XXIV. Zona Rosa: 1970
1
Laura, que lo había visto todo con su cámara, se detuvo este día de agosto de 1970 ante el espejo de su cuarto de baño y se preguntó, ;cómo soy vista?
Guardaba, acaso, esa memoria de una memoria que es nuestro rostro pasado, no la simple acumulación de los años sobre la piel, ni siquiera su superposición, sino una especie de transparencia: soy así, como me veo en este momento, así fui siempre. El momento puede cambiar, pero siempre es uno solo, aunque tenga yo presente en mi cabeza todo lo que le pertenece a mi cabeza; siempre intuí, pero ahora lo sé, que lo que pertenece a la mente nunca se va de la mente, nunca dice «adiós»; todo perece, salvo lo que vive para siempre en mi mente.
Soy la niña de Catemaco, la debutante de San Cayetano, la novia de Xalapa, la joven esposa de la ciudad de México, la madre amorosa y la casada infiel, la aferrada compañera de Harry Jaffe, el refugio de mi nieto Santiago, pero soy sobre todas las cosas la amante de Jorge Maura; entre todos los rostros de mi existencia, ése es el que retengo en mi imaginación como el rostro de mis rostros, la faz que las contiene todas, la semblanza de mi pasión feliz, la cara que sostiene las máscaras de mi vida, el hueso final de mis facciones, el que permanece cuando la carne haya sido devorada por la muerte…
Pero el espejo no le devolvió el rostro de la Laura Díaz de los años treinta, el que ella, sabiéndolo transitorio, imaginaba eterno. Leía mucha antropología e historia antigua de México para entender mejor el presente que fotografiaba. Los antiguos mexicanos tenían derecho a escoger una máscara para la muerte, ponerse un rostro ideal para el viaje a Mictlan, la ultratumba de los indios, infierno y paraíso a la vez. Si fuese india, Laura escogería la máscara de sus días de amor con Jorge para sobreponerla a todas las demás, las de su infancia, su adolescencia, su edad madura y su vejez. Sólo la máscara agónica de Santiago su hijo competiría con la de la pasión amorosa de Maura, pero ésta rendía el deseo de felicidad. Ésta era su fotografía mental de sí misma. Eso quería ver en el espejo esta mañana de agosto de 1970. Pero el espejo, esta mañana, era más fiel a la mujer que la mujer misma.
Había sido muy cuidadosa con su apariencia. Descubrió muy temprano, observando los ridículos cambios de peinado de Elizabeth García-Dupont, que debía escoger de una vez por todas un estilo de cabellera y nunca abandonarlo; el círculo de Orlando se lo confirmó, primero te cambias de pelo, en seguida te sientes satisfecha y renovada, pero finalmente la gente lo que nota primero es que lo que ha cambiado es tu cara, miren las patas de gallo, miren la frente plisada, ayayay, ya dio el viejazo, ya se hizo ruca. Por eso Laura Díaz, después de jugar con dejarse el fleco que usó de niña para cubrirse una frente demasiado alta y ancha y reducir un rostro demasiado largo, decidió, desde que conoció a Jorge Maura, rechazar el corte a la garçon de las Clara Bow mexicanas seguido por el rubio platino impuesto por la sedosa Jean Harlow seguido por el ondulado marcel de las Irene Dunne locales; se restiró la cabellera hacia atrás, revelando la frente despejada, la nariz «italiana» que decía Orlando, prominente y aristocrática, saliente, fina y nerviosa, como si no cesara nunca de inquirir sobre todas las cosas. Rechazó primero la boquita picada de abeja de Mae Murray la viuda alegre de Von Stroheim y luego la boca inmensamente ancha de Joan Crawford, pintada como un temible ingreso al infierno del sexo, quedándose con los labios delgados, sin pintura, que acentuaban la escultura gótica de la cabeza de Laura Díaz, descendiente de renanos y canarios, montañeses y murcianos, apostándolo todo a la belleza de los ojos, los ojos de un color castaño casi dorado, verdoso al atardecer, plateado en el orgasmo de ojos abiertos que le exigía Jorge Maura, me corro con tu mirada, Laura mi amor, déjame ver tus ojos abiertos cuando me vengo, me excitan tus ojos, y era cierto, los sexos no son bellos, son incluso grotescos, le dice Laura Díaz a su espejo esta mañana de agosto de 1970, lo que nos excita es la mirada, es la piel, es el reflejo del sexo en la mirada ardiente y la piel dulce lo que nos acerca a la maraña inevitable del sexo, la guarida del gran arácnido del placer y de la muerte…
Ya no miraba su cuerpo al bañarse. Ya no le preocupaba más. Y Frida Kahlo, por supuesto. Frida obligaba a su amiga Laura a dar gracias por su cuerpo viejo pero entero. Antes de Jorge Maura, estuvo Frida Kahlo, el mejor ejemplo de un estilo invariable, impuesto de una vez por todas, inimitable, imperial y único. No era el de su amiga y ocasional secretaria Laura Díaz, quien obedecía los cambios de la moda en el vestir —ahora iba repasando con una mano los atuendos de ayer colgados en un clóset, los breves vestidos de flapper de los veinte, las largas blancuras satinadas de los treinta, el traje sastre de los cuarenta, el New Look de Christian Dior cuando la falda amplia regresó venciendo las penurias textiles de la guerra; pero después de su viaje a Lanzarote, Laura también adoptó un traje cómodo, casi una túnica, sin botones ni zippers ni cinturón, sin estorbo alguno, un largo blusón monacal que se podía poner y quitar sin ceremonias y que le resultó ideal para vivir en el valle tropical de Morelos primero y para recorrer volando, como si la sencilla tela de acogedor algodón le diese alas, todos los escalones de la Roma de las Américas, la ciudad de México, la urbe de cuatro, cinco, siete capas superpuestas, altas como los volcanes adormilados, hondas como el reflejo de un espejo humeante.
