Segunda Parte
El Policía Furioso

Era el cadáver más pulcro y elegante que Telmo Vega hubiera visto jamás.

El policía encendió con un fósforo el cigarrillo que tenía entre los labios. Aspiró una bocanada de humo y señaló con un movimiento de cabeza el cuerpo del anciano.

—¿Quién coño es?— preguntó.

—Se llamaba Luis Carlos de Andrade, conde de no sé qué —dijo el inspector Navarro—. Un jodido aristócrata, jefe...

—No me llames «jefe» —gruñó Vega—. ¿De qué va esto, Ángel? ¿Robo, crimen político, venganza...?

Navarro se encogió de hombros.

—Más vale que mires encima de la mesa, jefe...

Vega se aproximó al lujoso escritorio de estilo inglés. Sobre él, junto a una escribanía, descansaba un álbum filatélico encuadernado en piel.

—¡Mierda...! —masculló.

—La criada encontró el cadáver a primera hora de la mañana. Según dice, nadie ha tocado ningún objeto de la casa, salvo ese álbum de sellos... El Coleccionista actúa de nuevo, jefe...

Vega dio una furiosa calada a su cigarrillo. Torció el gesto: en aquellos momentos hasta el rubio americano —ilegalmente conseguido en el mercado negro— le sabía a rayos. Buscó un cenicero con la mirada y, al no encontrar ninguno, aplastó el cigarrillo sobre la cabeza de uno de los ciervos de plata que adornaban la escribanía.

—Supongo que nadie va a venir a tomar las huellas dactilares...

Navarro suspiró.

—Ruiz lleva una semana sin aparecer por el laboratorio. Dicen que se ha pasado a los franquistas.

—Hijo de puta... —murmuró Vega.

—Ya sabes lo de las ratas que abandonan el barco... He interrogado a la portera y los vecinos; ¿te cuento lo que he averiguado?

—¿Para qué? —Vega cogió el álbum de sellos y comenzó a hojearlo—. Si quieres te lo digo yo: nadie sabe nada, nadie ha visto nada.

—Eres un adivino, jefe.

Vega sacudió la cabeza con desánimo y continuó pasando las páginas repletas de sellos alineados bajo tiras de celofán. Al llegar al final, se detuvo y contempló el hueco que había en una de las hileras.

—Aquí falta un sello —comentó.

—Quizá se lo haya llevado el asesino —sugirió Navarro.

—Ya... O quizás el viejo se lo regaló a un amigo. O lo vendió. O lo cambió de lugar. —Vega cerró el álbum de golpe—. ¿Vendrá el juez a levantar el cadáver?

—Supongo... Lo que no sé es cuándo.

—De acuerdo. Tú quédate aquí hasta que llegue. —Vega le entregó el álbum—. Y luego te llevas esto al despacho. Nos veremos allí.

—¿Adónde vas, jefe?

—Necesito un café —contestó Vega mientras salía de la habitación—. Y no me llames «jefe», coño...

Al llegar a la puerta del piso, Vega observó cómo el guardia de asalto que debía vigilar la entrada, un joven con barba de un par de días y aspecto demacrado, se encontraba profundamente dormido.

«De pie y dormido —pensó Vega—. Una habilidad que sólo los soldados más veteranos llegan a dominar.»

El policía pasó a su lado, sin despertarlo. A fin de cuentas, todo lo que podía suceder en aquella casa ya había ocurrido.

Aquel podría haber sido el peor café que Vega hubiese probado, en el caso de haberse tratado de café o, cuando menos, de achicoria. Pero el brebaje que humeaba en su taza parecía elaborado con cáscara tostada de cacahuete, o alguna otra aberración similar.

«Al menos está caliente», pensó Vega, dando un sorbo a la sospechosa infusión. El policía paseó la mirada por el local, en otros tiempos una prestigiosa cafetería del barrio de Salamanca. El suelo estaba sucio y había polvo sobre las botellas y los estantes. En un extremo, sentados frente a una mesa, dos milicianos de aspecto mortecino bebían pausadamente sendas copas de anís. Ambos tenían la mirada perdida y el rostro crispado, como si sus mentes continuaran ancladas en las trincheras de la Casa de Campo o de la Moncloa.

Vega cogió el periódico que había sobre la barra. Era el ABC del 3 de marzo. Los titulares destacaban la elección del nuevo Papa, otra vez un italiano, el cardenal Eugenio Pacelli. Vega torció el gesto y pasó bruscamente la página. ¿A él qué puñetas le Importaba el nuevo Papa? A fin de cuentas, se trataba del jefe de una Iglesia que había apoyado la insurrección de Franco. Una Iglesia que, aunque sólo fuera por complicidad, tenía las manos manchadas de sangre.

Hojeó el periódico pasando las páginas con rapidez. Los titulares hablaban del heroico comportamiento de las tropas, de cómo el pueblo y el ejército defendían el país contra la invasión «italogermanofacciosa», de los supuestos avances republicanos en el frente andaluz. Pero ningún titular mencionaba que Inglaterra y Francia habían optado por reconocer al régimen de Franco, que la República sólo contaba con cuarenta y siete Divisiones mal pertrechadas y setenta aviones, frente a las sesenta y una Divisiones perfectamente equipadas y los setecientos aviones de Franco, que las tropas republicanas no hacían otra cosa que retroceder.

Por no hablar, el periódico ni siquiera hablaba ya de la dimisión de Azaña, acaecida tan sólo tres días antes, ni de la carta que había dirigido a Martínez Barrio, presidente de las Cortes, en la que daba la guerra por perdida.

Y tampoco hablaba del desastre de Cataluña... Hacía poco más de un mes que Barcelona había caído en manos de Franco. Un cuarto de millón de refugiados se moría de hambre en los campos de concentración del sur de Francia. Los principales puertos del Mediterráneo lucían ahora la enseña bicolor.

Pero la prensa, lejos de hablar de todo eso, se limitaba a componer épicos cantos al heroico comportamiento de las tropas republicanas. Todo con tal de mantener alta la moral del pueblo.

—Mierda... —masculló Vega, arrojando el periódico sobre la barra.

Lo que necesitaba el pueblo era comida, no heroísmo. Pero el Jefe de Gobierno, Negrín, y los comunistas pretendían llevar la guerra hasta sus últimas consecuencias.

«Bien por ellos —pensó el policía, apurando su taza de un trago—. «Verteremos hasta la última gota de sangre, si eso es lo que desean."

Dejó una moneda sobre la barra y salió de la cafetería. Una ráfaga de viento le dio en el rostro. Cerró los ojos, sintiendo la caricia helada del aire. Ni toda la nieve del Guadarrama podría apagar el fuego que ardía en su interior, pero, al menos, el frescor de la mañana traía algo de pureza a aquel Madrid en estado de descomposición.

Escuchó a lo lejos el sordo rumor de la artillería franquista, bombardeando a las tropas republicanas concentradas en la Ciudad Universitaria y el Parque del Oeste.

«Bum-bum, bum-bum...», como el loco corazón de un gigante.

Vega sacudió la cabeza y echó a andar. La guerra, ahora, no importaba. Alguien estaba asesinando a coleccionistas de sellos, y a él le tocaba descubrir quién y por qué.

Uribe enarcó las cejas y miró por encima de las gafas a Vega y a Navarro.

—¿Que están matando a filatélicos? —preguntó, con sorpresa—. Eso es nuevo... ¿Por qué querría hacer alguien una cosa así?

—No tengo ni idea —respondió Vega—. Pero ya van cinco cadáveres. Y el asesino sólo parece mostrar interés por las colecciones de sellos de sus víctimas. —Dio un palmetazo sobre una de las pilas de papeles que se amontonaban en su escritorio—. Uribe, necesito información, datos sobre los coleccionistas que haya en Madrid, sobre las filatelias que todavía estén abiertas, sobre los peristas que trafiquen con sellos...

Uribe rió sin humor.

—¿Y de dónde saco todo eso, comisario? No tengo gente, las comunicaciones están cortadas y todo es un caos. ¿Cómo coño quiere que le facilite información sí yo mismo no tengo ni idea de lo que está pasando...?

Vega respiró profundamente.

—Te pido que lo intentes —dijo—. Sólo eso, que lo intentes.

Uribe se incorporó y comenzó a pasear de un lado a otro, con el rostro serio y concentrado. De pronto, se detuvo en medio del despacho, contemplando fijamente a Vega a través de los gruesos cristales de sus gafas.

—¿Por qué no lo deja correr? —preguntó.

—¿A qué te refieres...?

—A todo. —Suspiró—. ¿Es que no lo entiende? Esto se ha acabado. Ya no hay policía republicana... De hecho, ni siquiera hay República. Escuche: dicen que el general Casado no está de acuerdo con las decisiones de Negrín. Los militares quieren capitular y lo más probable es que antes de fin de mes, Franco haya entrado en Madrid. —Se encogió de hombros—. Y, entonces, ¿a quién le importará que un loco haya asesinado a cinco coleccionistas de sellos...? Ha muerto medio millón de personas en esta guerra, cinco cadáveres más no tienen ninguna importancia.

—Así que debo quedarme cruzado de brazos, ¿no...? —preguntó Vega, inexpresivo.

—¡No...! —respondió Uribe—. Debe irse, comisario. Y tú también, Navarro. Las carreteras hacia Levante todavía están abiertas. Marchaos los dos. En caso contrario, ya sabéis lo que os espera cuando lleguen los franquistas.

—¿Y tú, qué? —objetó Navarro—. Estás aquí, no te has ido.

Uribe se frotó los ojos con cansancio.

—Yo sólo soy un policía. He sido policía con la Monarquía, con la Dictadura, con la República y seguiré siendo policía con el fascismo. Nunca me he metido en política. Nunca me he dedicado a cazar quintacolumnistas, como tantas veces habéis hecho vosotros. Mi nombre no está, como los vuestros, en todas las listas negras de la ciudad. Debéis iros, creedme.

El despacho quedó sumido en un pesado silencio. Vega se incorporó, mirando directamente a los ojos de Uribe.

—Mientras esté aquí —dijo con voz neutra—, seguiré siendo tu superior. Te he pedido que obtengas una información. Decide si vas a obedecer o no...

Uribe permaneció en silencio unos instantes. Tragó saliva y asintió.

—Haré lo que pueda —dijo. Y, tras una pausa, salió del despacho.

Vega contuvo el aliento, para expulsarlo después bruscamente. Se volvió hacia Navarro.

—Uribe tiene razón —dijo—. Si te quedas en Madrid, tu vida peligrará. Más vale que te vayas, Ángel.

Navarro negó con la cabeza, sonriente.

—No, jefe. Estamos en el mismo barco, y yo no soy una rata. Además, tenemos un trabajo que hacer: detener al Coleccionista.

Vega sacudió la cabeza con gesto malhumorado, dando a entender que desaprobaba la decisión de Navarro. Pero la sonrisa que acto seguido afloró a sus labios pareció contradecir su anterior muestra de enfado.

Había que detener al Coleccionista, sí.

—Como quieras, Ángel; sigamos trabajando... Ahora debemos encargarnos de averiguar si, aparte de la filatelia, existe alguna relación entre las víctimas.

—Jefe, son cinco fiambres... Y aquí no hay ni un agente disponible. Todos los que están sanos y no se han pasado al enemigo, se encuentran en el frente. Por lo visto, la guerra resulta más importante que la investigación policial...

—Pues tendrás que arreglártelas solo. Y deja de llamarme «jefe», coño... —Vega cogió el álbum se sellos de Andrade—. Me voy a llevar esto para enseñárselo a Damián Echevarría; ¿te acuerdas de él?

—Se jubiló hace años... ¿Para qué quieres que vea el álbum?

—Damián coleccionaba sellos. Quizás él pueda echarnos una mano.

Navarro frunció el ceño.

—He oído decir que su esposa falleció recientemente.

Vega asintió en silencio. Luego cogió su abrigo y salió del despacho.

Damián Echevarría, sentado en un sillón de pana verde y ajada, llevaba puesto un raído batín de lana sobre el pijama descolorido y remendado. Se cubría las piernas con una manta y tenía enfundados los pies en unas zapatillas de felpa.

¿Cuántos años tenía aquel hombre...? Sesenta y siete o sesenta y ocho, a lo sumo. Sin embargo, parecía un octogenario senil y decrépito. Su hermana, una mujer gruesa y animosa que le cuidaba desde el fallecimiento de su mujer, había advertido a Vega sobre la grave depresión que embargaba a Damián. La muerte de María, su esposa, a causa de una pulmonía contraída el pasado otoño, y las noticias de la detención de su hijo Roberto, hecho prisionero al término de la batalla del Ebro, le habían minado tanto la salud como el equilibrio mental. Ahora, el ex policía parecía una sombra del hombre robusto y enérgica que en otro tiempo fue.

Mientras Echevarría examinaba con manos temblorosas el álbum de sellos, Vega dejó vagar la mirada por el dormitorio. No había cuadros en las paredes, tan sólo un crucifijo de madera sobre la cama recién hecha. Un brasero humeaba en el centro de la habitación, mientras la luz amarillenta del atardecer se filtraba en hileras a través de la persiana.

Echevarría levantó la mirada del álbum. Por un instante, sus ojos reflejaron una intensa desorientación. Se volvió hacia Vega.

—¿Has traído noticias de mi hijo...?

Era la cuarta vez que preguntaba lo mismo.

—No, Damián —contestó el policía con voz paciente—. No sabemos nada de los prisioneros del Ebro. Pero no te preocupes; seguro que Roberto está bien.

Echevarría parpadeó.

—Mí hijo es un héroe, ¿sabes...? Le iban a dar la medalla al mérito militar, pero... —Su mirada se extravió de nuevo. Luego, tras un parpadeo, contempló el álbum que tenía entre las manos, como si lo viera por primera vez—. No sabía que coleccionaras sellos, Telmo...

—No son míos, Damián. Forman parte de una investigación... Me preguntaba si tú podrías decirme algo acerca de ellos.

Echevarría asintió débilmente. Pasó una página del álbum.

—Hace mucho que no me dedico a la filatelia y no sé si te serviré de ayuda... —Vaciló—. Pero, ¿sabes?, estos sellos son falsos...

—¿Falsos? —exclamó Vega, sorprendido.

—Falsos y de fantasía —musitó el anciano—. Hay gente que colecciona cosas así... Falsificaciones y sellos emitidos por particulares... No tienen mucho valor, pero... —Una madera crujió en el suelo del pasillo. Echevarría volvió la cabeza, repentinamente alerta—. ¿María...? —dijo en voz alta—. ¿Estás ahí, María...?

Su hermana se inclinó hacia él.

—No es María, Damián —dijo suavemente—. No puede ser María.

La mirada de Echevarría se oscureció. Sus ojos, húmedos de lágrimas, se volvieron hacia Vega.

—Tu mujer también murió, ¿verdad...? —preguntó con voz trémula—. Se llamaba... Manuela, sí. A Manuela la mataron al comienzo de la guerra, ya me acuerdo... ¿Cómo has podido superarlo, Telmo, cómo...?

¿Qué podía decirle? ¿Que aún no lo había superado? ¿Que la muerte de su mujer le había matado a él por dentro...?

—El tiempo todo lo cura, Damián —dijo el policía, lamentando no poderle ofrecer como consuelo más que un triste tópico.

—Pero yo no tengo tiempo... No lo tengo, Telmo... —Echevarría se estremeció. Parpadeó varias veces y miró de nuevo a Vega—. ¿Has traído noticias de mí hijo...? —preguntó por quinta vez.

Vega suspiró y cogió el álbum de sellos que descansaba sobre las rodillas del anciano.

—No, Damián. No sé nada de tu hijo —dijo, con tristeza, mientras se disponía a salir de aquella triste habitación.

Vega salió a la calle y respiró profundamente varias veces. En casa de Echevarría había tenido la sensación de estar ahogándose, como si en la atmósfera de aquel oscuro dormitorio el oxígeno se hubiese transformado en un gas letal, denso y asfixiante.

«Maldita guerra —pensó el policía—. Maldita guerra que mata a las mujeres y destroza a los hombres, convirtiéndolos en cadáveres vivientes.»

Echó a andar, con el álbum bajo el brazo y el paso algo vacilante. Le había afectado mucho encontrar a su viejo amigo en aquel estado. Quizá por eso no se percató del Renault blanco que se encontraba aparcado cerca de la casa, ni advirtió cómo el automóvil se ponía en marcha nada más cruzar él el portal.

Vega continuó andando mientras el coche le sobrepasaba, pero dejó de hacerlo cuando vio que el automóvil se detenía, unos metros por delante, y de su interior surgían dos personajes de aspecto más bien sospechoso, un joven de pelo corto, erizado como el lomo de un puerco espín, y un gigantesco negro con facciones de boxeador.

