Se detuvieron frente a la estrecha entrada en la base de la pirámide, el túnel abierto por donde corrían los rieles que sirvieron para que los carros sacaran la tierra excavada. Javier dejó a Franz pasar primero por el túnel largo y estrecho, iluminado por focos desnudos, que se prolonga en línea recta hasta donde la vista alcanza.

Franz encabezó la fila. Le seguías tú, Elizabeth, y en seguida Javier y detrás de él Isabel. Los hombres agacharon las cabezas para no pegar contra la bóveda gótica, baja, del túnel, contra la espina de cables eléctricos que la acompaña en su larguísima extensión. Franz se detuvo un instante, con el puño sobre el muro negro, liso, del túnel. Tú abrazaste su espalda, recostaste la cabeza sobre su hombro, sentiste el sudor intenso de tu amante. Javier se detuvo detrás de ustedes, la pareja que cerraba el paso de la galería. Franz volvió a caminar y tú mantuviste las manos sobre sus hombros; se detuvieron en un cruce de caminos laterales, oscuros… La pirámide empezaba a distribuir sus misterios, a tejer sus laberintos y Javier dijo:

—Sigan derecho todavía.

Franz volvió a caminar a la cabeza de la fila hasta detenerse ante un arco oscuro; Javier encendió la luz, empotrada en la roca: un ascenso infinito de escalones gastados partía de la base, del túnel que recorrían, y alcanzaba los cimientos de la capilla española: otro túnel vertical, amarillo bajo la luz, de incontables escalones: un mareo de ascenso vertiginoso, una flecha quebrada. Javier apagó la luz de la escalinata encajonada entre la galería vertical de piedra lisa.

—¿En dónde estuviste, Franz?

Y esa voz se perdió en ecos repetidos a lo largo de la galería. Todos se detuvieron un instante y tú, dragona, creíste que había hablado Javier y contestaste:

—Cállate.

—¿En dónde estuviste, Franz?

—¡Cállate! —gritaste en la oscuridad—. ¡No le hagas caso, Franz! Se ha pasado la vida inventando mentiras, obligándome a fingir para ver si su pobre imaginación despertaba…

Y sólo tú, Isabelita, novillera, escuchaste, pero no dijiste nada, seguiste el juego. Gracias. Y no sé qué pensaría Javier, pero dijo con voz sorprendida, aunque sin negar que él hubiese hablado:

—Por la derecha, Franz —y todos siguieron por una galería oscura, de piedra rugosa, y Franz tropezó contra tres escalones salientes, el perfil de otra vieja pirámide contenida dentro de la pirámide total y oculta por los muros y tú, Elizabeth, lo tomaste de la cintura, lo sostuviste. Ah murciélaga cuáchara.

—Sigue adelante —dijo Javier y la voz se sobrepuso a la de tu marido—: ¿Por qué te vengaste de las víctimas y no de los verdugos?

—No lo creas —hablaste, dragona—; ¡no digas nada!

Franz caminaba con las manos abiertas contra los muros rugosos, antiguos, de las pirámides ocultas. Empezaste a reírte, Isabel, y tú a gemir, Elizabeth, y sólo Franz y Javier caminaban en silencio y todos dejaron atrás el aire frío de la corriente creada en el túnel de ingreso; ahora el laberinto parecía existir suspendido, oscuro, fuera de los elementos de la naturaleza. Franz sintió en las palmas de las manos la humedad de estas paredes de roca, el goteo invisible como un sudor secreto y agónico de las siete pirámides que se escondían unas a otras y tú extendiste la mano detrás de ti, Isabel.

—Sube los escalones, Franz. Te seguimos —murmuró Javier y Franz levantó el rostro, avanzando como un sonámbulo por las galerías entretejidas, sombrías, por los estrechos túneles de lodo y roca y Franz ascendió por los escalones de piedra rota, lentamente, con los puños cerrados y todos le siguieron, Isabel riendo, tú gimiendo, dragona. Javier solo, aislado, guiñando sin saber qué cara poner, qué actitud tomar, con un cuerpo que le sobraba y pedía, Isabel, tu contacto.

Franz descansó al terminar los escalones.

—Nos acercamos al corazón de la pirámide —dijo Javier.

—No le creas, no le creas nada —gruñiste, dragona.

El aire se iba haciendo denso, sofocante: la piel sentía un vaho caluroso a medida que se penetraba al centro de la pirámide, al núcleo escondido de la primera fundación. Adelantaste un brazo para tocar a Franz, dragona, te retuviste, diste media vuelta y encontraste ese rostro sin expresión de Javier, acentuado por la luz pálida de los tocos espadados del laberinto; Franz seguía caminando y tú corriste hasta alcanzarlo.

—Suban por la escalinata de la izquierda, la más estrecha —dijo Javier.

Franz bajó la cabeza para caber por la escalera de techo bajo, goteante, inseguro, de adobes sueltos y fue el primero en penetrar a la galería, al friso monumental, vencido, volado, aplastado, que soportaba el peso de las pirámides. Tú le seguiste, Elizabeth, y no pudiste distinguir, en seguida, los motivos de ese friso de colores vegetales que se extiende a lo largo de la galería iluminada verticalmente por los focos desnudos; te llevaste una mano a la frente, mareada, mareada por los colores, los focos, la pertinaz oscuridad de la galería; y los ojos de todos siguieron las líneas y colores del friso, la sucesión de chapulines de rostros redondos, calaveras redondas de ojos circulares, mejillas hendidas, narices huecas y dientes afilados que alternan y mezclan los tres colores: el amarillo, el rojo y el negro.

—Son los dioses del monte, los grillos, plaga y defensa de las cosechas —dijo Javier.

Y Franz dio la espalda al friso, apoyó la cabeza contra el muro ardiente, sofocado, del centro de la pirámide, el ombligo, el cordón de donde nace el enjambre laberíntico del Gran Cu de Cholula. Tú también te recargaste contra el muro, dragona, y observaste los dientes rojos de los dioses-chapulines que te sonreían, frígidos, fijados para siempre en el secreto de la pirámide.

—El rojo es el color de la muerte, el amarillo de la vida —dijo Javier, escudriñando el friso desde un ángulo estrecho—. El chapulín traía vida y muerte. Como todos los dioses mexicanos, ambiguos, pensados a partir de un centro cosmogónico en el que la muerte es condición de la vida y la vida antesala de la muerte…

Franz no lo escuchaba; había quedado de espaldas a todos, con la frente apoyada contra el friso.

—Estos monstruos se ríen de los santos de allá arriba —continuó Javier—. Hacen muecas feroces y se ríen de la muñequita ampona… Mira, Isabel.

Te habías mantenido alejada, novillera, en la entrada de la galería del friso, abrazada a ti misma, mirando a los tres actores que a cada instante se alejaban más de ti, escuchando los comentarios fríos de Javier, el mugido sofocado de Elizabeth, por fin la voz de Franz con todos los ecos metálicos y pétreos que le daba este diapasón encerrado, en el centro de la tierra:

—Ésa no fue tu voz. Javier. Ésa no fue tu voz…

Y Franz se acercó a Javier con los brazos caídos y los puños cerrados y Javier empezó a temblar, a requerirte con la mirada, dragona, mientras Franz se acercaba como al toro esta mañana, con la camisa arremangada, sudando, con los ojos grises convocando a tu marido, con toda esa crueldad y esa ternura casi infantiles que tú amaste en él, esa crueldad y esa ternura que son condición la una de la otra, ese encuentro de opuestos, de la vida interna y la vida violenta, esa pérdida, esa justificación, ese caminar sin gracia, definitivo, impulsado por las órdenes dadas, esa compasión final por sí mismo, ese sueño heroico, encerrado aquí, en la tumba temporal de una pirámide indígena coronada por vírgenes de porcelana, esa patética grandeza y sumisión gemelas, ese aislamiento voluntario de la persona que así cree ganar la independencia, esa locura, esa negativa de aceptar el hecho individual como algo relacionado con el hecho social, esa súbita ausencia de toda restricción, ese acto silencioso, esa complicidad ciega, avanzaron con el cuerpo y la mirada de Franz hacia la inmovilidad de Javier, hacia ese contrario pasivo, ansioso de liberarse por la mentira y la fiebre antes de que llegue el ataque final, la rendición de cuentas, incapaz de convertir la compasión en respeto, finalmente inadecuado a todo el dolor y toda la alegría del mundo: Franz abrazó a Javier para luchar; Javier abrazó a Franz para acercarse a él; los cuerpos se trenzaron y la lucha y el acercamiento, la tensión entre la fuerza y la debilidad se disolvió, les digo que se disolvió, en la mirada, en los brazos, por fin entre los muslos y los vientres unidos, apretados, mientras los dos hombres se mantenían abrazados en ese terrible contacto que negaba su intención, en ese abrazo de violencia que se convertía en renuncia, de odio que se transfiguraba en deseo, ajeno a las miradas ciegas de ustedes, de las dos mujeres que no entendían, que primero creían comprender y prever todo el curso de ese encuentro y ahora, como yo, asistían a su negación y su reverso, a un abrazo sensual, excitado, de los dos hombres que al cabo empezaron a separarse pero sólo con las manos y el tórax y los pies, no en ese centro, no en esas piernas abiertas y unidas mientras arrojaban hacia atrás las cabezas, cada uno rendido por sí mismo y por el contacto, cada uno separado y unido por el contacto imprevisto del racimo de pijas, dragona, cada uno un sonámbulo en esta galería sofocada y húmeda, frente a los grillos de la noche y el misterio, frente a los dioses negros y amarillos de la vida y de la muerte, cada uno lejano y convocado y confundido con el contrario, cada uno a punto de desaparecer y Javier tiembla y murmura algo, dice que ésta es la tumba de los dioses muertos, que tiembla. Tiembla. ¡Tiembla! Que llueve tierra desde las bóvedas de adobes sueltos… Tiembla… Una sacudida… Se acerca un temblor… Son siglos y siglos… Dioses que retienen sobre las espaldas todo el peso de las siete pirámides… Adobes sueltos, sueltos por ese temblor sonoro que se aproxima… Frisos aplastados por el peso de la roca, los muros, las escalinatas, la iglesia… ¿No saben que el ruido puede derrumbar pirámides, montañas enteras?… El goteo oscuro desde la bóveda… Se abre… Se cuartea… Todo se derrumba… entre las dos parejas… Ligeia grita, abraza a Franz… Isabel se separa de Javier, quiere correr hacia ellos… Javier la detiene del brazo… Todos gritan… Entre nosotros y ellos cae la masa de ladrillos rotos, de adobes viejos, de roca muerta…

