Él ladeó el rostro.

—Estoy muy ocupado, señorita.

—¿Señorita? ¿A qué viene tanta formalidad? Somos amigos íntimos. Ya nos conocemos en todos los aspectos. ¿No? –dijo ella sonriendo con encanto.

Pol sacudió la cabeza con aire receloso.  

—Por ello mismo, sé lo que está tramando y no seré cómplice de sus intrigas.

Isabel parpadeó con una expresión de inocencia en su hermoso rostro.

—¿Intrigas? Solo quiero que charlemos un rato. ¡Me aburro tanto aquí sola! ¿Qué mal habría en ello? Vamos, Pol. Se bueno y cuéntame como van las investigaciones.

—Lo lamento, señorita. Ya le he dicho que estoy trabajando. Que pase un buen día –replicó él inclinando la cabeza en señal de despedida.

—¡Maldito arrogante! ¡Ven aquí! –gritó ella enfurecida.

Él entró en el cuarto y cerró la puerta. Se acercó a la cama mirándola furibundo.

—Quiero que te quede algo bien claro, niña. No soy uno de tus peleles a los que puedes manejar a tú antojo. Yo hago lo que me place y con quien me place. Durante un tiempo tuve el capricho de tenerte entre mis piernas, pero la idea ha dejado de seducirme. ¿Te ha quedado claro? Así que, compórtate como una verdadera mujer y acepta la situación.

—¡Jamás! Te deseo y siempre obtengo lo que quiero. ¡Y juro por Dios que te tendré! ¡Diré a todos que nos hemos acostado y te obligarán a casarte conmigo! –masculló Isabel con el rostro encendido por la ira.

Pol le aferró la muñeca, lanzándole una mirada encendida.

—Antes preferiría la muerte que estar al lado de una niñata que no tiene el menor sentido de la responsabilidad ni un ápice de inteligencia. ¿O piensas realmente que tu excelsa familia me aceptaría alegremente? Taparían el escándalo enviándote bien lejos. Te casarás con Robert. Así lo han decidido y si te niegas, pues los conozco muy bien, incluso puede más que tú, sé que te echarán como a un perro apestoso por pasear el honor de la familia por el barro. ¿Y no querrás eso verdad? Eres una muñequita caprichosa acostumbrada a los lujos. ¿Te gustaría vivir en una casa apestosa y dando patadas a las ratas? ¿Verdad que no? Pues, ya sabes lo que tienes que hacer.

Ella, a punto de echarse a llorar, aseveró con la cabeza.

—Veo que no eres tan estúpida –dijo él soltándola.

—Si somos discretos, podemos ser amantes –insistió Isabel.

Él dio media vuelta y abrió la puerta.

—Gisela es la culpable de tu cambio de actitud. ¡La odio! Y pagará por esto  –masculló ella.

—Temo que por el solo hecho de ser tu hermana, ya está pagando una gran penitencia. Buenos días, señorita. Que se mejore –se despidió él.

—¿Qué estaba haciendo?

Pol miró a Gisela. Su semblante mostraba una gran ansiedad. 

—No tema. El honor de su hermana está a salvo. No soy tan depravado con una mujer lesionada Solo conversábamos. Ya sabe el motivo por el cuál estoy aquí. Necesitaba interrogarla. Por cierto. ¿No ha recordado nada que pueda serme útil?

Gisela carraspeó lanzándole una mirada asesina.

—¡Oh, sí! He recordado de repente que hoy necesitaremos a nuestro chofer durante varias horas.  ¿Nos vamos?

Haciendo honor a la pantomima que representaba, acompañó a Gisela y a su tía por varias tiendas llenando el coche de paquetes.

—Relaje el semblante, muchacho. Pronto terminaremos. Vamos a por los vestidos –le dijo Natividad con una sonrisa afable.

—Les aseguro que nunca he tenido intención de casarme, pero tras lo visto, solo lo haría si me pusieran una pistola en el pecho –masculló Pol arrancando el coche.

—¿Por qué le tienen ustedes tanta manía al matrimonio? Es la situación más estable y segura para una pareja  —bufó Natividad.

—Por supuesto. Lo mismo que una cárcel. ¿Les queda mucho? Me siento ridículo con este uniforme y me está deshidratando –se quejó Pol introduciendo el dedo en el cuello para apartar la tela que le escocía.

Gisela no pudo evitar echarse a reír.

—Pues le queda como un guante. Debería pensar en cambiar de oficio.

—Últimamente me atrae la idea de ser verdugo. No sabe cuanto placer me daría cortar alguna que otra cabeza –rezongó Pol echándole una mirada iracunda. 

—¿Qué pasa ahí? –preguntó Natividad al ver un grupo numeroso de mujeres.

—Tienen asamblea. Es para decidir si van a la huelga o no.

—¿Qué huelga?  ¿Y por qué razón?

—Las cosas no andan bien. La situación de los trabajadores es lamentable y con los acontecimientos de Melilla y el envío de tropas, los ánimos están muy revueltos. Lo más seguro es que, el día veintiséis, el país se paralice.  

Natividad sacudió la cabeza con gesto de incomprensión.

—Si nos provocan, es lógico que envíen policías. Y en cuanto a los trabajadores, perdone que discrepe, se les paga por lo que hacen. Es inaceptable que exijan más.

—Tía, no entres en este tema. El señor Llorenç es un acérrimo defensor de la clase obrera y acabarías discutiendo. No te conviene para la tensión –le aconsejó Gisela.

—¿Por qué emplea ese tono sarcástico? Al contrario de usted, soy consecuente con mis ideas.  El derecho lo ejerzo para ayudar a esos pobres desgraciados que son pisoteados por gente de su calaña. Hemos llegado –replicó Pol con aspereza.

—¡Jesús! –exclamó Natividad abanicándose con vigor.

—Comprendo que te escandalices, tía. Pol no es precisamente un caballero a los que estamos habituadas –dijo Gisela indicando a Pol que abriera la puerta. Él la complació murmurando un juramento amarrando las ganas de soltarle todo lo que pensaba.

—Cierto. Pero dependen de mí para salvar el pellejo. Lo cual, me convierte, en este momento, en el hombre más importante de sus vidas. ¿No es así? Por lo que deberán soportar mis quejas, mis improperios y mis modales barriobajeros con la educación que caracteriza a los de su clase. Ahora, si no les importa, mientras eligen trapos iré al bar –replicó dedicándoles una sonrisa triunfal. Dio media vuelta y las dejó solas.

Natividad parpadeó estupefacta. Nunca le habían hablado de ese modo tan grosero.

—Hay que reconocer que es sincero –dijo al fin.

—Lo dices como si fuera una virtud. Sus modales son inaceptables –protestó Gisela. 

—Querida, imagino que siendo un sabueso y un revolucionario, no le será nada cómodo ejercer como lacayo de dos damas ociosas y sin otra meta en la vida que ir de compras o preparar una gran fiesta. ¿Crees que hará huelga y nos dejará desamparadas?

—Por supuesto que no –respondió su sobrina con total seguridad. Pol era un sinvergüenza, pero le había demostrado que era un profesional y jamás permitiría que sus vidas corrieran peligro.

—Es una lástima que sea tan bruto. Es un joven muy guapo y bien plantado. Con un poco de modales, resultaría encantador. ¿No te parece?

—Ese hombre jamás será encantador, tía –dijo Gisela saludando al portero con una leve inclinación de cabeza. 

Tras aprobar los vestidos, regresaron a casa.

—Imagino que no me necesitarán. Me quitaré esta tortura –dijo Pol subiendo la escalera.

—Pol, han traído esta carta para ti —le dijo la doncella.

Él bajó de nuevo. Era una nota del comisario.

—Tengo que dejarlas. No se preocupen. Afuera hay un policía. Si ocurre algo, griten y acudirá enseguida –dijo abriendo la puerta.

 

 

 

   

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Capitulo 20

 

 

La misiva decía que se diera prisa, por lo que paró un coche de alquiler y en pocos minutos llegó ante la casa. Apartó a los curiosos y saludando a los agentes que custodiaban la entrada, entró en el edificio.

Los policías andaban de un lado a otro inspeccionando todos los detalles bajo la mirada preocupada del comisario.

—¿Qué ha pasado?

Alfonso Ruiz miró a su amigo y tuvo que hacer un gran esfuerzo para, en una situación como aquella,  no estallar en carcajadas.

—¿Dé qué vas disfrazado?

Pol soltó un gruñido.

—¿No se ve con claridad? ¡De maldito chofer! ¿Qué era tan urgente?

—Lucia Vives ha aparecido muerta.

Pol soltó un largo silbido.

—Una nueva complicación para la familia.

Su amigo asintió mientras lo acompañaba a la habitación.

—Sobre todo teniendo en cuenta que el único sospechoso es el señor Capdevila.

Pol miró el cadáver. La mujer yacía con los ojos abiertos y la cabeza colgando de la enorme cama cubierta por sábanas de raso rojo, con el cuello rodeado por una cuerda dorada; que sin duda, pertenecía al atador de la cortina.

—Una pena. Era hermosa y al parecer con un gusto extravagante. ¿Cuánto lleva muerta?

—Calculan que un día. Y da la casualidad que Capdevila vino ayer por la mañana.

—Tras el desayuno, salió de casa con intención de ir al despacho. Y como su hija le pidió que arreglara el asunto con la difunta, imagino que decidió cambiar de planes –le contó Pol.

—El mayordomo dijo que los escuchó discutir acaloradamente. Pero no prestó mucha atención. Por lo visto, solían hacerlo a menudo. Después se reconciliaban en la cama; lo cuál asegura que hicieron. 

Pol esbozó una sonrisa de desprecio.

—Por supuesto. Esos tipos son de lo más discretos. Aunque, siempre terminan hablando. Por lo que escuché en el ayuntamiento, la mujer tenía cierta aspiración a casarse con Capdevila. Y como ves, tras la trifulca, pretendía conquistar de nuevo a Capdevila. Montó el escenario para seducirlo. Alcohol y camisón de tul transparente.

—Y relaciones sexuales. Aunque, le sirvió de poco tanto esfuerzo. ¡Maldita sea! Odio estas situaciones. La prensa se cebará con nosotros –masculló el comisario encendiendo un cigarrillo mientras los forenses levantaban el cuerpo sin vida.

—Era la mujer más famosa entre la alta sociedad por sus escándalos. Y dará mucho juego. Hablarán de ello durante semanas. Sobre todo, cuando se enteren de quién es el sospechoso para la policía –aseveró Pol clavando sus ojos negros en la mesita de noche. Un reloj de brillantes y una pulsera a juego permanecían sobre un platito de cristal de bohemia.

—Está claro que el robo no ha sido el motivo. Crimen pasional o por interés –dijo Alfonso Ruiz.

—¿Dijo el mayordomo si recibió alguna visita después de Capdevila?

—Lo ignora. Tenía prisa, puesto que debía ir a Mataró a ver a una hermana enferma de gravedad y marchó antes que Capdevila. Por ello no se ha encontrado el cadáver hasta hoy.

—¿Solo tenía como criado al mayordomo? –se extrañó Pol.

—No. Pero los demás no pernoctaban en la casa. Deduzco que deseaba evitar las habladurías.

—¿No han forzado nada? –preguntó Pol caminando con cuidado por la habitación, sin dejar de observar el más mínimo detalle que le aportara una pista.

—No. El asesino entró por la puerta.

—La cosa pinta mal. Claro que, sin testigos, no es posible afirmar que solo la visitó nuestro sospechoso. Puede que él se marchara y recibiera a otro amante. A Lucia Vives le aburría la monotonía; en todos los aspectos.    

—El lacayo asegura que su señora solo recibía a Capdevila.

—Ya. En cuanto lo pille por banda, nos contará otras cosas.

El comisario apagó la colilla en un cenicero de plata con evidentes signos de quemazones.

—¡Qué desperdicio! Pues, sí. Existe esa posibilidad. Y hasta que la descartemos, no haremos nada. ¡Chicos! Quiero que peinéis esta habitación al milímetro. Cualquier menudencia no puede ser pasada por alto. ¿Comprendido? ¡O juro que os mandaré al agujero más apestoso del país!

—¿Si se da el caso, detendrás a Capdevila? –quiso saber Pol con expresión preocupada.

El comisario se mordió el labio inferior. Y contradiciendo el entusiasmo que le producía echar el guante a un asesino, asintió con desgana.

—Tendré que hacerlo, por muy rico e influyente que sea el tipo. Es la ley. ¿No?

—Imagino que aguardarás, en el caso que debamos hacerlo, tras la boda. ¿Verdad?

—Pensé que el enlace se había suspendido.

—¡Qué ingenuo eres a veces! Esa gente, con tal de evitar un escándalo, es capaz de cualquier cosa. Los escoceses han aceptado todas las condiciones que les impusieron para continuar con los planes. Capdevila estará muy contento. Podrá introducirse en la elite de Gran Bretaña.

—Aunque, con esta nueva situación, imagino que romperán el trato. Una cosa es ceder por dinero y otra muy distinta, pasar a formar parte de una familia cuya principal cabeza es sospechosa de un cruel e innecesario crimen –comentó el comisario. 

Pol sonrió con perversidad.

—Fito, considero que no deberías decir nada. Ya sé. No es ético, pero tampoco que esos hipócritas caza fortunas salgan impolutos. Merecen pagar por su estafa.

—¿Y la chica?

—Isabel es voluble, caprichosa y egoísta. Deja que pruebe su propio veneno.

Ruiz lo miró con curiosidad. Pol era un ferviente revolucionario. Había dedicado su existencia a defender los derechos de los trabajadores a cualquier precio, pero también con un acusado sentido de la justicia. Por lo que no entendía la razón de ese cambio; aunque imaginaba cuál podía ser.

—¿Es por la hermana mayor? –insinuó.

Pol carraspeó incómodo. Sí. Era por ella. No quería que el esfuerzo, vano o no de Gisela, se perdiera por la mala cabeza de los demás.

—Esa mujer es la honradez personificada. Se ha sacrificado por esa gentuza y si detienes al padre antes de la boda, pasará la mayor vergüenza de su vida. No sería justo. ¿No te parece?

—Ya apareció el justiciero social –suspiró su amigo —. Está bien. Sin embargo, en cuanto acabe el bodorrio y sepa seguro que no tenemos otra posibilidad, lo detendré sin contemplaciones.