Pero este día de agosto de 1970, mientras llovía afuera y las gotas gordas golpeaban contra el vidrio corrugado de la sala de baño, el espejo me devolvía sólo una cara, ya no la cara preferida, la de mis treinta años, sino la cara de hoy, la de mis setenta y dos años, inmisericorde, veraz, cruel, sin disimulo, la alta frente plisada, los ojos de miel oscura perdidos ya entre ojeras abultadas y párpados caídos como cortinas usadas, la nariz crecida más allá de lo que ella jamás recordaría, los labios sin pintar y agrietados, todas las comisuras de la boca y los planos de las mejillas gastados como un papel de china usado demasiadas veces para envolver demasiados regalos inútiles, y la revelación que nada puede disfrazar, el cuello delator de la edad.
—¡Pinche moco de guajolote! —decidió Laura reír ante el espejo y seguir queriéndose, queriendo su cuerpo y peinando su cabellera entrecana.
Luego unió los brazos sobre los pechos y los sintió helados. Vio el reflejo de sus manos picoteadas de tiempo y recordó su cuerpo de mujer joven, tan deseado, tan bien exhibido o escondido según lo decidía el gran apuntador escénico de la vanidad, el placer, la pulcritud y la seducción.
Se seguía queriendo.
—Rembrandt se pintó a sí mismo a todas las edades, desde la adolescencia hasta la vejez —dijo Orlando Ximénez cuando la invitó, por enésima vez, al Bar Escocés del Hotel Presidente en la Zona Rosa y ella, for old time’s sake, como insistía el propio Orlando, aceptó por una vez verlo un rato a las seis de la tarde, cuando el bar estaba vacío—. No hay documento pictórico más conmovedor que el de este gran artista capaz de verse sin el menor idealismo a lo largo de su vida, para culminar con un retrato de anciano que contiene en la mirada todas las edades previas, todas sin excepción, como si sólo la vejez revelara, no sólo la totalidad de una vida, sino cada una de las múltiples vidas que fuimos.
—Sigues siendo todo un esteta —rio Laura.
—No, óyeme. Rembrandt tiene los ojos casi cerrados entre los viejos párpados. Los ojos lagrimean, no por emoción, sino porque la edad vuelve aguada nuestra mirada. Mira la mía, Laura, ¡a cada rato tengo que secarme!, ¡parezco un acatarrado perpetuo! —rio a su vez Orlando tomando con la mano trémula su vaso de escocés con soda.
—Te ves muy bien, muy girito —adelantó Laura, admirando en efecto la seca esbeltez de su antiguo novio, tieso y vestido con una elegancia demodé, como si aún rifaran las modas del duque de Windsor, el saco a cuadros grises cruzado, la corbata de nudo ancho, los pantalones aguados y con valenciana, los zapatos Church de suela gruesa.
Orlando se había convertido en una escoba bien vestida y coronada por una calavera de escaso pelo gris bien untado a las sienes hasta desaparecer, escrupulosa aunque débilmente tejido, en la nuca. La figura un poco doblada quería indicar cortesía, pero revelaba edad.
—No, déjame decirte, lo prodigioso de ese último retrato del viejo Rembrandt es que el artista, sin parpadear ante el estrago del tiempo, nos permite recordar no sólo todas sus edades, sino las nuestras, para quedarnos con la imagen más profunda que sus ojillos de anciano resignado pero astuto atesoran.
—¿Qué es?
—La imagen de una juventud eterna, Laura, porque es la imagen del poder artístico que creó la obra entera, la de la juventud, la madurez y la ancianidad. Ésa es la verdadera imagen que nos regala el último retrato de Rembrandt: soy eternamente joven porque soy eternamente creativo.