—¿Comisario Vega...? —preguntó el joven, aproximándose al policía.

—¿Qué quieres? —preguntó a su vez Vega, notando cómo un timbre de alarma comenzaba a resonar en su interior.

—Hay una persona que desea hablar con usted. ¿Sería tan amable de acompañarnos?

—¿Quién quiere hablar conmigo...?

—Alguien muy importante, ya lo verá. ¿Le importaría subir al coche?

Vega encajó la mandíbula.

—No voy a ir con vosotros a ninguna parte. Podéis decirle a esa persona, que si quiere verme, me puede encontrar en la DGS cuando...

El policía se interrumpió al ver cómo una amenazadora pistola aparecía de pronto en la inmensa mano del negro.

—Será mejor que no enfade a Abby, comisario —dijo el joven, mientras le quitaba a Vega el arma que portaba en la funda del cinturón—. Se pone muy nervioso cuando le llevan la contraria.

El negro agarró el brazo del policía con un apretón de hierro y, sin dejar de encañonarle, lo empujó al interior del coche. Vega intentó resistirse, pero era como luchar contra una apisonadora.

El Renault arrancó, haciendo chirriar los neumáticos, con el policía sentado en el asiento trasero, entre el joven de pelo erizado y el enorme negro.

—¿Adónde coño me lleváis? —preguntó Vega.

Pero nadie le contestó.

Quince minutos más tarde, el automóvil cruzaba la entrada del número 122 de la calle Serrano y se detenía frente a un palacete neoclásico rodeado por un inmenso jardín romántico vigilado por un buen número de guardianes armados.

—Me llamo Leonor Hidalgo —dijo la mujer, tendiéndole la mano—. Es un honor recibirle en mi hogar, comisario Vega.

El policía ignoró la mano que le ofrecía la mujer.

—Tiene usted una forma muy peculiar de invitar a la gente a su casa —dúo, con expresión hosca.

—Oh, lo siento. —Leonor Hidalgo dejó caer lentamente el brazo. Parecía realmente apenada—. ¿Le han molestado mis hombres?

—No, ni mucho menos. Me han secuestrado muy amablemente.

Leonor esbozó una sonrisa.

—Tiene razón, no son unos métodos muy ortodoxos. Pero era de vital importancia que nos entrevistáramos, comisario. —Señaló los sillones de cuero marrón—. ¿Nos sentamos...?

Vega encajó la mandíbula y se cruzó de brazos. Bajo ningún concepto pensaba ponérselo fácil a aquella gente. El negro Abby se aproximó a él y le empujó levemente con la yema de los dedos. El policía sintió como si los extremos de cinco barras de acero se clavaran en su espalda. A regañadientes, tomó asiento.

Sólo él, la mujer y el gigante se encontraban en el salón; el joven de pelo erizado ni siquiera había entrado en la casa. Vega contempló el lujo que le rodeaba, los cuadros, las antigüedades, los objetos de oro y plata... Jamás había estado en un lugar tan suntuoso.

—¿Desea tomar algo, comisario? —preguntó Leonor.

Vega no contestó. La mujer le hizo un gesto al negro y éste se aproximó a una licorera de bronce. Cogió una botella de jerez, sirvió una copa y se la entregó a la mujer.

—¿Quién es usted? —preguntó Vega, tras un prolongado silencio. Señaló con un cabeceo al gigante—. ¿La novia de King Kong?

Leonor rió alegremente.

—Qué divertido... No, comisario, Abby es mí secretario particular.

—¿Su secretario? Vamos, no creo que ese gorila sepa siquiera escribir su propio nombre.

—Bueno... digamos que también se ocupa de protegerme.

—Ya, su ángel guardián... —Vega se cruzó de brazos—. ¿Qué demonios quieren de mí?

—Comprendo que esté enfadado, comisario —dijo la mujer, con una amable sonrisa—. Pero debe entender que mí único propósito es ayudarle.

—Ayudarme... Fantástico. ¿A qué?

Leonor Hidalgo, con el rostro repentinamente serio, se inclinó hacia el policía.

—Ayudarle a detener al hombre que ha asesinado a cinco coleccionistas de sellos.

Vega enarcó las cejas.

—¿Y cómo piensa hacerlo?

—De dos maneras, comisario. Diciéndole quién es el asesino y qué es lo que busca. Si no tiene inconveniente, empezaré por el final. —Cogió una carpeta y sacó de ella una fotografía en color. La dejó sobre la mesa, frente al policía: la foto mostraba tres sellos de correos, idénticos salvo por sus colores, rojo, verde y azul respectivamente. Vega contempló la triple imagen de un anciano alado leyendo un libro, y la frase en latín tres veces repetida, «Mobile quod movetur», y el mismo nombre multiplicado por tres, «Thule». Leonor prosiguió—: El Coleccionista está buscando estos sellos. Por supuesto, la foto es una ampliación, los auténticos sellos miden cuatro centímetros de alto por tres de ancho. Y no se trata de sellos con valor postal, sino de los llamados «sellos de fantasía», emisiones fantasma, falsificaciones.

—¿Cómo sabe usted todo eso? —preguntó Vega, que, a su pesar, comenzaba a sentirse interesado.

—No se impaciente, comisario. —La mujer sonrió, ahora con ironía—. Estos sellos se encuentran desperdigados por Madrid, en poder de tres filatélicos distintos. Es muy probable que el Coleccionista se haya hecho ya con dos de ellos. Pero todavía anda buscando el tercero.

—Insisto —dijo Vega—: ¿cómo lo sabe?

Leonor suspiró con resignación.

—De acuerdo. Le he contado cuál es el móvil de los asesinatos, ahora le diré quién es el asesino. —Sacó una nueva foto de la carpeta y se la mostró a Vega. Esta vez se trataba del retrato de un hombre muy apuesto, vestido con ropa deportiva, que sonreía seductoramente mientras sostenía una raqueta de tenis en la mano—. Se llama Mano Yáñez-Borghese —continuó la mujer—, y es mi marido.

Vega se frotó la nuca.

—Señora Hidalgo —murmuró—, ¿me está diciendo que su esposo ha matado a cinco personas para robar unos sellos...? —Sonrió sin humor—. ¿Y por qué iba a hacer eso? ¿Qué importancia pueden tener unos sellos falsos...?

—Ay, comisario, llegamos a la parte más delicada del asunto. —Leonor sonrió con tristeza—. Créame, se lo contaré todo. La otra vez le oculté muchas cosas, y fue un desastre... Pero sí yo le explicara ahora cuál es la importancia de esos sellos... Bueno, sencillamente no me creería. Así que lo primero que tengo que hacer es convencerle de que digo la verdad. —Cogió de la mesa un abultado sobre y se lo entregó al policía—. Ahí dentro hay varios documentos. No, no lo abra... Lléveselos a su casa y examínelos con detenimiento. Luego, compruebe si su contenido es exacto.

—¿Y después...?

La ironía bailó en los ojos de Leonor.

—Después se morirá de ganas de volver a hablar conmigo. —Recogió la foto de los sellos y la metió en la carpeta, junto con el retrato de Yáñez-Borghese. Se lo entregó todo a Vega—. Llévese esto también. Le será de utilidad. Y no se olvide del álbum del difunto señor Andrade. —Se incorporó—. Abby le conducirá en coche a su casa. Buenas noches, comisario.

Vega encendió las luces del salón y dejó sobre la mesa camilla el álbum de sellos y los documentos que le había entregado Leonor Hidalgo. Se quitó el abrigo y lo arrojó sobre un sillón. Contempló con indiferencia el desorden que le rodeaba; los platos sucios sobre la mesa, el polvo acumulándose en los muebles, las botellas de ginebra vacías, desperdigadas por el suelo... Desde que doña Eulalia, su portera, abandonara Madrid para buscar algo de paz en su pueblo natal, nadie se ocupaba de limpiar la casa.

La mirada del policía paseó por las fotografías enmarcadas que ocupaban la pared situada frente al balcón. El rostro de Manuela se multiplicó en sus pupilas, risueño, amable, cariñoso... pero también estático, congelado en la memoria muerta de una emulsión de plata.

Vega suspiró. Habían transcurrido casi tres años desde que puso esas fotos allí, como un altar en recuerdo de su mujer. Quizás aquello era la evidencia de una actitud malsana por su parte, algo así como un oscuro sentimiento necrófilo, pero eso carecía ahora de importancia. Las fotos estaban cubiertas por una pátina gris de polvo, y el recuerdo de la muerte de Manuela se había transformado en una herida infectada que, a no tardar, acabaría matándole, como si de una septicemia moral se tratara.

Manuela estaba muerta, sí, y los que la asesinaron iban a ganar la guerra.

Vega encajó la mandíbula, notando cómo la ira bullía en la boca de su estómago. Él era un policía, el brazo armado de la justicia y, sin embargo, no podía hacer nada, estaba a merced de fuerzas incontrolables, como una rama arrastrada por un torrente.

Resopló y sacudió la cabeza. Era mejor no pensar en nada. Se aproximó al aparador y abrió un cajón, en cuyo interior se amontonaban las latas de conserva. Aquel era el tributo que los estraperlistas pagaban a Vega para que éste hiciera la vista gorda. Un mezquino soborno en especias: sardinas en aceite, judías, carne de Argentina, fruta en almíbar...

Vega cerró bruscamente el cajón. Llevaba sin comer todo el día, pero no tenía hambre. Encendió un cigarrillo y tomó asiento frente a la mesa camilla. Cogió el sobre que le había dado Leonor Hidalgo y lo rasgó, sacando de su interior un puñado de folios escritos a máquina. Leyó la frase que encabezaba la primera hoja:

RESULTADOS DEL MERCADO DE VALORES

DE LA BOLSA DE NUEVA YORK

AL CIERRE DE LA SESIÓN

DEL 6 DE MARZO DE 1939

¿El 6 de marzo? Eso era el próximo lunes...

A continuación había una lista con las cotizaciones de una larga serie de empresas norteamericanas. Las siguientes páginas eran también resultados de valores bursátiles, concretamente, los correspondientes a los días 7, 8, 9 y 10 de marzo. Es decir, todas las cotizaciones de la Bolsa neoyorquina correspondientes a la siguiente semana.

Las nueve últimas hojas contenían una pormenorizada relación de los resultados de los diversos eventos deportivos que debían celebrarse en Estados Unidos durante los próximos siete días: los tanteos finales de todos los partidos de las ligas de fútbol americano y béisbol, los ganadores de diez combates de boxeo y el desenlace de quince carreras de caballos.

Vega aspiró una bocanada de humo y lo expulsó lentamente. ¿Qué pretendía Leonor Hidalgo? ¿Convencerle de que podía prever el futuro?

«Debe de estar loca», pensó el policía, aplastando el cigarrillo sobre un plato con restos resecos de comida. Una millonaria excéntrica que jugaba a ser pitonisa. Y no sólo era eso: durante su entrevista, la mujer había dicho algo extraño acerca de las cosas que le había ocultado en otra ocasión... ¿Pero en que otra ocasión, si nunca antes se habían visto? Guardó los folios en el sobre y lo dejó todo encima de la mesa.

Entonces, la luz de la lámpara osciló un par de veces, debilitándose rápidamente hasta extinguirse.

Otro apagón. Vega aguardó a que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad y se levantó. Cogió una botella de ginebra medio llena y echó a andar pasillo adelante, despojándose por el camino de la americana y los zapatos. Al llegar a su dormitorio se tumbó en la cama. Abrió la botella y dio un largo trago.

El alcohol le inundó de fuego el estómago. A sus oídos llegó el sonido lejano de unos disparos. Bebió de nuevo, sintiéndose cada vez más relajado.

Unos segundos antes de conciliar el sueño, Vega evocó la imagen de Leonor Hidalgo; su cabello oscuro, sus ojos cargados de ironía, su cuerpo esbelto, la sinuosa curva de sus senos...

El policía se durmió sin percatarse de la erección que comenzaba a abultar su entrepierna.

Vega optó por no contarle a nadie su encuentro con aquella extraña mujer; era todo demasiado absurdo. Sin embargo, el mismo sábado por la mañana le pidió a Uribe que hiciese averiguaciones acerca de Leonor Hidalgo y de Mario Yáñez-Borghese, su marido. El inspector asintió con no mucho entusiasmo. Vega se disponía a abandonar el despacho de Uribe, cuando una repentina idea le obligó a detenerse.

—Ah, una cosa más... La semana que viene quisiera recibir ejemplares de algún periódico de Nueva York. ¿Es posible?

Uribe enarcó las cejas, sorprendido, y asintió dubitativamente. ¿Para qué demonios podía querer el comisario Vega prensa norteamericana, si ni siquiera hablaba inglés?

Entre tanto, Madrid estaba a punto de precipitarse ciegamente a un abismo de violencia y confusión. Los generales Casado y Miaja, así como el líder socialista Julián Besteiro, decidieron sublevarse contra el Gobierno del doctor Negrín y, el domingo por la noche, constituyeron el Consejo Nacional de Defensa que, desde aquel momento, pasaba a asumir el mando total sobre lo que quedaba de la maltrecha República española. En realidad, los militares republicanos pretendían poner fin a la guerra, negociando con Franco una rendición sin represalias. Pero eso era algo que los comunistas no estaban dispuestos a tolerar.

El lunes, Negrín y sus ministros abandonaron en avión el territorio nacional, refugiándose en la ciudad francesa de Toulouse. Aquella misma tarde, las fuerzas de Casado realizaron una amplia redada en el transcurso de la cual fueron detenidos centenares de militantes comunistas. La casa central del Partido fue clausurada.

Durante el amanecer del martes, las unidades del ejército controladas por mandos comunistas se sublevaron contra el Consejo de Defensa y una guerra civil en miniatura estalló en Madrid. La situación se volvió confusa: los comunistas atacaban a las fuerzas de Casado y Miaja, mientras que los anarquistas —antimarxistas acérrimos— arremetían contra los comunistas. Y, entre tanto, las tropas de Franco luchaban contra todos ellos. Durante cinco días Madrid se bañó de sangre, convirtiéndose sus calles en un campo de batalla donde los únicos sonidos que podían escucharse eran el tableteo de las ametralladoras y el estampido de las bombas de mano.

Pese a que el mero hecho de salir de casa suponía un grave riesgo, Vega no dejó de acudir ni un sólo día a su despacho de la Dirección General de Seguridad. No es que realmente tuviera nada que hacer allí —a esas alturas, era una tontería pensar que existía algún orden que mantener—, pero el policía no estaba dispuesto a permitir que las circunstancias siguieran arrastrándole. Él era un miembro de las Fuerzas de Seguridad y no iba a abandonar su puesto hasta que los fascistas le echaran, literalmente, a balazos de allí. Aquello, sin duda, no era otra cosa más que una forma obstinada de suicidio, pero Vega sabía que el mundo, su mundo, se estaba viniendo abajo, y que ya nada tenía realmente mucha importancia. Ni siquiera morir o vivir parecía una alternativa con algo de sentido.

El sábado 11 de marzo, a mediodía, las radios de Madrid emitieron una nota del Consejo de Defensa, anunciando la rendición de las fuerzas comunistas sublevadas. De repente, un inmenso silencio se extendió por el centro de la ciudad. La voz de las armas había enmudecido, pero la gente se resistía a salir a la calle. Por unas horas, Madrid pareció, más que nunca, una ciudad fantasma.

Esa misma tarde, Uribe se presentó en el despacho de Vega con un puñado de ejemplares del New York Times.

—Los he conseguido en el consulado de Estados Unidos —dijo, depositando los periódicos sobre la mesa—. Son todos los números que han aparecido esta semana, del lunes al viernes.

Vega dio una rápido vistazo a los periódicos y se volvió hacia Uribe.

—¿Has averiguado algo sobre la Hidalgo y su marido?

Uribe sonrió con sarcasmo.

—¿En medio de todo este jaleo? No, comisario. Apenas sé nada de ellos... Al parecer, Leonor Hidalgo es una multimillonaria norteamericana, aunque nació aquí. Por lo visto, tras vivir mucho tiempo en Estados Unidos, volvió a España en el 36... Ignoro a qué se dedica; unos dicen que apoya a los franquistas, y otros aseguran que no para de amontonar dólares en las manos de los jefes republicanos. Probablemente haga ambas cosas a la vez. Sea como fuese, esa mujer goza de muchos contactos a alto nivel.

—¿Y Mario Yáñez-Borghese?