—Te lo agradezco.

—Tengo la sensación de que esto es demasiado sencillo. Las pruebas, los testigos. Es tan evidente su culpabilidad, que me resulta poco creíble. ¿A ti no? –rezongó Alfonso Ruiz echando una ojeada al cuarto.

—Capdevila es un hijo de perra. Pero no lo encajo como criminal. Temo que nos espera un trabajo arduo. Deberemos entrar algo que nos salve de este enredo. O Capdevila terminará en el garrote –aseguró Pol.

—¡Mierda! ¿Por qué razón no me he jubilado? –se lamentó el comisario.

—Porque eres el mejor poli de la ciudad y aún joven. Salgamos de aquí. Esas mujeres me han tenido dando vueltas por toda la ciudad de una tienda a otra y aún no he comido.

—Pol. En estos momentos, lo único que puedo hacer es compadecerte. ¡De compras! ¡Menudo suplicio! –bromeó su amigo.

—Si lo sé, no acepto este trabajo –rezongó Pol.

—Ahora debes irte. La familia tiene que regresar a la montaña y debes protegerlos.

—¿Bromeas? ¿Y qué pasa con la investigación? –protestó Pol.

—Muchacho, eres sumamente inteligente. Sin embargo, dudo que puedas mantener los cinco sentidos en dos casos paralelos. Concéntrate en el que estabas. Nosotros nos encargaremos de esto. ¿De acuerdo? Anda. Lárgate.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Capitulo 21

 

 

Pol tenía un humor de perros. Sentía como si estuviera perdiendo un tiempo precioso. Lo cual, si lo pensaba con frialdad, era una percepción del todo errónea. El peligro que rondaba a los Capdevila era real y debía descubrir quien pretendía deshacerse de ellos. Sin embargo, las circunstancias de la investigación era lo que le sacaba de sus casillas.

—¿Ocurre algo? –le preguntó Gisela dejando las flores sobre la mesa.

Pol dejó escapar una risa profunda.

—¿Le parece poco todo esto? –dijo señalándole el número de criados y cocineros que deambulaban de un lado a otro —. Para un investigador es difícil controlar la situación.

Gisela levantó una ceja.

—¿Piensa que uno de ellos puede ser el asesino?

—Yo no me lo tomaría tan a la ligera, señorita. El peligro es real.

Ella lo miró con fijeza. No lo conocía muy a fondo, pero podía percibir que no era ese el motivo de se preocupación.

—¿Por qué no me dice que es en verdad lo que le inquieta?

Pol se levantó y apartó la silla con rudeza. Esa mujer era realmente perspicaz. Así que, adoptó un aire insolente.

—Más tarde, en cuanto la boda termine, le mostraré con detalle lo que me perturba.

Las mejillas de Gisela se encendieron.

—Veo que ha comprendido y que no tengo la menor intención de anular el pacto. Ahora debo cambiarme –dijo Pol alejándose.

Ella, respirando agitada, retocó el mantel con dedos trémulos. La sola idea de que Pol la tocara, le encendía la sangre y no debía albergar esos sentimientos tan inmorales. Pero era incapaz de que las imágenes eróticas le embotaran la razón. Por suerte, su tía vino a rescatarla.   

—Gisela, querida. Ya ha llegado el vestido de Isabel. ¿Por qué estás tan nerviosa? Todo está precioso.

—Ya… Me conoces. Nunca estoy segura de acertar. Anda, vamos a cambiarnos.

Tras vestirse para la celebración, entraron al cuarto de Isabel. La muchacha discutía con la doncella por causa del peinado.

—¡Eres una calamidad! ¿No ves que se cae el rizo? ¡Por el amor de Dios! Sujétalo bien con el pasador. Anda, vete.

—Si, señorita –dijo la criada dejándolas solas. 

—Está perfecto, cariño. Y el vestido es un sueño  –le dijo su tía besándola en la mejilla.

—Solo que demasiado moderno. El blanco resultará muy chocante –dijo Gisela.

Isabel ladeó el rostro y la miró con ojos furibundos.

—A ti todo lo que decido o hago, te parece mal. Suerte que te perderé de vista. Es lo único bueno que tiene esta boda. 

—¿Por qué dices eso, querida niña? Robert te ama y serás muy dichosa codeándote con esa gente tan elegante y distinguida de Inglaterra.

—Tía, no me vengas con estupideces. De ser inmensamente rica, paso a vivir de la caridad de papá.

—¿Caridad? Papá ha sido muy espléndido. Os ha regalado una cantidad más que aceptable, además del proyecto de un negocio muy beneficioso. Podréis vivir el resto de vuestros días sin preocupaciones –le recordó su hermana.

—Niñas, no discutáis en un día como hoy. Isabel tiene que lucir espléndida. Anda. Ponte el vestido. Los invitados ya están llegando –les pidió su tía.

Isabel, con la ayuda de Gisela y su tía, se vistió.

—¡Señor! ¡Estás preciosa! –exclamó Natividad con orgullo tras colocarle la tiara de diamantes.

—Sí. Muy hermosa –aseveró Joaquim Capdevila entrando en la habitación.

Isabel se miró en el espejo y sonrió. Sí. Estaba bellísima. Hablarían de ella durante meses; sobre todo de la gran suerte que tuvo al pescar a todo un conde escocés gran amigo de la familia real.

—Nosotras vamos a la capilla. No os retraséis –dijo Gisela arrastrando a su tía que miraba embobada a su sobrina.

—Los vas a dejar boquiabiertos. ¿Lista, cariño? –le preguntó su padre cediéndole el brazo.

Bajaron la escalera. El cochero estaba al pie aguardándolos.

—Señor, insisto en que recapacite. La señorita Isabel debería ir en el carruaje. Es lo correcto.

—Ya hemos discutido esta cuestión. Mi hija desea ir en el coche nuevo.

—Pero…

—Usted es un simple empleado sin derecho a opinar. ¿Comprendido? Ahora, cédanos el paso, por favor –dijo Capdevila con frialdad.

Tomás se apartó lanzándole una mirada de inquina mientras salían de la casa.

—Pol. Estamos listos.

—Está usted muy bonita, señorita. Hoy será la mujer más admirada –dijo abriendo la puerta.

No se equivocó. En cuanto Isabel entró en la iglesia, los invitados posaron sus ojos en ella, mirándola con admiración. 

Solo hubo uno que clavó sus ojos negros hacia la hermana olvidada, notando como en su pecho se expandía una sensación de angustia que le impedía casi respirar. Gisela estaba espléndida con ese vestido verde esmeralda que realzaba su rostro bronceado y sus inmensos ojos pardos.

Ella tampoco fue inmune al aspecto que ofrecía Pol aquella mañana. Contra todo pronóstico, el frac le sentaba maravillosamente bien. Lo llevaba como si fuera su vestimenta habitual, con elegancia y porte digno del mejor de los caballeros. Ninguno de los presentes podía competir con su figura alta y fuerte, ni con su rostro atractivo.

Notando como sus mejillas se ruborizaban, dejó de observarlo y se centró en la ceremonia. Pero apenas pudo. Su mente y sus oraciones solo tenían una meta: Que nada truncara lo que tanto esfuerzo y sacrificio le había costado. Y solo respiró aliviada cuando el matrimonio fue declarado. Ahora solo quedaba comprobar que el banquete fuera todo un éxito.

Y lo fue.

El jardín estaba decorado con cientos de guirnaldas de rosas rojas que contrastaban con los manteles de hilo blanco bordados con motivos florares en dorado.

El aperitivo de marisco, junto al caviar, estaba colocado dentro de cisnes de hielo, y el resto del menú, crema de puerros fría, una delicia novedosa francesa, faisán con verduras y lenguado a la crema, servidos en una vajilla de porcelana mallorquina. Las bebidas, vino de la mejor calidad y campaña francés, en una cristalería de bohemia; todo ello completado por la tarta servida en platitos de plata con las iniciales de los contrayentes, que serían obsequiados como recuerdo el enlace a los invitados.

Pol apenas podía creerlo. Miles de seres humanos viviendo en la miseria y esa gente despilfarrando el dinero en una ostentación inmoral e innecesaria. Aunque, a pesar de ello, no tuvo más remedio que reconocer que la comida estaba exquisita; como tampoco que Gisela era una anfitriona impecable, bonita y estimulante.

La mayoría de los que allí se encontraban, representantes de las capas más elitistas de la ciudad, también debían pensar lo mismo; sobre todo ese estirado con el que ya bailó en el ayuntamiento, que revoleteaba alrededor de Gisela dedicándole múltiples atenciones, ante el evidente regocijo de ella.

Decidido a cortar de raíz esa situación que, francamente, lo enfurecía, se levantó acercándose a ellos.

—Creó que me prometió un vals –le dijo tendiéndole la mano.

Ella lo miró estupefacta. El atrevimiento de ese hombre era intolerable. Sin embargo, no era momento ni lugar para montar una escena.

—Sí, claro. Disculpe, señor Gaig –dijo Gisela asiéndole el brazo; sin poder evitar que su corazón se encabritara.

—Un caballero realmente persistente. ¿No? –dijo Pol  tomándola de la cintura para iniciar los primeros pasos.

—¿Cómo dice? –musitó Gisela.

—Vamos, señorita. Sabe perfectamente a que me refiero. ¿Lo aceptará? ¿Por fin dejará su soltería? – dijo Pol sin ocultar el enojo en su voz.

—Si lo haré o no, no es de su incumbencia, señor –replicó ella en el mismo tono. 

—Naturalmente que me concierne. Lo crea o no, siento aprecio por usted. Lo mismo que usted hacia mí.

—No sea ridículo, señor Llorenç. El único sentimiento que me causa es desprecio  –le espetó ella.

Él la atrajo más hacia su pecho y la miró directamente a los ojos, sonriendo levemente al ver como las mejillas de Gisela se ruborizaban

—Noto su desprecio –inquirió acercando el rostro a su mejilla.

—¡Por el amor de Dios! ¿Se ha vuelto loco? Apartase –jadeó ella.

Pol lo hizo, pues la melodía terminó. No obstante, no tenía la menor intención de dejar libre a Gisela.

—Esto está abarrotado. Aquí no podemos charlar con tranquilidad. Vamos –dijo cogiéndole la mano, sin darle opción a protestar.

Gisela, para evitar una escena poco conveniente, lo siguió con el estómago encogido, hasta que alcanzaron la parte más alejada del jardín.

—¡Es…! ¡Es usted un grosero maleducado! –le recriminó.

—Y usted tonta. ¡Maldita sea! ¿De veras ha tomado en consideración a ese tipo? Soy investigador y sé mucho de otras vidas. Y de ese, sé unas cuantas cosas, que si se las contara, apartaría de inmediato cualquier decisión positiva –dijo Pol verdaderamente enojado.

Gisela le lanzó una mirada asesina.

—Ya veo el concepto que tiene de mí. Pero, una vez más, se equivoca. Conozco a Gaig desde hace muchos años y sé que vida lleva. No me hace falta ningún detective para advertirme. Así que, como ve, no soy tan imbécil.

—Su actitud con él detona lo contrario –masculló Pol.

—Es simple educación. Claro que, usted sabe poco de eso. ¿No es así? –replicó Gisela con mordacidad.

—Tengo la justa y necesaria. A lo que usted hace se le llama hipocresía.

—¡Quién fue a hablar! Me chantajea vilmente y después me advierte para que no me engañe un sinvergüenza. Decididamente, es usted un hombre muy contradictorio, señor Llorenç. Ahora, si me disculpa, tengo que atender a los invitados –dijo ella dando media vuelta.

Pol la detuvo y tirando de ella la estrechó entre sus brazos.

—Sí. Estoy lleno de contradicciones. A veces me gustaría estrangularla y otras… Otras… 

—No –gimió ella.

Sin darle tiempo a reaccionar, la besó con voracidad. Gisela se propuso escapar de sus brazos de acero. Y le sucedió todo lo contrario. Una fuerza ilógica la obligó a fundirse en su abrazo loco e insensato, aceptando sus besos con igual pasión; olvidándose de donde estaba, de quien era, de que alguien pudiera sorprenderlos.

—¿Lo ve? Queramos o no, nos une una atracción difícil de evitar –musitó él acariciándole la mejilla.

Gisela, respirando entrecortadamente, se apartó.

—Yo… Yo no me siento atraída por usted. Lo único que siento es… Es desprecio –dijo alejándose a la carrera.

Pol encendió un cigarrillo con expresión taciturna. Seguía sin comprender que le estaba ocurriendo con esa mujer. Gisela lo obligaba a comportarse de un modo descabellado. Le hacía perder la frialdad e incluso la libertad que tanto recelaba al obligarlo a pensar en ella continuamente. Pero se juró que atajaría el problema cuanto antes. Le haría cumplir el pacto. Una vez satisfecha su curiosidad, su obsesión se desvanecería.

Con desgana aplastó la colilla y regresó a la fiesta.

Gisela volvía a mostrar la imagen rígida y fría, pero él sabía lo que escondía bajo el disfraz.

En realidad, conocía cada uno de los tapujos que ocultaba esa familia. Isabel misma, no evidenciaba el contratiempo que le producía su propia boda. Ante todos lucía una sonrisa llena de felicidad en el instante de lanzar el ramo hacia las muchachas solteras.

—¡Malditos hipócritas! –masculló.

—Últimamente siempre te veo de mal humor. ¡Caray! Estás imponente con el frac.

Pol se ladeó.

—Recuérdame que pase la minuta del alquiler al cuerpo. ¿Has venido a lo que imagino?

Alfonso Ruiz asintió.

—No hay más remedio. La prensa se ha enterado del crimen y anda haciendo preguntas sobre Capdevila. Mañana saldrá en la primera página de los periódicos, y deberemos mostrar firmeza; sobre todo como están las cosas. Al final, mañana habrá huelga general y si mostramos debilidad hacia uno de los que ellos consideran opresores, no quiero ni pensar en las consecuencias.

—De todos modos, aún no hay pruebas. Podemos evadir la cuestión unos días –sugirió Pol.

—Uno de los chicos encontró una pitillera con las iniciales de Capdevila. Si unimos eso a que fue el único, que se sepa, que entró en la casa, la opinión pública dirá que es el culpable más factible y que se le debe detener como a cualquier otro, hasta que se demuestre lo contrario.   

—¿Y cómo se han enterado?