—Qué poco te cuesta todo —volvió a reír, esta vez defensivamente, Laura—. Ser frívolo, cruel, encantador, inocente, perverso. Y a veces, hasta inteligente.
—Laura, soy una luciérnaga, me enciendo y me apago sin quererlo —Orlando le devolvió la risa—. Es mi naturaleza. —La apruebas?
—La conozco —brilló la propia Laura.
—¿Recuerdas que la primera vez te pregunté, «¿me aprueba tu cuerpo, paso con diez»?
—Me maravilla tu pregunta.
—¿Por qué?
—Hablas del pasado como si pudiera repetirse. Hablas del pasado para hacerme una proposición ahorita, en el presente. —Laura adelantó la mano y acarició la de Orlando; notó que el viejo anillo de oro con las iniciales OX le quedaba grande para el dedo adelgazado.
—Para mí —dijo el eterno suspirante— tú y yo estamos siempre en la terraza de la Hacienda de San Cayetano en 1915…
Laura bebió con más rapidez que la debida su martini seco preferido —No, estamos en un bar de la Zona Rosa en el año de 1970 y resulta ridículo que evoques, qué sé yo, el lirismo romántico de nuestro primer encuentro, mi pobre Orlando.
—¿No entiendes? —frunció el ceño el viejo—. No quise que nuestra relación se enfriase con la costumbre.
—Mi pobre Orlando, la edad lo enfrió todo.
Orlando miró al fondo del vaso de whisky. —No quise que la poesía se convirtiese en prosa.
Laura permaneció en silencio unos segundos. Quería decir la verdad sin herir a su viejo amigo. No quería abusar de su propia edad —los setenta y dos años de Laura Díaz— para juzgar a los demás desde una altura injusta. Ésa era una de las tentaciones de la vejez, emitir juicios impunes. Pero Orlando se le adelantó, precipitadamente.
—Laura, ¿quieres ser mi esposa?
Más que responder, Laura se dijo a sí misma tres verdades al hilo, las repitió varias veces, la ausencia simplifica las cosas, la prolongación las corrompe, la profundidad las mata. Con Orlando, la tentación era simplificar: ausentarse. Laura sintió, sin embargo, que alejarse rápidamente de un hombre y una situación que rozaban el ridículo era una especie de traición, quería evitarla a todo precio, no me traiciono a mí misma, ni a mi pasado, si en este momento no huyo, no simplifico, ni me río, si en este momento prolongo aunque vaya al desastre y profundizo aunque vaya a la muerte…
—Orlando —se aproximó Laura—. Nos conocimos en San Cayetano. Nos hicimos amantes en México. Me abandonaste con una nota en la que me decías que no eras ni lo que decías ni lo que parecías ser. Te estás acercando demasiado a mi misterio, me reprochaste…
—No, te advertí…
—Me lo echaste en cara, Orlando. «Prefiero guardar mi secreto», me escribiste entonces. Y sin misterio, añadiste, nuestro amor carecería de interés…
—También te dije, «te quiero siempre…».
—Orlando, Orlando, mi pobre Orlando. Ahora me dices que llegó el tiempo de unirnos. ¿Se acabó el misterio?
Le acarició la mano nervuda y fría con verdadero cariño.
—Orlando, sé fiel a ti mismo, hasta el final. Sigue huyendo de toda decisión fatal. Aléjate de toda conclusión definitiva. Sé Orlando Ximénez, déjalo todo en el aire, todo abierto, todo inconcluso. Es tu naturaleza, ¿no te has dado cuenta? Incluso es lo que más admiro en ti, mi pobre Orlando.
El vaso de Orlando se convertía por momentos en una bola de cristal. El viejo quería adivinar.
—Debí pedirte que nos casáramos, Laura.
—¿Cuándo? —ella sintió que se desgastaba.
—¿Quieres decirme que he sido la víctima de mi propia perversidad? ¿Te he perdido para siempre?
Entonces él no sabía que ese «para siempre» ya había ocurrido medio siglo antes, en el baile de la hacienda tropical, no se había enterado que allí mismo, al conocerse, Orlando le había dicho «nunca» a Laura Díaz cuando quería decir «para siempre», confundiendo el aplazamiento con eso que acaba de decir: nunca quise que nuestra relación se enfriase en la costumbre, no quiero que te acerques demasiado a mi misterio.
Laura tembló de frío. Orlando le estaba proponiendo un matrimonio para la muerte. Una aceptación de que, ahora, ya no había más juegos que jugar, más ironías que exhibir, más paradojas que explorar. ¿Se daba cuenta Orlando de que al hablar de esta manera estaba negando su propia vida, la vocación misteriosa e inconclusa de toda su existencia?
—¿Sabes? —sonrió Laura Díaz—. Recuerdo toda nuestra relación como una ficción. ¿Quieres escribirle un final feliz?
