ONCE

ONCE

Gobineau volvió a maldecir la inconstancia de Ranald, dios de los ladrones. ¡Las cosas parecían estar saliendo tan bien! Había escapado del vengativo duque Marimund y de la ciudad maldita de Mousillon, dejado al famoso cazador de recompensas Brunner enterrado bajo un castillo entero y hecho el muy interesante descubrimiento de que el vetusto artefacto elfo era realmente capaz de hacer lo que afirmaba el mito: llamar a los dragones. Gobineau acababa de decidirse por un plan de acción para explotar este descubrimiento cuando la desgracia había asomado su feo rostro una vez más. El hechicero Rudol lo había encontrado, sin duda mediante algún recurso mágico. Al principio, Gobineau había vuelto a considerarse afortunado al poder escapar sin problemas mientras los hombres de Rudol mataban a lo que quedaba del grupo de bandoleros de Hubolt.

Pero luego las cosas habían tomado un grotesco giro. Dos de los hombres de Rudol habían cabalgado de inmediato en su persecución, decididos a no permitir que nadie escapara de la masacre. A pesar de ello, sus caballos habían sido escogidos para la guerra, mientras que el de Gobineau había sido seleccionado por su velocidad. Habría resultado fácil eludir la persecución. Entonces, la misma compulsión que había estado a punto de perderlo cuando los emboscados cayeron sobre ellos se apoderó del pícaro por segunda vez. En lugar de huir, había hecho que su corcel diera media vuelta para cargar de cabeza contra sus perseguidores. A uno de los hombres lo había derribado con el filo de la espada, pero el otro había aprovechado la muerte de su camarada para asestarle un tajo al caballo de Gobineau y hacer que el animal herido desarzonara al jinete. El pícaro había impactado con fuerza contra el suelo y, antes de que pudiera recobrar el sentido, el soldado superviviente lo había desarmado y maniatado.

El forajido pensó que tal vez había recuperado la suerte cuando lo llevaron ante Rudol y éste no lo mató al instante. El brujo le había quitado de inmediato el Colmillo Cruel, y el proscrito consideró el robo con un sorprendente grado de alivio, pues algo que operaba en un nivel primigenio de su alma se regocijó con la ausencia del mágico artefacto. A continuación, las cosas habían comenzado a empeorar. En primer lugar, Gobineau se enteró de que los hombres que ayudaban a Rudol eran soldados al servicio del vizconde Augustine de Chegney, un hombre famoso por su crueldad y villanía. Luego, cuando Rudol comenzó a interrogarlo acerca de su experiencia con el Colmillo Cruel y de cómo se utilizaba el talismán, supo por qué no lo había matado. A pesar de todos sus conocimientos y sabiduría, el hechicero tenía muy poca información sobre el tesoro que codiciaba.

Gobineau se estremeció al pensar en el sitio al que se dirigían y en la razón por la que Rudol permitía que conservara la vida.

Sir Thierswind cabalgaba en cabeza de la pequeña columna de jinetes, con el hechicero Rudol a su lado. Aunque el caballero parecía un gigante comparado con el delgado hechicero, resultaba inconfundible el aire de mansedumbre con que le hablaba a su compañero.

—¿Por qué no regresamos simplemente al castillo de Chegney? —volvió a preguntar Thierswind.

Rudol dedicó al caballero una tensa sonrisa irritada. El guerrero profesional estaba volviéndose más detestable ahora que cuando tenía intacto su pomposo ego. Thierswind continuaba formulando una y otra vez la misma pregunta, como si Rudol pudiese cambiar la respuesta.

—Debemos asegurarnos de que el Colmillo Cruel hará lo que supuestamente debe hacer —respondió el hechicero—. El vizconde no se mostrará terriblemente magnánimo si le presentamos un objeto que no funciona. Yo no confiaría en su perdón si sucediera algo semejante, ¿y vos? —Rudol devolvió la atención al camino por el que avanzaban—. Buscaremos al dragón y nos aseguraremos de que obedece la voluntad de quien tenga el Colmillo Cruel. Sólo entonces tendrá el vizconde noticia de nuestro éxito.