—Del mismo modo que siempre: Por soborno. Juro por Dios que si pillo al cabrón que se ha ido de la lengua, lo cuelgo yo mismo en medio de la plaza Cataluña –rezongó el comisario.

Pol miró a Gisela como despedía a los invitados con una amplia sonrisa, ignorante al terrible acontecimiento que se avecinaba. No quería ni imaginar su reacción, el dolor que sentiría ante el escarnio al que sería sometida su familia.

—Esto no será fácil. Si nos equivocamos, nos hundirán. Fito, deberíamos esperar.

—¿Qué te ocurre? Hace unas semanas estarías dando saltos de alegría por meter entre rejas a unos de estos estirados.

—Solo digo que no deberíamos meter la pata. No se… Sigo opinando que Capdevila no es un asesino.

—Las pruebas, de momento, lo inculpan. Además. Tú mismo escuchaste que la amenazó. Así que, sea importante o no, será detenido. La feliz pareja ya se marcha. Vamos allá.

 

 

 

 

 

 

 

Capitulo 22

 

 

Gisela borró la sonrisa al instante al ver al comisario. Su presencia en un momento como aquel no podía evidenciar nada bueno. O tal vez sí. A lo mejor ya había dado con el hombre que los amenazaba.

—Comisario. ¿Qué le trae por aquí? Declinó la invitación a causa de sus deberes oficiales. ¿Acaso hay novedades? –le dijo el señor Capdevila tendiéndole la mano.

—¿Podemos pasar adentro? –dijo Ruiz echando una ojeada a los camareros y criados que comenzaban a recoger.

—Por supuesto.

Entraron en la casa acomodándose en el salón.

—¿Una copa de champaña o un café?

—No gracias.

—Es una lástima que no pudiera acudir al enlace. Ha sido una ceremonia preciosa y el banquete, insuperable. Aunque agotador. Si no le soy necesaria, me gustaría retirarme –dijo Natividad con aire cansado.

—Le rogaría que estuviera presente y escuchara lo que voy a comunicarles. ¿Le importa?

—Por supuesto que no, comisario –dijo ella sentándose junto a Gisela.

—¿Ya ha descubierto algo? –quiso saber Capdevila.

El comisario carraspeó removiéndose inquieto. Llevaba casi treinta años de experiencia como policía, pero jamás se  había encontrado en una situación tan comprometida. No quería ni imaginar la reacción de Capdevila cuando lo acusara de ser un criminal.

—Temo que no nos gustará lo que va ha decir. ¿Me equivoco? –dijo Gisela mirando a Pol con gesto interrogante.   

—Ha sucedido algo terrible. Lucia Vives ha aparecido muerta.

La faz de Capdevila se demudó.

—¿Muerta? –musitó con tono incrédulo.

Pol pensó que si era realmente el asesino, también era un buen actor.

—No es que me cayera bien. De todos modos, es trágico que una persona muera tan joven. ¿Estaba enferma? –dijo Natividad con tono indiferente.

—Según el forense, antes de que fuera asfixiada, gozaba de una salud excelente –le aclaró el comisario.

—¡Jesús! –exclamó Gisela sin poder evitar mirar de reojo a su padre. Ella misma escuchó como la amenazó. Pero no. Lo que estaba pensando era una locura, una completa estupidez. Su padre era un cínico, no un homicida.

Capdevila, con dedos trémulos, se sirvió una copa de coñac.

—¿Está diciendo que la han asesinado? ¿Por qué? ¿Por robo?

—Te dije que esta ciudad se está tornando muy peligrosa. Ladrones, revolucionarios, asesinos. Y mañana huelga general. Espero que nuestro servicio sea sensato y no siga a esa gentuza tan molesta. ¡Señor, no se a donde iremos a parar! –se quejó Natividad abanicándose con ímpetu.

—La señora Vives no fue asesinada por robo. Estamos convencidos que ha sido un crimen pasional –dijo el comisario.

—¿Está insinuando…? ¡Por la Virgen Santa! Mi padre jamás cometería tamaño horror –exclamó Gisela indignada.

—Además, nos aseguró que había roto con ella. Y mi hermano siempre dice la verdad –lo defendió Natividad lanzando una mirada encolerizada al comisario. 

—No lo dudo, señora. Sin embargo, eso no significa que ella lo acosara y decidiera… ¡En fin! Que solventara el asunto de un modo más expeditivo.

—¡Esto es del todo ofensivo, comisario! ¡Cómo se atreve! –bramó Capdevila levantándose airado.

—Por favor, cálmese. Estoy seguro que se aclarará todo –dijo Pol.

—¿Qué se calme? ¡Lo están acusando de asesinato, por Dios! –protestó Gisela con el rostro encendido.

—¡Ay, Señor! Creo que voy  desmayarme –dijo Natividad frotándose la frente con la mano.

—Tú no te desmayarás, tía. Escucharás con los cinco sentidos las disculpas que van a darnos por esta ignominia. Señores, estamos aguardando.

Alfonso Ruiz paseó los ojos por los presentes y soltando un suspiro, dijo:

—Temo, que por el momento, no será posible. Por favor, déjenme seguir. Les aseguro que a nadie más que a mi me gustaría no estar en esta situación. Sin embargo, las pruebas que tenemos lo culpan, señor Capdevila.

—¡Imposible! –negó él.

—Usted visitó ayer a la difunta. ¿No es así?

—No voy a negarlo. Fui para aclarar las cosas de una vez. Le repetí que no me molestara más y me largué. Eso es todo.

—Está mintiendo, señor –dijo el comisario.

—Ruiz, se está extralimitando en sus funciones. ¡Tendrá que responder ante sus superiores por esta afrenta! –lo amenazó Capdevila con aire herido.

—Lamento que las damas estén presentes, De todos modos, tarde o temprano conocerán los hechos. Un testigo asegura que su pelea acabó con una reconciliación y las pruebas también. Ustedes mantuvieron relaciones sexuales.

—¡Jesús! ¡En pleno día! ¿Cómo pudiste? ¡Qué vergüenza! –exclamó Natividad secándose el sudor de la frente con el pañuelo.

Capdevila apuró la copa de coñac sin atreverse a mirar a su hija, que lo observaba con aire recriminatorio.

—Está bien. Sí. Me acosté con ella. Fue como una despedida. Ya me entiende. Pero no la maté. ¿Qué motivo podría tener?

—El escándalo –dijo Pol.

Capdevila dejó escapar una risa sarcástica.

—¿Qué escándalo? Toda la sociedad conocía como era esa mujer. Nadie me culparía por tener… Digamos tratos cercanos con ella. Además, pudo haber sido cualquiera. No me extrañaría que tuviera más de una amistad. En alguna que otra ocasión escuché a varios caballeros hablar de ella de un modo nada correcto. Como ve, no hay motivo coherente para acusarme. Pudo hacerlo cualquiera.

—¿Tenía llave de la casa?

—No. Lucia es… Era muy independiente. Ella decidía cuando y como serían los encuentros. Algunas veces eran en su casa y otras en hoteles.

—¿Así que si no abrían desde dentro, nadie podía entrar en la casa? –dijo el comisario.

—Supongo. ¿Tiene alguna importancia?

Alfonso Ruiz rebuscó en el bolsillo.

—Pues, ese detalle no le beneficia, señor Capdevila. Por el momento, es usted el único visitante que tuvo. ¿Tiene un cigarrillo?

Capdevila metió la mano en el bolsillo.

—Temo que la habré dejado olvidada en algún sitio.

—¿Es esta? –dijo Ruiz mostrándosela.

Capdevila tragó saliva imaginando lo que representaba que el policía la tuviera en su poder. 

—Sí.

—Fue hallada en la habitación de la señora Vives.

—¿Y qué? Ya les he dicho que estuve allí. Eso no significa nada. ¡Por favor! ¿De veras creen que un hombre como yo sería capaz de matar a alguien? –replicó Capdevila con tono irritado.

—Mi experiencia me indica que cualquier ser humano puede ser capaz de perder los estribos y tornarse un animal feroz. Lo lamento, pero las evidencias son claras y los motivos, también.

—¡No sean necios, caballeros! Puede que las normas que rijo en los negocios no sean del todo caballerosas, pero son aceptadas y ejecutadas por todos los hombres importantes. Y en cuanto a mi vida privada, no hago nada distinto a los demás. Pero de eso a cometer un crimen… Le juro que cuando salí de la casa estaba viva. Pregunten al mayordomo.

—Él marchó antes de que usted se fuera –le aclaró Pol.

—Pues, alguien tuvo que verla con vida. Insisto en mi inocencia –replicó Capdevila.

—Comprendo su actitud, señor. Sin embargo, por el momento, como haría con cualquier otro sospecho, no tengo más remedio que detenerlo por el asesinato de Lucia Vives.

—¡No pueden! ¡Él no ha hecho nada! –protestó Gisela a punto de echarse a llorar.

Capdevila alzó la mano pidiendo calma, mientras proyectaba un destello de ira hacia los dos hombres.

—Estoy seguro que no es más que un error. Gisela. Llama a mi abogado. Ponle al tanto de todo y que actúe con rapidez. No pienso pasar dos noches en la cárcel. Él lo arreglará y en cuanto esté libre, le juro comisario que lo hundiré –dijo en tono amenazador.

—Solo cumplo con mi deber, señor –dijo Ruiz indicándole que caminara delante de él.

—¡Esto es horrible! –gimió Natividad sollozando.

Gisela miró a Pol con odio.

—Vamos, tía. Será mejor que te acuestes. Le diré a Lola que te suba una tila. Serénate. Papá es inocente y en pocas horas lo dejarán libre.

La anciana asintió subiendo la escalera con aire decaído, sin dejar de pensar en el tremendo terremoto que estallaría entre sus amistades. Esas lenguas viperinas expandirían la noticia como la pólvora y si no podían demostrar que su hermano era inocente, estarían muertos para la sociedad. 

Gisela, visiblemente afectada, se enfrentó a Pol.

—Es usted más miserable de lo que suponía –siseó.

—No tengo absolutamente nada que ver, señorita. La detención es obra de la policía –se excusó Pol.

—Pero usted sabía que pasaría esto. No me lo niegue. ¿Por qué no tuvo la decencia de advertirme? Claro, como puedo pensar algo semejante. Usted nos odia y seguro que estará disfrutando viéndonos tan hundidos. 

—Le aseguro que se equivoca. Solamente pude pedirle al comisario que aguardara a detener a su padre  una vez terminada la boda.

—Muy considerado –replicó ella a punto de echarse a llorar.

—Gisela. Usted misma escuchó como la amenazó de muerte. Hoy ha oído como las pruebas lo comprometían. Sé que es razonable y que comprende la situación. Es lógico que se sienta destrozada, se trata de su padre y confía plenamente en él. Sin embargo, el comisario no ha hecho nada más que cumplir con su deber.

—¡Lo sé, maldita sea! –exclamó ella fuera de si.

—Por favor, sosiéguese. Todo se arreglará.

—Usted también cree que la mató –musitó ella con las mejillas empapadas de llanto.

—No. Pienso que es inocente.

Gisela lo miró esperanzada. Si un hombre como él lo pensaba…

—¿De veras? ¿Qué le lleva a pensar eso?

—No conozco a fondo a su padre. De todos modos, no le veo el tipo de hombre capaz de resolver sus problemas estrangulando a una mujer. Me huele que aquí hay algo extraño. No se… Es como si alguien quisiera inculparlo deliberadamente.

—¿Quién? –inquirió Gisela ya más aliviada.

—Puede que la persona que intenta matarlos.

Ella se dejó caer en el diván frotándose las manos con nerviosismo. No entendía nada.

—Esto es de locos. Nunca hemos hecho nada que merezca que alguien desee vernos muertos.

—Puede que él o ella no piense lo mismo.

Gisela se levantó abruptamente. No podía quedarse de brazos cruzados, lamentándose de su desgracia. Aquella terrible situación debía resolverse cuanto antes. No era momento para la debilidad.

—He de llamar al abogado –dijo caminando hacia el teléfono.

Pol la miró consternado mientras hablaba por teléfono. Gisela estaba sumida en una tela de araña que acabaría por succionarla.    

—¿Qué ocurre? –le preguntó al ver su expresión contrariada.

—El abogado partió de viaje en barco hacia América tras la boda. Está ilocalizable. ¿Qué haremos? Todo se vuelve en nuestra contra –jadeó rompiendo a llorar de nuevo.

Pol la estrechó entre sus brazos y le acarició el cabello con ternura. Era una locura lo que estaba pensando. Sus compañeros lo tacharían de traidor. Sin embargo, no podía negar la evidencia de que aquel asesinato no era tan simple y quería desentrañarlo. Sinceramente, no le gustaba nada Capdevila, consideraba que era arrogante y que engrosaba su enorme fortuna a costa de los que explotaba. Pero apostaba mil a uno que era inocente y no debía consentir que acabara en el garrote por un crimen ajeno. Su sentido de la justicia se lo reclamaba.

—Sé que me odia y qué desea verme bien lejos. De todos modos, tras los acontecimientos, yo puedo llevar el caso. Soy un buen investigador y tengo relaciones excelentes con la policía. Mis conclusiones los convencerán. Claro que, si quiere usted y su padre, por supuesto.

Ella se liberó de su abrazo y lo miró con una luz de esperanza en sus ojos pardos.

—¿De veras? ¡Oh, sí! Por favor. No conozco a ningún otro abogado y me encuentro desesperada. Papá lo entenderá.

—Y usted deberá comprender que a partir de ahora las cosas serán duras.

—Por lo menos, Isabel, no será testigo de esta horrible pesadilla. No le diremos nada. Debe irse de luna de miel. Y cuando regrese, todo estará arreglado. ¿Verdad?

—Gisela. Temo que no podrá evitar enterarse. Creo que mañana saldrá la noticia en primera plana.

Ella se mordió el puño al visualizar el futuro próximo. Todas sus amistades les darían la espalda. No habría más cenas, ni reuniones. Solo el vacío social. A no ser que Pol consiguiera demostrar que su padre no era un asesino.  

—¡Dios mío! ¡Qué vergüenza!

Pol imaginaba el vendaval que azotaba a una mujer como ella siempre pendiente de que la familia gozara de una reputación intachable. 

