Viernes 8 de septiembre
1
El cementerio estaba repleto de gente; teñido de negro.
Rachel Cunningham debió de ser una niña muy querida, pensó Janie, y se preguntó qué habría pasado si aquél hubiese sido su entierro y no el de Rachel. ¿Cuánta gente habría ido a despedirse de ella? Sus compañeros de clase sí, seguro, y quizá también algún vecino. ¡Pero jamás semejante multitud!
Su madre y ella se quedaron bastante atrás, de modo que no podían ver a los padres ni a la hermana de Rachel, y tampoco enterarse de lo que sucedía junto a la tumba. Lo cual le parecía genial. No quería ver el ataúd por nada del mundo, y menos aún cuando lo metieran en la fosa.
La tarde anterior, Stella había vuelto a presentarse en su casa, para enseñarle la foto de un hombre y preguntarle si era el tipo de la papelería. Janie dijo que no, y una vez más tuvo la sensación de estar decepcionando a Stella. Eso era lo que le resultaba más duro: que los adultos estuvieran siempre esperando algo de ella, y que no lograra complacerlos. Doris había preguntado en voz baja:
—¿Han arrestado a este hombre?
Y Stella respondió en el mismo tono:
—Sí. Pero parece que éste tiene otras cuentas pendientes.
Janie lo habría dado todo por que fuera él. Entre otras cosas, porque así no habría tenido que ir al cementerio. Ahora mismo preferiría incluso estar en el colegio. En cualquier sitio menos allí, atrapada en una pesadilla en la que le habían adjudicado uno de los papeles principales.
Stella también estaba. Iba vestida de negro, como todos, y se había situado varios pasos detrás de Janie y su madre. Le había dicho que mirara a todos atentamente para ver si reconocía al desconocido de la papelería. Y en caso de que así fuera, tenía que decírselo a ella sin llamar la atención.
Janie observó todos los rostros que pudo, recorrió el cementerio con la mirada una y otra vez, pero no logró reconocer al hombre. La verdad es que se alegraba, porque no tenía ningunas ganas de volver a verlo. No obstante, sabía que Stella se alegraría mucho si lo descubría entre la multitud. Suspiró. ¿Cuándo acabaría todo?
Stella le guiñó un ojo en señal de complicidad. Al menos una persona que no lloraba. Casi todo el mundo a su alrededor tenía las mejillas húmedas, estrujaba pañuelos o se enjugaba los ojos cada poco. Hasta su madre había dejado escapar algún que otro sollozo, y eso que ni siquiera conocía a la difunta.
Todos los reunidos se acercaron a la tumba, unos detrás de otros. Lanzaban flores al agujero o encendían alguna velita. Sólo Doris y Janie se quedaron donde estaban.
—No quiero presionar demasiado a Janie —había dicho Doris a Stella, y ésta se había mostrado de acuerdo.
Poco a poco, todos fueron dirigiéndose hacia la salida. Muchos se quedaron a las puertas, conversando con voz queda en pequeños círculos. Un manto de tristeza cubría todo el lugar.
—Mamá, por favor, ¿podemos irnos ya? —susurró Janie.
—¿No lo has visto por ninguna parte? —preguntó Stella.
—No, aunque no sé… —La niña se encogió de hombros, angustiada—. ¡Es que hay tanta gente!
—Quizá sospechara que iban a venir ustedes, ¿no? Que estaría la policía —dijo Doris.
Stella asintió.
—Sí. Pero no olvidemos que es un psicópata, un enfermo —recordó—, y en algún momento olvidará toda precaución. Además, no sabe que nos hemos puesto en contacto con Janie, y ella es la única que puede ponerlo en peligro, la verdad.
—¿Podemos irnos? —preguntó Doris.
—Supongo que sí —dijo Stella.
Se dirigieron despacio hacia la salida. Costaba abrirse paso entre tanta gente. Janie reconoció a uno de los policías que había conocido en la comisaría. ¿Cómo se llamaba? Ah, sí, Baker. Estaba con un hombre y dos mujeres. El hombre llevaba un traje negro y tenía aspecto de lord (Janie había visto fotos de lores en las revistas que solía leer su mamá), y una de las mujeres tenía una fantástica melena oscura, llevaba una falda corta y era muy delgada. La otra estaba pálida y parecía a punto de desmayarse. Lo sabía porque su madre se había desmayado en una ocasión, y un momento antes había palidecido como aquella mujer.
Stella se acercó al grupo y Baker le preguntó:
—¿Nada?
Stella meneó la cabeza.
—Aquí tampoco —dijo el comisario.
—Por desgracia, ni siquiera sabía hacia dónde mirar —dijo la mujer delgada de la falda corta.
Baker presentó a los adultos.
—Señorita Alby —ésa era la delgada—, el señor y la señora Quentin —ésos eran el lord y la mujer a punto de desmayarse—, la señora Brown —ésa era mamá—. Y —señaló a la pequeña— ésta es Janie Brown.
La señora Quentin se inclinó hacia ella y le dio la mano.
—Hola, Janie.
—Hola —respondió.
Jamás había visto a nadie con unos ojos más tristes. Tenía los párpados hinchados. Debía de haber llorado mucho.
—Bueno —dijo el comisario—, pues no me queda más que darles las gracias por haber venido. Sé que ha sido un trago amargo, pero teníamos que intentarlo aunque las probabilidades fueran escasas.
—Faltaría más, comisario —dijo el señor Quentin, y Janie decidió seguir llamándolo «el lord».