—El bandido —dijo Thierswind al tiempo que hacía un gesto hacia el centro de la columna, donde el maniatado forajido cabalgaba a lomos del caballo del hombre al que había matado—. ¿Por qué lo dejamos con vida?

Rudol comenzaba a entender por qué un déspota suspicaz como De Chegney confiaba en un hombre como Thierswind para comandar a sus soldados. Era probable que aquel hombre nunca hubiese tenido una idea original en toda su vida.

—Ha usado el Colmillo —explicó Rudol—. Sabe de primera mano cómo funciona. He estado averiguando todo lo que sabe, pero siempre cabe la posibilidad de que haya callado algo.

»Cuando más nos aproximemos al dragón, menos propenso será el prisionero a ocultarme información. A fin de cuentas, cualquier cosa que nos ocurra a nosotros, también le ocurrirá a él.

Rudol se puso de pie sobre los estribos y señaló hacia el crepúsculo con una mano parecida a una garra.

—¡En el horizonte! —gritó. A lo lejos se veía una extensión de dentadas colinas y montañas bajas. La criatura que estaban buscando se encontraba allí. Rudol podía sentirla. Desde que tuvo en su poder el Colmillo Cruel descubrió que su hechizo de localización persistía, y ahora sintonizaba con el monstruo que estaba unido al poder del artefacto. Del mismo modo que él había sido atraído hacia el Colmillo, el Colmillo era ahora atraído hacia el dragón—. ¡El Cerro del Orco! ¡Allí encontraremos a nuestro dragón!

* * * * *

Brunner se levantó del sendero y se sacudió el fango de los calzones antes de volver a montar sobre Demonio. No cabía duda de que los hombres que perseguían habían girado hacia el sur. Eso tenía poco sentido, porque sabía que dichos hombres estaban al servicio de Augustine de Chegney. Por lógica, tendrían que haberse dirigido al este, hacia las Montañas Grises y los dominios del vizconde. En cambio, habían girado hacía el Cerro del Orco, y sólo podía existir una razón para eso: ahora era el hechicero quien dirigía el espectáculo. Y el cazador de recompensas tenía la terrible sensación de saber también por qué Rudol podía estar tan interesado en aquellas montañas. Habían pasado muchos días desde que vieron por última vez algún rastro dejado por el dragón, sin hallar ninguna columna de humo que se alzara de pequeñas ciudades y pueblos incinerados. Ithilweil había apuntado la posibilidad de que Malok estuviera descansando, a la espera de que el Colmillo lo incitara a la acción una vez más. Era una teoría que encajaba con todos los hechos, y todos los relatos que había oído sobre dragones afirmaban que éstos preferían establecer sus cubiles en las montañas.

—Se encaminan hacia las montañas —dijo Brunner a sus compañeros.

La cara de Ulgrin se animó y bajo su barba se abrió una ancha sonrisa.

—¡Bien! ¡Allí resultará más fácil tenderles una emboscada! —El enano se frotó las manos ante la expectativa de una pronta conclusión de la cacería. Su entusiasmo disminuyó al ver que era el único complacido con la noticia.

—El hechicero —dijo Ithilweil—. El tiene que saber adónde ha ido Malok. Con el Colmillo Cruel en su poder, hay hechizos que puede usar para adivinar dónde se encuentra el cubil del dragón.

Ulgrin escupió al suelo.

—¡Bueno, entonces eso lo echa todo por tierra! ¡No podemos enfrentarnos contra un dragón y, a la vez, con un hechicero loco!

Brunner sacudió la cabeza.

—Tal vez no tendremos que hacerlo. Si el dragón está dormido, cabe la posibilidad de que no tengamos que preocuparnos por él.

—¡Lo que sólo nos deja con un hechicero loco! —protestó Ulgrin—. ¡Y aunque el dragón esté dormido, lo único que tiene que hacer ese lunático de Rudol es soplar ese maldito silbato elfo, y esa cosa nos caerá encima como una mosca de caverna sobre la inmundicia!

