CAPÍTULO PRIMERO
DONALD Lee tenía miedo. Miedo auténtico.
Tener miedo es un sentimiento profundamente humano y, por ello mismo, nada sorprendente ni anormal. Pero en Donald Lee sí era realmente extraño.
Porque Donald Lee no había tenido miedo jamás. No sabía lo que era. Y, sin embargo, ahora, por primera vez en su vida, sabía que estaba asustado. Profunda y terriblemente asustado.
Era una sensación nueva, rara, sorprendente. Pero también molesta.
Desde muy joven había deseado, en realidad, conocer ese sentimiento. A lo largo de su agitada vida, de sus azarosos viajes de un extremo a otro del mundo en busca de la información para sus reportajes, novelas y ensayos sociopolíticos en la amplia geografía de los cinco continentes, había visto a mucha gente asustada. Y a veces había sentido sorpresa y extrañeza, porque él era un hombre que se creía incapaz de sentir ese mismo miedo que, a través de sus experiencias personales, había llegado a ver reflejado en el rostro de niños famélicos, de ancianos sin hogar y sin familia, de gentes huyendo de una guerra o evacuando un lugar bombardeado, de personas apestadas por epidemias tropicales, de pueblos afectados por tifones o inundaciones catastróficas.
El, en todo ese tiempo, había sido simple y frío observador, aunque a veces creyera reflejar apasionadamente en sus escritos las sensaciones y sentimientos de todos aquellos desventurados dominados por la angustia y el terror.
Ahora lo comprendía bien. El testigo de excepción se convertía, de repente, en protagonista. Y empezaba a darse cuenta de que ahora, nada de lo pasado contaba. Sus experiencias en el mundo no le servían de nada en absoluto. Porque él se sentía cogido en el mismo cepo, en la misma telaraña que tantas y tantas veces presenciara impasible en su acción apresadora de otros seres y gentes con las que nada tenía en común aunque hubiera llegado a considerársele, por sus best-sellers, como defensor de los oprimidos del mundo civilizado del siglo XX.
Donald Lee sabía que todo eso era pura publicidad editorial. Él no había pretendido romper lanzas por nadie en toda su vida. Simplemente, había querido ganar dinero. Era un escritor hábil e inteligente, aunque sabía que distaba años-luz de ser genial o simplemente bueno, y no le fue difícil pergeñar libros de venta segura en todos los idiomas, adoptando el aire paternalista de un legítimo defensor de los derechos humanos y de los oprimidos, humildes y subdesarrollados del mundo industrializado y capitalista que él fustigaba despiadadamente en sus páginas vendidas a peso de oro.
Todo ese gigantesco tinglado editorial le había llevado justamente a esto de ahora. A los umbrales de un posible desastre donde, por vez primera, él mismo era el asustado, la víctima.
Y todo, porque a su editor se le había ocurrido la idea de escribir un best-seller sobre el futuro de las guerras en el mundo y las posibilidades secretas de las armas bacteriológicas.
Donald Lee había encontrado sugestivo el tema. Trazó las líneas maestras de su futuro libro, posiblemente otro récord impresionante de venta en el mundo, y se lanzó a la búsqueda de sus personajes, de sus entrevistas, de la difícil y minuciosa investigación que siempre era fase previa a la realización en sí de la obra.
Entre los entrevistados por el escritor, ocupaba lugar preferente un hombre oscuro y poco conocido por el gran público, pero cuyo nombre circulaba en boca de los expertos en el tema, de los políticos internacionales, de las cancillerías y de los agentes secretos de muchas potencias, con evidente respeto.
Ese hombre era el doctor Franz Strodern, de nacionalidad austríaca, nacido exactamente en Innsbruck, sesenta y siete años atrás.
Franz Strodern era famoso por sus trabajos de investigación en Medicina y Toxicología, así como por sus tareas en el difícil campo de la guerra química y de la epidemiología como arma posible de combate en una futura guerra.
Donald Lee no podía, por tanto, dejarse atrás a ese hombre. Concertó con él una breve entrevista en Viena, después de infinitas y fallidas tentativas, primero por localizarle, y posteriormente por entrevistarse con él.
Ahora acababa de regresar de Viena. Su vuelo le había dejado en Londres, donde debía entrevistarse rápidamente con los representantes de su editor en Gran Bretaña, antes de tomar el siguiente vuelo de regreso a Nueva York, su lugar habitual de residencia.
Y ahora, realmente, es cuando se sentía asustado. Más asustado que nunca.
Estaba seguro de haber sido seguido desde Viena hasta el aeropuerto de Heathrow. Pero eso no era lo más inquietante. En otras ocasiones, miembros de seguridad de cualquier país puesto en solfa en sus libros, le habían escoltado y perseguido, amenazadoramente incluso, para obligarle a renunciar a cierto aspecto del tema elegido. Casi siempre se había salido con la suya, y nadie le había llegado a causar daño. Tampoco experimentó el menor temor en esas ocasiones, porque se sentía seguro de sí mismo y no temía a esbirros de ninguna clase.