—Deberá ser fuerte. ¿Me oye? Digan lo que digan, no se venga abajo. Su padre la necesita más que nunca. Y yo estaré a su lado para protegerla. ¿De acuerdo? Ahora vaya a dormir. En cuanto amanezca, regresaremos a la ciudad.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Capitulo 23

 

 

Tal como convino, en cuanto el sol despuntó, bajaron a la ciudad sin la compañía del servicio. Ninguno de ellos osó hacerlo ante la huelga. No querían arriesgarse a ser objeto de las iras de los obreros.

En el mismo instante de abrir la puerta, el teléfono sonó y no dejó de hacerlo desde su llegada. Todos los conocidos se interesaron por lo ocurrido, más por curiosidad, que por sentirse afectados. Lo cierto era que, Capdevila era considerado por su gran fortuna y poder, pero los sentimientos hacia él como persona distaban mucho del respeto. La mayoría de los que se llamaban sus amigos solo lo eran por interés, albergando en el rincón más oscuro de su corazón envidia y aversión. Y ahora, disfrutaban de su gran caída. Sobre todo, ante la probabilidad de que fuera ajusticiado. Eso dejaría un hueco muy codiciado en el mundo de los negocios y la ascendencia social.

Gisela soltó un resoplido de impotencia ante la nueva llamada.

—Será mejor que lo deje descolgado –le aconsejó Pol sentándose ante la mesa, observando embobado como Gisela, enfundada en un delantal y con las mejillas sonrosadas, revolvía los huevos en la sartén, como si esa práctica la hubiese realizado todas las mañanas de su vida. Y de repente, su mente divagó en pensamientos absurdos y sensibleros imaginando como sería verla cada día compartiendo junto a él los almuerzos, pero sobre todo, las noches.

Gisela sacó las tostadas de la parrilla y se sopló los dedos.

—¿No iremos a ver a papá? –preguntó.

—Hoy no es aconsejable. Además, ya he hablado con Alfonso y le ha comunicado su decisión. Espero que no me rechace –suspiró él deshaciendo la servilleta sin poder evitar que sus ojos negros se deleitaran ante esa figura alta y esbelta, que iba de un lado a otro.

—Si lo hace, me da igual. Seguirá trabajando para mí –aseguró ella poniendo la tetera en el fuego, mientras apartaba un mechó rebelde que se empeñaba en deslizarse por su frente.

—¿Tanta confianza le inspiro? –inquirió él.

Ella con la sartén en la mano, lo miró fijamente mientras le llenaba el plato. 

—Como hombre, me ha decepcionado. No puedo decir otra cosa después de… Después de lo que me está obligado a hacer. Sin embargo, como detective, creo que es el mejor con el que puedo contar. ¿Le he aclarado su duda?

Pol asintió con un nudo en el estómago. Aquella mujer lo estaba embrujando y tenía que escapar de su hechizo cuanto antes. Y el único modo era abandonar la idea absurda que concibió aquella aciaga mañana de Junio.

—Del todo. Y con referencia a nuestro pacto, considere que ya lo ha zanjado.

—¿Por qué? –inquirió Gisela con suspicacia. Conocía a ese hombre y su actitud solo podía esconder algo más escabroso.

—Como le dije, soy un profesional. Nunca me mezclo en la vida privada de mis clientes.

—Hasta ahora ha roto las normas –le recordó ella mordisqueando la tostada.

—En realidad, no lo hice. Usted no me empleó. Fue su tía y la policía. Realmente sabroso. Cocina muy bien. 

—¿Y por qué no debería estar bueno el desayuno?

Pol levantó los hombros.

—Bueno. No es normal que una mujer de su clase se desenvuelva tan bien en la cocina. En realidad, creo que ninguna de ustedes la pisa si no es para dar órdenes. ¿Me equivoco?

—Yo no soy como el resto de las mujeres, señor Llorenç. Considero que para dar ordenes, uno tiene que saber como se realiza el trabajo. Eso me enseñó mi madre –replicó Gisela dando un sorbo de té. 

—Sin duda no lo es –musitó Pol evocando repentinamente el sabor de su boca, maldiciéndose por haber decidido con tanta precipitación olvidarse del pacto —. Su madre debió ser una mujer muy inteligente.

Gisela entrecerró los ojos al recordar a su madre, mientras frotaba con los dedos el camafeo que colgaba de su cuello.

—Lo era y también muy hermosa. Todos la adoraban. Yo he intentado seguir sus pasos, pero jamás lo lograré.

—¿Por qué dice eso?

Ella abrió el colgante y le mostró el retrato. Pol lo miró con atención. La mujer era francamente hermosa, con un parecido asombro con Isabel.

—Así es. Su vivo retrato. Por eso intenté educarla con la mayor exquisitez, para que en el futuro fuera su digna sucesora. Pero las cosas nunca salen como uno desea. ¿Verdad? –dijo Gisela con tono triste.

Pol le devolvió el camafeo clavando sus ojos negros en ella.

—No tenía necesidad. Usted es mil veces mejor que ella y seguro que su madre, si la viera, estaría muy orgullosa de usted –aseguró.

—¿Lo estarían de usted sus padres?

Pol arqueó las cejas con aire interrogante.

—Supongo que, dada la vida que llevábamos, podríamos decir que sí. Para ellos era impensable que alcanzara la posición que ostento. Las gentes como yo no tienen oportunidad alguna para prosperar, por eso hoy han salido a la calle, para reclamar justicia.

—Por eso decidió trabajar para ellos. ¿No es así?

—Así es. Intento que los empresarios no abusen de su poder y que su riqueza sea compartida.

—¿No será un comunista? –inquirió ella escandalizada.

—Si pedir un mundo más equitativo para todos, es ser comunista o rojo, pues lo soy. A pesar de ello, no tema. No voy por ahí maquinando atentados ni instigando la violencia.

Gisela dio otro sorbo pensando que Pol escondía tras esa fachada dura y egoísta a un hombre muy distinto; a un hombre tan herido por la sociedad que el único sentimiento que se permitía expresar era el rencor. Y sintió como su hostilidad hacia él se iba mitigando.    

—Dígame una cosa. ¿Por qué, conociendo sus ideales, ha decidido defender a un hombre de la clase de papá?

—Simplemente por justicia. Soy incapaz de consentir que condenen a un inocente. Además de, sentir un gran aprecio por su hija –dijo él mirándola con ojos encendidos.

Una vez más, la irrupción inesperada de su tía, impidió que los recuerdos eróticos abrumaran a Gisela.

—¡Ay Señor! Estoy malísima del disgusto, pero no puedo dejar que la pena me enferme. Es necesario que haga un esfuerzo y coma algo. ¡Um! Huele fantástico. ¿Quién ha cocinado? –dijo con tono melodramático sujetándose con fuerza el cinturón de la bata.

—Su sobrina. Es una magnífica cocinera. Pruebe –sonrió Pol sirviéndole un plato de huevos revueltos.

—Estoy impresentable para un caballero, pero con lo de la huelga y sin sirvientes, es imposible que una pueda vestirse sola. Y no quise molestar a Gisela. La pobre ya tiene demasiados problemas. ¿Sabe algo de mi hermano, señor Llorenç? ¿Ya ha hecho las gestiones para que salga? –dijo saboreando con deleite el desayuno.

—Hoy es imposible, señora.

—¡Esta huelga acabará con nosotros! ¿Y si se desata una revolución? ¿Nos cortarán la cabeza como en Francia? –exclamó Natividad con el horror dibujado en el rostro.

Gisela, a pesar del dolor que la embargaba, no pudo evitar echarse a reír.

—Tía, por favor. Estamos en mil novecientos nueve. Esas cosas ya no ocurren.

—Eso espero. ¡Um!  ¿Es la receta de tu pobre madre? Sin duda los es. El toque de trufa la hace inconfundible. ¡Hacía años que no la probaba! Querida, te ha quedado idéntica.

—Gracias por tu comprensión –dijo Gisela quitándole importancia. 

—¿Por qué narices te menosprecias tanto? Eres una mujer muy valiosa –gruñó Natividad.

—Eso mismo le he dicho yo. Pero insiste que su madre era insuperable  –dijo Pol apartando el plato.

—¡Estupideces! Consuelo era estupenda, pero no perfecta. No. No me contradigas. Tú aún la ves con ojos asombrados de niña, pero los mayores no nos dejamos influenciar por la imaginación. Era una mujer como otra cualquiera, aunque con virtudes que la hacían destacar. Tú eres especial por otras. Eso es todo. No eres ni más ni menos que ella.

—Natividad. ¿Puedo hacerle una pegunta indiscreta? Es necesaria para la investigación –dijo Pol.

—Hágala. Aunque, tal vez, no responda –dijo ella con chanza.

—¿Le consta si su hermano y su mujer, durante su matrimonio, se fueran infieles?

—¡Por Dios Santo, Pol! ¿Cómo se atreve a dudar? Mis padres se adoraban –protestó Gisela.

Natividad levantó la mano haciéndola callar.

—Querida, las apariencias engañan.

—¿Quieres decir que…? –susurró Gisela mirándola incrédula.

—Me refiero a que muchos matrimonios aparentemente dichosos, sufren un infierno en la intimidad. Con ello no estoy afirmando nada. Sinceramente, no lo sé. Hubo algún que otro comentario referente a tu padre. Solo habladurías sin corroborar. Y en cuanto a Consuelo... Tampoco lo sé. ¿Por qué razón me ha hecho esta pregunta, señor Llorenç?

—Busco causas para los ataques que están sufriendo. Calculé la posibilidad de un amante despechado. Eso es todo. Ahora, si me disculpan, iré a comisaría. No, Gisela. Usted se queda. No son seguras las calles. Volveré lo antes posible y les traeré información.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Capitulo 24

 

 

Lola miró los titulares estupefacta.

—¿Es cierto? ¿Ha matado a una mujer? ¡Quién iba a pensar algo así del señor!

—No todo es oro lo que reluce. Teníamos a un asesino entre nosotros y parecía de lo más normal. Uno ya no puede fiarse ni de su sombra –dijo Tomás echando aliento sobre la bota.

Agustina le arrancó el periódico a la doncella y lo volvió a leer.

—Digan lo que digan estos cotillas, el amo no ha hecho nada malo. Lo conozco desde hace más de treinta años y sé que es una buena persona. Ya veréis que pronto lo ponen libre.

—Te doy la razón. Sea un criminal o no, como es importante, no se atreverán a acusarlo. Al tiempo. ¡Qué asco me da todo esto! Suerte que a la gente se le han hinchado las narices y han tomado las calles. A partir de ahora, las cosas serán muy distintas.

Agustina dejó caer la patata en el cazo sacudiendo la cabeza.

—Eres un iluso, Tomás. No se puede vivir del aire, por eso patronos siempre nos tendrán cogidos por las pelotas. Ya ves, nuestra huelga ha durado apenas cuatro horas.

—No si triunfa la revolución. Estos cabrones pagarán muy cara su arrogancia. De momento, el señor ya está entre rejas –masculló el cochero. 

—¿Y lo colgarán? –inquirió Lola encogida.

—Aquí lo que se estila es el garrote. Le machacarán la cabeza y adiós –dijo Tomás con una risa macabra.

—¿Por qué eres tan bruto? Parece mentira que hables así del señor –le recriminó la cocinera.

Tomás escupió sobre la bota.

—¿No es un criminal? Pues, no me merece respeto alguno.

Lola colocó los cubiertos sobre la bandeja y dijo:

—La que me da pena es la señorita Gisela. Ella que siempre ha sido tan respetable y cuidadosa con la imagen de la familia, ahora se verá muy perjudicada. Todas esas damas estiradas le darán la espalda.

—Cierto. Dudo que sea invitada a ninguna otra fiesta –ratificó Agustina.

—¡Un verdadero drama! –se burló Tomás.  

—Para gente como ella, sin duda lo es. Significará que han dejado de ser honorables.

—¡Honor! Ya querría yo estar en su situación con las espaldas tan forradas como ella. La señorita Gisela mitigará sus penas con caprichos que le harán olvidar todo esto y continuará tan feliz.

—Te equivocas del todo. Sé que sufrirá durante mucho tiempo. Con su hermana será distinto. Isabel, como gran egoísta que es, pondrá tierra de por medio y se establecerá en Inglaterra, divirtiéndose sin importarle lo que le pase al resto de sus familiares.

—Y hará bien –dijo Lola.

—Agustina. Parece mentira que permita estos comentarios en su cocina –dijo el mayordomo mirándola con censura.

—Opino lo mismo.

La cocinera miró horrorizada a Gisela.

—Yo... Lo siento... Es que... La situación nos ha trastornado –farfullo con las mejillas encendidas por la vergüenza.

—Que sea la última vez que escucho de labios del servicio comentarios sobre mi familia. ¿Entendido? Lola. Mi tía necesita que le subas la comida. ¡Rápido! Y vosotros, dejad de holgazanear y atended al trabajo. Pedro, por favor, imponga orden –dijo en un tono despectivo, lo cual era inusual en ella. Pero las circunstancias la tenían muy alterada.

Pol, tras su visita a la comisaría, no trajo noticias nada tranquilizantes. Seguían sin encontrar pruebas que lo exculparan del crimen. Y la situación que soportaba la ciudad, tampoco contribuía a serenar los nervios.

La huelga, en un principio tranquila, a la mañana siguiente, se había tornado un verdadero torbellino. Ante los actos vandálicos, la policía salió a la calle sin dudar en disparar ante el menor síntoma de peligro. Y para colmo, Pol, las había dejado solas para acudir al sindicato con la intención de hacer recapacitar a los líderes.

Y de eso hacía muchas horas y comenzaba a sentirse intranquila. ¿Y si había sido detenido o herido? No. Pol a diferencia de ella, sabía cuidarse. Debería tomar buena nota. Apenas pegó ojo durante la noche y le estallaba la cabeza. Lo más sensato era descansar o no podría soportar los acontecimientos terribles que se avecinaban.

Subió a la habitación con intención de echarse un rato.

El sobre en la mesita le llamó la atención. No había venido nadie esa mañana hasta la casa y anoche, sin duda, la carta no estaba allí.

Rompió el lacre y comenzó a leer.

Su semblante adquirió más color al comprender la importancia de la misiva. Alguien aseguraba que tenía datos que podrían ayudar a su padre y que se lo confirmaría cuando se reunieran.

—Lola. ¿Has dejado tú este sobre? –le preguntó a la muchacha que subía por la escalera cargada con la bandeja.

—No, señorita. 