Ahora el grueso de los asistentes salía del cementerio. Janie intentó mirar a todos a la cara, lo cual no era una tarea nada fácil porque no dejaban de moverse y eran una verdadera multitud. ¡Ojalá lo reconociera! Porque Stella era muy amable, y también porque últimamente ella había preocupado mucho a su mamá. Por su culpa hacía dos días que no iba al trabajo; seguro que su jefa la reñiría. Ay, ojalá pudiera ayudar a mejorar un poco las cosas…
Vio que Stella la miraba y sonreía dándole ánimos. Se había dado cuenta de que la pequeña seguía esforzándose y quería brindarle su apoyo. Janie se sintió reconfortada por su gesto.
El cementerio se quedó vacío.
—Bueno —dijo Baker—, se acabó.
El grupo dio media vuelta para marcharse.
—Vaya mierda —dijo la mujer de la falda corta, y Janie se preguntó a qué se referiría. ¿Al hecho de que no hubiesen visto al desconocido, o al horror de que sucediesen cosas así (que alguien fuese capaz de secuestrar y asesinar a una niña y provocara que la gente se reuniera en un cementerio y llorara y se sintiera fatal)?
«¿Y por qué tengo que estar yo aquí? —pensó Janie entonces, desesperada—. ¿Por qué no puedo seguir con mi vida normal?»
¿Vida normal?
De pronto, la pequeña tuvo la angustiosa sensación de que su vida ya no volvería a ser la de antes. No habría sabido decir por qué, pero así era: tenía miedo. O más que miedo la certeza de que sería así.
Tenía que ver con el féretro de Rachel Cunningham. Sabía lo cerca que ella misma había estado de acabar en uno igual.
Hasta aquel día, siempre que había preguntado a su madre sobre la muerte, Doris le había respondido: «¡Todavía queda mucho tiempo para eso! No tienes que pensar en la muerte hasta que seas mayor.» Y aquella respuesta siempre le había parecido de lo más tranquilizadora. Como quedaba tan lejana, la muerte no le parecía peligrosa. Pero a partir de aquel momento jamás volvería a pensar que la muerte le quedaba lejos. La había tenido a su lado, la había rozado. Los demás niños podrían seguir comportándose como si la muerte no existiera, pero ella no. Ya no.
Quizá ya ni siquiera fuera una niña, pensó, y un repentino escalofrío le recorrió todo el cuerpo.
Salieron del cementerio. Los coches empezaban a moverse. En la calle reinaba cierta confusión porque los vehículos iban incorporándose al tráfico para ir en distintas direcciones. Más que confusión era un caos, pero, en contra de lo habitual en esos casos, nadie soltó ningún grito de impaciencia ni tocó la bocina ni profirió ningún insulto. Los frenos no chirriaron y los motores no rugieron. Reinaba un silencio inusual.
«Porque todo es muy triste —pensó Janie—, y la tristeza se ha apoderado hasta de los coches.»
—Bien, me despido —dijo el comisario Baker. Comenzó por dar la mano a la señora Quentin, la mujer infeliz de ojos enrojecidos, y añadió—: Ya los llamaré.
La señora Quentin asintió. Su tristeza era conmovedora.
—Hasta la vista —dijo Doris con un deje nervioso.
Janie comprendió que su madre necesitaba un cigarrillo con urgencia. Encendería uno apenas se alejaran diez pasos del cementerio.
«Vámonos de aquí», pensó, agotada, y apartó la vista de la desconsolada señora Quentin.
Y entonces lo vio.
Ya había dejado de buscar y, como no se lo esperaba, no logró reaccionar. Se quedó inmóvil, estupefacta, mirándolo fijamente, con la sensación de que su mente no era capaz de asimilar lo que sus ojos veían.
Era un espejismo. Tenía que serlo.
—Hasta la vista, Janie —dijo Baker.
Ella no respondió.
—Vamos, Janie, da la mano al comisario —le espetó Doris, impaciente, pero al mirarla se dio cuenta de que algo no iba bien—. Hija, ¿qué pasa?
—Está ahí —susurró la niña. Tenía una bola de algodón en la boca y la garganta reseca. No podía hablar más alto.
—¿Quién? —preguntó Doris.
—Está ahí —repitió Janie—. El hombre.
—¡Dios mío! —musitó Doris—. ¿Dónde?
—¿Qué ocurre? —preguntó Stella.
—Acaba de ver al hombre —dijo Doris, y todo el grupo se sobresaltó.
El comisario se inclinó hacia la niña.
—¿El hombre de la papelería? ¿Está aquí? ¿Dónde?
—Allí. —Señaló, pero justo allí aún quedaba bastante gente.
—¿Cuál es? —insistió Stella.
La expresión del hombre estaba un poco alterada. Janie se preguntó si tendría una pistola y estaría a punto de disparar a alguien.
—Allí —repitió—. El que está junto al coche grande y negro.
Por fin los adultos lograron distinguirlo.
—¿Jack? —susurró la señora Quentin—. No, no, ése es Jack. Jack Walker.
Y en aquel momento la mujer de la falda corta gritó:
—¡Ése es el hombre que me recogió el bolso en Hunstanton aquel día!
Baker y Stella salieron corriendo hacia él y, sin que Janie pudiera explicarse cómo, el cementerio se llenó de policías. ¿De dónde demonios habían salido?
Janie gritó, se dio la vuelta y escondió la cara contra el pecho de su madre, que llevaba una camiseta negra. Le daba pánico que fueran a disparar a aquel hombre, tener que ver cómo lo mataban porque ella lo había reconocido.
—¿Qué te pasa, cielo, qué te pasa? —la apremió su madre.
—¡Que no le disparen, por favor! —suplicó.
