Artemis Entreri contempló las rocas que descendían hacia el distante pueblo situado a la orilla de un lago cuyo nombre no conocía. Las suaves olas batían los cascos de las barcas y mecían los altos mástiles de forma hipnótica.

Por lo general inmune a los arrebatos de introspección, Entreri contempló el lento baile de las barcas durante largo rato, deteniéndose a considerar las inusuales circunstancias y al compañero todavía más inesperado que lo había llevado hasta allí.

Tras haber cumplido cuatro décadas de su vida, tres de las cuales habían transcurrido luchando por sobrevivir a cualquier precio en los bajos fondos de Calimport y otras ciudades, a Entreri le parecía irónico y curioso que, llegado a la mediana edad, ahora se viera guiado por las maquinaciones de otro.

La capacidad persuasiva de Jarlaxle lo había traído a este extraño lugar. ¿O acaso era alguna necesidad interior que nunca se había detenido a considerar?

¿Qué le ofrecía Jarlaxle? ¿Aventuras? Entreri había vivido incontables a lo largo de su vida, y no por propia elección, sino empujado por circunstancias peligrosas y problemáticas.

¿La riqueza? ¿Para qué?

Entreri nunca había ambicionado riquezas materiales, como éstas no fueran las propias de su condición; la daga de empuñadura engastada con gemas que pendía de su cadera derecha o la espada fabulosa, Garra de Charon, que pendía de la izquierda.

El asesino advirtió que se acercaba su compañero, el elfo oscuro Jarlaxle, y borró aquellos pensamientos de su mente, lo que le produjo un alivio innegable.

Y es que, en lo más profundo de su ser, Artemis Entreri entendía bien qué le aportaba Jarlaxle, y a pesar de sus objeciones racionales y de su instinto de superviviente solitario, no quería rechazar lo que el elfo le ofrecía: amistad.

Con aire casual, mientras caminaba hacia Entreri, Jarlaxle portaba en la mano su sombrero de alas anchas ornado con plumas llamativas, dejando al descubierto sus regulares facciones de drow y su calva cabeza de hermosa conformación. El elfo llevaba la capa de viaje subida sobre un hombro de forma distinguida, casi aristocrática. Movida por el viento, la capa acentuaba su liviano cuerpo de drow. Tan ágil y delgado era que, aunque no llevara ninguna arma a la vista, exudaba un poder y una seguridad en sí mismo, una presencia física que superaba a la de cualquier hombre que Entreri hubiese conocido.

Entreri advirtió que el drow llevaba algo consigo. Al principio, el asesino pensó que se trataba de un simple bastón de viaje, pero cuando Jarlaxle se acercó, Entreri reparó en la belleza del cayado trabajado con esmero. El cayado era de metal plateado y se curvaba en la parte superior, cuyo tallado representaba la figura de un hurón alerta y presto a entrar en acción. Sus ojos eran dos gemas negras. Dos gemas perfectas, como correspondía a Jarlaxle.

Menuda pareja formaban, se dijo Entreri al pensar en su propio aspecto: sus botas solían estar cubiertas de barro, mientras que su capa estaba ajada por los rigores del tiempo. Con todo, al mirarse las ropas, Entreri se dijo que el elfo estaba empezando a contagiarle algunas cosas.

Su largo pelo negro estaba recogido en una coleta, y había cambiado su astroso jubón de cuero por una camisa de fina tela y buena calidad que llevaba abierta sobre el pecho. Lejos de tratarse de una simple concesión a la moda, la camisa, proporcionada por Jarlaxle, estaba cosida con finos hilos de un metal encantado que protegía contra la hoja de un arma blanca tan bien como el cuero más grueso.

Entreri asimismo estaba más delgado y en forma, más de lo que había estado en diez años. Jarlaxle lo obligaba a moverse incesantemente, a hacer ejercicio y practicar con sus armas.

Había otra cosa que acaso contribuyera también a su buena forma física, pensó Entreri, no sin cierta aprensión. En uno de sus últimos encuentros, Entreri había empleado su vampírica daga en dar muerte a un ser inusual, una sombra, y era posible que la esencia de aquel ser hubiera transmitido parcialmente a la persona del propio Entreri, como lo indicaba la tonalidad levemente grisácea que su piel había adquirido últimamente.

Jarlaxle se había confesado ignorante del origen de aquella circunstancia. Entreri tampoco estaba seguro, así que prefería desentenderse de la cuestión, aunque a veces —como ahora— no podía evitar pensar en ella.

—Están en la cueva —informó Jarlaxle, en referencia a una pequeña partida de bandoleros a los que habían estado siguiendo.

—¿Y a nosotros qué nos importa?

—¿Tengo que explicártelo todo? —respondió el drow, con aquella sonrisa malévola que muchas veces parecía anunciar tormenta.