—Sólo deberemos asegurarnos de que no tenga oportunidad de usarlo —le dijo Brunner a su compañero cazador de recompensas—. Pero si te ha abandonado el valor, Ithilweil y yo nos encargaremos de esto.

—¿Estás diciendo que esta moza tiene más agallas que yo? —gruñó Ulgrin. Antes de que el enano pudiese continuar con las invectivas, la persona aludida se volvió velozmente sobre el caballo para mirar atrás por el camino que habían estado recorriendo. Los ojos de Ithilweil sondearon la oscuridad mientras sus oídos escuchaban los sonidos nocturnos. Tanto Brunner como Ulgrin guardaron silencio para observar a la elfa con vivo interés.

—¿Qué veis? —preguntó Brunner al fin, con la pistola en la mano.

—Nada —admitió Ithilweil—, pero he oído algo, un jinete que se encuentra a cierta distancia de aquí. Y hay un olor repulsivo en el viento. —Miró directamente al rostro del cazador de recompensas—. Un olor a muerte.

—El vampiro —gimió Ulgrin—. ¡No podemos luchar contra un dragón y un hechicero loco y, además, contra un vampiro! —exclamó al tiempo que contaba cada adversario con un dedo.

—No, no podemos —convino Brunner mientras volvía a desmontar. Avanzó hasta el caballo de carga y sacó una antorcha de uno de los sacos que llevaba sujetos al arnés—. Así pues, ¿por qué no vemos si se puede persuadir a nuestro amigo de ahí atrás para que se una a nosotros?

* * * * *

Corbus surgió de la noche como una imagen de pesadilla. El vampiro presentaba, en todo caso, una apariencia más repulsiva que cuando había atacado el campamento de los cazadores de recompensas. La cara del monstruo aún tenía las heridas y destrozos sufridos a causa de la sal que le había arrojado Brunner y de la bala que le había partido la mandíbula. Los grandes agujeros abiertos en la carne del vampiro mostraba dónde se habían empeñado los cuervos, y ahora había desaparecido completamente la pútrida ruina del destruido ojo dejando una cuenca vacía. El vampiro montaba un caballo de tiro de aspecto cansado, un animal precipitadamente obtenido para reemplazar al que había perdido tras caer por el barranco.

Brunner se mantuvo firme en el centro del camino esperando al vampiro. En una mano tenía una antorcha encendida, y la otra sujetaba una vasija de arcilla llena de aceite para lámparas. Algunas leyendas afirmaban que los vampiros podían ser destruidos por el fuego, y el cazador de recompensas esperaba fervientemente que Corbus hubiese oído las mismas leyendas que él.

Ithilweil y Ulgrin estaban ocultos tras los árboles. La elfa había caído en el estado de trance que la caracterizaba cuando hacía un encantamiento, y ya se encontraba empeñada en desorientar la mente del vampiro con sus artes. Junto a ella, Ulgrin miraba a lo largo del cañón del atronador dentro del que había embutido una doble carga de pólvora y balas. El enano estaba decidido a que, de este segundo disparo, Corbus no saliera tan bien parado como del primero.

El vampiro dirigió una feroz mirada en torno, y su destrozada cara se contorsionó en una mueca repulsiva cuando su visión sobrenatural detectó al enano y a la elfa que se ocultaban fuera del camino. Luego, el Dragón de la Sangre devolvió su atención al hombre que tenía delante. Los colmillos lobunos destellaron a la oscilante luz de la antorcha de Brunner.

—Esperaba que continuarais huyendo como el perro carroñero que sois —siseó Corbus—. Esto facilitará mucho las cosas.

—Quería hablar con vos —le dijo Brunner al monstruo—. Quiero haceros una propuesta.

—Guardaos vuestras mentiras —gruñó el vampiro—. ¡Ya he tenido prueba suficiente de vuestra naturaleza traicionera! —Corbus agitó una mano acorazada ante su destrozado rostro—. ¡Nada que podáis decir me disuadirá de la venganza!

