—Eso son especulaciones. Además, nunca aclaraste los motivos de tu abandono. La gente puede pensar que ella, harta de esperarte y vejada, ha decidido romper con el pasado e iniciar una nueva existencia, olvidando al canalla que le destrozó la vida —dijo Archie.

Chaz lo miró con gesto dolorido.

—Había llegado a pensar que durante el tiempo que pasaste en la plantación viste como realmente era. Me he equivocado. Es una pena, Archie. Podríamos haber llegado a ser buenos amigos.

Muriel entró en la habitación con la niña en los brazos. El rostro de Chaz abandonó la aflicción y esbozando una gran sonrisa avanzó hacia ellas.

—¿Cómo está mí pequeño tesoro? —dijo tomando a Marina en sus brazos. La besó con ternura y ella rió alborozada. Chaz volvió el rostro hacia Archie y dijo: ¿De verdad piensas que puedo renunciar a esto?

—No te pido que te alejes de ellas. Simplemente que esperéis.

—Archie, se trata de mí vida. Y quiero casarme con Chaz cuanto antes. Si no estás de acuerdo, lo lamento. Me hubiese gustado que me llevaras ante el altar, ya que nuestro padre no puede hacerlo. Estoy segura que él estaría orgulloso y no impediría que fuese feliz —dijo Muriel con ojos húmedos.

—¿Y crees que yo no lo deseo?   

—Demuestras todo lo contrario, hermano.

Archie lanzó un resoplido.

—Muriel, lo que ocurre es que estoy enfurecido por tu actitud escandalosa. ¿No puedes quedarte aquí mientras arregláis lo de la boda?

—Supongo que a Patricia le disgustará la idea de que permanezca en esta casa después de lo que ha descubierto —dijo Muriel mirando a su cuñada.

—Del  todo —repuso ella con gesto despectivo. 

—¿Lo ves? No tengo más remedio que irme.

—¡No lo harás! Patricia, soy tu marido y me debes obediencia. Muriel se quedará.

—No quiero ser causante de una pelea entre vosotros.

—Está decidido. Ahora, Chaz. Será mejor que te vayas. Nos veremos el día de la boda.

 

 

 

Una semana después, llegó el día deseado.      

Chaz miró una vez más el reloj, para después otear con gesto desesperado hacia la calle.

—Tranquilo, chico. Ya sabes como son las mujeres. 

Chaz no contestó y volvió a mirar la hora, mientras golpeaba insistentemente el suelo con el pie.

Archie sacudió la cabeza con gesto divertido.

—¿Sabes? Jamás imagine que te vería en esta situación y mucho menos con esta impaciencia. ¡Me tienes asombrado!

—¿Tan extraño te parece? Estoy a punto de casarme y Muriel no llega. ¿Cómo estarías tú? —contestó Chaz frunciendo la frente.

—Desde luego mucho más calmado. Muriel no faltará a la cita. Está tan ansiosa como tú de que os caséis.

—¿Y por qué tarda tanto? No se habrá arrepentido. ¿Verdad? —musitó Chaz volviendo a mirar el reloj.

—¡Pero que dices! Muriel querrá estar radiante para ti. ¡Por el amor de Dios, tranquilízate! —exclamó Archie comenzando a contagiarse de su nerviosismo.

—¿Por qué no vas a casa y averiguas lo que ocurre? —sugirió Chaz.

—Por favor, Chaz. No saques las cosas de quicio. Apenas ha pasado media hora de la acordada y las novias no suelen ser puntuales —le dijo Archie.

—Ella lo es. Siempre —aseguró Chaz.

—¡Ahí llega! —casi gritó Archie.

El rostro de Chaz mostró un gran alivio. Había llegado a creer realmente que Muriel había recapacitado ante la idea de perder la libertad y había decidido abandonarlo.

—Anda, entra en la iglesia. Te la traeré en unos minutos —le pidió su futuro cuñado bajando la escalinata.

Cuando llegó al coche, abrió la puerta y ayudó a salir a su hermana.

Muriel llevaba un vestido de color champaña de satén charmeusse natural con bordados en dorado y mangas de encaje graciosamente rematadas con perlas, que conjuntaban con el escote, el bajo del vestido y los pasadores que sujetaban su cabello negro en un tocado trenzado que realzaba su innata belleza. 

—Estás preciosa, Muriel —le dijo mirándola con inmenso cariño.

—Gracias. Tan amable como siempre —sonrió ella arreglándose el vestido.

—¿Dispuesta? Chaz está impaciente. Por poco le da un ataque al ver que no llegabas. Incluso llegó a pensar que te habías arrepentido —le susurró al oído. 

—Nunca he estado más segura de nada, Archie —repuso ella reflejando en su rostro la dicha que la embargaba.

—En ese caso, adelante —dijo él dándole el brazo.

Subieron la escalinata. Entraron en el templo al compás del órgano.

Chaz tragó saliva al verla. Muriel estaba hermosísima y apretó la boca intentando matar la emoción que amenazaba con humedecer sus ojos. Iba a casarse con la mujer que amaba con toda su alma, y aún le parecía un milagro. Sin embargo, lamentaba la situación. Ella merecía una ceremonia fastuosa, con invitados que se unieran a su alegría y solo presenciaban su unión dos testigos, el mayordomo y el ama de llaves.

Archie le cedió a Muriel y Chaz la besó en la mejilla.

—Estás hermosísima, mí amor —le dijo mientras se colocaban ante el sacerdote.

Una hora después, ya se habían convertido en marido y mujer, plasmando para la eternidad el dichoso acontecimiento ante una cámara fotográfica.

—La ciencia es asombrosa. ¿No crees? Cuando seamos viejecitos y nuestros nietos nos pregunten como éramos de jóvenes, podremos mostrárselo al detalle, con realismo —dijo Archie mirando el artilugio con gran interés.

—¿Ya piensas en nietos, hermanito? Anda. Tienes que irte o tu mujer te matará si se entera que has asistido a mí boda —le pidió Muriel.

—Patricia está informada de ello.

—Se habrá puesto furiosa —dijo Chaz.

—Está enojadísima. Hace días que no me habla y que me obliga a dormir en el sofá.

—Siento ser la causante de tú problema, Archie —le dijo Muriel con tristeza.

—Cariño, no debes culparte. Eres mí hermana y ellos deberían comprender que hagas lo que hagas, te seguiré queriendo. No te preocupes. Sabré como reconciliarme con Patricia. Y algún día os comprenderá. En el fondo tiene buen corazón. Además, tenéis que reconocer que habéis armado un gran revuelo —bromeó él quitándole importancia.

—Te quiero —dijo Muriel besándolo en la mejilla.

—Yo también pequeña. Ahora id a casa y sed felices. ¿Me lo prometéis?

—Lo seremos, cuñado —aseguró Chaz estrechándole la mano.

—Nos veremos pronto —dijo Archie entrando en el coche.

—Es un gran tipo —dijo Chaz.

—El mejor de los hermanos —dijo Muriel con orgullo. 

Chaz abrió la puerta del auto.

—Querida esposa, vayamos a celebrar este día dichoso. He reservado mesa en el mejor restaurante de Londres.

Subieron al coche, mientras unos ojos iracundos los observaban.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

CAPITULO 26

 

 

Milford entró en la habitación. Tiró el abrigo sobre la cama y se acercó al tocador donde su esposa se estaba cepillando su largo cabello dorado. Con una sonrisa se inclinó besándola tras la nuca. Nunca  se cansaba de mirarla. Era delicada como una muñeca de porcelana.

—Buenas noches, mí amor.

Jane se apartó con aspereza.

—¿Qué te ocurre? Hace unos días que estás distante. Tengo la sensación de que me rehuelles. Y no lo comprendo. Tienes lo que siempre has querido. ¿O me equivoco? —dijo él molesto ante su frialdad.

—Simplemente estoy cansada, Milford —repuso ella dejando caer el cepillo con gesto irritado.

Él enredó el dedo en sus rizos de oro mirándola con intensidad.

—¿Hoy también?

Jane se levantó apartándolo casi con brusquedad.

—Me duele la cabeza.

Milford montó súbitamente en cólera y golpeó el tocador con el puño.

—¡Maldita sea! Hace más de una semana que no has dejado que me acerque a ti. Y ya estoy harto de tus excusas. Quiero saber el motivo de este constante rechazo. ¿Acaso ya no me amas?

Jane se acercó a él con una sonrisa dulce en su hermoso rostro y le acarició el pecho.

—Querido, claro que te quiero.

Milford la abrazó y aproximó los labios a los de ella.

—Entonces, deja que te ame —dijo ronco.

Ella presionó las manos contra su pecho y se apartó.

—No soy yo la que está provocando esta situación. Si estoy disgustada es por culpa de Chaz.

Milford la miró pasmado.

—¿Qué tiene que ver mí hermano con nuestra vida íntima?

—El lunes se casó.

Él entrecerró los ojos con evidente desagrado.

—Pensé que lo odiabas. ¿O me equivoqué? —dijo con voz acerada.

Jane alzó la mano con indolencia.

—Lo aborrezco. Por eso me sulfura que sea feliz.

Milford se quitó la chaqueta y la colocó con cuidado en el vestidor.

—Estás adoptando una actitud absurda, cariño. Lo que haga a partir de ahora no es de nuestra incumbencia, ni debe de alterarnos.

—¿Ah, no? ¡Ese canalla permitió que durante diez años pasara un infierno! ¡Y no dejaré que ahora salga inmune como sí nada! —gritó ella.

—¿Inmune? Ha perdido todos sus derechos. ¿No te parece suficiente?

—¡No! Quiero que sufra —siseó Jane apretando los puños con rabia.

—Él mismo se encargará de apartar la felicidad que pueda tener ahora. Ya lo conoces. Nunca podrá satisfacer las necesidades de su esposa.

Su mujer sacudió la cabeza mirándolo fijamente.

—Chaz no es el mismo hombre que conocí.

—¿Y cómo lo sabes? No has vuelto a verlo desde aquél día que te abandonó.

—Fui a la iglesia donde se casó y vi sus ojos. Vi como miraba a esa mujer. Como nunca me había mirado a mí. Ama a su esposa de verdad y no consentirá que nada le arrebate la dicha que siente —musitó ella.

Milford tomó aire y se acercó a ella. Sus ojos negros le lanzaron una mirada furibunda.   

—¿Una felicidad que tú no posees, verdad?

—No he dicho eso —susurró Jane asustada. Nunca había visto a Milford tan alterado.

—¿Entonces? ¿Podrías explicar qué demonios significa este súbito ataque de celos? —siseó él encolerizado. 

—¿Celos? ¡Ah! Solo es rabia por tamaña injusticia. Chaz no se merece ser feliz y lo impediré como sea —contestó ella.

Su marido suspiró con cansancio.

—Es justo que reconozcamos que fuimos nosotros los traidores. Deja en paz de una vez a mí hermano. Tenemos lo que queríamos.