—No, cariño, no van a dispararle —la tranquilizó Doris, pasándole la mano por el pelo—. Nadie va a disparar a nadie, no temas. Van a meterlo en la cárcel, sólo eso.
Janie se echó a llorar, desconsolada.
2
Fue una de aquellas situaciones en que el comisario Baker, en lo más hondo, lamentaba que se hubiesen prohibido ciertas prácticas de los viejos tiempos, como la tortura, para obligar a confesar a los acusados.
Jamás lo habría admitido en voz alta, evidentemente. En realidad, apenas se atrevía a pensarlo. Se trataba de una pulsión latente en su subconsciente y que él no estaba dispuesto a dejar aflorar a la superficie.
Stella y él llevaban ya tres horas interrogando a Jack Walker.
Un hombre agradable y simpático, en apariencia digno de confianza y dispuesto a ayudar.
«Un hombre —pensó Baker— a quien habría confiado a mis hijos sin pensarlo dos veces.»
Janie se había reafirmado varias veces: no le cabía duda de que Jack Walker era el hombre de la papelería. El que quería llevarla a su casa para organizarle una fiesta de cumpleaños. Y Liz Alby también se había mostrado convencida de que era el hombre que había visto en Hunstanton, primero cerca del tiovivo y después sentado en la playa, muy cerca de la toalla de Sarah. En cuestión de una hora, Baker consiguió una orden de registro para la casa de Jack Walker. No encontraron nada significativo, aunque confiscaron su ordenador. Los informáticos estaban intentando descifrar las claves de acceso a sus contenidos. Baker estaba casi seguro de que encontrarían pornografía infantil.
Jack Walker trabajaba para los Quentin, era el encargado de su finca. Los había llevado al cementerio y luego había vuelto a recogerlos, porque Frederic Quentin temía que con tanta gente no pudieran aparcar.
Lo negaba todo rotundamente. Dijo que no conocía a ninguna Janie Brown. Que jamás había hablado con ninguna niña en una papelería y, por tanto, no podía haberle propuesto organizar ninguna fiesta de cumpleaños. Y que jamás había estado en aquella tienda.
Baker se inclinó sobre él para intimidarlo.
—Ah, ¿no? Entonces no le importará que traigamos al dueño de la tienda para ver si lo reconoce, ¿verdad? ¡Él podrá decirnos la verdad!
Walker dudó por primera vez. Bueno, en realidad no podía jurar que nunca hubiese estado allí. Evidentemente, compraba periódicos y revistas de vez en cuando, a veces en una tienda y a veces en otra. Quizá alguna vez sí había entrado en esa papelería. No sabía que estuviese prohibido.
—¿Dónde estaba el lunes siete de agosto? —le preguntó Baker.
Walker arrugó el entrecejo y pareció pensar, pero al final levantó las manos en señal de impotencia.
—No lo sé, de verdad, no me acuerdo. ¿El siete de agosto? Por Dios, ¿sabe usted dónde estaba ese día?
—¡Pero no estamos hablando de nosotros! —le espetó Stella con dureza.
—Le daré alguna pista, a ver si le refresca la memoria —dijo Baker—. El siete de agosto fue un día soleado y cálido, y me consta que usted decidió acercarse a la playa. Fue a Hunstanton, en coche o autobús. No estoy diciendo que tuviera planeado cometer un crimen. Quizá sólo quería darse una chapuzón o tomar el sol.
—Se equivoca. ¡Hace años que no voy a Hunstanton!
—Junto a la parada de autobús presenció usted un momento de tensión entre una madre y su hija de cuatro años. La pequeña quería subir al tiovivo, y como su madre no accedió, empezó a llorar y patalear. Opuso tal resistencia que a la madre se le cayó el bolso al suelo. Usted se lo recogió caballerosamente. Ella lo ha reconocido. Recuerda su rostro con toda claridad.
—¿Cómo? ¿Más de cuatro semanas después cree recordar mi cara por un encuentro fortuito de unos segundos? ¿Eso es todo lo que tiene contra mí, señor comisario? ¿En eso basa sus acusaciones? ¿En la afirmación de una niña que, sin duda presionada por ustedes, se ha sentido obligada a reconocer a un desconocido, y en la dudosa memoria de una joven egoísta con ganas de hacerse la interesante? ¿Por eso me tiene aquí encerrado durante horas?
—Oiga —le dijo Stella—, le hemos tomado una muestra de saliva y en unas horas utilizaremos su ADN para declararlo culpable. Tanto en el caso de Sarah Alby como en el de Rachel Cunningham hemos encontrado huellas suficientes. No tiene escapatoria, señor Walker. Si admite ahora su culpabilidad el juez será misericordioso. ¿Desea llamar a un abogado? Seguro que él le aconsejará lo mismo.
—No necesito ningún abogado —respondió Jack, terco como una mula—. No he hecho nada malo.
—¿Por qué escogió a Rachel Cunningham? —lo apremió Baker—. ¿Fue mera casualidad? ¿O era su tipo?
—No conozco a ninguna Rachel Cunningham.
—¿Qué promesas le hizo a Sarah Alby para lograr que lo acompañara? ¿Que la llevaría al tiovivo?
—¿Sarah…? No conozco a ninguna Sarah.
—¿Y dónde está Kim Quentin? ¿Qué ha hecho con Kim Quentin?
Por primera vez una sombra cruzó los ojos de Jack Walker.
—¿Kim? ¡Nunca haría daño a Kim! ¡Jamás!
—¿Y a las otras niñas? ¿A Sarah Alby y Rachel Cunningham?
—No las conozco.
—¿Dónde estuvo el domingo veintisiete de agosto?
