Prólogo

La Casa del Pintalabios de Simon

Haden volvía a estar en apuros. ¿Qué sorpresa, eh? Entonces, ¿cuál era la novedad, eh? Ese hombre no habría sabido que tenía pulso a menos que el IRA estuviese rodeándolo, que su ex mujer estuviera cercando su parcela con un escuadrón de abogados matrimoniales, o que un perro rabioso acabara de morderle la verga.
Cuando abrió los ojos esa mañana, esto fue lo que le pasó inmediatamente por la cabeza: no tenía dinero para pagar las facturas que estaban encima de su escritorio. Su coche se estaba muriendo de tres tipos diferentes de cáncer automotor. Hoy tenía que dirigir una visita guiada por la ciudad y si no lo hacía bien esta vez, era muy probable que fuese despedido.
En épocas anteriores de su vida, no era importante que Haden perdiera un trabajo porque siempre había otro por ahí cerca. Pero ahora, al igual que el último par de calcetines del cajón, no había ninguno más. Tenía que llevar estos, con su enorme agujero en el dedo gordo, o ir descalzo, y descalzo significaba aún más apuros.
Entre suspiros, retiró rápidamente la fina sábana púrpura que había comprado en una tienda de descuento de chinos después de que su mujer lo hubiese abandonado y se lo llevó todo, incluidas las sábanas. Pero ella había tenido razón en abandonarlo porque él era un perro en todos los sentidos, excepto en el de la lealtad. No, eso no era justo. Llamar perro a Haden era insultar a los canes. Era una rata, una comadreja; una enfermedad con patas. Simon Haden no era una bella persona, pese a que fuera muy atractivo.
Su cara había sido la perdición no solo de innumerables mujeres confiadas, sino también de amigos de antaño, de vendedores de coches usados que le habían ofrecido mejores negocios de lo que hubieran debido, y de antiguos jefes que durante un tiempo habían estado orgullosos de que un tipo tan apuesto trabajara para ellos.
¿Por qué siempre, siempre, nos rendimos ante el encanto de un buen físico? ¿Por qué nunca somos inmunes a ello? ¿Es por optimismo o por estupidez? A lo mejor es solo por esperanza: ves a alguien atractivo y te convences de que si «ellos» pueden existir entonces las cosas están en orden dentro del mundo.
Ajá.
Haden solía decir: «las mujeres no quieren follarme a mí, quieren follarse mi cara» y tenía razón. Pero eso era historia. Ahora, pocas mujeres deseaban follarse alguna parte de él. Oh, claro, en ocasiones alguna que estaba tirada en el fondo de un bar y que había bebido demasiado empezaba a ver dos Hadens y pensaba que el hombre era una estrella de cine cuyo nombre era incapaz de recordar en ese momento. Pero eso no ocurría a menudo. Ahora, solía beber solo y volver a casa solo. Era un hombre de mediana edad superficial y egocéntrico, con el rostro marchito y la cuenta bancada vacía, y ofertaba visitas guiadas de una ciudad que había dejado de ser su amiga.
¿Por qué un guía turístico? Porque era un trabajo mecánico una vez que le cogías el tranquillo. Y los turistas a los que guiaba mostraban mucho interés por lo que decía. Haden nunca se cansaba de lo agradecidas que eran aquellas personas. Le hacían sentir como si les estuviera regalando su ciudad en vez de estar simplemente señalándoles sus lugares de interés.
De vez en cuando, una mujer atractiva formaba parte del grupo. Estas mujeres eran como un extra que caía inesperadamente en las manos de Haden. ¡Qué guía tan excelente se volvía en esos días! Se mostraba culto e ingenioso, y sabía todo aquello que ellas querían saber. Y lo que no sabía, se lo inventaba. Le resultaba sencillo, porque llevaba toda la vida haciendo ese tipo de cosas. Su público nunca lo notaba. Es más, sus mentiras le resultaban muy imaginativas e interesantes. Años después, al mirar las instantáneas tomadas durante la visita, la gente diría: «¿ves al perro en esa fotografía? Vivió veintiocho años, y el duque lo quería tanto que la lápida del animal es tan grande como la de su amo.»
Una mentira al fin y al cabo, pero una mentira interesante.
A lo mejor hoy habría una chica guapa. Haden apoyó sus dos manos sobre el lavabo, miró fijamente su reflejo en el espejo del baño, y formuló una pequeña plegaria: que hoy haya una bonita cara femenina entre esa masa de pelos azules, audífonos y gafas del tamaño de una pantalla de televisión. Los vio a todos en su mente; vio sus zapatillas de suela de crepé color crema, del tamaño de diminutos aerodeslizadores, y sus abrigos almidonados que llevaban mil años pasados de moda. Oyó sus voces estridentes descargando quejas y preguntas interminables: «¿Dónde está el castillo, el baño, el restaurante, el autobús?» ¿Era demasiado pedir ver una cara bonita? Una jovencita dentro del grupo, una muchacha núbil, la cuidadora de alguien, lo que fuera con tal de hacerle más amable un día confinado en la Casa del Pintalabios. Dijo aquellas palabras en el espejo, despacio, como si fuera un actor ensayando su texto. Hoy iba a llevar a un grupo de personas a la Casa del Pintalabios. ¿Qué era eso, una tienda donde solo vendían pintalabios? ¿O una empresa que los manufacturaba? Sabría más sobre el tema cuando abriera el sobre que le habían dado en la oficina, que incluía los detalles del trabajo.
Sonrió al imaginarse a veinte personas mayores con los labios pintarrajeados, todos muy atentos a lo que estaba diciendo. Labios rojos y brillantes, del color de la nariz de un payaso o de la pelota de goma de un perro. Entre suspiros, cogió su cepillo de dientes y empezó a prepararse para la jornada.