—Es un fascista, comisario. Tiene doble nacionalidad, española e italiana, y milita tanto en la Falange como en los Camisas Negras de Mussolini. Ignoro dónde pueda encontrarse ahora, aunque se le vio a finales de año en Roma... Eso es todo lo que sé.

—De acuerdo —dijo Vega—. Sigue investigando. Sobre todo, me interesa conocer el paradero de Yáñez-Borghese.

Uribe suspiró. Iba a añadir algo, pero finalmente optó por abandonar en silencio el despacho.

Vega permaneció en la DGS hasta las siete de la tarde. Luego, con los periódicos norteamericanos bajo el brazo, se encaminó a su piso de la plaza de Olavide. Una vez allí, el policía se sirvió un vaso de ginebra y buscó los papeles que le había entregado Leonor Hidalgo. Tomó asiento en un sillón, abrió el New York Times del lunes anterior y buscó las páginas financieras. Con mucha atención, comenzó a comparar las cotizaciones bursátiles con las predicciones que figuraban en aquellas hojas mecanografiadas.

Notó cómo el corazón le daba un vuelco. Apuró la ginebra de un trago y buscó apresuradamente las páginas deportivas. Confrontó los tanteos de los partidos de football y béisbol con los resultados vaticinados por la mujer.

Experimentó un intenso aturdimiento.

Con evidente nerviosismo, cogió el periódico del martes y siguió comprobando aquellos vaticinios asépticamente escritos a máquina.

Apenas media hora después, Vega había terminado de revisar todos los diarios. Se sirvió una generosa ración de ginebra y, con la mente más bien confusa, intentó sacar alguna conclusión de todo aquello.

Pero nada parecía tener sentido.

Porque en aquellas hojas que le había dado la misteriosa mujer, se predecían, con toda exactitud, las cotizaciones futuras de la Bolsa neoyorquina y los resultados pormenorizados de un buen número de eventos deportivos.

Y eso no podía ser.

Vega se incorporó bruscamente, cogió su abrigo y salió de la casa a toda prisa. Había tenido mucha razón Leonor Hidalgo cuando le dijo que se moriría de ganas de volver a hablar con ella.

—¿Cómo lo ha hecho? —preguntó Vega.

Leonor Hidalgo cruzó las piernas y se reclinó contra el respaldo del sillón. Parecía divertida.

—¿Comprobó todos los datos, comisario? —preguntó.

—Los suficientes. Y no lo entiendo... Es imposible que alguien conociera todo eso por adelantado.

—Al parecer, yo sí —sonrió—. No sé si se ha dado cuenta, comisario, pero con la información que le di podía haber ganado una fortuna.

—De haber estado en América, quizá. —Suspiró—. ¿Cómo lo ha hecho...?

—Ya le dije que se lo iba a contar todo, comisario; pero sólo cuando estuviera en disposición de creerme. Supongo que ahora, cualquier cosa que le cuente, por muy fantástica que parezca, será menos inconcebible que el hecho de conocer el futuro... Sin embargo, se trata de una historia un poco larga. ¿Quiere tomar algo?

Vega asintió.

—Ginebra.

En aquella ocasión no se encontraba presente Abby, el guardaespaldas de la mujer. De modo que fue la propia Leonor quien se ocupó de servir las bebidas, una ginebra para el policía y un jerez para ella.

—Todo este asunto comenzó para mí hace mucho tiempo —dijo Leonor, tras dar un sorbo a su copa—. En 1923 mis padres fallecieron en un accidente ferroviario. Yo acababa de cumplir veinte años y me quedé, literalmente, sola en el mundo, sin oficio ni beneficio. Oh, es cierto que heredé cierta cantidad de dinero, lo suficiente como para vivir holgadamente un par de años. Pero, aparte de eso, carecía de familiares o amigos que pudieran ayudarme.

—Entonces, unos tres meses después de la muerte de mis padres, ocurrió algo extraordinario. Una noche, al ir a acostarme, encontré encima de mi almohada un sobre en cuyo dorso aparecía mi nombre y la fecha de aquel día, así como los tres sellos de Thule, mata-sellados. Dentro del sobre había una nota mecanografiada en la que se predecían los números ganadores de los tres siguientes sorteos de la lotería. Pensé que era una broma, por supuesto, aunque me inquietó ignorar el modo en que había llegado ese sobre a mi cuarto. Quizá por eso guardé aquella hoja de papel y comprobé en cuanto pude el resultado del primer sorteo. El número pronosticado era el número del premio mayor de la lotería.

«Huelga decir que adquirí todos los décimos que logré encontrar de los otros dos números que aparecían en la nota. Y así, mi pequeña fortuna se multiplicó por cinco. Entonces recibí la segunda carta de Thule...

Sobrevino un silencio. Leonor dio un nuevo sorbo a su bebida mientras contemplaba abstraída los troncos que ardían en la chimenea.

—¿Me va a decir lo que ponía esa carta? —preguntó Vega, comenzando a impacientarse.

En lugar de contestar, la mujer dejó la copa sobre la mesa, se incorporó, caminó hasta la librería y cogió un libro encuadernado en rústica.

—¿Ha leído a Wells, comisario? —preguntó, hojeando distraídamente las páginas del libro—. ¿Conoce su novela La máquina del tiempo? —Vega negó con la cabeza. La mujer suspiró y devolvió el libro a su lugar. Tomó asiento de nuevo—. Wells escribe ciencia ficción, un género que se está haciendo muy popular en Estados Unidos. En una de sus obras habla de un hombre que podía viajar a través del tiempo. —Hizo un pausa—. ¿Cree que es posible viajar en el tiempo, comisario...?

Vega permaneció inexpresivo.

—¿Qué decía esa carta, señora Hidalgo?

—Es usted un hombre impaciente... —La mujer sonrió con cansancio—. Aquella carta era algo así como una oferta de trabajo. Las personas que la habían escrito, podemos llamarlas «thulanos», se ofrecían a suministrarme información exacta sobre el comportamiento futuro de la Bolsa, así como pronósticos precisos acerca de todos los resultados deportivos. Como comprenderá, esto era algo que podía hacerme inmensamente rica. A cambio, yo tenía que limitarme a mandarles a ellos cierto tipo de información.

—¿Quiénes eran esos... thulanos?

—Llegamos al punto central de mi relato, comisario. —Leonor clavó su mirada en los ojos de Vega—. Los thulanos son gente del futuro. Personas que vivirán dentro de muchos, muchos, muchos siglos.

Vega parpadeó.

—¿Quiere decir que hay gente del futuro viajando al pasado?

—No, comisario —rió la mujer—. Nadie puede viajar en el tiempo. Lo que pretendo decirle es que cierta gente del futuro está mandando cartas al pasado.

Vega resopló y sacudió la cabeza.

—¿De qué demonios me está hablando...?

Leonor apoyó los codos sobre las rodillas y el mentón en las manos.

—Ellos, los thulanos, no me han dado muchas explicaciones sobre sí mismos —dijo pausadamente—, Así que parte de lo que le voy a decir ahora son puras especulaciones. —Respiró hondo—. Thule es un centro de investigaciones históricas, una especie de instituto del Tiempo fundado por científicos de un futuro remoto. Por lo que deduzco, Thule no se encuentra en la línea de tiempo norma!, sino en una especie de tiempo paralelo al nuestro. Algo así como un río que discurriese junto a otro.

»El propósito de Thule, comisario, es la investigación histórica. Con ese fin, los thulanos han desarrollado un sistema para mandar mensajes a través del tiempo: los sellos de Thule. ¿Cómo funciona...? Muy sencillo: se mete en un sobre el material que se desea enviar, papeles, fotos, lo que sea, siempre que no se trate de algo vivo, y se escribe en el dorso el nombre del destinatario y la fecha en que debe recibir el mensaje. Luego se pegan los tres sellos de Thule y se echa la carta a un buzón. Eso es todo.

Vega cerró los ojos con desánimo.

—¿Me está tomando el pelo...? —preguntó—. Cartas que viajan por el tiempo... Por favor, es absurdo...

—¿Por qué, comisario?

—Porque no tiene sentido. Si esos mensajes del futuro llegasen a través de ondas electromagnéticas o, qué sé yo, de cualquier otro medio científico... Pero un correo del tiempo resulta... sencillamente ridículo. —Sacudió la cabeza—: Según usted, ¿quiénes serían los carteros...?

—No hay carteros. Los sellos de Thule funcionan por sí solos. —Leonor se cruzó de brazos—. Es curioso, comisario, si le hubiese dicho que estoy en contacto con el futuro a través de un artefacto, una especie de superemisora de radio, el asunto le parecería más aceptable. Pero, tratándose de cartas, le resulta increíble. Sin embargo, lo que debería preguntarse es si la comunicación a través del tiempo es posible, o no. Ésa es la cuestión, y no el modo en que la comunicación se realice. —Suspiró—. ¿Recuerda cómo son esos sellos? Contienen la imagen de un anciano alado que lee un libro— El anciano alado es el símbolo del tiempo, que vuela, y el libro la representación de la vida. El tiempo pasando las hojas de la vida, ¿comprende? Y luego está la frase en latín, «Mobile quod movetur», que significa «móvil que es movido», es decir, la definición que Guillermo de Occam hace del tiempo en su... ¿cómo era...? Summa Totius Logicae, sí. Y, finalmente, Thule, la tierra donde el tiempo transcurre de forma distinta. Todo muy simbólico —sonrió con ironía—. En cualquier caso, comisario, lo cierto es que yo poseo información sobre el futuro, como ha podido comprobar. ¿Por qué no acepta mi palabra, por lo menos a modo de hipótesis de trabajo?

Vega se encogió levemente de hombros.

—De acuerdo —dijo—. La gente de Thule le adelantaba los resultados de la Bolsa y los deportes, y usted, a cambio, les proporcionaba información. ¿De qué clase?

—Información histórica. Datos, descripciones, libros y fotos, muchas fotos. A los thulanos parecían interesarles sobremanera los conflictos bélicos, así que, mientras me hacía multimillonaria, me dedicaba a viajar por el mundo, de guerra en guerra... Algo muy incómodo, créame.

—Y mandaba toda esa información al futuro mediante los sellos de Thule...

—No, comisario. Los thulanos se ponían en contacto conmigo usando los sellos. Pero yo me comunicaba con ellos de otra forma. Me ordenaron que construyese unas cápsulas herméticas, destinadas a mantener intacto su contenido durante miles de años. Cuando quería mandar algo al futuro, introducía en una cápsula la información solicitada y la enterraba en un lugar prefijado. Siglos después, los thulanos no tenían más que excavar y rescatar la cápsula.

—¿Y no sería más sencillo usar esos sellos mágicos?

—Sí... Pero creo que no se ha dado cuenta del riesgo que entrañan los sellos de Thule, comisario. Piense que quien los posea tendrá la posibilidad de cambiar el pasado. De hecho, eso ya ha ocurrido.

—Claro... En su caso, convirtieron a una pobre huérfana en una multimillonaria, ¿no es así...?

—Por supuesto. E igual ha ocurrido con todos los agentes, quizá sería mejor llamarnos corresponsales, que los thulanos tienen en las diversas épocas. Pero esos cambios no son significativos, por lo menos a largo plazo. Quienes estamos al servicio de Thule tenemos un estricto código de comportamiento. Somos millonarios, pero vivimos de las rentas, sin intervenir de ninguna manera en el entramado financiero mundial. Digamos que somos discretos, no nos hacemos notar mucho.

—Pero, en realidad, cuando decía que era posible cambiar el pasado, me estaba refiriendo a otra cosa. Hablaba de cambios drásticos en la Historia. —Desvió la mirada y añadió—: Por ejemplo, el resultado de nuestra guerra civil... —Suspiró—. Verá, comisario, como le he dicho, los agentes de Thule enviamos información al futuro mediante cápsulas herméticas. Se trata de un método razonablemente seguro, pero no infalible. Algunas cápsulas, con el transcurso del tiempo, se deterioraban, perdían la estanqueidad y su contenido quedaba destruido. Por eso, cuando se trataba de información de gran interés para los thulanos, éstos hacían llegar a alguno de sus agentes los tres sellos necesarios para hacer envíos directos a través del tiempo. No era una práctica normal, por supuesto. Baste decir, que en el transcurso de los últimos dieciséis años, sólo una vez han pasado esos sellos por mis manos. Los thulanos no quieren que circulen libremente por el tiempo. Y, sin embargo, hubo un fallo de seguridad...

—El agente de Thule destinado a cubrir los acontecimientos de la guerra de España se llamaba Melchor Barrera. Recientemente, sus cápsulas comenzaron a fallar, perdiéndose así valiosa información histórica. Por eso, ante un envío importante, los thulanos le mandaron a Barrera tres de sus sellos. Pero, el día 1 de enero, Barrera fue asaltado y asesinado por unos malhechores. Entre los objetos que le robaron estaban los tres sellos de Thule, que ahora se encuentran dispersos por Madrid.

—Un momento. —Vega frunció el ceño—. Si esos... thulanos dominan el tiempo, ¿por qué no le enviaron un mensaje a Barrera contándole que su vida peligraba?

—Lo hicieron. Pero Barrera no tomó en cuenta la advertencia. —Leonor se cruzó de brazos—. Lo cierto es que Barrera quería hacerse con los sellos de Thule para su uso particular. Probablemente saboteó sus propias cápsulas con el fin de conseguir que los thulanos se los enviaran.

—Pero, si los thulanos saben todo lo que va a pasar, ¿por qué no decidieron, simplemente, no mandarle los sellos a Barrera?

—Porque para saber que Barrera quería quedarse con los sellos, tenían primero, que enviárselos. Cambiar a posteriori de idea supondría la existencia de un «efecto» anterior a su «causa». Es decir, una paradoja. Y a los thulanos les aterran las paradojas, créame.

Vega suspiró.

—La verdad, señora Hidalgo, no estoy seguro de entenderlo...

—No importa, comisario. Lo fundamental es que comprenda que Thule mandó los sellos a nuestra época, y que ése es un hecho inamovible. Como inamovible es el asesinato de Barrera, ya que no sabemos quién lo hizo, ni cómo, ni dónde. Pero lo que sí podemos hacer es encontrar los sellos e impedir que lleguen a manos de mí marido.

—Ah, claro, Yáñez-Borghese... ¿Qué pinta él en todo esto?

Leonor cogió su copa y la contempló unos segundos con expresión soñadora.

—Mario fue mi gran debilidad, comisario. Era joven, guapo, brillante, encantador y extremadamente sexy... Demasiado bueno para ser verdad. Nos casamos hace cuatro años, y debo reconocer que lo he pasado muy bien a su lado. —Bajó la mirada—. Pero cometí el error de contárselo todo. Le hablé de Thule, de los sellos, del asunto de Barrera. Y él...

Hizo una pausa.

—¿Y él, qué...? —preguntó Vega.

—Mario tenía sus propias ideas al respecto. —Apuró el jerez de un trago y dejó la copa vacía sobre la mesa—. Comisario, le he dicho que los sellos de Thule pueden cambiar la Historia, y que eso ya había ocurrido. Pues bien, todo esto... —Hizo un amplio ademán—, la realidad en que nos movemos, no es la realidad original. Porque lo cierto es que la guerra civil la perdieron los franquistas. El mismísimo Franco murió en diciembre del 37, víctima de un atentado. A raíz de esto, se produjo una lucha por el poder entre los generales sublevados, lo que generó profundas divisiones en el seno del ejército nacionalista. Esta desunión minó su eficacia militar y las tropas republicanas obtuvieron una gran victoria en la batalla del Ebro. Desde ese momento, la guerra se decantó del lado de la bandera tricolor.

»Sin embargo, en esa realidad original, mi marido logró encontrar los tres sellos. Y mandó una carta a Francisco Franco, ¿lo entiende, comisario?, una carta a través del tiempo mediante la cual le suministraba información acerca de todo el desarrollo de la guerra, incluyendo el atentado que iba a sufrir. —Leonor sonrió tristemente—. Por lo que parece, el general Franco hizo caso. No murió, no hubo divisiones en el ejército sublevado y la batalla del Ebro fue una victoria del bando franquista, quedando así la Historia cambiada.

Vega se echó a reír.

—¿Se da cuenta de lo absurdo que resulta todo lo que me está contando?

—Por supuesto. Y más absurdo le parecerá saber que, en esa otra realidad original, Mario, mi marido, me mató a mí... y le mató a usted, comisario.

Vega enarcó las cejas y apoyó la cabeza en el respaldo del sillón.

—Muy bien... —dijo—. ¿Y ahora qué pretende su marido? Ya cambió la Historia, Franco está ganando la guerra... ¿Para qué coño quiere los sellos de Thule?