—No lo recuerdo.
—¿No va todos los domingos a una tertulia?
De nuevo, una sombra en su mirada.
—Así es.
—Entonces el domingo veintisiete estaba allí, ¿no es así?
—Es probable, sí. Pero no estoy seguro. No voy todos los domingos.
—Ah, ¿no? ¡Pues acaba de decirnos que sí!
—No; usted es quien acaba de decirlo.
—Y usted lo ha confirmado.
—No sé adonde pretende llegar —se impacientó Walker.
Tenía la frente perlada en sudor. Se había vestido con formalidad para ir a recoger a los Quentin al cementerio: traje y corbata. Baker supuso que se moría de ganas de aflojarse la corbata, pero no se atrevía. Desde luego, no iba a ser él quien se lo propusiera.
—¿Que adónde pretendo llegar, señor Walker? A que confiese que el veintisiete de agosto citó usted a la pequeña Rachel Cunningham en el apartado barrio de Chapman’s Close, la invitó a subir a su coche, la llevó a algún lugar apartado, la violó y finalmente la mató. Encontramos su cuerpo días después, en Sandringham.
Walker se sobresaltó al oírlo mencionar Chapman’s Close, seguramente sorprendido de que la policía tuviera noticia del punto de encuentro, pensó el comisario.
—La primera vez que habló usted con Rachel Cunningham fue el seis de agosto, frente a la iglesia de Gaywood. Desde luego, no serán pocos los que puedan reconocerlo y ubicarlo en esa fecha y a esa hora cuando les mostremos una foto suya.
Walker calló. Estaba sudando a mares.
Baker, que todo el rato había permanecido de pie, cogió una silla y se sentó justo frente a Jack Walker, al otro lado de la mesa. Se inclinó hacia delante y lo miró a los ojos. Su voz, hasta entonces cortante, se suavizó ligeramente.
—Señor Walker, una niña de siete años ha desaparecido. Se llama Kim Quentin. Aún no hemos encontrado su cuerpo, y eso que tenemos varias patrullas con perros rastreando la zona de King’s Lynn casi sin descanso. Eso puede indicar que Kim Quentin sigue con vida. Quizá sepa usted dónde se encuentra. Si no nos lo dice, la niña morirá. De hambre o de sed. Mire, Walker —bajó la voz a casi un susurro—, está usted a un paso de la cárcel, y lo sabe. Tal vez piense que en su situación es indiferente que muera una niña más o menos, pero le aseguro que se equivoca. Si descubrimos que Kim Quentin podría haberse salvado gracias a usted, pero que la dejó morir sin compasión porque se negó a hablar, las consecuencias no sólo serán significativas para determinar la dureza de su condena, sino también, y quizá sobre todo, para resolver el modo en que será tratado más adelante, cuando esté ya en prisión. Y no me refiero al personal de la prisión, a los funcionarios, sino a sus colegas reclusos. —Hizo una pausa. Walker se toqueteó la corbata. Tenía el rostro brillante—. En la cárcel hay jerarquías, ¿sabe? —continuó Baker—, y se respetan escrupulosamente. Los infanticidas ocupan el último lugar en la escala. Los tipos que abusan de los niños son más odiados de lo que usted pueda imaginar. Le harán notar ese odio, Walker, puede estar seguro. Ahora bien, todo sería distinto si contribuyera a salvar la vida de una niña. Le juro que se arrepentirá si no lo hace. Día y noche, año tras año. Lo que le espera, Walker, es un infierno. Pero hasta el infierno tiene su jerarquía. Yo en su lugar haría lo posible por situarme lo más arriba posible. —Se reclinó en la silla y concluyó—: No es más que un consejo, créame, un buen consejo por mi parte.
Walker balbuceó:
—Yo… no he hecho nada.
—¿Dónde está Kim Quentin? —le preguntó Stella.
—No lo sé.
—El miércoles seis de septiembre —dijo Baker—, es decir anteayer, estuvo usted en la carretera, fue y vino de Plymouth, ¿no es así? Transportó algo hasta allá.
—Tengo testigos que pueden confirmarlo —repuso Walker, alterado—. Puedo darles el nombre de varias personas de Plymouth que…
Baker levantó la mano.
—Ahórrese el esfuerzo. Ya hemos confirmado su viaje. Sabemos que efectivamente estuvo en Plymouth. Pero también sabemos a qué hora se marchó de allí el miércoles, y fue muy temprano. Sin embargo, llegó usted muy tarde a casa.
—¿Pretende que condujera a toda pastilla, como un desaprensivo? Me encontré con varios atascos y…
—El miércoles no hubo ningún atasco importante en su recorrido, señor Walker. Ningún accidente. Nada. Pero usted tardó una eternidad en llegar a casa.
—¡Por el amor de Dios!, ¿acaso no sabe cómo es el tráfico de las horas punta? Se avanza muy lentamente, la carretera es una cola eterna… —Se encogió de hombros—. ¿Quiere mandarme a la cárcel porque tardé demasiado en recorrer la distancia entre Plymouth y King’s Lynn? ¿Porque me detuve en un área de descanso y me quedé dormido un par de horas? Estaba muerto de sueño e intenté comportarme de un modo responsable. No quise empezar a dar cabezadas al volante. Pero por lo visto fue un error. Intenté hacer las cosas bien hechas, y mire, lo único que he logrado es meter un pie en la cárcel. —Había adoptado un tono quejicoso.