Liberado de los confines de la Antípoda Oscura tras haber rendido a su banda de elfos oscuros mercenarios a un teniente, Jarlaxle parecía sentir añoranza del peligro.

Entreri no estaba seguro de si aquello era positivo o no.

Era cierto que lo pasaban bien cuando se sentaban a charlar sobre las aventuras pasadas. Viajaban de pueblo en pueblo, sin echar raíces en ninguna parte, empleándose ocasionalmente como guardaespaldas o cazadores de recompensas. De vez en cuando, las circunstancias los obligaban a adoptar una retirada táctica: la gente muchas veces acababa por cansarse de Entreri y Jarlaxle. Con todo, Entreri se decía que, muchas veces, su constante vagar parecía responder a los designios del elfo antes que a la persecución de las autoridades.

—¿De veras te propones unirte a una partida de salteadores? —preguntó con sarcasmo—. ¿Es que quieres ascender en la escala social?

—Vives para el sarcasmo.

—Será que lo he aprendido de ti.

—Menos mal que admites tu inferioridad. No siempre sucede.

Entreri se quedó sin respuesta. El elfo oscuro siempre salía vencedor en aquellos duelos verbales.

—No hace falta que nos quedemos mucho tiempo con ellos —explicó Jarlaxle—. Pero tienen buena pitanza. Eso lo sé, y yo estoy harto de nuestras raciones. Además, acaso este grupo nos lleve a participar en una aventura sin parangón. ¿Quién sabe?

Sin molestarse en discutir, Entreri siguió a Jarlaxle hacia el camino que ambos sabían frecuentado por los bandidos.

Como era de esperar, no habría pasado una hora cuando llegaron a un claro junto al camino y fueron interceptados.

—¡Quietos donde estáis! —gritó una voz desde la copa de un árbol.

—Habéis tardado mucho en descubrirnos —respondió Jarlaxle.

—¡Os estamos apuntando con una docena de ballestas!

—En tal caso, me temo que al menos cuatro de vosotros tienen una ballesta en cada mano, lo que no creo que sea muy efectivo —apuntó el elfo oscuro.

—Eres una mina de información —comentó Entreri.

—Hay que impresionarlos.

—Ya, claro —dijo Entreri—. ¿Qué propones seguir charlando con ellos todo el día? ¿Les vas a contar la historia de nuestras vidas? ¿Qué más tienes pensado, Jarlaxle? ¿Vas a dibujarles un mapa que les conduzca a la casa de tu madre?

Jarlaxle sonrió. Le divertía la idea de enviar a unos habitantes de la superficie a la Casa Baenre de Menzoberranzan.

Entreri miró a su alrededor y advirtió que varios de los salteadores los tenían rodeados. Un par de ellos los estaban apuntando con sus ballestas. El bandolero que se había dirigido a ellos en primer lugar saltó de la copa del árbol y, espada en mano, se dirigió hacia la pareja.

Entreri estudió la manera de moverse de aquel individuo y se dijo que le bastarían tres movimientos para liquidarlo, si es que la cosa se ponía fea.

—Os recomiendo que vayáis soltando vuestras armas, monedas y ropas —exigió el bandido con un acento distinguido que resultaba falso a más no poder, sin duda destinado a impresionar a sus subordinados más bien cortos de luces—. Si hacéis como digo, es posible que mis camaradas y uno os dejemos marchar.

—Y yo —dijo Jarlaxle.

—Sí, a ti también —respondió el salteador.

—No, no, no. Es que has dicho «mis camaradas y uno», pero se dice…

—Déjalo —cortó Entreri.

—¡Basta de darle al pico! —exigió el otro, recurriendo a un vocabulario que parecía estar en mayor consonancia con su verdadera naturaleza—. ¡Venga! ¡A soltar el material se ha dicho!

—No tan de prisa, amigo —indicó Jarlaxle—. No venimos como enemigos ni como víctimas. Llevamos observándoos un tiempo, y hemos llegado a la conclusión de que la alianza de nuestras fuerzas podría ser muy indicada.

—¿Eh? —dijo el otro sin comprender.

—¡Qué ideas que tienes! —comentó Entreri.

—Lo que está claro es que todavía no nos han acribillado con sus dardos —susurró el elfo oscuro.

—No hay como la brillante diplomacia de Jarlaxle.

—¡Ya está bien de cháchara! —tronó el bergante—. Por última vez: ¡soltad la guita ahora mismo!

—Lo de «la última vez» lo dirás porque voy a retorcerte el cuello ahora mismo —replicó Entreri.

Jarlaxle entró en acción antes incluso de que terminara de decir estas palabras. Al momento sus movimientos se vieron secundados por el vibrar de las cuerdas de las ballestas. Pero Jarlaxle era mucho más rápido: de su mágico sombrero sacó un disco negro que hizo girar. A continuación lo lanzó a sus pies, creando un agujero extradimensional, un portal a otra dimensión.

