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Esta edición es propiedad de

EDICIONES CERES, S. A.

Agramunt, 8

Barcelona - 23

 

Impreso en los Talleres Gráficos de EBSA Parets del Vallés (N-152, Km 21,650) Barcelona - 1982

 

P R O L O G O

 

Creo que nunca olvidaré la aventura que me tocó vivir en aquellos días.

Tal vez nunca esté autorizado a relatarla a nadie, por lo que estas notas pueden perderse para siempre, sin que persona alguna en el mundo llegue a conocer la fantástica verdad que se encerró tras aquellos agitados días de finales del año 1992, cuando todo empezó.. o terminó, no sé exactamente cómo describirlo.

Hasta ese momento, yo jamás había imaginado que pudiera llegar a viajar a través de lo imposible, de lo desconocido, en busca de algo tan asombroso e inconcebible como aquello que me correspondió buscar, en una lucha desesperada contra el reloj y contra la propia historia. Y cuando menciono esto, creo que jamás se emplearon más adecuadamente tales términos.

Pero el hipotético lector que pueda posar sus ojos, si eso ocurre alguna vez, en mis apuntes pergeñados a toda prisa cuando todavía tanto recuerdo inverosímil, tanta insólita evocación, están frescos en mi memoria, todo ello aún carecerá de sentido, pero confío en que a medida que avance en este relato de mi fantástica aventura más allá de todo lo imaginable, vaya comprendiendo las razones que me asisten para calificar de realmente excepcional la peripecia que el destino me había reservado.

Cuando ingresé en la escuela de entrenamiento del FBI, poco podía imaginar yo lo que el futuro me reservaba. Sólo pretendía dejar de ser un vulgar policía metropolitano, en la ciudad de San Francisco de California, para convertirme en un agente federal. Sabía que las pruebas eran duras y difíciles, pero ello no me arredró lo más mínimo.

Pasé el curso con satisfactorias notas, y fui aprobado como agente especial de la oficina federal de investigación en Washington, D.C. Ya era un federal, y me parecía haber alcanzado el máximo en mis aspiraciones profesionales.

 

Eran por entonces tiempos difíciles para mi país, porque aunque se habían superado momentos de crisis internacional en un cercano pasado, lo cierto era que la «guerra fría» se había recrudecido notablemente en los últimos años, y el hecho de que asistiéramos a unas nuevas elecciones presidenciales en los Estados Unidos, con la perspectiva límite de elegir entre un «halcón» y una «paloma», para definir según los tópicos en uso a las inclinaciones belicistas o pacifistas de nuestros dos candidatos a la Casablanca, no dejaba de prestar una nota de incertidumbre en el panorama mundial.

Los soviéticos veían con recelo nuestras elecciones actuales, y China permanecía agazapada en su remota distancia silenciosa, como a la espera de lo que futuros e inmediatos tiempos pudieran traer a nuestro sufrido mundo.

En ese clima inseguro y algo tenso, supe que había sido designado como uno de los encargados de la seguridad personal del presidente. No sé si se debió ello a mis buenas notas en la academia, o a que querían hombres jóvenes, atléticos y capacitados para la ardua tarea de proteger la vida del futuro presidente, una vez elegido.

Los nombres de nuestros dos candidatos de 1992, por supuesto, todo el mundo los sabe ahora, que los hechos ya pasaron, Pero yo, como si esto fuese un relato de ficción, para que si alguna vez se llega a publicar, pase como una simple novela y no un acontecimiento real, les daré nombre ficticio, que todo el mundo traducirá fácilmente, puesto que los expongo en clave bien sencilla. La verdad es que si afirmase ahora a mis futuros lectores que esto realmente SUCEDIO tal como yo lo recojo aquí en mis apuntes, en el año 1993, nadie se creería la más mínima palabra, y yo sería expulsado del FBI, catalogado como loco de remate.

Por tanto, es mejor darle un aire de ficción, de fantasía pura, de obra imaginativa que a nadie comprometa ni señale. Creo que usted, mi presunto lector de algún día futuro, y yo mismo, agradeceremos ese simple engaño. Y muchas de las personas directamente interesadas en el caso, y mencionadas en esta historia, sonreirán comprensivamente al verse retratadas aquí con nombre falso, puesto que serán las primeras en comprender que no hay otro medio de narrar los acontecimientos de aquellos terribles, tensos y electrizantes días de 1993 en la ciudad de San Francisco.

Porque todos ustedes recordarán que, tras las elecciones de noviembre de 1992, y al tomar posesión nuestro nuevo presidente de su flamante cargo, su primera visita oficial fue a la ciudad de San Francisco, que yo tan bien conocía, por haber nacido en ella veintisiete años atrás. Formé parte de su escolta en ese viaje oficial, que tenía por

objeto pronunciar un discurso trascendental de cara a la política inmediata de los Estados Unidos respecto al resto del mundo y las tensiones internacionales.

Y en eso estuvo, precisamente, la clave de todo cuanto sucedió luego. De todo lo que forma esta inaudita historia que me tocó vivir. . o no sé si soñar simplemente.

Tales son las dudas que a veces me asaltan sobre la realidad de cuanto protagonicé a partir de ese día en que el avión presidencial nos depositó en el aeropuerto internacional de San Brano.

Sólo ciertas evidencias, ciertas pruebas sutiles de que, realmente, yo viví todo aquello, me hacen comprender que no fue un sueño, después de todo. Que yo, un vulgar agente federal de escolta, fui el protagonista, el héroe oscuro y desconocido de la más fabulosa aventura que un hombre puede vivir. Porque ello me permitió conocer no sólo aquello que parece vedado a todo ser humano, sino también ir más allá de este mundo. Mucho más allá..

Pero comencemos estas notas por su auténtico principio, si bien es difícil, por no decir imposible, saber dónde empezó y dónde terminó todo, cuál fue el principio, cuál el final..

Creo que lo más razonable será comenzar por el día en que nuestro nuevo presidente, el general Walter Hartfield, pisó el suelo del aeropuerto de San Francisco, emprendiendo su marcha hacia el centro cultural de la ciudad donde iba a pronunciar su esperado discurso, televisado en directo a todo el país, y del que se vivía muy pendiente en todas las grandes capitales del mundo, especialmente en sus cancillerías, porque se esperaba una declaración de principios realmente trascendente, e incluso grave para los siguientes meses, dada la condición firme y enérgica de nuestro actual mandatario.

Ello sucedía en enero de 1993, el clima californiano era suave y soleado, y nada hacía presagiar una tragedia, al menos a escala nacional.

Sin embargo, a la vuelta de la esquina esperaba el destino adverso bajo el que íbamos a movernos todos en lo sucesivo, en una auténtica espiral de violencia, terror latente y angustia elevada a la máxima expresión imaginable.

Todo eso se inició, sin que nosotros lo imagináramos, en el instante mismo en que el avión presidencial tomo tierra en San Brano. La comitiva se encaminó desde ese aeropuerto hacia el centro urbano de San Francisco, siguiendo la interestatal 101.

Yo formaba parte de esa comitiva. Yo, agente especial del FBI Mark Randall, escolta personal del presidente Hartfield,

Y tuvo su culminación, su primera crisis, su clímax máximo — al menos por el momento —, en el instante en que una bala asesina, disparada por un magnicida

oculto en la multitud que escuchaba en silencio el discurso presidencial, se alojó fatalmente en la cabeza de nuestro nuevo presidente. .

 

CAPÍTULO PRIMERO

 

San Francisco, 1993

El disparo sonó seco, ahogado. Como suenan todos los disparos.

El presidente Hartfield estaba cerca de mí, a mi derecha, alzando su brazo en un ademán muy típico de él, cuando le vi vacilar, con un repentino gesto de sorpresa en el rostro anguloso y enérgico. Después, vi la sangre.

Sangre en su mano levantada. Sangre en sus cabellos canosos, escapando en un reguero rápido por su frente, y goteando hasta su nariz y mentón. Luego, le vi oscilar y empezar a caer. Todo eso sucedió escasamente en tres segundos, el tiempo que necesité para reaccionar, buscando mi arma y lanzándome para proteger con mi propio cuerpo al presidente que caía, apuntando a la vez hacia el público, que había iniciado un movimiento de fuga, mientras partían gritos alarmados y voces asustadas.

Borrosamente, vi correr una sombra, una figura humana entre la multitud allí hacinada.

Grité algo a otros compañeros distribuidos estratégicamente por la sala de actos del centro cultural de la ciudad donde tenía lugar la convención republicana en que exponía nuestro primer mandatario sus puntos de vista de la política internacional.

La cacería del asesino empezó, mientras oía decir torpemente a un compañero, arrodillado juntó al presidente, tras el estrado: — Esto está mal, muy mal.. La bala le hirió la mano antes de alcanzarle la cabeza. Creo que se está muriendo..

— ¡Una ambulancia, pronto! —clamó otro federal—, ¡Un médico, por amor de Dios!

Dos hombres, uno de color, y una mujer rubia, corrían hacia el estrado, sin duda porque eran médicos y atendían esa desesperada demanda de auxilio. Yo supe que no hacía nada, absolutamente nada, cubriendo a un hombre que yacía malherido, quizás mortalmente tocado, y salté sobre la gente, sin soltar mi arma, para unirme a la búsqueda del criminal. Todo era confusión en torno mío en esos momentos.

 

Me abrí paso con dificultad, por entre la gente que se movía en oleadas, sin saber siquiera cómo alcanzar las salidas del recinto, pese a las recomendaciones de serenidad y calma que se distribuían por los altavoces. Me reuní con dos compañeros míos en una de las salidas, y uno de ellos me señaló hacia la parte trasera del edificio.

— ¡Por allí, ha escapado por allí! —jadeó—. ¡Es un tipo alto y rubio, pude verle bien! ¡Ha herido a un policía municipal para escapar!

Era cierto. Vi que un grupo de gente atendía a un policía de uniforme, tendido en el suelo, con su camisa ensangrentada a la altura de los pulmones. Sentí verdadero odio hacia aquel desconocido que había sido capaz ya de poner en peligro dos vidas en un solo instante. Y tal vez muchas más, si aquel magnicidio tenía consecuencias a nivel mundial.

— Debe de estar loco —jadeó otro compañero, que acababa de hacer dos disparos hacia el exterior, sin aparente resultado positivo—. Tenía los ojos vidriosos, desorbitados.

— El mundo entero está lleno de locos —comenté, sin dejar de correr—. Pero nunca se matan ellos mismos, sino que asesinan a los demás..

Alcanzamos el exterior, tras salvar las cocinas y dependencias de servicio del local elegido por el residente para su trágica conferencia. Algunos periodistas deambulaban por allí, como desquiciados, tirando fotografías o filmando algo coherente para sus noticiarios. La confusión en la calle, era enorme también. Sin duda, la radio y la televisión habían transmitido ya con detalle los trágicos sucesos del interior.

Buscamos en vano un rastro del asesino. Un cordón de agentes situado en torno al edificio, como medida de seguridad, nos detuvo, con sus metralletas en ristre, hasta que vieron nuestras tarjetas de identificación. Parecieron tan perplejos como nosotros mismos.

— ¿Qué buscan por aquí? —quiso saber un oficial—. No ha pasado nadie en absoluto.

— No puede ser —rechacé vivamente—. El agresor del presidente ha huido por este lado, todos pudimos verlo.

— Pues habrá cambiado de trayecto por el camino —sostuvo el oficial con energía—. Aquí somos una docena y tenemos los ojos abiertos, amigo. No hemos visto ni rastro de nadie.

Nos miramos mis dos compañeros y yo. Aquello no era posible, sencillamente.

Creo que todos pensábamos lo mismo o aquellos policías estaban chiflados, o lo estábamos nosotros.

 

La calle que venía desde el centro cultural no tenía otra salida que aquélla. No había ventanas ni puertas, ni abertura alguna accesible en los dos muros de alta superficie de ladrillo. Era como si se hubiera evaporado en el vacío.

— Infiernos, volvamos —refunfuñé de mala gana—. Ellos tienen razón. Nadie puede burlar a doce hombres armados en línea. Ha debido encontrar alguna salida que nosotros no advertimos, maldita sea.

Regresamos apresuradamente, encontrándonos con otros dos agentes que venían tras de nosotros. Tampoco ellos habían visto la menor señal del fugitivo. Y

menos aún de una posible salida para su fuga. Nos paramos, desconcertados, en medio de la calle sin salida que iba a morir en la hilera erizada de fusiles ametralladores.

— Tal vez tenga alas —bromeó un compañero, con pésimo sentido de la oportunidad para mostrar su sentido del humor.

Le fulminé con la mirada. Los altavoces emitían música militar, marchas americanas, sin dar información alguna. En las pantallas de televisión que pudimos vislumbrar por una vidriera, seguía hablando un locutor excitado, sobre imágenes reproducidas del momento del magnicidio, a cámara lenta. Me mostré irritado.

— No ha podido escapar en modo alguno —señalé.

— Pues parece que lo hizo —me objetó un compañero, ceñudo.

— Busquemos de nuevo. Id vosotros por ese lado y nosotros por éste —dividí las fuerzas por ambos lados de la calle bloqueada—. Tiene que haber una salida aunque no la hayamos visto la primera vez.

— No sé dónde.. —refunfuñó uno de mis camaradas, entre dientes, alejándose de mala gana a cumplir su misión.

Me disgustó su poca disposición para trabajar en busca de un asesino, pero al final casi me vi obligado a darle la razón. No había salida alguna accesible en la calle.

Pero el asesino no estaba allí. Un par de helicópteros de la policía local sobrevolaban repetida e insistentemente la zona. Les hicimos señas claras, señalando los dos altos muros, por si nuestro perseguido era un alpinista y había subido una de aquellas paredes con la rapidez del rayo. La respuesta de los pilotos fue negativa. Allí no había tampoco huella alguna del fugitivo.

Sencillamente, lo habíamos perdido. De un modo absurdo e inexplicable, pero lo habíamos perdido, ésa era la escueta y desagradable verdad.

Me sentí realmente desmoralizado ante lo incontrovertible de nuestro fracaso.

Dejé a dos agentes de vigilancia en la calle, aunque ignoraba para qué, y volví al interior del edificio. El vicepresidente y el secretario de Justicia escucharon mi

explicación con gesto tan perplejo como era de suponer. Supe por ellos que el presidente había sido ya evacuado, pero que su estado era de extrema gravedad, y mínimas en principio las esperanzas de salvar su vida, ya que tenía alojada la bala en el cerebro. De momento, el vicepresidente iba a ocupar el vacío de poder, siguiendo los cauces constitucionales, a la espera de acontecimientos.

En cuanto al pobre agente municipal herido por la magnicida en su fuga, había muerto segundos antes. Las noticias, por tanto, no podían ser peores.

— Ese hombre tiene que aparecer como sea —oí decir al secretario de Justicia muy excitado—. No puede escapar alegremente de un lugar tan vigilado, sin dejar la menor huella de su paso.

— Dios mío, esto es una conspiración, una horrible conspiración contra la democracia americana —se lamentaba el vicepresidente, con una angustia que casi me pareció grotesca en aquel trance—. ¿Habrá sido una maniobra soviética para llevarnos a una crisis externa?

Nadie se dignó responderle, en primer lugar porque ninguno teníamos respuesta a sus interrogantes. Y en segundo lugar, porque la psicosis de «guerra fría»

que había vuelto a establecerse en el mundo en jaque, justo a las puertas de la inevitable conflagración mundial, tampoco era tan elevada ahora como lo fuera en otros lejanos tiempos de personajes tan siniestros como Foster Dulles o tan inútiles como el presidente Eisenhower.

Eran otros tiempos, y a pesar de las tensiones internacionales, en 1993 vivíamos una época de cierto relajamiento político en el mundo, tal vez porque ni a unos ni a otros les interesaba volver a verse al filo del abismo, como en aquellos dramáticos tres años que habían quedado atrás, que con el nuevo presidente parecían tan remotos como tristes y necesarios de olvidar, pensando en tiempos mejores.

— Yo más bien me inclinaría por pensar en un complot de los «halcones» de siempre —apuntó, no lejos de mí, un alto mandatario de la CIA, adscrito también a los sistemas de máxima seguridad que habían circundado al presidente con tan nulos resultados.

— ¿Los «halcones»? —repitió el secretario de Justicia encogiéndose de hombros—. Ese siempre ha sido un término muy ambiguo. Yo sigo pensando que los peores enemigos de la paz mundial están fuera de nuestras fronteras y no dentro.

Suspiré, no queriendo oír más. Ya estaban los patrioterismos y los prejuicios de siempre en danza. Si seguíamos así, los rusos terminarían por ser los obligados culpables del magnicidio, aunque éste lo hubiese cometido un loco aislado, uno de esos fanáticos que tan tristemente abundan en nuestra sociedad. Personalmente,

dudaba mucho sobre la posibilidad de un complot del Kremlin para asesinar al presidente, entre otras cosas porque éste se había mostrado en todo momento, incluso durante su campaña electoral, dispuesto a distender relaciones, a buscar acuerdos y pactos, y alejar de una vez por todas al fantasma de la guerra, aunque fuese desde una posición de extrema firmeza y decisión.

Puede que yo no estuviera en lo cierto, y sí aquel político que, al frente del departamento de justicia, aseguraba que la mano homicida tenía su origen en Moscú.

Puede. No soy infalible ni me creo un Sherlock Holmes de las fronteras del siglo XXI.

Pero presumo de tener cierto instinto para las cosas, llámesele corazonada o lo que sea.

Claro que arreglado voy si me fio de mis corazonadas. En aquellos momentos, jamás hubiese podido mi instinto imaginar lo que me esperaba, ni la clase de locura en que estaba a punto de sentirme inmerso, y que había comenzado con un disparo, con una bala alojada criminalmente en el cráneo del presidente Hartfield.

Algunos compañeros venían del callejón y otros de la parte delantera del edificio cultural, por si el asesino había realizado alguna maniobra imprevista y nada plausible por otro lado.

Vi sus rostros defraudados, sus gestos de resignado fracaso, y me estremecí.

— ¿Ha escapado? —murmuré.

— Así es —convino uno de ellos.

— Pero.. ¡no puede ser! —protesté.

— Ya lo sabemos. Sin embargo, no está allí, Mark. Se ha registrado todo totalmente.

Me quedé absorto. Hasta entonces, había tenido la remota esperanza de que un refugio oculto, un lugar insospechado, acogiera al agresor. Pero yo sabía cómo hacían su trabajo mis compañeros. Si ellos decían que lo habían registrado todo hasta el fondo, es que era así, sin lugar a la más leve duda.

Pero el magnicidio y los disparos no habían sido una ilusión de nuestros sentidos. Un presidente de la nación agonizaba en una ambulancia o en un hospital en estos momentos, y un policía había muerto al pretender frenar la huida del asesino.

Un hombre alto, rubio, de ojos dilatados, según descripciones de testigos presenciales, había huido de allí tras cometer su doble crimen.

Por tanto, tenía que estar en alguna parte, ya que el cerco policial era estrecho, no había podido utilizar ningún vehículo para franquearlo, y los helicópteros tenían una visual perfecta de la zona acordonada.

Sin embargo, el criminal había desaparecido.

 

Las siguientes horas estuvieron dedicadas íntegramente a batir toda la ciudad de San Francisco, en especial el distrito donde se cometiera el atentado, mientras la radio y la televisión daban noticias constantes sobre el suceso, informando del estado crítico del presidente, que estaba siendo intervenido quirúrgicamente en esos momentos, a vida o muerte. No había boletines médicos por el momento, pero parecía confirmarse que el paciente estaba en coma profundo, aunque se mantenían las constantes vitales mínimas. Todo eso, no sonaba precisamente a tranquilizador para nadie.

Los periódicos lanzaban ediciones especiales con gran alarde tipográfico, que la gente arrebataba de los vendedores de diarios con avidez. Todo el mundo se preguntaba lo mismo: ¿qué iba a ocurrir ahora?

Me asignaron un servicio especial, uniéndome a una brigada de búsqueda, una más de las que infestaban la ciudad por doquier, asignándome una de las zonas próximas al centro cultural donde tuvieran lugar los hechos. Con varios agentes de la policía local, con compañeros míos del FBI y unos especialistas de los comandos operativos, iniciamos una batida tan minuciosa que ni un alfiler hubiera escapado a nuestra revisión.