—Le diré lo que creo —repuso Baker, sin molestarse en disimular el desprecio que le provocaba la autocompasión de su interlocutor—. Creo que, cuando su mujer lo llamó para preguntarle si podía recoger a Kim en la escuela, estaba usted mucho más cerca de King’s Lynn de lo que admitió. Seguramente ya había llegado a las afueras de la ciudad, pero le dijo que de ningún modo podría llegar a tiempo. Después de colgar, no obstante, cambió de opinión. O quizá lo decidió mientras hablaba con su esposa. Y fue directo al colegio de Kim.
—Qué va, desvaría —replicó Walker, y volvió a toquetearse la corbata.
—Llegó a su destino mucho antes que su mujer, que venía desde Ferndale y conducía aquejada de fiebre alta. Kim estaba junto a la verja del colegio, esperando. Varios testigos pueden confirmarlo. Fue muy sencillo: Kim lo conocía y confiaba en usted. No se sorprendió al ver que iba a recogerla, y subió a su coche sin vacilar.
—Absurdo —murmuró Walker, con voz ronca. Tenía la cara enrojecida y por fin se aflojó la corbata.
La voz de Baker se convirtió en un susurro; hasta Stella tuvo que hacer un esfuerzo por oírlo.
—¿Y qué sucedió entonces, señor Walker? La niña iba a su lado, porque su vehículo no tiene asientos atrás. ¿Se habría controlado si la hubiese tenido más lejos? Pero ahora estaba allí, rozándolo, empapada. ¿Acrecentó la lluvia el olor de su piel? ¿De su pelo? Ella parloteaba, se reía… ¿Qué le pasó entonces, Jack? No puede evitarlo, ¿verdad? Esa atracción que siente por las niñas. Por sus tiernos cuerpos y sus suaves melenas. Por su inocencia tan femenina… Y entonces de pronto…
—¡No! —gritó Jack con dureza, y de un manotazo se aflojó más la corbata—. ¡No! —repitió—. ¡A Kim no! ¡No he tocado a Kim! ¡Lo juro por Dios! ¡No la he tocado! ¡No!
Y entonces se dejó caer sobre la mesa y ocultó el rostro entre las manos. Sus hombros empezaron a temblar.
Jack Walker estaba llorando como un niño.
3
Varios coches de policía avanzaban velozmente por la soleada carretera. A la cabeza, el comisario Baker y Stella. Conducía ésta.
—Yo voy más rápido —había dicho a Baker, arrebatándole las llaves—. Tengo menos escrúpulos.
Y era cierto. Conducía tan rápido que los demás a duras penas podían seguirla. Llevaba gafas de sol oscuras. Incluso de perfil, sus labios apretados mostraban una firme determinación.
Después de que Jack Walker se derrumbara, no les había costado demasiado que confesara los asesinatos de Sarah Alby y Rachel Cunningham. También reconoció su acercamiento a Janie Brown con la intención de hacerla subir a su coche. Pero con respecto a Kim no lograron sacarle nada claro. Todo lo que decía resultaba confuso o disparatado. No podía hablar de ella sin ahogarse en sollozos, a tal punto que apenas se entendían sus palabras.
—¡La quería! ¡Yo la quería! ¡Nunca la habría tocado! ¡Jamás! ¡Jamás!
—¿Fue a recogerla anteayer al colegio?
—Sí.
—¿La subió a su coche?
—Sí.
—¿Y adónde la llevó? ¿Adónde?
—¡No le he hecho nada!
—¿Dónde está?
—Ella es mi muñequita. Mi princesa. ¡Jamás le haría daño!
—Pero ¿dónde está, Walker? ¡Maldita sea! ¿Adónde la ha llevado?
—No puedo evitarlo. Es superior a mis fuerzas. No quiero hacerlo, créame. No quiero hacerles daño. Ojalá… ojalá…
—¿Qué?
—Ojalá no hubiera nacido —dijo Walker, y rompió a llorar de nuevo, con tanto desconsuelo que tardó varios minutos en recuperarse.
Pero después pareció sentirse liberado de poder hablar por fin abiertamente de sus obsesiones y sus crímenes. Quería explicarlo todo, hasta el menor detalle, como si así fuera a sacudirse el peso de la culpa, dado que ya no tendría que cargarla en silencio y soledad. Baker podría haber escuchado una pormenorizada confesión que habría dado respuestas a todas sus preguntas. Jack Walker estaba más que dispuesto a hablar durante horas sobre su infancia y juventud en una familia de clase media y en apariencia normal, pero dolorosamente desestructurada; sobre el origen y desarrollo de su perversa tendencia sexual y sus vanos esfuerzos por reprimirla.
—¡No quería matar a esas niñas! ¡Tiene que creerme! ¡No quería, no quería! Pero… lo hice con ellas y temí que… Dios mío, me habrían acusado, me habrían encerrado en la cárcel… Tenía tanto miedo…
Era como si se hubiese abierto una esclusa. Baker sólo habría tenido que dejar fluir el agua.
Pero mientras existiera una única probabilidad, por remota que fuera, de que Kim Quentin siguiese con vida, no podía perder ni un minuto. Tenía que descubrir adónde la había llevado. Luego habría tiempo para escuchar su horrible historia y la descripción de sus escalofriantes actos, de sus balbuceantes justificaciones y su autocompasión, que buscaba una comprensión que a Baker le provocaba repulsión, aunque comprendiera en parte la angustia de aquel desdichado y su dificultad para enfrentarse a sí mismo. Fuera como fuese, ahora lo único importante era salvar la vida de Kim Quentin… si es que aún era posible.
—Eso ahora no me interesa, Walker —lo interrumpió con aspereza—. Ya aliviará su conciencia más tarde. Ahora sólo dígame adónde llevó a Kim. ¿Dónde está la niña, maldita sea?
