Capítulo 16

No guardo imágenes muy precisas del trayecto, porque nada más arrancar la moto me abracé a Félix como una lapa, cerré los ojos y no los volví a abrir hasta que llegamos. Todo lo que recuerdo fueron los diferentes grados de aceleración que experimentó mi trémulo cuerpo y una infinita sensación de vértigo. Baste decir que apenas tardamos siete minutos en recorrer los casi veinte kilómetros que nos separaban de La Moraleja.

Félix, prudentemente, aparcó a cierta distancia de la casa del jugador, en la calle paralela; Delco llegó casi al mismo tiempo. Me bajé de la moto con las piernas temblorosas y el corazón todavía agitado. Eran las doce y veinte; la zona estaba desierta, y las ventanas de los chalets que nos rodeaban, oscuras. Nos dirigimos al bosquecillo colindante con la urbanización y echamos a andar hacia la colina. Al poco, el resplandor de la luna me permitió distinguir una figura entre los árboles. Era Paco.

—¿Estás solo? —le pregunté cuando llegamos a su altura.

—Qué va —respondió señalando hacia lo alto del árbol que tenía al lado—: Ahí tienes a esos dos pirados.

Alcé la mirada y comprobé que, en efecto, Makoki y Resti estaban sentados en la rama de un pino; Makoki miraba hacia la mansión de Mochedano con ayuda de unos prismáticos.

—¿Qué hacéis ahí? —susurré.

Resti se descolgó de la rama y saltó al suelo.

—Nasnoches —me saludó—. Es que desde ahí arriba se ve el salón del Mochedano.

—Ya. ¿Qué ha pasado?

—Poca cosa. Hace unos quince minutos ha llegado un Audi TT y ha aparcado en el jardín de la casa. —Señaló a Paco—. Y este pringao venía siguiéndole.

—Este pringao está hasta los huevos —dijo Paco—. Llevo todo el día de un lado para otro, joder. ¿Puedo irme ya?

—Sí, Paco, vete. Y gracias por todo.

Me señaló con un dedo.

—El doble —dijo—; no lo olvides.

Luego echó a andar en dirección a la zona urbanizada. Alcé la mirada hacia Makoki, que seguía encaramado a la rama mirando por los prismáticos, y le pregunté:

—¿Qué es tan interesante?

—El Moche, que tiene una bronca de cojones.

—¿Con quién?

—No sé; desde aquí sólo se ve un trozo de salón. Estará cabreado con el del Audi, supongo.

Di un paso atrás y examiné el árbol donde se hallaba Makoki. La rama debía de estar a unos tres metros del suelo; demasiado alta para poder alcanzarla por mis propios medios.

—Echadme una mano para subir ahí —dije.

Nunca, ni siquiera de niña, se me ha dado bien trepar a los árboles, así que hizo falta el esfuerzo conjunto de Félix, Delco y Resti para permitirme acceder a aquella maldita rama.

—Vaya, Carmen, estás mullidita… —comentó Félix mientras me empujaba con las dos manos plantadas en mi trasero.

—Olvida lo que estás tocando o te borro de mi lista de colaboradores —mascullé.

Finalmente, tras muchos esfuerzos, logré sentarme al lado de Makoki. La rama se bamboleaba demasiado alegremente para mi gusto.

—Toma, tía —dijo el motero tendiéndome los prismáticos.

Me los llevé a los ojos y miré hacia la casa. A través de la doble lente distinguí una ventana iluminada desde la que podía verse un sillón de cuero castaño y parte de una mesa, pero ni rastro de presencia humana. Aguardé unos segundos y, de pronto, entró en cuadro la figura de un hombre. Era Rubén Mochedano; agitaba los brazos y recorría la estancia a grandes zancadas mientras hablaba, mejor dicho, discutía con alguien a quien yo no podía ver. A juzgar por su expresión, estaba muy enfadado.

El jugador desapareció y unos instantes después volvió a aparecer, situándose justo en el centro del rectángulo que formaba el ventanal. Gesticulaba, muy alterado, y parecía gritarle a alguien situado fuera de mi campo de visión. De repente, la ira se desvaneció de su rostro, convirtiéndose en una mueca de sorpresa que, sin solución de continuidad, se transformó en alarma. Mochedano dio un paso atrás y alzó las manos en un gesto de defensa. Entreabrió los labios, pero no llegó a decir nada.