Entreri y el drow se arrojaron de bruces al portal cuando ya las saetas se cernían sobre ellos. El humano hizo un ovillo con su cuerpo, mientras que Jarlaxle se valió de la levitación para posarse en el agujero negro con suavidad. Ayudado por Jarlaxle, Entreri entonces salió del negro portal como un rayo y se lanzó contra uno de los atónitos salteadores. Entreri se tiró al suelo, cruzó las piernas a modo de tijera y enganchó al otro por los tobillos, haciéndolo caer. Cuando el bandolero apenas había besado el suelo, Entreri se le echó encima y amenazó su garganta con la daga de empuñadura ornada con diamantes.

—Diles que somos vuestros amigos —ordenó.

Cuando el otro vaciló un segundo, Entreri clavó un poco más la daga en su cuello. Un poco más, pero lo suficiente para activar los poderes vampíricos de aquel filo encantado. El frustrado salteador contempló con los ojos preñados de horror cómo su propia sustancia vital estaba siendo aspirada por la daga.

—Díselo —repitió Entreri.

El bandido gritó a sus compañeros que se detuvieran.

Entreri levantó a su presa con brusquedad y se situó tras él, utilizándolo como escudo viviente. Jarlaxle en ese momento surgió levitando del agujero negro, tan inmóvil como imperturbable.

—¡A por el elfo drow! —gritó uno de los bergantes. Una lluvia de saetas al punto empezó a precipitarse sobre Jarlaxle, que ni se inmutó.

Los dardos atravesaron su cuerpo limpiamente. Su cuerpo, o mejor dicho, el de la imagen ilusoria recién salida del agujero.

—¿Habéis terminado? —inquirió el drow finalmente, cuando ya no cayeron más dardos—. Parece que sí. Estupendo.

Con un empujón, Entreri apartó de su lado a su cautivo. Con un movimiento ágil, a continuación se envainó la daga encantada.

—Lo que queremos es unirnos a vuestra partida —indicó el asesino—. Por eso mismo, no nos interesa causaros baja alguna.

Entreri fijó la mirada en el agujero, del que un segundo antes Jarlaxle acababa de salir flotando para situarse junto al ilusorio. Al mirar a uno y otro lado, comprobó que los nerviosos bandoleros no se atrevían a disparar sus armas.

—¿Han espabilado por fin? —preguntó una voz desde el interior del agujero.

—Por lo menos, ahora parecen dispuestos a parlamentar —contestó Entreri.

Una tercera ilusión de Jarlaxle emergió flotando del portal.

Después de que pasaran unos momentos más y ninguno de los bandidos hiciera uso de su ballesta, una cuarta imagen del elfo oscuro surgió del agujero y empezó a inspeccionar a los tres replicantes. Aparentemente satisfecho, el verdadero Jarlaxle se acercó a un lado del agujero, pisó el suelo firme y echó mano al artefacto extrasensorial. Las tres imágenes empezaron a evaporarse.

—Muy bien —dijo el elfo, acercándose a Entreri y al aterrado salteador—. Conducidnos a vuestro campamento.

—Yo… yo llevaré vuestras armas —tartajeó el otro, tratando de fingir que aún tenía la situación bajo control.

—¿Clavadas en el pecho o en la garganta? —preguntó Entreri.

El bandolero tragó saliva y se olvidó del asunto.

Sentado en un saliente rocoso, Entreri estaba a más de cinco metros de altura del suelo de la caverna que la partida de salteadores utilizaba como guarida. La gruta era espaciosa y estaba bien ventilada, y los bandidos habían hecho lo posible por acondicionarla para que fuera acogedora. En los distintos salientes de la gruta había varias camas, así como una cocina con un pozo para el fuego y varios armarios. A pesar de que, tras la inclusión de Jarlaxle y Entreri, la banda ahora contaba con catorce miembros, allí había espacio para todos.

El único en disfrutar de una cámara para él solo era Pagg, el jefe de la partida, un rufián encallecido pero más bien simplón, cuyo cuerpo estaba surcado de cicatrices.

Por mucho que la cueva fuese confortable. Entreri no tardó en preguntarse por qué habían escogido aquel lugar tan alejado de las rutas comerciales. Por lo demás, las poblaciones de los alrededores eran simples aldeas de campesinos o pescadores carentes de recursos. Aunque se dedicaran a asaltar todas las aldeas situadas en un radio de treinta kilómetros, los bandidos seguirían siendo tan pobres como ratas.

Entreri contempló con aire divertido la partida de dados que estaba teniendo lugar. Como era de esperar, Jarlaxle no hacía más que ganar una mano tras otra. Así lo indicaban el rezongar y las quejas de los bandoleros.