Lo cogió por los hombros y lo zarandeó, y Jack Walker se echó a temblar.
—La he… la tengo guardada. Encerrada. Es tan dulce… tan suave…
Baker se consideraba un policía curado de espantos, pero aquellas palabras le revolvieron el estómago. Tuvo que hacer un esfuerzo por guardarse la repugnancia que Walker le producía. No quería asustarlo. Tenía que hacerlo hablar.
—Lo comprendo, Walker. Es normal que sintiera miedo. Miedo a que Kim explicara a sus padres que usted la había tocado, ¿verdad?
Walker volvía a sollozar con desconsuelo.
—El viejo… terreno… de la empresa para la que trabajo de vez en cuando, Trickle & Son…
—¿La empresa tiene un viejo terreno? ¿Uno abandonado?
—Sí, de camino hacia Sandringham. Trickle se marchó de allí hace diez años. Toda una historia. Antes yo trabajaba a jornada completa para ellos. Ahora no queda nadie…
Baker se había inclinado hacia delante, tenso como un arco.
—¿Fue allí con Kim?
—Sí…
—¿Y ella sigue allí?
Walker inclinó la cabeza y siguió llorando. Baker se había incorporado de un brinco.
—Vamos. Al antiguo terreno de Trickle & Son.
Y ahí estaban ahora, conduciendo a toda pastilla camino de Sandringham, después de que un agente les indicara dónde se encontraban los antiguos edificios de la empresa, desocupados desde hacía tiempo. Baker sabía que aquel terreno estaba completamente abandonado. Era el lugar ideal para tener un escondite. Allí había llevado Walker a Kim. Pero ¿qué le había hecho? Al principio negó haberle hecho nada, ni siquiera tocado, pero después admitió que había «jugado un poco» con ella. Probablemente ni él mismo lograba recordarlo. Baker sabía que los tipos como Walker se arrepentían realmente de sus actos y sólo lograban sobrellevar su culpa reprimiéndola. Al contrario que con las otras dos víctimas, Kim Quentin existía en la vida de Jack Walker. Si le había hecho algo malo, no querría asumirlo y haría todo lo posible por borrarlo de su conciencia. Así que quedaba aún una pregunta por responder: ¿seguiría Kim con vida?
—A mí no me parece atractivo —dijo Stella.
Baker, ensimismado en sus pensamientos, se sobresaltó al oír a su compañera y la miró.
—¿Quién? ¿A quién te refieres?
—A Walker. Yo lo describiría como un insípido abuelo. Como Rachel Cunningham dijo que parecía una estrella de cine…
El comisario suspiró.
—Seguramente lo veía así en su recuerdo. Pero con las descripciones sucede siempre lo mismo, ¿no crees? Casi nadie logra ser objetivo.
Rachel Cunningham. Pensó en lo que Walker había dicho de ella durante su confesión: que había querido citarla para el domingo siguiente, pero que la pequeña le pidió aplazarlo tres semanas porque se iba de vacaciones con su familia. Walker, que por lo visto mantenía una lucha interna con su abominable desviación sexual, lo había aceptado con la esperanza de que en ese tiempo lograra perder interés por la niña. Pero cuando llegó el domingo acordado, su lascivia adquirió tal intensidad que ni siquiera le dejó pegar ojo la noche anterior. Según sus propias palabras, se dirigió a Chapman’s Close casi contra su voluntad, deseando en lo más recóndito de su corazón que la niña hubiese cambiado de opinión. Pero cuando llegó, Rachel ya estaba allí, esperando nerviosa y emocionada.
El antiguo terreno de la empresa Trickle llevaba años abandonado, y su aspecto, pese a lo soleado del día, resultaba desolador. Baker ya había estado allí en una ocasión, hacía mucho tiempo, pero había olvidado lo grande que era y la cantidad de garajes, almacenes y viejos edificios que había. Todo estaba cubierto de vegetación y malas hierbas. No quedaban cristales en las ventanas, y desde los sucios muros de la fábrica los observaban agujeros muertos y oscuros. Los tejados estaban sólo medio cubiertos, y las puertas de acero se encontraban abiertas y torcidas en sus goznes. Frente a uno de los grandes y alargados almacenes había una furgoneta oxidada, destartalada y sin ruedas. En el parabrisas crecían dientes de león. Stella se apeó.
—Va a ser complicado… —dijo—. Si todos estos edificios tienen sótanos…
—No debemos perder ni un minuto —la apremió Baker mientras bajaba del coche.
Los agentes se desplegaron rápidamente por todo el recinto. Como podía verse a simple vista, la mayoría de los edificios parecía a punto de derrumbarse, así que deberían moverse con máxima precaución. Por lo demás, enseguida comprobaron que casi todos, en efecto, tenían sótanos.
—Si sigue viva —dijo Stella—, hará lo posible por llamar nuestra atención.
—A no ser que esté paralizada de miedo —repuso Baker—, o exhausta. No debemos pasar por alto ni un rincón.
Durante los tres primeros cuartos de hora no encontraron nada. Ni el menor indicio de la presencia de la niña. En un edificio hallaron botellas de cerveza vacías y velas consumidas sobre el suelo de madera.
Baker meneó la cabeza.
—No creo que sea de Walker. No lo imagino viniendo aquí a encender unas velas y tomarse unas cervezas. Probablemente sean los restos de una pandilla de jóvenes con ganas de celebrar una fiesta.
—¡Aquí, comisario! —exclamó de pronto un agente desde una habitación contigua—. ¡Esto sí podría ser de Walker!