—¿Qué? No hablarás en serio —inquirió ella con voz estrangulada.

—¡Por el amor de Dios, Jane! Chaz te amaba y tú le engañaste del modo más vil. Es la única verdad. Lo reconozcas o no —replicó él encrespado.

—Me casé con él obligada. ¿Qué querías? ¿Qué renunciara a ti? No estaba dispuesta y tampoco ahora conseguirán separarnos —sollozó ella.

Milford le acarició la mejilla.

—Querida, nadie nos apartará. Ahora estamos casados. Y todos ven en Chaz a un canalla despreciable.

—Que intentará recuperar lo que le hemos arrebatado. ¿Acaso no te has enterado que tiene una hija con esa mujer? Milford, cuando me dijiste que él aceptó con tanta docilidad el ser desheredado para obtener el divorcio, comprendí que ocultaba algo. Ahora lo sé. Pretendía casarse con ella y después luchar por la herencia y el título.

—No creo. Me han dicho que piensa irse a Kenya dentro de un mes —musitó Milford confundido.

—¡No seas iluso! Querrá para su hija el título que ha perdido. ¿O no conoces a tu hermano? Es orgulloso y jamás dejará que algo que considera injusto le venza. Milford, querido, nuestro futuro está en peligro y tenemos que defendernos. Del modo que sea. ¿Has comprendido? Haremos lo necesario para conservar lo que tantos esfuerzos nos ha costado y no caer en el menosprecio. ¡Oh, querido! No soportaría verme repudiada. ¿No querrás que nadie me invite a un baile? ¿O que la reina ya no nos reciba? Nosotros tenemos más derecho que ese patán arrogante y maleducado de Chaz. Nunca llevaría el título con el honor y orgullo que merece —le dijo ella con voz seductora.

—Jane, temo que estás especulando demasiado. Chaz no podrá recuperar nada. Papá lo desprecia y jamás consentirá en retornarle nada.

—¿Y si conoce a esa niña y queda seducido por ella? Ya sabes como son los viejos de sentimentales. Puede que acabe escuchando a Chaz y decida investigar —sugirió ella.

Milford se frotó la barbilla con gesto preocupado.

—Nunca podrán confirmar que nuestro hijo no sea suyo. Por suerte, para nuestros planes, Nigel salió a ti. Rubio y con ojos verdes, como Chaz. Vamos, mí amor. Deja de preocuparte. Ya nada debemos temer.

—Es posible. De todos modos, deberíamos asegurarnos. ¿No te parece?

—¿Y qué sugieres? —inquirió él casi con temor.

Ella hizo chasquear la lengua.

—Deshacernos de esa mujer.

—¿Qué... estás pensando, Jane? —jadeó su marido.

—¡Oh, querido! No soy ninguna asesina, cálmate. Simplemente sugiero que la separemos de él.

Milford sacudió la cabeza con énfasis.

—Acabas de decirme que Chaz la ama. No será una tarea factible.

—Sí, si lo hacemos bien. Tú hermano ya fue engañado una vez y el veneno de la duda quedó sembrado en su corazón. Le haremos creer que ella le engaña y la dejará sin dudarlo —contestó Jane sonriendo con gran satisfacción.

—No sé... Temo que no deberíamos hacer nada. Dejar las cosas como están —repuso Milford con gesto intranquilo.

Jane le lanzó una mirada de desprecio.

—¿Acaso me he casado con un cobarde? Pensé que me amabas y que estarías dispuesto a hacer lo que fuera por mí. Veo que no. ¡Me has decepcionado, Milford Layton!

Su marido la abrazó.

—Sabes que estoy loco por ti. Sin embargo, tus planes me parecen desbaratados. No estamos en peligro.

—¿Significa eso que no harás nada?

—Es lo más sensato.

Jane lo apartó con violencia.

—Has dejado muy claros tus sentimientos hacia mí. No me amas. Así que, desde este mismo instante nuestro matrimonio será simplemente una farsa. No consentiré que vuelvas a tocarme nunca más.

—¿No hablarás en serio? —musitó él con el rostro sombrío.

Ella esbozó una sonrisa amarga.

—Es la única opción que me dejas. No quiero estar en los brazos de un hombre que ha dejado de quererme.

Milford la apretó contra él.

—¡Maldición, Jane! Sabes que te adoro y si por no perderte tengo que urdir ese maléfico plan, lo haré. Haré lo que sea. ¿Me oyes? Lo que sea —siseó buscando su boca.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

CAPITULO 27

 

 

Chaz cerró la puerta. Sus ojos verdes se clavaron sombríos en el ramo de rosas rojas. Era el quinto que llegaba en esa semana. Con gesto ansioso, tomó la nota y abrió el sobre. Al leer las líneas su rostro adquirió un rictus tenso.

—¿Qué ocurre, querido?

Chaz ladeó el rostro hacia Muriel.

—¿De veras no sabes quién es tu admirador secreto? —le preguntó casi con fiereza mostrándole la nota.

—¡Por supuesto que no! —contestó ella con gesto indignado.

Él dejó caer el ramo sobre el aparador con brusquedad.

—Pues, es evidente que él sí te conoce. Y por lo que deduzco muy bien. O no cortejaría con este descaro a una mujer casada. ¿No crees? 

—¿Estás insinuando que he coqueteado con otro? —replicó Muriel mirándolo con incredulidad.

—Durante casi dos meses estuvimos separados al llegar a Londres. Sé que tu hermano organizó algunas fiestas. Es lógico que conocieras a otros hombres. Sobre todo teniendo en cuenta que Patricia creía que eras viuda. Supongo que estaría ansiosa por buscarte un nuevo marido.

—¡No digas estupideces, Chaz! Jamás miré a otro y lo sabes —exclamó ella perdiendo la paciencia.

Él esbozó una sonrisa amarga.

—No. No lo sé. Jamás fui invitado.

Muriel suspiró con cansancio.

—Esta discusión es absurda. Iré a ver como va la cena —dijo dándole la espalda.

Chaz le aferró el brazo y la obligó a volverla hacia él.

—¿Consideras que es absurda? ¡Pues yo no! ¡Y te exijo ahora mismo que me digas quién es él! —bramó mirándola con ojos encendidos.

—Suéltame.

—¿Qué ocurre, Muriel? ¿Por qué te niegas a decirlo? ¿Por qué es verdad lo que temo?

Ella lo miró con un halo de profunda tristeza en sus ojos negros.

—¿Cómo puedes dudar, Chaz? Sabes que te amo con toda el alma.

Chaz la soltó con gesto fatigado.

—Lo siento. Perdóname, Muriel. Es que, todo esto me ha trastornado. Deberías comprender que no es agradable ver como alguien intenta arrebatarle a uno su esposa. A la mujer que ama.

Ella le acarició la mejilla y sonrió con ternura.

—Nadie podrá conseguirlo. ¿Aún no te has dado cuenta que la vida no significa nada para mí si no estoy a tu lado?

—Puedes encontrar a otro que te haga más feliz y...

Muriel posó los dedos sobre su boca.

—¿De veras piensas eso? Cariño, deja de atormentarte. Soy tuya hasta el día que muera. Y si no quieres quedar viudo pronto, será mejor que vayamos a cenar. ¡Estoy hambrienta!

Chaz la miró seducido.

—Sí, será mejor que comas bastante. Porque, señorita Muriel, esta noche pretendo mantenerla despierta muchas horas.

Ella soltó una risa cantarina y fingió escandalizarse.

—Señor Layton, es usted un desvergonzado.

—Lo cuál, no me negará, que le place en extremo. Lo he comprobado en infinidad de ocasiones. Así que, señora, deje de adoptar ese aire tan digno y béseme —dijo él estrechándola contra su pecho.

Muriel lo complació y buscó su boca besándolo con ardor.

—¿Crees que puedo desear a otro? Te amo, Chaz. Por ello renuncié a mi libertad convirtiéndome en tu esposa —le dijo con el rostro encendido.

—Lo sé, ángel. De todos modos, no puedo evitar el temor a perderte. No lo soportaría —dijo él con el rostro ensombrecido.

—Cariño, eso jamás ocurrirá. ¿De acuerdo?

—La cena está servida —dijo la doncella carraspeando al verlos.

Muriel se separó ruborizada de Chaz.

—Gracias, Diana.

—¿Pongo las flores en un jarrón? —preguntó la criada al ver el ramo.

—No. Déjalas en la basura o quédatelas. ¿Está Marina acostada? —dijo Muriel.

—Sí, señora.

—Bien. Puedes retirarte. Ya no te necesitaremos.

—Como ordene la señora.

—Vayamos a dar un beso a nuestra hija —dijo Chaz.

Subieron al cuarto de la niña. Marina estaba durmiendo. Chaz acarició su frente. Nadie podía imaginar como amaba a esa pequeña, ni a su madre. Se volvería loco si los separaban de él. 

—Es la niña más bonita del mundo. ¿Verdad?

Muriel asintió mientras la arropaba.

—Por supuesto. Es tu viva imagen. Será una rompecorazones.

Chaz ladeó el rostro y miró a su esposa.

—Dime la verdad, Muriel. Le pusiste Marina por nuestra noche de pasión en la playa. ¿No es cierto? 

—Sí –confesó ella.

—En ese caso, será mejor que nuestro hijo sea concebido en Kenya.

Muriel entrecerró los ojos sin comprender su comentario.

—Querida, no querrás ponerle a un niño Londres o Inglaterra.

—¡No, por Dios! Aunque, si fuese una niña, podríamos llamarla Britani —sugirió ella.

Él sacudió la cabeza con vehemencia.

—Tendremos un niño.

—En ese caso, da igual el lugar. Me gustaría llamarlo Jamei, como mí padre. Si no te molesta, naturalmente.

Chaz sonrió con dulzura.

—¿Molestarme? Será un honor que mí hijo lleve ese nombre. Sin duda tu padre debió ser un ser excepcional. Se ve en su hija.

Muriel lo abrazó emocionada.

—Tú sí que eres un hombre excepcional. Y te quiero.

Chaz lanzó un suspiro y la apartó.

—Tenía entendido que estabas hambrienta. Así que, será mejor que bajemos al comedor o te quedarás sin cenar.

—¡Eso no! —exclamó ella avanzando hacia la puerta.

Chaz besó de nuevo a Marina.

Nakupenda, mí pequeño tesoro.

—¿Ya enseñándole suahili? —bromeó.

—África será su hogar. Quiero que crezca en el paraíso, lejos de toda esta hipocresía y banalidad. ¡No soportaría verla exhibirse en esos bailes de presentación en sociedad! 

—¿De veras no te importa dejar esto? —le preguntó Muriel con preocupación. 

Chaz caminó hacia ella.

—Aquí no tengo nada. Mi hogar está donde estéis vosotras.

Muriel lo miró con tristeza.

—Te han arrebatado el honor, el ducado, todo. ¿Y si algún día quieres recuperarlo?