—Sinceramente, no lo sé. Recuerde que Mario no sólo es español, sino también italiano; quizá piensa ayudar de algún modo a Mussolini. O evitar la muerte de José Antonio. O conseguir que Franco gane aún más rápidamente la guerra. No tengo ni idea. Quizá pretenda, sencillamente, enriquecerse. Pero eso da igual. Escuche, comisario, los thulanos me han advertido de que esos sellos no deben volver a usarse en este contexto histórico. Podría producirse un especie de nudo en el tiempo, la realidad oscilaría y la línea temporal se volvería imprecisa. Por eso es de vital importancia que encuentre esos sellos. —Vaciló—. No soy una mujer acostumbrada a pedir favores, Telmo, pero ahora necesito tu ayuda... —Leonor se incorporó, aproximándose al policía. Se arrodilló frente a él, muy cerca, apoyando las manos en sus piernas—. Estoy harta de llamarte comisario. Telmo es un nombre hermoso. Como el «fuego de san Telmo»... Hay mucho fuego en tu negro corazón de policía, Telmo...

Las manos de la mujer se deslizaron por las piernas de Vega y acariciaron su abdomen. Luego, muy despacio, comenzaron a desabrochar el cinturón. Vega, sobresaltado, sujetó a Leonor por las muñecas.

—¿Qué demonios está haciendo...?

La mujer se desasió suavemente de Vega. Mirándole con fijeza, preguntó:

—¿Cuánto hace que no estás con una mujer? —Comenzó a desabrocharle los botones del pantalón—. Dime, ¿cuánto hace...?

Vega sintió que un golpe de calor inundaba su estómago, acelerándole el corazón. Sí, ¿cuánto tiempo llevaba .sin hacerle el amor a una mujer...? Desde que murió Manuela. Tres años. Una eternidad sin caricias ni besos, sin suavidad ni dulzura. Eonesde soledad y tristeza.

Leonor comenzó a inclinarse sobre el regazo de Vega. Éste sintió cómo su cuerpo se estremecía, pero sujetó la cabeza de la mujer.

—No... —musitó.

—¿Por qué no...? —susurró ella.

—Porque quieres utilizarme, manejarme... —dijo Vega, el aliento agitado.

—Sí, es cierto —repuso Leonor—. Quiero que me ayudes a encontrar los sellos de Thule, y esto es parte de tu recompensa. Pero hay otra razón, Telmo. Tú no tienes futuro, te han quitado la esperanza y, por tanto, también el miedo. Eres un hombre terminal, un pasajero al final de la línea. Estás más allá de la vida y de la muerte —susurró—, y eso te hace muy atractivo...

Leonor apartó las manos de Vega. Sus labios buscaron el centro del hombre y un beso cálido y húmedo borró toda resistencia, toda precaución, toda suspicacia.

Vega, arrastrado por un torrente de sentimientos puramente animales, intentó despojar de su vestido a la mujer. Sus manos, torpes por la ansiedad y la falta de costumbre, desgarraron la blusa y apartaron la ropa interior. Cuando Vega notó en las yemas de sus dedos la piel íntima y tibia de Leonor experimentó un intensa impresión, sintiéndose turbado y excitado a la vez. Después de tantos años, creía definitivamente olvidado aquel tacto, pero ahí estaba, de nuevo, tan excitante y ardiente como lo había sido en el pasado.

Hicieron el amor, medio vestidos, sobre la alfombra persa que acolchaba el suelo del salón. Fue un acto lleno de premura y ansiedad, de jadeos y excitación. Cuando acabaron, Leonor cogió de la mano a Vega y le condujo en silencio a su dormitorio. Allí le desnudó lentamente, con delicadeza, permitiendo que él la despojara a su vez de la ropa rasgada y arrugada. Y luego, sobre sábanas de raso tan suaves como la caricia de un niño, se amaron una vez más, y luego otra, y otra...

Finalmente, Leonor se durmió, acurrucada contra el cuerpo del policía. Pero Vega no logró conciliar el sueño. Permaneció toda la noche contemplando el techo del dormitorio, sumido en sus pensamientos.

Al amanecer, cuando los primeros rayos del sol comenzaron a filtrarse por el ventanal, delineando luminosas bandas doradas en el aire, Leonor abrió los ojos y miró el rostro abstraído de Vega.

—¿No has dormido? —preguntó.

—No.

—¿Qué te preocupa?

—No lo sé... —Vega giró la cabeza, contemplando los ojos todavía somnolientos de la mujer. Extendió una mano y acarició su piel sedosa y tenue. Los dedos iniciaron un lento periplo, deslizándose sobre el pecho para descender luego hacia la cadera. Finalmente, Vega dijo—: Tú conoces el futuro... ¿Qué va a pasar?

Leonor se incorporó, apoyándose en el cabezal de la cama. Comenzó a desenredarse los cabellos.

—Las tropas de Franco entrarán en Madrid el próximo día 28 —dijo, con voz carente de emoción—. La guerra terminará el primero de abril. Muchos, huyendo de los fascistas, se dirigirán a Levante, donde intentarán embarcar en los buques contratados por la República para el transporte de refugiados a Francia. Pero esos barcos nunca llegarán. Habrá detenciones masivas y miles de fusilamientos. La represión será extremadamente cruel. Y Franco... Franco permanecerá treinta y seis años más en el poder. Eso es lo que va a pasar.

Vega se levantó de la cama y recogió la ropa que se encontraba desperdigada por el suelo. Comenzó a vestirse.

—En tal caso, sólo dispongo de dieciséis días para encontrar a tu marido y los sellos —dijo—. Será mejor que me dé prisa...

—Entonces, ¿crees mi historia?

—No sé lo que creo o no creo... Pero, ¿eso qué más da? Con lo único que cuento es con tu palabra. Y con la certeza de que, del modo que sea, conoces el futuro. En realidad, es más de lo que podía esperar. Por cierto, ¿tienes alguna idea de dónde puede esconderse tu marido?

—Me temo que no. Supongo que estará con sus amigos falangistas...

Vega terminó de vestirse en silencio. Guardó la corbata en el bolsillo de la chaqueta y abrió la puerta del dormitorio. Antes de salir, se volvió hacia Leonor. La mujer continuaba reclinada en la cama, las piernas cubiertas por la sábana y el torso desnudo, con la indolencia de una ninfa aburrida.

—Encontraré los sellos de Thule —dijo el policía.

—Seguro que lo harás —murmuró Leonor—. Pero, mientras los buscas, ¿por qué no vienes a visitarme de vez en cuando...?

—Hombre, poliyas —dijo Isidoro Mendoza, cogiendo la escopeta de caza que descansaba sobre el mostrador de madera.

—Dales algunas latas de conserva y que se vayan —musitó, distraído, Herminio Mendoza, que estaba sentado frente a un buró desvencijado, ocupado en poner al día las cuentas de su negocio.

Vega y Navarro intercambiaron una mirada. Según les había informado Uribe, los hermanos Mendoza eran los únicos peristas que traficaban con sellos en Madrid. El garaje donde habían instalado su almacén se encontraba atiborrado de objetos, desde tablas románicas hasta máquinas de coser. Tres sicarios mal encarados, situados más allá del mostrador y armados con amenazadoras escopetas de dos cañones, custodiaban el local.

Vega mostró la foto de los sellos de Thule.

—Sólo queremos haceros unas preguntas —dijo, con voz calmada—. Estos sellos fueron robados a primeros de año. Según me han informado, vosotros traficáis con material filatélico... ¿Los habéis visto?

Pero Isidoro Mendoza no prestaba atención a la foto. Con la mirada fija en Vega se aproximó a él lentamente, siempre empuñando la escopeta.

—Oye, yo te conozco... —dijo, pensativo—. Tú eres Vega, ¿no...? —Rió alegremente y se volvió hacia su hermano—. Mira a quien tenemos aquí, Herminio. Es el comisario Vega. Ofrecen cinco mil duros por su cabeza, ¿qué te parece...?

—Déjate de tonterías —gruñó Herminio, absorto en sus cuentas—. Dales algo y que se marchen...

—¡Basta ya! —exclamó Vega secamente—. ¿Habéis visto estos sellos, sí o no?

Isidoro frunció el ceño y se acercó amenazador al policía. Levantó la escopeta y apoyó la boca de los cañones contra su pecho.

—¡Eh, eh, eh...! Tú, aquí, no das órdenes, cabrón. —Amartilló los percutores—. Me joden los polis, ¿sabes...? Anda, dame una razón para no volarte la cabeza y cobrar la recompensa que los fachas dan por ti, poliya...

Vega observó de reojo a Navarro. El inspector estaba en tensión, a punto de saltar. Le hizo un leve gesto con la mano, indicándole que no hiciese nada. Volvió la mirada hacia Isidoro.

—Te voy a dar, no una, sino dos razones —dijo Vega, en tono impersonal—. La primera, que no tienes cojones para disparar. Y la segunda, que eres demasiado estúpido y lento para hacerlo...

Y, de un manotazo, apartó los cañones de la escopeta. Un doble disparo resonó en el interior del almacén, pero las ráfagas de perdigones se perdieron por encima de la cabeza del policía. Instantáneamente, Vega sacó su pistola Astra de la funda y efectuó un disparo a bocajarro en la rodilla de Isidoro Mendoza. Éste, aullando de dolor, se derrumbó sobre el suelo como un árbol talado. Vega clavó el cañón de su arma en la cabeza del perista.

Entre tanto, Navarro había sacado su pistola y apuntaba directamente al estómago del estupefacto Herminio. Los tres matones que custodiaban el negocio apenas habían tenido tiempo de reaccionar. Comenzaban a empuñar sus escopetas cuando la voz de Vega resonó autoritaria.

—¡Si alguien se mueve, le vuelo la cabeza a este hijo de puta!

—Y yo le vuelo las tripas al hermano de ese hijo de puta —añadió Navarro—. Entonces os quedaríais sin jefes. ¿Y quién os iba a pagar.,?

—¡Está loco! —gritó, nervioso, Herminio Mendoza—. ¡Ha herido a mí hermano!

—Para ser exactos, le he dejado cojo —dijo Vega—. Pero todavía está vivo. Y si quieres que las cosas sigan así, más vale que hables de una vez. —Sin dejar de apuntar a Isidoro, recogió la foto del suelo—. ¿Qué sabes de estos sellos?

Herminio tragó saliva y miró alternativamente al policía y a su hermano que, tirado en el suelo, intentaba contener con las manos la sangre que manaba de su pierna.

—De acuerdo, de acuerdo... —dijo, finalmente, indicando a los guardas con un gesto que no hicieran nada. Tragó saliva—. A principios de enero le compramos unos sellos como ésos a los «Capeches»...

—¿Quiénes son los «Capeches»?

—Una familia de quinquis... No sé de dónde los sacaron. Les dimos tres reales por ellos y se fueron. Más carde le vendimos los sellos a un tal Bardasano, que tiene una filatelia en la calle Mayor... Eso es todo, se lo juro... Suelte a mi hermano, por favor...

Vega, sin perder de vista a los tres hombres armados, le indicó con un gesto a Navarro que retrocediese hacia la salida. Agarró el cuello de la camisa del infortunado Isidoro Mendoza y, sin apartar la pistola de su cabeza, lo arrastró por el suelo hasta llegar a la puerta. En cuanto salieron del almacén, Vega soltó al perista herido y, seguido por Navarro, salió corriendo hacía la calle. Al doblar la esquina, escucharon tres disparos de escopeta, efectuados, afortunadamente, con escasa puntería.

Unos minutos más tarde, Vega y Navarro se dejaron caer jadeantes sobre un banco de una pequeña plaza.

—Estás loco, jefe —dijo Navarro, algo pálido—. Han podido matarnos ahí dentro...

—Pero no lo han hecho —repuso Vega—. Y ahora sabemos dónde hay que buscar los sellos...

Navarro sacudió la cabeza.

—¿Cómo sabes que lo que quiere el Coleccionista son esos sellos? ¿Y de dónde has sacado la foto?

Vega sonrió débilmente.

—Eso no importa, Ángel. —Consultó el reloj—. Ahora me voy a acercar a la calle Mayor. Tú vuelve a la DGS y ayuda a Uribe. Tenemos que encontrar a Mario Yáñez-Borghese.

—Pero, ¿quién demonios es Yáñez-Borghese, jefe?

—El Coleccionista —dijo Vega, alejándose—. Y no me llames «jefe», coño...

Vega encontró la filatelia Bardasano en el número 16 de la calle Mayor. El local tenía el cierre echado, y un pequeño cartel en el que aparecía escrita la frase: «CERRADO POR DEFUNCIÓN». La portera le informó de que don Roberto, el dueño de la filatelia, había fallecido el pasado 14 de febrero, en extrañas circunstancias. Añadió que el difunto tenía una hija, llamada Isabel, que vivía en el piso situado sobre la tienda.

Isabel Bardasano resultó ser una mujer triste, prematuramente envejecida. Vestía de negro y tenía los ojos permanentemente húmedos, como si el llanto fuese un rasgo más de sus facciones. La mujer, con tono quejicoso, le contó a Vega el alcance de sus desgracias: la muerte de su marido en el frente del Ebro, el asesinato de su padre y la enfermedad de su hijo...

Vega la interrumpió. ¿Había dicho el "asesinato» de su padre...? La mujer tragó saliva varias veces, como si se estuviese atragantando, y prorrumpió en un incontenible acceso de llanto. Al cabo de unos minutos, cuando logró calmarse un poco, inició el relato entrecortado del martirio y muerte de Roberto Bardasano.

Según dijo, el pasado 14 de febrero, por la tarde, se vio obligada a salir de casa. Había recibido una nota de un familiar suyo, una prima en segundo grado con la que mantenía cierto trato, citándola en su domicilio de Ciudad Lineal. Como aquello quedaba en el otro extremo de Madrid, Isabel dejó a su hijo Carlos con el abuelo y salió de casa a eso de las cuatro. Tardó más de dos horas en llegar a Ciudad Lineal, y cuando por fin se presentó en el piso de su prima, se encontró con la sorpresa de que ésta negaba rotundamente haberle mandado nota alguna. Desconcertada, Isabel regresó a su casa. Llegó, más o menos, a las ocho y media. La filatelia ya estaba cerrada, de modo que subió directamente al piso. Pero allí no había ni rastro de su familia. Supuso que debían de encontrarse en la tienda, así que bajó de nuevo y entró en la filatelia.

Allí, en medio de un desbarajuste de sellos revueltos y clasificadores volcados, encontró el cadáver de su padre, Roberto Bardasano, atado a una silla y absolutamente cubierto de sangre.

El niño había desaparecido.

Isabel creyó enloquecer. Los vecinos llamaron a la policía y, al cabo de una hora, se presentó un inspector acompañado por dos guardias de asalto. El policía examinó el cuerpo de Bardasano y afirmó que había muerto a causa de una brutal paliza. No fue una muerte rápida, no, sino una interminable tortura.

Llegado ese punto, Isabel interrumpió su relato. Con los ojos anegados de lágrimas, contempló fijamente a Vega.

—¿Quién puede ser tan desalmado como para matar a golpes a un pobre anciano...? —preguntó con voz temblorosa.

Vega asintió, poniendo cara de circunstancias, y preguntó si habían robado algo. La mujer dijo que no estaba segura, pero que creía que no, ya que el asesino no se había llevado ni una sola de las colecciones de monedas, lo más valioso que había en la filatelia. Vega le mostró a Isabel la foto de los sellos de Thule, pero ésta afirmó que jamás los había visto.

El policía, algo desalentado, volvió a guardar la foto.

—¿Y el niño? —preguntó—. ¿Apareció por fin?

Isabel asintió. La portera le encontró al día siguiente en la carbonera. Al parecer, en la filatelia existía una pequeña trampilla que daba directamente al depósito de carbón que había en el sótano. El niño debía de haberse deslizado por ella mientras su abuelo era asaltado.

Vega se puso repentinamente en estado de alerta. Era posible que aquel niño lo hubiese visto todo.

—Tengo que hablar con su hijo, señora Bardasano —dijo el policía.

—No puede ser, señor comisario —repuso tristemente la mujer—. Carlitos está enfermo...

—Es muy importante, señora. Le juro que no molestaré al niño. Sólo quiero hacerle un par de preguntas.

—Pero usted no lo entiende... No está mal del cuerpo, sino de aquí. —Señaló con un dedo su cabeza—. Desde que ocurrió lo de su abuelo, ni habla, ni entiende, ni apenas se mueve... Está como ido, el pobrecito...