Simon Haden era un hombre muy vanidoso, por lo que su pequeño armario estaba repleto de la mejor ropa: suéteres de cachemir de Avon Celli, uno-dos-tres-cuatro trajes de Richard James, y cinturones de ciento cincuenta dólares. Era evidente que tenía estilo y buen gusto, pero ninguna de esas cosas lo había ayudado mucho a lo largo de los años. Sí, le había permitido engañar a alguna gente en algunas ocasiones. Pero antes o después, todo el mundo, también los idiotas, calaban a Haden e invariablemente perdía: perdía un trabajo, perdía una mujer, perdía las oportunidades que se le presentaban.
Lo más interesante de las personas como él, aún más que sus caras bonitas, es que casi nunca entienden por qué, al final, el mundo termina odiándolas. Haden le había hecho cosas terribles a la gente. A pesar de eso, no era capaz de entender por qué había acabado donde estaba ahora: viviendo solo en un apartamento pequeño y sucio, atado a un trabajo sin vía de escape, y pasando verdaderamente demasiado tiempo libre delante de la televisión viendo todo lo que cayese ante sus ojos. Sabía qué luchadores estaban enfrentándose entre sí en la lucha libre. Había considerado seriamente la compra de esos cuchillos de carne japoneses de la teletienda. Programaba cuidadosamente la grabación de sus culebrones diarios favoritos si tenía que perderse un episodio.
¿Cómo he podido terminar así?
Si alguien le hubiera dicho a Simon Haden que era un capullo integral y le hubiera explicado por qué, él no lo habría entendido. Tampoco lo habría negado, pero no lo habría entendido. Porque la gente guapa piensa que el mundo debería perdonarles cualesquiera sean sus defectos simplemente porque existen.
Terminó en el baño y fue al dormitorio. Había dejado el sobre con las instrucciones del día dentro del cajón de la ropa interior. Lo cogió de entre sus calzoncillos y calcetines negros raídos y rasgó la cubierta para abrirlo.
Un hombre diminuto, del tamaño de una chocolatina, saltó del sobre a su mano.
—Haden, ¿cómo lo llevas?
—¡Broximon! Mucho tiempo sin verte. ¿Cómo estás?
Broximon, vestido con un elegante traje azul de raya diplomática, se limpió las dos mangas de su chaqueta, como si el haber estado en el interior de ese sobre las hubiera ensuciado.
—No me quejo, no me quejo. ¿Qué tal tú?
Haden lo depositó cuidadosamente sobre la mesa y acercó una silla.
—Oye Simon, ponte algo de ropa antes de que charlemos. No quiero tener que hablarle a un tío en calzoncillos.
Haden sonrió y fue a elegir un atuendo para el día. Mientras lo esperaba, Broximon sacó un diminuto lector de cd y puso algo de Luther Vandross.
Con la música vibrándole en los oídos, Broximon caminó hasta el borde de la mesa y se sentó en una esquina, con las piernas colgando. Estaba claro que Simon no pasaba por su mejor momento. Su apartamento no mostraba ninguna señal de vida. Ninguna personalidad, ningún alma, nada que pudiera hacer decir: «¡Hala, me encanta!». Broximon era un firme defensor de «Cada uno a lo suyo» pero, cuando estás en casa de alguien, no puedes evitar echar una ojeada a tu alrededor, ¿verdad? Y si ves que dentro de ese apartamento no hay nada más que un calor sofocante, pues es que, sencillamente, así es como están verdaderamente las cosas. No estás haciendo ningún tipo de juicio de valor; solo estás poniendo palabras a lo que ves. Lo que en este caso, sin lugar a dudas, no era gran cosa.
—Así que hoy me toca enseñar la Casa del Pintalabios, ¿verdad? Haden volvió con una camisa blanca formal, con el cuello abierto, y un par de pantalones negros de última tendencia que parecían haber costado una fortuna.
—Así es. —Broximon buscó en el interior de su bolsillo y sacó una hojita de papel doblada—. Un grupo de doce. Y la parte que te va a gustar es que son casi todo mujeres alrededor de los treinta.
A Haden se le iluminó la cara. ¡Su plegaria había sido escuchada! No podía creerse la suerte que tenía.
—¿De qué va la historia?
—¿Has oído hablar alguna vez del Naravilloso, en Secaucus, Nueva Jersey?
—No. —Haden se preguntó si Broximon no le estaría tomando el pelo con ese nombre estúpido.
—El mayor centro comercial de la región de los Tres Estados. Luego, alguien provocó un incendio allí y se convirtió en el mayor incendio de un centro comercial en la historia de la región de los Tres Estados.
Haden comprobó sus bolsillos para asegurarse de que lo llevaba todo: llaves, cartera. Luego, preguntó sin gran entusiasmo:
—¿Cuántos murieron en el incendio?
—Veintiuno, más de la mitad en la Casa del Pintalabios. El incendio comenzó justo al lado de su establecimiento, por lo que no tuvieron muchas opciones de escapar.
—¿Qué era, alguna especie de tienda de productos cosméticos?
— Sip. El tipo que la regentaba, hoy lo conocerás, debía de haberse montado un buen negocio porque era lo único que vendía. Todas las marcas de pintalabios del mundo, y solo eso. Ya sabes como, hoy en día, todo el mundo se pirra por las tiendas especializadas. Tenía marcas de los lugares más remotos, como Paraguay. Nunca piensas que las mujeres en Paraguay llevan los labios pintados, ¿a que no?
Haden dejó de caminar en círculos en la habitación y miró fijamente a Broximon.
—¿Por qué no?
El hombrecillo se sintió inmediatamente incómodo.
—No lo sé. Porque es... No lo sé. Porque es el jodido Paraguay.
—¿Y qué?
A falta de una mejor ocupación, Broximon se levantó y volvió a limpiarse las mangas de la chaqueta. Preguntó, malhumorado:
—¿Estás listo o no?
Haden se quedó mirándolo un momento más. La expresión de su cara decía que pensaba que el hombrecillo era idiota. El mensaje fue transmitido alto y claro. Finalmente asintió.