—El cartero no ha venido. ¿Verdad?

—¿En un día como hoy? Solo los locos se aventurarían a salir a la calle.

—Gracias, Lola. Puedes llevar la bandeja a mi tía –la despidió Gisela cerrando la puerta.

Se sentó ante el tocador, pensando, con aprensión, que si nadie del servicio ni el cartero dejó el sobre,  alguien, furtivamente, había entrado en la casa.

Con dedos temblorosos guardó la nota dentro del sobre. Pol decidiría que hacer en cuanto llegara. Claro que, ¿y si no lo hacía? El mensaje decía con claridad que solo la aguardaría dos horas. Y no podía permitir que la oportunidad de lavar el honor de su padre se evaporara. Pero era realmente insensato abandonar la casa con lo que estaba ocurriendo. Sin embargo, el teléfono no funcionaba y el era imposible ponerse en contacto con él; así que, optó por arriesgarse. Como siempre había hecho cuando la amenaza rondaba a su familia.

Determinada a ello, se puso el sombrero, salió de la habitación y bajó la escalera con celeridad.

—¿Va a salir? No debería hacerlo, señorita. Está a punto de anochecer y no es seguro. Pol se enojará. Nos dio instrucciones muy precisas para cuidáramos de la señora y de usted –se horrorizó Lola.

—La que manda aquí soy yo. ¿Queda claro? Y te prohíbo que se lo digas a mi tía o te prometo que en cuanto regrese te hago hacer el hatillo. ¿Comprendido?  

—Sí, señorita. Pero al menos dígame a donde va  –musitó la doncella con la preocupación dibujada en el rostro.

Gisela no respondió. Abrió la puerta y fue engullida por la calle. Asustada por la reacción que tendría Pol ante la escapada de su señora, optó por pedir ayuda a Tomás. Entró en la cocina visiblemente alterada.

—¿Qué te ocurre, chiquilla? –le preguntó Agustina secándose las manos en el delantal.

—¿Dónde está Tomás?

—Creo que en la cuadra. El caballo está alterado. Y tú también. ¿Qué ocurre? ¡Lola! ¡Contesta!

Lola salió a toda prisa. Pero Tomás no estaba. Entró de nuevo en la casa, sin dar con él. Tal vez, pensó, había visto salir a la señorita y fue tras ella para hacerla volver a casa.

—Lola. ¿Puedes decirme que demonios pasa? –le dijo Agustina con expresión contrariada.

—La señorita ha salido.

—¡Por todos los santos! ¿Cómo se lo has permitido? ¡Puede ser herida o en el peor de los casos, la pueden matar! –jadeó la cocinera.

El sonido de unos disparos las hizo brincar y Lola, histérica, se echó a llorar.

—¿Qué pasa aquí? –preguntó Pol entrando.

—¡Ay! Suerte que... has llegado. No he podido evitarlo. No he podido, de verdad. Yo... –hipó Lola con histerismo.

—Cálmate, por favor. ¿De qué hablas?

—La señorita Gisela ha salido hace cuestión de media hora –le explicó Agustina.

—Intenté... Intenté detenerla, pero no me... Hizo caso. Y no encuentro a Tomás –hipó Lola.

—¿Por qué motivo se fue? –inquirió Pol con el rostro desencajado.

—No lo se. No quiso decirme a donde iba. Estaba en su habitación y me preguntó si había venido hoy el cartero.

Pol corrió por la escalera y entró en el cuarto. El sobre y la nota estaban sobre la mesa. La leyó con avidez soltando un reniego, mientras guardaba la misiva en el bolsillo.

—Que nadie salga de la casa. ¿Queda claro? Iré a buscarla –dijo Pol mientras baja.

—¿Y si no la encuentra? ¡Ay Dios mío! No sé lo que pasa afuera, pero parece que hay una batalla campal –musitó Agustina frotándose las manos con nerviosismo.

Pol abrió el cajón del recibidor y extrajo una pistola.

—¡Jesús! –se santiguó Lola.

—Esto nos protegerá. Los manifestantes han asaltado iglesias y algunas casas. Realmente es peligroso andar por ahí. Incluso se habla de toque de queda. No os asustéis si no regresamos a tiempo. ¿Dónde está Tomás?

—No lo encuentro –dijo Lola.

—Bueno, da lo mismo. No sería prudente ir en carruaje. 

—¿Y dónde se esconderán? –preguntó Agustina sin poder dejar de mirar el arma.

—Sé donde ha ido. Está cerca de mi casa. Allí estaremos a salvo. ¡Ah! Si Natividad pregunta por nosotros, digan que hemos ido a comisaría. ¿Comprendido? Vamos, alegren esa cara. Juro por Dios que la traeré sana y salva –dijo Pol abriendo la puerta. 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Capitulo 25

 

 

Los huelguistas habían asaltado el cuartel de veteranos de la libertad y conseguido doscientos fusiles. Ahora se sentían fuertes para enfrentarse a las fuerzas de seguridad y la huelga se tornó en una dura batalla. Algunas columnas de humo se alzaban hacia el cielo y muchos coches y tranvías se encontraban prácticamente destrozados.     

Gisela, con un escalofrío, continuó caminando sin querer mirar atrás al escuchar el primer disparo. Salió corriendo, junto a otos osados transeúntes, hasta alcanzar las Ramblas.

Pero allí la situación no era mucho mejor.

Los huelguistas habían construido barricadas con piedras, sacos y cualquier objeto que pudiera protegerlos de la inminente llegada del ejército, empuñando pistolas, dispuesto a defender su causa aunque ello les costara la vida.

Fue entonces cuando comprendió la locura que había cometido al salir de casa. Pero ya no podía dar marcha atrás. Estaba a tan solo cinco calles de su destino, del hombre que ayudaría a la familia a salir de la terrible situación en la que se encontraba.

Soltó un grito al oír el estruendo del cañón, viendo horripilada como la bola de acero devoraba parte de la fachada de una casa y grandes cascotes sepultaban a varias personas.

Los manifestantes, enfurecidos, comenzaron a usar sus armas contra los hombres uniformados que pretendían acabar con la insurrección, siendo contestados por el fuego mortal, alcanzando a varios de ellos.   

Gisela, llorando con histeria, buscó a su alrededor un lugar donde esconderse. Pero las puertas estaban atrancadas y solo pensó en correr, alejarse de ese infierno; mientras las balas retumbaban a su alrededor; mientras el ejército, a caballo, se abalanzaba sobre ella. 

Haciendo caso a su instinto, se dejó caer y escondió la cabeza entre las manos, elevando una plegaría desesperada.

Al sentir como un brazo la atrapaba, emitió un grito espeluznante.

—¡Gisela! ¡Salgamos de aquí!

Al ver a Pol, se abrazó a él llorando con desconsuelo.

—No tema. Ya está a salvo –dijo él sin la menor convicción. Se encontraban en medio de una batalla cruenta, rodeados por el ejército y furiosos manifestantes. Sin embargo, no se amedrentó. Tiró de Gisela y sorteando a la masa, la obligó a correr,

—Vamos en dirección contraría –jadeó Gisela.   

—Es imposible regresar a casa. Iremos a la mía. No se detenga. Siga corriendo. ¡Siga! –la instó sobrecogido cuando una turba de hombres lanzaban botellas incendiarias en una iglesia.

No dejaron de hacerlo hasta alcanzar la calle Hospital.

—¡Maldita sea! –exclamó Pol al ver la barricada que les impedía el paso. Por suerte, allí, la contienda aún no había llegado.

—¿Qué…? ¿Qué hacemos ahora? –gimió Gisela sumida en el pánico.

—Cruzar esa barrera. Vamos –dijo él decidido. Se acercó a los hombres parapetados tras cientos de adoquines que habían arrancado y dijo: Compañeros, mi casa está ahí. 

—Tú lugar debería ser este –gruñó uno mirándolos con hosquedad.

—¿De veras? Esto se os ha ido de las manos y sufriréis las consecuencias.

El hombre se levantó apuntándolo con una pistola.

—Tal vez a ti te lleguen antes.

—¡Roger! Es Pol Llorenç, el abogado. ¡Baja el arma! –gritó uno de sus compañeros.

El hombre dudó. Al reconocerlo, esbozó una sonrisa.

—Lo siento. Comprende que debemos tomar precauciones. Pasad.

—Yo, de vosotros, regresaría a casa. Esta batalla está perdida de antemano. El ejército se encamina hacia aquí y no son cuatro. ¿Comprendéis? –les aconsejó Pol, mientras saltaban el muro de adoquines.

—Resistiremos, compañero. ¡Viva la revolución!

—¡Viva! –corearon los otros preparándose al escuchar el griterío que se acercaba.

Pol y Gisela se alejaron a toda prisa hasta llegar ante la casa.

—Entre. Es en el cuatro piso –dijo él.

La escalera era oscura y vieja. Las paredes rezumaban humedad y la pintura se desprendía al más leve movimiento. Aunque, a Gisela no le importó. Lo único que deseaba era sentirse a salvo. 

—Le parecerá horrible, pero no puedo ofrecerle nada mejor –dijo Pol cediéndole el paso. Encendió el gas y la luz comenzó a iluminar el contorno. 

El lugar no se parecía en nada a las casas que Gisela estaba acostumbrada. El piso constaba de un solo espacio. Cocina, comedor y un pequeño saloncito, en cuyo centro había un escritorio; que imaginó el lugar donde Pol trabaja en los asuntos legales. Únicamente la habitación se encontraba separada por una puerta. Sin duda, no era precisamente la vivienda de un hombre con muchos lujos; a decir verdad, de ninguno. Los muebles eran sencillos y la vajilla que se mostraba en las estanterías sobre los fogones, de barro cocido. A pesar de ello, los enormes ventanales, junto a las paredes pintadas de blanco impoluto y la decoración caótica, le daban el aspecto de un lugar bohemio, incluso acogedor. Aunque, esa percepción, sin duda, se debía a que el miedo aún la embargaba.

Pol llenó un vaso de agua y se lo ofreció.

—Por favor, siéntese.

Ella bebió con ansia y se acomodó en la butaca frente a la mesa. Su rostro, a pesar el hollín y el polvo, estaba pálido.

—Debería asearse –le aconsejó Pol.

—Lo haré en casa, gracias –rehusó ella entregándole el vaso.

Pol chasqueó la lengua.

—Temo que hoy no podremos salir. El peligro aún será mayor. No ponga esa cara. Le aseguro que no tengo la menor intención de asaltarla. Vamos, le preparé el baño. ¿De acuerdo? Mientras se acicala, dispondré algo de comer –dijo poniendo al fuego una olla con agua.

—Está bien –aceptó ella. Lo cierto era que, necesitaba quitarse la suciedad y el olor a sudor que empañaba su piel.

Pol entró en la habitación y rebuscó en el armario, mientras ella abría el balcón. Se asomó con prudencia. En la barricada las cosas se habían calmado al caer las sombras. Apenas se escuchaban disparos; sin embargo, al alzar los ojos hacia el cielo, pudo ver el resplandor de varios incendios lejanos.

—Solo he encontrado esto. Supongo que, por el momento, le servirá mientras se seca su ropa –dijo Pol mostrándole una bata de seda a rayas.

—¿Por qué tanta violencia? –musitó ella.

—¿Sabe que para evitar ir a la guerra hay que pagar un impuesto de sangre que cuesta seis mil reales? ¡Es una fortuna, cuando un obrero cobra diez reales al día! Y para colmo, la mayor parte de los reservistas son padres de familia y son el único sustento de la familia. Ninguno de ellos quiere participar en una guerra que no les interesa lo más mínimo.

—Comprendo su exaltación. Es injusto.

—Lo es. Pero las cosas se les han ido de las manos. A ambas partes.

—¿Y cuando terminará?

—No lo sé. Lo cierto es que la gente ya está muy harta de los abusos a los que son sometidos. 

—¿También culpan al clero? –se lamentó ella.

—Una mujer como usted desconoce muchas cosas. ¿Sabe que en los conventos tienen a reclusos que son retribuidos por un mísero plato de comida al día, que no es otra cosa que bazofia? Hay mujeres y niñas que durante horas lavan, planchan y cosen. Eso les causa unos beneficios muy suculentos que emplean en levantar soberbios edificios. Además, de ser contrarios a toda idea democrática. Quieren continuar con el poder que les ha otorgado la realeza y los burgueses, sin importarles las condiciones infrahumanas que la mayoría de la población sufre. Por ello intentan inculcar a los estudiantes sus ideas anacrónicas e injustas. De todos modos, no estoy de acuerdo con estos ataques –replicó él con los dientes apretados.

Gisela lo miró desolada. Tenía razón. Protegida en su jaula de oro, ignoraba como funcionaba el mundo que se alejaba de su alrededor.

—Vamos, deje de preocuparse. Se arreglará todo –la tranquilizó Pol. Cogió la olla y entró de nuevo en la habitación. Dejó caer el agua en la tina de madera, llenándola sucesivamente de agua fría, mientras Gisela, con expresión absorta, miraba fijamente el cuadro que colgaba tras el despacho.

—A punto.

Gisela lo siguió.

—No es de porcelana; aunque hará su función. El jabón tampoco es aromático en exceso. Lamento tantas incomodidades –dijo él sonriendo.

—No se preocupe. Gracias –dijo ella cerrando la puerta.

Con evidente cansancio, se desnudó y se sumergió en el agua. Estaba en su punto. Soltó un suspiro de satisfacción y comenzó a frotarse con el jabón, mientras pensaba en como había cambiado su vida en apenas dos meses, como la máscara de la hipocresía se había desvanecido revelando a los que la rodeaban como eran en realidad. Incluso ella, absorbida por el poder de Pol,  también destapó una naturaleza salvaje y apasionada que permanecía dormida. Y ahora, era incapaz de regresar a su frialdad.

El recuerdo de sus manos mágicas viajando sobre su piel la hizo sofocarse. No. No debía albergar sentimientos de ese calibre, sobre todo estando él tras esa puerta. Pues a pesar de que le prometió que el pacto había quedado zanjado, no confiaba. Sobre todo en ella. Pol se había convertido en una tentación que tenía que evitar a toda costa. Y más ahora ante la perspectiva de pasar una noche entera bajo el techo de su casa. 