Entreri meneó la cabeza y se preguntó si el drow los desplumaría hasta el punto de provocar una pelea. Entreri esperaba que así fuese. Llevaban más de dos semanas con aquella partida de bergantes, y Entreri estaba empezando a aburrirse mortalmente.

Un par de veces se había acercado al camino con Jarlaxle y los demás, y otra vez habían asaltado la carreta de un panadero, al que despojaron de todos sus bienes. Cuando los rufianes amagaron con matar al aterrado panadero, Jarlaxle les detuvo, explicándoles que un asesinato no haría sino atraer la atención de las autoridades.

Entreri sonrió al recordar cómo el pobre panadero se llevó una sorpresa adicional cuando Jarlaxle le hizo prometer que nada diría a las autoridades. La cosa no acababa ahí. Después de probar uno de los productos que el hombre elaboraba en su horno —una galleta azucarada—, Jarlaxle fue más allá y lo persuadió, más por las malas que por las buenas, de que abandonara su actual ocupación y se uniera a la partida de salteadores.

Y ahí estaba el hombre, trabajando junto al fuego, ocupado en preparar alguna delicia que fuera del gusto de aquel ser que —estaba claro— le había metido el miedo en el cuerpo.

Un grito de triunfo a sus pies hizo que otra vez fijara la mirada en la partida de dados. Según parecía, Jarlaxle acababa de perder una suma apreciable, para delicia de sus tres rivales en el juego y los cuatro mirones que curioseaban a un lado. Tras perder un nuevo envite algo más tarde, Jarlaxle levantó las manos en gesto de impotencia, abandonó la partida y subió por una escalera al lugar donde se encontraba su amigo, a cuyo lado se sentó.

—Si hicieran bien las cuentas, comprenderían que Jarlaxle en verdad los ha desplumado y luego se ha dejado ganar para darles esa pequeña satisfacción… —musitó Entreri.

—No sólo para darles una satisfacción —matizó el drow—. También porque, después de lo sucedido, confiarán más en su suerte la próxima vez que juegue con ellos.

—Estos bandidos resultan penosos —comentó Entreri—. Casi tan penosos como la comarca en que nos encontramos.

—Todavía no la conocemos a fondo.

—¿Qué quieres decir?

—Mis compañeros de partida me han estado proporcionando abundante información sobre la región —dijo Jarlaxle—. Ah… Por ahí va el gordo Piter McRuggle —apuntó, señalando al ocupado panadero—. Justo el cocinero que nos hacía falta.

—Ya sólo nos faltan unas cuantas mujeres para vivir a lo grande —repuso el asesino con sarcasmo.

—Bueno, está Jehn y, por supuesto, Patermeg —recordó Jarlaxle, refiriéndose a las dos asociadas de los bandidos: una humana que había conocido tiempos mejores y una mestiza de orco cuyo ascendencia humana llevaba las de perder—. Un par de beldades, convendrás conmigo.

—Yo más bien diría que son una invitación viviente al celibato.

Jarlaxle se echó a reír, sin que Entreri lo secundara en la risa. Ambos se volvieron cuando una figura apareció de pronto a su lado. Era Pagg, el cabecilla de los bandoleros.

—¡Vosotros dos! A finales de esta semana saldréis a dar un golpe. Iréis al sur, pues tengo entendido que una nueva caravana pasará en esa dirección. Por fin tendréis ocasión de demostrar lo que valéis.

El jefe de los bandidos a continuación pasó de largo junto a ellos, sin que ni el elfo ni el asesino se molestaran en dirigirle una mirada.

—Sigue soñando con asaltar una caravana de ricos mercaderes —observó el drow—. Yo creo que lo lleva soñando desde que lo hizo una vez y se convirtiera en el jefe de esta pandilla.

Entreri asintió, con la mirada fija en las espaldas de Pagg. Aquel individuo se había convertido en líder de los rufianes después de un golpe afortunado, el único que había dado en la vida. Tras interceptar por sugerencia suya una caravana que se dirigía de Sundabar a Luna Plateada, los bandoleros se encontraron con que uno de los carromatos transportaba un verdadero tesoro.

Aquello había sucedido mucho tiempo atrás, y desde entonces la partida había estado siendo acosada sin descanso por las eficientes autoridades de Sundabar. Con el tiempo, después de que muchos bandidos desertaran y unos cuantos murieran, Pagg se convirtió en el capitán de la partida, con nulo éxito hasta la fecha.

Entreri, que de algunas cosas sabía un rato, sospechaba que no pasaría mucho tiempo antes de que Pagg se creara algún enemigo demasiado poderoso y dispuesto a exterminar a los bandoleros.

—Cuando salgamos mañana, igual podríamos largarnos para siempre —sugirió.

Jarlaxle se lo quedó mirando con curiosidad, como si Entreri careciese de imaginación.