—No —balbuceó Orlando—. Quiero que no termine. Quiero recomenzar.
Se llevó el vaso a la boca hasta ocultar los ojos.
—No quiero morir solo.
—Cuidado. No quieres morirte sin saber lo que pudo haber sido.
—That’s right. What could have been.
El registro de la voz de Laura se hizo muy difícil. ¿Martilló, pronunció, resumió o reasumió, pero todo ello con toda la ternura de la que fue capaz?
—Lo que pudo ser ya fue, Orlando. Todo sucedió exactamente como debió ocurrir.
—¿Resignarnos?
—No, puede que no. Llevarnos algunos misterios a la tumba.
—Claro. Pero ¿dónde entierras tus demonios? —Orlando se mordió automáticamente el dedo adelgazado donde bailaba el anillo de oro pesado—. Todos traemos adentro un diablito que no nos abandona ni a la hora de la muerte. Nunca estaremos satisfechos.
Al salir del bar, Laura caminó largo rato por la Zona Rosa, el nuevo barrio de moda al cual acudía, en masa, la nueva juventud, la que sobrevivió a la matanza de Tlatelolco y fue a dar a la cárcel o al café, ambas prisiones, ambos encierros, pero que, en el perímetro entre la Avenida Chapultepec, el Paseo de la Reforma e Insurgentes, había inventado un oasis de cafeterías, restaurantes, pasajes, espejos donde detenerse, mirarse y admirarse, lucir las nuevas modas de la minifalda y el macrocinturón, las botas federicas de charol negro, los pantalones de anchura marinera y el corte de pelo beatle. La mitad de los diez millones de habitantes de la ciudad nómada eran menores de veinte años y en la Zona Rosa podían abrevar, exhibirse, ligar, ver y ser vistos, volver a creer que el mundo era vivible, conquistable, sin sangre derramada, sin pasado insomne.
Aquí, en estas mismas calles de Génova, Londres, Hamburgo y Amberes, habían vivido los aristócratas venidos a menos del Porfiriato, aquí se habían abierto las primeras boîtes nocturnas elegantes, durante la Segunda Guerra que transformó a la capital cosmopolita, el Casanova, el Minuit, el Sans Souci; aquí mismo, en la iglesia de La Votiva, había iniciado Dantón, audazmente, su carrera hacia la cumbre; aquí mismo, por la Reforma, habían marchado a la muerte los jóvenes de Tlatelolco, aquí se habían establecido los cafés que eran como cofradías de la juventud literaria, el Kineret, el Tirol y el Perro Andaluz, aquí estaban los restaurantes frecuentados por los pudientes, el Focolare, el Rívoli y el Estoril, y el restaurant preferido de todos, el Bellinghausen con sus gusanos de maguey, sus sopas de fideo, sus escamoles y sus filetes chemita, sus deliciosos flanes de rompope y sus tarros de cerveza más frías que en cualquier otro sitio. Y aquí mismo, al inaugurarse el Metro, comenzaban a aparecer, vomitados por los trenes, los gandallas, los onderos, la chaviza de los barrios perdidos expedidos desde los desiertos urbanos al lugar donde los camellos beben y las caravanas reposan: la Zona Rosa, bautizada por el artista José Luis Cuevas.
Laura, que lo había fotografiado todo, se sintió sin fuerzas para retratar este nuevo fenómeno: la ciudad se le escapaba de los ojos. El epicentro de la capital se había desplazado demasiadas veces durante la vida de Laura, del Zócalo, Madero y la Avenida Juárez, a Las Lomas y Polanco, a la Reforma transformada de avenida residencial parecida a París a avenida comercial parecida a Dallas, y ahora a la Zona Rosa: sus días, también, estaban contados. En el aire olía, en las miradas miraba, en la piel sentía, Laura Díaz, tiempos de crimen, inseguridad y hambre, aires de asfixia, invisibilidad de las montañas, fugacidad de las estrellas, opacidad del sol, grisú mortal de una ciudad convertida en mina sin fondo pero sin tesoros, barrancas sin luz pero con muerte…
¿Cómo separar la pasión de la violencia?
La pregunta del país, la pregunta de la capital, era la respuesta de Laura: sí, al fin y al cabo, alejándose de la cita final con Orlando Ximénez, Laura Díaz dijo:
—Sí, creo que logré separar la pasión de la violencia.