Porque entonces, algo invisible impactó contra él, impulsándole hacia atrás. Simultáneamente, un chorro de sangre brotó de su pecho; una fracción de segundo después, otro borbotón escarlata surgió de su cabeza. Dos estampidos consecutivos sonaron ahogados por la distancia.

El cuerpo de Mochedano se derrumbó, desapareciendo de mi vista.

Di un respingo y perdí el equilibrio. Por fortuna, Makoki me sujetó por los hombros, impidiendo que cayese.

—Cuidado, tía, que te escoñas.

—¿Eso han sido tiros? —preguntó Delco.

No respondí. Me agarré al tronco del árbol y encuadré de nuevo la ventana con los prismáticos, pero sólo se veía el sillón y la mesa. Al cabo de unos segundos, una figura apareció por el lado derecho del ventanal, para desaparecer un instante después; no llegué a distinguir quién era. Medio minuto más tarde, la luz del salón se apagó. Tragué saliva y le devolví los prismáticos a Makoki.

—Ayudadme a bajar —dije.

Los moteros, formando una especie de escalera humana, me condujeron sana y salva al suelo. Ángel, con las manos en los bolsillos y una sonrisa de niño en los labios, estaba allí, en la colina, mirándome con perturbadora inocencia.

—Hola, Carmen.

—Hola, Ángel…

Me quedé inmóvil, con los ojos extraviados en la negrura de la noche, atónita, incapaz de creer lo que había visto.

—Bueno, tía, ¿qué pasa? —preguntó Félix.

—¿Eso han sido tiros? —insistió Delco.

—Sí —respondí sin mirarle—. Han sido tiros.

—¿Cómo que tiros? —exclamó Félix.

—Alguien ha disparado contra Mochedano —dije.

—¡No me jodas! Venga, tía, no bromees con esas cosas, que yo soy del Chamartín.

—Pues para lo que hacía últimamente el Moche —terció Makoki—, poco importa que esté muerto.

—Eh, eh, chaval, un poco de respeto, que estamos hablando de un crack. —El Gato me miró con el ceño fruncido—. ¿Estás segura, Carmen? Esos petardazos pueden ser cosa de un carburador sucio.

—No lo digo por el ruido, Félix —le interrumpí—; he visto cómo le disparaban. Dos veces, una en el pecho y otra en la cabeza.

—Han sido disparos —intervino Ángel—. Sé cómo suenan. Probablemente una automática de nueve milímetros. Quizá una Browning.

—Qué fuerte… —musitó Delco.

—Pero ¿quién ha disparado? —preguntó Resti.

—No he podido verle —respondí.

Aunque estaba casi segura de saber quién era.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó el Gato.

—Llamar a la policía. Vosotros podéis iros, menos tú, Félix. Te necesito aquí, pero cuando venga la policía te ocultas. Yo hablaré con ellos.

—Mejor. No me gusta la pasma.

—Yo también me quedo, Carmen —dijo Delco—. Esto es alucinante.

Me encogí de hombros. De pronto, advertí que las luces de la casita de los criados se encendían. Poco después, dos hombres y una mujer salieron al exterior, cruzaron a toda prisa el jardín y entraron en el edificio principal. Saqué el móvil y marqué el número de la policía, pero corté la comunicación antes de que sonara la señal de llamada. Había olvidado algo. Seleccioné el número de Emilio Santamaría en la agenda y oprimí la tecla verde.

—¿Se puede saber qué cojones has estado haciendo? —bramó la voz del ex policía en el auricular—. Llevo todo el puto día esperando a que me llames, joder.

—Estoy enfrente de la casa de Mochedano —dije.

—¿Y qué coño haces allí?

—Le han disparado.

—¿Qué…? ¿A quién han disparado?

—A Mochedano. Acabo de ver cómo disparaban contra él en el salón de su casa.

Se produjo un estupefacto silencio.

—Un momento, un momento… —La voz de Emilio adoptó un tono más templado y profesional—. ¿Dices que Mochedano está muerto?

—O gravemente herido —respondí.

—Pero… ¿quién le ha disparado?

—Lo ignoro, no he podido verle. Voy a llamar a la policía.

—No, espera —ordenó Emilio—. Yo salgo ahora mismo para allí. No hagas nada hasta que…

Corté la comunicación sin permitirle completar la frase y marqué el número de la policía.