Javier dirá que corre con Isabel… Se alejan, seguidos por la explosión de ruido y polvo… Un derrumbe… Tenía que venir algún día un derrumbe… Ligeia y Franz han quedado del otro lado, del lado que no tiene salida… Encerrados detrás del derrumbe de la pirámide… Atrapados… Sí… Javier oye sus voces, sus gritos… Ligeia grita el nombre de Javier… Franz pide auxilio… Ligeia grita que no puede respirar… Sus voces, sus gritos, traspasan la barrera de roca y ladrillo… Han quedado encerrados con los dioses muertos… Los dos extranjeros han quedado allí… Isabel y Javier escuchan las voces de Franz y Ligeia, del otro lado del polvo y la tierra y la roca… Javier abraza a Isabel, la besa… Ella le aprieta la mano… «Tendremos que querernos mucho», le dice a la muchacha… «Sí», responde ella… Aprieta la mano de Javier y lo conduce fuera del laberinto, lejos del temblor y el derrumbe y los gritos… Descienden por la escalinata rota… Recorren los pasajes iluminados… Caminan tomados de la mano… Llegan a la galería de ingreso, al larguísimo túnel donde, al fondo, brilla como un punto incandescente la horadación de la salida… Caminan tomados de la mano… Salen de la pirámide al sol, al sol, al sol de la noche, entraron de noche y al salir brilla el sol… Suben al auto, los dos solos… Ahora no hay nadie más que Isabel y Javier… Isabel y Javier… Ella maneja… Van hacia el hotel… Ella mira fijamente hacia adelante… Todo su rostro inmóvil mientras maneja por las calles de Cholula, entre los perros escuálidos y lisos que ladran y corren detrás del auto… entre las mujeres embarazadas y los soldados con cicatrices en las mejillas… el auto da tumbos en los hoyancos… Javier puede leerla… puede leer la mente de Isabel… Sí, se dice Isabel, yo podría ser el centro y la fuerza de Javier y él no quiere comprenderlo… cree que se sacrificó, que mató sus ambiciones al casarse con Ligeia y vivir con Ligeia y dormir con Ligeia y entonces cree que casarse y vivir y dormir con alguien es una manera de morir… Si yo tuviera más experiencia… Isabel piensa: si yo supiera comunicarle lo que sé; eso es; sólo podría comunicárselo sin convencerlo, viviendo y casándome y durmiendo con él: que no es tarde —eso debe pensar Isabel, manejando, al lado de Javier que piensa por ella, en el camino de la pirámide al hotel—, que no ha perdido su sueño, que sólo puede cumplirlo conmigo, que puedo ser su centro y su fuerza y su armonía; cómo entiendo que para esto nací, no para vivir desprendida, sino atada a uno como él, a uno que entiendo; quiero ser suelo, raíz y aire de Javier; quiero estremecerme cuando sus manos rocen mis pezones, sus labios besen mi clítoris, su respiración penetre en mi oído; quiero tenderme cautiva entre sábanas; quiero verlo erguirse y vencerme cuando yo lo venza; al mismo tiempo, sin victoria, sin derrota; deseo alabarlo sin vergüenza, mirarlo sin pudor, tocarlo sin rapidez; quiero ser lenta; quiero acariciarlo lentamente; quiero dormir lentamente; quiero esos amaneceres largos, sin prisa, esperando alguna sorpresa de su despertar; eso es; eso quiero; quiero todo lo demás; quiero descubrir qué le gusta comer; quiero sonreír cuando esté de mal humor; quiero oír discos con él; quiero leer a su lado; quiero viajar con él; quiero atenderlo cuando se enferme; quiero ir a la farmacia y comprarle su jabón, sus navajas de afeitar, su bicarbonato; quiero verlo bailar con otra mujer; quiero verlo enojado; quiero verlo dormido; eso es; así; como si él supiera, sin decirlo nunca, que estoy allí, que lo sostengo, que no lo quiero tener para verme en él, para extraer de él mi propia imagen, mi propia debilidad, mi propia confusión; quiero ser todo lo que necesita para él pero fuera de él mismo; no que deje de sufrir, sino que en mí tenga el dolor cuando lo necesite; no que deje de dudar, sino que en mí…; eso es; que lo acepte todo, pero no como una fatalidad, sino como una necesidad; nos ocurren cosas; pero debe ser porque necesitamos que nos ocurran, no porque está escrito en el destino?, y si es así, y no como yo pienso, entonces yo sabré detener el destino, la circunstancia, la fatalidad, recogerlos, impedir que lo toquen y dárselos transformados por mí, por Isabel; así debe ser; si él lo entendiera; que a una mujer no la vence un hombre; que una mujer se vence a sí misma para amar a un hombre y ser de él; que no hay violación, que no hay mujer que se entregue si no lo quiere; que no hay amor sin humillación original; por eso estoy aquí; por eso viajo al mar; a ver si él comprende… El auto se detiene frente al hotel… Bajan… Cierran con fuerza las puertas… Abren las puertas de cristal opaco del hotel… Piden la llave del cuarto de Isabel… Caminan por los pasillos… Escuchan el rumor de la fuente en el patio cubierto por una galería de vidrios calientes… Abren la puerta del cuarto… Isabel se arroja sobre la cama, llorando… Javier se desabotona la guayabera… Se seca las axilas con la camisa arrugada, enrollada en el puño… Se quita los pantalones y los zapatos llenos de polvo… Se sienta en la cama para quitarse los calcetines… Permanece en calzoncillos, con los calcetines en la mano… Quizás ella cree comprender… No comprende; cree comprender; cree que ofreciéndose —espera que él le desabotone por detrás el vestido, le dé la espalda, llorando— comprensiva y humilde, ahora, después de todo lo que sucedió esta tarde, establece un contraste suficiente con el infierno de Ligeia… Cree, la pobre —Javier desabotona el vestido de Chantung amarillo y ve la espalda cubierta de gotas de sudor— en su docilidad, en su fuerza para soportar… Se imagina —Isabel encoge los hombros para zafarse del vestido y queda con el torso desnudo, perlado de sudor— una vida de dulzura y compasión en la que ella, sacrificada, guía al pobre escritor fracasado y le hace renacer; le devuelve la confianza; lo sienta a trabajar bajo su ala protectora y le sirve, de tarde en tarde, infusiones de yerbabuena contra la colitis… Cómo no… Javier arroja los calcetines… Ella no entiende que el infierno con Ligeia es mi costumbre, mi veneno, mi tóxico… Que nada entendería, que el mundo se vendría abajo sin esa costumbre… Que la prefiere, con su esterilidad y su rutina, porque es violenta y extrema, a otra esterilidad y otra rutina —las de la creación, pues ahora también respira, mastica, digiere, ve, toca, huele, sigue siendo el mismo tubo entre la boca y el ano (no, repite, eso lo acaba de decir Ligeia, Ligeia encerrada con Franz en la tumba de los chapulines, sí); no escribe libros pero rutinariamente escribe informes para una comisión económica de las Naciones Unidas, es el mismo que sería si hiciese algo en apariencia distinto pero tan obligado como lo que hoy hace a llenar el tiempo acordado, nada más— tierna y compasiva… Ella cree comprender… No se mueve; permanece allí, con el torso desnudo; cree comprender; pero exige; también ella exige, para comprenderme y colmarme con sus imaginarios bienes, esta sujeción, esta fidelidad, este ser sólo para ella, para que ella me cuide, me halague, me proteja; ella y nadie más… No romperé ese instinto de hierro… No yo… no hombre alguno… No transformaré yo las relaciones del mundo para que todos, hombres y mujeres, seamos personas solas y solidarias, solas cuando lo deseemos, unidas cuando lo necesitemos, libres para escoger, variar, ser de y poseer a quien nos plazca, sin resistencia, cada noche y cada día distintos… ¿Comprenderá eso?… Espera que me acerque… No entiende por qué no me acerco a besarle los pechos que me ofrece… ¿Aguantará eso que para ella es humillación y para mí libertad racional? ¿Permitirá un engaño proclamado? Ah, no, no, no lo hará. Qué bien sé que no. Qué bien conozco las lágrimas, la desilusión, los sentimientos heridos, la convicción de que no sé apreciarla, al fin el odio, la rebeldía, su propia traición: una traición que yo no quise llamar así, si ella la hubiese aceptado como un hecho natural, si ella misma, desde el principio, hubiese aceptado naturalmente amar a quien quisiera… ¡De quién hablo, de quién hablo, qué dolor, qué cabeza partida!… Javier le pedirá a Isabel que le traiga una aspirina… Ahora lo hará… Isabel es Ligeia… Isabel será Ligeia… Lo sabe… Lo querrá todo para ella… Querrá todo su tiempo… Querrá todo su amor… Sufrirá el desencanto… Lo odiará… Volverá a darle el infierno de Ligeia… La mira… No se acerca a él… Quizás lee en su mirada… Qué puede hacer sino seguir con Ligeia, permanecer en el puerto de destino en vez de salir otra vez al de partida y esperar, con un amor que no ocultará, el momento en que Isabel sea su nueva Ligeia… Y sin embargo, carne nueva, labios rosados, pubis pesado, senos duros, muslos firmes, poros abiertos, qué jóvenes son, cómo se estrenan, qué respuesta hay cuando no hay costumbres ni sabiduría, qué torpeza encantadora de las primeras veces, qué descubrimiento, qué asombro… Javier se levanta de la cama… Busca… Isabel permanece en la cama, con las piernas recogidas y el vestido suelto y arrugado en torno a las caderas, esperándolo… El rebozo… El rebozo está a la mano… Nadie quiere repetir su vida… Isabel no será Ligeia… Isabel será un amor fugaz, nunca se convertirá en Ligeia, será una hermosa joven siempre, un recuerdo tibio y dulce, nunca una vieja… Toma el rebozo entre las manos… Lo estira… Quiere estar solo… Quiero quedarme solo, Isabel, ¿no entiendes?… Serás siempre joven, Isabel, yo te lo prometo en silencio mientras avanzo hacia ti con el rebozo entre las manos, el rebozo negro de Ligeia… El rebozo que ella te regaló esta tarde… Nunca envejecerás, Isabel, siempre te recordaré como eres, como fuiste… Sus brazos se levantan para recibirlo… Javier trenza rápidamente el rebozo al cuello de Isabel, Isabel no tiene tiempo, quizás cree que esta furia helada de mis manos en torno a su cuello es una prueba de amor, una posición erótica distinta que hoy le obsequio, y aprieto, aprieto el rebozo, no miro los ojos abiertos, desorbitados, la boca con la lengua fuera, ¡Dios mío!, qué larga es la lengua de una mujer…

Tomé tu mano, Isabelita, en la confusión de esa galería mal iluminada, para que supieras que ya estaba con ustedes, ahora revelando mi rostro aunque tú, dragona, hincada ante Javier, no te diste cuenta de que ya estaba con ustedes frente al friso de los grillos y sólo Franz, recargado contra él, con los brazos cruzados, inquirió por mí y yo sólo era el heraldo del ruido encajonado, de la música de guitarras eléctricas que avanzaba por los dos extremos de la galería capturada, sin salidas y Javier derrumbado en el polvo, atendido por Elizabeth, no podía entender, y Franz tampoco, tú tampoco, dragona, la música brava, la elegía final de esas voces juveniles que se acercaban, cantando, por las escalinatas gastadas,

The day of wrath,

That day has come, ooh, ooo-ooo-ooooh

And dis-ssss-olves the world in ashes!

Y entraron por los dos extremos de la galería precedidos por el temblor sonoro de su música, por los dos menestreles, el negro con el sombrero de charro y la guitarra eléctrica alejada del tórax, rasgada como un violoncello giratorio, que entró por la derecha, y el muchacho alto con el pelo largo y revuelto y las mallas color de rosa y la chaqueta de cuero con la otra guitarra abrazada, muy cerca del pecho, por la izquierda

Man! What a terror!

Man! When the judge shall come!

y detrás de ellos, los demás; detrás del negro, la muchacha vestida toda de negro; detrás del blanco, la muchacha con los ojos escondidos detrás de los espejuelos Audrey Hepburn, el sombrero Greta Garbo de alas anchas y caídas, la trinchera con las solapas levantadas y el rostro pintado con los tintes pálidos que hacían desaparecer las facciones: boca y anteojos, nada más,

Pop your eyes, death and nature,

Let creation rise and shake…

Y entre todos se abrió paso el joven vestido con saco de tweed y pantalones grises, al que seguía el joven rubio y barbado con pantalones de pana y sandalias,

What did David tell the Sibyl?:

Gonna be no get-away…

Llegaron los Monjes al corazón de la pirámide y al pasar apretaron mi brazo y besaron a Isabel y rodearon a Franz y Ligeia siguió hincada, sin entender, junto a Javier que estaba desmayado o birolo o más fruncido que un drácula a la luz del día, yo qué sé.