La habitación era más bien una especie de armario empotrado cuya puerta, empapelada como las paredes, quedaba tan camuflada que apenas se distinguía. El suelo estaba lleno de fotos de niños en diversas posturas pornográficas. En la pared, el póster de un adulto copulando con una niña de unos diez años. Sus ojos estaban abiertos como platos y reflejaban un espantoso horror.
—Pese a los años que llevo de policía —dijo Stella, que entró en la habitación detrás de Baker—, soy incapaz de ver estas cosas sin que me entren ganas de llorar.
—Pues no eres la única —repuso Baker, dándose la vuelta—. Qué malnacido —masculló—. Claro, no podía llevar toda esta mierda a su casa.
—¿De verdad crees que su mujer no tiene ni idea? —preguntó Stella.
—No lo sé… Pero estoy seguro de que prefiere no tener ni idea —dijo Baker. Se dio la vuelta y se dirigió a sus hombres—. ¡Vamos! ¡Seguid buscando! Ésta es la guarida de ese pervertido, así que Kim ha de estar por aquí.
Una hora y media después estaban todos agotados y frustrados.
—Lo hemos rastreado todo —resopló uno de los agentes—, hasta el último rincón, y ni rastro de la pequeña.
—Nos ha mentido —dijo Stella—. Es posible que viniera aquí con Kim, pero después… es decir, las otras niñas fueron encontradas en otros sitios…
Baker se frotó los ojos. Le ardían de agotamiento.
—Eso significa que Kim estaría muerta. Sin embargo, los cuerpos de las otras dos aparecieron en las cercanías de King’s Lynn, en lugares por los que antes o después alguien acaba pasando. Pero no hemos encontrado a Kim, pese a que hay decenas de policías peinando la zona desde hace dos días. ¡Hemos removido cada brizna de hierba!
—Quizá la dejó en otro sitio precisamente porque la ciudad estaba llena de policías —observó Stella—. No iba a resultarle fácil deshacerse del cadáver en alguna cuneta. Quizá fue hacia Cromer, o hacia el sur, en dirección a Cambridge. La verdad es que pudo haber ido a cualquier sitio…
Baker guardó silencio. No sabía por qué, pero se negaba a abandonar aún aquel lugar, pese a que seguramente Stella tenía razón. Era muy probable que Walker hubiese estado allí con Kim, pero después la hubiera llevado a otro sitio. Y eso aumentaba vertiginosamente las posibilidades de que la niña estuviese muerta.
Pero algo en su interior lo instaba a seguir buscando un poco más. Era como una vocecilla, tal vez la del instinto que había desarrollado a lo largo de tantos años de servicio. No debían marcharse de allí. No debían rendirse.
—Lo registraremos todo una vez más —decidió.
Todos lo miraron.
—Pero señor… —empezó uno de los agentes, pero Baker lo acalló con una mirada dura.
Stella, en cambio, no se tragó sus objeciones.
—Jeffrey, no tiene sentido. Ya lo hemos puesto todo patas arriba y estamos agotados. Además, perderíamos un tiempo precioso para encontrar a Kim allá donde realmente esté.
—Si la niña no está aquí, significa que está muerta —replicó Baker—. Si la ha mantenido con vida, si la ha escondido en algún sitio, tiene que ser aquí. Es el lugar ideal para eso.
—Vale —cedió Stella a regañadientes—. De acuerdo, volvamos a empezar.
El grupo se dividió de nuevo, y, aunque ninguno de ellos conservaba esperanzas de encontrar a la pequeña, pusieron aún más empeño que la primera vez en removerlo todo. Stella fue con Baker.
—Vamos a los sótanos —dijo éste—. Allí es donde debemos mirar con más atención. Cualquier recoveco, cualquier despensa o cavidad que podamos haber pasado por alto. Los sótanos están a oscuras y no son nada simétricos. No creo que arriba se nos haya pasado nada.
—Bien —dijo Stella—. Vamos allá.
Bajaron a los sótanos del principal edificio de oficinas. La humedad había ido asentándose a lo largo de los años y los había convertido en mazmorras frías y húmedas.
En las paredes quedaban estanterías de madera casi podridas. Costaba imaginar que en otra época hubiesen contenido papeles y documentos. Y aún más pensar que alguien había trabajado allí, que en el pasado hubiese reinado el orden y la limpieza y que aquél hubiera sido el emplazamiento de una de las mayores empresas de transporte inglesas, con destinos en toda Europa.
Cuando acabaron con el primer edificio y salieron fuera, Stella respiró hondo, se apoyó contra una pared y se dejó resbalar hasta el suelo, donde se quedó sentada, exhausta, entre cardos y dientes de león.
—Dame cinco minutos —suplicó, enjugándose la frente—. Sólo cinco minutos, Jeffrey. Necesito un cigarrillo.
Él sonrió. La adicción de Stella a la nicotina era motivo de muchas bromas entre sus colegas policías.
—Claro. Estropea un poco más tus pulmones, adelante —le dijo—. Mientras tanto iré a echar un vistazo al siguiente edificio.
—Enseguida te sigo —prometió ella, mientras encendía un pitillo.
El comisario se dirigió hacia el siguiente sótano. Era similar al anterior, sólo que algo más grande. Por supuesto no había electricidad, pero Baker llevaba una linterna potente con la que fue iluminándose.
Aquel sótano tenía muchos recovecos. Siempre había un par de escalones ascendentes o descendentes, lo que obligaba a ir concentrado para no resbalar por culpa de la humedad. Baker lo recorrió iluminando todas las estancias, centímetro a centímetro. Esperaba dar con alguna puerta secreta, o algo sospechosamente desplazado para tapar alguna entrada. Algo que les hubiese pasado por alto la primera vez. Pero no encontró nada. Muros perfectamente compactos. Ninguna entrada, ningún pasillo secreto. Nada.