—¿Entonces, la venganza significa más para vos que la posibilidad de encontrar al dragón? —preguntó Brunner. Apostar contra la furia y el odio de la criatura, y en favor de la necesidad que tenía de beber la sangre del dragón para purgarse de la maldición que corría por sus contaminadas venas, era un juego peligroso. Pero cuando el vampiro oyó estas palabras, Brunner reparó en la indecisión que brillaba en su único ojo y observó que una parte de la ferocidad abandonaba el cuerpo del vampiro.

«Bien —pensó el cazador de recompensas—. He captado su interés».

—Puedo encontrar por mí mismo al hombre que tiene el Colmillo Cruel —gruñó Corbus—. No os necesito.

—Pues yo creo que sí —lo contradijo Brunner—. El hombre que robó el Colmillo Cruel no está solo. Hay otros con él.

—¡Uno o veinte, no hay hombre que pueda oponerse a mí! —se jactó el vampiro.

Dados los estragos que había causado en Mousillon entre los enemigos de Marimund, Brunner se sentía inclinado a concederle a Corbus el beneficio de la duda.

—Uno de ellos es un hechicero —lo informó el cazador de recompensas. Esto pareció desinflar un poco la seguridad del vampiro. Incluso una criatura como él se sentía incómoda cuando tenía brujos cerca, y le inspiraban un evidente temor los poderes antinaturales que esos hombres podían invocar.

—¿Cómo puedo confiar en que vos hagáis honor a cualquier tregua que acordemos? —logró decir Corbus con voz cargada de suspicacia.

—Porque yo tampoco siento ningún deseo de enfrentarme con un hechicero —confesó Brunner—. Y ahora, además, tiene aliados. Preferiría equilibrar las cosas un poco más a mi favor.

El cazador de recompensas vio que el vampiro estaba considerando la propuesta.

—Lo único que quiero es el bandido; el dragón es asunto vuestro —le dijo a Corbus—. Si gana el hechicero, ninguno de los dos obtendrá lo que quiere.

—Aún hay una cuenta por saldar entre vos y yo —le advirtió el vampiro.

—Puede esperar hasta que el hechicero esté muerto —prometió Brunner con un tono tan amenazador como el del vampiro.

Corbus consideró sus palabras y luego asintió con la cabeza.

—Tenéis mi palabra de honor —dijo luego—. Hasta que el hechicero esté muerto —añadió.

A pesar de contar con el juramento del vampiro, Brunner no abandonó la precaución.

—Se dirigen hacia el Cerro del Orco —informó a Corbus—. Siguen el camino principal, pero existen otros senderos que yo conozco y que podrían permitirnos llegar a las montañas antes que ellos.

El vampiro asintió.

—En ese caso, continuaré siguiéndoos el rastro —respondió. Corbus hizo que su caballo diera media vuelta, y se retiró hacia la oscuridad.

—Me reuniré con vos una hora después de que el sol se haya puesto, hasta que nuestro acuerdo llegue a su fin —declaró el Dragón de la Sangre—. Buscadme en la noche.

Brunner mantuvo los ojos fijos en la espalda del vampiro mientras éste se retiraba. Su instinto le gritaba que destruyera a la repugnante criatura inmunda, que se opusiera a ella con cada pizca de sus fuerzas. Pero hacía mucho que el cazador de recompensas había aprendido a dominar su instinto. Mientras el monstruo fuese útil, continuaría usándolo.

El sonido de Ithilweil y Ulgrin al salir de su escondite hizo que Brunner girara sobre sí.

—Continúo diciendo que lo que planeáis es algo peligroso —le dijo Ithilweil—. Corbus está decidido a mataros. Una criatura como ésa no cambia sus costumbres.

—Sí —convino Brunner—, pero al menos nuestra intención de matarnos el uno al otro ha quedado clara. No habrá sorpresas. Es mejor que vigilar nuestras espaldas a lo largo de todo el camino hasta las montañas esperando a que nos ataque.

Ulgrin se puso a descargar el rifle, vaciando la pólvora sobre una manta vieja para poder devolverla al cuerno donde la guardaba. El enano alzó los ojos de la tarea.