El asesino continuó sin dar señales de vida en parte alguna.

Varias personas, arrestadas por un parecido con el culpable, fueron paulatinamente liberadas sin cargos, ya que se demostró sobradamente que ninguno de ellos había podido ser autor del disparo. Las pruebas de parafina en la piel de sus manos, para detectar indicios de pólvora, dieron en todo momento resultado negativo, entre otros muchos indicios que probaban su total inocencia.

Regresé a mi casa con una tremenda impresión de importancia, frustración y cólera mal controlada.

Vivía solo en un pequeño y confortable apartamento de Russian Hill, que pagaba el FBI durante aquella estancia en San Francisco para proteger al presidente. Había rechazado la vida de hotel, limitándola a mi obligada convivencia de servicio junto al presidente. Ahora que él estaba agonizando en un centro médico, tanto daba estar en el hotel como en casa. Y opté por mi casa para tomar un trago y pensar, tumbado relajadamente en un sofá, con la mente perdida en mil disquisiciones que no conducían a ninguna parte, por desgracia para mí. Y, sobre todo, para el propio presidente Hartfield, con su vida pendiente de un débil hilo quebradizo, ni para los servicios de seguridad federales, burlados y escarnecidos hasta el ridículo por un solitario individuo.

 

Me quedé dormido de puro agotamiento psíquico más que físico. Pese a cuanto había trabajado últimamente, tanto en proteger inicialmente al presidente, como en buscar después a su agresor, era mayor mi fatiga mental que la puramente muscular.

Lo cierto es que me quedé dormido. Y tuve un sueño, como Alicia al dormirse al borde del río y ver al conejo blanco de ojos rosados, lamentándose de que iba a llegar tarde a i alguna parte.

Soñé. . o creí soñar. Aún no estoy seguro de muchas cosas.

Lo único cierto, es que cuando abrí los ojos, ellos estaban allí.

No sé cómo habían entrado, ni de qué forma llegaron hasta mi apartamento de Russian Hill. Pero estaban allí.

Me miraron cuando abrí los ojos. Y yo les miré a ellos.

No entendí nada. Pensé que era un sueño. O una alucinación.

Ellos, sin embargo, dijeron algo.

El habló con calma, con la mayor naturalidad del mundo: — Hola —dijo.

Y ella añadió, con una leve sonrisa:

— Buenas noches, señor Randall.

Naturalmente, yo no les había visto en mi vida antes de ahora. Traté de saltar del sofá, correr a por mí revólver, colgado de una silla con una funda sobaquera.

— Es inútil —dijo él con una apacible mueca en su rostro— No podrá usar su arma. No lo intenté.

Pero yo soy muy obstinado. Y no iba a dejarme convencer por aquel desconocido.

Lo intenté.

Y no salió bien, la verdad.

 

*

 

No. No salió nada bien.

Pude incorporarme y llegar hasta el arma. Nadie me lo impidió. Ellos seguían estudiándome atentos, aunque algo displicentes, como quien observa a un insecto inofensivo, disgustado porque ese insecto se solivianta ante sus intenciones.

Cerré los dedos en torno a la fría culata del arma de fuego. Empecé a volverme hacia ellos, con la pistola en la mano. Es todo lo que hice.

A él le bastó un gesto breve, una mirada. Noté que mi mano diestra parecía volverse de mármol, de puro granito. Algo, no sé qué, la había paralizado. Pesaba

como si fuera de plomo. No pude apretar el gatillo. Ni siquiera apuntar a mis visitantes. Dejé caer el brazo. Pendió a lo largo de mi cuerpo. Los dedos estaban atrofiados. Soltaron el arma. Le oí golpear la moqueta sordamente.

— ¿Qué me han hecho? —mascullé—, ¿Una droga?

— No hizo falta —sonrió él más ampliamente—. Basta con ciertas facultades mentales, señor Randall. Es elemental.

— ¿Elemental? No lo entiendo. ¿Qué hacen ustedes aquí?

— Ya nos ve. Hemos venido a visitarle.

— Las visitas acostumbran a anunciarse.

— Nos pareció innecesario. No somos una visita de cumplido ni rutinaria, puede estar seguro.

— ¿Cómo entraron? fíe cerrado con pestillo y doble vuelta. Oh, ya entiendo: alguna ventana..

— No hizo falta —negó ella con cierto desdén—. Una puerta cerrada no significa demasiado para nosotros, después de todo.

Les miré con mayor atención, preguntándome si aquella pareja estaba loca o era yo quien no andaba muy bien de facultades mentales.

No tenían aspecto de filtrarse por las paredes. De fantasmas, nada. Eran jóvenes los dos. Esbeltos, arrogantes. Dos bellezas físicas, sin duda. El, viril y hermoso de rostro y cuerpo, con armoniosa figura. Vestía un traje normal, de color azul oscuro, corbata y una buena camisa de seda cruda. Ella era levemente rubia, de cabello color miel, ojos pardos y boca carnosa. Figura casi delgada, pero con formas bien dibujadas por un vestido de lana ceñido a su cuerpo. Largas y bonitas piernas. Aire distinguido y mirada perspicaz e inteligente.

— ¿Quiénes son? —pregunté, por preguntar algo.

— Yo me llamo Cord —respondió él.

— Yo Val —añadió ella.

— Cord y Val —repetí—. ¿Sólo eso?

— Sólo eso. No hace falta más.

— Mi nombre es Mark Randall y soy agente del gobierno. Soy la ley. ¿Van a decirme por qué se han metido en mi casa de este modo?

— Sabemos quién es: Mark Randall. Veintisiete años. Natural de Nueva York.

Criado y educado en esta ciudad de San Francisco. Antes de ingresar en el FBI, fue policía metropolitano aquí. Hijo de Mark y de Mildred Randall. Ambos muertos.

Soltero. Le gustan las rubias y la buena comida, especialmente los mariscos y buen

vino blanco. Aficionado al básquet. Buen tirador y notas brillantes en la academia federal.

Empecé a preocuparme, la verdad. Habían descrito mi identidad con la misma fría e impersonal precisión con que lo podía hacer una computadora. Les observé, receloso. No tenían aspecto de espías rusos, ciertamente. Su inglés era correcto, aunque esto último no significara gran cosa por sí solo.

— ¿Quién les contó todo eso de mí?

— El ordenador.

— ¿Qué ordenador?

— Es igual —sonrió — . No lo entendería. Como ve, sabemos quién es usted con toda exactitud, Randall. No necesita molestarse en explicárnoslo.

— Todo esto es muy sospechoso. Esos nombres suyos.. Cord y Val. No son corrientes. Su modo de paralizar mi mano armada y obligarme a soltar mi arma..

¿Qué harían si pretendiera gritar, pedir auxilio o algo así?

— Impedirlo —sonrió ella—. No tiene motivo para pedirlo. No vamos a hacerle nada.

— Aún así, lo voy a intentar. A ver si es cierto que pueden también evitar eso.

— No lo intente —avisó él—. Tenemos que impedir que nadie nos moleste. Es vital.

— ¿Vital para quién? —me preguntó —. ¿Para ustedes dos?

— Para todos. Para usted, para nosotros.. y para todo el mundo. No complique las cosas. Sólo hemos venido a hablar con usted, Randall.

— El procedimiento no me gusta. Voy a gritar. Acudirá la gente. Y la policía.

Abrí la boca. Es todo lo que hice. No brotó sonido alguno de ella. Y eso que lo intentaba con todas mis fuerzas. La mirada de los dos estaba fija en mí, con desdeñosa apariencia de reproche. No hacían nada. No se habían movido. Pero yo no podía gritar. Mis cuerdas vocales estaban paralizadas, como antes lo estuviera mi mano armada.

Lo intenté repetidas veces con igual resultado. Esforzaba mi garganta, pero en vano. Al fin respiré hondo. Malhumorado, incliné la cabeza. Hice un gesto con mis brazos como dándome por vencido.

— Está bien —suspiró el hombre llamado Cord—. Hable de nuevo, Randall.

— Me rindo —noté con alivio que mi voz salía de nuevo normalmente—. No entiendo cómo lo hacen, pero lo cierto es que lo hacen. Siéntense. Hablaremos, puesto que así lo desean. ¿Quieren tomar algo?

— No, gracias —rechazó él.

 

— No, tampoco —añadió ella—. No tiene que guardar cumplidos con nosotros.

Esta es una visita muy especial. Una embajada peculiar, Randall. Muy peculiar.

— ¿Embajada? —repetí, perplejo—. ¿De quién? ¿Qué representan ustedes, exactamente?

— Nada de lo que puede imaginar. Ni somos extranjeros, ni simbolizamos autoridad alguna que no sea la misma que usted por sí representa: la ley, igual para todos los ciudadanos civilizados.

— ¿La ley? ¿Qué clase de ley representan ustedes, que les permite un allanamiento de morada en toda regla?

— Digamos que renunciamos a ciertos trámites y aprovechamos unas determinadas condiciones que nos son favorables para hacer las cosas a nuestro modo con un único propósito: ganar tiempo, hacer las cosas lo antes posible, para evitar que lo irremediable lo sea realmente.

— No entiendo una palabra —confesé, aún receloso de aquella extraña pareja llegada a mi casa por medios tan poco ortodoxos y claros.

— Lo entenderá más tarde; si es que su imaginación se lo permite, Randall — dijo Gord, sentándose tras hacerlo su gentil compañera — . Tratemos de hablar lo más brevemente posible de nuestra embajada. Luego será el momento de que usted resuelva por sí mismo la decisión a adoptar.

— Muy bien —acepté. Les escucho. ¿Por dónde empiezan?

— Creo que lo mejor será por el principio. Por nuestro viaje hasta aquí.

— ¿Viaje? Creí que vivían en San Francisco.

— En cierto modo, así es —sonrió él.

— ¿Entonces...?

— Pero no el San Francisco que usted conoce, Randall.

— ¿Hay algún otro?

— Eso sería muy relativo de concretar. Digamos que venimos de otro San Francisco. Y que el viaje ha sido largo. Muy largo. Y difícil.

— ¿Con qué motivo han hecho ese viaje?

— Con el de verle a usted, Randall,

— ¿A mí? ¿Quién soy yo, para justificar esas molestias?

— El hombre que puede ayudarnos. Y ayudarse a sí mismo.

— Sigo sin comprender una sola palabra.

— Usted es un agente federal. Se cuidaba de la custodia personal del presidente de los Estados Unidos, general Walter Hartfield. Pero fracasó en eso. El general está ahora agonizando en un quirófano.

 

— Eso lo sabe todo el mundo. Lo dicen los periódicos, lo dice la radio y la televisión. Todos fracasamos en la misión de protegerle, lo confieso. Pero mi culpa no es mayor ni menor que la de los demás.

— Es posible. Sin embargo, el ordenador le eligió a usted.

— ¿Otra vez ese ordenador? —me irrité.

— Así es. Mark Randall fue escogido entre muchos otros nombres de agentes del FBI, la CIA, la policía metropolitana o los restantes servicios de Seguridad del Estado.

Por eso estamos ahora aquí. El ordenador no acostumbra a equivocarse.

— ¿Qué pretenden de mí? Todo esto me suena a algo turbio, confuso, quizás incluso ilícito.. Si es así, habrán perdido su tiempo y su viaje.

— Por el contrario, Randall. Nada más lejos de la verdad que lo que usted sospecha de nosotros —suspiró Cord—, Hemos venido a evitar males terribles para todos. Creo que solamente usted y nosotros podemos conseguirlo. Y no va a ser fácil.

— ¿Por qué no concretan de una vez? ¿Quiénes son ustedes, exactamente, a qué han venido, y de dónde proceden en realidad?

— Ya se lo he dicho en parte: somos Cord y Val, embajadores de algo que para ustedes sonará a imposible. Hemos venido a solicitar su ayuda. Y en cuanto a nuestra procedencia. .

— ¿Sí? —enarqué las cejas, y les miré fijamente, ante su pausa intencionada.

Cord respiró hondo. Meneó la cabeza, con un destello de astucia y de ironía en sus ojos.

— No sé si podrá creerlo, Randall. Pero nosotros.. venimos del futuro.

 

CAPÍTULO II

 

El futuro.

Me quedé de una pieza. Y no me lo creí, naturalmente.

Les miré pensativo, preguntándome qué clase de broma pesada era aquélla. Les vi la expresión totalmente seria.

— No me gustan las tomaduras de pelo —gruñí.

— Sabíamos que diría eso —murmuró Val, con tristeza—. Sin embargo, Cord le ha dicho la pura verdad. Venimos de otro lugar en el tiempo. De muy lejos.

— Eso no tiene sentido. O quieren mofarse de mí.. o son una pareja de chiflados.

— ¿Cree que alguien que se burlara de usted podría desarmarle sin violencia e impedirle gritar cuando lo desea? —sugirió Cord.

— Existen explicaciones plausibles para todo eso: fuerza extrasensorial, sugestión e hipnosis, parapsicología. .

— Nada de eso se utilizó en usted, salvo acaso lo primero: fuerza extrasensorial, poderes que ustedes conocen pero que aún no dominan.

— Eso no prueba que ustedes vengan del futuro —rechacé.

— De acuerdo. Eso no lo prueba, ahí tiene razón usted, Randall. Pero es la verdad. Vea esto. Quizás le convenza.

Me tendió algo. Lo tomé. Era una especia de tarjeta de identificación codificada, con perforaciones, banda de detección electrónica y todo eso. Material plástico o metalizado. Rectangular, blanca y brillante. Una fotografía tridimensional, impresa no sé cómo, presentaba a Cord de uniforme.

Ere un raro uniforme el suyo, de color negro brillante, con distintivos plateados.

Leí al pie del documento, suscrito simplemente a nombre de Cord, sin más, una serie de cifras y letras, sin duda su número de código. Y una fecha:

Washington, D.C., 1 de enero de 2340

 

— ¡Qué disparate! —murmuré, asombrado, dando vueltas a aquella identificación en mis manos—. Faltan casi cuatro siglos para esa fecha..

— Así es. Exactamente, trescientos cuarenta y siete años, Randall —sonrió Cord—. Como ve, para entonces usted llevará muchos años muerto. Y nosotros, ahora, todavía no hemos nacido. Curioso, ¿no? Incluso nuestros tatarabuelos están aún por nacer. Vea el dorso, se lo ruego.

Giré la cartulina, plástico o lo que fuese. Atrás, una banda azul brillante, ostentaba otras cifras en relieve. Y una firma indeleble, en tinta fluorescente. Leí sobre todo ello el cargo del tal Cord según aquella credencial:

Jefe de la División de Seguridad Especial de los Estados Unidos de América.

 

— Tiene gracia como juguetito —comenté, irónico, devolviéndole la tarjeta—.

Parece una tarjeta de crédito. Pero hace su efecto. Lo que no entiendo es cómo imprimieron una fotografía tridimensional. Parece tener profundidad.

— Es la estereofoto —explicó con aire aburrido Cord—. Algo corriente ya en mis días. La División de Seguridad Nacional, o NASED, como se la llama habitualmente en el siglo XXIV, fue fundada para cuidar por encima de todo de que nuestro país no sufra ninguna forma de agresión interior o exterior de tipo fuera de lo común. Como por ejemplo, un ataque cósmico, una invasión extraterrestre, una plaga artificial provocada por una potencia extranjera mediante armas bacteriológicas o químicas, o un ataque a través del tiempo o el espacio. . o de ambos a la vez.

— No creo una sola palabra —manifesté con enfado. Miré a la bella Val—, ¿Y

usted qué es, en tal caso? ¿Una agente femenina de seguridad, o la novia de Cord solamente, en un pintoresco viaje de novios al pasado?

— Búrlese cuanto quiera, Randall. Pero le responderé seriamente. Soy agente de NASED, por supuesto. No me liga lazo alguno a mi compañero Cord, si se refiere a eso.

He sido elegida para esta misión por el ordenador, lo mismo que Cord.

— Ya volvió el famoso ordenador —sonrió irónico—. Sin duda deben guiarse todos por él, como en los relatos de ciencia ficción barata.

— Si se refiere a que el ordenador dicta nuestras normas y leyes, se equivoca — suspiró Cord, moviendo negativamente la cabeza—. El es solamente una forma de seleccionar al personal adecuado y de adquirir la información precisa. Así hemos llegado a usted. Y contábamos ya con su incredulidad. Por eso venimos preparados.

Val, creo que es tu turno.

 

— Sí, no habrá otro remedio —musitó ella, con indiferencia.

Les estudié, receloso, al ponerse Val en pie. Su esbelta y grácil figura se movió hacia mí. Temí que me hiciera alguna otra demostración de magia aplicada o de simple sugestión, para deslumbrarme, y me propuse mantenerme firme ante cualquier truco fácil y engañoso. Aquella pareja comenzaba a irritarme. Su historia era delirante.

— Sabemos que el presidente ha sido herido de muerte — dijo Cord suavemente, entretanto—. Y que su agresor ha escapado. ¿Cómo cree que escapó, después de disparar, estando rodeada toda la zona?

— No lo sé. Si me da usted la respuesta, empezaré a creerles — dijo, sarcástico.

— Claro que se la puedo dar. Pero no le servirá de nada, porque no va a aceptarla. El agresor escapó.. a través del tiempo. Como nosotros hemos venido a su época, Randall.

Me eché a reír. Val estaba ya en pie ante mí. Vi que metía la mano lentamente en su descote, y me imaginé que no iba a hacer allí un strip-tease para demostrarme cómo se desnudaba una mujer en el siglo XXIV.

— Muy ingeniosa forma de evadirse —comenté—. ¿Cómo no se nos ocurrió antes?

— Lo peor no es que haya utilizado ese medio para escapar. Ni que usted no lo crea. Lo terrible es que, en estos mismos momentos, Garko Weld va hacia otro lugar del mundo para asesinar a otro importante político. Eso significará la guerra mundial.

Y el fin del mundo que usted y yo conocemos, Randall.

— ¿Garko Weld? —repetí.

— Es el nombre del asesino que están buscando, el magnicida del centro cultural. Raza blanca caucasiana, pelo rubio, ojos azules, seis pies casi de estatura, ciento setenta libras de peso, un lunar bajo su oreja derecha, una cicatriz en el labio superior, en forma de arco, y una ligera cojera de la pierna izquierda, a causa de una vieja herida. Treinta y seis años. Norteamericano de origen europeo, posiblemente eslavo. Sin familia conocida. Psicópata peligroso, muy agresivo y cruel, fanático y mesiánico, intérprete de la Biblia a su manera. Ese es el hombre, Randall. Tome nota de los datos. Algún día podrá comprobarlos.

Le miré fascinado. Era increíble la imaginación de aquel tipo para inventar cosas, o conocía al tal Garko Weld como si fuese su propio hermano. Eso, suponiendo que se llamara realmente así el magnicida.

 

Val habla sacado algo de su descote, pero no lo que yo imaginaba. Sus bien formados senos, jóvenes y firmes, permanecían bajo la lana, sin necesidad de sujetador alguno, a lo que se veía, para mantenerse erguidos.

Lo que tenía en su larga y sensitiva mano de dedos gráciles, era un pequeño dispositivo, una especie de tubo achatado y del diámetro de un catalejo, en color negro, y dotado de lentes en ambos extremos. Me lo tendió con una sonrisa.

— Vea esto —dijo—. Espero que le baste.

Lo tomé, escéptico. Lo apliqué a mi ojo, cerrando el otro, y miré aquella especie de diminuto caleidoscopio.

Confieso que vi algo como jamás pude imaginar.

Vi.. el futuro.

El futuro de donde, sin duda, venían Cord Y Val.

 

*

 

— Es.. , es increíble —manifesté al final, sobrecogido.

Me miraron los dos casi compasivamente. Tenían razón para ello. Creo que estaba pálido, demudado. Había tenido que servirme un doble whisky y tomármelo de un trago. Me temblaba la mano que llevó el cigarrillo a mis labios.

Les ofrecí a ellos. Negaron con una sonrisa, moviendo la cabeza.

— En nuestra época ya no se fuma —dijo Cord—. Era una mala costumbre de otros tiempos, como pudo serlo el rapé hace años para usted, Randall. Tampoco se ingiere ya alcohol. Existen cosas mejores y más saludables para la condición humana.