—¿Para qué? Ya poseo algo mucho más valioso y jamás podrán arrebatármelo. Por muchos pretendientes que te manden rosas. ¿No es así? —repuso él cerrando la puerta.

—Chaz...

—Perdóname. Prometo no volver a comentar nada de esto. ¿De acuerdo?

—Eso espero o te juro que ese niño deberá esperar mucho para ser concebidos —le aseguró ella.

—¿Harías eso? —inquirió él estupefacto.

—Si no controlas tus celos infundados, cumpliré la amenaza.

—Querida, estás ante el hombre más confiado de todo Londres —aseguró Chaz.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

              CAPITULO 28

 

 

Chaz intentó apartar el desasosiego que lo consumía, pero le era imposible. Los malditos ramos de rosas continuaban llegando. Sin embargo, no volvió a reprocharle nada. Hasta que aquella tarde las rosas fueron suplidas por un colgante con brillantes y rubíes engarzados, junto a una nota que evidenciaba que entre Muriel y el misterioso hombre existía algo íntimo. Ahora sí estaba convencido que Muriel le había mentido.

—¿Qué me dices a esto? —le escupió tirándole la nota.

Ella la leyó y su rostro adquirió un rictus de incredulidad. ¿Cómo podía un desconocido escribir tamaña falsedad? ¿Cómo podía insinuar que deseaba de nuevo estar entre sus brazos?

—Te juro que no sé a que viene esto, Chaz.      

—¡Maldición, Muriel! ¡Tienes que tener alguna idea de quién lo manda! —gritó lanzando el collar sobre la mesa.

—Chaz, si lo supiera, le exigiría ahora mismo que dejara de molestarnos —repuso ella harta ante su desconfianza.

Él la miró fijamente. No la creía y esa certeza lo estaba lacerando de un modo insoportable.

—Un hombre al que no le han dado esperanzas no actúa así. Ni mucho menos se gasta una fortuna en esta joya. A no ser que espere recibir algo a cambio.

—Veo que entiendes mucho de cortejos —replicó ella con acidez.

—Ya sabes que no era precisamente un santo. Por eso sé que me engañas. Dime quién es él, Muriel. ¡Dímelo! —bramó él con un brillo de fiereza en sus ojos verdes.

—No tengo nada que decir ante esta acusación infame —replicó ella encaminándose hacia la puerta.

Chaz alargó la mano y la cerró con violencia.

—No saldrás de esta habitación hasta que confieses.

—Aparta —protestó ella.

—¿Es tú amante, verdad? —siseó Chaz respirando con agitación.

Muriel lo miró dolorida.

—¿Cómo puedes acusarme de algo tan vil? Te he demostrado hasta la saciedad que te amo.

—¿Y qué puedo pensar ante tu silencio? Solo alguien que es culpable calla ante tamaña imputación.

—¡Estas loco! —exclamó ella frotándose las manos alarmada ante la fiereza que el rostro de Chaz mostraba.

—No, querida. Estoy muy cuerdo. Ya me engañaron una vez y percibo cuando alguien intenta traicionarme. Lo que debería hacer ahora mismo es matarte —contestó él rabioso.

—¡Por el amor de Dios, Chaz! ¿No ves que lo que imaginas es imposible? Apenas permanecemos separados. ¿Cómo quieres que me vea con ese supuesto amante? —se exasperó ella. 

—Sales a pasear con la niña. ¿No? —especuló él.

El rostro de Muriel empalideció.

—Sin duda te has trastornado. ¡Tan perversa me consideras que imaginas que sería capaz de urdir un engaño usando de tapadera a Marina! ¡Por Dios Santo! ¡Eres despreciable!

Él sonrió con amargura.

—Las mujeres sois conspiradoras por naturaleza.

Muriel inspiró con fuerza y se enfrentó a él.

—Jane era así. Yo no.

—¿De veras, querida? Me has demostrado todo lo contrario. Confié en ti. Te entregué mí amor y me has pagado con la traición. ¡Qué estúpido fui! Debí imaginar que una mujer que me utilizó para sus fines acabaría por herirme —dijo con voz amarga.

—¿Te he herido? ¡Pues no sabes cuanto me alegro! Un miserable como tú no merece piedad —jadeó ella intentando contener el llanto.

Chaz soltó una risa nerviosa.

—¿Osas llamarme canalla a mí? ¡Eres una arpía! Ahora veo lo que querías. Únicamente deseabas que te diese un hijo. Pero nunca me has amado. Y si te casaste conmigo, fue porque Archie prácticamente te obligó. Y ahora que has conocido a otro, quieres abandonarme.

—Siempre temí que este día llegase. Archie me lo advirtió, pero no quise creerle. ¿Ya te has cansado de mí, no es cierto? Me acusas de adulterio para deshacerte de la molesta esposa en la que me he convertido —dijo ella rompiendo a llorar con desgarro.

El rostro de Chaz se contrajo en un rictus de ira.

—¿Insinúas que mentí sobre Jane?   

—Solo sé que me estás apartando de tu vida con falsas acusaciones.

—¡He expuesto lo evidente! ¡Esas flores y el colgante confirman tu hipocresía! —le espetó él con el rostro encendido.

Muriel se enjuagó las lágrimas con el dorso de la mano y lo miró fijamente.

—¿Esa es tu gran prueba? Puestos a imaginar, deduzco que tú mismo mandaste las rosas y la alhaja para llegar a esto.

—¡No digas sandeces! —exclamó él.

Ella abrió la puerta y antes de cruzar, volvió el rostro y lo miró con un halo de aflicción en sus ojos negros.

—Te felicito, Chaz. Has conseguido lo que querías. No volverás a verme. Y no te preocupes. No haré como Jane. Estaré encantada de firmar el divorcio.

—¡Oh, por supuesto! —dijo él con tono cínico.

—Lo único que deseaba era vivir a tu lado hasta el fin de mis días. Porque, a pesar de tu desprecio, te sigo amando. Solo le pido a Dios que me permita poder olvidar este dolor lo antes posible —dijo Muriel abandonando el salón sumida en un llanto desgarrado.

Chaz apretó los dientes. ¿Cómo podía ser tan ruin? ¿Cómo podía jurar que le amaba después de lo que había descubierto? Muriel era tan falsa como Jane. Y él había caído de nuevo en esa trampa.

—¡Imbécil! —masculló sirviéndose una copa de brandy.

Se dejó caer en la butaca y tragó el contenido de la copa de un solo golpe, volviéndosela a llenar. Tenía que apartar a esa mujer de su mente, de su corazón. Matar el dolor que traspasaba su pecho. No podía amar a una traidora.

Volvió a apurar el brandy mientras miraba el colgante. ¿Y si Muriel decía la verdad? Tal vez se había precipitado al acusarla de adulterio. ¿Y si se había equivocado? Lo cierto era que, si meditaba con calma, ella jamás había dado signos de despreciarlo en las últimas semanas. Todo lo contrario. Estaba ansiosa por regresar a Kenya, por tener otro hijo. Y respondía con pasión cuando hacían el amor. De un modo como jamás lo hizo Jane. Sin embargo, ese hombre la instaba de nuevo a estar entre sus brazos. Eso solo podía significar que ya lo habían hecho, que Muriel se hubiese entregado a él por completo.  

Atormentado por los terribles sentimientos contradictorios que lo consumían, caminó de un lado a otro de la habitación intentando calmarse o sería capaz de estrangular a esa pérfida con sus propias manos sin el menor remordimiento.

El llanto de Marina lo obligó a salir del salón.

Al ver a Muriel que cargaba con la niña y una maleta, su corazón se convulsionó. Iba a abandonarlo y descubrió horrorizado que a pesar de su firme convicción de que ella lo había engañado, no quería vivir sin ella.

—¿Adónde vas? —preguntó con un hilo de voz.

—Ha quedado bien claro que no quieres que permanezca en esta casa —respondió ella con fingida frialdad.

—Nunca te he sugerido que te marches a pesar...

—¿De que te he traicionado?

Él no dijo nada.

Ella hizo oscilar la cabeza con un gesto de desolación.

—Muriel, pensé que jamás perdonaría  que una mujer me engañase con otro, pero ahora estoy dispuesto a perdonarte. A olvidar lo sucedido.

Los ojos negros de Muriel se empañaron de lágrimas.

—No quiero tu perdón. Ya que nada he hecho. Y es una lástima que no comprendas que jamás podría traicionar al hombre que amo con todo mí corazón, al hombre con el que deseaba vivir hasta el fin de mis días y formar una gran familia. Sé que Jane te hizo creer que quería lo mismo. Pero yo no soy ella. El amor que te juré era cierto y Dios lo sabe. Y nunca podrás imaginar el dolor que me estás causando al apartarme de ti.       

Él sacudió la cabeza con vehemencia.

—No te estoy echando de mí vida, Muriel. Quiero que volvamos a ser dichosos, como lo éramos antes de que esta pesadilla comenzara.

—¿Felices? Después de esto dudo que nada sea ya igual. Nunca podré olvidar que me has acusado injustamente. 

—Muriel, lo lamento. Me he precipitado. Lo reconozco.

—Sí, lo has hecho.

—¿Por qué no dejas la maleta y entras? Por favor. Esta decisión que estás tomando puede afectar nuestras vidas y sobre todo, la de nuestra hija —le pidió.

—Has sido tú el que ha elegido. ¿No crees? —replicó ella sin moverse.

Chaz se paseó la mano revolviéndose los cabellos con gesto nervioso.

—Te lo suplico. No te marches. Te amo. ¡Oh, Por Dios Santo, Muriel! Sé que nunca debí dudar de ti. Por favor, perdóname. Olvidemos todo esto. ¿De acuerdo?

Ella esbozó una sonrisa escéptica.

—¿Así de fácil?

—Nadie es perfecto. Tienes que comprender que un hombre como yo tema ser engañado.

Muriel lo miró con tristeza.

—Y tú saber que una mujer como yo sería incapaz de realizar tamaña infamia. Lo lamento, Chaz. Hoy has cometido el mayor error de tu vida. Ya es demasiado tarde.

Chaz se abalanzó hacia ella con desesperación.

—¡No lo es! Muriel, nos amamos.

—Esa es nuestra tragedia.

—Cariño. Juro que nunca volveré a acusarte de algo tan perverso.

Ella sacudió la cabeza con énfasis.

—Sé que ese es tú propósito, pero no podrás. Jane forjó en ti la desconfianza y no quiero vivir al lado de un hombre que recela de su esposa. No podría ser feliz, ni nuestra hija tampoco. Es mejor que nos separemos por el bien de todos.

—Muriel, no me abandones —le rogó mirándola con desolación.

Ella abrió la puerta intentando ocultar el terrible dolor que sentía y sin mirarlo bajó las escaleras.

—¡Muriel! —gritó Chaz.

Ella no volvió el rostro y entró en el carruaje que la aguardaba, alejándose de su vida. 