—¡Bien! Pues vámonos, ¿no?
Haden cogió a Broximon, lo colocó sobre su hombro derecho, y abandonó el apartamento.

Siempre recibía al autobús de turistas frente a la cafetería en la que se tomaba su desayuno. El conductor del autobús era uno de esos ingenuos que se quedaban prendados del atractivo físico, y a veces encanto, de Haden, y se sentía más que contento de desviarse unas pocas manzanas de su recorrido para recoger al guía turístico.
Las puertas del autobús silbaron al abrirse. Simon Haden subió los escalones con buen ánimo, excitado por las dos tazas de capuchino que acababa de tomarse y el optimismo de saber que iba a pasar el día con un grupo de mujeres jóvenes. El conductor del autobús, Fleam Sule, levantó uno de sus numerosos tentáculos para saludar a Simon. Después, con otro de sus tentáculos, apretó un botón para cerrar las puertas. A Haden siempre le habían gustado los pulpos. ¿O era una jibia? Algún día tendría que preguntárselo a Fleam Sule, pero no ahora mismo porque ¡Mujeres a bordo!
Mientras le guiñaba el ojo al conductor cefalópodo, Haden sacó a relucir su mejor sonrisa y se dio la vuelta para mirar de frente a los pasajeros.
Fuera, en la calle, Broximon se quedó quieto mirando cómo el autobús maniobraba para sacar las ruedas de la acera en la que había estacionado. Una hoja de arce arrastrada por el viento se pegó a él, haciéndolo desaparecer completamente de la vista durante un segundo. La apartó bruscamente de su cuerpo y la hoja terminó de caer al suelo. Broximon se metió la mano en el bolsillo y sacó un teléfono móvil del tamaño de la goma de borrar de un lapicero. Marcó rápidamente un número de teléfono y esperó a que se estableciera la conexión.
—Hola, soy Brox. Sí, acabo de estar con él. —Broximon escuchó la otra voz contar algo largo y complicado.
Abajo, en la esquina, el semáforo se puso en verde. El autobús de turistas giró a la izquierda y se perdió en el interior de la ciudad.
Broximon abrió y cerró la mandíbula varias veces y empezó a levantar los ojos hacia el cielo mientras la otra persona seguía hablando. Finalmente, consiguió intervenir:
—Mira, Haden no lo ha pillado aún. Es tan sencillo como eso. No tiene ni la más ligera idea. ¿Entiendes lo que te digo? Todavía no está ni en el mapa. —Broximon vio un brillante envoltorio de galletas de color rojo acercarse a gran velocidad hacia él. Empezó a apartarse de su camino mucho antes de que llegara. Al verlo pasar, recordó que aún no había desayunado. Esto le hizo impacientarse doblemente por colgar el teléfono y encontrar un sitio donde comer—. Mira, Bob, no sé cómo decírtelo mejor: no lo pilla. No hay ni un indicio de que el simple de Simon esté viendo el gran cuadro.
Broximon siguió escuchando un poco más a la voz que estaba del otro lado, pero sin prestarle ya mucha atención. Para entretenerse, sacó la lengua y se puso bizco. Después de mantener esa pose durante un rato, ya no pudo soportar más la diarrea verbal del otro. Así que dijo:
—¿Qué? ¿Eh? ¿Qué? Te escucho mal. Estamos perdiendo la conexión... —Colgó el teléfono y lo desconectó apretando un solo botón—. Suficiente. Hora de desayunar.

Los ojos de Haden tardaron varios segundos en acostumbrarse a la penumbra azulada del interior del bus. Estaba tan deseoso de ver a las mujeres que aguzó la vista cuanto pudo para distinguir las figuras que estaban sentadas frente a él. Lo primero que vio fue a un pavo ocelado que llevaba un vestido verde. ¿Sabéis lo que es un pavo ocelado? Haden tampoco, y en ningún momento se acordó de la vez que había visto uno en un zoo de Viena. Se había detenido para observarlo, mientras pensaba de nuevo en lo extraña que podía llegar a ser la naturaleza.
Cuando se dio cuenta de que la gigantesca ave lo observaba también, la consternación pudo leerse en su rostro. Oh, no, ¿no iban a hacerle eso de nuevo, verdad? Recordó una visita guiada en la que...
—¿Perdone?
Mientras intentaba localizar el rostro, se esforzó al máximo por vencer el sentimiento de desconfianza que estaba germinando en su fuero interno.
—¿Sí? —Esperaba que su voz hubiera sonado animada y servicial.
—¿Hay algún sanitario en este autobús?
Sanitario. ¿Cuándo había oído emplear esa ridícula palabra por última vez? ¿En cuarto de primaria? Esbozó una falsa sonrisa y miró en la dirección de la que había venido la pregunta. Cuando la vio, la mueca de Haden desapareció y por poco se puso a gritar de alegría, porque era tan absolutamente hermosa que ponía los pelos de punta. Y era ciega.
Así es. Aun estando en un espacio oscuro como ese, podía ver claramente que los ojos de la mujer estaban tan profundamente insertados en su cabeza que era imposible que hubieran funcionado alguna vez.
—Sí, claro, hay un sanitario al fondo del autobús, en el lado izquierdo. —De un modo absurdo y sin pensarlo, le dedicó su mejor y más amplia sonrisa.
Al igual que un cachorro de perro impetuoso que no hiciera más que tirar de su correa, lo único que Haden deseaba era atravesar corriendo el pasillo hasta llegar a su lado y preguntarle cualquier cosa: Cómo se llamaba, por qué estaba allí, de dónde venía...
Se retuvo e intentó calmar su impulso de «Estoy loco por ir allí». Repitió para sus adentros: Despacio, despacio; hazlo bien.
Por primera vez desde que fue contratado para desempeñar este triste trabajo, Simon Haden estaba encantado de ejercer de guía turístico; encantando de que la visita de hoy fuera a durar horas. Era el sueldo máximo, verlo todo, quince paradas, cuidado con el escalón al bajar del autobús. Normalmente era más bien reacio a eso. Pero hoy, junto a este ángel ciego, sería maravilloso.