No me atreví a decir nada. Ya no podía negar. Ni burlarme de ellos. Estaba demasiado anonadado para ello, la verdad.

Había visto el futuro. Y eso bastaba para mí. Nadie hubiese podido inventarse algo así. Nadie tenía medios para fingir lo que yo había contemplado a través de aquel pequeño adminículo, en una sucesión de imágenes vivas, palpitantes casi, filmadas en relieve. Ciudades y edificios de otro tiempo muy distinto, gentes de otras costumbres, con ropas inimaginables, vehículos insospechados, maniobras militares de ejércitos dignos de un colosal filme de fantasía científica, astronaves fabulosas, interiores de viviendas y establecimientos que ya en nada se parecían a nuestros hogares..

Eran los Estados Unidos, sí. Era San Francisco. Eso se podía identificar aún. Pero todo lo demás, no era de este tiempo. No era posible ni preverlo. En casi tres siglos y medio, el mundo había avanzado mucho, quizás demasiado para una rutinaria mente del siglo XX como la mía. Pero echando la vista atrás, hacia el mil seiscientos al mil

setecientos, supongo que igual hubiera pensado de nosotros un ser de esa época, brutalmente enfrentado a automóviles, naves del espacio, lanchas a motor, automóviles modernos, transatlánticos, rascacielos, submarinos, televisión y todo cuanto simbolizaba nuestra era del progreso.

Al lado de todo esto, sin embargo, lo que aquellas imágenes en movimiento, estereoscópicas y en bellísimo color natural, que pasaron ante mis ojos durante casi veinte minutos, habían sido como un mazazo demoledor sobre mi cerebro y mi razón.

— No hubiera querido enfrentarle tan bruscamente el futuro, Randall —se excusó Cord, mirándome comprensivo—, Pero usted nos obligó a ello. Incluso era posible que considerara todo eso como una burda filmación cinematográfica llena de trucos.

— No, no es posible —rechacé—. Sé lo que es una filmación trucada, sé lo que es una maqueta, un juego de fotografías y de efectos especiales. Ahí no hay nada de eso.

Todo es real. Increíblemente real.

— Así es. Por eso le dije que veníamos de otro San Francisco que no era éste. El tranvía de cable desapareció hace siglos de sus calles. El puente del Golden Gate es hoy una reliquia para visitantes. Ha visto cómo puede viajar la gente, volando de forma individual sobre las calles y sobre el mar, la clase de navíos que flotan sobre las aguas, las aeronaves que surcan los cielos...

— Sí. Lo he visto todo. Absolutamente todo. Incluso conciertos, al aire libre, desfiles marciales, deportes de su época.. Es un documento sobrecogedor.

— Que sólo usted verá. Nadie puede saber quiénes somos ni de dónde venimos.

Pero sepa que en estos momentos, tendremos que comenzar a actuar a toda prisa, Randall.

— Actuar. ., ¿cómo? —pregunté, perplejo.

— De la forma que el Ordenador ha previsto al seleccionarle como nuestro colaborador en esta misión trascendental. — Sabe dónde se dirige ahora el magnicida, Garko Weld?

— No. ¿Adónde?

— A Moscú. Llegará a tiempo para asesinar al premier ruso. Eso significará la guerra con los Estados Unidos. Porque el asesino se probará que es norteamericano.

Es lo que Weld busca: el holocausto final. Y va a conseguirlo.

— Eso es imposible.

— ¿Por qué imposible? —Cord me miró muy fijo.

— Ustedes vienen del futuro, ¿no? Eso significa que el futuro EXISTE. Si existe un futuro, es que el mundo existe. Y seguirá existiendo. No habrá holocausto.

 

— No lo entiende, Randall. Garko Weld es un fugitivo de nuestra época. Escapó en el tiempo, cuando consiguió el secreto sólo reservado a nosotros, unos pocos del NASED. Viajar en el tiempo va contra la ley. Es un peligro excesivo, amo se está demostrando con Weld, cuando un hombre sin escrúpulos atraviesa esa barrera y va al pasado o al presente. Weld tiene medios sofisticados suficientes para provocar la guerra nuclear y el holocausto total de la raza humana, Randall. Y eso es lo que va a hacer ahora, asesinando al primer ministro de la URSS, como antes hizo con el presidente de los Estados Unidos. El mundo desaparecerá.. y nosotros jamás volveremos ya a nuestra época si eso nos sorprende aquí. Pero si regresamos.. será como volver a la nada. Porque nu nca existiremos si Garko Weld cambia el curso de la historia.

— ¿Se puede alterar lo que ya ha ocurrido? —dudé.

— Se puede alterar, cuando un loco rompe las normas establecidas y salta la barrera del tiempo. Estamos ante ese a lema trágico. Va en ello sus vidas y las nuestras, el presente y futuro de la humanidad.

— ¿Cómo puede viajar Weld a la URSS sin ser detectado por los sistemas de seguridad?

— Ya lo sabrá a su debido tiempo. Igual que escapó de un cerco absoluto. Posee medios sofisticados, robados del futuro, para realizar sus planes de exterminio mundial, su sueño mesiánico del Apocalipsis imaginado por su mente enfermiza. Esos medios le han permitido llegar aquí, herir de muerte al presidente y huir luego, para dirigirse, en su momento, a la URSS.

— ¿Cuándo planea efectuar ese atentado? —indagué.

—Justamente dentro de veinticuatro horas, según nuestro ordenador.

— ¡Veinticuatro horas! Es muy poco tiempo..

— Lo sé. Ya le dije que no disponíamos de mucho. Paradójicamente, esa dimensión temporal que nos sirve a nosotros para viajar en pos de un asesino loco y totalmente insólito, es nuestro peor aliado en estos momentos.

— ¿Y qué esperan que pueda yo hacer para ayudarles a l ustedes, personas que poseen medios especialmente sofisticados, y recursos como ningún policía de nuestra época podría imaginar?

— En primer lugar, tendrá que prepararse para viajar, si , quiere colaborar a que el mundo no sea exterminado y, tal vez, con un poco de suerte, impedir, incluso, que muera su presidente, ahora en estado preagónico.

— ¿Evitarlo? —parpadeé—. ¿Cómo?

 

— Logrando que ese magnicidio de hoy nunca llegue a suceder — sonrió mi extraño visitante.

— Si ya ha sucedido, ¿de qué modo podría yo impedir que sucediese? —indagué.

— Se lo explicaré en su momento. Antes, está ese viejo de que le hablé. Tendrá que venir con nosotros, Randall.

— ¿A Moscú? —desconfié.

— No —negó él suavemente — . Aún no. Su primer viaje con nosotros sería, en todo caso.. al futuro de dónde venimos.

 

CAPÍTULO III

 

Viajar al futuro. ]Yo!

Era el sueño dorado de H. G. Wells, el romántico juego escénico de Henry James y Balderston en La plaza de Berkeley, la fábula imposible de viejas series de televisión perdidas en el recuerdo..

Y me lo estaban ofreciendo a mí aquellos extraños, como la cosa más natural del mundo.

— ¿Yo. ., viajar con ustedes en su máquina del tiempo? — murmuré, estupefacto.

Se miraron con una sonrisa tolerante. Cord meneó la cabeza.

— Así es —dijo—. Pero no existe ninguna máquina del tiempo.

— Bueno, túnel o lo que sea.

— Tampoco es propiamente un túnel. Lo hemos conseguido por otros medios más racionales y lógicos. Ya se los expondremos en su momento. ¿Qué decide?

— No sé.. Es una posibilidad tan fantástica, tan increíble.. Aún me parece mentira lo que he visto en su caleidoscopio, cuando me hacen una oferta semejante.

Yo.. , yo imagino que eso implicará sus riesgos. Podría quedarme en ese futuro suyo, sin posibilidad de retorno a mi mundo, a mi propio tiempo. .

— Todo en la vida implica riesgo, usted lo sabe. Su propio oficio no es de los más rutinarios ni exento de peligros. Pero el que afronta con ese viaje es mínimo, se lo garantizo. Y es el único medio de evitar lo peor. , Estaba dudando todavía cuando sonó el teléfono. Lo miré, sorprendido. Era muy tarde para una llamada a mi casa. Pensé que tal vez habla novedades en torno al magnicidio. Cambié una mirada con mis huéspedes, por si les parecía mal que atendiera la llamada.

— Conteste —invitó Cord sonriendo—. Esta es su casa, Randall. No hemos venido a prohibirle nada.

Descolgué, tratando de superar la perplejidad en que estaba sumido, para que mi interlocutor telefónico no advirtiese nada anormal en mi voz.

 

— Mark Randall al aparato —dije—. ¿Quién llama?

— Mark, soy yo, Jenny.

— Jenny! — me sorprendí —. Ahora entiendo lo tardío de la llamada. Ahí, en Nueva York, debe ser una hora muy distinta. .

— Imagina —rió la joven voz femenina al otro extremo del hilo y del país—.

Perdona si he interrumpido tu sueño.. Olvidé que hay su diferencia horaria entre Nueva York y San Francisco, la verdad.

— No, no estaba dormido. Me sentía un poco desvelado y estaba fumando un cigarrillo ahora.

— Imagino los motivos. El magnicidio, ¿verdad?

— Sí, claro.

— No se habla de otra cosa aquí, en Nueva York. En la Oficina Federal todo son rumores, y ninguno demasiado esperanzador. ¿Cómo está todo ahí, Mark?

— Muy mal —confesé a mi compañera de oficina en Nueva York, en el edificio del FNI —. Ya habrás oído los noticiarios..

— Sí, claro. Acaban de dar un último boletín de la policía Metropolitana de San Francisco. Dicen que localizaron la vivienda donde se alojó durante un par de fechas ese loco criminal, el agresor del presidente. ¿Es eso cierto?

— Pues no sé —confesé asombrado—. Cuando yo dejé el servicio, no había nada de eso. Ha debido ser noticia de última hora.

— Sí, lo es —suspiró — . Acaban de darla antes de llamarte.

— Ya. ¿Dijeron algo más?

— Bueno, mencionaron el nombre del individuo, aunque suponen que es falso, por lo que declaró la persona que le arrendó el alojamiento. Se llama Garko Weld.

Me quedé helado. Miré a Val y a Cord. Ellos se limitaban a esperar el final de mi charla. Jenny, mi gentil compañera y amiga, había confirmado lo que tan fantásticos embajadores del mañana me dijeran. El magnicida se llamaba Garko Weld.

— Tal vez no sea tan falso como imaginan —musité.

— ¿Qué quieres decir, Mark? —se intrigó ella.

— No, nada. Gracias por acordarte de que existo, Jenny. Te llamaré en otro momento, si no te importa.

— ¿Importarme? Claro que no. Esto se ha quedado muy aburrido sin ti. ¿Vas a estar aún mucho tiempo en San Francisco?

— No lo sé —confesé—. Tiempo.. Eso es algo de lo que ahora estoy menos seguro que nunca, palabra. Hasta pronto, Jenny. Confío en que nos veamos en breve. Y

que todo esto termine lo mejor posible.

 

— Parece difícil, ¿no crees?

— Sí, muy difícil —asentí — . Pero voy a intentar ayudar con todas mis fuerzas a conseguirlo. Con todas, Jenny. Adiós.

Colgué. Val y Cord seguían esperando. Yo respiré hondo. Había tomado mi decisión.

— De acuerdo —dije—. Estoy dispuesto a viajar a donde sea. ¿Cuándo será?

— Ahora mismo —dijo Cord tranquilamente—. Salgamos de su casa, Randall.

Vamos al punto cero. Hemos de emprender viaje en seguida.

 

*

 

Caminamos hasta la esquina inmediata. La calle empinada que conducía colina abajo, aparecía virtualmente desierta a aquellas horas. Las luces brillaban fríamente en la noche, y se reflejaban allá lejos, en las aguas de la bahía. Nuestras pisadas sonaban de forma hueca sobre el asfalto. Recordé cómo era esta misma calle en el futuro, tres siglos y medio más tarde, y sentí un escalofrío.

— ¿Qué es exactamente el punto cero? —quise saber.

— El de llegada y partida —explicó pacientemente Cord—. Se determina matemáticamente en cada viaje, para no correr más riesgos de los absolutamente necesarios. Para ello basta con trazar unas líneas coordenadas y hacerlas coincidir en un lugar concreto. Luego se suministra esa información al Ordenador, y él lo transmite a la Computadora temporal, que fija asimismo fechas y lugares con precisión igualmente matemática. Entonces se puede emprender el viaje, y uno aparecerá en el lugar y fecha elegidos previamente, sin posibilidad de error salvo en un pequeño margen.

— Creo entender —asentí — . Es delirante para mí, pero lo entiendo. Una vez programado el «viaje», ¿qué ocurre?

— Que se realiza. Toda persona situada en el punto cero inicial o en el de origen, cuando la Computadora temporal emite sus ondas, es trasladada a través del tiempo al mismo lugar en que ahora está. No se traslada en el espacio, porque para eso está la Computadora espacial, que transmite la materia a largas distancias, para evitar que la velocidad de la luz sea un freno a nuestros viajes estelares. Sencillamente, lo que hacen nuestros cuerpos, convertidos en energía pura e inmaterial, es trasladarse a través del tiempo, a la fecha marcada por la temporal. ¿Lo entiende ahora?

— Sí, imaginaba algo semejante —admití, pensativo.

 

Se detuvieron los dos. Justo en una esquina, bajo una farola y cerca de las puertas de un club nocturno con una luz roja sobre su entrada. Me paré con ellos y aguardé.

— Es el momento —dijo Cord, revisando un complicado reloj que llevaba en su muñeca—. Esté preparado, Randall. Deberá tomar la mano de Val consigo. Si no existe contacto físico, no hay transporte.

— Entiendo —asentí.

Alargué la mano hacia la de ella. Mis dedos apretaron los de Val. Ambos nos presionamos fuertemente. Ella me sonrió con dulzura. Sus ojos teman un hermoso brillo peculiar cuando lo hacía.

— Esté tranquilo —me aconsejó — . No va a sentir nada especial, se lo aseguro.

— Lo estoy —afirmé con decisión, aunque me aterraba el salto que iba a dar de un momento a otro, sobre un abismo de cientos de años.

— Ya —avisó Cord secamente—. Faltan diez segundos. Nueve.. , ocho. ., siete.. , seis.. , cinco..

Respiré hondo. Una cosa era estar tranquilo y otra no sentir una rara emoción al pensar lo que iba a iniciarse. Me pregunté, incluso, si estaba soñando, y me iba a despertar de un momento a otro en mi lecho, rompiéndose el hechizo.

Cord continuaba su cuenta implacable, sujetando con una mano a Val: — Cuatro. ., tres. .

Alguien aparecía por la esquina, caminando inseguro. Canturreaba una tonadilla con voz áspera y torpe. Era un borracho sin duda. Dio un traspié, camino del club nocturno, cuando Cord terminaba su cuenta atrás: — Dos.. , uno.. , ¡cero!

Cero.

Había llegado el instante. Borrosamente, vi que el borracho se diluía en la nada, ante mis propios ojos. Luego, todo lo demás se borró en una especie de estallido luminoso cegador.

Cerré los ojos. Sentí mi cuerpo como distorsionado, expandido en mil pedazos hacia todas partes, aunque lo cierto es que no noté dolor ni molestia alguna, salvo una especie de constante vibración en todo mi ser. La mente era una hoja en blanco.

No sé lo que duró aquello.

Pudo ser un solo segundo o pudo ser un año. No tenía noción alguna del tiempo.

Era como si no existiera, allí donde ahora estaba. Notaba fuertemente apretados a los míos los dedos de Val.

 

De pronto, una sensación de súbito alivio me invadió. Noté que todo se regularizaba en mí, que podía pensar de nuevo, que mi corazón palpitaba y la sangre corría por mis venas.

— Ya —oí decir a Cord—. Puede abrir los ojos, Randall.

Los abrí. Con recelo. Casi con temor.

Esperaba encontrarme en el mismo lugar y momento en que todo comenzó. Con aquel borracho canturreando camino del club nocturno, la farola sobre nuestras cabezas y la vista de la calle empinada, con las luces titilando en la bahía.

Miré a mi alrededor, deslumbrado.

Tal vez era el mismo lugar, pensé. Pero no lo parecía. Respiré profundamente, mirando con estupor en torno mío.

— Bien venido a su futuro, Randall —me deseó Cord irónicamente—, Bien venido a nuestro presente.

Y supe que era verdad. Habla viajado a través de trescientos cincuenta años. Al mañana. A lo imposible.

 

*

 

— Aunque no lo crea, está en el mismo lugar, Randall — sonrió Val, desprendiendo lentamente su mano de la mía.

No respondí. No podía hacerlo. Estaba demasiado deslumbrado por lo que vela a mí alrededor. Por el impacto visual y emocional de este futuro en mi cerebro.

Las imágenes vistas en aquella especie de caleidoscopio, magentoscopio o lo que fuese, no eran nada comparadas con la realidad. San Francisco parecía otra ciudad. El mundo, otro mundo. Como si en vez de estar en el planeta Tierra, hubiese llegado a otro confín del universo, a otra civilización, remota y fantástica.

Edificios, avenidas, sistemas de transporte, modas y cuanto me rodeaba, era otra cosa ya. Naves majestuosas, auténticas ciudades flotantes de color blanco luminoso, surcaban el mar ante la bahía. Astronaves múltiples cruzaban los cielos sobre la ciudad, sin que nadie les prestase mayor atención que en mis tiempos a un vulgar helicóptero o un avión cruzando el cielo urbano.

Hombres y mujeres, en solitario, flotaban por el aire, encerrados en burbujas transparentes, que les desplazaban de un lado a otro, sin necesidad de ingenios voladores. El hombre, al parecer, había alcanzado el sueño del mítico Ícaro, pero sin riesgo a que sus frágiles alas se quemaran en el sol, porque ni siquiera necesitaban alas para volar. Aquellas burbujas parecían ser un mecanismo de vuelo.

 

Aceras deslizantes, turbomóviles veloces y silenciosos, una iluminación resplandeciente, que procedía de amplios espejos solares y no de un alumbrado ciudadano convencional, convertían casi la noche en día. A nuestro lado ya no había farolas ni mucho menos clubs nocturnos ni borrachos noctámbulos.

— Es.. , es increíble. . —susurré, fascinado, contemplando todo aquello con ojos de asombro infinito.

— Eso mismo hubiera dicho un ciudadano del siglo XVI o XVII trasplantado de repente a su época, Randall —comentó Val con un gesto risueño.

— Sí, lo sé. Pero uno no puede evitar decir una vulgaridad ante algo semejante, Val.

— Lo comprendo muy bien —ella cambió una mirada con su compañero—.

Bien, Cord, ¿vamos ya al centro de NASED? Cuando antes conozca Randall todos los detalles, tanto mejor.

— Sí, en seguida —asintió Cord, que desentonaba bastante del resto de sus conciudadanos, luciendo aquellas ropas del siglo XX, igual que yo—. Pero antes debemos recuperar nuestros uniformes.. y dotar de una indumentaria adecuada a nuestro huésped. La gente sabe cómo se vestía en el pasado, Randall. Y sabe que si se puede viajar en el tiempo, es algo que está prohibido a todo el mundo, excepto a una pequeña élite, por razones de estricta seguridad nacional y hasta mundial. Vale más no dar excesiva publicidad a nuestro viaje, o podría iniciarse un conato de inquietud pública. Entremos ahí, Randall.

Señaló justamente la puerta donde antes hubo un club nocturno. Ahora mismo, pero trescientos cincuenta años atrás, estaría entrando por ella un borracho entonando una cancioncilla torpemente. Un borracho que llevaría mucho más de tres siglos muerto. Igual que las chicas de la barra de aquel club, imaginé. La idea me provocó un escalofrío de horror. Pero seguí a mis acompañantes.

Ahora aquélla era una puerta blanca, que se deslizó silenciosamente al llegar nosotros ante ella. Cord explicó con una vaga sonrisa mientras penetrábamos en una cabina ascendente:

— Alquilemos aquí un pequeño refugio antes de iniciar el viaje. Está todo previsto, como ve. No tiene nada que temer. Esta es una vivienda como otra cualquiera.