Sacudió la cabeza con énfasis y la sumergió en el agua, en un intento vano de alejar los temores de su debilidad.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Capitulo 26

 

 

Salió envuelta en la bata, con la melena empapada, sintiéndose desprotegida con la suave tela de seda, que se pegaba a su cuerpo como una segunda piel. Por suerte, Pol había disminuido la intensidad de la lámpara y estaban casi en penumbras.

Pol, que se había lavado en la cocina, la miró suspendido durante unos segundos. En cada encuentro, Gisela se le mostraba más y más bonita. Pero no. Le había dado su palabra y la cumpliría, aunque eso le costase un terrible dolor entre las ingles.

—Solo he podido preparar un poco de pan con mortadela –carraspeó mostrándole el plato.

—No… No tengo apetito. Lo siento.

—No importa. Comprendo que esté nerviosa.

Ella se dejó caer en la butaca con expresión abatida.

—¿Sabe algo de mí padre?

—Hasta que no se calme la revuelta, no podemos hacer nada. De todos modos, le prometo que pondré todo mi empeño en ayudarlo. Por favor, no se preocupe.

—Es que no entiendo que está ocurriendo. Siempre controlé las situaciones. Y ahora no lo he conseguido. Ahora… Estoy viviendo un infierno y dudo que… Salga de él –dijo echándose a llorar.

Pol se arrodilló ante ella y le tomó las manos.

—Por favor, no se altere. Le juro que lo arreglaremos.

Ella sacudió la cabeza con histeria.

—¡No! ¡Sé que papá será ajusticiado! ¡Y sé que es inocente! ¡Lo sé! ¡Y nadie me ayudará! –gritó.

Él la estrechó entre sus brazos.

—No llore. Tranquilícese. No la abandonaré en esto.

—¿De verdad?

Pol asintió mirándola largamente, mientras le acariciaba la mejilla empapada de llanto.

—Cuando hago una promesa, intento por todos los medios cumplirla. Deje de llorar –dijo besándola en la mejilla.

—Pol… Tengo mucho miedo. Estoy tan sola…

—Yo estoy a su lado. Siempre lo estaré –aseguró él con voz profunda.

El sonido de disparos acrecentó los temores de Gisela y se aferró a Pol con más fuerza. Necesitaba sentirse arropada como cuando era una niña, sentir que alguien la protegía, que deseaba estar junto a ella. Olvidar por un momento el miedo, su soledad.

Él no quería aprovecharse de su momento de debilidad e intentó no ceder a la tentación de tomarla en sus brazos, de acariciarla, se hacerla suya. Pero era difícil. Gisela estaba tan seductora y no pudo. Buscó su boca y la besó con frenesí.

—Con tu presencia, todos mis propósitos se quiebran. Me vuelves loco. Te deseo tanto que apenas puedo razonar —dijo ronco. 

Ella gimió notando como en su vientre se concebía un ardor que la devoraba. Nadie jamás le había confesado que la deseaba y quería experimentar, aunque fuera solo una vez, como un hombre se derretía entre sus brazos.

—Deja de hacerlo. No pienses. Esta noche no –dijo en tono de súplica.

—Ambiciono todo de ti. No quiero que me niegues nada. Quiero que aceptes todo lo que quiera darte.  ¿Estás dispuesta a ello? –le preguntó Pol rozándole con el dedo los labios trémulos.

Gisela asintió con un nudo en el estómago. Se estaba enfrentando a un precipicio y si caía, no podría escapar. Y aún así, no le importaba.

—Juro que no te arrepentirás, cariño –jadeó él apoderándose de su boca. Sus manos ansiosas acariciaron su cuello, descendiendo hacia el nudo que sujetaba la bata. Con dedos torpes, como los de un principiante, luchó con la cinta, hasta que ésta se deshizo, permitiéndole rozar la piel de seda, que con tan solo ese leve contacto, se estremeció.

Pol se sentía impaciente por probar las mieles que ella estaba a punto de brindarle. Pero debía que controlarse. Dejó de besarla para que sus labios pasearan suavemente por el pulso latente de su cuello, mientras respiraba hondo, buscando el autocontrol perdido.

Gisela, por el contrario, volvía a perderse en los caminos de la sensualidad. Nada importaba, salvo ese momento mágico entre los brazos protectores de Pol.

Un leve suspiro salió de su garganta cuando la  lengua rozó su seno.

—Esto solo es el principio. Te daré más –murmuró Pol tomando el pezón endurecido en su boca. Al mismo tiempo, con la mano izquierda, le amasó el otro seno, llevando la otra mano libre hasta su entrepierna.

Gisela sentía como si su cuerpo fuera una hoja en blanco donde Pol dibujaba el mapa de un tesoro secreto.

—Cielo, ya estás muy excitada –murmuró él con voz ronca, complacido de que ella, con tan leves caricias, se estuviera derritiendo de deseo.

Y así era. Gisela moría por que le diera más. Por que la elevara a la cima gloriosa del máximo placer y se movió contra esa mano que la atormentaba sin el menor sentido del pudor ni la decencia.

Pol buscó su boca y le lamió la comisura del labio.

—Deseo saborear tu ardor. Alimentarme de él.

Sin darle tiempo a reflexionar, la tomó de los muslos y apoyándolos sobre el reposa brazos del sofá, la abrió para él.

—¡No! –protestó Gisela al comprender su intención.

—Me has prometido darlo todo y lo quiero –sentenció Pol buscando su esencia.

Gisela ahogó un grito cuando la boca ávida la invadió inundándola de calor húmedo y la lengua comenzó a rozar su punto de máximo placer con insistencia, para después lamer cada pliegue de su intimidad, logrando trastornarla.

Ante esa nueva sensación enloquecedora, olvidó el decoro, lo expuesta que estaba ante ese hombre salvaje y audaz. Dejó caer la cabeza hacia atrás asiendo los rizos negros de Pol, entregándose por completo, suplicando que no se detuviera, emitiendo gemidos entrecortados. Le costaba respirar, el corazón le latía salvajemente y el fuego en las entrañas amenazaba con devorarla y pensó, en un momento de lucidez, que si no conseguía liberarse, moriría.  

Él continuó enloqueciéndola, llevándola cada vez a una agonía insoportable, hasta que algo pareció quebrarse en las entrañas de Gisela y explosionó en un éxtasis demoledor que la obligó a gritar y a convulsionarse espasmódicamente, entregándole el fruto de su placer.

Pol emitió un leve gruñido y ebrio de pasión, levantó la cabeza.

—Sabes muy dulce. Muy dulce –jadeó asiéndola de las nalgas. Cargó con ella y caminó hacia la habitación.

—¿Vas a enseñarme otra lección? –susurró ella mordiéndole la oreja.

—Tenía una pensada… Pero me parece que tendremos que saltarla, cariño –dijo él entrecortadamente.

La sentó sobre la cama y le quitó la bata.

Gisela sintió un terrible pudor, sobre todo, cuando él quedó desnudo ante ella mostrándole su masculinidad encendida. Aún así, no pudo evitar admirar su cuerpo atlético y bien formado, como una estatua griega, ni pensar maravillada, que ese hombre iba a ser suyo.

—¿Entiendes el motivo? –Pol mirándose la entrepierna. Con una sonrisa maliciosa se arrodilló ante ella.

—¿Por qué me deseas? No soy hermosa –quiso saber Gisela.

Él le acarició el cuello mirándola con ojos nublados por la pasión. Gisela era como una caja de música que durante años permaneció cubierta por el polvo del olvido, pero que al abrirla, su música te envolvía arrastrándote a un mundo mágico e irreal, donde la voluntad era borrada impidiéndote pensar, solo sentir. Sentir como las raíces profundas de algo desconocido e inquietante se arraigaban en el corazón.

—No es cierto. Eres una mujer preciosa y me enciendes. Únicamente pienso en el momento en que seas mía por completo. En sentir como tu fuego me devora.

—Tengo miedo, Pol. No se si podremos…

—Nada debes temer. Jamás te lastimaría. Jamás –dijo él ronco. Alargó el brazo y asió un cojín —. Esto hará que estés más abierta y me recibas con más facilidad. Confía en mí, cielo. Solo deseo satisfacerte.

Gisela se acomodó sobre la almohada notando como el corazón le latía encabritado, como su vientre, ante la expectativa de sumergirse en las mieles que le prometía, se sacudía anticipadamente de placer.  

Pol la besó con apetito, como si su boca no pudiera saciarlo. Se alimentó de su piel explorando cada centímetro, llevándola a un estado casi de locura y cuando su boca bebió de sus senos, el deseo salvaje regresó a su cuerpo.

—¿Quieres ser mía? –dijo él con voz profunda.

—Quiero. Me consumo por sentirte dentro. Pol ámame –susurró ella acariciándole el pecho.

Pol, con un gemido agónico, posó los pies de ella sobre la cama y se introdujo entre sus muslos.

—Ábrete más.

Gisela obedeció mientras observaba como la carne dura y ardiente de su miembro le rozaba el clítoris. El contacto la hizo sacudirse como si un rayo la hubiera traspasado.  

—Estás ardiendo –dijo ella rompiendo el ritmo de su respiración.

—Tú también, cariño. Y eso me vuelve loco y no quiero precipitarme. No hasta que estés preparada para recibirme –dijo él meciéndose contra su carne inflamada, estimulándola con perversidad, mirándola fijamente; seducido por el rostro sumido en la sensualidad de su amante. Gisela ofrecía una imagen arrebatadora. Sus labios estaban entreabiertos, expectantes, sus mejillas encendidas y sus ojos pardos reflejaban el placer que le estaba proporcionando.

—Lo estoy –casi sollozó ella sumida en la borrachera de la voluptuosidad.

Pol, sobrexcitado por su respuesta, se abrió paso en ese nido caliente y acogedor.

Gisela se aferró a la sábana ante la sensación de estar siendo fragmentada por esa vara palpitante.

—No temas, amor. Será maravilloso –musitó él irrumpiendo un poco más. 

—Lo sé. Tómame sin miedo. Quiero ser tuya y que tú seas mío  –se agitó ella, inflamada ante la imagen tan erótica que ofrecía sus cuerpos dispuestos a fundirse en uno solo.

Pol emitió un gruñido hondo y se balanceó abriéndose paso unos centímetros más.

—Estás muy estrecha y no quiero lastimarte –dijo él apretando los dientes en un esfuerzo sobrehumano por no dejarse llevar por la terrible excitación.

—Por favor, no me dejes. Te necesito ahora. Ven –le suplicó ella alzando las caderas.

Él se introdujo hasta alcanzar la barrera que lo separaba se su unión total. Buscó su boca y la besó con codicia, ahogando el gemido de ella, mientras profundizaba un poco más, hasta llenarla por completo.

—Mira, cariño, ya eres mía, y yo tuyo. Totalmente unidos. Perfectamente acoplaos. Ahora, devórame. Muévete conmigo –le pidió ronco.

Gisela se meció contra él con la respiración entrecortada. Su cuerpo estaba totalmente entregado a esa sensación enloquecedora que la elevaba a un delirio jamás imaginado. El cuerpo ardiente y sudoroso de Pol la hundió en el colchón. Ella besó su cuello notando las pulsaciones aceleradas del corazón de él, como su respiración se tornaba cada vez más angustiosa. Su excitación, su aroma varonil, la fuerza de ese hombre introduciéndose dentro de ella, la elevó a un frenesí angustioso. 

—Eso es… Gime por mi, tesoro. Eso me excita. ¿Qué te enloquece a ti? –dio él acelerando los movimientos.

Ella alzó el rostro y lo miró.

—Notar lo duro que estás y como palpitas dentro de mí a causa del deseo. No dejes de desearme, Pol –dijo en apenas un murmullo, mientras un espasmo doloroso la llenaba, arrastrándola a una vorágine enloquecedora y tan  placentera, que la hizo sollozar mientras gritaba el nombre de su amante. 

—Sí, mi amor. Si. Gocemos juntos –dijo el él con voz profunda, estimulado por su respuesta sensual y desinhibida. Aceleró el ritmo de sus embestidas y exhalando un gruñido ronco se derramó dentro de ella.

Después, solo hubo plenitud. Una sensación de abandono maravillosa.

—¿Estás bien? –le preguntó Pol al ver sus lágrimas.

Gisela asintió acurrucándose en su pecho, incrédula aún ante lo que había experimentado. Nunca imaginó lo mágico que sería estar entre los brazos de un hombre.   

—¿He sido muy brusco? –insistió él con preocupación.

—No, Pol. Solo es que… Ha sido maravilloso. Gracias por mostrarme como se siente una mujer deseada y no avergonzarte de mi inmoralidad –contestó ella sin poder dejar de sollozar.

Pol la abrazó con fuerza.

—No, cariño. Soy yo quien debe agradecer tu generosidad. Eres una mujer fantástica y lo único que has demostrado es que eres muy valiente al cumplir tus deseos. No vuelvas a avergonzarte de ello jamás. Nunca –dijo besándola con avidez.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Capitulo 27

 

 

 

Pol miró a Gisela. Su rostro reflejaba placidez y sus ojeras la intensa noche de placer.

Sin percatarse de la sonrisa dibujada en su boca, pensó que jamás imaginó cuan satisfactorio sería hacerle el amor. Gisela se descubrió como una mujer realmente voluptuosa e insaciable. Casi tanto como él. Cualidad que no había hallado en otra. Y estaba realmente sorprendido y al mismo tiempo, asustado. Ninguna mujer le había proporcionado esa sensación tan extraña, ese sentimiento de férrea posesión que lo obligaba a considerar el hecho de que haría lo imposible porque Gisela jamás estuviera con otro.

Pero era una estupidez. Él no deseaba ninguna relación estable ni con ataduras; ni ella plantearse seguir con la locura que cometió esa noche. Pertenecían a mundos muy distintos y tarde o temprano, esa diferencia, acabaría por alejarlos.

Exhalando un hondo suspiro, se cubrió con la bata y salió del piso. Subió a la terraza. Oteó hacia abajo. La barricada continuaba en su lugar siendo custodiada por dos hombres y en el cielo, varias columnas de humo ofrecían una imagen dantesca de la ciudad. A pesar de ello, todo parecía tranquilo. Podían regresar a casa de Gisela.

Sin embargo, al volver a mirar como dormía, desechó la decisión. Un día más, se dijo. Solo uno y su apetito quedaría saciado. Claro que, lo más seguro, es que una mujer como ella, al despertar, recobraría la sensatez y desearía alejarse de él cuanto antes. Aunque, la convencería de lo contrario. Ahora conocía sus puntos débiles y se rendiría a su sensualidad.