Rodearon a Franz.

Y rasgaron finalmente las guitarras, estremecidos y helados, girando las caderas y agitando las melenas, hasta el clímax:

For oh, oh, that day has come,

Gonna be no get-away.

Callaron.

Franz estaba aplastado contra el friso de los chapulines y los Monjes lo rodeaban y estrechaban el círculo con esos movimientos de gato, de semilla encontrada, de movimiento puro hacia los núcleos de alguna nueva totalidad reservada en el peligro, la vida, la muerte o cualquier otra negación anterior, cualquier otro secreto o prohibición anterior a ellos.

Cuando me buscaron y nos pusimos de acuerdo en todo esto, Isabel los llevó a mi casa y los seis se posesionaron en seguida, como si siempre hubieran vivido allí, sobre los tapetes medio tatemados por mis colillas, contra esos muros que otro día fueron azules y añiles. Las copas de tequila hicieron más rodelas en la mesa baja —bueno, también es mesa de trabajo, camaradas— y cuadrada y los cigarrillos —descubrieron, llegando a México, los Faros y algunos, me huelo que el negro y la muchacha pálida, ya le atizaban a la mota— descansaron o murieron aplastados en mis vasijas olmecas. Se pasaron toda una tarde allí, intensos y reposados al mismo tiempo, y primero me preguntaron y les dije en dos patadas, escribo un poco, a veces salgo a manejar un taxi para desorientarme, para recuperar contactos, y así conocí a Elizabeth y Javier. Me sonrojé: tengo algunas rentas, ¿eh?… y todos se rieron porque nadie es beatnik o vietnik sin una familia burguesa y madura que pague los vasos rotos y los ratos vacíos.

Me preguntaron si estaba de acuerdo y dije que a ver, en principio sí, pero como no tenía las razones que algunos de ellos podrían tener, quería que me convencieran, no para la acción, pues yo sería una especie de Virgilio presente y de Narrador futuro, yo no sería, finalmente, activo, sino para enterarme y tener los cabos en la mano y poder garabatear unas cuartillas con letra de mosca. Vaya consolación. Vaya desolación. En realidad, me dio gusto tenerlos allí, en mi caserón medio desnudo, viejo granero de un convento abandonado desde la expulsión de los Jesuitas (?) allá por el siglo XVIII (!), tan completamente olvidado que mis incursiones originales, cada vez más audaces, pudieron al fin convertirse en habitaciones permanentes. Ellos también debieron —me imagino— trepar con pena la cerca de nopales podridos, caer de bruces sobre el basurero colectivo en el que los pobres ciudadanos del barrio han transformado lo que, con verdadero sentido de la propiedad, debía ser mi jardín, y llegar a la cáscara escondida entre crecidos arbustos y lánguidas ramas de heno.

Isabel los dejó en la puerta de entrada y se fue.

—Tengo que ir con el Profe a ese rascuache motel donde me lleva. Chao.

Te fuiste, novillera.

Estuvieron de acuerdo. Sólo advirtieron que no me darían sus nombres y por eso los designo por sus características externas y en parte por los papeles que jugaron esa noche. No sé si alguien los recuerda y por eso debo repetir. El Negro con traje de charro: el Hermano Tomás. La Negra, por el color de los pantalones, el suéter y las botas: la Morgana. El Rosa con las mallas de saltimbanqui llamado también la Correosa, de acuerdo con la situación y como se apreciará más adelante. El Barbudo que maneja el viejo Lincoln convertible: El Güero o Boston Boy, que de ambas maneras suele y puede decirse. La Pálida, casi escondida detrás de los espejuelos oscuros, el sombrero de alas anchas y caídas, la trinchera con las solapas levantadas. Y sí, Werner, Jakob Werner, él sí me dio su nombre y hasta impreso en una tarjeta: el joven con el saco de tweed y los pantalones de franela y el portafolio.

El Negro Tomás arrojó por la ventana la nalga de ángel con la que estaba apestando mi hogar —y yo perdonándolo porque, ya les dije, voy para los cuarenta— y dijo lo malo es que no sabemos contestar bien las preguntas, estamos acostumbrados a hacerlas. Y estos personajes son de otra época, hacen frases, dicen discursos y va a ser muy difícil todo esto.

Apoyé la cabeza contra el ejemplar de Rayuela que uso como almohada y le dije entonces vamos a invertir los papeles. Yo, como buen intelectual —ja, ja— latinoamericano, sólo sé hacer afirmaciones grandilocuentes!!! Retóricas, para acabar pronto. Y la Pálida, que se había estado bebiendo sola la única botella de Poire William’s que me queda, y que en el Minimax de la esquina vale una fortuna, se estremeció con un trago y dijo children, no perdamos el tiempo, tengo una proposición mejor. Agitó la botella. No debió hacerlo. Nuestro amigo virgiliano ya nos contó lo que él sabe, la historia de Javier y Ligeia o Elizabeth o como se llame. Agitada, la botella parecía una pinche limonada gaseosa. Ah las apariencias. Cerré los ojos y apreté la lengua contra el paladar. Ahora, a partir de eso, lleguemos a las conclusiones. Vamos haciendo el juicio.

La pera dentro de la botella se zarandeó como un feto barbudo, arrugado, que ya se prendía con sus raíces renascentes al vidrio y al alcohol. Quería convertirse otra vez en tierra. La Negra Morgana puso un disco de los Beatles y al rato todos estábamos bailando y la luz iba desapareciendo y yo no entendía nada pero decidí ser muy paciente. Me habían cortado la luz por falta de pago y convertí la oscura necesidad en agradable virtud: les dije que me gustaba vivir entre puras velas, a lo monje loco.

¿Y el disco?

Debe ser un pickup con pilas. Además, no está girando. Sólo giro yo, que le he pedido a la Pálida (me está gustando esta gringa cachonda) que me enseñe a bailar bien el frug. Todos se ríen mucho y me doy cuenta de que pusieron el disco pero que en realidad el Rosa-Correosa está tocando esa canción, Yesterday, que ellos conocen antes de que la música se imprima o los Beatles la graben. Oh, mis cuates isabelinos. Estamos regresando a los modelos originales. Giro la cadera sin mover los pies, tratando de imitarlos. Pero mi reconocida torpeza no puede competir con el movimiento elegante y salvaje de sus brazos. Yo seré la defensa, dice el Negro: mueve la cabeza como una tortuga de juguete, mantiene las manos clavadas en las bolsas de ese pantalón de charro que usa.

Yo, Franz: el Güero Barbudo ha perdido el rostro detrás de una cabellera pluvial y sus botas taconean el ritmo invisible. La Pálida, que apenas se mueve, que permanece con las solapas levantadas y una pose de alto espionaje, dice yo Elizabeth, Ligeia, Lisbeth, como se llame. Se ríen para decirme que deje de imitar: este baile es pura improvisación y al mismo tiempo es un rito, ahí está lo durazno. Voy a decirles que estamos regresando al modelo olvidado. Los americanos son un ejército de Edgar Alan Poeseurs, con todos los castillos góticos y las oscuras ergástulas que Polyanna y Horatio Alger quisieron cubrir de mermelada y rieles. Los ingleses son Tom Jones y Moll Flanders, con toda la lujuria y los regüeldos que Victoria y Gladstone quisieron cubrir de cricket y de crocket. Los alemanes siempre serán…

Yo el juez, me interrumpe la Negra Morgana, que hace esos pasos maravillosos de pubertad ceremonial. Yo Javier, grita el Rosa por encima del tañer doloroso de la guitarra que le está comiendo las uñas. Jakob coloca la mano sobre el hombro del Rosa, lo aprieta, lo obliga a soltar la guitarra: no la decaída Correosa víbora de la mar, de la mar.