Tal vez lo fuese, pero no para mí. Llegamos a una especie de apartamento donde los muebles eran escasos y funcionales, algo fríos pero prácticos. Los asientos eran como flotantes burbujas blandas, muy confortables, donde nos acomodamos.

 

De un armario empotrado, extrajeron una serie de ropas de aquella época en que ahora me hallaba. Se vistieron sus uniformes sin preocuparse de una desnudez mutua al quitarse sus prendas del siglo XX. Val rió al verme desviar la mirada pudorosamente:

— No se asuste de mi desnudo, Randall —dijo—. En nuestra época, los traumas sexuales y los prejuicios han dejado de existir. La desnudez es algo tan natural como llevar el rostro descubierto. Nadie le da importancia, aunque la gente no vaya desnuda por las calles.

No supe qué decir, pero me avergonzó desvestirme ante ellos, pese a que considero que mi cuerpo no está mal formado ni mucho menos. En cambio, ni Val ni Cord parecieron molestarse siquiera en estudiarme con curiosidad. Yo no podía evitar, sin embargo, recordar la fugaz visión del desnudo de Val, al cambiarse de ropa y ajustarse aquel negro uniforme brillante de la división de seguridad nacional. Era el desnudo de una adolescente hermosa y deseable, a la vez sensual e ingenua. Temía que la visión de su desnudez me obsesionara por el resto de mi vida.

Pero debía de recordar algo, si no quería que ese cuerpo de mujer me afectara en exceso cuando todo esto terminara: nos separaban tres siglos y medio de distancia en el tiempo. Cuando yo estuviese muerto y enterrado, ella aún tardarla quizás más de tres siglos en nacer. .

— Perfecto —aprobó Cord al verme vestido con una indumentaria de raro tejido elástico y liviano—. Elegí bien las medidas, después de todo. El Ordenador no comete errores, ni siquiera en tallas.

Empezaba a sentirme intrigado por aquel ordenador tan capacitado para dar informes de una persona que había vivido trescientos cincuenta años atrás. Pero la verdad es que me intrigaban otras muchas cosas. Qué hacía yo allí, por ejemplo, en una época que no era la mía, requerido por unas personas que parecían infinitamente más preparadas, inteligentes y avanzadas que yo en todos los terrenos.

— Ahora, vamos al centro de seguridad —invitó Cord con voz amable, invitándome a salir del apartamento en que habíamos cambiado de ropa.

En ese momento, algo sucedió en el exterior. Una fuerte explosión conmovió la zona, se oyeron gritos de terror, y nos tambaleamos al sacudirse también el edificio en que nos hallábamos. Val rodó por el suelo. Cord se aferró a un muro y yo tuve que hacer lo propio.

— ¿Qué es eso? —murmuré, oyendo fuera una aguda sirena ululante.

 

— Algo malo está sucediendo también ahora, Randall —dijo Cord, repentinamente sombrío, corriendo a la salida—. Y tiene sin duda mucho que ver con Garko Weld. .

Val ya iba tras de él sin vacilar, y yo seguí a ambos, preguntándome qué nuevo sobresalto me esperaba fuera.

 

CAPÍTULO IV

 

Al parecer, la perfecta sociedad del siglo XXIV no era tal. O, de momento cuando menos, no lo parecía.

Había caos y confusión en la calle. Vi muertos y heridos en la calzada, un socavón en el extraño, suave material que ahora asfaltaba los suelos urbanos, y humo acre en el aire. Por el espacio, vertiginosamente, varios vehículos centelleantes hendían la noche, con fulgurantes proyectores de luz asestados sobre la zona del suceso. Esa luz nos envolvió a los tres. Cord pronunció unas palabras a través de algún sistema de comunicación instalado en su curioso reloj de pulsera: — Aquí patrulla especial de la división de seguridad nacional — y dio una serie de cifras codificadas—. Informen de lo sucedido.

— Explosión en Russian Hill —dijo una fría voz metálica desde las alturas—.

Detectada en esa zona. Explosivos prohibidos por la ley. Responsable sin localizar.

— Ha de ser Kroll o Bauman. Sólo pudo ser uno de ellos — oí decir a Cord, furioso.

— ¿Quiénes son esos dos? —pregunté sorprendido.

— Discípulos directos de Weld. Les ha ensañado todo lo malo que sabe hacer.

Pero no creí que llegaran a tanto. No hay violencia ni atentados en nuestra época.

Pero esos dos están envenenados por las teorías agresivas de Garko Weld. Creo que han comenzado su campaña de terror para alterar el orden.

— Terrorismo.. —suspiré—. Es una palabra que no me viene de nuevas, Cord.

Yo.. ¡Eh, cuidado, Val!

Me arrojé prestamente sobre la muchacha, derribándola en la acera violentamente. Ella gritó con voz ronca, sin saber lo que sucedía exactamente. Algo silbó por encima de nuestras cabezas y fue a estrellarse contra el muro de la casa donde siglos atrás hubiera un club nocturno. Oí un estampido poderoso, y parte de aquella pared se desintegró como si fuese de azúcar.

 

Cord lanzó una imprecación, y comenzó a disparar hacia el otro lado de la calle, alumbrada por los proyectores de las aeronaves de la policía. Vi que había extraído un arma plana pero muy eficaz, de pequeño tamaño, de su negro uniforme. Aquel arma proyectaba unas líneas afiladas, de color azul cegador, que tenían la virtud de disolver los materiales como si fuesen mantequilla. Sólo que no lograron nada con el tipo que corría calle abajo, y había disparado sobre Val aquella carga desintegradora. En sus manos llevaba una especie de fusil de boca ancha, parecido a un tubo lanzagranadas del pasado, pero más liviano y reducido de tamaño.

Uno de los vehículos aéreos, lanzó sobre él una rociada de llamas sibilantes. Vi que su indumentaria, toda ella de un material gomoso, envolviéndole incluso cabeza y manos, se cubría por un momento de fuego, pero éste se extinguía y el individuo seguía huyendo, no sin antes disparar otra carga disolvente, que fue a estrellarse contra la aeronave policial. Esta inició un descenso brusco y fue a estrellarse en las aguas de la bahía, levantando una formidable columna de espuma, humo y llamas.

Cord estaba lívido. Sus disparos, pese a su mortífera eficacia, rebotaban en la figura que huía.

— ¿Qué ocurre? —indagué, aún tendido en la calle, junto a Val, sintiendo contra mi cuerpo la firmeza tersa y turgente del suyo—. ¿Por qué no cae ese tipo de una vez?

— El maldito debió robar esa indumentaria en los almacenes del ejército. Es de material incombustible, hermético y antitérmico. No se le puede herir en modo alguno, a menos que se le ataque con un proyector de energía nuclear, pero es un arma prohibida, que se guarda en los centros de máxima seguridad. No tendría uno de ellos antes de cinco o seis horas. De modo que ese canalla va a escapar fácilmente, a menos que ocurra un milagro.

Pensé con rapidez. Aquella gente estaba demasiado acostumbrada a sus poderosos y sofisticados medios de lucha, que como todo lo que les afectaba, era moderno y eficaz. Pero también parecían serlo los medios de oponerse a tanta sofisticación, por parte de unos criminales. Si hasta entonces no había habido delincuentes, era obvio que Garko Weld había dejado aventajados alumnos para propagar la violencia que era su dogma. Lo mejor era utilizar medios simples para enfrentarse a tanto problema.

El agresor de la indumentaria invulnerable corría vertiginosamente, pero no a causa de su rapidez muscular en la tarea, sino con la ayuda de una especie de patines de afilada base, movidos por algún sistema de propulsión eléctrica. Iba derecho a una pequeña nave esférica, parecida a las burbujas de los viandantes, pero más ovalada y de material translúcido. En su popa fulguraba un chisporroteo verdoso.

 

— Si alcanza esa micronave estamos perdidos —jadeó Cord—. Nunca le alcanzaremos.

— ¿Qué clase de vehículo es la tal micronave? —indagué, mientras mi cerebro seguía funcionando como cualquier otro vulgar del siglo XX y no como aquella gente llena de avances y progresos tecnológicos.

— Un superbólido. Sin duda también se lo ha robado a los cuerpos especiales de la guardia nacional. Se utilizan para viajar al espacio exterior mediante energía fotónica a alta concentración. El resultado es que puede casi alcanzar la velocidad de la luz, y no deja señales en el radar. Es un medio de transporte tan sofisticado que se ha declarado en desuso para no complicar las cosas en caso de que alguien pudiera utilizarlo en su beneficio. Y eso está sucediendo ya..

Varios agentes uniformados de gris perseguían al agresor, pero parecían tan poco adecuados para la tarea como todos los demás. El tipo invulnerable estaba ya muy cerca de la micronave fotónica.

Resolví obrar a mi manera, olvidándome de toda clase de progresos. Como si fuéramos niños jugando, y hubiera que frenar a un rival demasiado avispado y veloz.

Me incorporé, despojándome del cinturón que ceñía mi ajustada indumentaria de esta época. Tomé un fragmento de material de construcción de los que dejara dispersos la explosión inicial, y preparé una honda vulgar y corriente en dos segundos. Luego, tomé puntería, puse toda mi fuerza física en el impulso.. y disparé la piedra, blanca y pesada, de agudos bordes.

Alcanzó de lleno en la cabeza al fugitivo. Fue un impacto preciso, del que me sentí tan orgulloso como David cuando abatió a Goliath. El terrorista se paró en seco, entre sorprendido y dolorido, vaciló y comenzó a caer. Yo corrí entonces hacia él, tomando otros bloques de material de construcción en mis manos. Ya sin ayuda de la honda, los arrojé contra él. Le vi retroceder, golpearse contra su superbólido, y al fin se desplomó de bruces. Llegué ante él antes que la propia policía local. Todos me miraban como si yo fuera un bicho raro. Pero lo cierto es que no había hecho nada del otro mundo. Sólo olvidarme de los avances de la técnica y de la ciencia, para utilizar el ingenio y la propia fuerza.

Me incliné sobre el caído y le arranqué su caperuza que le mantenía inmune a todo ataque. Apareció un tipo de cráneo rapado, piel muy blanca y facciones duras.

Aún estaba inconsciente. Aquella especie de goma podía aislarle de rayos y de fuego, pero no de los golpes de unas simples piedras.

— Aquí lo tienen —dije a los policías—. Ahora sí pueden atinarle de lleno en la cabeza si intenta escapar, amigos.

 

Ellos se limitaron a recogerlo y unir sus muñecas con unas raras esposas de metal articulado, que se cerraron solas en torno a los dos brazos, apenas lo tocaron.

— Gracias, señor —dijo el que dirigía al grupo de policías locales—. ¿Puede identificarse, por favor?

Vacilé, sin saber qué hacer ni qué decir. Aquella gente era bastante desagradecida, pensé. Cord vino en mi auxilio.

— No, agente, déjelo —llamó desde la acera—. Es amigo nuestro.

Le mostró su credencial, y el policía saludó, dejándome ir. Volví junto a mis compañeros de viaje, mientras ellos se llevaban al prisionero.

— Muy ingenioso y muy hábil —me felicitó Cord—. A mí no se me hubiera ocurrido. Era tan primitivo. .

— Pero eficaz — sonreí.

— Eso es cierto. Creo que empiezo a saber por qué el ordenador le eligió a usted —dijo con cierto tono de admiración en su voz, lo cual fue casi un halago para mí.

Por si fuera poco, en ese momento Val se inclinó, besó mis labios con fuerza y murmuró:

— Gracias, Randall. Le debo la vida. Ese proyectil me hubiera desintegrado en un momento. Soy suya totalmente. Tómeme cuando desee.

La miré, asombrado. No entendí sus palabras e iba a pedirle aclaraciones, cuando Cord se apresuró a dármelas:

— Es una forma de gratitud. Normal en nuestros días, Randall. Una chica elige a su pareja por afecto, gratitud, necesidad sexual o cualquier otro motivo. Nadie rechaza una oferta así. No es de buena educación, compréndalo.

Lo comprendí. Y me quedé de una pieza. Miré a Val, alelado. Ella me sonrió, apretando mis manos tiernamente.

— No vas a rechazarme, ¿verdad? —murmuró con dulzura—. Soy tuya. Toda tuya.

No me soltó. No parecía dispuesta a hacerlo sin una respuesta mía afirmativa.

Aquello era un disparate, pensé. Claro que era una grata idea gozar de una muchacha tan atractiva como Val. Recordé su desnudo y me estremecí. Pero las costumbres de su época me parecían desconcertantes y un poco brutales. Por otro lado, nos separaban demasiados años en el tiempo. Siempre había pensado que un contacto así sería imposible.

— Está bien —asentí—. Cuando tú digas, Val. Eres demasiado hermosa para ofenderte. Nuestras costumbres son muy distintas, pero te comprendo. Trataré de no dañarte con mi comportamiento, si es eso lo que deseas.

 

— Si, Mark, gracias —dijo, ya familiarmente, envolviéndome en su aterciopelada mirada—. Sabía que tú no podías ofenderme con una negativa..

Resoplé, sin saber qué decir. Vi a Cord sonreír comprensivo, y añadir luego con cierto tono de apoyo a mi difícil situación actual: — Ahora no hay tiempo. Más tarde tendréis ocasión de perteneceros el uno al otro. Vamos al centro de la división de seguridad nacional. El jefe debe de estar impaciente tras lo sucedido ahora aquí. Por lo que he visto, el terrorista era Bauman.

Kroll debe andar suelto todavía, y es un peligro. Tanto como el propio Weld lo será en el siglo XX, en estos mismos momentos.

Detuvo un vehículo a turbinas, veloz y silencioso, que resultó ser de libre alquiler por parte del público, aunque no llevaba conductor. Partimos como una centella, en dirección al cuartel general de la NASED.

 

*

 

El jefe estrechó la mano que yo le tendía.

Era un hombre alto, bronceado y con cabello blanco, muy liso. Sus ojos eran oscuros y sagaces. Me examinó críticamente desde detrás de su mesa de trabajo, mezcla de un metal liviano y una materia parecida al vidrio y al plástico, pero que no era ninguna de las dos. Su uniforme era negro como el de sus subordinados.

— Es un placer conocerle, Randall —me dijo, como si encontrarnos ambos allí fuese lo más natural del mundo—. Sólo le conocía por referencias del ordenador. Por esa razón envié a Cord y a Val a su época. Veo que, si juzgamos por la captura de Bauman, fue una elección acertada.

— Cualquiera hubiera podido hacerlo, señor —objeté — . Era algo elemental.

— Tal vez ahí radique el quid de la cuestión, Randall —me dijo serenamente el hombre que regía la poderosa NASED—. Los humanos hemos evolucionado demasiado. Y demasiado deprisa también. Tenemos una mentalidad fría y mecanizada. Sólo pensamos lo que nos han enseñado a pensar, renunciando al instinto, lo elemental, lo primario, que a veces también resulta. Garko Weld nos ha ganado varias bazas en ese sentido. El también es un ser intuitivo, de rápidos reflejos e ideas que no encajan en nuestras normas, demasiado rígidas a causa de una educación programada en el gran avance científico y técnico de nuestra época. Le dimos todos esos datos al ordenador. Y él resolvió que hacía falta un hombre imaginativo, ágil de ideas y de acciones, de enormes reflejos y decisiones rápidas. Ese hombre resultó ser usted.

 

— Sigo sin entenderlo. Pero acepto las cosas tal como han venido —suspiré — .

¿Qué debo hacer ahora?

— Eso es complejo, Randall —confesó el jefe, sentándose con aire de fatiga en su butaca flotante—. Digamos que debe encontrar a Weld e impedir que acabe con el mundo. Nada menos que eso.

— Weld está en el siglo XX, no aquí —le objeté gravemente.

— Lo sé, lo sé. Estaba allí para atentar contra su presidente de los Estados Unidos en 1993. Supimos eso demasiado tarde. Ahora repetirá su hazaña con el primer ministro soviético.

— Por tanto, lo lógico sería buscarle en 1993. . en la Unión Soviética —sugerí, con cierto enfado—. ¿O no?

— Ahora obra usted con demasiada simplicidad —sonrió el jefe—. El problema es mucho más complejo que todo eso. Garko Weld tiene que viajar en el tiempo otra vez, para matar al presidente soviético en menos de veinticuatro horas.

— ¿Por qué? Le basta con ir directamente a Moscú. En mi época se llegaba también de un sitio a otro, en menos de veinticuatro horas, sin necesidad de sus avances tecnológicos, señor.

— No lo ha entendido. Los atentados a su presidente y al primer soviético deben estar separados solamente por un máximo de pocas horas, digamos cinco o seis. Así parecerá que es el contragolpe de los Estados Unidos, ordenando a un asesino a sueldo infiltrado en la URSS matar al máximo mandatario del Kremlin en su época.

Eso sería imposible para Garko, o para cualquier otro, moviéndose normalmente.

Piense que los sistemas de control y seguridad en toda América, Europa y, sobre todo, países del Este, se reforzó hasta el máximo, apenas conocido el flash informativo del atentado en San Francisco.

— Pero esas cinco o seis horas.. coinciden, más o menos, con el momento en que se presentaron a mí sus enviados, Cord y Val. ¡No habría tiempo material de evitarlo! Tal vez haya sucedido ya..

El jefe sonrió con gesto afable y meneó la cabeza de un lado a otro, mirándome con cierta conmiseración.

— ¿No se da cuenta de que el tiempo ahora es diferente para usted? —observó — . Puede volver a su época horas antes de que suceda lo irremediable, y evitar que ello sea así. Todo depende del momento que programemos para su regreso.

Virtualmente, desde que ha emprendido este viaje, el tiempo, para usted, es una especie de espacio o dimensión que puede recorrer a voluntad nuestra y de la computadora temporal.

 

— Creo entender. Podría regresar a 1993. . antes de que el primer ministro ruso sea asesinado. Y tratar de impedirlo.

— Exacto. De otro modo, la conflagración mundial será un hecho. Y todo se habrá perdido. Nosotros no existiremos. Nada existirá, después de ese holocausto total. La historia la habrá cambiado un loco llamado Garko Weld.

— Garko Weld. . —repetí — . Pero ¿de dónde surgió ese hombre, exactamente?

— No lo sabemos. Nadie lo sabe, ni siquiera el ordenador. No figura en nuestros archivos, no está controlado por la ley de control ciudadano y de nacidos y registrados en los archivos de organigrama cívico. Nadie lo entiende.. , pero Garko se nos ha escapado a toda posible ficha. Oficialmente. Randall.. ese hombre no existe en nuestra comunidad. Pero está aquí, robó un medio de viajar en el tiempo, y lo está utilizando para sus absurdos fines de maníaco destructor: acabar con el mundo, antes incluso de que nosotros existamos.

— ¿Qué sucederá, entonces, cuando Garko Weld provoque el cataclismo y el mundo desaparezca? ¿Qué sentirán ustedes, que ahora existen.. si jamás llegaron a existir?

— No lo sé. Es una cuestión compleja y extraña. Supongo que, súbitamente, dejaremos de ser, de pensar, de existir. Pero no me he cuestionado esa circunstancia.

Sólo trato de impedirla a todo trance.

— ¿Cómo robó Garko Weld la forma de viajar por el tiempo?

— Tampoco lo sabemos.

— ¿Qué? —me asombré, mirándole con incredulidad.

— Es el otro aspecto raro de la cuestión. No utiliza nuestros métodos. No ha sido programado ninguno de sus viajes actuales en la computadora temporal. Pero de alguna forma robó la idea del proyecto ultrasecreto que el gobierno mantiene oculto, y lo utiliza a su modo. Garko Weld no es sólo un loco peligroso y apocalíptico. Es también sumamente listo.

— Todos los locos lo son —suspiré, empezando a asustarme el problema que teníamos entre manos ellos y yo—. Dígame, señor, ¿qué esperan, exactamente, que haga un pobre hombre como yo, llegado del siglo XX, para vencer a semejante individuo, cuando ustedes, con todos sus recursos, se dan por vencidos de antemano?

— Por vencidos, no. Pero sabemos que nos falta algo que usted posee: mente rápida, reflejos, ingenio agudizado, cierta idea de lo primitivo que armoniza con su preparación técnica. En suma, es el complemento que falta a nuestra sofisticada, tecnificada, fría y deshumanizada sociedad. Admito que hicimos muchos progresos.

