse la chaqueta como si fuera un niño y le decía:

—¿Cuándo puedes volver? ¿Te apetece? ¿Te importaría volver? ¿Mañana, quizá?

No puede mirarla. Teme que si lo hace pasará algo malo: dirá algo equivocado, se delatará, romperá el hechizo de sus elogios.

—Sé que igual no parece gran cosa, pero Adam ha reaccionado ante ti —susurra ella, a pesar de que Adam se encuentra en la otra habitación, escuchando música, y no puede oídos—. Se ha sentido a salvo contigo. No te ha tenido miedo, y ha estado asustado de todo desde que... —Le tiembla la voz—. Todo el mundo me insta a que lo lleve al médico, que busque un terapeuta, que lo envíe otra vez al colegio, pero no puedo hacerle eso. El colegio le dará pánico ahora, ¿no crees?

¿Le está formulando una pregunta que espera respuesta? Él nunca ha mantenido una conversación como ésa. Lo intenta con:

—Sí.

—Entonces apareciste tú y me dije: intentémoslo. Llevemos el mundo hacia él, de uno en uno. Que compruebe que está a salvo, que todo va bien.