—Lo siento, pero no puedo abandonar a su suerte al panadero Piter en compañía de estos brutos sin educación. —Ambos fijaron las miradas en el pobre hombre, que seguía laborando incesantemente junto al fuego—. Además, prometí conseguirle equipamiento como es debido. Hasta un horno de verdad.

—No me digas que te sientes responsable de lo que le pueda pasar. De no ser por ti, estos facinerosos lo habrían liquidado en el camino.

—Lo que hubiera sido una gran pérdida —respondió Jarlaxle—. Y es que ese hombre es un artista en su oficio.

Artemis Entreri soltó una risa sarcástica y desvió la mirada.

Al día siguiente, Jarlaxle volvió a jugar a los dados con los otros. Después de algunas partidas ruidosamente celebradas a gritos por los compañeros de quienes estaban jugando, a Entreri finalmente le picó la curiosidad y se acercó a ver cómo estaba la cosa.

—El Afilao y El Comeniños se están sacando unas monedas —comentó un bandido andrajoso.

Los estúpidos apodos que aquellos ruines ladrones se daban entre sí nunca dejaban de sorprender a Entreri. Sin responder a las palabras de su informante, fijó la mirada en cuanto sucedía con los dados. Se quedó de una pieza al ver un enorme montón de monedas, pilas y pilas de monedas de oro y plata, algunas joyas incluso, mucho más de lo que creía posible encontrar en la cueva de aquellos miserables. Su asombro no hizo sino crecer cuando vio que eran los dos bandoleros los que parecían estar a punto de llevarse el montón. ¡Según parecía, Jarlaxle estaba llevando las de perder!

La posibilidad de que Jarlaxle pudiera perder con aquellas nulidades le resultaba incomprensible, lo que finalmente lo llevó a sospechar. Cuando sus ojos se cruzaron con los de Jarlaxle, el elfo le sonrió y se encogió de hombros, como si nada pudiera hacer. Con un gesto casi imperceptible de la barbilla, entonces señaló a la estrecha boca de la caverna.

La única vía de escape.

Entreri se apartó del corrillo, trepó por la pared y se situó en un saliente no muy alto. Antes de que pudiera volver a concentrarse en el desarrollo de la partida, su atención se vio atraída por un alboroto junto a la puerta.

Varias formas oscuras aparecieron por allí. Entreri reconoció a un par de los rufianes, dos sujetos de apodo estúpido a más no poder que aquella mañana habían salido de reconocimiento. Los dos bergantes llegaban con sendas nuevas adiciones: dos jóvenes vestidas de modo normal y a todas luces aterrorizadas.

Hijas de pescadores, se dijo Entreri.

Los dos matones las empujaron al frente. De pronto, la partida de dados dejó de tener interés para los bandidos. Había llegado una diversión mucho más entretenida. Hasta Jhen y Patermeg salieron a inspeccionar las piezas cobradas. La fea Patermeg manoseó a ambas muchachas con una lascivia que hizo reír a sus compañeros.

—Lo que faltaba —murmuró Entreri cuando Jarlaxle llegó a su lado—. Con un poco de suerte, nuestros necios compinches habrán dado con un tesoro fabuloso en la carreta en la que iban esas dos muchachas. Igual podríamos pedir rescate por ellas a sus familiares. ¿Qué te parece una cabra o un cochino bien cebado?

—Una ganancia nunca viene mal —apuntó Jarlaxle.

Entreri lo miró con incredulidad.

—¿Es verdad lo que he visto? No me dirás que ese par de mentecatos han ganado semejante montón de monedas…

—Si no hay dónde gastarlas, las monedas acaban siendo unas meras piezas de metal brillante —replicó el drow.

Entreri lo dejó por imposible. Lo último que le apetecía era intentar descifrar aquel razonamiento.

—Menuda vida regalada estamos llevando aquí —murmuró con sarcasmo—. Vivimos bajo tierra y nuestra única ganancia es el rancho de la cena. Claro está que siempre nos queda el falso placer de disfrutar de la miseria ajena.

—¿Un falso placer? —repitió Jarlaxle.

Ambos se miraron. Al fijar los ojos en su amigo, Entreri creyó encontrarse ante un espejo que reflejara un retrato zumbón y avisado de su propia persona. Disgustado por la enésima broma de Jarlaxle, el asesino hizo ademán de levantarse y marcharse.

—Amigo mío —repuso el elfo—. Esta cueva sólo tiene un acceso, fácilmente defendible, eso sí. ¿Qué te parece que va a ser de mis joyas y mis monedas?

Entreri iba ya a responder cuando de pronto comprendió el propósito oculto tras las palabras de Jarlaxle. En el rostro habitualmente amargo del asesino se pintó una levísima sonrisa, sonrisa que a Jarlaxle no le pasó desapercibida.

—Son una docena —recordó el asesino a su compañero de piel de ébano—. Curtidos y experimentados.

—¿Es que ya no tienes ganas de un poco de diversión?