Chaz cerró la puerta y hundió la cara sobre ella y explotó en un llanto amargo. Lo que tanto había temido al fin se había cumplido y el único culpable era él.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

CAPITULO 29

 

 

Chaz llevaba tres días borracho. Era incapaz de reaccionar ante el abandono de Muriel, ni ante la evidencia de que ella lo había engañado. Desde que se había ido no volvieron a enviar rosas ni alhajas. Y eso únicamente podía significar que su esposa estaba con su amante.

Con ojos turbios miró la botella vacía. Tambaleándose se levantó.

—¡Mierda! —exclamó al comprobar que el mueble bar estaba vacío.

Salió de la salita y se encaminó hacia el sótano. El timbre lo detuvo. Miró la puerta y haciendo un gesto despectivo con la mano decidió no abrir. No quería ver a nadie. Solo deseaba dormir y no despertar en mucho tiempo, hasta que el terrible dolor que traspasaba su pecho se calmara.

La insistencia del timbre lo hizo gruñir y al mismo tiempo, que una idea lo traspasara como un cuchillo. ¿Y si traían rosas?

Con pasos vacilantes se acercó a la puerta y abrió. Lo primero que vio fue un puño que lo golpeó con saña en la nariz haciéndolo caer estrepitosamente.

—¡Maldito hijo de perra! ¡Juré que te mataría si dañabas a Muriel!

Chaz se llevó la mano a la cara lanzando un gemido lastimero al apreciar como la sangre manaba a borbotones.

—Me has... roto la nariz —jadeó intentando alzarse.

—Esto es tan solo el principio. Voy a desollarte —siseó Archie asiéndolo por la camisa.

Chaz se echó a reír dejándose caer de nuevo.

—Adelante. Acaba de una vez conmigo. Tal vez de este modo encuentre paz. Mátame, Archie.

—No dudes que lo haré. Pero antes, quiero que estés sereno para comprender que vas a morir —dijo él tirando de Chaz  obligándolo a mantenerse en pie. Sin consideración lo arrastró por el corredor buscando el baño. Cuando lo encontró, abrió el grifo y metió a Chaz dentro de la bañera. Después, se dirigió a la cocina y preparó café. Una vez listo, volvió al baño.

—Sal. Tenemos que hablar —le ordenó con gesto que no admitía protesta lanzándole una toalla.

Chaz se desnudó y se secó, cubriéndose después con un albornoz.

—¿No querías matarme? —le preguntó con tono sarcástico mientras estudiaba el golpe que su cuñado le asestó en la nariz.

—Apenas he empleado toda mí fuerza. Vamos —le dijo mientras le indicaba que le siguiera.

Entraron en el salón. Su cuñado llenó una taza de café y se la ofreció.

—¿Qué ha ocurrido? —le preguntó acomodándose en el sofá.

Chaz se sentó junto a la chimenea y dejó caer la cabeza en el respaldo con gesto agotado.

—Supongo que ya habrás hablado con tu hermana. No tengo nada más que añadir.

Archie le lanzó una mirada asesina.

—Conoces a Muriel. Esa chica es testaruda como una mula y se ha negado a contarme nada.

Chaz permaneció en silencio mientras revolvía el azúcar con la cucharilla. 

—Es lógico, después de lo que ha hecho —dijo al fin dando un sorbo a la taza.

—¿Insinúas que Muriel es la culpable de esto? —inquirió Archie mostrando estupefacción. Ese canalla no tenía el menor sentido de la dignidad.

—No lo insinúo, lo afirmo.

—¿Y podrías explicarme que fechoría ha cometido para que la eches de esta casa? ¿Tal vez engañarte como lo hizo Jane?

—Tú lo has dicho —contestó Chaz.

Archie montó súbitamente en cólera.

—¡Maldito bastardo! Sabes que Muriel es incapaz de engañar a nadie.

—¡Oh, por supuesto! ¡Despierta, Archie! Lo hizo cuando me utilizó para tener a Marina. Tu querida hermana es tan falsa como todas las mujeres —explotó Chaz dejando la taza sobre la mesa con rudeza. Se levantó y acercándose a la mesa, cogió el colgante y la nota, y se los lanzó —. Lee esto. Tal vez te convenzas ahora de lo que he dicho.

Archie leyó la misiva y estudió la joya. Su rostro empalideció.

—¿Qué dices ahora? Muriel no es tan inocente como creías. Tiene un amante.

Su cuñado sacudió la cabeza con energía.

—No puede ser.

—¿Qué más pruebas quieres? ¡Mi esposa me ha engañado! Ningún hombre regala algo así si no es por recibir buenos servicios. Y ya has leído la nota. ¡Es evidente que ama a otro! —explotó Chaz golpeando la mesa con el puño intentando no echarse a llorar.

—Puede tratarse de un error —musitó Archie.

—¡No digas sandeces! Desde que nos casamos no han dejado de llegar ramos de rosas, junto a notas que evidenciaban que ese hombre y Muriel se conocían. Ahora debe de encontrarse entre sus brazos y no puedo soportar la idea que ella... que la mujer que amo...

Chaz no pudo seguir hablando. Su voz se quebró y rompió a llorar.

Archie se levantó y le posó la mano en el hombro.

—Estas pruebas están contra Muriel. Pero a pesar de ello sé que ella te ama. Tiene que haber otra explicación. No puede tener ningún amante. Desde que te dejó ha permanecido encerrada en mí casa y he de decir que su ánimo no es el más adecuado para pensar en otro hombre. Lo único que hace es llorar. No come y apenas atiende a Marina.

Chaz se secó las lágrimas con brusquedad e inspiró con fuerza.

—Puro teatro. ¿Sabes que le propuse olvidarlo todo? ¿Puedes creerlo? ¡Señor! Estaba dispuesto a perdonarla, por supuesto, ella no lo aceptó. Lo único que deseaba era ser libre para reunirse con ese tipo. Pero, juro que no se lo pondré tan fácil. No permitiré que una adúltera como ella se lleve a mí hija. Que un degenerado eduque a Marina. Yo soy su padre y haré lo que sea por recuperarla. 

Archie se llenó una copa de jerez y la apuró de un trago.

—Chaz, es imposible que Muriel tenga un amante. Te repito que desde que llegamos a Londres apenas salió de casa. Y si lo hizo, fue acompañada.

—No es cierto. Un día vino a verme y nadie se enteró. Pudo hacer lo mismo en otras ocasiones.

—¡Me niego a creerlo, Chaz! —gritó Archie.

Chaz cogió el colgante y lo miró con rostro sombrío.

—Esto es la prueba. Esta alhaja es costosa y antigua...

—¿Qué te ocurre? —le preguntó Archie al ver su palidez.

Chaz no contestó y continuó mirando fijamente la joya.

—¿Qué pasa? —insistió su cuñado con impaciencia.

—Este colgante... Me es familiar. Es como si ya lo hubiese visto —musitó haciéndolo rodar entre sus dedos. Trémulo, apretó la diminuta rosa de oro que había en lo alto y el colgante se abrió. Cuando vio el interior se dejó caer en el diván.

—¡Por el amor de Dios, Chaz! ¿Podrías decir que sucede? —se exasperó Archie.

—Es... es el colgante que le regalé cuando era niño a mi madre —dijo Chaz sin apenas voz mostrándole el retrato de un chiquillo de cabellos dorados y ojos verdes como las esmeraldas. 

Su cuñado parpadeó confundido.

—¿Eres tú? ¿Seguro?

Chaz asintió respirando con agitación.

—Pero... ¡Oh, Señor! ¡No entiendo nada! —exclamó Archie llenándose de nuevo la copa.

El rostro de Chaz se ensombreció. ¿Cómo demonios había llegado a las manos del amante de su esposa ese colgante?

—Milford está metido en esto.

Archie se frotó la barbilla con gesto nervioso.

—¿Insinúas que él es el amante de…? ¡Por todos los santos! ¡Tú estás loco! ¡Si no se conocen! –exclamó su amigo perdiendo los nervios.

—Por supuesto que no hablo de ello. 

—¿Por qué razón, entonces? Ya no representas ningún peligro para él. Ahora tiene a Jane, a su hijo y el ducado. No le veo lógica alguna. No. Tiene que haber otra explicación.

—¿Cuál? Este colgante estaba en casa de mí padre. Solo él pudo sustraerlo.

Archie lo miró fijamente.

—O Jane.

Chaz apretó los dientes y sus ojos brillaron iracundos.

—¡Maldita zorra! Esto lo ha maquinado ella. Es tan perversa que no habrá podido soportar que sea feliz. Pero no se saldrá con la suya. ¡La mataré! —rugió encaminándose hacia la puerta.

—¡Cálmate! —le pidió su cuñado corriendo tras él.

—¿Qué me tranquilice? ¡Esa mujer ha intentado destruir mí matrimonio! —exclamó Chaz entrando en su cuarto. Abrió el armario y con celeridad se vistió.

—¿No ves que en este estado no conseguirás nada? No podrás probar que fueron ellos. Tú padre no te creerá. Chaz, tenemos que pensar con tranquilidad. Escucha. Opino que lo mejor sería que lo dejases correr. Muriel comprenderá y todo volverá a la normalidad. Dentro de una semana os vais a Kenya y esto solo será una pesadilla del pasado.

—Cedí en no airear su vileza, en que todo el mundo creyera que abandoné a mi hijo, pero esto no, Archie. Merecen ser castigados —dijo Chaz lleno de rencor.

—Algún día pagarán por sus maquinaciones. Por favor, sé sensato. Ahora lo más prioritario es que hables con mí hermana e intentes que te perdone.

Chaz lanzó un suspiro cansino.

—Muriel no lo hará. Me juró que me fue fiel y me echó en cara que no la creyera. Por eso se fue, Archie. No quiere vivir con alguien que constantemente desconfíe de su fidelidad. Y por desgracia, mi pasado me marcó tanto que, dudo que algún día pueda vivir tranquilo en ese aspecto. Siempre tendré el temor de ser engañado.

Archie sonrió.

—De todos modos te ama y al final se dará cuenta que en parte tenías razón. Vamos, muchacho. Ahora que sabes la verdad, no dejes pasar la oportunidad de volver a ser feliz.

—¿Opinas que si voy ahora a verla me recibirá? Cuando se fue estaba muy dolida y furiosa como nunca. 

—Yo me encargaré de ello. Aunque tenga que maniatarla.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

CAPITULO 30

 

 

Muriel mantenía los ojos clavados en la ventana. Su rostro estaba pálido y ojeroso, apenas había podido conciliar el sueño desde que abandonara a Chaz. Nada tenía sentido para ella. Solo era capaz de escuchar esa voz que le decía una y otra vez que Chaz ya no la amaba.

—Señora, debería comer algo —le dijo la doncella mirándola con aflicción.

—Vete —musitó Muriel.

—Hace días que no prueba bocado. No es bueno para su salud.

Muriel dejó caer la cabeza en el respaldo y alzó la mano indicándole que la dejara a solas.