—Yo seré el Fiscal.

Todos caen de rodillas sobre los petates.

Aúllan como coyotes.

Me detengo, solitario, a la mitad de un paso torpe y ya no hay luz en la sala. Los perros del barrio contestan los aullidos. El comején de las vigas es la caspa de este pobre piso astillado. La voz en la oscuridad es la de Jakob. ¿Culpable o no culpable? No hay más respuesta que la de las garruñas de los ratones que salen y corretean, aturdidos por el silencio o el ruido totales. Busco, no sé, con los cerillos en la mano, una vela. Otra mano me detiene y la voz del Negro es inconfundible. ¿Culpable? ¿Atenuantes? Su alma era suya para hacer con ella lo que quisiera. ¿O no? Esa voz que es su propia parodia: grave como Paul Robeson cantando Old man river, pituda como Butterfly McQueen pidiendo perdón a Scarlett O’Hara. Voz de esclavo y rebelde, arrastra légamos dormidos, pájaros asustados, incendios sudorosos: «El acusado sólo tuvo un sueño, un sueño, hombre, y quiso convertirlo en realidad, igual que todos nosotros. Todos nosotros».

¿Cuál sueño?, grita la Negra Morgana.

Vamos a salir. De noche, las moscas del basurero se retiran y hasta nace un perfume dulce y corrompido de ese cúmulo de hierbas y botellas, vómitos y trapos, tortillas, periódicos, excrementos y calcetines que debemos atravesar. Algo podría utilizarse de nuevo. Esa rueda de bicicleta, por ejemplo. Pero también hay un desperdicio de la pobreza, un lujo de la mendicidad. Nadie puede vivir sin él. No sé de dónde viene el Negro, si de un ghetto del Norte o de una cabaña del Sur. Acá o allá, inventan un ritmo y un decorado consecuente y se salvan. El sueño de los deseos cumplidos, de la unidad recuperada —va diciendo—, el poder total puesto a prueba, a prueba, hombre, expuesto, tirado al ruedo: habla con los párpados ofídicos muy juntos. Pisa la basura con seguridad y delicadeza: éste es su acto único y quiere aprovecharlo, luego se nota. El aroma de todas las dulzuras fermentadas nos embriaga. Nadie entendió. Sí, qué gran sueño, pero qué inútil. Pensar que la vida heroica era posible en nuestros días. Nadie les hace caso. Van a dejarlo hablar. El abogado de la defensa por fuerza dice mentiras y variedades. ¿O no?

Les muestro el camino fácil, pero estrecho, entre dos nopales negros, agusanados, y ya estamos en el callejón frente a la miscelánea y el dueño nunca me ha delatado aunque vivo aquí desde hace doce años. Es muy gente. El acusado vivió ese sueño y pudo comprender su patética grandeza. No sé si es el Hombre Invisible o el Tío Tom. Saludo al dueño de la miscelánea y todos entramos a comprar cigarros y refrescos. La niña de trece años, verde y lacia como un sauce lacandón, pone las cajetillas sobre el mostrador y tiende la mano y el Negro canturrea con su voz de altibajos. ¿Qué diablos fornicados sacrificó el acusado? ¿La música? ¿La arquitectura? Seguro. Pero sin grandeza. Los demás beben Pepsi-Colas sombríamente y la Pálida se persigna frente a la veladora que ilumina la estampa de una Virgen negra, ampona, con lágrimas de cera y ropajes de metal y raso. El acusado quiso destruir un mundo donde no se podía ser músico o arquitecto si no se acepta de antemano que los demás verían su ocupación como algo inútil pero tolerable. La lacandona ríe y se tapa la cara con las manos tiñosas, las manos oscuras manchadas de rosas alegrías enfermas. El Negro habla en inglés, sube y baja, y la niña ríe sin entender. Está en el Minstrel Show. El Negro es Al Jolson: pero en esencial a lo único que importaba, Mammy, acumular dinero y vivir tranquilo, in Alabammy. El padre, el dueño de la tienda, toma el aire afuera, sentado en una silla enana de paja, con respaldo pintado. Un respaldo de flores y patos. Prieto y obeso, respira como un burro o como un océano. Con la conciencia tranquila. Dominando a los demás con las frases de siempre, hay que tener paciencia, hay que ser bueno, sean caritativos, es bueno ser débil, los pobres de espíritu entrarán al reino de los cielos: el Negro está cantando.

El perro aúlla. El tendero le da una patada y los niños del barrio, los rapados descalzos, los overoles grises, dejan de arrojar corazones de durazno a los hoyancos de polvo y empiezan a perseguir al perro, autorizados, ajenos aún a la cantinela exótica y telúrica y folklórica de un Negro vestido de charro que canta un oratorio romancero corrido frío y sin carne que los demás empiezan a acompañar con una imitación del silbido del viento, con un ritmo involuntario de los cuerpos.

Cuenta, hombre, cuenta.

Todos los hombres son iguales. Todos votan periódicamente. Voten, hermanos, voten. Todos son propietarios. Amén. Cuatro hectáreas y una mula sólo para ti. Un salmo que los niños y el patrón no entienden: sólo ven a un charro negro y lo rodean cuando salimos al callejón y dejamos atrás los tristes olores perfumados de las pastillas de orozuz y yerbabuena y los chicles de clorofila y las paletas Mimí. Vamos a caminar, a ver a dónde nos llevan las piernas esta noche. Y marchamos por el callejón como el general Booth rumbo al Paraíso, guiados por el capitán de los santos charros.

El Negro se limpia los brazos con las colas de la camisa de charro y se apoya, abrazándome, para orinar. «¿De qué quieres que me disfrace, hombre? De vaquero allá, de charro acá. Muy sencillo, ¿no?».

Le ofrezco un par de guantes blancos que traigo en la bolsa del saco. Los niños le disparan con las manos. Él clava las suyas en el pantalón ajustado, de listas grises y naranjas y un águila devorando a una serpiente bordadas en las asentadoras. ¡Charros, charros, charros! ¡Cáigase muerto, sietemachos! ¡Un quintito, charronegro! ¡Un quinto para las limonadas! ¡No hay que ser! El Negro se detiene y se abrocha la bragueta: «Derecho a lo que no se posee. Ni riqueza ni vida ni fuerza. El acusado se arrogó su propio derecho. El derecho de barrer con ese mundo».

El Güero Barbudo cuelga la cabeza y no estamos preparados para su voz, marginal, inesperada, con un cultivado acento de Boston. «No, no fue así. Fue… fue una fatalidad. Me tocó ese tiempo. Yo… yo estaba acostumbrado a cumplir, era mi deber, yo no quise que…».

Los niños dejan de mirar al Negro.

—Yo no quise esos extremos, no los conocía, no supimos nada de eso…

El Barbudo brilla un poco, su barba y su cabellera son más rubias que la noche.

—Yo seguí haciendo lo de siempre, nada cambió para mí, yo soy el mismo de siempre, lo juro…

Los chamacos se codean y guiñan. Un güero. Un gringo güero.

—No, no es cierto lo que dice… yo seguí siendo caritativo, bueno; otros eran héroes en mi nombre; eso sí; quizás les agradecí que yo pudiera seguir siendo el mismo y ellos me hicieran sentirme un héroe sin serlo… Quizás…

La Negra Morgana se planta sobre el polvo, acabadita de salir de un comic-strip. El acusado guardará silencio mientras el abogado de la defensa hace su exposición. Orden, orden. Los bracitos morenos se levantan, los dedos señalan: «Cristo. Cristo. El Güero».