Ahora era distinto. Ni siquiera podía estar seguro de quién le seguía ni por qué. Sabía que era vigilado. Pero también estaba convencido de que eran distintas personas, a través de relevos, quienes iban tras él, apenas abandonara al profesor Strodern en su discreto despacho de la capital vienesa.
El motivo creía saberlo muy bien. Había escuchado ciertas explicaciones del doctor con evidente escepticismo. Ahora empezaba a darse cuenta de que no debió aceptar tan a la ligera las palabras del científico austríaco.
El hecho de que le siguieran y vigilaran hasta Londres, significaba algo claro: otras personas sí creían en lo que le dijera confidencialmente el doctor Strodern. Era inverosímil, pero quizá cierto. Había cometido un error al no aceptarlo así.
Y eso era lo que le asustaba. Si el doctor tenía razón… el mundo estaba al borde del desastre. Simple y llanamente eso. Es más: el desastre en sí ya había comenzado. Y sin que nadie lo supiera. Eso era lo que hacía tan increíble el relato del investigador austríaco.
Donald Lee aplastó su enésimo cigarrillo, tras pasear por la habitación del hotel donde se encontraba. Contempló Piccadilly desde el ventanal, con sus rojos autobuses de dos pisos circulando entre el tráfico bullicioso y el parpadeo incipiente de los luminosos de Windmills y de los cinematógrafos y music-halls especializados en erotismo de aquella populosa zona londinense.
Viendo discurrir la vida normalmente por las arterias de la gran ciudad, todo lo demás parecía incongruente, absurdo, simple producto de un relato de ficción, de un tema imaginativo para otro best-seller con la mágica firma de Donald Lee, pero nada más. Tan irreal como hablar de los marcianos o de un viaje a otra galaxia.
Y, sin embargo, podía ser cierto. De hecho, Lee estaba seguro que era cierto. El Apocalipsis había comenzado. Nadie lo sabía, nadie lo sospechaba, salvo unos pocos privilegiados. Pero estaba ocurriendo. El sabio lo había dicho con pocas y terribles palabras que, en su momento, a Lee le sonaron a hueco y a exagerado, pese a su experiencia de años en conversar con personalidades mundiales de todo tipo:
—Los escasos seres humanos que conocen la verdad son los más interesados en que éste nunca llegue a saberse. Por la sencilla razón de que sólo los directa o indirectamente responsables de que ello suceda están al tanto de los hechos. Y lo peor es que cuando quieran hacer algo por evitarlo, será demasiado tarde…
Demasiado tarde…
Un escalofrío sacudió a Donald Lee. Sus ojos vagaron tristemente por Piccadilly y se perdieron hacia la riada humana y automovilística de Regent Street. Era una frase terrible, pensó:—. «Demasiado tarde.» ¿Para qué? ¿Para salvar al mundo? ¿Para evitar lo irremediable?
¿Por qué no hablaba públicamente el doctor Strodern? ¿Por qué no revelaba a la gente lo que le esperaba?
La respuesta del científico había sido escueta y amarga:
—Porque nadie iba a creerme. Órganos oficiales de todo el mundo negarían mis palabras. Eso, si es que llegaban a publicarse alguna vez. Sé de muchos intereses internacionales que tratarían de impedirlo por todos los medios. Y posiblemente lo conseguirían, señor Lee.
Ahora, era él quien podía hacerlo, pensó Lee. Pero ¿quién cree a un escritor de best-sellers? ¿Quién no piensa en una campaña previa de publicidad para el futuro libro? No les sería difícil a las personas interesadas convencer de eso a todo el mundo y dejarle en ridículo ante la opinión pública.
No, no podía hacer nada. El doctor Strodern era una personalidad mundial en su género, y estaba incapacitado para revelar a nadie la terrible verdad. Con mucha menos razón podía esperar él un éxito vedado a aquel hombre.
Y, no obstante, Lee estaba decidido: el mundo tenía que saberlo. Alguien tenía que decirlo. Alguien tenía que empezar a creerlo. Quizá aún no era demasiado tarde.
Encendió otro cigarrillo. Le temblaba la mano. Por un momento, recordó unas escalofriantes palabras del doctor Strodern al comprobar ese hecho:
—El síndrome es el miedo.
Miedo…
Sí. Él tenía miedo. Aquel temblor suyo al encender el cigarrillo era de puro miedo. Pero no creía que fuese el trágico y temido síntoma. No, no podía ser eso. Este era otra clase de miedo. Psicológico, instintivo y a la vez racional. El otro miedo era cosa distinta. Tenía allí sus apuntes. Sabía cuáles eran los síntomas exactos. Y también lo demás.
Sonó el teléfono. Lo miró como hipnotizado, temeroso incluso de descolgarlo. Estaba seguro de que abajo, en el vestíbulo del hotel, alguien esperaba a que saliera de su habitación para reanudar la vigilancia, para seguirle como una sombra propia. Tal vez ahora, alguien iba a llamarle amenazadoramente, diciéndole que lo que sabía podía costarle la vida en cualquier momento…
Ante la insistencia de la llamada, descolgó bruscamente. Su voz sonó ácida:
—¿Quién llama?