La criada cerró la puerta y Muriel rompió a llorar. Se sentía impotente ante el dolor que le despedazaba el corazón. Quería odiar a Chaz, pero no podía. Era tan estúpida que a pesar de que él la había apartado como a un perro, aún amaba a ese canalla.

—Fanny, he dicho que no quiero comer —dijo sacándose las lágrimas con el pañuelo al ver como la puerta se abría.

—Muriel.

Ella se tensó al ver a Chaz.

—¿Qué haces aquí? —dijo con voz estrangulada.

—Le he pedido que venga. Tenéis que hablar —le dijo Archie asomándose.

—No tenemos nada que decirnos —repuso ella intentando aparentar insensibilidad.

—Pues, yo creo que sí. Y lo haréis —dijo Archie empujando a Chaz, mientras cerraba la puerta con llave.

—¡Archie, abre! —gritó Muriel asustada.

—Cálmate, no pienso causarte ningún daño —le pidió Chaz mirándola con preocupación. Muriel parecía enferma.

—Ya me lo has ocasionado. Vete —le recriminó ella.

Él avanzó hacia ella determinado a que le escuchara. Costara lo que costara, no saldría de allí sin recuperarla.

—Muriel, mira esto —le pidió mostrándole el colgante.

Ella le apartó la mano con brusquedad. Chaz abrió la tapa y volvió a acercárselo.

—No vengo a acusarte de nada. Por favor, quiero que me escuches. ¿De acuerdo? Ese de la foto soy yo. Este colgante pertenecía a mí madre. Y te juro que yo no urdí nada de todo esto para alejarte. Estoy convencido que fue Jane quien maquinó nuestra separación.

Muriel esbozó una sonrisa escéptica.

—¿Por qué razón? No digas estupideces. Por favor, vete. No quiero volver a verte nunca más.

—Jane es perversa y haría lo que fuese porque no fuese feliz. ¡Por Dios, cariño! No dejes que  destruya nuestro matrimonio.   

—Puede y digo, puede, que ella sea la culpable. De todos modos, tú lo eres más. Dudaste de mí palabra.

Chaz se arrodilló ante ella y la miró con un brillo desesperado en sus ojos verdes. 

—Y no sabes cuanto lo lamento. Pero. ¿Qué querías que pensara? Las flores, las notas, el colgante. Todo indicaba que eras culpable. Jane sabía que reaccionaría así, que no podría soportar ser engañado de nuevo. Sin embargo, en algo se equivocó. A pesar de ello te dije que lo olvidaría todo porque te amaba más allá de la cordura. Aunque, veo que tu amor no es tan profundo como había imaginado. Prefieres mantener el orgullo a salvar nuestra familia.

—No se trata de orgullo, Chaz. Si regreso contigo, sé que algún día volverás a sentir desconfianza y eso nos impedirá vivir en armonía.

Chaz la miró con gesto herido.

—¿Puedes jurar que tú nunca has desconfiado de mí? Me acusaste de que todo lo hice para abandonarte. Siempre, y reconócelo, has pensado que algún día acabaría por encapricharme de otra; porque jamás has creído que mi amor era verdadero. Pero, juro por Dios, que te quiero y que te amaré eternamente, hagas lo que hagas. ¿O no lo he demostrado? ¿Di?

Los sentimientos de Muriel estaban perdidos en el laberinto de la indeterminación. Quería creer en el hombre que amaba con toda su alma. Sin embargo, tenía miedo. Terror a volver a equivocarse.

—Muriel, lo he perdido todo por ti. He dejado que todos me crean un canalla, que mí padre reniegue de su hijo desheredándome. Que Milford y Jane queden impunes con lo que nos han hecho. Y no me importa. Pero si me abandonas, no tendré ninguna razón para vivir. Te lo suplico, no me arrebates tú también lo único valioso que me queda —le imploró.

Los ojos de Muriel se tornaron cálidos. Alzó la mano y le acarició el cabello con ternura.

—Lo he intentado. De todos modos, he sido incapaz de odiarte, porque sé que la duda que te invadió era justificada. También lo hubiese hecho si alguien me hiciese creer que cortejabas a otra. ¡Oh, Chaz! No permitamos que nadie más nos haga recelar de nuestro amor.

Él le rodeó la cintura y la abrazó con fuerza.

—Si lo vuelven a intentar, los mataré con mis propias manos —aseguró buscando su boca.

Muriel se aferró a él con desesperación devolviéndole el beso con ansia.

—No sabes como he sufrido al pensar que deseabas deshacerte de mí —sollozó.

Chaz besó sus lágrimas.

—Tesoro, no llores. Quiero que seas feliz. Y lo serás lejos de todo esto. Cogeremos el barco que sale hacia África el lunes y nos olvidaremos de esta pesadilla. Ya lo verás.

Ella sonrió débilmente.

—¿Me lo prometes?

—Es la única meta que tengo. Y ya sabes que soy testarudo. Ahora, cálmate y ve a buscar a Marina. Nos vamos a casa. A nuestro hogar.

—Sí, Chaz. Vamos a casa. Pero, como Archie no nos abra, me temo que será por el momento imposible.

Él se levantó y se acercó a la puerta.

—¡Archie! —gritó.

No obtuvo respuesta.

—¿No se habrá ido? ¡Archie, abre! —gritó Muriel.

—Señora, el señor se ha ido con su esposa —le contestó la criada.

—¿No tiene usted la llave? —le preguntó Chaz.

—No, señor. Lo lamento.

—Mataré a mí hermano por esto. Estoy harta deque se inmiscuya en mis asuntos —se quejó Muriel.

—Yo no. Ha pensado con acierto. ¿O crees que no lo ha hecho a propósito? —dijo él sonriendo con gesto pícaro.

—No, Chaz. Aquí no. Esa criada es la mujer más chismosa que he conocido. Se enterará toda la casa —se ruborizó Muriel.

—Supongo, que un escándalo más no los sorprenderá. Aunque, para salvaguardar tu honor, seremos comedidos. ¿Te parece bien? Ven aquí, preciosa. Me muero por hacerte el amor —dijo él atrayéndola hacia su pecho.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

CAPITULO 31

 

 

El club siempre le había parecido un lugar tranquilo, pero desde que decidieron admitir a esos nuevos ricos, había dejado de serlo. Los tipos que se encontraban tras él eran burdos y nada educados, y aunque intentaran por todos los medios pasar por unos auténticos caballeros, lo único que hacían era parlotear y contar chismes propios de las criadas.

—¿Has oído el último escándalo? El hijo del duque de Dorrester se ha divorciado y se ha vuelto a casar con una mujer con la que tuvo una hija mientras estaba casado.

Nathan Layton alzó los ojos del periódico y prestó atención.

—¿De veras? ¡Qué podía esperarse de un tipo como él! Seguramente se ha casado con una mujerzuela de la peor especie —se burló el otro.

—Era lo previsible. Aunque no ha sido así. Su esposa es Muriel Smith, dueña de la mejor plantación de Kenya. Toda una dama y muy rica.

—¿Estás seguro?

—Del todo. Mi doncella es la mejor fuente que se puede encontrar para estos asuntos. Es amiga íntima de la cocinera de Archie Smith. Y me ha informado que piensan dejar el país el lunes para regresar a África. Claro que, después de organizar un gran altercado. Ella lo abandonó y él corrió tras esa mujer como un cordero degollado. ¡Por lo que se ve el sinvergüenza se ha regenerado y está perdidamente enamorado de su esposa!

Nathan Layton se levantó y cerró el periódico con rudeza. ¿Por qué nadie le había dicho que Chaz se había casado y que tenía una nieta?

—¿Ya se marcha, duque? —le preguntó el maître.

—Sí, George. Este lugar está cada día más imposible. Me preguntó porque no eligen a los socios con más cuidado. Estaré más relajado en el bar de la esquina sin tanta cháchara de verdulería. Buenas tardes, señores —replico mirando con hosquedad a los dos tipos que enrojecieron al ver al duque.

Con pasos resueltos decidió ir a ver a su hijo y a su esposa. Ya sabía como eran esos chismes. La mayoría de ellos falsos o fantasiosos. Estaba convencido que ella no era ninguna dama, sino una mujerzuela que se había aprovechado del que suponía sería el siguiente duque de Dorrester.

—¿Qué desea? —le preguntó la doncella abriendo la puerta.

—Quiero ver al señor Layton. Soy su padre —dijo sin poder evitar fruncir la frente.

—Ha salido, señor. ¿Le dejo algún recado?

—Esperare —decidió él abriéndose paso.

—¡Señor, no puede pasar! —protestó la criada.

—¿Diana, qué ocurre? —preguntó Muriel que bajaba las escaleras con Marina en brazos.

—Este señor dice que... es el padre de su marido.

Muriel lo miró fijamente. No había duda. Mirando a ese venerable caballero, podía ver como sería Chaz dentro de unos años.

—Está bien, retírate.

—Sí, señora. ¿Les sirvo café?

—No será necesario. Supongo que no se quedará el tiempo suficiente. ¿No es así? —contestó Muriel terminando de bajar la escalera.

Nathan Layton estudió a la joven. Era, sin duda, una mujer hermosa, de porte elegante y educado. Y tuvo que reconocer que se había equivocado al pesar que era una aprovechada.

—Señora, lamento esta visita imprevista. Si me permite, quisiera hablar con usted.

—Chaz está al llegar y no le gustará verlo en esta casa. Me disgustaría mucho que por su causa mi esposo de disgustara –replicó ella con frialdad.

—Le prometo que solo serán unos minutos.

Muriel le indicó con la mano que entrara en la salita y entró tras él.

—Siéntese, por favor —le pidió acomodándose, mientras dejaba a Marina junto a ella dándole un oso de peluche para que se entretuviera.

El duque miró a la pequeña. Nadie podría dudar que fuera hija de Chaz. Una niña sana y preciosa. No como Nigel, que con el paso de los años se había convertido en un muchacho enclenque y de carácter tan débil como el de Milford.

—¿Y bien? ¿A qué se debe su visita? Tengo entendido que usted considera muerto a Chaz.

Él carraspeó incómodo.

—Me parecen un poco exageradas esas palabras. Aunque no lo crea, yo quiero a mí hijo.

—¿De veras? ¡Caramba! Un modo muy curioso de demostrarlo al desheredarlo y echarlo como a un perro —replicó ella con gesto indignado.      

—Usted, tal vez no sepa el motivo y me gustaría...

—Conozco el pasado de mí esposo, duque. Y le diré que creo en cada una de sus palabras, sobre todo después de lo que Milford y Jane han intentado hacer con nosotros.

—Puede que mí nuera no fuera razonable en el pasado. Pero ahora, afortunadamente, todo se ha arreglado. Todos tenemos lo que deseábamos.

—Temo que no todos opinamos del mismo modo.  