Pero Vega Insistió en verlo, de modo que la mujer, un poco a regañadientes, le condujo a un pequeño dormitorio, apenas iluminado, donde se hallaba un muchachito de unos diez años que, sentado en la cama con los brazos rodeando sus piernas encogidas, mantenía la vista perdida y el rostro inexpresivo. Estaba completamente inmóvil.

Vega tomó asiento sobre la cama, a su lado. Permaneció un par de minutos en silencio y luego se inclinó hacía el niño.

—Hola, Carlos —dijo—. Me llamo Telmo Vega y soy policía. Estoy investigando la muerte de tu abuelo y... ¿sabes?, si quisieras hablar conmigo podrías ayudarme mucho... —El niño no movió ni una pestaña. Vega insistió—: Carlos, por favor, tienes que decirme lo que viste...

—Es inútil, comisario —dijo Isabel Bardasano—. El pobre ni siquiera le oye.

Vega asintió con desánimo. Se incorporó.

—¿Lo ha llevado a un médico?

—Sí. El doctor dijo que el niño había sufrido una fuerte impresión, y que necesitaba tratamiento psiquiátrico. —Rió con amargura—. ¿Y de dónde voy a sacar yo un psiquiatra, en este Madrid destruido por la guerra? —Las lágrimas volvieron a sus ojos—. ¿Qué voy a hacer ahora, comisario...? Me he quedado sola en el mundo, viuda y con un hijo enfermo... ¿Qué va a ser de mí...?

Vega le aseguró a la mujer que haría todo lo posible por ayudarla, aunque no pudo evitar preguntarse en qué podía consistir esa ayuda, ya que su propio futuro no podía ser más incierto. Se disponía a salir del dormitorio, cuando una idea le cruzó la mente.

—¿Su hijo colecciona sellos? —preguntó.

—Sí... —contestó Isabel, extrañada—. Su abuelo le aficionó... ¿Porqué...?

—¿Le importaría dejarme ver su colección?

La mujer contempló a Vega con perplejidad. Se encogió levemente de hombros y, del interior de un cajón, sacó un álbum con tapas de cartón verde. Se lo entregó al policía.

Vega comenzó a pasar las hojas. Sus ojos recorrieron con detenimiento las filas de sellos, contemplando rostros de escritores y políticos, paisajes, edificios, enseñas y blasones, animales y plantas, reproducciones de cuadros... Pero no encontró ningún anciano alado con un libro en las manos. Allí no había ningún sello de Thule.

Decepcionado, le devolvió el álbum a la mujer y, tras asegurarle que volvería a visitarles pronto, abandonó el piso y salió a la calle. Encendió un cigarrillo y echó a andar en dirección a la Puerta del Sol.

A sus oídos llegaba el estruendo de los obuses que estallaban en el cercano frente oeste.

Los días transcurrieron lentamente, marcando la cuenta final de una guerra a la que sólo le restaba el protocolo último de la rendición. El Consejo de Defensa mantenía contactos con los militares facciosos a través de la Quinta Columna. Mientras, Casado y Miaja preparaban las condiciones de capitulación que pronto iban a presentar ante Franco. La ciudad, después de una semana de luchas internas, se mantenía expectante, con el oído pegado a la radio y la mirada puesta en la Moncloa, el lugar donde se concentraban las fuerzas franquistas a la espera de su entrada triunfal en Madrid.

Entre tanto, Vega había convertido el transcurso de sus días en una rutina dividida en tres actos. Por la mañana ayudaba a Navarro y Uribe, recorriendo Madrid en busca de algún chivatazo que pudiera ponerles sobre la pista de Yáñez-Borghese. Por la tarde, abandonaba la Dirección General de Seguridad y se dirigía a la casa de Isabel Bardasano, llevando siempre consigo algún obsequio, generalmente comida o ropa. Ante esas inesperadas muestras de generosidad, la pobre mujer se deshacía en agradecimientos, asegurando que la salud y la felicidad de Vega ocupaban el primer puesto en la lista de súplicas que siempre incluía en sus oraciones.

Pero no era el bienestar de Isabel Bardasano lo que realmente perseguía Vega, sino la oportunidad de llegar a comunicarse con su hijo, el único testigo del asesinato del hombre en cuyo poder habían estado los sellos de Thule. De modo que, cada tarde, Vega tomaba asiento frente a la cama de Carlitos y comenzaba a hablarle.

Al principio le contaba aventuras policíacas, relatos de robos y pesquisas, de malhechores y detectives, pero cuando esta fuente de historias se secó, Vega comenzóa divagar sobre su propia vida, narrando su infancia en un pueblo de Segovia, su juventud en Madrid, su ingreso en la Guardia Civil, primero, y en la Dirección General de Seguridad después, su matrimonio con Manuela, una preciosa maestra quince años más joven que él... Pero, en realidad, era como hablar solo. Carlitos, siempre inmóvil, siempre inexpresivo, continuaba sumido en aquel estado autista, indiferente a todo lo que sucediese más allá de su cabeza.

Al caer la noche, Vega se levantaba de su asiento y, despidiéndose del niño con un «hasta mañana», salía a la calle. Entonces se iniciaba el tercer acto de su rutina, el más impreciso y, también, el más doloroso. Aquel acto tenía un nombre, Leonor Hidalgo, y un sentimiento, el deseo.

Porque, cada noche, Vega experimentaba la necesidad de volver a encontrarse con Leonor, explorar de nuevo la geografía de su piel, estrecharla entre sus brazos y paliar con sus caricias y besos siglos de soledad y vacío.

Pero, al mismo tiempo, Vega no quería acudir a aquellas citas nocturnas. De algún modo, sabía que ceder a ese impulso significaba fracasar un poco, someter su voluntad a la de Leonor, desprenderse de lo último que le quedaba, la dignidad de mantenerse fiel a sí mismo. Porque aquello no era amor, sino simple y puro deseo, atracción animal, sexo descarnado, carente de los adornos que usualmente engalanan esta clase de sentimientos. No obstante, lo cierto es que casi todas las noches Vega caía derrotado y se dirigía al palacete de la calle Serrano, atravesaba el jardín repleto de guardias armados, entraba en la mansión y se encontraba con Leonor. Luego, sin decirse nada, subían al dormitorio, se despojaban de la ropa y hacían el amor, en silencio, con la concentración e intensidad de quienes saben que el tiempo es limitado y que el fin se acerca. Apenas hablaban. En ocasiones, Leonor comentaba cuál iba a ser el curso de la Historia futura: Hitler provocando la Segunda Guerra Mundial, los campos de exterminio, la bomba atómica...

Ocasionalmente, la voluntad de Vega salía triunfante, y el policía se dirigía a su piso, encerrándose en la soledad de aquellas paredes cargadas de recuerdos inoportunos. Entonces era peor, porque Vega no lograba conciliar el sueño y pasaba toda la noche en vela, pensando. A veces sintiéndose culpable por traicionar la memoria de Manuela, en ocasiones intentando dilucidar si algo de lo que había hecho en su vida tenía algún sentido... o, sencillamente, dándole vueltas en la cabeza a la historia de los sellos de Thule que le contara Leonor.

Ah, sí, aquella historia fantástica de hombres del futuro y de un correo en el tiempo. ¿Cómo podía tomar en serio todo aquello? La guerra civil ganada por la República, Franco muerto y un misterioso Yáñez-Borghese haciéndose con los sellos y... buen Dios, matándole a él, a Vega, para cambiar luego el devenir de los acontecimientos, invirtiendo así el resultado de la contienda... Era ridículo, absurdo... Pero, también, la única explicación con que contaba.

De modo que Vega intentaba de vez en cuando aceptar como cierto lo que le había contado Leonor. Pero le resultaba difícil abarcar todas las implicaciones de aquella historia; sus pensamientos se confundían y, al cabo de un rato, la cabeza comenzaba a darle vueltas, sin llegar jamás a ninguna conclusión. Por ejemplo, ¿por qué la gente de Thule no había avisado a Leonor acerca de los propósitos de su marido? Es cierto que la primera vez no sabían lo que iba a pasar; pero la segunda, cuando Yáñez-Borghese alteró la Historia, estaban sobre aviso. Podían haberle mandado una carta a Leonor diciéndole «cuidado con tu marido, no le cuentes nada», o algo por el estilo. Pero no lo habían hecho, y Yáñez-Borghese volvió a convertirse en el Coleccionista, complicándole así la vida a la gente del futuro.

¿Por qué habían permitido eso...?

Aquello no tenía sentido.

Entre tanto, los días fueron pasando. El jueves, 23 de marzo, el avión que transportaba a los representantes del Consejo de Defensa de Madrid tomó tierra en el aeropuerto de Gamonal, en Burgos. Los emisarios republicanos presentaron a Franco las condiciones que el Consejo proponía para la rendición de la capital. Pero el Generalísimo apenas se molestó en echarles un vistazo. Él era el vencedor, nadie podía exigirle nada. Su respuesta no se hizo esperar: o capitulaban sin condiciones, o Madrid se cubriría de sangre.

El Consejo de Defensa no podía hacer otra cosa más que aceptar.

El sábado, 25, entre las tres y las seis de la tarde, Vega escuchó el estruendo provocado por los numerosos aviones que sobrevolaban Madrid. Era lo que quedaba de la aviación republicana, volando en dirección a las bases aéreas nacionalistas para rendirse, tal y como había exigido Franco.

El domingo, Madrid se despertó en total silencio. No se oía ninguna explosión, ningún disparo. Hacía tres años que un fenómeno así no se producía, de modo que la población contuvo el aliento en espera del desenlace final.

El lunes, 27 de marzo, Vega acudió, como todos los días, a su despacho de la Dirección General de Seguridad. El edificio estaba prácticamente vacío, ya que la mayor parte de los funcionarios habían optado por quedarse en sus hogares, aguardando con calma el devenir de los acontecimientos.

Vega tomó asiento frente a su escritorio. Encendió un cigarrillo, el último que le quedaba, y contempló las polvorientas pilas de papeles que se acumulaban sobre la mesa. Frunció los labios y formó un anillo de humo en el aire. Observó cómo aquel pálido círculo se elevaba lentamente mientras comenzaba a difuminarse.

Y, ahora, ¿qué pensaba hacer...? El plazo se había cumplido, la guerra, como anunció Leonor Hidalgo, iba a finalizar en las próximas horas. Ya no quedaba tiempo para nada y Vega se sentía, una vez más, fracasado.

Sólo restaba morir. Esperar a que los fascistas entrasen en la ciudad, sacar la pistola y disparar contra el primer grupo armado que intentase entrar en la DGS. Una heroica forma de suicidio... o, quizá, la última estupidez que iba a cometer en su vida.

Ese era el negro discurrir de los pensamientos del comisario Vega, cuando sucedió algo que había de alterar por completo el curso de su vida.

El sonido de unos pasos apresurados resonó en el exterior. Al cabo de unos segundos, la puerta del despacho se abrió, dando paso al inspector Uribeque, visiblemente agitado, se plantó frente a Vega.

—¡Lo tengo, comisario! —dijo, con una amplia sonrisa en los labios y el aliento acelerado—. ¡He dado con el paradero de Mario Yáñez-Borghese!

Uribe tomó asiento frente a Vega. Tras recuperar mínimamente el resuello, inició su relato:

—Había algo en todo este asunto que no podía entender, comisario. ¿Cómo llegó Yáñez-Borghese a Madrid? Es decir, ese tipo estaba en Italia y el único camino lógico para llegar a España era, o bien a través de Francia, lo cual no resultaba ni seguro ni rápido, o desembarcando en algún puerco del Mediterráneo. Pero había una orden de busca y captura contra Yáñez-Borghese, y todos los puertos del Mediterráneo se encontraban en poder de la República. De modo que, ni siquiera bajo una identidad falsa era seguro para un fascista italiano entrar por barco en España. Salvo... —Hizo una pausa—. Salvo que hubiese desembarcado en el puerto de Barcelona después de que la ciudad cayese en poder de las fuerzas franquistas, es decir, a partir del 27 de enero. Así que, hace un par de semanas, me puse en contacto con un compañero de la DGS de Barcelona...

—Un momento —le interrumpió Vega—. Las comunicaciones con Cataluña están cortadas...

Uribe sonrió.

—No totalmente. ¿Ha oído hablar de «Radio Quinta Columna«...? No, no me mire así, comisario. No soy un fascista. Ya se lo dije una vez: sólo soy un policía sin filiación política alguna. No molesto a los quintacolumnistas y ellos, de vez en cuando, me hacen algún que otro favor. Como, por ejemplo, permitirme usar sus medios de comunicación para obtener información del bando nacional. —Carraspeó—. En fin, le pedí a mi amigo que investigase la posible entrada de Yáñez-Borghese en España, y ahora acabo de recibir su contestación. —Respiró hondo—. Mario Yáñez-Borghese llegó a Barcelona el jueves 2 de febrero, a bordo del buque mercante Maestrale, de bandera italiana. Ese mismo día se entrevistó con algunos dirigentes de la Falange local y, después, procedió a instalarse en el hotel Ritz. —Uribe hizo una pausa—. Al día siguiente, cuando una de las camareras del hotel se disponía a limpiar la habitación, encontró, sobre la cama, el cadáver de Mario Yáñez-Borghese. Le habían matado de un disparo en el corazón.

Vega se puso bruscamente en pie.

—¡¿Qué...?! —Tragó saliva—. No puede ser, debe tratarse de una equivocación...

Uribe negó con la cabeza.

—Se comprobaron las huellas dactilares, comisario. Yáñez-Borghese fue asesinado en Barcelona durante la madrugada del 3 de febrero. Lo que significa que no puede ser el Coleccionista.

Vega, confuso, volvió a sentarse.

—¿Algo más, Uribe?—preguntó, tras una larga pausa.

—No, nada más... —Vaciló—. Los franquistas entrarán en Madrid esta noche, o mañana por la mañana, como muy tarde. ¿Qué piensa hacer, comisario...? La carretera a Levante todavía está abierta, aún puede huir.

Vega suspiró.

—¿Adónde...? No, ya no hay salvación posible para mí. —Se incorporó y le tendió la mano al inspector—. Gracias por todo, Uribe. Como siempre, has sido muy competente. Ahora vete a casa. Ya ha terminado todo.

Uribe estrechó la mano de Vega y comenzó a alejarse. Se detuvo en el umbral de la puerta.

—Buena suerte, comisario... —dijo, con una triste sonrisa. Luego se dio la vuelta y abandonó el despacho.

Vega, abstraído, tomó asiento de nuevo. Se sentía desconcertado, perdido. Durante todo aquel tiempo había seguido una pista falsa. Leonor Hidalgo estaba equivocada, su marido no era el asesino de los sellos.

¿Entonces, quién...?

Vega permaneció toda la mañana sentado frente a su escritorio, inmóvil, pensativo. Ni siquiera a la hora de comer abandonó el edificio de la Dirección General de Seguridad. Pero nada ocurrió, nadie vino a verle, ningún grupo armado intentó entrar por la fuerza en la sede central de la policía.

A las seis de la tarde, harto de aquella espera, Vega fue en busca de Navarro. No le encontró, la DGS estaba prácticamente vacía.

Incluso Navarro había huido, pensó Vega con amargura. Sin tan siquiera despedirse...

El comisario se puso el abrigo y salió a la calle. Observó cómo algunos reducidos grupos de hombres corrían furtivamente, pegados a los muros de las casas. El silencio era sobrecogedor.

Vega echó a andar sin rumbo fijo.

Quizá fue el azar, o el automatismo de una rutina adquirida, lo que le condujo al número 16 de la calle Mayor, el hogar de Isabel Bardasano.

La mujer estaba muy nerviosa. Sin atreverse a mirar a Vega, retorcía una y otra vez la manga izquierda de su chaqueta de lana.

—No es cosa mía, se lo juro comisario —dijo, con voz temblorosa—. Usted se ha portado muy bien con nosotros, y yo le estoy muy agradecida... Pero los vecinos han insistido y... bueno, me han pedido que le diga que no vuelva por aquí... —Bajó la mirada, avergonzada—. Le juro por la Virgen que por mí podría seguir viniendo, pero los vecinos... Los vecinos dicen que si le encuentran aquí, nos detendrán a todos...

Vega sonrió con cansancio.

—No se preocupe. Sólo quiero despedirme de su hijo. Será un momento, ¿le importa que entre a verle...?

Isabel dudó unos instantes. Luego suspiró con resignación.

—Claro que no, comisario —dijo, mientras abría del todo la puerta, franqueando el paso al policía—. Sí sólo es un momento...