No era como si de repente le importara, pero echó una ojeada al resto de pasajeros del autobús. Había unas pocas personas, unos pocos animales, dos personajes de dibujos animados, y una bolsa de caramelos de toffee de más de dos metros de altura. Nada especial, nada nuevo. De haber sido ellos sus únicos clientes, le habría costado un esfuerzo realmente grande atender todas sus ocurrencias. Sin embargo, gracias al ángel sentado junto al pasillo en la séptima fila, iba a conquistarlos a todos.
Cogió el micrófono del autobús y lo encendió. Le dio un leve golpe con el dedo y escuchó el sonido repetirse a través de los altavoces del bus, prueba de que la cosa funcionaba. A veces no lo hacía y, para volver su sufrimiento aún más insultante, terminaba el día ronco.
—¡Buenos días y bienvenidos a bordo!
Los humanos, animales, y personajes de dibujos animados le sonrieron todos a la vez. La gigante bolsa transparente de caramelos de toffee, sin embargo, se revolvió con impaciencia en su asiento. Vámonos, parecía estar diciendo. Sigamos el espectáculo en la carretera.
A Haden no le gustaba el toffee. Comía un montón de caramelos porque era goloso, pero el toffee le daba demasiado trabajo y demasiados problemas. Siempre se le quedaba pegado en los dientes, y uno que comió en casa de sus padres le llegó incluso a arrancar un empaste. Pero el toffee estaba muy presente en sus recuerdos de infancia porque a su padre le encantaba y siempre lo comía. Su madre dejaba platitos llenos de esos cuadrados de oro por toda la casa para su hombre.
—Hoy vamos a ofreceros una buena vista de conjunto de la ciudad. Empezaremos en el centro, como es natural, tras lo cual nos dirigiremos a...
—¿Perdone?
Reconoció su voz de inmediato y, con una sonrisa tan deslumbrante que podría haber iluminado el interior del bus tan bien como una bombilla de mil vatios, se giró hacia la bella mujer ciega, dispuesto a atender cualquiera de sus deseos.
—¿Sí?
—¿Hay algún sanitario en este autobús?
La única manera de convertir algo bello en algo espantoso es demostrar que no se está cuerdo. Es como girar la tapa de un tarro de algo muy apetitoso y tener que echarse para atrás, una vez abierto, por el olor a podrido que desprende; hasta la persona más hambrienta tiraría el tarro a la basura sin pensárselo dos veces.
Haden inspiró una breve bocanada de aire, como si acabara de recibir un puñetazo en el estómago. Ya le había hecho esa pregunta hacía un minuto. ¿Estaba loca? ¿Se echaba a perder toda su belleza porque tenía serrín en lugar de cerebro? O a lo mejor era solo que no había oído su primera respuesta. ¿Era eso posible? A lo mejor había estado distraída o pensando en otra cosa cuando había dicho específicamente...
Se había quedado mirándola fijamente, sin saber realmente qué decirle ahora. Y, mientras la miraba, cayó en la cuenta de algo. Conocía a esa mujer. No solemos olvidar a las grandes bellezas, pero algunas veces ocurre. Siguió ignorando su pregunta, porque algo en su interior continuaba diciéndole conozco esa cara. Pero ¿de qué la conocía?
De repente, el bus hizo una parada en seco, cogiendo a Haden por sorpresa. Se dio la vuelta para ver por qué el conductor había pisado el freno de esa manera. A través de la luna delantera, vio a un rebaño de escolares que estaba siendo escoltado por una mujer negra de mediana edad enfundada en un caftán de colores brillantes y con un peinado afro que hacía que su cabeza pareciese un laberinto redondo y cuidadosamente trazado. Cuando todos los niños terminaron de cruzar la calle y se encontraron a salvo en el otro lado, la mujer levantó un brazo y gesticuló con la mano en señal de agradecimiento al conductor de autobús por haberse detenido. Al principio, Haden no reconoció a la mujer, su peinado afro o su caftán; fue el gesto de la mano. Conocía ese gesto. Había convivido con él durante casi un año de su vida. Unos segundos después, estaba absolutamente seguro de quien era. Conocía el gesto de la mano, conocía el movimiento, y ahora sabía quien era la mujer que lo había hecho.
Sacudió su cabeza en señal de consternación, mientras miraba a la bella mujer ciega. También la conocía. ¿Qué demonios estaba pasando aquí? ¿Por qué de repente el mundo le era tan familiar?
Unas cuantas filas atrás en el autobús, el pato Donald miró al pavo ocelado que estaba al otro lado del pasillo y levantó lentamente una ceja. El pavo ocelado lo vio y se encogió de hombros.
—¡Señora Dugdale! —Su nombre impactó sobre la cabeza de Haden como un ladrillo caído desde un tejado—. ¡Era mi profesora!
El conductor cefalópodo del autobús se giró para mirarlo.
—¿Quién?
Haden apuntó nerviosamente en la dirección en la que acababan de desaparecer los niños.
—Ella. La mujer negra que acaba de pasar con todos esos niños. ¡Esa era mi maestra de tercero de primaria!
El conductor miró un momento a los pasajeros a través de su espejo retrovisor. Al menos la mitad de ellos se habían incorporado sobre sus asientos, expectantes, como esperando que fuera a pasar algo importante.
El conductor fingió indiferencia.
—¿Sí? Fue tu maestra. ¿Y qué? Demasiado tarde para que pueda volver en su dirección.
—Déjame salir. Tengo que hablar con ella.
—No puedes irte ahora, Simon. Acabamos de empezar una excursión.
—Abre la puerta, tengo que salir. ¡Abre la puerta!
—Te despedirán, tío. Si te vas de esta manera durante una excursión, eres historia. No lo hagas.