Lo que no logré, se dijo caminando tranquilamente de la calle de Niza a la Plaza Río de Janeiro por la calle de Orizaba y los sitios familiares, casi totémicos de su vida diaria —el templo de la Sagrada Familia, la nevería Chiandoni, la miscelánea, la papelería, la farmacia, el puesto de periódicos en la esquina con la calle de Puebla—, lo que no logré fue aclarar demasiados misterios, salvo el de Orlando, que por fin dilucidé esta tarde: él se quedó esperando algo que nunca llegó, esperar lo inesperable fue su destino, quiso romperlo esta tarde al proponerme matrimonio, pero el destino —la experiencia convertida en fatalidad— volvió a imponerse. Era lo fatal, murmuró Laura cobijada por el súbito esplendor de un atardecer prolongado, agónico pero enamorado de su propia belleza, un atardecer narcisista del Valle de México, repitiendo uno de los poemas favoritos de Jorge Maura,
Dichoso el árbol que es apenas sensitivo,
y más la piedra dura, porque ésta ya no siente,
pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo,
ni mayor pesadumbre que la vida consciente…
Ese «canto de vida y esperanza» del maravilloso poeta de Nicaragua, Rubén Darío, envolvía con sus palabras a Laura esta tarde de agosto, limpia y aclarada por la lluvia vespertina, en la que la ciudad de México recobraba por unos instantes la promesa perdida de su belleza diáfana…
El aguacero había cumplido su puntual tarea, y, como se decía en México, «había escampado» y Laura, caminando de regreso al hogar, se entretuvo repasando los misterios sin respuesta, uno tras otro. ¿Existió realmente Armonía Aznar, ocupó esa mujer invisible el altillo de la casa de Xalapa, o fue el pretexto para disfrazar las conspiraciones de los anarcosindicalistas catalanes y veracruzanos? ¿Fue Armonía Aznar un figmento de la joven, traviesa, indomable imaginación de Orlando Ximénez? Nunca vi el cadáver de Armonía Aznar, se sorprendió Laura Díaz; pensándolo bien, nomás me lo contaron. «No apestaba», me lo dijeron. ¿Estuvo realmente enamorada su abuela Cósima Reiter del chinaco bello y brutal, el Guapo de Papantla que le cortó los dedos y la dejó ensimismada para el resto de sus días? ¿Añoró alguna vez su abuelo Felipe Kelsen la perdida juventud rebelde en Alemania, llegó a conformarse del todo con su destino de próspero cafetalero en Catemaco? ¿Pudieron ser las tías Hilda y Virginia más de lo que fueron? Educadas en Alemania, sin el pretexto del aislamiento en un rincón oscuro de la selva mexicana, hubieran sido en Düsseldorf, concertista reconocida una, escritora famosa la otra? No era un misterio el destino de la tiíta María de la O si la abuela Cósima, enérgicamente, no la aleja de su madre la negra prostituta y la integra al hogar de los Kelsen. No era un misterio la bondad y rectitud de su propio padre don Fernando Díaz, ni el dolor portado por la muerte del joven prometedor, el primer Santiago, fusilado por los soldados de Porfirio Díaz en el Golfo. Pero Santiago en sí era un misterio, su política por necesidad y su vida privada por voluntad. Quizás ésta, al cabo, era un mito más inventado por Orlando Ximénez para seducir, inquietándola, excitando su imaginación, a Laura Díaz. ¿Qué ocurrió en el origen de la vida de Juan Francisco su marido, que con tanta gloria brilló en la plaza pública durante veinte años para luego apagarse hasta morir defecando? ¿Nada, nada antes y nada después del intermedio de la gloria? ¿Nació de la mierda y murió de la mierda? ¿Podía el intermedio ser la obra entera, no un simple entreacto? ¿Nada? Misterios infinitamente dolorosos: si Santiago su hijo hubiese vivido, si las promesas de su talento estuviesen a la vista, cumplidas; si Dantón no hubiese tenido el genio ambicioso que lo llevó a la riqueza y a la corrupción. Y si el tercer Santiago, el muerto en Tlatelolco, se hubiera sometido al destino trazado por el padre, ¿estaría vivo el día de hoy? ¿Y su madre, Magdalena Ayub Longoria, qué pensaba de todo esto, de estas vidas que eran suyas y compartidas con la de Laura Díaz?
¿Delató Harry a sus compañeros de izquierda ante el Comité de Actividades Antiamericanas?
Y sobre todo, finalmente, ¿qué era de Jorge Maura, vivía, moría, había muerto? ¿Había encontrado a Dios? ¿Dios lo había encontrado a él? ¿Tanto buscó Jorge Maura su bien espiritual sólo porque ya lo había encontrado?
Ante este misterio final, el destino de Jorge Maura, Laura Díaz se detenía, otorgándole a su amante un privilegio que no tardó en extenderle a todos los demás protagonistas de los años con Laura Díaz: el derecho de llevarse un secreto a la tumba.
2
Cuando el tercer Santiago cayó asesinado en la Plaza de las Tres Culturas, Laura dio por supuesto que la joven viuda, Lourdes Alfaro, se quedaría a vivir con ella junto con el niño. Santiago, el cuarto homónimo del Apóstol Mayor, testigo de la agonía y transfiguración de las víctimas: los Santiagos, «hijos de las tormentas», descendientes del primer discípulo de Cristo ejecutado por el poder de Herodes y salvados por el amor y el hogar y el recuerdo de Laura Díaz.