Carlitos estaba tumbado en la cama, inmóvil, con la vista fija en algún punto indeterminado del techo. Isabel Bardasano permitió que el policía entrase en el dormitorio, pero ella no le siguió. Cerró la puerta, dejándole a solas con el niño, y se dirigió al salón, donde le aguardaba un montón de ropa que remendar.

Vega tomó asiento en el borde de la cama. Durante unos minutos contempló en silencio el rostro de Carlitos, tan serio, tan lejano. Luego inclinó la cabeza y ocultó la cara entre las manos. Hacía semanas que no dormía bien y ahora comenzaba a notar cómo un inmenso cansancio se apoderaba de él, convirtiendo en mantequilla sus músculos y llenándole la mente de brumas. Sacudió la cabeza y se frotó los ojos. Contempló de nuevo al niño. Respiró profundamente.

—Vengo a despedirme, Carlos —dijo, con voz algo ronca—. Sabes, a veces los criminales ganan y los policías pierden. Ahora ha ocurrido así. He fracasado, no he conseguido detener al asesino de tu abuelo, de modo que ya no tengo nada que hacer aquí. Pero no te sientas culpable por no contarme lo que viste. Sé que no puedes, que tú también eres una víctima. —Suspiró—. Supongo que ni siquiera me oyes, así que es una estupidez que esté aquí, hablándote. Me queda muy poco tiempo y debería aprovecharlo haciendo alguna otra cosa, pero, la verdad, no se me ocurre qué... —Enarcó las cejas—. Quizá tendría que seguir buscando hasta el último minuto esos malditos sellos de Thule...

Vega interrumpió su monólogo al observar cómo la frente del niño se fruncía por unos instantes.

—Los sellos —murmuró el policía—. Tú has visto esos sellos, ¡verdad...?

La pupilas de Garlitos se movieron con rapidez de izquierda a derecha. Giró ligeramente la cabeza hacia un lado. Su respiración se tornó agitada. Vega sacó de un bolsillo la arrugada foto de los sellos de Thule. La sostuvo frente a los ojos del niño.

—Estos sellos estaban en la filatelia —dijo—. Es lo que buscaba el asesino de tu abuelo... y tú los has visto, ¿no es así?

De repente, Carritos gimió como un animal herido. Se incorporó bruscamente, apartando la mirada de la foto que le mostraba Vega, y se hizo un ovillo junto a la almohada, tapándose los ojos con las manos. Vega guardó la foto y se aproximó al niño.

—Perdona, perdona —susurró—. Te he asustado, lo siento... —Acarició la cabeza del muchacho—. No te preocupes, no voy a hacerte más preguntas... Tranquilízate... Ya ha pasado todo, nadie te va a hacer daño...

Vega abarcó con sus brazos el cuerpo tembloroso de Carlitos. Éste, asustado, intentó apartarse, pero, de pronto, tras una breve resistencia, se agarró con fuerza al cuello del policía y comenzó a sollozar.

Vega se recostó contra el cabezal de la cama, sosteniendo con suavidad al niño, que temblaba y gemía como un gorrión asustado.

—Calma, calma —decía Vega—. No pasa nada, ya ha acabado todo...

Pero el niño parecía no encontrar consuelo. Entonces, sin saber por qué, Vega recordó la nana que su madre le cantaba por las noches, hacía ya tantos años, cuando el viento soplaba fuerte en el páramo segoviano, impidiéndole dormir. Hacía mucho que había olvidado aquella nana y, en ese momento, no se detuvo a pensar que Carlitos era un niño demasiado mayor para las canciones de cuna. Sólo recordó la ternura y el sosiego que sentía cuando, de pequeño, oía cantar a su madre.

En voz muy baja comenzó a entonar las viejas palabras:

Pajarito que cantas

en la laguna,

no despiertes al niño

que está en la cuna.

Ea la nana, ea la nana,

duérmete mi lucero de la mañana...

Carlitos, con la cabeza apretada contra el pecho del policía, dejó de gemir, pero continuó temblando y llorando, ahora en silencio.

Vega comenzó a acunarle con suavidad, mientras repetía quedamente, una y otra vez, la misma canción.

Ea la nana, ea la nana,

duérmete mi lucero de la mañana...

El sol del atardecer se coló por las rendijas de la persiana, descubriendo el universo de polvo que flotaba en la atmósfera del dormitorio. El tiempo parecía haberse cristalizado. Reinaba un denso silencio, sólo roto por la quebrada voz del policía, entonando una antigua canción de cuna.

Vega caminaba por una ciudad en ruinas, desierta. No sabía dónde se encontraba ni qué hacía allí. Era de noche y la penumbra difuminaba el contorno de los edificios derruidos. A lo lejos, en el horizonte, se distinguía el intenso resplandor provocado por cientos de proyectores de aviación. El policía, como una mariposa arrebatada por la luz de una bombilla, marchaba inflexible hacía aquel fulgor voltaico. Sin embargo, no quería hacerlo, tenía miedo, porque, de algún modo, sabía que detrás de aquella claridad se agazapaba el oscuro rostro de la muerte. Pero Vega no podía detenerse y sus pies, con una autonomía letal, le arrastraban paso a paso hacia aquel muro de luz.

Entonces, se oyó una voz:

—Señor... ¿Me escucha...?

Vega miró en derredor, pero no vio a nadie. La voz sonó de nuevo.

—Señor, despierte, por favor...

Era la voz de un niño. De pronto, Vega notó cómo una mano le empujaba levemente el hombro. La ciudad en ruinas osciló y comenzó a desvanecerse. El policía se precipitó a un pozo oscuro.

Sobresaltado, abrió los ojos. Durante unos segundos experimentó una intensa desorientación. Luego se dio cuenta de que continuaba en casa de los Bardasano. Debía de haberse quedado dormido...

—¿Ya está despierto, señor...?

Vega giró la cabeza, todavía algo atontado por el sueño, y vio a Carlitos, de pie, junto a él, con su pijama raído y remendado, mirándole fijamente.

—¡Carlos...! —exclamó el policía, súbitamente espabilado.

El niño, sin decir nada, se dirigió a un rincón del dormitorio. Vega, todavía sentado en la cama, le vio ponerse de rodillas y tantear el suelo hasta encontrar lo que buscaba, una baldosa suelta que procedió a levantar. Debajo había un sobrecito de papel satinado. Carlitos lo cogió y puso de nuevo la baldosa en su sitio. Tras incorporarse, regresó al lado del policía y le tendió el sobre.

Vega lo tomó entre sus dedos. Permaneció unos segundos inmóvil, vacilante, como si temiera descubrir lo que ocultaba aquel papel doblado y engomado. Finalmente, abrió el pequeño sobre y observó lo que había en su interior.

Mobile quod movetur.

Un anciano alado leyendo un libro.

El sello azul de Thule.

—Lo escondí —dijo, débilmente el niño—. Por si volvía la gente mala.

—¿Qué gente mala...? —preguntó Vega, contemplando alternativamente al niño y al sello.

—Los que hicieron daño al abuelo...

Vega esbozó una sonrisa tranquilizadora.

—Descuida, no volverán —dijo. Tras una pausa, preguntó—: ¿Quieres hablar de lo que pasó?

—Bueno... —El niño se sentó en la cama, al lado del policía. Permaneció pensativo unos segundos y luego comenzó su relato—: Aquel día, mamá había salido de casa por la tarde. Yo me quedé con el abuelo, en la tienda. Estaba jugando en el cuarto que hay detrás del mostrador, cuando entraron el gigante y la mujer y empezaron a hacerle preguntas al abuelo, y luego cerraron la tienda, y le gritaron al abuelo, y le pegaron mucho...

—Un momento, un momento —le interrumpió Vega, el corazón súbitamente acelerado—. Has dicho que entraron un gigante y una mujer... ¿Cómo eran?

—El gigante era negro y calvo, muy fuerte —dijo, seriamente, Carlitos—. Y la mujer era muy guapa. Vestía como las señoras que salen en las películas...

Vega inclinó la cabeza y suspiró.

Una mujer y un gigante. Leonor Hidalgo y Abraham Lincoln Smith, su guardaespaldas negro. Vega tuvo que admitir que era realmente gracioso el modo en que se habían burlado de él. Aquella mujer le había manejado a su antojo durante todo el tiempo, como a una marioneta, como al imbécil que en aquel momento se sentía. Rompió a reír.

—¿Le pasa algo, señor...?—preguntó el niño.

Vega, incapaz de contener las carcajadas, negó con la cabeza. Al cabo de un rato, cuando concluyó aquel ataque de hilaridad, dijo:

—No crezcas, Carlos. Los adultos somos completamente estúpidos. Creemos que nos dedicamos a cosas muy serias, cuando no hemos hecho otra cosa que cambiar unos juguetes por otros. —Se enjugó los ojos con la manga de la chaqueta—. Perdona, me reía de mí mismo... ¿Qué es lo que buscaban el gigante y la mujer? Los tres sellos de Thule, ¿no...?

—Sí... Pero el abuelo ya había vendido dos. Les dio una lista de clientes y les dijo quiénes creía que podían haberlos comprado.

—¿Y el tercer sello?

Los ojos de Carlitos se ensombrecieron.

—El abuelo no sabía dónde estaba.

—Pero ahora lo tienes tú...

—Es que... —El niño parecía de nuevo al borde del llanto—. Es que yo... yo se lo había cogido. El abuelo tenía tres sellos casi iguales, y eran muy bonitos, y yo le cogí uno, y...

—Tranquilo, tranquilo... —Vega le pasó un brazo por los hombros—. Eso ya no importa. Vamos a ver si adivino lo que pasó: tu abuelo les dijo que había perdido el tercer sello, y ellos no le creyeron. Entonces le ataron a una silla y comenzaron a pegarle. Luego, tu pobre abuelo murió, y el gigante y la mujer comenzaron a registrar la tienda. ¿Qué hiciste tú?

—Tenía muchísimo miedo. No sabía qué hacer, ni dónde meterme, entonces me acordé de la trampilla que da a la carbonera.

—Y te escondiste allí.

—Sí. Y me quedé muy quieto y muy callado, para que no me encontraran.

—Tan quieto y tan callado que luego, cuando se fueron, no podías moverte ni hablar. ¿Recuerdas alguna cosa de lo que pasó después?

—No... Bueno, sí. Recuerdo que saqué ese sello de mí álbum y lo escondí bajo la baldosa. Y también recuerdo a alguien que me contaba historias. Creo que era usted...

Vega asintió y contempló de nuevo el sello de Thule. Parecía mentira que algo tan insignificante hubiera sido la causa de tanto dolor. El policía sacó do un bolsillo su placa de la Dirección General de Seguridad. La sopesó unos instantes, pensativo, y luego se la ofreció al niño.

—Vamos a hacer un trato, Carlos: yo te doy mi placa y, a cambio, tú me das el sello.

Carlitos negó con la cabeza.

—Quédese con el sello, no tiene que darme nada, señor... Además, usted la necesitará para su trabajo.

Vega sonrió débilmente y depositó su placa en las manos del niño.

—Me temo que ya no soy policía, así que no me va a hacer ninguna falta. Quédatela tú y, si alguien te pregunta por ella, di que la encontraste en la calle. —Guardó el sello en la cartera y se puso en pie—. Ahora tengo que irme, Carlos.

Le ofreció la mano. El niño, con cierta timidez, se la estrechó.

—¿Volverá, señor...? —preguntó.

—Creo que no —contestó el policía.

Carlitos se puso de puntillas y tiró de la chaqueta de Vega. Este se inclinó hacia delante, hasta notar el beso que los labios del niño depositaban sobre su áspera mejilla.

Durante el transcurso de aquel día, un emisario del Consejo de Defensa se había presentado frente a los parapetos del Hospital Clínico, pidiendo hablar con el coronel Losas, jefe de la decimosexta División del Ejército Nacional. El propósito de aquella entrevista era fijar el momento y el lugar en que las tropas republicanas debían presentarse para rendir sus armas.

Al caer la tarde, las Divisiones 16,18 y 20, a las órdenes del general Espinosa de los Monteros, comenzaron una serie de maniobras envolventes destinadas a desplegar las tropas a lo largo de todo el frente oeste de Madrid. Sin encontrar resistencia, ocuparon el Puente de los Franceses, la Ciudad Universitaria, el Paseo de Rosales, amplias zonas del Parque del Oeste, la Cárcel Modelo y el Parque Metropolitano. Una vez dominados los principales accesos a la capital detuvieron su avance, a la espera de la orden definitiva de entrar en la ciudad.

Al llegar la noche, más de dos mil soldados republicanos se rindieron, dejando desasistidos prácticamente todos los puestos de defensa.

Las carreteras hacia Levante se transformaron en un hervidero de gente que, como al principio de la guerra, huía del avance de las tropas fascistas. Los propios generales Casado y Miaja, jefes del Consejo de Defensa, abandonaron la capital en avión, rumbo al aeropuerto de Valencia.

Mientras caminaba, Vega pensó que Madrid se parecía a aquella ciudad en ruinas que había soñado, y que él, como ocurría en su sueño, se dirigía impotente hacia una muerte cierta. No es que aquello le preocupara particularmente, hacía mucho que había aceptado lo inexorable de su final, pero siempre supuso que las cosas serían de otra manera, quizá más violentas, pero también más heroicas. Sin embargo, aquella ciudad oscura, silenciosa y vacía, plagada de sombras furtivas, parecía más el escenario de una pesadilla que un romántico campo de batalla donde el acto de morir pudiera ser un hecho revestido de dignidad.

Vega se detuvo. No sabía qué hacer ni adonde ir. Quizá fuera mejor acelerar las cosas, encaminarse al oeste y disparar su pistola, a pecho descubierto, contra las tropas de Franco. Sí, eso sería un final rápido y escueto, casi quirúrgico. Pero también carente de todo sentido.

Vega rió, sin humor. ¿Todavía andaba buscándole sentido a las cosas...?

Sacó la cartera, extrajo el sello de Thule y lo contempló fijamente. Al cabo de un rato, la figura del anciano alado pareció cobrar relieve. Vega parpadeó y devolvió el sello al interior de la cartera. Buscó el paquete de tabaco, pero recordó que se le había acabado. El condenado a muerte ni siquiera tenía derecho a un último cigarrillo.

Permaneció unos minutos pensativo, apoyado contra uno de los álamos que poblaban el Paseo de la Castellana. Quizás aún le quedase algo que hacer... Por ejemplo, demostrar que había sido un buen policía.

El jardín que rodeaba al palacete de la calle Serrano se encontraba vacío. Por ningún lado había rastro de los hombres armados que habitualmente montaban guardia allí. Vega cruzó la verja, siguió el sendero de grava y llegó a la puerta de la mansión. Como tantas otras veces, le recibió el mayordomo que, sin decir nada, le condujo al salón. Allí, Vega aguardó en soledad, contemplando abstraído el débil fuego que ardía en el hogar. Al cabo de unos minutos, Leonor Hidalgo entró en la estancia. Llevaba un traje negro, muy ceñido, y el pelo suelto sobre la cara. Estaba más hermosa que nunca.

—Hola, Telmo —dijo—. Has tardado en volver...

—¿Y tú pequeño ejército? —El tono de Vega era seco—. No lo he visto al entrar.

—¿Los guardias...? Casi todos ellos eran quintacolumnistas. Esta noche están de fiesta, preparándose para la entrada triunfal de mañana.

—¿Y no te preocupa estar aquí, sola?

—Ya sabes que no soy una mujer miedosa —Leonor frunció el ceño—. Tienes mal aspecto, Telmo. ¿Sucede algo...?

Vega giró la cabeza y se contempló en uno de los grandes espejos del salón. Vio la imagen de un hombre muy delgado, de ojos hundidos, pelo ralo, y barba de tres días. ¿Mal aspecto...? Tenía una pinta horrible. Miró de nuevo a Leonor.

—¿Sabes lo que pasa? —dijo, con sarcasmo—. Que el tiempo se me acaba, como habías predicho...

Leonor suspiró con tristeza.

—Lo siento, Telmo. Tú ya sabías que esto iba a acabar así. —Sonrió—.Pero todavía te quedan unas horas... ¿Quieres que subamos al dormitorio?

Vega sacudió la cabeza.

—Creo que esta noche iba a estar un tanto distraído. Pero sí aceptaría un cigarrillo.

Leonor cogió la cigarrera de plata que descansaba sobre la mesa y se la ofreció a Vega. Este tomó un cigarro emboquillado y lo encendió con un fósforo. Aspiró una profunda bocanada de humo y luego lo exhaló lentamente.

—¿Nos sentamos? —sugirió Leonor.

—Estoy bien así —contestó el policía.

Leonor cruzó los brazos y se apoyó contra la pared.