«Me he equivocado», pensó, y bajó una escalera. El cansancio y la resignación se apoderaron de él repentinamente, como un veneno de efecto rápido. No podría salvar a Kim Quentin. Tendría que presentarse ante sus padres con las manos vacías. Quizá Stella tenía razón y estaban desperdiciando un tiempo valiosísimo. Quizá habría debido seguir interrogando a Jack Walker cuando éste se mostraba tan dispuesto a confesarlo todo, haber dejado que se explayara sobre Sarah y Rachel, porque de ese modo habría acabado hablando sobre Kim casi sin darse cuenta, revelando involuntariamente lo que le había hecho y dónde la había dejado.
Tal vez había cometido un gran error. Se había guiado por la corazonada de que Kim aún estaba viva y debían encontrarla, convencido de que no tenían tiempo para escuchar las interminables y detalladas explicaciones de Walker, de que no podían quedarse a esperar hasta que les dijera exactamente lo que necesitaban saber. Intuición. Instinto. Se había dejado llevar por ellos muchas veces, y en la mayoría de los casos le había funcionado. Pero no siempre.
«¡Dios, si me he equivocado y al final la niña tiene que pagar mi error con su vida…!»
Se detuvo y tragó saliva. Tuvo ganas de correr al coche, volar de vuelta a King’s Lynn, coger a Jack Walker y darle una paliza hasta que le revelara el paradero de Kim Quentin. Pero aquélla habría sido una reacción primitiva, provocada por la ansiedad, y si algo había aprendido con los años era que, en su profesión, la ansiedad era una mala compañía.
«Tranquilo —se dijo—. Continúa hasta el final. Acaba lo que has empezado. Revisa este sótano y después el siguiente. Sólo entonces podrás dar por acabado tu trabajo aquí.»
Y en ese preciso momento lo oyó.
Era un sonido tan débil que se habría confundido con sus propios pasos de no haberse detenido. Seguro que la mera presencia de Stella y el resto de los agentes les impidió oírlo durante el primer registro de aquel sótano. Ahora lograba percibirlo porque estaba solo, se había detenido y permanecía en completo silencio.
Era como si alguien arañara algo suavemente, como el eco de un arañazo. Un sonido tan débil que al cabo de unos instantes pensó que se había equivocado, pero entonces volvió a oírlo. Procedía del oscuro pasillo que tenía ante él.
Olvidando todo su cansancio, se precipitó hacia allí. Se dijo que no debía cantar victoria, que quizá no fueran más que ratas moviéndose por el suelo de piedra.
Cada dos o tres pasos se detenía y contenía el aliento para escuchar de nuevo aquel ruido. Temía perderlo, dejar de oírlo antes de encontrar su fuente.
Pero no fue así. Siguió sonando suave, débilmente.
Baker llegó al final del pasillo. A derecha e izquierda, dos recintos. Las puertas llevaban mucho tiempo rotas, desprendidas de sus bisagras, y yacían en el suelo.
Aguzó el oído. El sonido provenía de su derecha. Entró. Stella y él ya habían estado allí la primera vez. Les había llamado la atención un cúmulo de tablas rotas, apiladas sin ton ni son, y las habían iluminado con sus linternas, pero no habían visto nada sospechoso. Sin embargo, ahora habría jurado que el ruidito surgía precisamente de allí. Se acercó. Las maderas amontonadas eran tantas que costaba mucho distinguir si había algo detrás o debajo. Colocó la linterna a un lado, de modo que el haz las iluminara, y empezó a apartarlas una tras otra. Tenía que ir con cuidado, porque no sabía lo que iba a encontrar. No quería que aquella montaña se desmoronase de repente.
Se detuvo. El sonido había cesado.
Entonces oyó pasos a su espalda y la luz de otra linterna iluminó la habitación.
—Estás aquí —dijo Stella—. ¿Qué haces?
—He oído algo. Ayúdame a mover estas tablas.
Ella dejó también su linterna. Entre ambos fueron más rápido. Ella apartaba las maderas de una en una, mientras él procuraba que las demás no se desmoronasen. La montaña fue reduciéndose.
—Ahí hay algo —dijo Stella. Cogió su linterna y enfocó el agujero que había quedado entre las tablas—. ¡Una caja! —exclamó sorprendida.
A Baker empezaron a zumbarle los oídos: un sonido como de alguien rascando, una caja de madera bajo una pila de tablas amontonadas… Su instinto le había dicho que no dejara de buscar, y había acertado.
—Sujeta la linterna —dijo.
Con una mirada rápida se aseguró de que no fuera a caerle ninguna madera encima, y entonces avanzó entre las pocas que aún quedaban y se inclinó sobre la caja. No tenía cerradura, pero la tapa pesaba mucho. Necesitó toda su fuerza para abrirla.
Entonces vio a Kim Quentin. La niña yacía entre unas mantas, con las piernas encogidas porque no había sitio para estirarlas. La luz la deslumbró y cerró los ojos instintivamente.
Estaba viva.
Baker cogió aquel cuerpo ligero y debilitado. Parecía una pluma entre sus brazos.
—Dios mío —murmuró Stella detrás de él—, menos mal que hemos… —Suspiró.
—Kim —dijo el comisario, mientras le pasaba la mano por el pelo húmedo y apelmazado—. Kim, estás salvo, todo va a salir bien.
La niña abrió los ojos y lo miró. Parecía lúcida.
—Tengo mucha sed —dijo.