—No vamos a discutir aquí, Fleam, ¿de acuerdo? Solo abre la maldita puerta. —Haden era un hombre grande, con unos músculos que impresionaban. Fleam Sule solo era un pulpo y no estaba por la labor de discutir. Aun así, no pudo evitar lanzarle una última advertencia a la espalda mientras Haden descendía los escalones en dirección a la calle.
—Te acabas de meter en un lío, Simon. En cuanto vuelva a la oficina y les cuente esto, echarán tu culo del negocio.
Haden no estaba escuchando. Ni siquiera oyó el silbido de la puerta cuando se cerró tras de sí, ni al autobús alejarse del paso de cebra. Con toda certeza, no vio al conjunto de los pasajeros agolparse en un lateral del autobús para ver lo que iba a hacer después. Hasta la bella mujer ciega se encontraba allí, con la mejilla pegada a la ventana fría, escuchando con atención mientras alguien le describía lo que Simon Haden estaba haciendo en ese preciso momento.

Corrió tras la señora Dugdale y los niños. Era asombroso que hubiera abandonado la excursión, tanto más en cuanto que había renunciado a toda posibilidad con la atractiva mujer ciega. Pero es que, en cuanto se dio cuenta de quien estaba haciéndoles cruzar la calle a esos niños, Haden supo que tenía que hablar con ella.
¿Porque su tercero de primaria había sido muy importante para él?
Demonios, no.
Si durante una sesión de tortura le hubieran obligado, bajo amenaza de muerte, a recordar algo bueno de ese año en la clase de la señora Dugdale, lo único que le habría venido a la cabeza habría sido que tenía sobre su mesa una gran carpa dorada, en una enorme pecera redonda, al que resultaba relajante mirar.
Entonces, ¿acaso era que la propia señora Dugdale era una de esas maestras memorables que, con su ejemplo, cambiaba nuestras vidas para siempre?
Nop.
La mujer les gritaba a sus alumnos y les tiraba tiza en cuanto sentía que su nivel de atención estaba bajando, cosa que, en su clase, ocurría casi todo el tiempo. Su idea de la enseñanza consistía en asignar trabajos de investigación individuales y orales sobre lo que se cultivaba en el Surinam. Si lo hacías mal (y casi todo estaba mal para la señora Dugdale), te hacía permanecer de pie en una esquina durante un tiempo interminable, frente a lo que ella llamaba «el Muro de la Vergüenza». En otras palabras, la señora Dugdale era como tantos maestros que pudiste tener en la escuela primaria. Haden había soportado sus cambios de humor, su mediocridad y sus migajas de saber durante un año, y luego había pasado a cuarto.
Pero había una cosa que jamás había olvidado y por eso era por lo que corría ahora detrás de ella. De hecho, esa sola cosa había jugado un papel muy significativo en su educación. Fue uno de esos pocos momentos de la infancia de los que podemos decir sin dudarlo al mirar hacia atrás: exactamente aquí, esta equis señala el punto en el que algo cambió para siempre dentro de mí.
De niño, Haden había tenido un mejor amigo que tuvo la mala fortuna de llamarse Clifford Snatzke. Pero Cliff era tan profundamente normal que ese nombre inusual era lo único que lo distinguía de los otros equis millones de niños. Durante un tiempo, hasta que las chicas se hicieron visibles y atractivas, los dos muchachos fueron inseparables. En la clase de la señora de Dugdale siempre se sentaban juntos, lo que hacía que el tiempo pasara de una manera algo más agradable.
Justo antes de que terminara el curso escolar y los boletines de notas fueran enviados a casa, Cliff se obsesionó con que no iba a pasar de curso porque había suspendido demasiados exámenes de ortografía. Se preocupaba mucho, y hablaba tanto de ello que Haden, exasperado, había terminado por insistirle para que fuera a ver a la maestra después de clase y sencillamente preguntárselo. Después de mucho dudar, Snatzke aceptó hacerlo, siempre y cuando su amigo lo esperara en el exterior del edificio. A pesar de que tenía una decena de otras cosas que hacer en ese momento, Haden estuvo de acuerdo. ¿Para qué estaban los amigos?
Pocas cosas perturbaban a Clifford Snatzke y su rostro era una prueba de ello. Solía esgrimir una leve sonrisa, cuando no una agradable falta de expresión en su cara que decía que no estaba pensando en nada especial y que todo estaba bien.
Ese día, sin embargo, cuando salió del colegio media hora más tarde, tenía la cara de esa tonalidad de rojo que acompaña las grandes humillaciones o el llanto. Al verlo en ese estado, Haden le preguntó insistentemente por lo que había ocurrido allí dentro. Al principio, Cliff no quería ni mirar a los ojos a su amigo, y mucho menos contarle la historia. Pero al final lo hizo.
La señora Dugdale estaba sentada en su despacho mirando por la ventana cuando él entró en el aula. Como era muy cuidadoso con sus modales, Cliff esperó a que se percatara de su presencia. Cuando la maestra le preguntó qué era lo que quería, se lo dijo en el mínimo número posible de palabras, porque todos sus estudiantes sabían que a la señora Dugdale le gustaban las personas que iban directamente al grano.
Pero en vez de mirar en su expediente o de darle una lección sobre como mejorar en Ortografía, su maestra le preguntó que qué tipo de nombre era Snatzke. Aunque el chico no tenía ni idea de lo que estaba hablando, le dijo simplemente que no lo sabía. Le preguntó si pensaba que Snatzke era un nombre muy americano. Él le contestó que no comprendía lo que quería decirle. La mujer volvió a mirar por la ventana y se quedó callada durante un rato largo. Después de unos momentos, él le repitió, educadamente, la pregunta acerca de su nota en Ortografía.
Quién sabe por qué ni cómo semejante idea le vino a la cabeza, pero la señora Dugdale se giró entonces hacia el muchacho y le dijo:
—Ponte de rodillas y pregúntame, Clifford. Ponte de rodillas y pregúntame por tu nota en Ortografía.