Lourdes Alfaro cumplió como madre mientras organizaba manifestaciones para liberar a los presos políticos del 68, prestaba servicios a las jóvenes viudas de Tlatelolco, como ella, que tenían hijos pequeños y requerían guarderías, medicinas, atención y crecer —le dijo Lourdes a Laura— con la memoria viva del sacrificio de sus padres. Aunque a veces la ecuación se invertía y los viudos eran padres cuyas mujeres, jóvenes estudiantes, también habían caído en Tlatelolco.
Se formó así una cofradía de sobrevivientes del 2 de octubre y entre ellos, como era de esperarse, Lourdes encontró, se identificó y se enamoró de un muchacho de veintiséis años, Jesús Aníbal Pliego, que se iniciaba como cineasta y que había logrado filmar escenas entrecortadas, campos de sombra y luz, filtros de sangre, ecos de metralla, de la noche de Tlatelolco. En esa noche murió, manifestando, la joven esposa de Jesús Aníbal, y el viudo —un joven alto, moreno, rizado, de sonrisa y mirada claras— se quedó con una niña de meses, Enedina, que también acudió a la guardería donde Lourdes llevaba a su hijo el cuarto Santiago de la línea de Laura Díaz.
—Tengo algo que decirte, Laura —dejó caer al cabo Lourdes después de varias semanas de rondar a la abuela de su hombre, quien ya se lo imaginaba todo.
—No tienes nada que decirme, mi amor. Eres como mi hija y lo entiendo todo. No me imagino mejor pareja que tú y Jesús Aníbal. Los une todo. Si fuera mocha, les daría mi bendición.
Los unía algo más que el amor: el trabajo. Lourdes, que había aprendido mucho al lado de Laura, pudo acompañar cada vez más a Jesús Aníbal como ayudante de fotografía y lo que sí tuvo que decirle Lourdes a la abuela Laura es que ella, su marido, y los dos niños —Enedina y Santiago el cuarto— se iban a vivir a Los Ángeles, Jesús Aníbal tenía un excelente ofrecimiento del cine americano, en México había pocas oportunidades, el gobierno de Díaz Ordaz le había secuestrado las películas de Tlatelolco a Jesús Aníbal…
—No me expliques nada, mi amor. Imagínate nomás si yo no entiendo de estas cosas.
El apartamento de la Plaza Río de Janeiro se quedó solo.
El cuarto Santiago apenas dejó una huella en la memoria de su bisabuela, pronunciar esa designación me llena de orgullo, satisfacción, consuelo y desconsuelo, me da miedo y me da tristeza, me convence alegremente de que he logrado, al fin, matar la vanidad —¡Soy bisabuela!— pero también que he logrado revivir a la muerte, la mía acompañando para siempre la de cada Santiago, el fusilado en Veracruz, el muerto en México, el asesinado en Tlatelolco y ahora el emigrado a Los Ángeles, mi bracerito —me voy a reír— mi espaldita mojada a la que ya nunca voy a poder secar con las toallas que mi madre Leticia me regaló cuando me casé, ¡Cómo duran ciertas cosas!…
Para Laura Díaz no era problema vivir sola. Se mantenía ágil, hacendosa, derivaba placer de minucias como hacer la cama, lavar y tender la ropa, mantenerse «girita» como le dijo a Orlando, ir de mandado al nuevo supermercado Aurrerá como antes había ido, joven esposa, al viejo Parián de la Avenida Álvaro Obregón. Heredó tardíamente de su madre Leticia el gusto por la cocina, rescató viejas recetas jarochas, los moros con cristianos, la ropa vieja, el tamal costeño, las jaibas rellenas, los pulpos en su tinta, el huachinango nadando en un mar de cebolla, aceituna y jitomates, el café fuerte y caliente, como lo servían en La Parroquia, café caliente para ahuyentar el calor, como aconsejaba doña Leticia Kelsen de Díaz. Y como si acabara de llegar de otro célebre café, el del Parque Almendares de La Habana, el empalagoso tocinillo del cielo, junto con la variedad de la dulcería mexicana que Laura iba a comprar a la casa Celaya de la Avenida Cinco de Mayo, los jamoncillos de dos colores, los mazapanes y los camotes; los duraznos, piñas, higos, cerezas y chabacanos cristalizados, y para sus desayunos, chilaquiles en salsa verde, huevos rancheros, tostadas de pollo, lechuga y queso fresco, huevos divorciados y, nuevamente, la variedad de los panes mexicanos, el bolillo y la telera, pero también la cemita, el polvorón, la concha y la chilindrina.