—Muy bien. Nos quedaremos los dos de pie. —Una pausa—. Ignoro lo que te pasa, Telmo, pero si piensas seguir así, me temo que la situación se acabará volviendo tan incómoda como aburrida.

Vega continuó fumando en silencio; necesitaba aquel cigarrillo más que ninguna otra cosa en el mundo. Al cabo de casi un minuto, levantó la mirada y contempló fijamente a Leonor.

—Debes sentirte muy satisfecha —dijo—. Has sido más lista que yo, muchísimo más lista.

—¿De qué estás hablando?

—Del modo en que me has manejado. Eres muy convincente contando mentiras. Me tragué que el asesino de los sellos era Yáñez-Borghese. Pero, ¿sabes?, el problema es que, finalmente, he encontrado a tu marido.

Leonor enarcó una ceja.

—¿Sí...? ¿Y dónde está?

Vega dio una última calada y arrojó la colilla al fuego que ardía en la chimenea.

—Supongo que bajo unos cuantos metros de tierra. Pero eso ya lo sabes, a fin de cuentas tú le mataste, ¿no es cierto? Hace dos meses, en el hotel Ritz de Barcelona.

Leonor permaneció unos segundos inexpresiva. Luego, inesperadamente, se echó a reír.

—Yo tenía razón, Tolmo; eres un buen sabueso —dijo, mientras se acomodaba en un sillón—. Te voy a confesar algo: Mario era para mí una especie de droga. Supongo que los hombres como él, jóvenes, guapos y elegantes, son un cebo irresistible para las mujeres que, como yo, se acercan peligrosamente a la mediana edad. El caso es que sentía auténtica necesidad de lo que Mario me daba. Incluso podría decir que le quería. Así que puedes imaginarte, Telmo, lo que supuso para mí su muertes. —Suspiró—. Pero los thulanos me avisaron del peligro que representaba Mario, de modo que me vi obligada a ordenar que lo eliminaran. ¿No hay un refrán que dice algo así como que el deber está antes que la devoción...?

—¡Los thulanos...! —exclamó Vega, exasperado—. ¿Todavía pretendes que me trague esa historia ridícula?

—Pero es la verdad, querido. —Sonrió Leonor—. Thule existe, y el correo del tiempo también.

El policía se encogió de hombros.

—Como quieras... El caso es que Mario Yáñez-Borghese no era el Coleccionista. Así que, ¿quién podía ser el asesino de los sellos...?

—¿Me equivoco si aventuro que me lo vas a decir...? —repuso Leonor, divertida.

Vega respiró profundamente.

—Tú eres el Coleccionista, Leonor. Hiciste que ese gorila tuyo matara a un comerciante de sellos llamado Roberto Bardasano, y luego a cinco de sus clientes: Indalecio Camarinas, Pedro Vergara, María Luisa Morales, Pascual López y Luis Carlos de Andrade.

Leonor comenzó a aplaudir alegremente.

—¡Bravo, bravo...! —exclamó, risueña—. El sagaz policía me ha descubierto. Y ahora, ¿qué vas a hacer, Telmo? ¿Entregarme a las autoridades...? —Enarcó una ceja—. El único problema reside en saber a qué autoridades me vas a entregar, ¿no te parece...?

Vega desvió la mirada.

—No voy a denunciarte —dijo—. Ya lo sabes...

—Entonces, ¿a qué has venido? ¿A demostrarme lo listo que eres...? No hacía falta, querido, ya sé que eres un buen policía, por eso te elegí. —Sonrió con ironía—. Pero no vengas ahora haciéndote el mártir. Nunca negué que te estaba utilizando— Tú lo sabías y, a cambio, recibiste lo que deseabas. —Cruzó a la vez los brazos y las piernas—. Mí objetivo era localizar los sellos de Thule y todo lo demás resultaba accesorio. Maté a mi marido, es cierto. Pero míralo desde tu propio punto de vista: Mario muerto sólo es un fascista menos. En cuanto a lo de Roberto Bardasano y sus cinco infortunados clientes... Bueno, no me gustó tener que matarlos, pero era necesario. Así conseguí dos de los sellos de Thule.

—Pero te falta el tercero...

—Exacto. Esa era tu misión: encontrar el sello azul de Thule. Y, lamento decirlo en estas circunstancias, pero lo cierto es que en eso has fracasado, querido.

Vega asintió débilmente. Con movimientos pausados, sacó la cartera del bolsillo interior de su chaqueta, la abrió, extrajo el sello azul y se lo mostró a Leonor. Los ojos de la mujer se dilataron de asombro. Sin apartar la mirada del sello, se incorporó y avanzó unos pasos.

—¿Dónde lo has encontrado...? —murmuró.

—Eso no importa.

—Tienes razón, no importa. —Respiró profundamente—. ¿Me lo vas a dar...?

Vega sonrió con sarcasmo.

—Creo que no... ¿Sabes?, me parece que es la primera vez que domino la situación, y me gusta.

—¿Quieres oírme suplicar...? —dijo Leonor—. No tengo inconveniente. Pero se me ocurre algo mejor: si me entregas el sello, me ocuparé personalmente de sacarte de Madrid. Europa no va a ser un lugar muy seguro durante los próximos años, así que puedo trasladarte al país de Sudamérica que prefieras. Y también puedo ingresar un millón de dólares en una cuenta bancaria a tu nombre. Piénsalo, Telmo. Salvarías la vida y te convertirías en un hombre rico...

—¿Y todo por un sello falso...? —Vega se echó a reír—. Eres una mujer muy generosa. Pero sigues sin entender nada. No quiero irme de Madrid, no quiero salvar mi puñetera vida y no quiero, de ninguna manera, tu dinero.

—Entonces, ¿qué quieres.,.?

—Respuestas. —Vega encajó la mandíbula—. ¿Por qué has hecho todo esto? ¿Por qué son tan importantes para ti esos sellos?

Leonor cerró los ojos y se acarició la frente con gesto cansado.

—¿Tan difícil te resulta aceptar la existencia de Thule...? —Suspiró—. Supongo que sí... Pero es la única verdad, querido. Y lo cierto es que no tengo muchas ganas de contar de nuevo toda la historia. Créeme, siento que las cosas tengan que suceder así. —Míró por encima del hombro de Vega y dijo en inglés—: Abby, remove the stamp from him.

Vega se dio la vuelta y contempló sorprendido cómo el gigantesco Abraham Lincoln Smith, encañonándole con una pistola, se aproximaba a él tranquilamente.

«¿Cómo es posible que un hombre tan grande haga tan poco ruido?», pensó Vega, mientras el guardaespaldas negro le quitaba el sello de entre los dedos y se lo entregaba a la mujer.

—Reconozco que me has impresionado —dijo Leonor, contemplando embelesada el sello de Thule—. Eres un gran profesional, Telmo. Debes sentirte orgulloso.

Vega todavía tenía su pistola en la funda del cinturón. Si aquel maldito negro dejara de mirarle un instante... Pero Abraham Lincoln Smith también era un buen profesional y bajo ningún concepto iba a quitarle la vista de encima.

—Y, ahora, ¿qué harás con los sellos? —preguntó Vega, intentando ganar algo de tiempo.

—Devolvérselos a sus legítimos propietarios —contestó Leonor—. Recuerda que esa gente del futuro son mis patronos.

Por primera vez, Vega tuvo la seguridad de que Leonor Hidalgo creía realmente en aquella historia demencial. Posiblemente estuviese loca de atar, pero era sincera: creía estar en contacto con personas de un futuro remoto que le mandaban cartas a través del tiempo...

—Hay algo que no entiendo —dijo Vega—. ¿Por qué recurriste a mí? ¿Por qué metiste a la policía en todo este asunto...?

—Fue un riesgo calculado. Conseguí localizar por mis propios medios dos de los sellos de Thule,pero me resultó imposible dar con el tercero. Entonces pensé que, ya que esos infortunados asesinatos habían puesto en marcha al aparato policial, ¿por qué no usarlo en mi propio beneficio?

—Y elegiste a un comisario de policía lo suficientemente estúpido como para dejarse manejarpor ti.

—Elegí al mejor policía que pude encontrar. —Mostró el sello—. Y ésta es la prueba de que no me equivoqué.

—Pero, ¿cómo estabas tan segura? —preguntó Vega, sin dejar de mirar de reojo al negro Abby—. Podía haber encontrado el sello y no decirte nada.

—Es cierto, consideré esa posibilidad. Por eso te he mantenido vigilado en todo momento. —Leonor se aproximó a la puerta del salón que daba al interior de la casa y la abrió. Dirigiéndose a alguien todavía invisible, dijo—: Ya puedes pasar, querido.

Instantes después, un hombre entró en la estancia.

—Hola, jefe... —dijo el recién llegado.

—¡Ángel...! —musitó Vega, contemplando estupefacto al inspector Navarro—. ¿Qué demonios haces aquí...?

Navarro se encogió de hombros, como disculpándose. Leonor le rodeó con un brazo la cintura. Mirando a Vega, dijo:

—¿No crees que se parece mucho a Ronald Colman?—Se apartó de Navarro—. Claro que no podía confiar a ciegas en ti, Telmo. Por eso decidí contar con otra persona de tu entorno. Alguien que me mantuviera informada de tus pesquisas.

Pero Vega apenas escuchaba las palabras de la mujer. Se limitaba a contemplar fijamente a Navarro, con incredulidad y tristeza, Ya ni siquiera pensaba en el modo de escapar de aquella encerrona. ¿Escapar...? ¿Para qué...? ¿Adónde...? Era como si la traición de Navarro le hubiese vaciado por completo, despojándole de sus últimas fuerzas.

—Creía que éramos amigos, Ángel... —susurró Vega—. Dime, ¿cuál ha sido tu precio...? ¿Dinero, sexo...?

—Un poco de todo. —Navarro desvió la mirada—. Pero no se trata sólo de eso. Los sellos de Thule son más importantes que tú y que yo, jefe...

—¡No me llames jefe! —exclamó con rabia Vega. Se volvió hacia Leonor—! ¿Y ahora...? Ya tienes lo que querías; ¿qué vas a hacer conmigo?

La mujer contempló de nuevo el sello que tenía en la mano. Permaneció unos instantes pensativa y luego volvió sus negros ojos hacia Vega.

—Una vez dije que eras un pasajero al final de la línea. —Leonor sonreía tristemente—. No hay futuro para ti. Si no es ahora, será mañana; pero tu muerte resulta inevitable. ¿Lo sabes, verdad...? —Vega permaneció en silencio. Leonor suspiró—. Créeme, Telmo, ha sido un placer conocerte. —Se volvió hacia su impasible guardaespaldas negro y formuló una orden—: Kill him, Abby.

Un gesto quebró la usualmente imperturbable expresión de Abraham Lincoln Smith. Sus labios se fruncieron en una sonrisa, descubriendo una fila de dientes grandes y blancos. Amartilló el percutor de su pistola y apuntó directamente a la cabeza de Vega.

El policía cerró los ojos y contuvo el aliento. De modo que así iba a ser... Asesinado por un ex boxeador negro norteamericano. Sin duda, una muerte exótica.

El estruendo de un disparo resonó secamente en el interior del salón.

Vega notó cómo su corazón se detenía entre dos latidos. Pero no sintió el menor dolor. Abrió los ojos y contempló, incrédulo, la escena que se desarrollaba ante él.

Abraham Lincoln Smith yacía en el suelo, con el cráneo reventado por el impacto de una bala. Navarro, de pie, sostenía una humeante pistola en la mano. Leonor, con los ojos dilatados de sorpresa, contemplaba alternativamente a su caído guardaespaldas y al hombre que le había disparado.

Navarro encañonó a la mujer.

—Muy bien, preciosa —dijo—. Ahora no hagas tonterías y dame ese sello.

Leonor, respirando agitadamente, permaneció unos segundos estanca, inmóvil salvo por el nervioso tráfago de sus pupilas. Inesperadamente, echó a correr hacia la chimenea.

Navarro levantó su arma e hizo puntería. Efectuó un único disparo.

Leonor Hidalgo, con la columna vertebral quebrada por un balazo, se derrumbó muerta sobre el suelo. En el último instante, quizás impulsada por un postrer reflejo nervioso, su mano derecha se proyectó hacia delante, arrojando el sello al fuego del hogar.

El sello giró y trastabilló en el aire, como el aleteo errático de un insecto. Por un instante, pareció que fuera a precipitarse sobre las llamas, pero, en el último momento, una leve corriente de aire lo depositó suavemente frente a la chimenea.

Navarro recogió el sello del suelo. Tras examinarlo rápidamente, lo guardó en el bolsillo de la chaqueta. A continuación, se aproximó al cadáver de Leonor Hidalgo y tomó entre sus dedos una cadenita de oro que la mujer llevaba en torno al cuello. La arrancó de un tirón y contempló la llave que pendía de un extremo. Satisfecho, introdujo su pistola en la funda sobaquera. Sólo entonces pareció percatarse de la presencia del estupefacto Vega.

—¿De verdad creías que te iba a traicionar, jefe...? —dijo Navarro, con una sonrisa burlona. Vega guardó silencio. Sus ojos no se apartaban del cuerpo sin vida de Leonor Hidalgo—. Ella se lo merecía —prosiguió Navarro—. Iba a matarte, y después, cuando ya no le fuese útil, también acabaría conmigo. Igual que hizo con su marido.

—Era... —Vega se sentía confuso—. No sé, extraña...

—Y muy guapa —repuso Navarro—. Pero también una asesina. Se parecía a esos insectos, las mantis, que devoran al macho después de aparearse.

—¿Por qué lo has hecho? —preguntó Vega—. ¿Por qué le seguiste el juego a esa mujer...?

—¡Por los sellos de Thule! —exclamó Navarro—. Ahora debemos darnos prisa, jefe. Los criados han recibido órdenes de no abandonar sus aposentos, oigan lo que oigan, de modo que no van a molestarnos... Pero tenemos poco tiempo. Vamos.

Navarro, seguido por un aturdido Vega, salió del salón y se encaminó a la escalera que conducía a la zona de los dormitorios.

Mientras subían por ella, le contó al comisario cómo Leonor Hidalgo se había puesto en contacto con él, al poco de comenzar los asesinatos del Coleccionista, y cómo le demostró que poseía información acerca del futuro, entregándole, igual que hiciera con Vega, predicciones acerca de acontecimientos venideros. Le contó, igualmente, cómo el, Navarro, había fingido sentir celos profesionales y rencor hacia su jefe, con el fin de ganarse la confianza de la Hidalgo, y cómo esta le encargó que espiase el trabajo de Vega.

—Y eso es todo —concluyó Navarro—. Nuestra común amiga me prometió mucho dinero a cambio de mi colaboración. También supo mostrarse muy persuasiva en la intimidad; me temo que hemos compartido algo más que unas tazas de café, jefe... —Sacudió la cabeza—. De todas formas, Leonor estaba demasiado segura de sí misma. Creía poder manejar a todo el mundo y, a mi modo de ver, ese exceso de confianza fue lo que la perdió.

Habían llegado a la altura del dormitorio de Leonor. Navarro abrió la puerta y entró en la estancia. Se encaminó directamente hacía el cuadro renacentista que adornaba una de las paredes y lo apartó a un lado. Detrás se ocultaba una pequeña caja de caudales empotrada en la pared. Navarro introdujo en la cerradura la llave que le había quitado a Leonor y la hizo girar. A continuación, discó los números de la combinación. Al cabo de unos segundos, la caja quedó abierta, mostrando en su interior unos cuantos fajos de billetes extranjeros, algunos documentos y una pequeña cajita de plata.

—Aquí están... —murmuró Navarro.

Cogió el estuche plateado y lo abrió. De su interior extrajo dos sellos, uno rojo y otro verde, y los puso en la palma de su mano izquierda. Sacó del bolsillo el sello azul y lo colocó cuidadosamente junto a los otros dos. Se los mostró a Vega.

—Son bonitos, ¿verdad...?

—¿Para qué los quieres...? —preguntó el comisario—. ¿Qué vas a hacer con ellos?

—¡Ganar la guerra! —exclamó, jubiloso, Navarro, mientras guardaba los sellos en el bolsillo de la chaqueta—. O, mejor aún, evitarla... ¿No lo entiendes, jefe? Ahora podemos enviar información al pasado. Podemos mandar una carta a comienzos de 1936 y advertir al Gobierno de la República sobre el levantamiento militar de julio. Incluiremos predicciones precisas sobre determinados sucesos, como los resultados de las elecciones de febrero, el asesinato de Calvo Sotelo... lo que queramos. Eso les convencerá de que el contenido de la carta es cierto. Entonces detendrán a Franco, a Mola, a Sanjurjo, a Goded... Los fascistas se quedarán sin cabecillas y el levantamiento del 18 de julio nunca se producirá.