Los niños son tontos. Son confiados y se creen lo que les dicen los adultos porque los adultos son la única autoridad que han conocido nunca. Pero en cuanto escuchó esta orden, incluso el tonto de Clifford Snatzke supo que lo que le estaba pidiendo la señora Dugdale estaba mal y no era normal. No obstante, lo hizo igualmente. Se puso de rodillas todo lo rápido que pudo y preguntó por su nota con la misma rapidez. Su maestra lo consideró durante unos segundos y luego le dijo que se marchara.
Esa era la historia. Si Haden no hubiera conocido muy bien a su amigo, habría pensado que Snatzke se lo había inventado todo. Pero no había sido así. Antes de que tuviera la posibilidad de decir o hacer algo, la puerta principal de la escuela se abrió y la señora Dugdale salió llevando consigo su habitual maleta de piel marrón. Vio a los dos estudiantes, les dedicó una sonrisa falsa, y siguió su camino.
Ambos muchachos se quedaron mirando al suelo durante largo rato. No podían mirarse el uno al otro hasta que se fuera porque compartían el secreto de lo que acababa de hacer la mujer.
Simon sabía que tenía que actuar. La señora Dugdale le había hecho algo muy malo a su amigo. Pero Cliff lo dejaría pasar porque no tenía huevos para enfrentarse a ella.
Haden sí los tenía y, por una de esas escasas veces en su vida, decidió en el mismo momento hacer algo genuinamente altruista y reparar el daño que le había sido hecho a su amigo. Después de lanzarle una mirada tranquilizadora a Cliff, Simon apretó el paso en dirección al aparcamiento de la escuela.
Cuando llegó allí, la señora Dugdale ya estaba dentro de su Volkswagen beis y había encendido el motor. Cuando lo vio caminar hacia su coche bajó la ventanilla a media altura. Siempre recordaría eso: la ventanilla solo descendió hasta media altura, como si nada de lo que pudiera decirle fuera lo suficientemente importante como para que hiciera el esfuerzo de bajarla del todo.
Mientras se acercaba al Volkswagen, se sintió tan seguro de sí mismo como un dios a punto de lanzar un relámpago centelleante sobre un mortal pecaminoso. Iba a dejar que se lo ganara porque, chico, se lo merecía.
—¿Sí, Simon? ¿Qué quieres?
La miró y se sintió preso del pánico. Todo el coraje divino que había sentido hasta ese momento huyó. Casi podía verlo correr en zigzag como un descosido por el aparcamiento, con el culo en llamas como el coyote en un dibujo animado del Correcaminos. Haden adoraba los dibujos animados.
—¿Por qué...? —Consiguió sacar a duras penas de sus atemorizados pulmones antes de empezar a hiperventilar. Pensó que estaba a punto de tener un infarto.
—¿Sí, Simon? ¿Por qué el qué? Sus dos primeras palabras fueron amables; las otras, en cambio, fueron como una trampa de cazador cerrándose sobre él.
—¿Por qué...? No podía respirar. Su lengua se había convertido en piedra.
—¿Sí, Simon? —Vio cómo la mano derecha de la mujer quitaba el freno de mano. Cuando se dio cuenta de que el chico no iba a decir nada y que la había retrasado innecesariamente, apretó los labios y sus ojos brillaron de cólera. Simon, desesperado y aterrorizado, hizo el único gesto que su cuerpo podía controlar en ese momento: encogerse de hombros. Si la señora Dugdale hubiera visto a Clifford Snatzke caminar hacia ellos, habría añadido algo desagradable.
Ni siquiera se molestó en volver a subir la ventanilla. Puso la primera, sacudió la cabeza y salió disparada, dejando atrás a Haden.

Durante el resto de su vida, de manera intermitente, pensó en ese momento y en lo que debería haber dicho y hecho. Le obsesionaba, como suele ocurrir con ciertos recuerdos de la infancia. Incluso soñó con ello algunas noches. Pero siempre, incluso en aquellos sueños en los que se veía en la gran pantalla, con el sonido envolvente incluido, cuando le llegaba el momento de ser valiente se convertía en un gallina.
Bien, ¡pues ahora no, por Dios! Este recuerdo le había provocado recientemente un achaque. A lo mejor, el ver a la señora Dugdale ahora en la calle por primera vez después de tres años era una prueba. Si la superaba, las cosas darían un giro favorable. ¿Quién sabe? A veces, la vida podía ser retorcida. Las lecciones que enseñaba no eran siempre evidentes. En cualquier caso, no había nada que deseara más que decirle a esa zorra lo que pensaba de ella después de todos estos años.
Mientras corría a su encuentro, un pensamiento fulgurante le recorrió la mente e iluminó la oscuridad total en la que se encontraba: a lo mejor muchos de los fracasos de su vida se habían debido a ella y a ese horrible incidente ocurrido años atrás. Si no lo hubiera asustado hasta sumirlo en el silencio, el valor que había encontrado en el interior de su alma aquella tarde habría emergido. Durante el resto de su vida habría sabido que estaba allí en su interior, que era real, y que podía ser utilizado cuando lo necesitara.
En lugar de un incompetente, un inútil, un vago, que había terminado su vida rodeado de precocinados y de olor a podrido, Haden podría haber sido un luchador; de no haber sido por la señora Dugdale. Aceleró el paso.
Pocos segundos después de que la hubiera avistado, un autobús que rodaba calle abajo se elevó lentamente del pavimento y levantó el vuelo. Zumbó unos instantes en círculos por encima de su cabeza antes de desaparecer de su vista detrás de un edificio de oficinas. Dos grandes chimpancés vestidos como gánsteres de los años treinta, con sus chaquetas cruzadas y sus sombreros Borsalino negros salieron de una tienda cercana fumando puros, hablando italiano, y caminando sobre las manos. Haden vio aquellas cosas pero no les prestó atención. Porque Dugdale estaba cerca.