El Negro Tomás quiere hablar, aparta a los niños. Ah sí, había que vivir dentro de ese sueño del pueblo heroico, de los líderes heroicos, para comprenderlo, y comprender, sobre todo, el asombro…

La cantinela infantil, ¡Cristo, Cristo, el Güero!, se convierte, de dato que fue, en admiración: lo tocan, el Barbudo se retrae, erizado, el Negro entona como un bajo de ópera, el asombro y el dolor de saberse incomprendidos…

El santo, el güero, déjanos tocarte, ven, tóquenlo, métanle mano, es el güero claveteado, Jesusito santo: el Barbudo camina hacía atrás, el acusado quiso crear la última leyenda, la última batalla de los héroes antiguos contra la mediocridad moderna: el Negro habla a carcajadas, tipludo, como un viejo esclavo de plantación, el Barbudo da un traspiés y cae junto a la cerca de nopal y la ventanilla de una casa de adobe se abre y una mujer grita escuincles cabrones qué diabluras andan haciendo, no se metan con los gringos, quihubo, y el Negro ríe, el acusado quiso demostrar que la fuerza del héroe todavía es posible, el acusado quiso crear un mundo heroico para romper todos los mitos confortables del sentido común y la dorada mediocridad y la decencia manifiesta: váyanse, gimotea el Barbudo, déjenme, no me toquen, no dejen que vengan a mí y esconde el rostro entre las manos y en seguida lo revela, con los ojos muy abiertos y los dientes pelados y la melena revuelta y los chicos no gritan, dan un solo paso atrás, como los enanos de Chapultepec, nomás para agarrar vuelo y aventarse el salto mortal de esa cantinela de burla, lero lero candelero, denle por el culo al Güero y la confianza en todos nuestros poderes ocultos, escondidos por los creyentes sin fe, los cómodos ateos y los burgueses bien educados que creen íntimamente en el premio después de la muerte y el Barbudo se pone de pie con un grito salvaje:

—¡Los perdono, pero los desprecio!

Jakob aprieta su portafolio y le dice que es un cretino, que ése no es su papel, eso no está en el script y el Barbudo se encoge de hombros y explica que acaba de ver el Nazarín de Buñuel pero los chamacos levantan los pedruzcos y empiezan a arrojárselos al Güero y todos corremos sofocados hacia la avenida cercana, el periférico, las luces frías y blancas, de hospital, morgue y marquesina, y los chamacos quedan atrás, al borde del callejón, de su frontera, ni un paso más, tiñosos hijos de su chingada, mocosos barrigones, sangre de lombriz, panzas de amiba, cabezas de tétano. Quédense allí, todos juntos, con los puños levantados, con las piedras apretadas. Pero la voz ahogada sigue cerca de nosotros.

Estamos en una isla del periférico, trepados los siete como náufragos, abrazados sin quererlo, porque si no no cabemos: un paso más y alguno cae y a veces no pasan autos, pero a veces pasan volando, jugando carreras y la Pálida está tan cerca de mí, huelo todos sus maquillajes compuestos y a punto de desflecarse: la huelo como a una playa expuesta al auricidio de su cuerpo afeitado, tatuado invisiblemente por esos cosméticos que chocan entre sí dentro de los enormes bolsillos de la trinchera que usaron Sam Spade y sus hijos Garfield-Bogart-Belmondo. Eso va a regresar —suspiro aquí, apretado, abrazado sin consecuencias a la Pálida— y los melenudos van a desaparecer: dated, fanés, descangallados. Me digo eso y me doy fuerzas. Pero la Pálida no está para leer mi pensamiento y anda murmurándole al Barbudo:

—¿No es lo que querías? ¿Por qué no seguiste hasta d final?

—El escenario no me convenció —dice el beat con su acento brahmín, su cochino acento de blanco anglosajón protestante (léase WASP), de Boston Boy que tiene apretado algo, un bulto de lombrices que se agitan, ahogadas, bajo su saco de pana. Podrían ser lombrices. Podrían ser. ¿Y por qué diablos no? ¿No puede un Boston Boy acarrear lombrices?

—¿Qué quieres? —se burla la Pálida con sus ojos de fiera dorada detrás de los anteojos negros—. ¿Que dirija la secuencia Cedí B. De Mille? ¿Y qué traes escondido allí? ¿Dónde te mandaste hacer ese saco? ¿Qué me ocultas?

Jakob le da una cachetada a la Pálida y por poco caemos todos al pavimento. No vamos a discurrir problemas personales. A nadie le interesan. Somos otros. Jueguen sus papeles.

—Ando buscando a Dios, en serio —dice la Pálida y Jakob vuelve a pegarle y ella chilla—: ¡Es mi papel, mierda, no soy yo!

Jakob le pide disculpas y afirma varias veces con la cabeza, como si memorizara el guión y el Negro al fin puede gritar a voz en cuello: Una gloria ultraterrena, lo grita con un orgasmo bautismal. Un perdón caritativo, lo solicita como en un pleonasmo espiritual, recuerda quién es, el defensor, el alter ego del acusado: Un perdón seguro para los peores excesos, que son los de la vida conforme y el desgaste inútil de nuestras breves fuerzas, oh Héroe, oh Capitán.

Estamos abrazados y siento frío y no quiero huir: huir del encuentro ahogado de gritos y gruñidos bajo la levita de pana del Barbudo, la túnica de los románticos, ajustada al pecho, amplia en las caderas. Leí en Harper’s Bazaar que Pierre Cardin la ha puesto de moda. Me lo contó la China Machado, que es la mujer más excitante del mundo (después de ti, novillera). No estamos expuestos a nada. Nadie se detendrá a preguntarnos qué hacemos aquí, por qué ese Negro nos arrulla con su cántico repetitivo y abstracto que me aburre y obliga a anclarme en el name-dropping anecdótico de mi vida capilar. Repetitivo y abstracto hasta el sin sentido, ellos salieron al encuentro de lo que el hombre ha perdido, la vida trágica, vida-de-chivo, el azar de los límites verdaderos, la voluntad de ir hasta el fin, hasta el filo, hasta el precipicio. Las rocas de papier marché del Gotterdamerung. Las robustas amas de casa con lanzas y pecheras de oro y cascos encornados. Goebbels es Sigfrido. La aceptación gozosa de todos los rostros del hombre. La libertad. Stuffit, man, stuffit.

Una bolsa de celofán llena de orines le da en pleno rostro al Negro. Las voces ululantes, las burlas e injurias pasan con la velocidad del automóvil desde donde hemos sido agredidos. Cinco pitazos, manos de amenaza, a shave and a haircut, chingatumadre tan tan, el Negro con la cara mojada, nosotros bañados en pipí. La verdadera libertad de aceptar todas las posibilidades del hombre. El hombre. El Hombre. El Henorme y Heroico y Hentero Hombre, Cortázar. El Negro habla del Hombre y sus Posibilidades. Las Más Terribles.

Se funde este falso y chocarrero grupo de Laocoonte.

Las figuras se desmembran.

No hay más serpiente que la devorada por el águila en el trasero de los calzones del Negro.

Cruzamos con melancolía el Periférico. El Negro habla en voz muy baja. Porque ustedes las han escondido. Han creado un hombre mutilado, sin la mitad de su ser. Ay Máistro Veloz, tú que odiabas al animal hombre y tanto amabas a Juan, Pedro y Tomás: te recuerdo.

Nos acercamos al viejo Lincoln convertible. Ellos no. Ellos descorrieron el velo del hombre entero. Boston Boy abre de un jalón el cofre del automóvil, repleto de trajes amontonados sin concierto, disfraces —creo— porque brillan de mala manera y ni uno se sospecha mi sorpresa, ni yo la de ellos: el Barbudo aparta las solapazas y libera ese bulto vivo, trenzado, amenazante, gruñente. Lo arroja dentro del cofre. Serán dos cuerpos, uno el animal del otro, abrazados, quietamente devoradores. Serán. De un golpe, el Barbudo cierra la cajuela, no cierra el ruido de fauces y gemidos y todos lo miran sin comentar y quién sabe qué quede al final del viaje que será el final de la noche.