—¿Lo dice por Chaz? Sé que le parecerá injusto que lo desheredara, pero no podía hacer otra cosa con su proceder tan ignominioso.

Muriel se levantó y abrió un cajón. Sacó el colgante y se lo mostró.

—¿Lo reconoce?

Él asintió.

—Era de mí esposa. Su joya más querida. Se la regaló Chaz. ¿Cómo ha llegado a su poder? Mí hijo no se llevó nada el día que se marchó. Además, recuerdo que hace dos meses revisando la caja fuerte la vi.

—Alguien me la envió junto a esta nota. Pretendía fomentar la duda en mí marido y lo consiguió. Me acusó de adulterio.

—No es una novedad. Supongo que es el sistema que utiliza Chaz para deshacerse de una esposa de la que se ha cansado —comentó el duque mirándola significativamente.

Muriel no pudo contenerse y montó en cólera.

—¡Por el amor de Dios, duque! ¿Qué supone? ¿Qué Chaz entró en su casa de noche, como un vulgar ladrón y hurtó la joya para elaborar un plan maléfico? ¡No sea absurdo! Su hijo no es tan cobarde. Tiene el suficiente valor para echar de su lado a una mujer de la que se ha hartado.

—No te molestes, Muriel. El duque jamás tendrá confianza en su descarriado hijo —dijo Chaz echando el sombrero sobre la mesa —. ¿Qué haces en esta casa? No eres bien recibido.

Nathan Layton miró a Chaz.

—Me enteré que te habías casado y que tenías una hija. Quería ver si era verdad.

—Ya lo has hecho. Puedes irte —dijo Chaz cogiendo a Marina. La pequeña le sonrió complacida y le mostró el oso.

—¿Puedo saber como se llama mí nieta? —le pidió su padre.

—No veo la razón. Pasado mañana nos iremos y no volveremos a vernos nunca más.

—Chaz, hijo...

Él lo miró con un gesto de amargura en sus ojos verdes.

—Si no estoy equivocado, renegaste de mí. Me juzgaste sin molestarte en escuchar ni una de mis palabras.

El duque resopló con impaciencia.

—¿Cómo tienes el valor de continuar con esa mentira? ¡Acusaste a tu hermano de acostarse con tú esposa! ¡Por Dios, Santo!

Chaz dejó a Marina en brazos de su madre y se enfrentó a su padre.

—¡Porque es la única verdad! —bramó apuntándolo con el dedo.

—Lo único que sé es que por tu culpa unos seres inocentes sufrieron durante años. ¡No eres más que un miserable canalla! —explotó Nathan.

La niña, asustada, comenzó a llorar.

—¡Basta! No toleraré ni un grito más. Cariño, no llores. Duque, le pido que se marche. No consiento que nadie altere la paz de esta casa —dijo Muriel visiblemente enojada.

—¿Paz? ¿De verdad piensa que él se la dará? Mí hijo es incapaz de hacer feliz a nadie —dijo el duque con tono despectivo.  

—Se equivoca. Soy la mujer más dichosa de la tierra. Y no permitiré que, ni usted, ni Jane intenten destruir lo que tantos esfuerzos nos ha costado. Dígale a su nuera que si vuelve a enviar rosas o joyas con falsas notas, se arrepentirá —replicó ella alzando el mentón con gesto orgulloso, lanzándole el colgante.

Chaz lo atrapó al vuelo.

—Esto no me lo arrebatarás, papá. Es lo único, a parte del recuerdo y esta casa, que me queda de mamá.

Nathan Layton sacudió la cabeza con un gesto de impotencia.

—No sé porque demonios he venido. Pensé que habrías cambiado, pero veo que no ha sido así —refunfuñó el duque cogiendo el sombrero.

—Siempre he sido el mismo, padre. Eres tú el que te empeñas en ver a un hombre que nunca ha existido. Solo deseo que cuando te des cuenta del error que has cometido conmigo no sea demasiado tarde.

El duque bajó la cabeza con gesto cansado.

—¿Pretendes que crea que lo qué pasó fue cierto? Eso sería demasiado doloroso, Chaz. Solo pensar que Milford fue capaz de cometer tamaña bajeza me destroza el corazón.

—Comprendo que te niegues a acusar a tu favorito —dijo Chaz casi en un lamento.

Su padre alzó la cabeza y lo miró fijamente.

—¿Mí favorito? Nunca lo fue. Como ya te dije, si siempre lo apoyé y te di de lado, era porque Milford era el más débil. Pensé que a ti no te hacía falta, que eras fuerte, que nada podía dañarte. 

—Ya has visto que no ha sido así. He sufrido durante diez años, dejándome arrastrar por la desesperación. Viviendo al límite, sin importarme nada. Hasta que Muriel llegó a mí vida. Ella me salvó. Y si no hubiese sido porque la amo más que a mí vida, juro que no hubiese regresado. Pero quería que fuese mí mujer ante todos y necesitaba el divorcio. ¿Por qué crees que fue tan fácil que cediera a todas las injusticias que conmigo has cometido? Simplemente porque quería ser feliz de una maldita vez. Y por lo visto, Jane no está de acuerdo. Ya has visto el colgante. Nadie más que ella ha podido enviarlo o Milford —le dijo Chaz.

—¡Milford no! —protestó su padre.

—Pues, solo queda ella, señor —dijo Muriel.

El duque hizo rodar el sombrero con las manos con gesto alterado. 

—Padre, esa mujer nos ha engañado a todos. Incluso a Milford. Puede que pienses que odio a mí hermano por lo que hizo. En un principio, es cierto que deseé que muriese, pero ahora he comprendido que es una víctima más de las maquinaciones de esa mujer. Que el amor que siente hacia ella es irracional y lo arrastra a cometer locuras. Esa es la única verdad. Y tienes que aceptarla de una maldita vez. Jane en apariencia es un ángel, pero es perversa y no descansará hasta verme destruido. Jamás me perdonará que la dejara, que todo Londres especulara sobre lo que ocurrió. Por favor, tienes que apartar los conceptos hasta ahora preconcebidos y razonar fríamente. 

Muriel se acercó al duque.

—Señor, conozco a Chaz. Y sé que es incapaz de cometer nada deshonroso, ni de acusar a alguien siendo una mentira. Es tan generoso que renunció a enfrentarse a su hermano por lo que han intentado desde que supieron que nos habíamos casado. Debe confiar en él. Siempre dijo la verdad. Pregunte a Milford. Exíjale que le diga como llegó el colgante a esta casa. Se lo suplico, no vuelva a abandonarlo.  Chaz a pesar de todo, le quiere. Y no será completamente feliz hasta que usted se convenza que nunca le engañó.

—¿Y piensa que yo no lo quiero? Cuando nació fui el hombre más feliz de la tierra. Era el vivo retrato de su madre. Poseía su dulzura, su inteligencia. Y al morir, fue mí consuelo ver que parte de ella no había desaparecido. Incluso, aunque él no lo crea, no dejé de amarlo cuando se marchó y le creí un canalla. Durante los diez años de su ausencia cada día no dejé de pensar en él, de consumirme porque hubiese muerto —dijo él con la voz quebrada.

—No vi en ti alegría al reencontrarnos —le recriminó Chaz.

Su padre alzó los hombros.

—Ya sabes como soy. No suelo mostrar mis sentimientos. Pero juro que me sentí feliz al ver que estabas bien. Sin embargo, no pude perdonarte cuando insististe en que tu acusación era verdad. Me negaba a creer algo tan vil.

—¿Y ahora? —preguntó Chaz.

Su padre miró el colgante.

—Tengo miedo a descubrir la verdad.

—Duque, a veces la verdad es dolorosa. Sin embargo, es lo único que nos permite vivir en paz —le dijo Muriel.

Nathan Layton miró a la niña.

—Es igual a tu madre, Chaz —dijo el duque poniéndose el sombrero. —Debo irme. Tengo algo muy importante que hacer y no puede esperar. 

—Gracias, señor —le dijo Muriel.

Él la miró con cara sombría.

—No me las de aún. Aún no puedo aceptar que esa atrocidad pueda ser verídica —dijo. Dio media vuelta  y se encaminó hacia la puerta.

—Padre. Aunque la verdad no salga a la luz, recuerda que siempre te querré. Tu nieta se llama Marina —le dijo Chaz intentando contener la emoción que le embargaba.

—Un bonito nombre. A tu madre le hubiese gustado —dijo el duque cerrando la puerta.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

CAPITULO 32

 

 

Nathan Layton entró en el comedor. Su hijo estaba sirviéndose una copa de jerez.

—¿Te apetece, padre?

—Mejor pon un coñac.

—¿Antes de cenar? —inquirió Milford frunciendo la frente presintiendo que algo no iba bien.

—Sí, antes de cenar.

Milford se la sirvió y lo miró con gesto preocupado.

—¿Te ocurre algo? Te veo nervioso —le preguntó su padre.

—¿Por qué debería estarlo? El que me preocupa eres tú. Siempre que bebes coñac a estas horas, es por un motivo no muy halagüeño. ¿Qué ha pasado? ¿Una discusión en el club?

—Tienes razón. No he tenido una buena tarde. Aunque, nada tiene que ver con el club —contestó el duque dando un sorbo.

—¿Problemas en la empresa?

—Los negocios van bien. Mi temor radica en esta familia. Me han insinuado algo que, si es cierto, me vería obligado a tomar medidas drásticas que serían muy dolorosas para mí.

Milford carraspeó intranquilo e intentó sonreír.

—No te comprendo, padre. Como ves todo va estupendamente. Jane y yo somos muy felices y espero que dentro de poco te daremos la noticia de que volverás a ser abuelo.

—Ya lo soy. ¿No sabías que Chaz tuvo una hija?

Milford le dio la espalda y se sirvió otro jerez.

—¿De veras? No. No lo sabía. Aunque supongo que no te importará nada que concierna a Chaz después de lo que nos hizo. ¿Verdad?

—Supongo que a ti tampoco.

—Por supuesto que no —contestó Milford dando un trago largo.

—¿Jane opina lo mismo?

—A mí esposa le es indiferente lo que ese canalla haga. Ahora es feliz sin tener la sombra de su amenaza constantemente.

—Así que lo ha perdonado. Me alegro. Siempre temí que el pasado empañara vuestro matrimonio.

—Te aseguro que Chaz no provocará que entre Jane y yo existan problemas. Para nosotros murió hace mucho tiempo —replico Milford con rabia apurando la copa.

—Es un alivio escuchar eso. Esta tarde llegué a creer que fuisteis vosotros los que han estado acosando con notas y flores a la mujer de Chaz —dijo el duque mirándolo fijamente.

Milford soltó una risa nerviosa.

—¿Para qué demonios querríamos hacer eso? ¡No digas estupideces! Ya te he dicho que Chaz me es indiferente. 

—Puede que a tu esposa no.

—¡Jane me ama a mí! —gritó Milford perdiendo la compostura.