Regresó a la cocina y preparó la comida. En realidad, solo café, pues la cena ni la habían tocado.

Escupió un juramento al escuchar el disparo. Por lo visto, las cosas continuaban sin solucionarse. Y lo lamentaba sinceramente. Ni ahora ni en el pasado, creyó que las injusticias se repararan con violencia. Y aquella revolución estaba perdida de antemano.

Sacudió la cabeza para alejar los pensamientos tenebrosos y dispuso la mesa. Volvió a la habitación y besó a Gisela en la mejilla.

—Es hora de despertar, preciosa. Ya son las dos –susurró.

Ella, lentamente, se desperezó.

—¿Las dos? Nunca me he levantado tan tarde –musitó. Abrió los ojos y sus mejillas se ruborizaron al ver el rostro de Pol, al recordar todo lo que habían hecho. ¡Aún le parecía imposible su desinhibición, su falta de vergüenza! 

—Es lógico, cielo. Anoche estuvimos muy ocupados. Fuiste una mujer muy, muy traviesa –dijo él besándola, sin darle opción a que protestara —. Ahora vayamos a comer. Estoy hambriento. ¡Arriba!

Gisela intentó cubrirse cuando Pol tiró de la sabana.

—Querida, no seas niña. Ya no escondes secretos para mi –rió él lanzándole la bata.

Gisela se cubrió y fue tras él. Sobre la mesa estaba preparada la comida. No era ningún manjar, pero descubrió que el hambre le roía las entrañas. Se sentó y comenzó a comer con verdadero apetito.

—Creo que... Creo que desde que murió mamá, sí, desde entonces, no he vuelto a comer mortadela –dijo casi atragantándose.

Pol estalló en una sonora carcajada.

—Lo imagino. La gente fina no suele comer esas cosas.

—Pues no lo entiendo. ¡Está deliciosa! Le diré a Lola que lo incluya en la lista de la compra en cuanto lleguemos a casa. 

Él carraspeó incómodo.

—Temo que deberemos continuar aquí. Aún han incendios y se oyen disparos. No quiero, como sucedió ayer, a arriesgarme a que nos maten.

—Siento el trastorno que te causé. No era mi intención, de veras. Solo quería ayudar a papá y esa carta me prometía información  –se disculpó ella sorbiendo el café.

—Lo comprendo, Gisela.

—¿Y si no podemos ir a casa, qué comeremos?

Él sacudió la cabeza con aire divertido.

—Deberemos ser más comedidos en la cama o terminaremos con la despensa de Juanjo. Tranquila, cielo. Conseguiré comida.

Ella, ante la idea de que  volviera a hacerle todas esas cosas que le enseñó, se ruborizó.

—Me gusta tú ambigüedad. Unas veces pudorosa y otras, salvaje como una gata en celo. Temo que tardaré mucho en saciarme de ti.

—¿Seguro que no podemos ir a casa? –dijo ella en apenas un murmullo.

—Es completamente imposible. Además, aún quedan más lecciones.

Gisela alzó las cejas incrédula.

—Lo comprobarás. ¿Tienes idea de quién pudo escribir esa nota?

Ella carraspeó intentando apartar el ramalazo de excitación que se aposentó entre sus muslos.

—No. Y ahora, ya no podré ponerme en contacto. ¡Oh, es espantoso!

—Gisela, temo que era una trampa.

Ella lo miró boquiabierta.

—Me refiero a que estoy convencido que era el hombre que os desea ver muertos. No me parece lógico que concierte una cita con la ciudad en plena revolución. Probablemente, esperaba deshacerse de ti sin que nadie sospechara.

¡Jesús! –exclamó Gisela sin dejar de comer.

Pol la miró divertido.

—Realmente, te has levantado con un hambre canina. Ni tan siquiera te asusta la idea de poder haber sufrido un atentado. ¿Y tampoco sabes quién pudo dejarla en tú cuarto?

—Lo siento. No se me ocurre nada.

—No importa. Ya lo descubriremos. ¿Y por qué no has vuelto a comer mortadela desde que murió tú madre? –dijo Pol encendiendo un cigarrillo.

—¿Qué? –inquirió Gisela.

—Me refiero a que apenas sé nada de ti. ¿Qué hacías de niña?

—Imagino que lo mismo que los demás niños. Jugar, ir al colegio.

—No todos, Gisela –dijo él con expresión sombría.

—¿Qué hacías tú?

—Sobrevivir, junto con mis padres.

—¿De qué murieron?

—Cólera. Su salud era precaria a causa de la mala alimentación y las largas jornadas de trabajo en esa fábrica infecta. No logaron superarla. Entonces yo, asustado y rabioso, dejé el trabajo e intenté encontrar algo mejor. No puede y acabé malviviendo en las calles, hasta que no tuve más remedio que robar.

Gisela, al percibir su profundo dolor, le acarició la mano.

—Por suerte, encontraste al comisario. ¿Verdad?

—Así es. Fito se apiadó de mí e intentó por todos los medios llevarme por el buen camino y darme estudios.

—Sin duda descubrió que eras muy inteligente –dijo ella cubriendo otra rebanada de pan con mortadela. No llegaba a entender como podía estar tan hambrienta. Por regla general era incapaz de desayunar recién levantada de la cama.

—Por supuesto, preciosa. Y me convertí en un abogado respetado. Al menos, por mis pobres clientes –dijo él recuperando el buen humor. 

—Te prometo, que en cuanto todo se solucione, haré que papá mejore la vida de sus trabajadores y si me lo permites, financiaré tu acción social.   

—Sería magnífico –dijo él observándola con atención. Allí, envuelta en esa bata barata y con el cabello revuelto, no se parecía en nada a la mujer estirada y orgullosa que conoció. Y pensó que sería una lástima que dentro de poco esa imagen se desvanecería como un espejismo.

—Prometo que lo haré. ¿Me pasas el café? –aseguró Gisela.

Pol le llenó la taza.

—Anda, cuéntame de tú vida.

—No tengo nada interesante que explicar. Siempre ha sido aburrida y monótona.

—Discrepo. A los quince años te convertiste en la señora de la casa y con la responsabilidad de cuidar de una recién nacida. Y todo ello, con la tristeza de perder a tú madre. Imagino que fue muy duro.

—Al principio me encontraba perdida. Pero con el tiempo, me habitué e incluso me gustaba.

—¿Ya no?

—Las cosas han cambiado mucho. Isabel se ha ido, papá... Bueno, no tengo que explicarte nada. Lo cierto es que ahora no me siento necesaria para la familia. Lo que tuve que hacer por ellos lo hice. Salvo evitar que cuelguen a papá, por supuesto.

Pol aplastó la colilla en el plato y la miró fijamente.

—Lo de anoche no fue una exigencia.

Ella sostuvo su mirada sin mostrar el menor pudor. Lo cierto era que, aún se sentía sorprendida de lo desinhibida que se encontraba charlando con él después de todo lo sucedido durante sus largas horas de sexo. 

—No te reprocho nada. Fue mi decisión –dijo soltando un hondo suspiro.

—¿Y estás arrepentida?

Gisela, con los ojos clavados en la taza de café, removió la cucharilla y dijo:

—Mis sentimientos son muy contradictorios; difíciles de entender. Necesito tiempo para meditar. Y no puedo hacerlo aquí.

—¿Y qué harás? ¿Irte?

—No lo sé. He pensado que, en cuanto todo se resuelva, haré un largo viaje. Necesito reflexionar sobre todo lo que me ha sucedido –dijo ella emitiendo un hondo suspiro.  

—¿Pensarás en mi?

Sin duda que lo haría. Sin embargo, tenía que ser sensata y atajar aquella situación en ese mismo instante o su vida, en el futuro, sería un infierno. 

—Pol, lo que ha ocurrido no puede repetirse. No podemos permanecer ni un minuto más aquí. Nuestras vidas son incompatibles. Tienes que entenderlo.

Pol agarró las patas de su silla y la arrastró frente a él.

—¿Qué haces? No –protestó ella asustada al ver en sus ojos negros ese destello que la anunciaba sus perversas intenciones.

—Solo quiero demostrar lo magníficamente compatibles que somos, una vez más –dijo aferrándole la nuca con las dos manos. Tiró de ella y la besó con furia.

Ella intentó no sucumbir, pero el deseo era más poderoso que su firmeza y se dejó subyugar devolviendo cada uno de sus besos con el mismo ardor.

—¿Lo ves? Es inútil luchar contra esto –afirmó él introduciéndole la mano dentro de la bata, comenzando a acariciarla con audacia.

—Tenemos que hacerlo –gimió ella asustada por su debilidad.

—¿Por qué razón? Mueres porque te haga el amor y yo por satisfacerte –dijo Pol ronco al notar lo humea que estaba. La abrazó por la cintura y la sentó a horcajadas sobre sus piernas.

Ella sintió la dureza bajo la tela. Y una vez más, se sometió a su hechizo pecaminoso. Pero no le importó.

 

 

 

 

Capitulo 28

 

 

A un hombre corriente apenas se le notaría las largas horas de encierro e incomodidades a las que estaba sometido, pero a un hombre como Capdevila, aquella situación lo estaba destrozando. Demacrado y visiblemente más delgado, era incapaz de entender que estaba haciendo allí. No lograba adaptarse a la idea de que alguien pudiera creer que un hombre de su status, de su trayectoria social y costumbres cristianas, hubiera cometido un crimen, y mucho menos que estuviera recibiendo un trato tan humillante. Y se juraba una y otra vez, que en cuanto fuera liberado de todos los cargos, la carrera de Alfonso Ruiz se daría por terminada.

Lo que tampoco comprendía era la ausencia de Gisela. Llevaba seis días en ese infierno y aún no lo había visitado. A lo mejor ella también estaba convencida que cometió esa barbarie.

No. Su hija lo conocía muy bien. Sabía que era un hombre duro en los negocios e incluso con el trato con sus oponentes, pero estaba convencido que jamás le creyó capaz de asesinar. Seguramente existía una razón coherente. Tal vez le habían recomendado que no se inmiscuyera demasiado para no ser importunada por los curiosos. Lo más probable era que, la noticia habría saltado a los periódicos y Gisela, con su carácter estricto y prudente, lo estaría pasando tan mal como él.

No. Eso era imposible. Nadie estaba sufriendo como él, vejado, en una mísera celda con un retrete y sin posibilidad de tomar un baño. Apestaba y para un hombre de su categoría era humillante.

Saltó como movido por un resorte al ver como la puerta se abría.

Su rostro se contrajo en un rictus de ira al ver al comisario.

—Espero que su visita sea para sacarme de aquí –siseó.

—Paciencia, señor Capdevila –dijo Ruiz.

—¿Paciencia? ¡No puede requerirla a un hombre inocente privado de su libertad! ¡Exijo que me saque ahora mismo! ¡Y que venga mi hija! –bramó Capdevila.

El comisario alzó la mano tratando de tranquilizarlo.

—Estamos haciendo lo que podemos. La situación en la ciudad es caótica. Los obreros, tras la huelga, provocaron un estallido de violencia difícil de controlar.

—Ya sabía yo que esos desagradecidos acabarían por intentar eliminarnos a todos. ¡Imbéciles! No entienden que gracias a nosotros pueden vivir. Por suerte no tienen poder ni medios para ello.

—Han quemado edificios, entre ellos iglesias y conventos, incluso han profanado tumbas sagradas. Aunque, han respetado sus vidas. Durante estos días ha habido cientos de heridos y algún muerto, pero debido a los disparos.

—¿Y qué demonios hace el ejército? No son más que una pandilla de desgraciados. ¡Por el amor de Dios! –masculló Capdevila.

—La chispa que los hizo saltar fueron los tranvías volvieron a salir a la calle no respetando la huelga. Los revolucionaros se hicieron con un polvorín. Aunque, hay ciertos disparos que dudo que sean provocados por ellos. Se han encontrado balas de pistolas Browing y ya sabe lo caras que son.

—¿Insinúa que hay gente decente haciéndose pasar por obreros? –inquirió Capdevila incrédulo.

—Supongo que con la esperanza que el ejército se decidiera a intervenir. Y lo ha hecho. Se espera que se ataje la revuelta hoy mismo. Han llegado tropas de refuerzo procedentes de Valencia, Zaragoza, Pamplona y Burgos. Por ello su hija no ha venido. Sería un peligro innecesario. Imagino que eso no nos lo reprochará.

—¿Y qué hace ese sabueso suyo? ¿Está trabajando en mi caso? ¡Maldita sea! No entiendo como Gisela ha podido confiar en él. En todo este tiempo ni tan siquiera ha encontrado una pequeña pista de quien intenta perjudicarnos. Y además, es un abogado mediocre y sin prestigio.

—A pesar de no ser afamado entre la alta sociedad, no tengo ninguna duda de que es el mejor investigador que conozco. Si es inocente, lo demostrará.

—¡Ya! –resopló Capdevila.

Ruiz también dudaba. Desde el martes no sabían nada de él, ni tampoco de la señorita Capdevila. Conocía el hecho de que ella abandonó la seguridad de la casa, pero también que Pol fue tras ella. Sin embargo, comenzaba a preocuparse seriamente. Tendría que revolver la ciudad para encontrarlos.

—Tenga confianza. Y si le sirve de algo, a pesar de tenerlo aquí, estoy convencido que es usted inocente. 

—El convencimiento no es nada demostrable.

—Mi teoría es que, un hombre con su inteligencia, lo habría planeado con más detalle. No habría dejado tantas pistas y tendría una coartada. 

—Lo que yo necesito son pruebas concluyentes que me descarten como homicida, no presentimientos. ¡Por el amor de Dios! ¡La policía tiene que encontrar algo del verdadero asesino! ¿Por qué no interrogan a todos los hombres que ella frecuentaba? Uno de ellos es el criminal. 

—¿Tiene idea de quién pudo ser? No se. Aluno de sus conocidos que frecuentaban a la víctima.

—Ya se lo he repetido miles de veces. Pudo tener que ver con cualquiera.

—¿Conocía alguien su relación?

—Nadie. Éramos discretos. Bueno, el cochero. Pero es de plena confianza. Y dudo que él la atara. Oiga. ¿No podría darme un baño? Me siento asqueroso.