Entreri hizo una mueca y contestó.

—Claro que tengo ganas. Lo que pasa es que, desde que estoy contigo, todavía no he tenido oportunidad de enfrentarme a un rival digno de ese nombre.

Jarlaxle miró hacia arriba, hacia las cornisas superiores de la pared de roca. Entendiéndose en silencio, Entreri echó mano a una escala de cuerda, por la que subieron hasta el saliente situado arriba del todo. Una vez allí, el asesino se hizo con una de las largas cuerdas que se extendían hasta el suelo de la cueva.

Jarlaxle asomó un momento la cabeza. Muertas de miedo, las dos muchachas estaban siendo sometidas a las pullas y los empujones de los facinerosos, quienes se disputaban a gritos el privilegio de ser los primeros en disfrutar de ellas. En un momento dado, Patermeg, por cuestión de celos o por su mala uva habitual, de repente soltó un puñetazo en el rostro de una de las chicas, que cayó derribada al suelo.

—¡Nos las vas a estropear! —se quejó uno de los hombres.

Sin hacer caso, Patermeg se acercó a la muchacha tendida en el suelo y le propinó una patada en el costado. O más bien hizo amago de intentarlo, pues en aquel momento un aullido en lo alto provocó que todos alzaran la mirada y vieran cómo Pagg se balanceaba un instante en el saliente superior de la gruta. En su rostro había una expresión que nadie consiguió descifrar al momento.

Hasta que se precipitó al vacío, muerto bastante antes de estrellarse contra el suelo.

Sorprendidos, los bandoleros no repararon en que una segunda figura se lanzaba desde la alta cornisa. Agarrado a la cuerda, Entreri se precipitó sobre los bergantes, trazando un arco perfecto en el aire.

El asesino golpeó con las rodillas en la cadera del primer bandido que se cruzó en su camino. El rufián cayó al suelo, retorciéndose de dolor. Tras soltarse de la cuerda y echar mano a su daga y espada, Entreri arremetió contra el grupo de bandidos, repartiendo estocadas y cuchilladas por doquier.

Garra de Charon, su espada mágica, empezó a rezumar líneas de ceniza que, al cruzarse en el aire, no hacían sino aumentar la confusión. Entreri giró a un lado, clavó su daga en el vientre de un facineroso y descargó una tremenda estocada en un segundo rufián, cuya cabeza a punto estuvo de rebanar.

Entreri sabía que tenía que obrar con la máxima rapidez; era crucial que Jarlaxle y él eliminasen a por lo menos la mitad de los facinerosos antes de que éstos empezaran a defenderse de forma organizada. Cuando ya se aprestaba a embestir contra un corrillo de malhechores, su espada se vio bloqueada por un tajo preciso y firme. Entreri tuvo que hacerse a un lado con rapidez para no verse ensartado.

Mientras adoptaba una postura a la defensiva, oyó una especie de silbido. A pesar de que tres de los bandidos, incluyendo las dos mujeres, ya se lanzaban a por él, Entreri desvió la mirada un instante y fijó los ojos en su compañero.

Rodeado por varios oponentes, Jarlaxle estaba volteando el cayado sobre su cabeza, y eran los rapidísimos giros del bastón los que habían producido aquel raro silbido. El sonido se incrementó una octava cuando Jarlaxle aumentó la velocidad de la rotación hasta crear una especie de muro en movimiento que sus rivales no se atrevían a atacar.

Una espada buscó el pecho de Entreri. Éste reculó un paso y frenó el tajo con una estocada de Garra de Charon, circunstancia que aprovechó para liberar una nueva cortina de ceniza, Entreri al momento se situó a un lado de la negra ceniza, estableciendo así una barrera visual entre su cuerpo y el de sus enemigos. Luego giró sobre sí mismo, volvió por donde había venido y atravesó con el cuerpo la primera de sus barreras de ceniza.

Patermeg todavía andaba buscándolo a su izquierda cuando Entreri de pronto apareció a su derecha. La daga encantada se clavó en el costado de la mestiza de orco, mientras la punta de la espada mágica se encargaba de mantenerla a raya, previniendo un posible contraataque por su parte. Entreri entonces giró la muñeca, retorciendo la daga en la herida mientras convocaba las mágicas cualidades vampíricas de la pequeña hoja. Desclavando la daga, saltó sobre el cuerpo que se venía abajo de Patermeg y arremetió furiosamente contra Jhen y el otro bellaco.

El silbido que llegaba de cerca se veía acompañado de una sucesión de gritos y aullidos de dolor. Entreri volvió el rostro un segundo y vio que los facinerosos que rodeaban a Jarlaxle estaban cayendo uno tras otro llevándose las manos al rostro o el vientre. Entreri finalmente comprendió a qué argucia había recurrido su compañero.