Vega miró con incredulidad a Navarro.

—Eso no tiene sentido, Ángel —dijo—. Es imposible...

—Pero sí ya ha ocurrido antes —repuso Navarro—. ¿No te lo explicó Leonor? La República ganó la guerra, pero Mario Yáñez-Borghese utilizó los sellos de Thule para informar a Franco de lo que iba a ocurrir. Eso cambió la Historia. Sin embargo, ahora tenemos la oportunidad de poner las cosas en su sitio.

—¡Por Dios, Ángel, ¿qué estás diciendo...?! —exclamó, exasperado, Vega—. Todo eso de los hombres del futuro y el correo del tiempo es absurdo. No puedes estar hablando en serio...

Navarro contempló fijamente a Vega.

—Leonor Hidalgo sabía lo que iba a pasar, conocía el porvenir —dijo seriamente—. ¿Cómo crees que lo hacía?

—No lo sé —contestó Vega, tras una pausa—. Pero eso no significa que ese cuento de Thule sea cierto...

—Tienes razón, jefe. No obstante, esa mujer conocía el futuro, y cualquier justificación que le busquemos a ese hecho será tan fantástica como la historia de los thulanos. Entonces, ¿por qué no aceptar la existencia de Thule y el correo del tiempo? A fin de cuentas, eso lo explicaría todo...

Vega sacudió la cabeza, desconcertado.

—Cartas que viajan en el tiempo... —resopló.

—Sí, ya sé que es duro de tragar —convino Navarro—, Y puede que, después de todo, sea mentira. Pero en estos momentos es lo único con que contamos. Y aunque se trate de una posibilidad muy remota, tenemos que aferramos a ella. —Sonrió débilmente—. Aunque sólo haya una probabilidad entre un millón de que Thule exista, vale la pena intentarlo, ¿no crees, jefe...?

Vega respiró hondo y se sentó en el borde de la cama. Paseó la mirada por aquel lujoso dormitorio, testigo de sus encuentros con Leonor Hidalgo. Eso le recordó el cadáver de la mujer, yaciendo en el suelo del salón. Apoyó los codos sobre las rodillas y ocultó la cara entre las manos. Se sentía cansado y confuso. Habían ocurrido muchas cosas en muy poco tiempo; demasiadas como para poder encajar cada pieza en su sitio y obtener así una imagen coherente.

Contuvo el aliento.

Sellos prodigiosos capaces de enviar cartas a cualquier persona en cualquier época...

Lo mirase como lo mirase, aquello se le antojaba increíble. Pero Navarro había dicho algo muy cierto: por remota que fuera la posibilidad de que los sellos de Thule pudieran hacer lo que Leonor Hidalgo afirmaba que hacían, valía la pena intentarlo.

Cuando se ha perdido toda esperanza, siempre queda el recurso del absurdo, de la locura...

Y así, de pronto, Vega comprendió que finalmente había encontrado un objetivo para sus últimas horas de vida.

—Es muy tarde —dijo Navarro—. Más vale que nos vayamos...

Vega se incorporó. Tragó saliva.

—Un momento, Ángel... Leonor me advirtió que sería peligroso utilizar los sellos para cambiar de nuevo el curso de la Historia. Navarro se encogió de hombros.

—Sinceramente, me importa un carajo lo que pueda haber dicho esa mujer...

—Ángel... —murmuró Vega.

—¿Qué?

—Dame esos sellos.

Navarro enarcó las cejas.

—¿Porqué...?

—Porque no vamos a cambiar el resultado de ninguna guerra. Y yo los necesito.

Las facciones de Navarro se endurecieron.

—¿Te has vuelto loco...? —Sacudió la cabeza—. Vámonos, tenemos mucho que hacer.

—Estoy hablando en serio, Ángel. —La voz de Vega se había vuelto fría como la hoja de un cuchillo—. No voy a permitir que te lleves los sellos...

Navarro frunció los ojos y contempló fijamente a Vega, como intentando adivinar sus pensamientos. Al cabo de unos segundos, negó lentamente con la cabeza.

—No sé lo que te pasa, ni qué demonios te propones —dijo—. Pero no pienso discutir contigo. En este mismo instante me voy a ir de aquí, y los sellos saldrán conmigo. Sí quieres acompañarme, perfecto. Sí no quieres hacerlo, nos decimos adiós y que te vaya muy bien.

Dicho esto, giró sobre sí mismo y se encaminó hacia la puerta.

Vega encajó la mandíbula, sacó su pistola de la funda, apuntó a la espalda de Navarro y amartilló el percutor.

—Tengo un arma, Ángel. Si intentas llevarte los sellos, disparare.

Navarro se detuvo, sin volverse.

—¿Lo harías, Telmo...? —Era la primera vez que le llamaba por su nombre—. ¿Dispararías contra alguien que te acaba de salvar la vida...?

Vega intentó tragar saliva, pero tenía la boca seca.

—Dame los sellos, Ángel... —insistió.

—No —contestó Navarro, siempre vuelto de espaldas—. Me parece que si los quieres, tendrás que matarme...

El dedo de Vega se tensó sobre el gatillo. El tiempo pareció fluir más despacio, como un líquido ardiente y denso. La pistola tembló en su mano.

No. No podía hacerlo...

Entonces, súbitamente, Navarro giró en redondo, al tiempo que sacaba su arma de la funda. Un fogonazo surgió del negro cañón y el estampido de un disparo congeló la atmósfera del dormitorio. Vega notó cómo algo le golpeaba brutalmente en el pecho, proyectándole hacia atrás. Mientras caía, su mano se crispó sobre la pistola que empuñaba, accionando, casi involuntariamente, el gatillo.

Un nuevo disparo resonó en la habitación.

Vega se desplomó sobre el suelo, mientras la pistola escapaba de entre sus dedos y rebotaba contra la alfombra. Perdió el conocimiento.

Al cabo de un tiempo indeterminado, las tinieblas que envolvían su cerebro comenzaron a disiparse. El policía gimió e intentó ponerse en pie, pero un relámpago de dolor le hizo desistir. Permaneció unos segundos tumbado, sin moverse, respirando dificultosamente. Se daba cuenta de que la bala le había alcanzado en el pecho, pero ignoraba la gravedad de la herida.

Tap-tap-tap-tap...

Percibió un sonido extraño, una especie de golpeteo intermitente. Intentó incorporarse de nuevo. Apretando los dientes para contener el dolor, logró apoyar la espalda contra la pared. Entonces vio cuál era la fuente de aquel sonido: Ángel Navarro, tirado boca arriba en el suelo, se agitaba violentamente, como sí intensas corrientes eléctricas recorrieran su cuerpo. Los tacones de sus zapatos golpeaban el suelo, marcando el ritmo de un siniestro claque.

Tap-tap-tap-tap...

Vega, apoyándose en una silla, consiguió ponerse en pie. Experimentó una intensa sensación de mareo y se recostó contra la pared. Tragó saliva varias veces y aguardó a que el vértigo pasara. Entonces caminó tambaleante hacia Navarro y se dejó caer de rodillas a su lado.

—Ángel... —musitó, horrorizado al comprobar el estado en que se encontraba su amigo.

Gran parte de la mitad izquierda de su cráneo se había convertido en un boquete oscuro del que se desprendían cuajarones de sangre, astillas de hueso y grumos de una sustancia blanquecina que no podían ser otra cosa más que fragmentos de cerebro. Los ojos de Navarro se movían rápidamente de un lado a otro, y también hacia arriba, mostrando la palidez venosa del globo ocular.

Vega sujetó la cabeza de Navarro con la mano izquierda y estrechó su cuerpo con el brazo derecho, como intentando contener las convulsiones que lo agitaban.

—No iba a hacerlo, Ángel... —murmuró—. No quería dispararte...

De pronto, el cuerpo de Navarro se arqueó, sacudido por un intenso espasmo, para luego sumirse en una absoluta inmovilidad.

Vega permaneció unos segundos con el cadáver de su amigo entre los brazos. Luego lo depositó suavemente en el suelo y le cerró los párpados. Respiró hondo, lo que le provocó un fuerte ataque de tos. El pecho le ardía.

Vega examinó por primera vez su herida. La bala le había alcanzado cerca del esternón. Probablemente, se desvió al chocar contra una costilla y fue a alojarse en algún lugar por encima del pulmón.

Sangraba mucho.

El policía se incorporó y rasgó una de las sábanas, fabricando una improvisada compresa con la que taponó la herida. A continuación, se aproximó al cadáver de Navarro y buscó en el bolsillo de su chaqueta, Cogió los sellos de Thule y los guardó en la cartera. Dirigió una última mirada a su amigo.

—Lo siento... —musitó.

Luego salió del dormitorio, bajó las escaleras con paso inseguro y cruzó el salón, pasando por entre los cuerpos exánimes de Abraham Lincoln Smith y Leonor Hidalgo.

Al llegar al recibidor, Vega tuvo la impresión de que todo empezaba a dar vueltas a su alrededor. Se aferró a una de las columnas de mármol y aguardó a que el mareo pasase, luego abrió la puerta y salió al jardín. Se detuvo un instante en el porche, permitiendo que el frescor de la noche le acariciara el rostro.

El pecho le dolía endiabladamente y se sentía muy débil.

«Pero no puedo morirme ahora-pensó—. Todavía tengo algo que hacer...»

Encajó la mandíbula y echó a andar.

Había aproximadamente un kilómetro y medio de distancia entre el número 122 de la calle Serrano y la plaza de Olavide. Vega lo recorrió en un estado próximo al desfallecimiento. A veces, su mente se extraviaba e imaginaba que estaba en otro lugar, acompañado por fantasmas de rostros cambiantes. Por un momento pensó que Navarro se encontraba a su lado. Luego creyó que Manuela caminaba unos pasos por detrás de él, pero cuando se volvió a mirar descubrió que no era Manuela, sino Leonor Hidalgo, quien le seguía. Sin embargo, al cerrar los ojos y volver a abrirlos, comprobó que nadie había en la calle.

En ocasiones, Vega se sentía absolutamente lúcido. Entonces parecía como si todo lo que le rodeaba encajara a la perfección en una especie de orden universal. Los primeros brotes de la primavera, las ruinas, los adoquines, las farolas de cristales rotos, su propio cuerpo vacilante y maltrecho, todo, absolutamente todo, era correcto y armónico. No obstante, Vega sabía que, en el fondo, esa sensación de lucidez no era más que otra forma de delirio, así que procuraba mantener la mente en blanco y concentrarse en cada uno de los pasos que daba. Sólo eso era importante: seguir caminando.

Cuando se encontraba a un par de manzanas de su casa, Vega escuchó el sonido de unas voces exaltadas, ignoraba si se trataba de una alucinación o no, pero por precaución corrió a esconderse entre las sombras de un portal. Al poco, vio cómo un grupo de diez o doce personas doblaba la esquina y se encaminaba en su dirección. Todos eran hombres y todos iban armados; algunos llevaban camisas azules e insignias de la Falange. Ahora que las tropas de Franco se hallaban a las puertas de la ciudad, los quintacolumnistas abandonaban sus madrigueras y salían de cacería.

Vega se pegó al portal y buscó instintivamente su arma, pero la pistolera estaba vacía. Recordó que había dejado abandonada la pistola en el palacete de Serrano. Se apretó más contra la puerta, buscando refugio en las sombras.

Mientras los falangistas pasaban frente a él, Vega, completamente inmóvil y con el aliento contenido, experimentó la extraña sensación de haber vivido ya ese momento. Un hombre en un portal, de noche, ocultándose de un grupo de pistoleros... Estaba seguro de haber presenciado algo así, aunque no lograba recordar cuándo.

Finalmente, los quintacolumnistas se perdieron calle arriba y Vega pudo reemprender la marcha. Unos minutos más tarde llegó a su casa. Cruzó el portal y subió las escaleras. Tardó unos segundos en encontrar las llaves. Abrió la puerta con pulso tembloroso y entró en su piso.

Lo primero que hizo fue abrir el grifo del lavabo y mojarse la cara y la cabeza. El frescor del agua le espabiló. Se secó con una toalla y fue en busca de papel y pluma. Abrió el balcón de par en par y se acomodó frente a la mesa camilla. Comenzó a escribir, Durante más de una hora estuvo rellenando cuartilla tras cuartilla, poniendo cuidado en contener el temblor de su mano para evitar que la letra se tornara ilegible.

A las tres y media de la madrugada, Vega se desmayó. Estaba acabando de escribir una línea cuando sintió que la vista se le desenfocaba y la cabeza le daba vueltas. Unos instantes después, se derrumbaba inconsciente sobre la mesa.

Recuperó el conocimiento dos horas más tarde. Notaba un intenso sabor metálico en la boca y sentía los músculos entumecidos. Había perdido mucha sangre y estaba muy débil, la herida del pecho era como un hierro candente clavado en su carne.

Volvió a echarse agua por la cabeza. Se sentó de nuevo e intentó reanudar la escritura, pero le resultaba casi imposible sujetar la pluma. Consiguió añadir una frase más y luego desistió. Con eso debía bastar. Dobló las cuartillas y las introdujo en un sobre. Lo cerró y luego, tras sacarlos de la cartera, pegó los sellos de Thule en el dorso de la carta. Cogió la pluma de nuevo y escribió cuidadosamente un nombre y una fecha.

Contempló el sobre.

Los tres ancianos alados, rojo, verde y azul.

«Mobile quod movetur.»

Thule.

«Telmo Vega, 7 de enero de 1936.»

Se echó a reír. Estaba muriéndose, en medio de una guerra, y sólo pensaba en mandar una carta al pasado. Tenía gracia.

Guardó el sobre en el bolsillo y cogió una botella de ginebra. Dio un trago, directamente del gollete. El alcohol ardió en su estómago y le hizo toser, pero también le reanimó.

Tras dirigir una última mirada a las fotos que colgaban en la pared, salió del piso. Casi tropezó al bajar por las escaleras, pero en último momento logró agarrarse al pasamanos. Abrió el portal y salió a la calle. Se detuvo un instante. Recordó que al otro lado de la plaza había un buzón, así que empezó a rodear el mercado oscuro y vacío. Hacia el este, el cielo comenzaba a clarear, anunciando la proximidad del amanecer.

Vega llegó al lugar donde, en otro momento, se había alzado un buzón de correos. Ahora, sólo quedaban de él un montón de hierros retorcidos. Vega frunció el ceño y maldijo por lo bajo.

¿Dónde podía encontrar otro buzón...? No lo recordaba, pero suponía que en alguna de las calles cercanas debía de haber alguno. Comenzó a andar. Al cabo de unos minutos, notó cómo un líquido espeso le empapaba el pecho. Era sangre, la herida se había vuelto a abrir. Jadeó al notar una punzada en el corazón, pero se mordió los labios y siguió caminando.

Llegó a la calle Fuencarral y se detuvo. Intentó divisar algún buzón, pero tenía la vista nublada. Se frotó los ojos y miró de nuevo.

Y allí, delante de él, distinguió lo que andaba buscando: un buzón de correos en buen estado. Sólo tenía que caminar unos metros y echar la carta. Eso era todo.

Comenzó a cruzar la calle.

Entonces, una voz resonó a su espalda.

—¡Alto! ¡Deténgase!

Vega miró por encima del hombro y distinguió al grupo de falangistas con quienes se había cruzado unas horas antes. Aceleró el paso.

—¡Deténgase o disparamos! —gritó la voz.

Vega echó a correr. La cabeza le daba vueltas y sentía las piernas agarrotadas. Tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para lograr mantenerse en pie.

Escuchó un disparo y el silbido de una bala pasando a su lado.

Continuó corriendo hasta llegar a la altura del buzón. Sacó la carta del bolsillo y la llevó hacia la ranura...

Un disparo le alcanzó en el hombro. El sobre se le escapó de entre los dedos. Vega se dejó caer de rodillas y recogió la carta. Oía voces y ruido de pasos, pero apenas lograba enfocar la mirada. Jadeando, comenzó a introducir el sobre por la boca del buzón.

Un nuevo disparo resonó en la calle. En menos de una décima de segundo, una bala blindada del calibre siete recorrió los escasos cuarenta metros que le separaban del policía, reventándole el corazón.

Vega murió instantáneamente.

Pero, quizá por casualidad, o quizá porque así estaba escrito en el destino, su cuerpo sin vida empujó la carta al caer.

Y el sobre se precipitó en el seno de la saca de correos, para desvanecerse en el aire poco antes de alcanzar el fondo.

Y algo cambió.