Les doy la espalda y subo antes que nadie al auto. Me hundo en el asiento de atrás y el Negro entra detrás de mí: Del hombre que también es hijo del demonio, del mandinga coludo que nació el día de San Bartolo. Crujen los resortes y mis pies reposan sobre las latas de aceite. Sólo hombre completo cuando acepta y exhibe y explota su rostro nocturno. El Rosa y la Pálida se sientan como pueden a mi lado. El asiento vuelve a crujir y se hunde del lado de ellos y yo quedo un poco en el aire. Jakob me pregunta a dónde y les digo a Niño Perdido. Su corazón de tinieblas. Su mitad oculta por los siglos de la barbarie judía y cristiana que amputa a los hombres. Tomás, Pedro, Juan. Eso, la Calzada del Niño Perdido y sígale por todo el periférico hasta la Barranca del Muerto. Dad oh dad a Dad lo que es de Dad y al Rabón lo suyo propio. Había que decir todo lo que se perdió para poder regresar a Dios y enfrentarlo con la integridad oculta por ustedes, con las armas escondidas por ustedes. Nacen demasiados niños en México y la India y Haití y no hay con qué alimentarlos. El mal verdadero sólo nos muestra que el mal también es humano. La Pálida le dijo al Negro que se callara, que estaba loco y el Negro contestó que alguien tenía que estar Loco y Enfermo en un Mundo que se creía incurablemente Sano y Racional. Hurgué cerca de mis pies, entre el nido de impresos que traían los Monjes, Eros y Evergreen Review y las aventuras de Barbarella, todo el sadismo de carpa y unos cartelones enrollados con grandes efigies clásicas de Boris Karloff y Shirley Temple. El Wall Street Journal y Der Spiegel. Charlie Brown snopea a Snoopy. Ese Negro me está dando en los cojones. Su defensa parece mala a propósito. ¿Qué carajos hace de pie, apoyado contra el capote doblado y remendado del auto, vociferando en los túneles del periférico: ¡El Acusado ha estado Loco y Enfermo en nombre de Todos, por la Salud de Todos!, es lo que nunca entenderán y ni siquiera el fracaso les enseña nada; mientras yo lo interrumpo para contarles que Master Swifty ofreció la única solución: cebar a los niños de los pobres, que al cumplir un año son —se dice— suculentos, y crear un mercado —forse, negro— para esa delicia gastronómica?

La ciudad se está cayendo a pedazos y el Negro agita su sombrero mexicano con rosas de plata negra, saluda al Mundo y Universo, porque hoy ustedes se sienten justificados y cuerdos en contraste con la Locura Salvadora del acusado, su fértil locura que recordó a cuantos lo habían olvidado —a todos— que somos capaces de la Crueldad y el Sufrimiento y el Orgullo totales y los demás tararean Pretty woman, holy mamma, have mercy on me y un cuico chifla y la ciudad, les digo, se está haciendo mole, ya no queda nada en pie, nada a la vista, los ricos viven escondidos en falsos palacios coloniales detrás de las bardas coronadas de vidrios rotos, los pobres viven escondidos en auténticos palacios coloniales dados a la ruina, detrás de los laberintos de los desiertos pavimentados, y ya no se ve gente: se ven autos rápidos y camiones repletos, todos están secuestrados dentro de una carrocería y los horarios están dispuestos para que nadie se encuentre, nadie se vea la cara, unos se olviden de otros para no compararse y matarse, oh México, pobre metrópoli con pies de lodo, pobre aldea untada como queso de tuna a lo largo y ancho de un valle baldío, pobre palacio de sal que espera la marea del azufre. Mi voz se impone a la del Negro y Jakob me observa con misericordia: nuestras miradas se comunican a través del espejo del Lincoln y si creo que los demás duermen o mueren o escuchan me equivoco: los probables ruidos del cofre son sofocados por el mofle abierto y ellos han estado murmurando, comunicándose en secreto, preparando otra escena para cuando termine la primera de este proceso que Jakob debe haber dispuesto, germánico, sin sangre, lleno de fórmulas. El Negro le ha dado a su acto todo el fervor de una plegaria ritual, pero no ha podido convencer. Es un mal abogado. Chicanero. Balín. Entiendan, entiendan, fuimos liberadores, no opresores, fuimos los únicos hombres que al sentir el oleaje del mal en nuestros pechos, actuamos para el Mal, en vez de mutilar esa fuerza: el Negro arroja el sombrero al aire, a la calle, a los perros que se lo disputan y luego quedan atrás, puro hocico, pura baba, puros ojos de navaja febril, amamos más porque fuimos capaces de odiar más. El Negro cae sentado. Quisimos ser odiados para ser amados intensamente. Tose.

Nadie habla y ya vamos llegando. A la izquierda, les digo. Podemos estacionar al lado de la gasolinera. Ya me conocen. Y el Barbudo murmura:

—¿Por qué nadie lo comprendió, por qué? —y la Pálida acaricia la mejilla hirsuta con repugnancia:

—Entonces, sólo te acercaste a mí…

—¡Sí, créelo! ¡No te engañes! —El Barbudo aprieta la mano de la Pálida y la tuerce y ella dice entre dientes:

—Suéltame. Sólo para compensar. Una como yo. Para pagar. La que fuera…

Y él lleva los brazos de la mujer a la espalda de la mujer, los reúne junto a las nalgas, se inclina sobre ella:

—No. Te equivocas. Ni siquiera eso.

Suspiro y quiero bajar. Si esto se pone demasiado claridoso, me voy a aburrir. Yo vine aquí por el misterio. Por una aproximación al misterio que quede después del falso misterio de la analogía y la oposición. Le hago un gesto de saludo al empleado de la gasolinera, que no me reconoce. Salto del coche.

—Ahí te encargo el patas de hule. No se escucha nada dentro del cofre.

—Sí, mi jefe. No lo había distinguido.

—No te preocupes.

—Ni siquiera eso. —La Pálida se quita las gafas oscuras muñequita de lujo y sus ojos son pequeños y un poco estrábicos.

—No, no entenderías —oigo decir al Barbudo, que salta detrás de mí y luego todos descienden del auto y la Pálida sigue allí, sin reaccionar, y cuando lo hace, antes de que crucemos la calle, grita:

—¡Tienes que decirme! ¡Me has tratado igual que mi marido! —y corre a una de las bombas de la gasolina, desgañitándose, y por lo menos él nunca me engañó, arranca el tubo de servicio, me dijo siempre que debía fingir que era otra, lo aprieta y nos riega de gasolina, no me engañó, corremos hacia la acera de enfrente, ella dispara contra nosotros, me hizo jugar su juego, el empleado la abraza por detrás, ir por delante a una fiesta, le abraza la cintura, para descubrirme, lucha con la mano libre para quitarle la manguera, para imaginar que era su nuevo amor, la Pálida trata de morder la mano del empleado, una desconocida, los dos están empapados de gasolina, me excitó y me negó el placer, el empleado la levanta en vilo, la Pálida suelta la manguera, pateando, me ofreció la humillación, sus muslos divinos, su pelambre de cobre, su propia humillación, brillan un instante bajo las luces de neón, cae de rodillas, empapada, para ver si yo podía soportarla, saca unos cerillos de la bolsa del impermeable, pero no me engañó, así me gustas. Pálida, Pálida sin nombre, me estás poniendo más cachondo, tengo una erección bárbara, quién te manda, el empleado está colocando, morado de rabia, la manguera en su lugar, yo conocía su juego…

Ella se levanta. Cruza la calle. Llega hasta nosotros con la cajetilla en una mano. Olemos a puro Lago Maracaibo. Nadie se mueve. A mí no necesita ponerme lumbre, bárbara. Pero ella enciende un fósforo. Lo observa brillar. Mira de la llama al Barbudo y no a mi pinga bien parada detrás del pantalón. Le dice después de la larga pausa, aprovechadísima:

—Y tú…

El Barbudo se rasca las costillas y saca esa tarjeta de una bolsa interior del sacote. Se la tiende a la Pálida. Miro por encima del hombro largo, huesudo, mientras las ganas se me van que vuelan. Miro esa tarjeta de reclutamiento, A-1, preséntese inmediatamente, John Jacob Richardson, campo de reclutamiento X, South Carolina, ahí te voy. Tío Ho, con mis regalitos de fósforos y perro cansado.