—No lo dudo, hijo. Cálmate. Sin embargo, me estoy preguntado como llegó esto a manos de Muriel, la mujer de tu hermano. Pertenecía a tu madre —dijo el duque mostrándole el colgante.

—Se lo habrá regalado Chaz. 

—Me parece del todo improbable, porque esta alhaja estaba guardada en la caja fuerte de esta casa y tu hermano no lo sabía. ¿La cogiste tú?

Milford lo miró con gesto incrédulo.

—¿Estás insinuado que soy un ladrón? ¡Esto es inconcebible!

—No insinúo. Afirmo que alguien de esta casa lo sustrajo para enviárselo a esa mujer y perjudicarla. Porque, convendrás conmigo, que sería muy extraño que un ladrón lo sustrajera para regalárselo a Chaz. Así qué, ya me dirás.

Su hijo comenzó a caminar por el comedor con nerviosismo.

—No sé de donde has sacado esa idea tan... tan deshonrosa.

—Sencillamente de los perjudicados. He estado en casa de Chaz.

—¡Miente! Por Dios, padre. ¿Cómo puedes creer a ese degenerado? ¿No ves que lo hace para volverte contra mí? Siempre me ha odiado. Estoy convencido que entró en la casa, pues nadie del servicio le negaría la entrada, y cogió el colgante. Es la única explicación. Porque te juro que yo no he hecho tamaña fechoría.

—Puede que tengas razón.

—¡La tengo! —exclamó Milford con vehemencia.

El duque suspiró con fuerza. Era una posibilidad factible.

—Hijo, siento haberte acusado tan precipitadamente. Perdona. Aunque, sigo pensando que tal vez, Jane podría estar...

—¡Ella es inocente! ¿Acaso no ha demostrado todos estos años fidelidad a la familia a pesar de lo que Chaz le hizo? —protestó Milford.

Su padre hizo revolotear la mano.

—Por supuesto. No sé como he podido dudar de vosotros. Discúlpame. Cuando esté la cena, me avisas.

Milford, en cuanto se quedó a solas, se dejó caer en el diván con el rostro pálido. Sabía que aquello le traería complicaciones y Jane no lo había escuchado. Sin embargo, ahora tendría que hacerlo.

Con gesto determinado se encaminó hacia la habitación y abrió la puerta.

—¡Maldita sea! ¿Se puede saber que has hecho? Te advertí que deberías dejar a Chaz en paz.

Jane corrió hacia la puerta y la cerró.

—¿Te has vuelto loco? Tú padre puede oírte. Baja la voz.

Milford se paseó la mano por el cabello con gesto agitado.

—Eres tú la que ha enloquecido. ¿Cómo se te ocurrió mandar a esa mujer una joya de mí madre? Papá estuvo en casa de Chaz y se la mostraron. Nos acusó de ser los culpables. 

—¿Y lo ha creído? —preguntó Jane visiblemente asustada.

—No lo sé. Pero he tratado de convencerlo de que somos inocentes. ¡Por  el amor de Dios, Jane! ¡No vuelvas a hacer nada más! Estás jugando con fuego.

—Te dije que quería destruir a Chaz. Y no descansaré hasta que lo consiga —insistió su esposa.

Milford golpeó la pared con el puño.

—¿Por qué ese empeño? ¿Acaso no te bastó con engañarlo, con burlarte de él del modo más cruel? Jane, no quiero precisamente a mí hermano. A pesar de ello no estoy dispuesto a perjudicarlo más. Ya tenemos lo que queríamos. Podemos amarnos libremente, sin escondernos. Somos los herederos del ducado y Nigel es nuestro hijo legalmente. Eso debería ser suficiente para que seas feliz. ¿No crees? Olvida esta obsesión enfermiza.

—¡No lo haré! —gritó ella.

La puerta se abrió y Nathan Layton entró en la habitación. Su rostro estaba contraído. Apretando los puños  intentó contener la furia que sentía.

Jane y Milford empalidecieron al comprender que lo había escuchado todo.

—Así que Chaz decía la verdad. Siempre fuisteis vosotros los mentirosos y los traidores —siseó con ojos brillantes de ira.

Milford tragó saliva.

—Papá... Deja que...

—¡Calla! Ya he escuchado demasiado. Y no sabéis el daño que me habéis causado. ¡Señor! Engendré a un monstruo sin entrañas –jadeó el duque.

—Usted no puede comprenderlo, señor —dijo Jane intentando mostrar serenidad.

—¡Oh, por supuesto que comprendo!

—No, señor. ¿Acaso sabía que mí padre me obligó a casarme con Chaz? Pues lo hizo, incluso sabiendo que amaba a Milford.

—Eso no justifica tu traición. ¡Deberías haber respetado a tu esposo! —explotó el duque lanzándole una mira de reproche.

Ella lo miró con un halo de tristeza reflejado en sus ojos azules.

—Lo intenté, pero no pude. Tiene que creerme. El amor que sentía por Milford era más poderoso que la razón.

—¿Y cuál es tu excusa, Milford? ¡Por Cristo! Robaste a tu hermano a su mujer. Y lo peor de todo. ¡Conspiraste contra él permitiendo que todos lo creyésemos un canalla al abandonar a su hijo! ¡Que yo lo echara como a un perro arrebatándole lo que le correspondía!

Su hijo intentó contener las lágrimas vergonzosas.

—Amaba a Jane y no quería renunciar a ella. ¡Chaz siempre se llevaba lo mejor, sin ningún esfuerzo!

Su padre dejó caer los hombros en un gesto de derrota.

—Puedo entender que te sintieses herido, incluso desesperado. Sin embargo, lo que has hecho ahora no tiene perdón. Chaz ya no representaba ningún obstáculo en tus ambiciones. Y a pesar de ello, has intentado destruirle la vida otra vez. Pero no volverás a conspirar contra mí hijo. Porque si lo haces, te estrangularé con mis propias manos. Ahora, coged vuestras cosas y a Nigel, y largaos de esta casa.

Milford jadeó espantado.

—¿Nos echas? Padre, juro que nunca más...

El duque lo traspasó con sus ojos negros.

—¿Juras? ¿Un miserable como tú se atreve a prometer? No tienes vergüenza ni dignidad. Y me das asco. ¡Los dos me repugnáis! ¡Fuera! ¡No quiero veros en toda mí vida! —bramó saliendo de la habitación.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

CAPITULO 33

 

 

Chaz intentó detener a Muriel y la abrazó.

—¿Adónde vas? Aun es pronto —murmuró con voz pastosa sobre su nuca.

—Cariño, mañana nos marchamos. Tengo infinidad de cosas que hacer. Y tú debes ir a recoger los pasajes. Anda, déjame.

Él lanzó un suspiro de decepción. La soltó y se tumbó de nuevo.

—¡Cómo ordene la señora!

Muriel soltó una risa cantarina y le revolvió los cabellos dorados.

—Veo que el señor está cansado.

—Tú tienes la culpa. Desde que te conozco apenas he dormido seis horas seguidas —se lamentó mirándola fascinado.

Ella inclinó el rostro y lo besó con dulzura en los labios.

—¡No! Es hora de levantarse. ¡Vamos! —exclamó Muriel escapando de sus brazos.

Chaz gruñó y ella comenzó a vestirse, ante los ojos embelesados de su marido.

—Aún no puedo creer que la pesadilla haya pasado, ni que la vida sea tan generosa conmigo —murmuró mientras se ponía la bata.

—Chaz, tienes lo que mereces. Eres un hombre magnífico. Por eso te amo tanto.

Él esbozó una sonrisa sombría.

—Chaz. ¿Aún dudas?

—No, por supuesto que no. Sin embargo, no puedo evitar sentir temor a que de nuevo algo me impida ser feliz.

—Cariño, los que querían perjudicarnos ya no podrán hacerlo. Tú padre se encargará de ello. Además, dentro de unos días estaremos en nuestra casa, lejos de todo esto y... con un nuevo hijo.

Chaz la miró pasmado, para después tomarla de la cintura y alzarla, mientras reía alborozado.

—¡Es la mejor noticia que podías darme! ¡Oh, cariño, te adoro!—exclamó estrechándola con fuerza.

—Me gustaría poder respirar —jadeó ella.

—¿Crees que será prudente emprender el viaje ahora? —le preguntó él soltándola.

—No hay peligro. El médico ha dicho que todo va bien y que soy una mujer muy fuerte. Así que, vístete de una vez y ve a por los pasajes.

—Mí padre estará encantado con la noticia —dijo Chaz poniéndose los pantalones.

Muriel lo miró detenidamente.

—¿Seguro que no te importa ir a Kenya y dejar esto? Chaz, si no lo deseas, nos quedaremos. Comprenderé que ahora quieras estar al lado de tu padre y que algún día te hagas cargo del ducado.

Él la miró con un brillo de emoción en sus ojos verdes.

—Eres la mujer más generosa que conozco.

Ella negó con la cabeza.

—No es verdad. Soy ambiciosa y egoísta. Quiero que seas feliz para compartir esa dicha contigo. 

—¿Y estarías dispuesta a dejar la plantación? Pensé que era tu vida.

—Ahora mí familia es lo único que me importa.

Chaz extendió los brazos y ella se abrazó apoyando la cabeza en su pecho.

—Te quiero, Muriel. Y jamás permitiría que tuvieses que renunciar a nada por mí. Iremos a Kenya. Allí es donde nos conocimos y donde fuimos inmensamente dichosos. Ese es nuestro verdadero hogar y no esto. Te aseguro que no echaré nada en falta de lo que deje aquí.

—¿Y tú padre?

—Él nos visitará y estoy seguro que permanecerá largas temporadas en la plantación. A él tampoco le queda nada aquí. Además, estará encantado con los innumerables nietos que vamos a darle. Estará muy entretenido —dijo él sonriendo.

Muriel, con ojos húmedos, se separó de él y lanzó un suspiro.

—Pues, si está decidido. Ve a por los billetes. ¡Vamos o me enfadaré seriamente con usted, señor Layton!

—¡Dios no lo quiera! Cuando te enfadas, tienes un genio de mil demonios —replicó él poniéndose la camisa.

Muriel abrió la puerta.

—Cuando regreses, desayunaremos. Ahora voy a ver a Marina y ha empaquetar todas sus cosas.

Chaz se terminó de vestir y salió de casa encaminándose hacia el puerto, con el semblante risueño, pensando que era el hombre más afortunado de la tierra.

Muriel, mientras preparaba la mesa para el desayuno, pensaba lo mismo. Ahora le parecía imposible la absurda idea que siempre mantuvo de negarse al amor por permanecer independiente.  

—¿Fui una estúpida, verdad hija? Afortunadamente, conocí a tu padre y descubrí que no hay nada más libre que poder entregar el amor que llevas dentro —dijo sonriendo feliz a Marina.

La niña rió divertida cuando sus pasos torpes la hicieron caer sentada.

—¡Eres un diablillo, lo mismo que tú padre! —exclamó su madre con un brillo de orgullo en sus ojos negros.