Mientras terminaba de alcanzar a su maestra, fue palpando las cabezas de sus estudiantes. A pesar de su preocupación por llegar hasta su antigua maestra, no pudo evitar observar lo acaloradas que estaban las cabezas de los niños bajo su mano. Eran como pequeñas cafeteras, todos ellos, filtrando.
—Perdone, ¿señora Dugdale?
La mujer, que estaba de espaldas a él, se dio la vuelta lentamente. Cuando vio al Simon Haden adulto a medio metro de ella, sus ojos no preguntaron ¿Quién eres? Dijeron sé quien eres, ¿y qué?
—Sí, Simon, ¿qué quieres?
¡Aaaaah! Exactamente las mismas palabras que le había dicho treinta años atrás en el estacionamiento de la escuela primaria. La misma expresión insensible en su rostro. Nada había cambiado. Ni una sola cosa. Aunque era casi un hombre de mediana edad, ella seguía mirándolo como si fuera una pieza de fruta podrida del mercado.
A la mierda con eso. Había llegado su momento. Era hora de actuar con decisión. Era hora de decir algo brillante e importante para demostrarle a la mujer quien mandaba.
Debido al estado de shock en el que se encontraba después de oír aquellas palabras tan familiares, Haden no se percató de que todos los alumnos de la señora Dugdale se habían quedado parados y lo estaban mirando con gran expectación. Tampoco se dio cuenta de que, básicamente, el mundo entero que estaba su alrededor había entrado en pausa porque también estaba esperando a ver lo que haría a continuación. Oh, claro, los coches rodaban por el asfalto y las moscas zumbaban sin dirección en el aire. Pero todos ellos: las moscas, los conductores de los coches, las moléculas de sus pulmones, todo y todos se habían girado para ser testigos de lo que Simon Haden iba a hacer a continuación.
Hizo esfuerzos para hablar. Tenemos que concederle eso al hombre. Las palabras que le vinieron a la mente, cargadas de intensidad, eran perfectamente adecuadas para el momento. Las palabras adecuadas, el tono de voz ideal. Estaba listo para lanzarse. Quiso empezar a hablar pero enseguida se dio cuenta de que ya no tenía boca.
Intentó abrir y cerrar la boca, o más bien la piel de su cara que ocupaba el lugar en el que había estado antes la boca. La piel se estiró y se contrajo, pero solo porque era piel y estaba trabajando los músculos que se encontraban debajo. Músculos que habrían debido controlar una boca, pero Haden ya no tenía una de esas. Ahí solo tenía piel, suave y blanda piel, como la de una mejilla.
Se llevó las dos manos a la cara para tocársela pero eso solo confirmó lo que ya temía: no había boca. Incapaces de creer lo que estaban sintiendo, sus dedos siguieron palpando la zona, como si estuvieran buscando un interruptor de la luz en la oscuridad.
Le echó una mirada rápida a la señora Dugdale. La expresión del rostro de la mujer convirtió ese momento terrible en uno peor. Desprecio. Lo único que transmitía su rostro era desprecio. Desprecio por Haden, desprecio por su cobardía, y desprecio por aquello en lo que se había convertido, fuera lo que fuera. Haden estaba reviviendo su momento decisivo con ella en el aparcamiento de la escuela, treinta años atrás. Y esta vez habría triunfado, de haber tenido una boca.
Pero no la tenía. Nervioso, se golpeó el espacio de la cara en el que habría tenido que haber una boca. Mientras lo hacía, fulminó con la mirada a la mujer, esa malvada vestida a lo afro que estaba ganando de nuevo. La única arma que podía utilizar ahora eran sus ojos. Pero los ojos no están hechos para lidiar con este tipo de conflictos. Una mirada de odio no tiene la misma fuerza ni estruendo que una frase extraordinariamente acertada.
En algún lugar, en un rincón remoto de su mente, Haden sabía que había estado aquí antes, justo en medio de este momento y en la misma situación, desprovisto de boca. Pero la combinación de su enfado y exasperación hicieron a un lado este déjà vu. Y qué si ya había estado allí antes; todavía tenía que enfrentarse a ello. Todavía tenía que encontrar una manera de derrotar a la señora Dugdale y demostrarle que no era el idiota que sus ojos burlones decían que era.
Miró a su alrededor buscando algo, cualquier cosa que pudiera utilizar, mientras su desesperación crecía. Sus ojos se posaron sobre una niña. Se llamaba Nelly Weston y era una de las alumnas de la señora Dugdale. La maestra atormentaba a la niña demasiado a menudo, porque era demasiado lenta, demasiado distraída, demasiado soñadora para el gusto de la señora Dugdale.
Haden levantó a Nelly y metió la mano bajo la espalda de su camiseta. Ocurrió tan deprisa que no tuvo tiempo de protestar.
Pero en cuanto tocó su espalda desnuda, la niña entendió de inmediato lo que estaba haciendo y sonrió como nunca antes había sonreído en presencia de su maestra.
Nelly miró a la señora Dugdale y abrió ampliamente su boca, como buen muñeco de ventrílocuo en el que acababa de convertirse. No había problema alguno porque también sabía lo que estaba a punto de pasar. De su boca de niña salió una voz profunda de hombre, calmada aunque ligeramente amenazante; la voz de Simon Haden.
—¿Decías, vieja bruja! No has cambiado nada en treinta años. Estoy seguro de que sigues torturando a tus alumnos cuando nadie te mira. Cuando tu puerta está cerrada y crees que estás a salvo. ¿Te acuerdas de Clifford Snatzke, eh? ¿Recuerdas lo que le hiciste? Bien, ¡sorpresa! No estás a salvo y algunos de nosotros sabemos exactamente lo que has hecho, tirana. Inepta.
Nelly vocalizó perfectamente las palabras. Podía sentir que la mano de Haden la manipulaba desde la espalda, pero en realidad él no tenía por qué hacer nada porque la sincronía entre los dos era perfecta. Ella quería decir lo mismo que él quería decir, y lo hacía.