—¡Siempre y cuando el chupasangre sepa que no voy a repartir la recompensa con él!

* * * * *

Sir Thierswind se quitó el yelmo para contemplar con mal disimulada ansiedad las masas de dentadas rocas que se alzaban por todas partes. El Cerro del Orco era un lugar árido y desolado, una región enferma casi desprovista de vida. Raquíticos pinos se aferraban a algunas de las cúspides, y zarzas de aspecto igualmente malsano se arrastraban por las laderas inferiores intentando vanamente extraer algo de agua de la fina capa de tierra que espolvoreaba las rocas. Era una región miserable evitada por los hombres de Bretonia. Allí no había presas para cazar, ni riquezas minerales que arrancar a las montañas, ni fértiles tierras que reclamar para construir sobre ellas. Sólo orcos y goblins llamaban hogar a aquel sitio, asquerosos restos de las grandiosas hordas que habían sido exterminadas de la zona cuando se fundó el reino. A veces aparecían a la vista las ruinosas almenas de atalayas y alcázares construidos como protección contra la amenaza de los pieles verdes, que ahora se desmoronaban lentamente sobre las lejanas cumbres de las colinas, abandonados recordatorios de una época en que los goblins aún podían reunir, de vez en cuando, grandes ejércitos para saquear las tierras de Quenelles y Bastonne. De hecho, la senda por la que el hechicero conducía a sus aliados era demasiado lisa y regular para tratarse de un accidente geográfico. Thierswind dedujo que estaban viajando por los restos de un antiguo camino construido para facilitar el movimiento de soldados entre atalayas.

No habían visto el más ligero rastro de vida desde que entraron en las montañas. Ni pájaros ni ninguna otra bestia se había presentado ante los ojos de los jinetes, y el único sonido que rompía el silencio era el constante golpeteo de los cascos de los caballos. Thierswind casi habría agradecido oír el agudo grito de guerra de un goblin o el bramido de toro de un orco, pero lo que había asustado a los animales también parecía haber recluido a los pieles verdes en sus cuevas.

Ya estaba oscureciendo una vez más cuando Thierswind percibió el olor, el espeso y sofocante almizcle acre que impregnaba el aire. Era el mismo hedor que flotaba sobre las tierras arrasadas por el dragón, la fetidez del escamoso cuerpo de un wyrm viejo.

Rudol desvió los ojos hacia el caballero e interpretó la aprensión que había en su rostro.

—Sí, está cerca —le dijo—. Preparad las antorchas —gritó Rudol a los otros soldados—. ¡Cabalgaremos hasta encontrar al wyrm! —Estas palabras no lograron animar a los hombres, que refunfuñaron con temor pero no hicieron movimiento alguno para obedecer. Sin embargo, el breve destello de energía que brilló en los ojos de Rudol imprimió algo de ansiedad y vigor en los hombres de armas, que encendieron por fin las antorchas para alumbrar el camino. Ninguno de ellos había olvidado la horrenda muerte antinatural del bandido Hubolt.

Continuaron cabalgando durante horas, siguiendo la estrecha senda que serpenteaba entre afiladas rocas y a través de valles barridos por el viento que discurrían sinuosamente a la sombra de las montañas. Con cada paso, la inquietud de hombres y caballos aumentaba por igual. Los soldados murmuraban entre sí al tiempo que sujetaban sagrados iconos contra su corazón. Los caballos resoplaban y se negaban a avanzar hasta que las espuelas se les clavaban en los flancos. Sólo Rudol parecía inmune al aura de terror, con el rostro encendido por una expresión de febril expectativa que hacía encoger de miedo a cuantos lo miraban.