Pero le quitamos muchas otras cosas que, quizás, diferenciaban al hombre de la

máquina: independencia, albedrío propio, sexo, alcohol, tabaco, vicios menores o mayores, creatividad. . Ha sido un error ya de décadas, difícil de enmendar en sólo unas breves horas. Por eso recurrimos a usted. No nos defraude, Randall.

— Dios quiera que no —resoplé—. Por la cuenta que nos tiene a todos. Pero..

¿qué hago, exactamente? Desde un principio, ése ha sido mi problema, mi duda ante todo esto que sus «embajadores» me presentaron tan insólitamente en San Francisco, trescientos cincuenta años atrás..

— Se lo voy a decir exactamente —dijo el jefe, incorporándose con lentitud—.

Vaya a Moscú, al año 1993, antes de que ocurra lo peor. Y trate de capturar a Garko Weld. Es, exactamente, lo que esperamos de usted.

En ese momento, a nuestras espaldas, se abrió una puerta suavemente, sin ruido alguno. Una voz potente, chillona y excitada, aulló más, que dijo: — ¡Muere, maldito! ¡Y contigo, que muera el extraño llegado del pasado!

Me volví justo cuando el intruso que aparecía en la entrada, con rostro lívido y crispado, mirada vidriosa y expresión demencial, disparaba un arma contra nosotros.

Vi saltar en pedazos al jefe de la todopoderosa National Security División, antes de que tan temible instrumento de muerte apuntase hacia mí para repetir la suerte..

 

CAPÍTULO V

 

De haberse producido el segundo disparo con igual precisión, yo nunca hubiera vuelto a mi época ni a ninguna parte. Sencillamente, hubiese dejado de existir en un tiempo que no era el mío, y jamás se hubiera sabido de mí en el siglo XX al que de hecho y derecho pertenecía.

Pero su propio éxito inicial, al pulverizar al jefe tan fácilmente, le confió en exceso, y su puntería, al dirigir el arma hacia mí, fue muy deficiente. Además, creo que yo colaboré en parte a ello, arrojándome de inmediato al suelo, con asiento y todo, como hubiese podido hacerlo un gánster de 1930, para eludir el ametrallamiento de un pistolero rival.

Tuve éxito y suerte en mi intento. Ambas cosas, si no van unidas, mal asunto.

Noté cómo silbaba sobre mí, como un soplo de un feroz sirocco, un huracán auténtico de aire ardiente que llevaba la muerte consigo. Muebles y muros se disgregaron como si estuvieran confeccionados de pura arena. Pero por fortuna, aquel rayo mortífero no me tocó lo más mínimo.

Salvado el primer peligro mortal, resolví intentar algo, a la desesperada. Entre otras cosas, porque no existía otro medio de conseguirlo. Desde el suelo, tomé impulso y rodé, dirigiéndome al enloquecido agresor de la puerta que, tras comprobar su fallo, dirigió su arma hacia mí, con un juramento colérico.

Su propia ira le perdió. Y me salvó a mí. Se le encasquilló el resorte de disparo, tal vez a causa de su precipitación. Oí un chasquido y supe que, de haber brotado el disparo en ese momento, mi cuerpo se hubiera hecho añicos como el del propio jefe momentos antes.

No fue así. Y cuando lo intentó de nuevo, ya era tarde. Yo no iba a darle tantas facilidades para terminar conmigo.

Caí sobre él como lanzado por una catapulta, derribándole con mi impulso.

Ambos rodamos por el suelo. Intentó enmendar la trayectoria de su lanza-rayos, pero le solté un golpe brutal al codo, y soltó el arma, que rodó lejos de nosotros.

 

Ahora, todo se reducía a una lucha cuerpo a cuerpo, hombre contra hombre, como en cualquier época pasada, desde que el mundo era mundo. Y en ese terreno, yo no temía a nadie.

Pronto comprobé que el tipo era duro de pelar, que además de una enorme fuerza física, poseía una furia devastadora para pelear. Esa clase de furia que sólo se puede encontrar en los desesperados o en los dementes. Creí de inmediato que él era uno de estos últimos.

Recibí golpes violentos de rodillas y puños, pero soporté estoicamente el castigo, sin aflojar mi presa sobre el asesino. Fue una pugna feroz, desesperada, en la que no se sabía quién terminaría por ser vencedor o vencido. Sólo sé que sangraba mi rostro por varios puntos cuando logré acorralarle contra un rincón de la estancia y, una vez allí, machaqué su cabeza contra la pared, sujetándole por el cuello furiosamente. El tipo empezó a sangrar por el cuero cabelludo, pero no le dejé ni un instante, y aunque recibí un patadón en las ingles que me hizo sentir un dolor capaz de abatir a un mulo, supe que en mi propia resistencia estaba la diferencia entre morir o vivir, y logré hincarle los dedos en los ojos.

Aulló mi enemigo, exasperado por el dolor y la ceguera. Aflojó sus golpes sobre mi persona. Yo, a la inversa, martilleé varias veces contra su pecho, mentón e hígado.

Noté que se aflojaba su resistencia y no cejé en aquella ofensiva ni un momento.

Al final, pude clavarle los nudillos en la sien con un impacto áspero, crujiente. Su cráneo pareció temblar. Se quedó boquiabierto, con los ojos vidriosos. Inmóvil. Creí que lo había matado y no me importó demasiado.

Me erguí. Contemplé su figura encogida, inerte. Pero respiraba lentamente. No moriría de ésta, seguro. Ya por la entrada, varios hombres de negro uniforme, con armas especiales en sus manos, entraban en la cámara, comprobando lo sucedido.

Con ellos venía Cord, muy pálido.

Se hicieron cargo del inconsciente individuo a quien yo había dejado fuera de combate. Cord comprobó que su jefe estaba hecho trizas tras su mesa de trabajo. Se acercó lentamente a mí, con gesto sombrío.

— Es Kroll —dijo, señalando al vencido—. Acabó con el jefe, maldito sea. . Ha matado ahí fuera a seis agentes de nuestro grupo. No sé cómo pudo infiltrarse.. Pero el hecho es que lo hizo. Ahora irá a reunirse con su compinche, Bauman.

— ¿Van a ejecutar a los dos? —pregunté, todavía fatigado por la pelea.

— ¿Ejecutar? —sonrió, moviendo negativamente la cabeza—, No, Randall. No existe la pena capital en nuestro mundo. Se les envía a granjas del estado. Allí se les

cambia el cerebro mediante variaciones en su conducta. Cuando salen, son gente inofensiva y distinta.

— No me gusta eso —me estremecí — . Vale más matar a un hombre que cambiarle su personalidad y su mente.

— Es cuestión de criterios —se encogió él de hombros—. Ahora la ley es así.

— La ley nunca es perfecta. Ni lo resuelve todo.

— Siempre fue igual. Ejecutar a la gente jamás resolvió nada.

— ¿Les ha resuelto sus problemas ese sistema de cambiar la conducta humana de sus delincuentes? Existe un Kroll, un Bauman, un Garko Weld,. Y pueden existir otros.

— Posiblemente. Pero las normas son así, y hay que respetarlas.. Por cierto, le felicito de nuevo, Randall. Uno cualquiera de nosotros, hubiera perecido aquí, junto a nuestro jefe. Usted sobrevivió contra todo pronóstico. Evidentemente, es el hombre adecuado para enfrentarse a Garko Weld.

— Ese hombre, Kroll, me llamó «extraño que llegó del pasado» — informé a Cord.

— ¿Eso dijo? —arrugó el ceño mi interlocutor, profundamente preocupado—.

Quiere decir que Garko Weld, de alguna forma, conoce su existencia y su misión, Randall, y ha informado a su compinche. No me explico cómo pudo hacerlo, pero lo hizo.. Ahora tendrá que actuar pronto y bien. O Weld se saldrá con la suya.

— Bien. ¿Qué tengo que hacer? Su jefe dijo que debía ir a Moscú de inmediato..

antes de que Weld intente su segundo magnicidio.

— Así es. Pero no importará que esa tarea espere un poco. Recuerde que, a fin de cuentas, usted será trasladado al Moscú de los años 1990, en cualquier momento, de modo que llegue antes del nuevo magnicidio. Previamente, debe cumplir una obligación moral ineludible.

— ¿Cuál es?

— Complacer los deseos de Val —sonrió Cord—. Recuérdelo..

— ¿Ahora? —me inquieté.

— Eso es: ahora. Ella es la encargada de acompañarle en su viaje a la Rusia de finales del siglo XX. No irá con usted si antes no se reúne con ella para cumplir como amante. .

 

*

 

Esta no fue una tarea demasiado ingrata, lo confieso.

 

Val era tan dulce como apasionada. Una mezcla de niña y mujer realmente turbadora y capaz de embriagar a cualquiera. Jamás antes sentí el amor y el deseo como a su lado, al estrechar contra mi cuerpo su purísima y virginal desnudez.

Aunque el sexo no era norma de aquellos tiempos, debo confesar que Val resultó sexualmente una amante tan ardorosa como tierna y sensible. Cuando todo hubo pasado, fue como si aquel encuentro maravilloso hubiera durado minutos. Pero yo sabía que eran horas enteras en su compañía. Horas dulces, excitantes, que difícilmente olvidarla jamás en lo que me restase de vida.

— Val, ha sido todo tan distinto a como imaginaba.. —susurré, mirándola a lo más profundo de sus ojos cálidos.

— ¿De veras? —pareció emocionarse ella—, ¿Te gusto, Mark?

— Más que eso, Val. Siento algo profundo y distinto por ti. Pero sé que es una locura..

— ¿Locura? ¿Por qué?

— Nos separa el tiempo, Val. Mucho tiempo. Demasiado..

— No ha sido obstáculo para que ahora estemos aquí, juntos los dos, unidos..

— Unidos, sí. Pero es un momento, y tú lo sabes. Un momento que pasará, sin posible repetición. Yo deberé volver a mi tiempo, suponiendo que todo salga bien. Y

tú al tuyo. Cuando yo llegue a viejo, si llego alguna vez, moriré pensando que una criatura maravillosa, llamada Val, nacerá dentro de tres siglos en esta ciudad. . Y

cuando tú seas mujer otra vez, recordarás que un hombre llamado Randall murió tres siglos atrás y ya no queda nada de él.

— No hables así —se estremeció ella, abrazándose a mí—. Me das miedo..

— Todo esto da miedo. No sé siquiera cómo está ocurriendo. T?1 vez sólo lo sueñe, y despierte de un momento a otro, abrazado a mi almohada y tú no hayas existido nunca, salvo en mis sueños, Val.

— No, Mark, eso no —musitó la joven, besándome ardientemente—. Eso no..

— Tú, mejor que nadie, sabes que sí —dije con amargura—. Este encuentro es un imposible en sí. Todo lo es. Nuestro amor, aún es menos posible. No podemos alcanzarlo. Nunca lo lograremos.

— Mark, no quiero dejarte..

— Yo a ti tampoco, Val —la abracé con fuerza, con pasión, Busqué sus labios—.

Yo tampoco..

Y volvimos a hundirnos en nuestra pasión. Una pasión increíble, más allá del tiempo y del espacio, más allá de todo lo conocido y todo lo posible.

 

*

 

— Buen viaje de regreso a tu época, Randall. Es obvio que Garko se anticipó a nuestros planes y logró pasar por esta época, para volver al siglo XX, tras ordenar a sus esbirros, Bauman y Kroll, que actuasen contra nosotros para impedir que fuéramos en su busca. Ahora, sólo queda una posibilidad: dar con él antes de que cometa su magnicidio en Moscú.

— ¿Llegaremos a tiempo? —indagué, receloso.

— Sí — afirmó —. Está programado el viaje de vosotros dos. Ahora, yo debo ocupar el puesto del jefe en mi época. Apareceréis en Moscú momentos antes de que ocurra todo, y podréis evitarlo. En eso confío, cuando menos. Ahora se os proporcionarán indumentarias propias de la Unión Soviética, documentación y todo lo demás. Val conoce el idioma ruso. Tú también, ¿no es cierto?

— Sí, lo aprendí hace tiempo —asentí — . Lo hablo perfectamente.

— El ordenador así lo dijo. Es otra de las razones de su elección. Ahora, id en buena hora. Feliz viaje a ambos. Sólo Val regresará a su época. Tú te quedarás en la tuya definitivamente. Hasta nunca, Randall, ocurra lo que ocurra.

— Hasta nunca, Cord —estreché la mano de mi extraño amigo con fuerza — . Si triunfamos en esta misión, Val retornará a su tiempo y todo seguirá igual para vosotros y para nosotros. Nunca nos encontraremos de nuevo. Si fracasamos.. no existiremos unos ni otros en breve. Adiós de todos modos, amigo Cord.

— Adiós para siempre, amigo Randall —me respondió él.

Nos situamos en el punto cero, marcado por la computadora temporal, apenas dotados de ropas de abrigo y documentación soviética perfectamente falsificada.

Luego, en torno nuestro, se produjo aquel cegador destello, e iniciamos de nuevo el viaje a través de lo imposible..

 

*

 

La primera sensación fue de frío.

Luego, al abrir los ojos, el viento y la nieve azotaron mi rostro. Sentí los blancos, helados copos, flotando ante mí como trocitos de papel en un mal truco cinematográfico, pero al contacto, se convertían en una caricia helada y luego en un gotita de agua fría que perlaba la piel aterida.

— Ciertamente, creo que sí estamos en Moscú —fue mi primer comentario, todavía con la mano suave de Val sujeta fuertemente entre las mías.

 

Nos miramos los dos a través del tenue velo espaciado de los copos blancos.

Como en una escena pintada por la prosa amarga de Dostoyevski, a nuestro alrededor todo era sombrío, triste y tremendamente ruso. Hay países, pensé, por los que no pasa el tiempo. Aunque sentía curiosidad por saber cómo habría sido —cómo sería, para ser más precisos, aunque viajar en el tiempo diluyera mucho esas precisiones convencionales de pasado, presente y futuro—, aquella plaza Roja de Moscú en el siglo XXIV.

Porque no había duda de que nuestro punto cero de arribada a la URSS de 1993, era precisamente la plaza Roja, con su mausoleo de Lenin, su catedral de San Basilio rematada por bellísimas e irrepetibles cúpulas, el museo de Historia y, ¡cómo no!, el mítico e inescrutable Kremlin.

Allí estábamos ahora Val y yo, soportando una gélida temperatura, la caída de la nieve en una de las «noches blancas» y rodeados de gente por todas partes, cosa poco usual al decir de turistas y corresponsales, cuando la noche ha caído y uno está en el corazón mismo de Moscú.

— Mira —dijo Val en voz baja—. Está ocurriendo algo en el Kremlin. Yo diría que es una recepción de gala o algo así..

Miré hacia el acceso al hermético recinto del gobierno. Val tenía razón. Había muchas luces. Tropas formadas en tomo a las murallas, gente apiñada, esperando algo. Había gallardetes rojos y sonaba música marcial. Me acerqué a un vendedor de periódicos y adquirí un ejemplar de Pravda, con fecha de aquel mismo día de enero de 1993 en que fuera disparada el arma homicida contra el presidente Hartfield, a muchos miles de millas de allí.

Leí los caracteres cirílicos sin gran dificultad. Era una edición especial del órgano oficial del partido. Traía noticias de la agonía del presidente norteamericano.

Y un subtítulo de última hora que me inquietó todavía más:

Las potencias occidentales acusan a la Unión Soviética de provocar el atentado de San Francisco. El premier de la URSS hablará esta noche claramente ante los representantes diplomáticos y de información extranjeros, acreditados en Moscú.

 

De modo que era eso. Según Pravda, se esperaban en el Kremlin esta noche duras acusaciones del premier ruso contra los Estados Unidos, señalando la posibilidad de una conspiración de los «halcones» del Pentágono para provocar un

conflicto mundial. Si ahora mataban al primer ministro ruso, el cataclismo no podría evitarlo ya nadie.

Miré a mi alrededor, preocupado. La marea humana de gentes rusas del pueblo, murmurando excitadas palabras de temor y de preocupación, cuando no de ira contra las llamadas «potencias imperialistas», nos empujaba hacia los bien alumbrados y no menos protegidos accesos al Kremlin, ante el que numerosos coches oficiales se detenían, vomitando personal diplomático, prensa acreditada y observadores extranjeros, a la espera solamente, según me pareció oír en torno mío, de la llegada del primer ministro de la Unión Soviética.

Lo intuía. Mi presentimiento era firme. Sabía que iba a ocurrir algo. Que Garko Weld, el asesino fanático, no podía andar lejos de allí, a la espera de su gran oportunidad, aquella fría noche moscovita, confundido entre gentes rusas, sólo pocas horas más tarde de la mortal agresión al presidente Hartfield en California.

— Cuidado, Val —murmuré en voz baja—. Me temo que algo está a punto de suceder aquí. La computadora temporal nos ha enviado justo a tiempo, al sitio oportuno.

— Siempre ocurre así —afirmó ella con energía—, Weld no puede estar lejos.

Nos llevaba alguna delantera en su salto atrás, de regreso a 199S.

— Atención —avisé entre dientes, poniéndome rígido, no lejos de la impenetrable muralla de soldados soviéticos, arma en ristre, montando guardia a ambos flancos del acceso al Kremlin—, Ahí viene el primer ministro..

Un coche oficial majestuoso se detuvo ante la entrada. Llevaba la bandera soviética, el distintivo supremo de la jerarquía oficial, e iba escoltado por una fuerte protección policial y militar.

Aún con todo eso, yo sabía que el maldito Weld tendría ocasión y posibilidades de actuar fatalmente. Un tipo de su clase podía hacerlo, especialmente contando con los medios que se contaba en el siglo XXIV.

Surgió en la portezuela el premier ruso, fríamente afable, con una dura sonrisa animando su pétreo rostro bajo el gorro de astrakán, enfundado en un grueso abrigo de lana negra. Los altavoces emitieron el himno nacional. El pueblo ruso clamó, enfervorizado. El político agitó un brazo amistoso a todos, con tanto calor como podían tenerlo los copos de hielo que nos caían encima. Y avanzó hacia la luz de la entrada al Kremlin, confiado y seguro.

Tuve el presentimiento de que éste era el instante.

Y lo fue. Vaya si lo fue.

 

De repente, hubo una llamarada en alguna parte, a nuestras espaldas. La multitud asustada se volvió hacia allá. Los soldados alzaron sus fusiles, enfilando las bayonetas contra el punto de origen de la luz. Un resplandor deslumbrante lo inundó todo, como si la noche moscovita se inundara de una claridad boreal.

— ¡No mires a la luz, Mark! —me susurró Val, alarmada—. |Ese resplandor abrasa las retinas!

Oí gritos de horror y dolor en torno mío. La gente, cegada por aquella luz de fuego, se desplomaba o retrocedía, en un verdadero caos repentino. Los propios soldados que cubrían los flancos de la entrada al Kremlin sintieron los devastadores efectos de esa dantesca claridad capaz de abrasarles los ojos. Ensartaron despiadadamente con sus bayonetas a la multitud, totalmente ciegos, ir convencidos de que algo grave sucedía.

— ¡Es Garko! —gimió Val, aferrándome un brazo—. Ha robado la luz líquida de nuestros almacenes de armas prohibidas.. Es una luz que destruye la visión de inmediato..

El primer ministro ruso, como nosotros, se había protegido instintivamente los ojos de ese resplandor, salvando su visión. Pero un verdadero pandemónium de gente aturdida la rodeaba en esos momentos de confusión. Y eso sólo podía beneficiar a una persona: a Garko Weld, el magnicida.

Surgió de entre la gente, vestido de ruso, con abrigo y gorro de pieles. Vi sus fríos ojos claros, su rostro pálido y anguloso, el cabello rubio bajo el gorro invernal.

Empuñaba un arma que dirigió hacia el primer ministro de la URSS, sin que nadie se diera cuenta de su presencia.

En ese momento, supe que la vida de un hombre y el futuro mismo del mundo estaban en mis manos. Si yo no lo evitaba, nadie iba a conseguirlo. Yo estaba allí para eso.

Salté por entre los soldados ciegos, siempre de espaldas a la luz abrasadora. Me interpuse un momento entre el primer ministro y Garko. Este vaciló, inseguro. Me miró con sorpresa y lanzó una sorda imprecación de ira, sin decidirse a apretar el gatillo de su arma.