Una vez se hubo dado por satisfecho y se quedó mirando triunfante la cara de asombro de la señora Dugdale, Haden oyó como, junto a él, una vocecilla decía:
—Bien, ya era hora. Enhorabuena.
Miró hacia arriba y hacia abajo y, para su sorpresa, ahí estaba el impecable Broximon, con las manos sobre las caderas y una gran sonrisa en la cara. ¿De dónde había aparecido tan de repente?
Súbitamente, en el cerebro de Haden se hicieron un millón o un billón de sinapsis y conexiones y todo lo demás. Algo grande estaba tomando forma ahí dentro, algo se estaba esclareciendo. Se puso a mirar a su alrededor. A la calle, los coches, la gente, el cielo, al mundo. Y entonces, un instante después, Haden lo entendió finalmente.
Emitió un grito sofocado por una boca que había regresado a su cara en cuanto había hecho su descubrimiento. Devolvió a Nelly Weston al suelo.
Esta ciudad, este planeta, esta vida a su alrededor eran un invento suyo. Él lo había creado todo. Ahora lo sabía. ¿Dónde lo había creado? En los sueños que tenía cada noche mientras dormía.
Miró a la señora Dugdale y se quedó casi igual de sorprendido al ver que estaba sonriendo y asintiendo en su dirección. Broximon hacía otro tanto. Así como todas las personas que estaban a su alrededor. Un perrito con correa también lo estaba mirando fijamente y sonriéndole. Conocía el nombre del perro. Kevin. Lo conocía porque lo había creado una noche. Había creado enteramente este mundo.
Simon Haden se dio cuenta finalmente de que estaba envuelto en una ciudad, una vida, un mundo, que había ido construyendo gradualmente cada noche de su vida en sus sueños. Todo lo que había aquí había sido o bien moldeado por él, o bien extraído de su vida consciente y arrastrado dentro de este mundo de sueños, donde podía jugar con ello, enfrentarse a ello, o intentar resolverlo en su espacio propio.
A los cuarenta, Simon Haden había tenido más de catorce mil sueños. Un montón de material con el que construir un mundo.
—Estoy muerto. —Lo sentenció, no lo formuló como una pregunta. Miró a Broximon. El hombrecillo seguía sonriendo, pero ahora también asentía.
—Eso es la muerte, cada uno se construye la suya cuando está vivo. Por eso soñamos. Cuando nos morimos, todos nuestros sueños se reúnen y forman un lugar, un espacio. Y allí es donde vamos cuando nos morimos. —Esta vez, Haden buscó confirmación en su maestra de escuela, que también asintió.
—Luego vives en este mundo de sueños que tú mismo has creado hasta que das cuenta de lo que es en realidad, Simon. —El tono de voz de la maestra era alegre, idéntico al que uno utilizaría para proclamar que hoy era un buen día.
Pensamientos, imágenes, y sobre todo recuerdos iban y venían, disparados, en la mente de Simon, como balas de fogueo en un tiroteo nocturno. Conductores de autobús cefalópodos, coches que volaban, bellas mujeres ciegas...
—Esa mujer ciega... Ahora la recuerdo. Recuerdo el sueño en el que estaba. No paraba de repetir lo mismo, una y otra vez. Me volvía loco. Tuve el sueño justo después de casarme. Soñé...
Broximon lo hizo callar con un gesto de la mano.
—No tiene importancia, Simon. Mientras te estés dando verdaderamente cuenta de qué va todo esto, podrás ir juntando las piezas individuales más tarde.
—Pero, ¿estoy realmente muerto? —Esta vez, por alguna razón, Haden miró a la pequeña Nelly Weston para recibir confirmación. Hizo un amplio gesto con la cabeza, propio de una niña, arriba y abajo, para asegurarse de que lo había entendido.
Hizo grandes aspavientos con ambos brazos, hacia el mundo que estaba a su alrededor.
—¿Y la muerte es esto?
—Tu muerte, sí —le contestó Broximon—. Y creaste todo lo que está a nuestro alrededor en un momento u otro de tu vida. Todo, excepto a la señora Dugdale o cosas como esa gigantesca bolsa de caramelos de toffee del bus. ¿Recuerdas lo mucho que le gustaba el toffee a tu padre?
A Haden le aterraba formular la pregunta siguiente pero sabía que tenía que hacerlo. En voz baja, casi en un susurro, preguntó:
—¿Cuánto tiempo llevo aquí?
Broximon miró a Dugdale, que miró a Nelly, que miró a Broximon. El hombrecillo suspiró, exhaló el aire con el que había llenado sus mejillas, y dijo:
—Dejémoslo en que este encuentro con la señora Dugdale se ha reproducido bastante a menudo. Pero, antes de hoy, ella siempre había ganado. Deberías estar muy orgulloso de ti, Simon.
—Contéstame, Broximon. ¿Cuánto tiempo llevo aquí? —Mucho tiempo, colega. Mucho, mucho tiempo. Haden se encogió de hombros.
—¿Y acabo de darme cuenta de qué va todo esto?
—¿A quien le importa cuanto tiempo has necesitado, Simon? Ahora lo sabes.
La mujer y la niña asintieron enérgicamente. Haden se percató de que el resto de los que estaban a su alrededor también estaban asintiendo de una manera similar. Incluso Kevin, el perro, asentía. Todos estaban claramente de acuerdo sobre la cuestión.
—Bien, ¿y qué se supone que tengo que hacer con esto? ¿Qué se supone que tengo que hacer ahora?
La señora Dugdale se cruzó de brazos y puso una expresión familiar en su cara. Haden la recordaba muy bien.
—Hoy has terminado finalmente el primer curso. Ahora vas a pasar a segundo.
Un escalofrío se deslizó por la espina dorsal de Simon Haden.
—¿La muerte es como el colegio?
De nuevo, todos y todo lucieron la misma sonrisa y se mostraron muy satisfechos con sus progresos.