Al fin, la estrecha senda desembocó en una extensión más amplia. Thierswind vio otros caminos similares que salían de otros valles para desembocar en un terreno tan plano y carente de rasgos distintivos como la superficie de una mesa. La llana extensión estaba bordeada por escarpadas montañas en tres de sus lados, y en el cuarto había un profundo abismo de casi cien metros de ancho. El camino continuaba ascendiendo más allá del precipicio, pasaba por encima de una loma baja y desaparecía al otro lado. El abismo estaba atravesado por un puente estrecho que permitía que sólo dos hombres a caballo lo cruzaran cabalgando uno junto a otro. Thierswind supo que no había sido ninguna mano humana la que había construido ese puente. Era demasiado delicado, demasiado etéreo para haber sido levantado por la misma raza responsable de los pesados castillos y fortalezas de Bretonia. El caballero había visto el puente que conducía a la ciudad de Parravon, del que se decía que había sido erigido por elfos y que ahora le recordaba el que tenía delante.

—Al otro lado del puente —dijo Rudol—. Lo que buscamos está al otro lado. —Dado el grado hasta el que había aumentado el hedor del dragón, Thierswind se sintió inclinado a creer la afirmación del hechicero. Rudol volvió los ojos hacia el hombre de armas que sujetaba las riendas del caballo de Gobineau. El hechicero se inclinó hacia el proscrito para dedicarle una mueca burlona.

—¿Tal vez haya algo que os gustaría decir? —preguntó Rudol, pero Gobineau sacudió la cabeza con los ojos muy abiertos por el miedo. El hechicero retrocedió—. Mantenedlo cerca de mí —le ordenó al soldado—. Quiero tenerlo cerca en todo momento.

El paso del puente fue especialmente desagradable. El abismo era prodigioso. Uno de los soldados había dejado caer la antorcha para comprobar la profundidad, y la luz había tardado mucho en llegar al fondo. Thierswind imaginó que llegaría hasta el centro mismo del mundo. Se trataba de una posibilidad sobre la que el caballero prefería no meditar demasiado. Se sintió agradecido cuando la pálida luna Mannsleib ascendió en el firmamento y bañó el paisaje con una suave luz plateada que le permitía distinguir con mayor detalle el sendero que tenía delante. Pudo ver que Rudol y los hombres de armas que iban en cabeza ya habían llegado al otro lado. El enfurecido hechicero señalaba el camino que habían dejado atrás. Thierswind miró por encima del hombro y se sorprendió al ver cuatro figuras que surgían de uno de los valles. El caballero soltó una maldición: cualquiera que fuese la fechoría que los recién llegados se traían entre manos, él no podría hacer nada al respecto hasta llegar al otro lado, pues el puente era demasiado estrecho para dar media vuelta.

El caballero fue casi el último que acabó de cruzar el puente. Al mirar más allá del precipicio, Thierswind vio que los recién llegados ya estaban sobre la construcción de piedra y avanzaban por ella. Miró a Rudol, cuyo rostro estaba contorsionado por una ceñuda expresión de cólera.

—¡El cazador de recompensas piensa inmiscuirse otra vez en mis asuntos! —escupió Rudol, y clavó los tempestuosos ojos en el caballero—. ¡Acabad con esa escoria! —ordenó el hechicero. Thierswind asintió con la cabeza, desató el casco que llevaba sujeto a la silla de montar y se lo puso.

La perspectiva de una lucha, lejos de inquietar al caballero, tuvo sobre él un efecto profundamente tranquilizador. Los dragones, hechiceros y vetustos artefactos escapaban a la comprensión de Thierswind, pero el afilado acero y el derramamiento de sangre eran áreas de conocimiento en las que se sentía muchísimo más cómodo. Disiparía la inquietud, la duda y el miedo que habían estado atormentándolo con la sangre de aquellos intrusos, quienesquiera que fuesen.

Thierswind condujo a sus soldados de vuelta al puente, y avanzaron con toda la rapidez que se atrevían a desarrollar: para enfrentarse con los enemigos. El combate siempre había sido una experiencia vigorizante para el caballero, un ritual purificador que purgaba alma y mente. Sintió que su confianza aumentaba. ¿Acaso no era el campeón de Augustine de Chegney, el señor más temido de las Montañas Grises? ¿Acaso no había sido puesto a prueba una y otra vez por los fuegos de la batalla y surgido siempre victorioso? Cuando regresara tras haberse ocupado de aquella chusma, sería el momento de recordarle a Rudol que era tan humano como el que más, y que sesenta centímetros de acero derramarían las entrañas del hechicero con la misma facilidad que las de cualquier otro hombre.