Clasificaba sus negativos, atendía las solicitudes de compra de fotos clásicas suyas, preparaba libros y se atrevía a pedirles prólogos a escritores nuevos, Salvador Elizondo, Sergio Pitol, Elena Poniatowska, Margo Glantz y los jóvenes de La Onda, José Agustín y Gustavo Saínz. Diego Rivera había muerto en 1957, Rodríguez Lozano, María Izquierdo, Alfonso Michel, artistas que conoció y que la inspiraron plásticamente (los negros, blancos y grises puros y brutales del primero, la falsa ingenuidad de la segunda, el sabio asombro en cada color del tercero) habían muerto y sólo sobrevivirían, antagónicos pero enormes, Siqueiros el Coronelazo de puños levantados y cerrados contra la velocidad celebratoria del mundo en movimiento, y Tamayo bello, taimado y silencioso, con su cabeza igualita al volcán Popocatépetl. No había mucho de dónde agarrarse. Como no fuese el recuerdo y la voluntad. Iban desapareciendo, uno tras otro, los guardianes de las memorias compartidas…
Otra tarde seca, ya no lluviosa, del bello otoño mexicano, alguien tocó a la puerta de Laura. Ella abrió y le costó identificar a la mujer vestida de negro —es lo primero que notó, el tailleur oscuro de buen gusto y alto precio, como para llamar la atención hacia una figura sin atención llamativa, tal era el aspecto casi deslavado del rostro sin facciones memorables, sin la memoria, siquiera, de una belleza perdida. La belleza ínsita en toda mujer joven. Hasta en las feas. Había, a cambio de facciones notables, un orgullo evidente, concentrado, doloroso, sometido, esa palabra salía de los ojos de la señora, ojos incómodos, inciertos y accidentados bajo las cejas espesas, porque la visitante desconocida emitió un ¡ay! tan sumiso como el resto de su persona y miró al piso, alarmada.
—Se me cayó el pupilente —dijo la desconocida.
—Pues a encontrarlo —rio Laura Díaz.
Las dos, en cuatro patas cada una, tantearon el piso de la entrada hasta que Laura dio con la yema del dedo índice sobre el pedacito de plástico húmedo y extraviado. Pero con la otra mano tocó una carne lejana pero familiar y le ofreció el pupilente salvado a Magdalena Ayub Longoria, soy la mujer de Dantón, la nuera de Laura Díaz, explicó, incorporándose, pero sin atreverse a implantar el pupilente en su lugar mientras Laura la invitaba a pasar.
—Ay, con esta contaminación los pupilentes se ponen color café enseguida —dijo la recién llegada, metiendo el pedacito de plástico en su bolsa Chanel.
—¿Le sucede algo a Dantón? —previo Laura.
Magdalena esbozó una sonrisa seguida de una extraña carcajada final, casi una rúbrica involuntaria—. A su hijo… bueno, a mi marido… nunca le pasa nada, señora, en el sentido de algo grave. Pero eso usted lo sabe. Él nació para triunfar.
Laura no dijo nada, pero inquirió con la mirada, ¿qué quieres?, anda, dilo ya.
—Tengo miedo, señora.
—Llámame Laura. No seas cursi.
Todo en su visitante era aproximación, duda, gasto innecesario pero perfectamente previsto para cubrir las apariencias, desde el peinado hasta los zapatos. Había que adelantarse a ella, decirle miedo de qué, de su marido, de Laura misma, del recuerdo, el recuerdo del hijo rebelde, del hijo muerto, del nieto emigrado ya, lejos del país en el que la violencia imperaba sobre la razón y, lo que es peor, sobre la pasión misma…
—¿Miedo de qué? —repitió Laura.
Las dos se sentaron en el sofá de terciopelo azul que Laura venía arrastrando desde la Avenida Sonora pero Magdalena miraba alrededor de la estancia desordenada, la acumulación de revistas, libros, papeles, recortes y fotos pegadas con chinches a espacios de corcho. Laura entendió que la mujer miraba por primera vez el lugar de donde su hijo salió a morir. Miró largamente el cuadro de Adán y Eva pintado por Santiago el Menor.
—Tiene usted que saber, doña Laura.
—Laura, de tú, por Dios —fingió exasperación Laura Díaz.
—Está bien. Tienes que saber que no soy lo que parezco. No soy lo que tú crees. Te admiro.
—Mejor hubieras querido y admirado un poco más a tu hijo —dijo con mucha tranquilidad Laura.
—Eso es lo que debes saber.
—¿Saber? —dudó Laura.
—Tienes razón en dudar de mí. No importa. Si no comparto contigo mi verdad, ya no me queda con quién.
Laura no habló pero miró a su nuera con atención y respeto.
—¿Te imaginas lo que sentí cuando mataron a Santiago? —preguntó Magda.
Laura sintió un relámpago cruzándole la cara. —Los vi a ti y a Dantón sentados en el palco presidencial en la Olimpiada con la sangre de tu hijo fresca aún.