Empuñaba una vulgar pistola automática con silenciador, provista de un sistema especial de precisión recién inventado. No podía fallar con aquel arma. Además, llevaba otros ingenios de una época más avanzada.

Cuando varios soldados y policías se dirigieron hacia él, Garko Weld se limitó a arrojar al suelo algo que llevaba en su mano zurda. Estalló contra el suelo, y un vapor

grisáceo se elevó de éste. Los agresores cayeron como fulminados. De nuevo la voz de Val me advirtió a tiempo:

— ¡No respires, Mark, o eres hombre muerto! ¡Es gas asesino, un producto químico capaz de paralizarte en décimas de segundo, inutilizando tu cerebro por completo! ¡También es un arma prohibida de las que él robo en el siglo XXIV!

Contuve el aliento cuanto me fue posible, y volví a cruzarme ante Garko Weld, que ahora me contempló entre furioso y preocupado. Levantó su arma contra mí, jurando entre dientes. Yo le arrojé el fusil que acababa de arrancar de manos de un soldado soviético de ojos abrasados, que sollozaba en su ceguera impotente.

El arma le golpeó la mano. Juró entre dientes, mientras el primer ministro, advirtiendo la situación, se volvía hacia nosotros. Nos miró a ambos un instante. Y le grité en ruso:

— ¡Excelencia, cierre los ojos y no respire, por nada del mundo! ¡Esa luz y ese gas son la ceguera y la muerte inmediata!

Era listo el hombre. Nunca se llega a esas cimas de poder siendo tonto. Cerró ojos, boca y nariz a cal y canto. Garko se dispuso a disparar sobre él, tras recuperar el dominio de su arma. Yo caí sobre el magnicida esta vez, golpeándole brutalmente el brazo.

Disparó, pero su bala escapó muy desviada, sin tocar al premier soviético. Luego ya no tuvo otra ocasión. Le golpeé de nuevo el brazo con furia, y su arma saltó lejos de sus dedos. Se hundió en la blanda, esponjosa nieve, casi sin ruido.

Garko Weld supo que había perdido la partida. Me lanzó una frase ofensiva y echó a correr dando media vuelta. Se alejó de mí y de Val, hacia alguna parte. Yo dudé entre seguirlo o no. Val me dio entre dientes un consejo apremiante: — |Hay que darle caza, acabar con él como sea, Mark! ¡Puede intentarlo de nuevo, sólo con viajar un poco al pasado y regresar ANTES de que todo esto suceda!

Maldita sea, me había olvidado de que viajando atrás y adelante en el tiempo, podían suceder esas cosas. Siempre se podía rehacer lo hecho. Me precipité en pos de Garko como una centella. Val me siguió sin vacilar, disparando su propia arma, a través de una plaza Roja extrañamente caótica, donde gentes ciegas o paralizadas hasta la muerte formaban el trágico rastro del paso de Weld por Moscú.

Corría hacia la calle Gorki, donde la plaza formaba una extensión desolada, sin gente, totalmente alfombrada de nieve. Le seguimos a toda velocidad a través de aquel suelo blando y frío.

Su objetivo parecía ser una especie de gran pancarta escrita en ruso, levantada sobre un viejo coche usado, dando vías a la revolución roja y al Soviet. No sabíamos

por qué iba hacia allá, pero sí que teníamos que capturarle, fuese como fuese. Miró atrás en dos ocasiones, y aceleró la carrera, sacando fuerzas de flaqueza.

A espaldas nuestras, oímos gritos y carreras. Giré la cabeza.

— ¡De prisa, Val! ¡Creen que vamos con ese asesino y nos están persiguiendo! ¡Si nos capturan los soldados o la policía descubrirán que no somos rusos, y nos acusarán de atentado contra el gobierno!

— Pero aún no podemos regresar a nuestra época, Mark — se lamentó Val—, No es el momento adecuado, tal vez no nos tengan localizados en las coordenadas de la computadora..

— Maldita sea, no sé cómo saldremos de ésta, pero al menos cacemos a ese canalla —rugí, exasperado, viendo que la distancia entre Garko Weld y nosotros se reducía por momentos.

Me esforcé cuanto era posible. Debía reconocer que el tal Weld era un hombre de tremenda agilidad y poder físico, como estaba demostrándolo ahora, a través de la espesa capa de nieve. Sonaron disparos detrás nuestro. Y Val gritó, parando bruscamente.

— ¡Val! —rugí, volviéndome a ella—. ¿Qué sucede?

— Me han dado.. —gimió ella, mostrándome su brazo herido. La sangre corrió por él y goteó al suelo nevado, dejando en éste un reguero de gotas rojas, fundiéndose con el blanco elemento, cuando logró reanudar la carrera, y las balas de los soldados rusos silbaron sobre nosotros peligrosamente.

Garko Weld había alcanzado ya la pancarta. Nos miró con odio, y le vi rasgar a golpes el grueso papel cubierto de caracteres. Me quedé asombrado.

¡Dentro de la pancarta, que tenía tres caras escritas, formando un prisma triangular, había una especie de esfera sobre una base más estrecha, en forma de embudo, apoyada sobre el viejo coche allí parado!

Era como un trompo metálico, de color oscuro, claveteado. Un testaferro de aspecto más bien rudimentario y tosco, nada acorde con los modos del siglo XXIV, de donde procedía nuestro mortal enemigo.

— ¿Qué diablos es eso? —farfullé, sin dejar de correr, seguido por Val a viva fuerza, mirando aquel trasto sorprendente.

— No tengo la menor idea, Mark —confesó ella cansadamente, reflejando dolor en su voz — . Nunca lo vi antes de ahora..

Garko estaba subiéndose al techo del viejo coche, con la clara intención de introducirse en el objeto con forma de trompo situado encima. Me pregunté para qué.

 

Y algo me dijo que pocha ser decisivo darle alcance antes de que consiguiera su propósito.

Tal vez por ello, tiré violentamente casi de Val, forzándola a correr en pos de mí, a la desesperada, casi a rastras, pese a su herida que seguía sangrando, y a la proximidad de los soldados soviéticos y de sus balas zumbando en torno nuestro.

Ya el magnicida abría una trampilla en la forma esférica para meterse dentro con rapidez. El trompo comenzó a moverse apenas se introdujo él en su panza. Giró sobre sí mismo, como una auténtica peonza. Era un giro lento, pero iba aumentando de ritmo por momentos.

Alcanzamos el coche, lo escalé, jadeante, llevando a rastras a Val. Los proyectiles cada vez silbaban más cerca. Uno se llevó mi gorro de lana violentamente, no atravesándome el cráneo de puro milagro.

La peonza de metal, sorprendentemente, no sólo giraba con rapidez, empezando a elevarse en el aire, sino que.. comenzaba a desvanecerse.

Tuve el tiempo justo de meterme por la escotilla, antes de que Garko Weld pudiera cerrarla. La mano de Val se aferraba a la mía. Tiré de ella con fuerza, logré introducirla en el extraño vehículo tras de mí.. y la puerta de metal se cerró tras de ambos. Caímos rodando por el hueco interior de plancha metálica. Garko Weld nos encañonaba con un arma de fuego de extraña forma, y soltó una carcajada, saludándonos casi triunfalmente, con voz ronca: — ¡Bien venidos a mi propia casa, malditos entrometidos! — clamó—. ¡Ahora todos estamos juntos, embarcados en este viaje! Y eso, para vosotros, significa la muerte..

Afuera, ya no se ola nada. Primero, un silbido ululante, acaso el viento helado de la noche moscovita. Luego, nada de nada. Silencio. Un silencio hermético, inexplicable.

— Los rusos pueden derribarnos fácilmente con un misil, aunque nos elevemos mucho en este trasto —avisé—. Será la muerte de los tres, Weld.

— Veo que me conocéis bien —dijo sarcástico—. No, los rusos ya no son un peligro. No nos ven. No pueden vernos ya. No existimos para ellos. Ni para nadie del año 1993.

— ¿Qué quiere decir? —mascullé con disgusto, obligado a permanecer tumbado, junto a Val, en el fondo de aquella esfera de metal de oscuro interior, bajo la amenaza de su arma, alumbrados solamente por una roja luz que brillaba encima de lo que parecía un tablero de controles vetustos y totalmente pasados de moda.

— Que hemos vuelto a penetrar en el tiempo —rió Garko Weld—. ¿Es que no lo entienden? Usted no podrá evitarlo. Nunca podrá hacerlo. Ni ellos tampoco..

 

Me señaló algo que reposaba junto a nosotros, encima de un tosco asiento de madera. Lo tomé con mano temblorosa.

Era un ejemplar flamante de un diario norteamericano. Leí su encabezamiento: Era el San Francisco Gazzette. Su fecha, el 20 de enero de 1993.

Su titular, a grandes caracteres, resultaba escalofriante:

Ha estallado la III Guerra Mundial. La URSS lanza sus misiles nucleares sobre los Estados Unidos. Y la OTAN sobre los países del pacto de Varsovia. En solo pocas horas, todos habremos desaparecido. ¡Dios se apiade de nosotros!

 

— Dios mío, no.. —gemí — . Este periódico quiere decir que.. , que sucederá, pese a todo..

— Claro que sucederá —rió Garko Weld sarcásticamente — Volveremos al 1993. Y yo cumpliré mi tarea. . Nadie puede impedirlo. Ese periódico, impreso en la fecha que puede ver, confirma los hechos. ¡Lo que ha sucedido, nadie puede impedir que suceda!

Rió como loco. Sin duda lo estaba. Yo seguía sin entender nada de todo aquello.

Volví a mirar en torno, a todo aquel tosco encierro donde nos hallábamos. Y que, sin embargo, según aquel peligroso demente, nos distanciaba de los rusos y de todo lo demás.. incluso del propio año 1993.

— En definitiva, Garko —pregunté a nuestro captor—. ¿Dónde estamos? ¿Qué diablos es esto donde estamos viajando ahora?

— ¿Es que no lo entiende? —se mofó de mí Weld—. ¡Estamos viajando en mí máquina del tiempo, inventada en 1906 por el profesor Stonefield!

 

CAPÍTULO VI

 

Aquella información me dejó de una pieza.

Una máquina del tiempo de épocas remotas, de principios del siglo XX, exactamente. Me hizo pensar en H.G. Wells y su creación literaria, en tiempos Victorianos, en que era imposible casi soñar con cosas así.

Aquel vehículo tosco y pesado en que viajábamos ahora era un medio primario, pero indudablemente eficaz, de viajar a través del tiempo. Y no procedía del supercivilizado siglo XXIV, ni tan siquiera de la era tecnológica que yo había conocido, como finales del propio siglo XX, sino de sus inicios, cuando el automóvil aún era una novedad y el ser humano no había remontado el vuelo en una máquina.

Increíble, pensé, alucinado, en tanto Val, junto a mí, se quejaba de su herida, sin parecer entender claramente lo que estaba sucediendo.

Pero lo importante allí ahora, no era nada de todo eso, sino Garko Weld. El asesino del siglo XXIV estaba ante nosotros, nos amenazaba con un arma, arma que ahora tenía algún sentido para mí.

No era una sofisticada pieza del futuro, ni tan siquiera una pistola de mi época.

Aquel objeto feo, oscuro y pesado, era un revólver de finales del siglo XIX, una pistola negra, de cañón alargado y pequeño barril de proyectiles, propia de un viejo grabado al daguerrotipo.

— No entiendo nada de eso, Weld, pero me pregunto qué pretende usted ahora, con exactitud.

Primero, matarles a ambos —nos explicó con frialdad, animados sus ojos por un destello cruel y peligroso que reflejaba claramente su grado de demencia —. Luego, regresar a Moscú, en esa misma noche de enero de 1993, pero minutos antes del momento que ustedes y yo hemos vivido allí, cuando todavía no ha ocurrido nada.

Esta vez, nadie podrá evitar que culmine mi atentado, y el primer ministro ruso caiga sin vida.

 

— Luego escapará de nuevo, imagino, usando este trasto — comenté sombrío, abrazando a Val contra mí.

— Así es —sonrió Garko, casi feroz—. Habré conseguido mi objetivo, a pesar de todos vosotros.

— ¿Qué objetivo es ése? —inquirí, aunque desgraciadamente lo conocía muy bien.

— ¡La guerra total! ¡El caos, el exterminio! —jadeó, como un iluminado que sólo viera ante sí el resplandor del holocausto y la tragedia —. ¡El Apocalipsis! ¡Habrá llegado el bíblico fin de la especie humana, a través del desastre nuclear que todo lo extinga! ¡Yo, Garko Weld, habré terminado con un mundo sucio, corrompido y vil, al que Yavéh, el Señor, ha sentenciado de antemano a perecer en el cataclismo!

Me sentí aterrado. Aquel hombre no actuaba movido por impulsos políticos, ideológicos o de lucro. No quería otra cosa que el desastre final, la hecatombe para todos. Era un maníaco de la destrucción, un fanatizado por una lectura errónea de los Evangelios. Se creía, incluso, instrumento de Dios, mano del Creador, para terminar con la obra que Él había creado.

— Dios mío, me asusta usted —murmuré—, Y me da lástima, Weld. Es sólo un loco. Un pobre loco. Pero va a causar mucho daño con su estúpida demencia. .

— ¡No estoy loco! —rugió él, exasperado, irguiéndose con facciones crispadas, los ojos llameantes, su dedo a punto de apretar aquel gatillo y volarnos la cabeza a Val a y mí a bordo de su rudimentaria máquina del tiempo—, ¡He sido elegido para cumplir la gran misión, y voy a llegar al final con ella, pese a quien pese! ¡Yo sé que he sido designado por el Señor para ser su ejecutor! ¡Mía será la venganza, dijo el Señor!

Y así será. Siglos de impiedad, de lujuria, de ambición y de codicia humana, se extinguirán en la hoguera purificadora de la destrucción y de la muerte. .

— Es posible que la humanidad no hayamos sido demasiado buena ni perfecta, Weld, pero eso no justifica sus actos ^murmuré con voz cansada—. Nadie tiene derecho a destruir lo que fue creado. Nadie puede erigirse en juez o verdugo de los demás. Porque, según esos mismos textos que usted cita tan enfáticamente, Weld, aquel que juzgue será juzgado. Tiene que detenerse, reflexionar, comprender que usted, solamente usted, un insignificante individuo gris y vulgar, no puede romper la historia, no debe cambiar el curso de los acontecimientos, borrar al mundo de la faz planetaria.

— Se equivoca, amigo. Yo, un hombre gris y vulgar como dice, una persona insignificante, puede hacer mucho. Tanto, que la humanidad entera depende ahora de mí, y los grandes y poderosos dejan de serlo ante mi voluntad única y superior. . ¡Yo,

Garko Weld, de quien todos se reían por creerme un pobre diablo... yo, solamente yo..

destruiré al mundo! Mi mano borrará pasado, presente y futuro de la humanidad, y este miserable planeta no será nada.. Todos ustedes, los que proceden del futuro, ni siquiera habrán nacido. ¡No existirán! ¡Su mundo es tan falso, tan ficticio, que ni siquiera llegará a ser alguna vez lo que piensan que es! Y sus cuerpos y almas se perderán en la nada infinita, en lo que nunca fue, en el eterno abismo de lo que no existe. .

Soltó una carcajada áspera y crispada, mientras su mano adelantaba para volarnos a tiros la cabeza con varios disparos a bocajarro. Val no era capaz de hacer nada. Su brazo sangraba mucho, a la altura del hombro, y había perdido ya toda posibilidad de luchar. Estaba semiinconsciente, mirando turbiamente a nuestro enemigo.

De modo que ahora, sólo quedaba yo ante el demente mesiánico. Tal vez el ordenador tuvo razón. Y Cord también.

Tal vez todo estaba, a fin de cuentas, en mis manos. Humildemente, podía ser el gran fracaso o el gran éxito de una misión imposible.

Fuese como fuese, tenía que luchar por sobrevivir. Y eso es lo que hice, justo cuando Garko disparaba su maldita arma sobre mí.

Salí de mi aparente pasividad ante el dueño de la situación, y disparé mis piernas contra él, en un perfecto impulso de lucha oriental que, evidentemente, Garko desconocía por completo. De otro modo, no se hubiera puesto a la distancia precisa de mis pies.

Ambas piernas, lanzadas hacia adelante como un resorte, le alcanzaron de lleno, con un duro impacto. Saltó atrás, lanzando un juramento de asombro, y su arma, al dispararse, lo hizo providencialmente sobre mi cabeza, a causa de ese impulso brusco, rozándome la bala los cabellos.

Trompicado, cayó hacia atrás, y yo salté sobre él como un tigre furioso, dispuesto, si era preciso, a morir matando. Cuando menos, pensé, aquel tipo no se saldría con la suya, regresando al punto de partida para cumplir su amenaza y hacer posible aquella siniestra noticia de un periódico de 1993.

Me golpeó rudamente en la cabeza con el cañón del arma, al no poder dispararla de nuevo con la suficiente rapidez. Sentí el impacto y algo cálido corrió por mi frente y pómulo, pero no me preocupó. Le tenía acorralado contra el tablero de mandos de su rústica máquina del tiempo, y allí forcejeamos los dos rabiosamente, con todas nuestras fuerzas.

 

El maníaco de la destrucción era físicamente muy fuerte, ya me había percatado de ello en Moscú, cuando demostraba su rapidez y potencia física huyendo de las tropas y policía soviéticas, tras el fallido atentado. Ahora lo demostraba sobradamente, oponiendo una resistencia férrea a mis afanes por derrotarle. Recibí un rodillazo brutal en el abdomen, y varios cabezazos en el rostro. También brotó sangre de mi nariz, pero seguí luchando con él sin ceder un ápice, seguro de que si me dejaba un momento dominar y cedía a mi debilidad creciente, terminaría por asesinarnos a Val y a mí.

— Te mataré, cerdo entrometido .. —jadeó—. Te mataré..

Yo no perdía tiempo ni energías en hablar. Contenía el aliento y ponía todo mi afán en derrotar a aquel temible enemigo. Golpeamos los muros de chapa claveteada del extraño artilugio temporal, yendo de un lado para otro. Val nos veía ir y venir, sin poder reaccionar, debilitada por el dolor y la pérdida de sangre, y posiblemente también por el efecto que la bala debía producir en el interior de sus desgarrados tejidos, alojada en su hombro.

Estuvo a punto de vencerme en un determinado momento, cuando logró hacerme perder el equilibrio mediante una serie de rodillazos en mis piernas, y caí hacia atrás, golpeándome en las planchas curvadas del recinto esférico en que nos movíamos, viajando por la nada o por lo imposible, en una dimensión que no era real, al margen del espacio y del tiempo.

Noté el fuerte dolor en mi nuca, y una sensación de desvanecimiento me asaltó.

Se heló la sangre en mis venas. Si me desplomaba inconsciente, ya nunca más despertaría. Garko Weld me asesinarla en ese estado, y habría dejado de existir, lo mismo que el mundo al que pertenecía.

Dominé el dolor y la sensación de agotamiento físico y mental. Aturdido, torpe y cansado, pero luchando a la desesperada, cuando él esperaba triunfalmente pegarme un golpe de gracia y abatirme, le vi venir con una sonrisa de triunfo, enarbolando su pistola para pegarme con ella en el rostro y derribarme de modo definitivo.

Logré apartarme. Se pegó contra la pared metálica. Torpe, pero decidido, le masacré la cabeza con ambas manos unidas, a modo de mazo. Exhaló un grito ronco, se tambaleó, mirándome con ojos vidriosos, y entonces le disparé otra vez mi pierna, en un golpe de tae-kwon-do, lanzándole contra los mandos violentamente. Se golpeó en el tablero de primarios mandos, exhaló un gemido apagado y se desplomó. Yo me mantuve en pie, apoyándome en los muros cóncavos que me rodeaban. Vi saltar un leve chispazo de aquel tablero rudimentario.

Y ocurrió algo.

 

La peonza en que viajábamos pareció volverse loca. Empezó a trompicar, a dar saltos bruscos, derribándonos a Val y a mí de pared en pared, dando tumbos, lo mismo que al inconsciente Garko.

Luego, emitió una serie de jadeos y chirridos, sonó un estampido en alguna parte, dentro de ella, y noté que sus giros se hacían cada vez más lentos, hasta quedar inmóviles en alguna parte, en algún lugar en el tiempo..