—Lo lamento. Esto no es un hotel –contestó el comisario con tono agrio. No soportaba la arrogancia de ese tipo. 

—Es indudable. Esto es una pocilga. Así que, mueva el culo y busque al verdadero asesino –contestó Capdevila en el mismo tono.

—Le repito que estamos en ello. ¿De acuerdo? Y de gracias a esta maldita huelga o ya estaría acusado formalmente. Hemos ganado un tiempo precioso. Así que cálmese. Si tengo más noticias se las comunicaré lo antes posible. 

—Como no las traiga pronto, le prometo, que aunque salga de este infierno, lo hundiré. No volverá a trabajar en su vida. Ni aquí ni en el resto del país. ¿Entendido? –lo amenazó Capdevila.

Ruiz no se alteró lo más mínimo.

—El futuro que pinta está lejano. Ya hablaremos de ello. Ahora procure pensar en lo ocurrido aquella tarde. Puede que de con un dato que lo ayude. ¿De acuerdo? –dijo Ruiz saliendo.

Con semblante enfurruñado y sorteando a los numerosos detenidos, se dirigió a su mesa. 

—Comisario, ya funciona el teléfono. Nos han comunicado que la situación está calmada. Solo se escucha algún que otro disparo en la zona alta de la ciudad. El centro está libre.

—Gracias, Gómez. ¿Alguna novedad sobre el caso Capdevila?

—Nada. Y con este jaleo, apenas hemos podido investigar.  

—¿Hay noticias de Pol o de la señorita Capdevila?

—No, jefe.

Ruiz soltó gruñido. Cerró el cajón con un sonoro golpe y se levantó.

—He de salir. Encárgate de este barullo.

 

 

 

 

 

 

 

 

Capitulo 29

 

 

Gisela se estiró como una gata sonriendo con languidez, mientras observaba a Pol.

—¿Es qué no piensas levantarte de la cama?

—¿Acaso hay un lugar mejor? –contestó ella mirándolo con ojos brillantes.

—Indudablemente, no. Sin embargo, uno tiene sus límites y de vez en cuando, hay que alimentarse, mi preciosa insaciable –dijo Pol divertido.

Ella entrecerró la frente.

—¿Insaciable? ¿Te refieres a que soy ninfómana? 

Pol estalló en una sonora carcajada. Gisela, algunas veces, mostraba un sentido del humor exquisito.

—No bromeo. A una mujer que conozco, su marido la encerró en un hospital mental a causa de ello. Y si lo pienso con calma, estoy segura que esto que estamos haciendo no es… No es nada decente ni normal.

Él se inclinó y la besó suavemente.

—Eres una mujer muy cuerda, que lo único que hace es disfrutar de la manera más natural del placer, como cualquier ser humano, sea hombre o mujer. Y eso me gusta. Ya lo sabes. Hazme caso y olvida todo lo que te han contado. Solo demonizan el sexo por los convencionalismos hipócritas. ¿Quieres de nuevo mortadela para desayunar?

Si. Gisela quería mortadela, quería que esos días maravillosos de encierro junto a él no terminaran, pero los sueños siempre eran interrumpidos por la realidad.

—¿A qué viene esa expresión sombría?

—¿De veras tenemos que irnos? Aún se escuchan disparos.

Pol se sentó en la cama y le acarició la mejilla.

—No somos unos niños, Gisela. Tenemos responsabilidades y hay gente que debe estar muy preocupada por ti.

—Estoy harta de las obligaciones, de pensar en los demás.

—Me parece lógico. Has estado muchos años atada a un mundo juicioso e intransigente. Pero ni esta habitación ni yo somos la solución. Debes liberarte por ti misma. ¿Comprendes que quiero decir?

Ella asintió. Tenía razón. Lo único que estaba haciendo era ocultarse del mundo, de sus miedos.

—Anda, alegra esa cara. Verás como consigues lo que buscas. Voy a preparar el desayuno mientras te vistes.

Gisela se levantó. El acto de vestirse la transportó a la dura realidad. La locura había terminado y ahora, regresaría a su vida gris, a su existencia sin sentido, a un camino largo y oscuro donde Pol no estaría. Y esa verdad la sumió en una tristeza que le impidió casi respirar, al comprender que como una idiota se había enamorado de él. De un hombre que lo único que sentía por ella era pasión. Una pasión que se desvanecería tan rápida como llegó.

Inspiró con fuerza y salió de la habitación.

—Todo listo –dijo Pol apartando la silla.

—No… Tengo apetito –dijo ella.

Él levantó una ceja con aire socarrón.

—Es extraño. Sueles devorar después de una larga noche de insomnio.

—Hoy es distinto. Debo enfrentarme a mi familia y al problema de papá.

—Nunca te ha dado miedo.  Si es por lo que ha habido entre nosotros, tranquila, soy un sinvergüenza, pero todo un caballero en estas cosas. Nunca lo sabrán –aseguró él.

—Pero yo sí y…

No pudo continuar y se echó a llorar. Pol la estrechó entre sus brazos y le besó el cabello con ternura.

—Vamos, todo irá bien. Tú honor seguirá intacto para los demás.

Gisela se apartó y lo miró fijamente.

—No se trata de eso. Pol… Yo… no quiero que… Olvídalo. Estoy bien –dijo intentando liberarse de su abrazo. Él no se lo permitió.

—Gisela, cuando te propuse el pacto fue porque estaba herido por tu arrogancia y quise vengarme. Pero después, al conocerte como eras en realidad, todo cambió. No quería lastimarte y si lo he hecho, te pido perdón.

—No tienes porque hacerlo. Mis actos han sido conscientes. Te deseaba y quise que mis deseos se hicieran realidad. Así de sencillo.

—Sí, Gisela. Ha sido muy fácil para los dos caer en la tentación. ¿Verdad? –dijo él buscando su boca.

Los golpes en la puerta los obligó a separarse.

—Ve a la habitación  y no salgas bajo ningún concepto. ¿De acuerdo? –dijo sujetándose el cinturón de la bata. Se acercó a la puerta y escuchó atentamente.

—¡Maldita sea, Pol! Si estás ahí abre de una puñetera vez.

Era Fito.

Pol abrió y el comisario entró como un vendaval.

—¿Qué te ha pasado? Nos has tenido seriamente preocupados. ¿Por qué demonios no te has puesto en contacto con nosotros? ¿Acaso estás herido? No. Te veo pletórico.  ¡Di algo, por el amor de Dios!

—No podía arriesgarme a salir. Era peligroso –contestó Pol con calma.

—¿Peligroso? ¡No me hagas reír! Un hombre como tú no conoce el peligro. ¿Y qué hay de la señorita Capdevila? Me dijeron que saliste en su busca. ¿La encontraste?

—No –mintió Pol. No quería que nadie pudiera lastimar a Gisela por su causa. La sacaría de allí con discreción e idearían una razón convincente por su ausencia.

Fito se dejó caer en la silla.

—¡Ay Señor! ¡Esto es una hecatombe! ¿Qué van a decir de nosotros? ¡Teníamos que protegerla! ¿Por qué rayos no te percataste de que escapaba de casa?

—No estaba. Tuve que ir a la asamblea…

—¡Malditas asambleas! Te advertí que ese camino te llevaría a la perdición. Pero no. Como siempre, testarudo como una mula. ¿Por qué no me hiciste caso y te dedicaste a defender a ricachones? No, el señor es todo un concienciado social. ¡Mierda! Si ella no aparece o si lo hace muerta, me has hundido. Y tú también caerás conmigo –se lamentó Fito. 

—Lo siento. Nunca he querido causarte problemas y lo sabes –se disculpó Pol.

—Por supuesto que lo sé. Sin embargo, esta vez te has pasado de la raya.

—Tenía que hacer algo, si estaba en mi mano,  para solucionar esta locura. ¿No lo hubieses hecho tú? –se enervó Pol.

—Como hombre dedicado a la ley, mi obligación es imponer el orden. Pero a pesar de ello soy sensato. Y sabías  que era inútil tu presencia. No debiste abandonar a tus protegidos –le recriminó Fito.

—No los abandoné. Estaban a salvo en su casa. Si la señorita Capdevila desobedeció mis órdenes, no me eches la culpa. ¿De acuerdo?

—Deje de increparlo, comisario. Solo yo tengo la culpa de todos los problemas –dijo Gisela saliendo de la habitación.

Pol la miró suspenso.

—No puedo permitir que lo traten de este modo después de lo que ha hecho por mi –dijo ella acercándose al comisario.

Fito la miró perplejo durante unos segundos, para después mirar a Pol con una expresión de censura.

—¡Maldita sea! ¿No me dirás que…? ¡Esto es demasiado! –explotó con el rostro encendido.

Gisela no se inmutó. Permaneció impasible, adoptando la rigidez que tiempo atrás siempre mostró.

—Comisario, no se altere, por favor. El señor Capdevila me encontró en medio de una reyerta, muy cerca de aquí y me salvó la vida. Consideró que no era prudente regresar a casa y me trajo a la suya. Si no hemos dado señal de vida, es porque no ha sido posible, como usted ya sabe.

—¿En cuatro días? –inquirió Ruiz con escepticismo.

—No quiso exponer mi vida y por supuesto, yo tampoco la suya. Así que, le ordené, como empleado mío, que no saliera bajo ningún concepto hasta que se calmara la situación. Hoy teníamos pensado regresar a casa. Y deje de preocuparse. El señor Llorenç se ha comportado como todo un caballero.

Fito sacudió la cabeza con aire indeciso.

—Nadie la creerá. Se lo aseguro.

—Porque nadie dirá que ha estado aquí. ¿Entendido? La señorita Gisela habrá permanecido protegida en un hotel –dijo Pol con tono autoritario.

—¿De veras piensas que  se lo tragarán?

—La reputación de la señorita Capdevila es intachable. No dudarán de su palabra. Además, solo la familia sabe de su desaparición. El asunto no llegará a oídos indiscretos.

Ruiz asintió pensativo llenándose una taza de café, observando con atención la mesa.

—Estábamos a punto de desayunar. Pol tiene buena relación con el tendero y nos vendió algunas cosas para no morir de hambre. ¿Le apetece algo? La mortadela está exquisita —le dijo Gisela con una sonrisa encantadora.

El comisario, con un leve gesto de la mano, rechazó la invitación; sin poder dejar de pensar que esos dos le estaban tomando el pelo. Su oficio le había hecho aprender  sobre el comportamiento humano y cada gesto, cada mirada que se lanzaban, verificaba su sospecha. ¡Maldito Pol! Era incapaz de mantener la bragueta cerrada. Primero la hermana pequeña y ahora ella.

—¿Por qué salió de casa? –le preguntó sorbiendo la taza.

—Recibí una nota. En ella me aseguraban que tenían información que podían ayudar a mi padre.

Pol entró en la habitación. Cogió la carta y regresó a la cocina.  

—Lee –dijo entregándosela a su superior.

—¿Sabe de quién es? –preguntó tras leerla.

—No. Y a pesar de ello, no dudé en ir a su encuentro. La vida de papá dependía de ello. ¿Cómo está?

—Resistiendo. Aunque el tiempo se nos acaba. Si no encontramos algo, tendré que acusarlo formalmente de asesinato.

—Fito. Creo que alguien de la casa escribió al anónimo. Apareció en el cuarto de la señorita y aquella tarde no se recibieron visitas, ni apareció el cartero –dijo Pol.

Gisela lo miró estupefacta.

—No quise alarmarla. Pero es lo más probable. En cuanto lleguemos, lo averiguaré. Sus sirvientes escribirán una nota y compararemos la letra.

—¡Bien pensado! Vayamos a comprobarlo cuanto antes –exclamó el comisario atisbando una pequeña luz de esperanza a todo ese embrollo.

—¿Puedo vestirme? –inquirió Pol encaminándose al cuarto.

Ruiz miró a Gisela con expresión sombría.

—Sabe que Pol es un hombre que no se ata a nada. ¿Verdad? Le aconsejo que este incidente lo tome como algo pasajero. ¿Comprende?

Ella, con un nudo en la garganta, asintió.

—Listo. Podemos irnos –dijo Pol.

 

 

 

 

Capitulo 30

 

 

Regresaron a casa en el coche del comisario, sin mucha dificultad, pues la situación de los rebeldes ya estaba controlada.   

—¿Cómo has podido hacerme esto, Gisela? –le recriminó su tía abrazándola con efusión.

—Tía, compréndelo. Los teléfonos, ni tan siquiera en el hotel, funcionan y fue imposible enviar a ningún mensajero. No quería arriesgar su vida estando yo bien. ¿No crees que era lo justo? Ahora serénate, por favor –le pidió Gisela observando sus ojeras.

—Señora, tome esto –le dijo el mayordomo ofreciéndole una taza humeante de tila.

La anciana se sentó enjuagándose la frente.

—Gracias, Pedro. Puedes retirarte. Gisela, fuiste una irresponsable a marchar de casa, jovencita. Pol se puso furioso. ¿Por qué saliste?

—Recibí una nota de un hombre que me aseguraba que tenía información que podía salvar a papá.

—¿Y si esos huelguistas te matan? ¡Ay, Señor! Si esta pesadilla no termina pronto, me dará un ataque al corazón –dijo Natividad entornando los ojos mientras se daba aire con el abanico.

—No se preocupe. Lo arreglaremos –le aseguró el comisario pidiéndole a Pol que se apartara de las dos mujeres —. Ahora debo irme. Tú investiga y hazme saber cuanto antes lo que descubras. En esta ocasión no quiero sorpresas. ¿Comprendido? Señoras, nos veremos más tarde.

—Pol. ¿Qué sabe de mi hermano? –se interesó Natividad más calmada.

—Está bien. Y espero poder probar su inocencia. Y necesito de su colaboración para ello, señora Capdevila.

—¡Oh, por supuesto, joven! ¿Qué tengo que hacer? ¿Tengo acaso que ponerme como cebo? –exclamó con cierta emoción.

Pol no pudo evitar sonreír.

—Tía, el señor Llorenç no te pediría algo semejante —dijo Gisela.

—Solo tiene que pedir a cada uno de los empleados que escriban algo.

—¿Cómo qué?

—No se… No dudo que una mujer de su inteligencia encontrará una excusa creíble. Solo le pido que lo haga con el siguiente orden: El mayordomo, la cocinera, la doncella y el cochero.

—¿Por algo especial? –se interesó Natividad.