* * * * *

Brunner observó a los soldados que regresaban al puente y galopaban por él a tanta velocidad como les permitía el atrevimiento. Una mano del cazador de recompensas se cerró sobre la empuñadura de Malicia de Dragón, y los nudillos se le pusieron blancos bajo el guante. Reconocía los colores que vestían los hombres, los distintivos heráldicos que pertenecían al vizconde Augustine de Chegney. Más aún, reconoció el casco adornado con cuernos de toro que llevaba el caballero que cabalgaba en cabeza del grupo de soldados. Sir Thierswind. Había sido al final de otra vida cuando Brunner había posado por última vez los ojos sobre ese caballero. Ahora había llegado el momento de saldar esa cuenta y enviar al perro de De Chegney a ladrar ante las puertas del oscuro reino de Morr.

Junto a él, el caballero vampiro Corbus sonrió con la cara horrendamente destrozada. La batalla era lo último que le quedaba al vampiro de su vida anterior, el único modo de poder experimentar nuevamente cómo era estar vivo de verdad. Brunner percibió la ansiedad que hervía dentro del monstruo cuando Corbus desenvainó la espada.

—El caballero es mío —le advirtió Brunner al vampiro, que le dedicó una mirada salvaje—. Consideradlo un término de nuestro acuerdo —añadió el cazador de recompensas con una voz demasiado gélida para admitir objeciones. Tal vez en el vampiro quedaba aún bastante humanidad para recordar cómo era el sentimiento de legítimo odio humano.

Corbus le dedicó a Brunner un ceñudo asentimiento de cabeza, y luego espoleó a su corcel para cargar a una velocidad temeraria. Brunner susurró una orden en la oreja de Demonio para hacer que su caballo le siguiera el paso al del vampiro.

En la retaguardia, Ulgrin e Ithilweil se quedaron rezagados, comprendiendo que tendrían que ocuparse de cualquier adversario que lograra pasar entre Brunner y Corbus.

Este último fue el primero en llegar hasta los enemigos. El arma del vampiro brilló a la luz de la luna cuando el monstruo la descargó con fuerza antinatural sobre el cuello de un caballo, en cuya carne penetró profundamente al tiempo que cercenaba la mano que sujetaba las riendas. La furia del golpe derribó al animal, que cayó por el borde del puente arrastrando consigo al abismo a su jinete El vampiro no se entretuvo ni un segundo a considerar la muerte del enemigo, sino que saltó de la silla para caer pesadamente sobre la piedra del puente. Corbus alzó la cara para gruñir a los jinetes que se aproximaban, mientras se lamía de las manos la sangre del caballo muerto. Los jinetes detuvieron el avance, horrorizados por el espantoso espectáculo. Incluso Brunner vaciló al ver de primera mano lo cerca que había estado el vampiro de perder el control de su sed de sangre durante la larga cabalgata hasta el Cerro del Orco. El monstruo actuaba ahora sin reprimirse, regocijándose de su sanguinario asalto.

No obstante, uno de los atacantes no se mostró tan tímido respecto a luchar contra el vampiro, y Brunner hizo avanzar a Demonio para interceptar la acometida del hombre. Si alguno de los que estaban en el puente iba a cruzar espadas con Thierswind, sería Brunner. Malicia de Dragón chocó estruendosamente contra la espada de acero ennegrecido de Thierswind, un estrépito metálico que no se había oído en muchos años. El caballero intentó desviar el golpe del cazador de recompensas, pero descubrió que el ángulo del ataque no era adecuado para una parada semejante.

—Deberíais haber perseguido a una presa más adecuada —gruñó Thierswind—. Ésta le pertenece al vizconde. —El caballero descargó un tajo contra Brunner pero se encontró, una vez más, con Malicia de Dragón entre la espada y su objetivo.