— Nos hemos detenido —murmuré, inclinándome hacia Val, tras comprobar que Garko Weld estaba totalmente groggy— No sé dónde ni cuándo, pero nos hemos detenido..

Ella me miró triste, opacamente. Sus ojos no tenían el brillo ni la vida de antes.

La sangre se había secado en su brazo, sobre las ropas de abrigo de aspecto ruso. La estudié, preocupado.

— Val, necesitas ayuda médica —dije—, Y pronto. Si supiera dónde estamos ahora..

La oí musitar algo entre dientes, sin mucha claridad. Toqué su frente y su muñeca. Estaba ardiendo. Su pulso era irregular y precipitado. Tenía fiebre, sin duda alguna.

— Debo hacer algo —murmuré, hablando conmigo mismo—. Pero ¿qué, maldita sea? Ante todo, asomar la nariz fuera, ver qué es lo que me rodea. .

Me decidí. Tanteé el panel metálico de remaches donde viera antes la escotilla que nos había servido para penetrar en el extraño vehículo. Encontré un resorte. Lo manipulé.

La escotilla cedió, con un chirrido de bisagras mal lubricadas. Para ser una máquina del tiempo, pensé, respondía como una vetusta cafetera. Pero al menos respondía. Y eso era algo.

Me armé de valor. Ni siquiera imaginaba lo que podía encontrarme fuera de aquel recinto herrumbroso que nos había sacado de un apuro en Moscú, para meternos en otro y ahora.. sólo Dios sabía en qué.

Me encaramé al asiento y asomé la cabeza. Creo que en ese momento, mis manos temblaban. Y mi fe también. Después de todo, aquella máquina se diferenciaba bastante de los métodos de teletransporte de materia usado por Cord y Val en su futuro mundo del 2340.

Asomó la cabeza al exterior.

Y vi lo que nos rodeaba. Aun ahora, mi mente vacila. Me pregunto si, realmente, viví aquella experiencia incrédula, una vez más en mi aventura más allá de todo lo que yo consideraba posible.

 

Reconocí las calles en pendiente pronunciada. Los edificios y la bahía al fondo, el ambiente mismo de la ciudad que tan bien conocía. Pero asimismo pude identificar el estilo de las viviendas, de las farolas, de todo cuanto veía en aquellas rúas tan familiares a mis ojos.

Estaba en San Francisco, sí. Pero en un San Francisco con farolas de gas, con el momento en que fue construida la pesada y fea máquina en que nos hallábamos.

Y comprendí. Comprendí, con una mezcla de horror y desaliento.

Estábamos en San Francisco. En 1906.

Justo cuando acababa de llegar a tan desoladora conclusión, una voz áspera y ruda manifestó, mientras sonaba un estampido de arma de fuego muy cerca de mí: — Eh, maldita sea. ., ¿qué ocurre ahí? ¿Qué pasa con mi máquina? ¿Quién es usted, por todos los diablos? ¡Responda, antes de que le vuele los sesos de un balazo!

 

CAPÍTULO VII

 

El hombre apareció ante mis narices como llovido del cielo. Su escopeta me encañonó sin contemplaciones.

— Usted debe ser uno de esos golfos amigotes de mi ayudante, un sucio emigrante europeo, si no me equivoco, ¿verdad? — farfulló aquel tipo, manteniendo su dedo en el gatillo, de forma amenazadora, sin quitarme la vista de encima.

Tenía un modo peculiar de hablar americano que yo no había oído antes de ahora. Era de edad avanzada, posiblemente sobre los sesenta años. Pelo canoso, revuelto y en desorden, rostro rugoso, gesto adusto, ojos marrones de brillo hostil, y ropas desvaídas de color, demasiado amplias y arrugadas para él. Todo se reducía a un pantalón, tirantes, una camisa gris, un chaleco lleno de manchas y unos zapatos viejos, en unos pies sin calcetines. Su escopeta era la típica de finales del siglo XIX, pesada, fea y eficaz, sin duda alguna.

— No dispare — rogué, alzando mis brazos con rapidez—. Soy tan americano como pueda serlo usted, señor. Nací en esta ciudad.

— Pues yo no, joven — me replicó con cierto sentido del humor, dentro de su acidez agresiva—. Soy irlandés de nacimiento. Vine a este país siendo joven, creyendo que esto sería hermoso y digno de dedicarle toda una vida. Ahora lo dudo mucho.

Vamos, salga de ahí sin bajar los brazos. No creo que me haya dicho la verdad. Debe ser uno de esos condenados eslavos que deambulan por aquí robando lo que pueden, emborrachándose y cantando canciones que sólo ellos entienden. . No intente nada, ¿está claro?

— Palabra que no, señor —salí de la esfera metálica con cautela, temiendo que en cualquier momento me volase la cabeza de un tiro—. Ahí dentro hay gente que necesita ayuda. Sobre todo, la mujer. Está herida. Un disparo.

— ¿Herida? ¿Una mujer? —se sobresaltó el hombre, con aire estupefacto—, ¿Quién es ella? ¿Cómo llegó hasta mi máquina del ti.. ?

 

Se detuvo. No completó la palabra. Parecía arrepentido de haberla pronunciado.

Yo le miré, intrigado, una vez puse pie en tierra, en un suelo terroso, cubierto de briznas de paja. Miré en torno. Aquello parecía un establo o un corral, con una tapia sobre la que eran visibles las casas y calles de San Francisco, sólo cuando se estaba en un punto alto, como la escotilla del trompo metálico, parado ahora en medio de aquel recinto.

— ¿Ha querido decir la máquina del tiempo? —pregunté.

El tipo me clavó una mirada asesina. Luego, me clavó los cañones de la escopeta en el abdomen. Su gesto era ya claramente preocupado y hosco.

— ¿Quién le contó eso? —farfulló — . Está metido en el robo, ¿eh?

— ¿Robo? —repetí—. ¿Qué robo?

— El de eso, naturalmente —señaló la peonza de metal — . Me lo quitaron.

Estuvo ausente de aquí varios días. De repente, reaparece. Y usted, un desconocido, sale de él como si tal cosa. ¿Fue mi ayudante quien le refirió lo de la máquina acaso?

— No sé quién sea su ayudante, señor. ¿Acaso es usted el profesor Stonefield?

Enarcó las cejas, perplejo. Me estudió con recelo.

— Sabe muy bien que sí —farfulló — . Yo fabriqué ese ingenio. Es mío. Pero no puedo entregarles a la policía. Me tomarían por loco si dijera para lo que sirve esa máquina por la que tanto luché.. ¿Cuál es su nombre, de dónde viene? No me creo eso de San Francisco..

— Pues es cierto. Nací aquí —suspiré—. Pero no va a creerme. Nací... o naceré...

dentro de más de medio siglo.. Yo soy de otra época, profesor. Soy. . del futuro. De su futuro, claro está. Y la mujer herida que yace ahí dentro. . es de mucho más lejos. Del siglo XXIV. . Mi nombre es Mark Randall, y soy policía federal en mi tiempo.. Puedo demostrárselo, profesor Stonefield. .

— Dios, no puede ser... —me miró estupefacto, y bastante incrédulo—. No puede ser... Yo. ., yo nunca llegué a probar mi máquina. Ese maldito— Garko me la quitó antes de tiempo, antes de poderla probar. .

— ¿Garko, ha dicho? —me sobresalté—. ¿Garko Weld?

— Veo que le conoce muy bien. ¿Y dice que no es un compinche suyo? ¡El, mi propio ayudante, a quien di cobijo en mi casa y trabajo en mi negocio, me engañó y me robó! Cuando le ponga la mano encima..

— Ahora puede hacerlo —dije gravemente, interrumpiéndole—. Está ahí dentro, inconsciente. Pero es algo más de lo que usted dice. No es sólo un pillo y un ladrón. Es un loco mesiánico, un asesino, un fanático que desea el Apocalipsis..

 

Me miró, atónito. Luego meneó la cabeza afirmativamente. Y confesó, bajando lentamente el arma:

— Sí, creo que me está diciendo la verdad. Siempre pensé que Garko estaba rematadamente loco y todos peligrábamos por su culpa. Usted me lo confirma, Randall. Si es cierto que trae ahí dentro a ese maldito emigrante, empezaré a creer en usted...

 

*

 

Fue una cena muy agradable.

Además, Val estaba muy recuperada ya. Había cedido la fiebre, permanecía sentada en el sillón, tras tomar un caldo y una infusión, y sonreía débilmente, pálida pero serena, en tanto el profesor Stonefield y yo apurábamos los vasos de buen whisky escocés tras la cena ofrecida.

La idea de que Garko Weld estaba arriba, bien sujeto a una pesada cama de hierro con cadenas y ligaduras, a la espera de una decisión del profesor, me tranquilizaba bastante, aunque confieso que no del todo.

El hombre habla escuchado mi historia en silencio, fumando tabaco de lata en una vieja pipa gastada por la combustión. Temí que no creyera una sola palabra. Pero me llevé una gran sorpresa al final, cuando apuró un vaso de scotch y se sirvió otro, bajo la luz de la lámpara de gas que ardía sobre nuestras cabezas. Al viejo profesor seguía sin gustarle el nuevo invento de la electricidad, que por cierto solamente unos pocos privilegiados usaban ya en San Francisco.

— Cielos, qué historia. . —murmuró — . Al cabo de todo eso, mi pobre invento es una bagatela, una tontería primitiva. ..

— No tanto, profesor —sonreí—. De no ser por su máquina. . ahora quizás habríamos muerto Val y yo en Moscú, en el año 1993. Su ingenio nos sacó de apuros.

— Mi ingenio. . Dios, ¿y ese maldito Garko se lo llevó consigo hasta el siglo XXIV?

— Eso es lo que hizo. Por eso los registros de esa época no revelan nada sobre el tal Garko Weld. Sencillamente, no pertenecía a ese tiempo. Procedía de 1906, pero ¿quién podía imaginar en ese remoto futuro, que un desconocido científico, a principios del siglo XX, había dado con el gran secreto del viaje en el tiempo, y que a causa de ello un emigrante europeo de esa época deambulaba por el futuro, intentando provocar el holocausto final del planeta Tierra?

 

— Sí, maldito sea. Garko Weld. . El escapó de 1906 para liar todo eso. ¿Quién podía imaginarlo? Y gracias a mi pobre máquina. . Quisiera hacer algo por enmendar mis culpas en todo esto..

— No son suyas las culpas, profesor. Usted, como hombre de ciencia, trabajó en una idea que para esta época era revolucionaria, fantástica de todo punto, y tuvo éxito. Su ingenio resultó. Que un loco sin escrúpulos lo usara en su beneficio, en nada le inculpa a usted. Lo importante es evitar que Weld vuelva a viajar al futuro, porque ello implicaría el gran desastre. Ya ha podido echar una ojeada a ese ejemplar del periódico de esta ciudad, en 1993. Y yo le confirmo que vi con mis propios ojos caer herido de muerte al presidente de nuestro país en esa época. .

— Sí, entiendo.. —miró a Val, con bonachona expresión. Gracias a él, que no sólo era profesor de física, sino doctor en medicina con anterioridad, la bala de la herida estaba extirpada, y la mejoría de Val era evidente, pese a los medios rudimentarios de sanidad de su tiempo—. ¿Se encuentra mejor, señorita?

— Sí, gracias —musitó ella dulcemente, dedicándole una tenue sonrisa. Luego, añadió con tono preocupado—: De modo que Garko Weld, en realidad, tiene treinta y cinco años en este año de 1906. . y desde este presente viajó a nuestro futuro.. y al de Randall.

— Eso es —asintió Stonefield con gesto taciturno—. Dios mío, yo que soñé con viajar a épocas remotas, como Herbert George Welles en su hermoso relato.. Por eso adelanté mis investigaciones en esa materia. . y cuando conseguí la Máquina, me creí dueño y señor del mundo.. ¡El mundo! Un mundo que, sin saberlo, yo mismo condenaba al caos, a través de un ayudante ladrón y enloquecido..

Asentí, pensativo. Mi mirada se desplazaba con vaguedad por el confortable comedor familiar del profesor. De repente, clavé mis ojos en un calendario amarillento, colgado tras el profesor. Había una serie de fechas cruzadas con un aspa.

Era el mes de abril. Abril de 1906. Estaban tachadas todas las flechas, hasta el día 15. Día 16. . Estaba sin marcar. Algo vago, confuso, se agitó en mi mente, pero no sabía lo que era. Pese a ello, pregunté al profesor: — Hoy estamos a día dieciséis de abril de 1906, ¿no es cierto?

— Sí, así es —asintió afablemente el profesor—, ¿Por qué lo pregunta, Randall?

— No, por nada —moví la cabeza, confuso—. Creí recordar esa fecha por alguna razón, pero no sé cuál.. Mi mente está bastante confusa últimamente..

— Debería acostarse un rato —sentenció Stonefield—. Es tarde. Y está agotado.

Usted también, señorita.. Descansen unas horas. Mañana resolveremos lo que sea, respecto a Garko Weld. .

 

— ¿Mañana? —dudé —. El tiempo apremia, profesor. .

— Apremia su tiempo, no el mío —sonrió Stonefield con cazurrería — .

Recuerden que mientras no viajasen en esa máquina o mediante sus propios métodos, nada sucederá. Estando aquí Garko prisionero, no hay peligro posible. Ahora, el tiempo no corre.

— Eso es cierto —corroboró Val, cuyos ojos tristes hablaban de su fatiga.

— Tiene razón —acepté al fin—. Descansaremos esta noche, en un tiempo que no es el nuestro, profesor. Mañana será el momento de tomar decisiones, apenas amanezca.

— Es una idea sensata —aprobó el veterano investigador científico—. Arriba tengo dos habitaciones que les acogerán confortablemente hasta el nuevo día. Felices sueños, amigos míos. No cada día tiene uno huéspedes tan singulares como ustedes..

— Y no todos los días uno puede acostarse en una cama y dormir toda una noche.. cincuenta y tantos años antes de haber nacido —sonreí, incorporándome con un bostezo.

Val y yo nos retiramos. El profesor tenía razón. Las habitaciones eran pulcras, limpias y confortables. Val ocupó la vecina a mí. Garko ocupaba otra, al otro lado del pasillo, y seguía fuertemente atado por cadenas y cuerdas. Se limitó a miramos con odio cuando comprobé que no había peligro de que se evadiese.

— Buenas noches, amigos —nos deseó el buen profesor, antes de retirarnos.

Me acosté y me quedé dormido de inmediato. Hubiera podido descansar toda la noche de un tirón. No sé por qué, algo me despertó en plena madrugada. Ignoro si fue mi instinto o algo superior. Nunca lo sabré, seguramente. Pero ocurrió.

Abrí los ojos en la penumbra. Hacía una noche ligeramente nubosa, cálida y húmeda. Había un extraño silencio en la oscuridad. Sólo oí aullidos y ladridos de perro en la distancia. Parecían inquietos por algo. Me incorporé, sudoroso. Miré mi reloj. No, esa hora no valla. No encajaba en la realidad actual. Pero había un reloj de cuco en la pared, frente a mi cama. Encendí un fósforo y lo miré.

Eran las cuatro y media de la madrugada. Estábamos ya al día 17 de abril. De 1906. .

¡Mil novecientos seis!

Pegué un salto en la cama. De repente, todo tenía sentido. Mi inquietud, mi presentimiento, los aullidos de los perros, la rara calma sobre la ciudad. .

Estaba claro, terriblemente claro. .

Día dieciséis.. No, no era el dieciséis. Ya no. Estábamos a diecisiete. Las cuatro y media de la mañana del diecisiete de abril de 1906. . San Francisco...

 

¡El terremoto!

Poco antes de las cinco de la mañana de aquel día 17, habla tenido lugar el terremoto de San Francisco. Ahora lo recordaba. Terrible, nítidamente. En toda su espantosa significación.

|La ciudad entera estaba a punto de temblar en torno nuestro, bajo nuestros propios pies, durante un trágico e interminable minuto, al que seguirían setenta y dos horas de incendios, explosiones de gas, muerte, destrucción y horror!

Tres días de caos mortal, cuatrocientos millones de dólares en pérdidas materiales, más de seiscientas vida pérdidas, toda una ciudad destruida.. Era lo que decía la historia.

|Y ahora, Val y yo estábamos, por capricho del Destino, justo en el ojo del huracán, como se le llama a estas cosas!

— El terremoto.. —gemí, saltando como enloquecido hacia la puerta de mi alcoba—. ¡Faltan sólo unos minutos para que se produzca, Dios mío.. !

En ese instante, la voz de Val gritó con terror en alguna parte.

 

CAPÍTULO VIII

 

— ¡Val, Valí —Chillé, histérico, saltando descalzo al pasillo, corriendo sobre el suelo de madera, en busca de su habitación.

Cuando entré era ya tarde. Vi la ventana abierta, la cama vacía. Val no estaba.

Pero sus gritos eran audibles allá fuera. Corrí al hueco de guillotina, asomé fuera..

El horror me atenazó como una garra helada. Sentí que se erizaban mis cabellos.

¡Garko Weld, en libertad, corría con Val en sus brazos, a través del corral en cuyo centro se alzaba la pesada máquina del profesor Stonefield, cubierta por lonas desde nuestra llegada.

— ¡Dios mío, no! —rugí, horrorizado, al comprender lo espantoso de aquella posibilidad. Y lo malo es que apenas había tiempo ya. En cualquier momento, el suelo comenzaría a temblar, y otra especie de holocausto, menos terrible y más limitado que el soñado por aquel loco destructor, se iniciaría en la ciudad de San Francisco, aunque quizás en ese cataclismo encontráramos la muerte junto a otros muchos, para desastre futuro de un mundo en peligro mortal.

Salvé la ventana de un brinco, justo cuando oía a mis espaldas un gemido ronco.

Tuve tiempo de ver, al girar la mirada en pleno salto, al profesor Stonefield, arrastrándose, con la cabeza ensangrentada, en dirección á la puerta de la alcoba de Val, en un esfuerzo desesperado por evitar algo que ya era inevitable de todo punto.

No era difícil imaginar lo sucedido: Garko se había liberado, atacando al profesor e hiriéndole gravemente, antes de tomar como rehén a Val y llevársela consigo a su loca aventura hacia el futuro, en busca del fin de la humanidad.

Ahora, solamente yo podía interponerme entre él y el Apocalipsis. El ordenador del lejano siglo XXIV tuvo razón después de todo. O lo conseguía yo, o no lo conseguía nadie, pensé al tocar con mis pies en el suelo del amplio corral. Y luego corrí como un desesperado hacia el enorme trompo situado en medio del recinto, al que ya escalaba Garko, llevando a Val consigo siempre, para abrir la escotilla, entrar en la máquina y

sacarla de su punto inicial de 1906, al que la avería producida por nuestra pelea anterior, había devuelto a su lugar de origen en el tiempo y el espacio.

El eslavo me miró con odio profundo mientras forcejeaba con las bisagras y el resorte de la escotilla para abrirse paso al interior. Yo no llevaba armas en mi mano, ni me importaba demasiado. Empecé a escalar el trompo de metal tras de él. Garko jadeó, sin dejar de manipular la entrada:

— Esta vez no, maldito entrometido.. ¡Esta vez no! ¡Te haré pedazos antes de que me impidas abrir esto y escapar con tu dulce amiguita! ¡Conseguiré mis propósitos, lo juro!

— Sabes que no podrás hacerlo —mascullé, sin ceder un ápice, aunque mis manos resbalaban sobre las planchas curvadas del ingenio del profesor Stonefield, en mi afán por darle alcance lo antes posible—. Dentro de poco, podemos ser destruidos todos nosotros aquí.. ¡pero el mundo sobrevivirá, como ha sobrevivido siempre!

Me miró con ojos estúpidos y demenciales a la vez. Comprendí que no sabía nada de la historia. Ignoraba que ésta era la noche terrible de San Francisco. No tenía ni la menor idea de que se avecinaba un espantoso movimiento sísmico que iba a cambiar la propia fisonomía e historia de la ciudad de San Francisco. Y quizás la nuestra propia, embarcados en aquella locura a través del tiempo.