Mientras el cayado giraba y giraba, el dedo pulgar de Jarlaxle iba pulsando a voluntad uno de los ojos del hurón que ornaban el bastón, accionando un mecanismo que hacía que una saeta saliera disparada por el extremo opuesto del cayado. Los dardos diminutos (y sin duda envenenados, a juzgar por los espasmos de sus víctimas) iban eliminando a un adversario tras otro.

Entreri se concentró en lo que a él atañía y, con sendas estocadas rapidísimas frenó el avance de Jhen y su compinche. Aunque tuvo ocasión de atravesar al bandolero, prefirió mantenerse a la defensiva. Cuando las dos espadas enemigas buscaron sus dos costados, Entreri hizo un veloz molinete, alzando ambas hojas hacia arriba.

Entreri se revolvió como un felino y convocó una nueva cortina de ceniza frente a su cuerpo. Sus dos oponentes se frenaron en el acto, a la espera de que Entreri atravesara la ceniza otra vez o, acaso, apareciera por uno de los dos lados de la barrera. Sin embargo, rápido como el rayo, Entreri se las había ingeniado para girar sobre sí mismo en el momento de crear la barrera de ceniza, de forma que ahora se encontraba justo detrás de ellos, contemplándolos con un punto de diversión en la mirada.

Al descubrirlo, Jhen gritó y se volvió en redondo. La mujer eludió el filo de Garra de Charon, pero la espada no era a ella a quien andaba buscando en aquel momento, como quedó claro cuando cercenó la cabeza de su compinche, quien seguía inmóvil, contemplando estúpidamente el muro de ceniza.

No, a Jhen le tenía reservada la daga con la empuñadura de piedras preciosas, cuya hoja clavó en su rostro cuando Jhen le hizo el favor de agacharse.

El asesino desclavó la daga y vio que a Jarlaxle a aquellas alturas tan sólo le quedaban un par de rivales, que por más señas justo corrían a refugiarse detrás de las dos cautivas.

Un tercer bandolero salía corriendo de la gruta, pero Jarlaxle se valió de su innata magia de drow para situar una esfera de oscuridad impenetrable en la salida. El hombre entró de cabeza en el globo, en cuyo interior resonó un ruido tremendo y un gemido estremecedor.

—Ese pájaro quería escaparse con mis monedas —comentó Jarlaxle.

Divertido, el asesino contempló cómo Jarlaxle se disponía a hacer frente a sus dos últimos adversarios, preguntándose si el elfo estaría dispuesto a perdonarles la vida a cambio de que dejaran a las muchachas en paz. Jarlaxle seguía inmóvil, haciendo girar el cayado delante de su cuerpo.

—¿Te has quedado sin dardos? —preguntó Entreri en el lenguaje de los drows, para que los otros no le entendieran.

—No del todo, aunque me temo que sí se han acabado las reservas de veneno —indicó el elfo.

Entreri fijó la mirada en los cuerpos que sembraban el suelo en torno a su compañero. Algunos de ellos seguían debatiéndose de un modo extraño. Veneno de drow, se dijo Entreri, reconociendo en el acto aquella característica ponzoña que tenía efectos paralizantes y debilitadores.

—¿Quieres que yo acabe con ese par de bergantes? —preguntó.

—¡Cerrad el pico de una vez y dejadnos salir de aquí! —gritó uno de los facinerosos, llevando su corto espadín al cuello de una de las jóvenes.

A Entreri no le pasó desapercibido el movimiento casi imperceptible del drow, un movimiento destinado a situarle en la posición idónea entre sus dos oponentes.

Entreri lanzó un grito y se lanzó a la ofensiva. El cayado de Jarlaxle hizo clic dos veces. Las pobres muchachas gritaron al unísono. Pero eran los dos hombres los que acababan de caer derribados, cada uno de ellos con una saeta clavada en el rostro. Uno de los bandidos consiguió rehacerse y ponerse en pie, mientras su compañero pataleaba en el suelo con un dardo clavado en el ojo.

Cuando el otro bandolero intentó volver a agarrar el brazo de la muchacha, se encontró con que Artemis Entreri había llegado antes que él. El hombre trató de clavarle la espada, pero Entreri bloqueó su arremetida una, dos, tres veces, hasta que un rápido giro de su muñeca hizo saltar por los aires la espada del facineroso. Antes de que éste pudiera pedir clemencia, si tal era su intención, o intentar luchar a puñetazos, si tan estúpido era, Entreri embistió de frente y clavó en su cuerpo ambas armas hasta la empuñadura. El bellaco se estremeció un segundo y se desplomó como un fardo.

Las muchachas seguían gritando, y a sus gritos se unían los lamentos de los heridos y agonizantes tumbados en el suelo rocoso.

—Tendríamos que irnos —sugirió Entreri con calma, volviéndose hacia su compañero, que estaba tranquilamente apoyado en su gran cayado mágico.