—Puede confiarse en De Chegney para que envíe a un chacal como vos a robar la propiedad de otro hombre —le gruñó el cazador de recompensas a modo de respuesta. Devolvió el ataque de Thierswind con otro golpe, pero el filo de Malicia de Dragón fue desviado por la gruesa armadura del caballero.

Thierswind increpó desdeñosamente al cazador de recompensas.

—Te enfrentas con la muerte, carroñero. He enviado a cincuenta hombres a la tumba, así que no me importa enviar a uno más.

—¿Y cuántos de esos muertos eran mujeres y niños? —contraatacó Brunner al tiempo que su espada lanzaba otro tajo. Thierswind dejó que la hoja fuese desviada por el avambrazo al tiempo que respondía a su antagonista con un gruñido.

«Bien —pensó el cazador de recompensas—. Basta con herir esa pomposa arrogancia vuestra para que echéis de inmediato por la ventana todas vuestras habilidades y entrenamiento Es agradable ver que algunas cosas no cambian nunca».

* * * * *

Rudol observaba la batalla que tenía lugar sobre el puente. Brunner parecía haber reunido un grupo de aliados bastante variopinto. Los dos rezagados eran un enano y una mujer a la que rodeaba un aura de poder. El guerrero acorazado que había cargado junto con Brunner era asombroso, un remolino de energía mortífera y destructiva. Rudol había visto ejecutar algunas proezas increíbles a hombres que se hallaban bajo los efectos de la sombra carmesí, pero el aliado del cazador de recompensas dejaba como insignificantes incluso aquellos impresionantes momentos de brutalidad. Su primer tajo casi había decapitado un caballo, y desde entonces había dado cuenta de otro de los hombres de Thierswind, arrancando al soldado de la silla de montar y desgarrándole la garganta con los dientes. El propio Thierswind era acosado por el cazador de recompensas a quien parecía incapaz de asestar un tajo decisivo, mientras que Brunner lograba descargar golpes menores contra los brazos y las piernas del caballero. Se trataba de un viejo truco que el caballero debería haber reconocido, una táctica destinada a mermar la fuerza de las extremidades, pero Thierswind parecía haberse perdido en un estúpido frenesí.

Rudol sonrió. De todos modos, ya era momento de que él pusiera punto final al espectáculo. El resultado de la batalla carecía de importancia porque, en cualquier caso, nadie saldría vivo del puente. El proscrito hechicero celestial comenzó a atraer el poder al interior de su cuerpo, sintiendo cómo la energía mágica serpenteaba por sus venas. Sí, la verdad era que había llegado la hora de acabar con esto.

—Sujeta bien su caballo —le ordenó Rudol al único soldado que había permanecido con él al otro lado del abismo. Obediente, el hombre de armas aferró con más fuerza las riendas de la montura de Gobineau, y entonces el hechicero alzó una de sus manos como zarpas e hizo un gesto hacia el puente. En respuesta a las palabras que susurraba su boca, un ventarrón feroz bramó al barrer la construcción élfica. Rudol observó cómo hombres y bestias luchaban contra el vendaval para continuar de pie sobre la estrecha franja de piedra. El primero en caer fue uno de los hombres de Thierswind, lanzado de la silla de montar al abismo donde su grito quedó extrañamente distorsionado por el alarido de la tempestad. Los demás parecieron tener más sensatez, pues desmontaron al aumentar la fuerza del viento. Rudol vio que los animales corrían hacia el otro extremo del puente y abandonaban a sus señores a merced de la tormenta mágica. Uno de los animales chocó con la mujer que él había visto antes, y ambos cayeron al borde la construcción de piedra. Con una habilidad portentosa, la mujer logró aferrar las riendas del caballo al ser lanzada fuera del puente y quedó suspendida sobre el abismo. Un valiente intento, pero no le serviría de nada. La tormenta se haría mucho más violenta antes de extinguirse.

El hechicero volvió la vista a un lado para mirar al soldado y a su prisionero.

—Vamos —dijo—. Aquí ya nada nos retiene, y hay mucho por hacer al otro lado de la colina.