— ¡Randall, evítelo! —oí gemir al profesor, desde la ventana, con voz desgarradora y rota — . ¡Impida lo peor, por lo que más quiera! ¡Trate de evitarlo, amigo mío.. y Dios le bendiga si es que lo logra!

Volví la cabeza. Le miré. Estaba lívido, cubierto de sangre. Comprendí que agonizaba y, asesinado por su propio ayudante, iba a irse de este mundo sin saber al fin si yo salvaba a la humanidad futura o no.

— ¡Profesor, hay poco tiempo! —grité—. ]Hoy es diecisiete de abril de 1906, y es la fecha en que San Francisco entero va a ser destruido por un terremoto y un incendio subsiguiente que aniquilará la ciudad que usted ha conocido! ¡Tengo que actuar antes de que eso ocurra, o nunca frenaremos a Garko Weld!

Me miró con ojos de horror. Garko entraba ya en la máquina del tiempo. Yo resbalaba sobre la superficie convexa del gran trompo de metal. Stonefield entendió.

Alargué mis brazos para aferrar a Weld fuese como fuese.

Y en ese momento, sentí temblar el suelo bajo mis pies.

El gran terremoto de 1906 había comenzado.

 

*

 

Sentí el escalofrío del horror ante la magnitud de lo que estaba viviendo en esos dramáticos momentos.

Yo, un hombre de finales del siglo XX, en plena juventud, estaba asistiendo, como personaje de la tragedia, al terremoto que había dejado en la historia su huella de muerte y destrucción, que había arrasado una ciudad, primero con sus sacudidas, ambas juntas de sólo un minuto de duración, pero suficiente para convertir San Francisco de California, capital de la Costa Bárbara de su época, como se la llamó, en un montón de ruinas humeantes, tras setenta y dos horas de pesadilla, en las que conductos de gas, depósitos de combustible y cuanto era susceptible de inflamarse, reventó entre llamaradas gigantescas que arrasaron barrios enteros y conmovieron al mundo.

Yo estaba viviendo aquello de lo que tanto leyera en otros tiempos, y además intentaba, en desesperada lucha contra el reloj, no sólo sobrevivir a una catástrofe que no correspondía al ciclo de mi vida real, sino impedir que escapara de ella un hombre cuya supervivencia significaba el fin de todo lo conocido.

Creo que fueron unos segundos de angustia suprema, de pesadilla auténtica, en los que todo estuvo en juego, pendiente de un delgado hilo quebradizo: mi propia existencia y la del planeta en que habitaba. El futuro de la humanidad, en suma.

El suelo se estremecía con convulsiones rápidas y violentas. Empezó a agrietarse en algunos puntos, y oí lejanas explosiones, gritos de terror y crujir de edificios de madera y ladrillo. Empezaron a caer cascotes, tembló el trompo del tiempo, con chirrido agrio de metal, y vi a Garko Weld desorbitar sus ojos, aterrado, a punto ya de penetrar en el ingenio del profesor Stonefield.

— ¡Dios, el terremoto! —le oí jadear, lívido su rostro por un pánico repentino—.

¡Tengo que salir de aquí cuanto antes, no había contado con esto!

Nadie, ni siquiera yo, habla contado con ello. Me caía de la superficie de la esfera metálica, y él estaba a punto de cerrar la escotilla, con Val en su poder. Si los perdía ahora, todo se habría perdido con ellos.

Esa idea desesperada espoleó mis ánimos y me hizo sacar fuerzas de flaqueza, en unos momentos en que ya casi me daba por vencido y maldecía el remoto ordenador del futuro, que tal error había cometido al elegir mi nombre.

Mientras las paredes y tapias del establo se desmoronaban como arena en torno mío, el suelo formaba espantosos desgajamientos, y la ciudad toda se estremecía, comenzando el segundo y más poderoso temblor de su suelo, luché denodadamente por no caer. Me afiancé en cada junta, en cada remache del tosco instrumento para

viajar en el tiempo. Y subí. Subí palmo a palmo, hasta llegar a la escotilla que se cerraba ya.

Val, angustiada, tendió sus brazos hacia mí. La sujeté por ambas manos. Una sacudida más fuerte que las anteriores, que hizo resquebrajarse en la base de la peonza de metal el suelo con un crujido aterrador, bailoteó la máquina e hizo caer a su interior, violentamente, a Garko Weld.

Eso le hizo soltar a Val, con un juramento obsceno.

Y Val salió milagrosamente entre mis brazos, cayendo ambos, violentamente también pero fuera de la maldita máquina, al suelo que se abría en grietas profundas en torno nuestro, mientras la casa del profesor Stonefield comenzaba a ceder, y las llamas brotaban de su tubería de gas, con sibilante amenaza.

— ¡Gracias, Mark querido, gracias! —susurró ella, abrazándose a mí y rodando los dos por el suelo, no lejos de una de aquellas insondables aberturas causadas por el terrible movimiento sísmico.

— No me las des aún, Val —susurré, angustiado—. Mira, ese maldito Weld se va, se nos escapa. . ¡Vamos a perder la última oportunidad!

Pero no podíamos hacer otra cosa. Miramos desde el suelo, abrazado el uno al otro como héroes de un fracasado folletín de aventuras de otro tiempo, cómo se cerraba la escotilla, cómo empezaba a vibrar el maldito trompo, cómo se iniciaba, así la última y dantesca singladura de Garko Weld, el destructor, rumbo de nuevo al futuro, para cumplir su ansiado proyecto aniquilador. .

El trompo aumentó sus rotaciones, sibilante. Vimos que, de un momento a otro, comenzaría a diluirse en el aire, a disolverse en la nada, absorbido hacia la dimensión intemporal, invisible, donde cruzaba de época a época, lejos ya de nuestro alcance, sin remedio..

En ese instante, en plena apoteosis del terremoto, el suelo se conmovió, con un crujido estremecedor, abriéndose una gigantesca grieta en él. Justo debajo del mecanismo del tiempo.

El invento nefasto del infortunado profesor Stonefield, se precipitó a aquel repentino abismo, perdido el soporte sobre el que giraba. Comenzó a desaparecer dentro de la grieta, velozmente. La resquebrajadura se comenzó a cerrar, mientras el suelo de toda la ciudad temblaba violentamente.

Cogió entre sus dos lados a la máquina, estrujándola como si fuese de papel.

Vimos arrugarse, desgarrarse, hacerse láminas retorcidas, toda su forma redondeada, mientras la abertura en la tierra la engullía implacablemente..

 

De su interior, nos llegó un grito de suprema angustia y terror. Esta vez, Garko Weld nada podía hacer por huir a su destino. Alguien, mucho más poderoso que él, había intervenido en su vida, poniéndola fin y, con ella, todo lo que él representaba.

Vimos emerger sus brazos agitados, sus manos crispadas, clamando inútilmente a algo o alguien, entre los hierros retorcidos que se sumergían en la sima terrestre, y eso fue todo.

Con un chasquido aterrador, la tierra se cerró de nuevo. No quedaba sobre ella ni el menor rastro de la máquina del tiempo. Ni tampoco de su único ocupante. .

Val y yo nos miramos, aterrados. Nos incorporamos, sin saber si reír o llorar ante la tragedia. El mundo se había salvado. Garko Weld habla perdido su última batalla. No ante mí, ni ante Cord o Val, los emisarios del futuro.

El destino, o acaso la misma mano de Dios, había impedido que él destruyese todo lo creado.

— ¡Vamos, hay que salir de aquí! —gemí, recordando el terrible peligro que corríamos allí en estos momentos, cercados de ruinas, edificios que se desplomaban como castillos de naipes, suelos que se abrían y cerraban como fauces hambrientas, cuerpos ensangrentados y sin vida, el de! pobre Stonefield entre ellos, y llamas que comenzaban a lamer los muros en ruina.

Corrimos Val y yo sin saber hacia dónde, a través de una ciudad enloquecida, cuya noche era ahora oscura, dantesca, cuando no iluminada por el resplandor cárdeno de los incendios o de las explosiones. El aire olla a gas, a fuego, a sangre y a muerte.

Tan súbito como se iniciara, cesó el terremoto. Pero no sus efectos devastadores, que convertían la ciudad en una pira llameante, cuyo humo se iba elevando, oscuro y denso, hacia el cielo.

Corrimos alucinados, a través de calles donde las farolas parecían de goma, dobladas grotescamente, entre montones de cascotes, maderas astilladas y gente que corría alrededor nuestro, sin saber tampoco adónde huir.

Nos cruzamos con coches de bomberos haciendo tintinear sus campanas, con militares que, sable en ristre, impedían el pillaje y protegían a la población civil, policías que luchaban contra la histeria colectiva, ambulancias que comenzaban a recorrer la ciudad, tiradas por caballos, llevando consigo heridos o muertos incontables.

— Dios mío, Mark, esto es horrible.. —oí sollozar a Val, que corría a mi lado, aferrándome la mano con fuerza.

 

— Claro que lo es —susurré—, Pero ha sucedido hace mucho tiempo ya, Val.

Muy lejos de tu tiempo, e incluso del mío.. Sin embargo, estamos viviendo ahora todo su horror.

Por fortuna, el caos era demasiado grande para que nadie se fijara en que mis ropas interiores, o las de Val, con las que la tragedia nos había sorprendido en plena noche, correspondían a una época que no era la que estábamos conociendo en estos momentos. Estremecido, me detuve de repente en una esquina, y miré a Val, hablando entre jadeos:

— Val, sin tus ropas ahora.. ¿será posible regresar utilizando tus medios? —y la duda, el horror de tener que quedarme prisionero de una época que no era la mía, en aquellos inicios del siglo XX, hacían temblar mi voz.

Val sonrió suave, dulcemente. Había esperanza y seguridad en ella.

— Claro, querido —musitó—. Tenemos que encontrar el punto cero, eso es todo.

— Dios, el punto cero, lo había olvidado —murmuré—, ¿Cuál es?

— El mismo del principio, Mark: Russian Hill, frente a tu casa..

— Oh, cierto, cierto —me pegué una palmada en la frente.

Miré a mi alrededor, al dantesco espectáculo de llamas, ruinas y terror que era ahora San Francisco, tratando de orientarme entre edificios que me eran absolutamente desconocidos, y la humareda cada vez más densa. Tiré de Val cuando creí haberlo conseguido—. ¡Vamos, por aquí, pronto!

Corrimos de nuevo. No sé por cuánto tiempo. Pero alcanzamos Russian Hill, donde el fuego aún no habla hecho presa sino en un par de manzanas, que los bomberos rodeaban esforzándose en apagarlo. Vi la esquina cercana a mi casa. No se parecía demasiado. Ni a mi época ni, mucho menos, a la de Cord y Val.

Ahora la ocupaban una sombrerería y una sala de billares, típicamente Victorianos. La farola era de gas, y estaba medio torcida, entre las grietas producidas por la sacudida sísmica.

Me detuve. Señalé el punto preciso.

— Aquí.. —susurré—. ¿Podemos dar el gran salto ahora, Val?

— Por supuesto —asintió ella con un suspiro, extrayendo de sus ropas interiores una placa magnética que adhirió a su pecho. Era oblonga y brillante.

Ignoraba sus propiedades, pero imaginé que era la forma de concentrar la energía para proyectar la materia a través del tiempo y del espacio.

— Cógete fuerte a mi mano —susurró ella.

—Sí, Val.

 

— Luego, cuando veas a tu alrededor tu propia época, suéltame pronto, Mark.

¿Lo harás?

— ¿Por qué? —me sorprendí.

— Tienes que hacerlo de inmediato —me avisó severamente—. Es preciso, Mark. No preguntes más. Si no lo hicieras, podría ocurrir un desastre.

Estaba demasiado confuso y aturdido para pensar. Asentí, apretando con fuerza la mano de Val. Ella me sonrió con infinita ternura. Besó mis labios, sorprendentemente, me miró a los ojos y me dijo: — Ahora, volvamos, Mark. . Buen viaje a ambos.

Seguí sin entender. Pero a mí alrededor todo estalló en luz, cerré los ojos y me sentí proyectado hacia la nada. Sólo tenía consciencia de que mi mano apretaba la de Val, eso era todo.

Cuando abrí un instante los ojos, todo había cambiado. Estábamos en la misma esquina de Russian Hill, sí. Pero de nuevo estaba allí el club nocturno, la farola eléctrica, mi calle tal como siempre había sido..

Incluso el borracho estaba allí. Canturreaba, avanzando a trompicones hacia la puerta del local.

— |Ya, suéltame!—oí hablar a Val, imperativa.

Lo hice.

Y de repente, comprendí.

Estaba solo en la acera. Val no estaba a mi lado. No había nadie en la maldita calle, excepto el borracho y yo.

— ¡Val! —aullé — . ¡No, no, Val, eso no, querida.. I El beodo me contempló con gesto de sobresalto, como preguntándose quién era el borracho, si él o yo.

Miré a todas partes, alucinado, incrédulo. No vi a Val por parte alguna.

Sencillamente, ya no estaba allí. No había estado en ningún momento durante este viaje. Simple y llanamente, yo me había apeado en mi estación. Y ella seguía hacia la suya.

Por eso me había pedido que la soltara. Yo no podía ir con ella al futuro. Ya no.

Todo había terminado. Justo donde empezó.

Miré las luces de mi apartamento, aún encendidas. Miré mi reloj. No había transcurrido ni un minuto. Ni siquiera diez segundos, pensé. El borracho entraba, con un traspié, en el club nocturno, de cuyo interior me llegó música bailable.

Respiré hondo, horrorizado. Todo había sucedido en ese brevísimo margen de tiempo. De mi tiempo.

 

¿O no había sucedido jamás?

Entonces es cuando me pregunté si lo había soñado. Si todo aquello fue simple producto de mi imaginación.

Y lo hubiera seguido pensando, cuando regresé a casa y, como anonadado, entré en el apartamento de donde saliera sólo unos segundos antes, en compañía de dos embajadores del futuro, Cord y Val.

Hablan sucedido tantas cosas en aquellos breves instantes de mi vida, de una noche de enero en 1993, en la ciudad de San Francisco..

Pero había algo sobre la mesita donde tenía mis cigarrillos y mi encendedor.

Algo que brilló tenuemente bajo la luz cuando yo entré, atrayendo mi atención.

Era una pequeña tarjetita de aquel material plástico o metálico que ellos usaban para sus credenciales. Una tarjetita con algo escrito en ella, con tinta dorada de raro resplandor.

Tomé aquello con mano temblorosa. Leí, fascinado, aquellas breves líneas escritas allí:

Gracias por todo. El ordenador no se equivocó. El mundo está salvado. Gracias de nuevo. Y perdona que no me despidiera. Hubiera sido muy doloroso. Adiós, Mark.

Hasta nunca, Val.

Y debajo, en una sola línea, otra letra más viril añadía: Adiós, amigo. Gracias.

Cord.

Eso era todo. Su mensaje. El mensaje final. Me quedé absorto, estremecido. No, no había sido una alucinación, después de todo. Ellos existían. Existían en alguna parte del tiempo, allá en el remoto futuro.. Y eso queda decir que Garko Weld nunca logró su propósito. Que se quedó para siempre en su lugar en el tiempo, víctima del terremoto de 1906. .

— Val.. —sollocé—. Oh, no, Val..

Pero ella tenía razón. Hasta nunca. Nos separaba demasiada distancia. Una distancia imposible de recorrer. Ella, en estos momentos, aún no había nacido.

Faltaban siglos para eso.

Cuando Val naciera, yo haría siglos que estaría muerto. Y, sin embargo, estaba seguro de que allá, en su tiempo, Val recordaría al hombre que conoció en el pasado, se acordaría de un tal Mark Randall, desaparecido cientos de años atrás. Como yo recordaría, mientras viviese, el suave tacto de su piel, su mirada profunda, su sonrisa dulce y algo triste.. , aunque ella no hubiese nacido aún.

— Val, amor mío.. —musité, sabiendo que eso era cierto, que la amaba. Que amaba a un imposible, a un sueño.

 

Miré la tarjeta, queriendo leer de nuevo sus palabras.

Me asusté. Me desplomé en la butaca, anonadado, sombrío. No había nada allí.

Nada. En mis manos, sólo una rectangular cartulina —o lo que fuese aquel material del futuro, terso y brillante—, donde no había nada escrito. La tinta dorada se había evaporado. Y con ella, las palabras escritas por mis visitantes del mañana.

Creo que entonces lloré.

Sí, lloré. Y no me avergüenza confesarlo.

 

E P I L O G O

 

Ustedes ya conocen el final de mi historia, sin duda.

En 1993, nadie atentó contra el presidente Harfield, por la sencilla razón de que no hubo magnicida en aquella conferencia del centro cultural de San Francisco.

Supe eso más tarde, cuando me interesé por la salud del presidente, y en el hospital creyeron que era una broma de mal gusto. Todo había transcurrido bien. Los diarios publicaban en primera plana sus palabras, mitad enérgicas, mitad pacíficas.

Pero no las noticias sombrías de un atentado. La URSS aceptaba discutir ciertos puntos expuestos por nuestro primer mandatario, de modo amistoso y cordial.

La distensión era un hecho. Ni Moscú ni San Francisco vivieron momentos dramáticos. Yo estaba allí como escolta del presidente, y tenía que saber mejor que nadie que todo iba bien. Sin problemas.

Me costó entender que tenía que ser así. Después de todo, si Garko Weld había muerto en 1906, en el terremoto de San Francisco.. , no pudo estar allí ahora, para disparar sobre el presidente Hartfield. Sencillamente, porque no existía.

Dicho así, parece fácil, incluso lógico. Pero yo sé que no es tan sencillo explicar lo inexplicable. Por eso jamás he revelado a nadie mi historia, la verdad oculta en aquellos dramáticos días que ustedes ni siquiera llegaron a conocer. Porque para ustedes tampoco existieron.

Eso sí, llamé a Jenny a Nueva York. Ella no me habla llamado aquella noche. No llegó a hacerlo, porque no hubo motivo para ello. Era otra de las jugarretas de la relatividad del tiempo..

Pero hablé con ella. Y supe que, realmente, sentía interés por mí. Cuando volví a la costa Este, me reuní con ella nuevamente, en las oficinas federales.

Ahora, Jenny es mi esposa. Formamos una pareja unida y feliz. Es una muchacha hermosa, inteligente y llena de amor por mí. Yo la quiero también. Pero creo que no he podido llegar a amarla jamás.

 

Lo siento, pero no he podido. Ese sentimiento se ha quedado para otra persona.

Para otra mujer.

Una mujer que aún no existe, que ni siquiera ha nacido. Que nacerá dentro de más de trescientos años, allá en el futuro.

A veces, me levanto de la cama, me acerco a la ventana, enciendo un cigarrillo, mientras Jenny duerme, contemplo el cielo estrellado, donde se mueven algunos satélites artificiales e incluso alguna que otra nave espacial, un viaje a Venus, Marte o Júpiter, sin tripulantes a bordo, un viaje más de los programas espaciales de rigor, y recuerdo otro tiempo en que astronaves fantásticas surcarán los cielos, y las ciudades serán resplandecientes bajo los espejos solares.

Y pienso en ella. En Val.

Me pregunto si la soñé, si llegué a verla en realidad alguna vez, o todo fue producto de mi imaginación. Y entonces tengo que ir a mi mesa, abrir un cajón, buscar entre mis cosas.. y acariciar un simple trozo rectangular de cartulina, plástico o metal, no sé qué, terso y brillante, sin nada escrito en él.

Es la prueba. Mi única prueba.

Entonces sé que todo ocurrió. Que fue cierto. Que, aunque separados por una eternidad, ella y yo nos conocimos, nos amamos, fuimos el uno del otro. Y que aunque ya jamás volverán a cruzarse nuestras vidas, ella pensará a veces en mí, allá en el remoto mañana.

Y yo pienso en ella en mi presente. Y sé que la amo.

Pero vuelvo junto a Jenny, me acuesto, la miro tiernamente, la rodeo con mi brazo y ella suspira, pareciendo dormir mejor y más confiada.

Porque la vida es así. Esta es mi vida, y tengo que vivirla como la vive todo el mundo. A pesar de todo. A pesar de Val, incluso.

— Val, te amo —me digo a mí mismo, antes de dormir de nuevo.

Y sé que, de alguna forma, en alguna parte en el tiempo, la voz de ella debe repetir lejos, muy lejos de mí:

— Mark, te amo..