El timbre de la puerta la hizo sobresaltarse. Chaz se había dado mucha prisa. Abrió la puerta y vio a una mujer de cabellos dorados sumamente hermosa.

—¿La señora Layton?

—Sí. ¿Qué desea?

La mujer, bruscamente, la empujó mientras le mostraba una pistola y cerró la puerta tras ella.

—¿Qué... qué pretende? ¿Quién es usted? —farfulló Muriel horrorizada.

La desconocida estalló en una risa histérica.

—¿No me conoce? ¡Pues yo a usted sí y deseo matarla!

—¿Por qué? ¿Qué le he hecho? —jadeó Muriel mirando a su alrededor, intentando buscar una escapatoria. Pero no la había. Intentase lo que intentase, esa mujer dispararía.

La mujer ladeó la cabeza meditando durante unos segundos.

—¿Usted? Nada. Pero Chaz me ha destrozado la vida y quiero que sufra, como yo lo estoy haciendo ahora que lo he perdido todo. Sé que si la mato, jamás volverá a ser feliz. Créame que lo siento, pero debo hacerlo. ¿Lo entiende, verdad?

Muriel, al comprender que se encontraba ante Jane y que era una demente que no se detendría ante nada, echó a correr y entró en el comedor.   

—¡Perra! ¡No escaparás! —aulló Jane corriendo tras ella, impidiéndole que cerrara la puerta —. ¡Vaya! ¿Qué tenemos aquí?

—Si la toca, seré yo quién la mate —siseó Muriel.

Jane se echó a reír con histerismo.

—¡No digas sandeces! Soy yo la que tengo el poder. Haré lo que se me antoje. Y si quiero matar a la hija de Chaz, lo haré. Sí. Es una buena idea. Eso aún lo hundirá más. Lo sumirá en una locura que nunca curará.

Muriel, desesperada, se abalanzó sobre Jane para arrebatarle la pistola.

—¡Suéltame! —bramó Jane retorciéndose furiosa, empujándola contra la mesa. 

Muriel gimió cuando su frente fue golpeada por el filo de la mesa y se desvaneció sin sentido, mientras el candelabro caía estrepitosamente sobre la alfombra.

El fuego de las velas prendió con rapidez. En apenas unos segundos, alcanzó el mantel y poco después las cortinas.

Jane miró a Muriel que permanecía inconsciente. Alzó la pistola, pero una idea diabólica traspasó su mente enferma. Dejaría que el fuego la consumiera, junto a su hija y ella jamás podría ser relacionada con su muerte. Guardó el arma en el bolso y con infinita calma, salió del comedor dispuesta a abandonar la casa.

—Jane. ¿Qué haces aquí? —musitó Chaz desconcertado.

Ella empalideció.

—Yo...

Chaz oyó el llanto desgarrado de Marina, al tiempo que un espantoso olor le traspasaba las fosas nasales. Horrorizado comprendió lo que había pasado.

Jane se echó a reír.

—Ya es tarde, Chaz. Ella está muerta.

—¡Maldita! —gritó él abalanzándose sobre ella, golpeándola sin misericordia, hasta dejarla sin sentido. 

Jadeante, la soltó y abrió la puerta. Muriel estaba tendida en el suelo y su hija estaba abrazada a ella llorando aterrorizada mientras veía como las llamas se acercaban inexorablemente. Desesperado corrió hacia ellas. Tomó a su hija y la sacó volviendo a entrar para llevarse a Muriel, comprobando aliviado que aún respiraba.

Cuando salió de ese infierno, las llamas ya corrían hacia la puerta.

—Marina, hija. Agárrate... a mí pantalón. Vamos —le pidió jadeante.

La niña, pareció entenderlo. Su manita se aferró a la tela y siguió a su padre que cargaba con Muriel aún desvanecida.

Cuando llegaron a la calle, las llamas ya habían congregado a un gran número de curiosos.

Agotado, se dejó caer sobre los escalones, mientras la sirena de los bomberos se acercaba.

—¿Estás bien, señor? —le preguntó un hombre acercándose a él.

Él asintió con gesto agotado.

—Déme a la niña. Yo la llevaré.

Chaz se la entregó y miró a Muriel percatándose del golpe que tenía en la frente.

—Mí amor, ya estás a salvo. Mírame. Abre los ojos —le pidió angustiado.

Muriel, aturdida, lo miró.

—¡Marina! —exclamó intentando incorporarse.

—Está bien. No le ha ocurrido nada.

—¿Y Jane?

Chaz miró hacia la casa.

—¡Dios mío! La golpeé y la dejé inconsciente ¡Tengo que sacarla! —exclamó incorporándose.

—Nada de eso, señor. Sería inútil —lo detuvo un bombero —. Por favor, salga de aquí. No insista. ¡No consentiré que se abrase ahí adentro!

Chaz miró las llamas que consumían el edificio y su rostro adquirió un rictus de aflicción. Odiaba con toda su alma a esa pérfida, pero no deseaba su muerte, y mucho menos una tan dolorosa.

—Cariño, no te sientas culpable. Ella es la única que ha buscado su perdición —le dijo Muriel.

—Supongo que ahora encontrará la paz que siempre había buscado —musitó él levantándose.

—Y nosotros también. La pesadilla, al fin, ha terminado —aseguró Muriel.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

CAPITULO 34

 

 

Chaz sonrió al ver como su padre se dejaba caer herido ante la flecha del valiente Pluma Roja y permitía que la india de cabellos dorados comenzara a maniatarle las manos.

—Te aseguro que nunca se había comportado así con nosotros —dijo sacudiendo la cabeza con incredulidad.

—Supongo que ahora ya ha superado el dolor que Milford y Jane le causaron. ¿Lo has hecho tú? —le dijo Georgina.

—¿Lo dudas? Soy el hombre más dichoso que pueda existir. Tengo a una mujer maravillosa, dos hijos estupendos y un hogar que es el paraíso.

—¿Y no te cansarás? Recuerda que...

—El pasado quedó atrás, Georgi. Ahora lo único que deseo es esto. Y nada, ni ninguna otra mujer podrá romperlo. Amo a Muriel más que a mí vida y lo seguiré haciendo hasta que muera —dijo él mirándola con sinceridad.

Georgina lo miró con ternura.

—Siempre supe que tras esa capa de hielo se encontraba un corazón generoso y lleno de amor.

Chaz se revolvió incómodo. Sí. Ahora volvía a ser como aquel joven antes de ser traicionado por los dos seres que más amaba y se sentía vulnerable al mostrar esa debilidad.

—No lo pregones o mi fama de duro, se esfumará —refunfuñó.

—Ya se perdió cuando salió la historia en los periódicos. ¡Jesús! ¡Qué escándalo se armó! Aunque, al final, todos culparon a esa perversa de Jane. Ahora sois la pareja más admirada y respetada de Kenya.  

—¿Y qué me dices de ti, querida? ¿Vas a aceptar por fin a ese maravilloso conde? 

Ella carraspeó con las mejillas encendidas.

—Solo somos buenos amigos. ¿Por qué os empeñáis todos en decir lo contrario?

—Sencillamente, porque es evidente que el amor ha regresado a tú corazón.  Georgi, querida, no lo dejes escapar. Si yo lo hubiese hecho, ahora no sería tan dichoso. ¿No crees?

Ella acercó la boca a su oreja y le susurró:

—No lo he hecho. En cuanto regrese de Londres, anunciaremos el compromiso.  Pero, ¡por el amor de Dios! No digas nada a nadie.

Chaz esbozó una gran sonrisa.

—Sabes que soy un lince manteniendo secretos. Aunque, a Muriel no podré ocultárselo o si se entera que ya lo sabía, me desollará vivo.

—¿Donde está? Hace rato que no la veo.

—Ya sabes como es. Cree que esta plantación se hundiría si no está pendiente constantemente de ella. Iré a buscarla. Dentro de una hora servirán la cena.

Cogió el coche y unos minutos después, encontró a Muriel que se encaminaba hacia la casa paseando tranquilamente. Paró el coche y saltó para acercarse a ella.

—Nunca te cansas de esto. ¿Verdad? –le dijo dirigiendo sus ojos hacia el horizonte. La finca estaba en todo su esplendor. Los cafetales verdes y repletos de excelente café; a sus pies la sabana, moteada por jirafas, leones y aves exóticas. Y en medio de ese paraíso, la casa envuelta por la paz y el amor que su familia emanaba.

—Nunca –susurró ella. 

—Cariño, pronto anochecerá y todos te esperan —le dijo besándola en la mejilla.

—¿Todos? —rió ella.

Él alzó las cejas y la miró embelesado.

—Bueno, más bien diría que yo te echaba de menos. 

—¿De verdad? —le dijo ella esbozando una sonrisa seductora.

—No hagas eso o no podré contenerme.

—Tendrás que hacerlo. Nos esperan —bromeó Muriel.

Chaz la rodeó con el brazo acercándola a él.

—Querida, ya sabes que nunca me contengo. Además, ya han pasado dos años desde que Jamei nació. ¿No crees que ya es hora de ponernos a trabajar si queremos formar esa gran familia que deseamos? Ya nos somos unos niños —dijo mirándola con gesto pícaro.

Ella entrecerró los ojos.

—¿Insinúas que soy una vieja?

Chaz la miró con tanta intensidad que ella se estremeció.

—Eres la mujer más maravillosa que existe y los años aún te embellecen más, pero no me negarás que debemos darnos prisa. ¿No deseas hacer el amor con tu marido?

Muriel lo besó dulcemente.

—Por supuesto. Ya sabes que tuve al mejor maestro. Pero la casa esta llena. Tenemos invitados y pronto servirán la cena.

—¿Y quién está hablando de ir a la casa? Estamos en lo alto de esta colina, solos y nada visibles. Además, como sé que eres tan original para poner nombres a nuestras hijas, he pensado que te gustaría que concebiremos aquí a la niña.

Muriel miró a su alrededor y lo único que vio fue una encina.

—¿No pretenderás ponerle encina a nuestra hija?

Chaz la abrazó y la llevó bajo el árbol.

—No, pero mira el cielo.

Ella alzó los ojos. El atardecer ya había caído y las primeras estrellas comenzaban a vislumbrarse.

—¿Stella? —sugirió.

—Un nombre perfecto, mí amor.

—¿Y si es niño? —inquirió Muriel.

—¿Niño? No. Será niña. No olvides que te has casado con el hombre perfecto. Y si digo que será niña, lo será —aseguró él buscando su boca.

Muriel lo besó con la misma ansia, dejándose arrastrar por la pasión que ese hombre lograba encender siempre que la tocaba; entregándose con el mismo ardor que la primera vez.

—Te amo —musitó Chaz sumergido en la vorágine del placer más exquisito, mientras ella se convulsionaba presa del clímax.

—Lo sé —musitó Muriel respirando con agitación, mientras pensaba que, sin duda, había elegido al hombre perfecto.