—Muy cierto —convino Jarlaxle, señalando la salida de la cueva, de la que habían desaparecido la esfera de oscuridad y el bandido que en ella se había metido—. ¿Nos vamos de caza?

—¿Y qué me dices de ellas? —espetó Entreri con visible desprecio, con la mirada fija en las dos muchachas.

—Nuestra acción de rescate exige que las acompañemos sanas y salvas a sus hogares —respondió el drow. Las pobres muchachas estuvieron en un tris de perder el conocimiento y caerse en redondo—. Tampoco podemos olvidarnos de Piter, claro está —agregó—. ¿Piter?

El gordo panadero salió de detrás de una gran roca situada al fondo de la caverna.

—Nos vamos, amigo —indicó el drow—. Me temo que no estoy en condiciones de traerte el horno que te prometí, así que lo he pensado mejor y voy a devolverte a tu tahona.

A Entreri se le ocurrió que ni él ni su compañero habían sacado provecho alguno de aquella larga aventura. De hecho, si al final no conseguían dar con el bergante que había desaparecido con las monedas de Jarlaxle, incluso habrían perdido dinero en la empresa. Su frustración le llevó a patear el rostro de un bandolero malherido que en aquel momento pugnaba por levantarse del suelo.

—Un poco de calma, amigo mío —recomendó Jarlaxle—. ¡Te has portado como un héroe! ¿No estás contento?

Entreri se lo quedó mirando con una mezcla de furia e incredulidad.

Jarlaxle no pudo hacer más que echarse a reír.

—¿Se muestra agradecido contigo? —preguntó Kimmuriel Oblondra, el delgado y apuesto psionicista a quien Jarlaxle había contratado para cuidar de Bregan D’aerthe.

—¿Ése? —Jarlaxle soltó una risa—. Es demasiado suspicaz y odia demasiado para permitirse semejantes debilidades. Tengo que encontrar una mujer para él, una mujer que lo ayude a relajarse.

—¿Y cómo piensas que se relajará él? ¿Matándola? —repuso Kimmuriel con abierto desdén.

—Entreri no es tan malo como piensas.

Jarlaxle contempló la pequeña aldea de pescadores en la que Entreri lo estaba esperando, aunque, por supuesto, el asesino estaba demasiado lejos para que él pudiera verlo.

—Yo creo que aún está a tiempo de enmendar sus errores del pasado.

—Con la ayuda del maestro adecuado, claro está…

Jarlaxle se volvió hacia Kimmuriel.

—¿Es que hay uno mejor? —preguntó.

—¿Qué te ha parecido el cayado? —planteó el otro.

—Un tanto complicado de cargar, pero efectivo en la batalla y divertido de usar.

—Tus encargos siempre suponen un reto agradable —dijo Kimmuriel, quien le tendió la mano, mostrándole un parche para el ojo y un sombrero de ala ancha idéntico al que Jarlaxle llevaba puesto. Éste se quitó su propio sombrero y se cubrió con el del otro, después de examinarlo un momento. Después empleó más tiempo en comparar su propio parche con el que Kimmuriel acababa de entregarle, hasta asegurarse de que incluso las costuras eran idénticas.

—¿Me ofrecerán nuevas oportunidades? —quiso saber Jarlaxle.

Kimmuriel torció el gesto, y Jarlaxle de pronto se echó a reír. ¿Es que Kimmuriel le había fallado alguna vez?

Por último, Jarlaxle quitó la pluma de su sombrero nuevo y se la entregó al otro, de quien luego tomó la pluma de su viejo sombrero, que traspasó al nuevo.

—Me gusta el pájaro bestial que uno puede convocar con esta pluma —explicó el aventurero.

—Con todo, ¿no tenías miedo de que tu compañero descubriera el secreto de tus trucos? —preguntó Kimmuriel—. ¿No es por eso por lo que acabamos de efectuar estos intercambios?

—Entreri es listo —reconoció Jarlaxle—. Pero si se ha dado cuenta de algo, de nada le servirá después de lo que acabamos de hacer, por mucho que no me hayas traído las nuevas muñequeras que te pedí.

—¿Y si estas equivocado?

El rostro de Jarlaxle se tornó tenso y amenazador por un instante.

—Encontraré una mujer para él —repuso finalmente, con una ancha sonrisa de seguridad—. Verás cómo entonces se calma un poco.

Kimmuriel asintió con la cabeza. Fascinado por la idea que se le acababa de ocurrir, Jarlaxle ni se molestó en relatar a su gran amigo las aventuras vividas en Menzoberranzan, limitándose a dar media vuelta y enfilar el camino que llevaba al pueblo.

Al poderoso Kimmuriel Oblondra le bastó un simple pensamiento para dirigirse al momento a la Antípoda Oscura.

A solas por fin, a Jarlaxle le tocaba planear su próxima aventura junto a Artemis Entreri.