La mirada de Magdalena era una súplica.
—Imagínate por favor mi dolor, Laura, mi vergüenza, mi furia y cómo tuve que contenerla, la manera como la costumbre de servir a mi marido venció a mi dolor, mi coraje, cómo acabé igual que siempre, sometida a mi marido…
Miró directamente a Laura.
—Tienes que saber.
—Siempre traté de imaginar qué pasó realmente entre tú y Dantón cuando murió Santiago —adivinó Laura.
—Eso es lo malo. No pasó nada. Él siguió su vida como si nada.
—Tu hijo estaba muerto. Tú estabas viva.
—Yo estaba muerta desde antes de que muriera mi hijo. Para Dantón no cambió nada. Por lo menos, cuando se le rebeló Santiago lo desilusionó. Cuando murió, a Dantón sólo le faltó decir «él mismo se lo buscó».
La mujer de Dantón movió las manos como si rasgara un velo.
—Laura, he venido a exponerme ante ti. No tengo a nadie más. No aguanto más. Necesito abrirme ante ti. Sólo me quedas tú. Sólo tú puedes entenderlo todo, el daño que siento, toda la desilusión y el dolor que se me pudren por dentro desde hace años.
—Te has aguantado.
—No creas que sin orgullo, por más sumisa que me creas, créeme que nunca perdí el orgullo de mi persona, soy mujer, soy esposa, soy madre, siento orgullo de serlo, aunque Dantón no me visite en el lecho desde hace años, Laura, acepta que por eso mismo siento furia y tengo orgullo al lado de la sumisión y las intimidades de mi vida.
Se detuvo un instante.
—No soy lo que parezco —reasumió—. Creí que sólo tú me entenderías.
—¿Por qué, hija? —Laura acarició la mano de Magda.
—Porque tú has vivido tu vida con libertad. Por eso puedes entenderme. Es muy sencillo.
Laura estuvo a punto de decirle, de decirte, ¿qué puedo hacer por ti, ahora que el telón va a caer, igual que con Orlando, por qué todos esperan de mí que les escriba la última escena de la obra?
Más bien, tomó de la barbilla a Magdalena y preguntó: —¿Tú crees que hay un solo momento de la vida en que asumiste tú sola, sólo tú y totalmente, la responsabilidad de tu vida?
—Yo no —se precipitó Magdalena—. Tú sí, Laura. Todos lo sabemos.
Sonrió Laura Díaz. —No lo digo por ti, Magda. Lo digo por mí. Te ruego que me hagas una pregunta. Pregúntame, Magdalena. ¿Tú misma, siempre, estuviste a la altura de tus propias exigencias?
—No, yo no —balbuceó Magdalena—. Claro que no.
—No, no me entiendes —replicó Laura—. Pregúntamelo a mí. Por favor.
Magdalena emitió unas palabras confundidas, tú misma, Laura Díaz, siempre estuviste a la altura de tus propias demandas…
—Y las de los otros —extendió Laura.
—Y las de los otros —brilló la mirada de Magda, levantando su propio vuelo.
—¿No sentiste nunca la tentación? ¿Nunca quisiste ser vista sólo como señora decente? ¿Nunca se te ocurrió que las dos cosas podían ir juntas, ser señora decente y por eso mismo, ser señora corrupta? —continuó Laura.
Se detuvo un instante.
—Tu marido, mi hijo, representa el triunfo del fraude.
Laura quiso ser implacable. Magda hizo un gesto de asco. —Siempre ha creído que la vida de los demás depende de él. Te juro que lo detesto y lo desprecio. Perdón.
Laura apretó la cabeza de Magda contra su propio pecho. —¿Y no se te ha ocurrido que el sacrificio de tu hijo redime al propio Dantón de todas sus culpas?
Ahora Magdalena se apartó del brazo de Laura y la miró desconcertada.
—Tienes que entender eso, m’ija. Si no lo entiendes, entonces tu hijo murió en vano.
Santiago, el hijo, redimió a Dantón el padre. Magda levantó la mirada y la unió con una mezcla de desfallecimiento, horror y rechazo, a la de Laura, pero la mujer de setenta y dos años, no la viuda, ni la madre, ni la abuela, simplemente la mujer llamada Laura Díaz, vio desde la ventana alejarse por la calle a su nuera Magdalena Ayub, detener un taxi y levantar la mirada de regreso a la ventana donde Laura la despedía con infinito cariño, rogándole: entiende lo que te he dicho, no te pido resignación sino coraje, valentía, el triunfo inesperado sobre un hombre que lo espera todo de su mujer sumisa, menos la generosidad del perdón.
Laura recibió la mirada sonriente de Magda antes de que ésta abordara el taxi. Quizás la próxima vez vendría en su propio coche, con su propio chofer, sin esconderse de su marido.