—Perdone, señor Lee —sonó la voz de la telefonista—. Le pongo con Nueva York. Conferencia.
Respiró hondo. La palabra «Nueva York» le causó alivio. Hubiera dado algo por estar allí de nuevo, aunque posiblemente eso no significaba estar a salvo, ni mucho menos. Pero cuando menos, era su casa. Esperó, impaciente. Seguro que era su editor, pensó, fumando con nerviosismo.
—¿Lee? —sonó una voz lejana en el auricular, difícil por ello de una identificación correcta—. ¿Donald Lee?
—En persona —asintió él, arrugando el ceño—. ¿Con quién hablo? ¿Es la Cadena Editorial Blasón?
—No, no —rió la voz distante—. Soy alguien mucho menos importante que eso. ¿No me conoces?
—Lo siento. La comunicación no es muy buena. Creo conocer esa voz, pero…
—Donald, soy yo, Robin. Robin Reed, ¿entiendes?
—¡Robin! —un suspiro de profundo alivio escapó de su garganta—. Cielos, nunca hubiera imaginado oírte aquí, en Londres. ¿Qué tripa se te ha roto para llamarme? ¿Cómo pudiste localizarme aquí?
—Preguntas demasiado —comentó la voz con jovialidad—. Lo cierto es que una personalidad literaria como Donald Lee es seguida habitualmente de forma minuciosa por las agencias de noticias. Sabemos que vas a escribir otro futuro best-seller sobre un tema de actualidad. Eso interesa a mi agencia, que quisiera una amplia entrevista contigo, para difundirla en los más importantes rotativos de Estados Unidos. ¿No es demasiado abusar que apele a nuestra vieja amistad para solicitarte ese favor a tu regreso a Nueva York?
—No, Robin, claro que no. Tu voz, en estos momentos, me sirve de gran consuelo en una ciudad donde no conozco a nadie, exceptuando al dueño del restaurante donde habitualmente voy a comer, y el representante de mi editor en Inglaterra. Claro que te concederé la entrevista, querido amigo. Mañana regreso a Nueva York en un vuelo matinal. Espero encontrarte allí para que charlemos largo y tendido. ¿Adónde puedo dirigirme para encontrarnos?
—No te preocupes. Estaré aguardándote en el aeropuerto apenas sepa el vuelo en que llegas.
—Perfecto. Espera que te dé el número de vuelo y la hora —dejó el teléfono, fue a por el billete y lo consultó, dando esos datos a su amigo de Nueva York—. No faltes, Robin. Es posible que te pueda dar la información del siglo, si todo va bien.
—Eso sería estupendo. ¿Por qué no habría de ir todo bien, Donald?
—Es largo de contar —resopló Lee, humedeciendo sus labios resecos, al mirar por la ventana de nuevo, y clavar sus ojos en un coche oscuro, aparcado frente al hotel, desde el cual acababa de captar el leve destello de las luces vespertinas reflejándose en los cristales de unos binoculares enfocados hacia su piso. Nuevamente alarmado, dominado por aquel extraño terror que le acompañaba desde Viena, como un seguidor más, y no precisamente el más tranquilizador, se apresuró a decir con voz ronca:
—Robin, estoy asustado…
—¿Cómo dices? ¿He oído bien?
—Sí. Asustado.
—¿Tú asustado? —sonó una carcajada al otro extremo del hilo—. Vamos, vamos, no digas tonterías. Serías el último hombre sobre la Tierra a quien imaginaría presa de un temor cualquiera.
—Pues es lo cierto. No puedo hablarte de ello ahora, pero quizá mañana sea posible, si es que llego vivo a Nueva York.
—Cielos, Donald, ¿qué es lo que estás diciendo? —la voz lejana sonaba confusa, aturdida.
—Ya hablaremos, Robin. De repente he caído en la cuenta de que hay alguien que quizá pueda ayudarme, y mucho: tú. Y no me refiero a la redacción de mi futuro libro, te lo aseguro. Hasta mañana, Robin, amigo mío. No faltes en el aeropuerto.
—Allí estaré, Donald —prometió la voz del reportero en la distancia—. Buen viaje. Y no bebas demasiado whisky escocés. Dicen que transforma a la gente.
Rió su propio chiste como mofándose de los temores de su amigo. Lee colgó, pensativo, la mirada fija en el coche, donde ya no se percibía reflejo alguno de luz. Pero estaba seguro de haberlo visto. Los binoculares le buscaban a él.
Vaciló. Luego, fue a su maleta y la abrió, extrayendo un montón de documentos escritos apresuradamente, blocs de apuntes, agendas repletas de anotaciones y cosas por el estilo. Era todo el material que iba reuniendo para su próximo libro. Extrajo ente todo ello una pequeña cassette. La contempló pensativo.
Después, tomó una decisión. Era sólo una corazonada. Pero la siguió. Porque seguía asustado. Muy asustado. Y sabía que tenía todas las razones del mundo para ello.