La Pálida acerca el cerillo a la tarjeta que se incendia como un bonzo de bambú.

Todos chiflan la marcha de los marineros salvo la Pálida, Jakob y yo. Más discretos. Más dignos.

—Si no entramos pronto, los tecolotes se van a dar cuenta —les digo.

Pero nadie se mueve. Están cuadrados. Chiflan. From the halls of Montezuma. Aquí mero empezaron los hijos de puta.

El Barbudo se acerca a la Pálida y me dan ganas de incendiar las melenas y las barbas del hombre, que ya están en llamas, que ya se ofrecen con un resplandor erizado. La toma del brazo. No me acerqué por eso. Te lo juro. No para borrar una culpa que no siento. Y ella levanta el nuevo rostro, lavado por la gasolina, el rostro sin cejas, sin labios, sin sombras, el rostro de ojos un poco bizcos:

—¿Entonces por qué?

—Te morirías si no te explicaran todo, ¿verdad?

Él habla con una voz cada vez más baja.

—Para recuperar a otra mujer.

Una voz perdida en la cabellera mojada de la Pálida. Les digo que hay que entrar.

—¿Quién? ¿Quién es Hanna? ¿Hanna?

La Pálida no mueve un músculo de su nuevo rostro de tierra líquida, de llama seca. Pero todos miran con una seriedad falsa a Jakob y el Barbudo toca con los nudillos a la puerta de latón:

—No sé. Nunca supe bien —y el rostro polveado de un hombre asoma por la rejilla, inquiriendo sin palabras y la Negra sonríe:

—Orden, orden. Los testigos podrán hablar por turno.

—¿Qué les cayó encima? ¿Dónde fue el aguacero? Así me da gusto verlos, bañaditos. ¿Se cayeron en Poza Rica? Huelen a circo, huelen a purititos diablos.

La Capitana nos conduce por los salones apretujados de esta casa fin de siglo donde nuestro hedor le da en la madre al de polvos de arroz y pescadería y las chamacas chismean en bola al pie de la noble escalera de cedro y los nalgones con trajes de avión beben en la barra y los padrotes sirven las copas en bandejas abolladas. La Capitana hace un gesto de fuchi y nos guía hacia la escalera. Las viejas que los acompañan han de querer estar solas, muy prívate, hay bonitos shows, los chincholes nos les suben al rato, ¿quién quiere humo en tubo?, a ver, ¿cuántas muchachas quieren, aquí cuáles son viejas y cuáles machos?, ya no se sabe, el de los calzones colorados qué quiere, pinga o coño, déjese ver y apreciar, garfilazo.

El Rosa-Correosa se deja bajar las mallas de trapecista por la Capitana. El rostro del joven, la melena de paje, la nariz medio pinochesca, se confunden como su voz:

—Es que yo… yo quería ser testigo de algo…

Déjese hacer, grafilazo, nomás para estas seguras ay madréporas ya lo decía yo pasen muchachas. El Rosa-Correosa, sin calzones, se sienta al filo de la cama en este cuarto sin ventanas, con ventanas tapiadas, quizás alguna vez hasta hubo un balcón, allí, a la derecha:

—Bueno, es posible que me haya quedado en testigo y nada más. Pero es que no sabía.

La Negra arroja las botas y cae encima del Rosa:

—El testigo será coherente o se callará la boca.

Se la calla a besos. El Rosa-Correosa la desviste con prisa. Capitana, que nos sequen la ropa. La noche es más larga que los senderos de los huehuenches, más honda que las montañas del mar y aquí nadie está sanforizado, mi Capitana. Dile a las chamacas que pasen del umbral, que ya no se muerdan los dedos o se queden allí paradas como tordos o dándonos la espalda, vámonos mana, aquí no hay bisnieto, éstos no son clientes serios, vienen por puro relajo, vienen de ociosos, vienen a reírse; pero mira mana dónde lo criaron, como los toros de Piedras Negras, como los burros de Zacatlán de las Manzanas, ah la maciza, ah la correosa, y van entregando los tacuches que ya no se aguanta la respirada esto se corta con cuchillo, vayan encuerándolos, hay para todas. ¡Me lo rifo!

Me lo rifo, grita la Capitana y se planta como un sapo en la canícula, nerviosa y verde y buchona, mirando para dónde dar el siguiente brinco con su cuerpo de guayaba y su sonrisa de tecla. Que las chamacos nos desvistan, riendo y murmurando, de rodillas, cabizbajas, profesionales, las antiguas esclavas, las geishas de canela y viruela loca, temblando de gusto porque están hincadas sirviendo a los señores: que nos desvistan a nosotros, de pie, que nos encueren a nosotros, las estatuas.

Sólo el Rosa-Correosa está tirado en esa camota matrimonial, enorme, como ya no se hacen, sin apartar la colcha colorada, con la Negra Morgana a su lado, la Negra bien bichi a excepción de esa cartuchera sin balas que se le engancha en los huesos de las caderas y él dice sí, si sólo pudiera ordenar mi sueño; pero es que todo parece haber sucedido hace tanto tiempo. Todos tuvimos ese sueño: ¿Tú no? ¿Quién le entra a la rifa? ¿Cuándo han visto algo igual? Examen:

—¿Cuál sueño? Repita. Datos. Hechos. No se confunda. Le va a costar caro.

—¿Con el que me separé de mi familia?

—No se quede corto.

—¿Con el que fuimos a Grecia?

—Rememore. Tome ácido glutámico.

—¿El sueño de los treintas, mis lecturas de juventud, los románticos?

—¿Qué es un romántico?

—¿Alguien que manosea sus sueños?

—Sea menos preciso.

—Todo es inminente. Todo es aberrante. La belleza o el crimen.

—Rememore. Discronice.

—Le juro que sólo he recordado a Raúl y a Ofelia para saber si ya vivieron en mi nombre. Si puedo dejar de repetir lo que ellos ya hicieron.

—Nazca de vuelta, testigo.

¿Cuándo, chamacas? Navaja de sangre, retazo de garañón, torre de Nestlé, plátano de oro, nervio de pulpo, pescado negro, éntrenle a la rifa, aquí están mis diez baros de tehuana mesopotámica, ¿cuándo, rucasianas?, elote de piedra, cabeza de rorro, piel de elefante (Renato was here: hilarantes comediantes, amigos elefantes, dura piel que no sirve para guantes), arrugas de guajolote, vello de puma, no verán algo igual otro igual, no sean majes, quién sabe qué diga, habla chino, vean, es que la defensa habló hace un rato de la unidad recuperada, ¿verdad?, de todos los deseos cumplidos con sólo desearlos y yo acabo de estremecerme al pensar que ellos (más bajo, solloza la Negra, más bajito, mi amor) los criminales y ellos (¿Tú también?, se resigna la Capitana, ¿ni tú lo resistes, chaparra?, sea por Dios, venga la lana) los poetas, pudieron salir de la misma madre: ¿Sade se llama Auschwitz, Lautréamont se llama Treblinka, Nietzsche se llama Terezin? Se juega. No va más. Ay sí. Porque nuestro sueño, el que nunca pude escribir, pero que nacía, no sé, de todo un espíritu del tiempo, el soldado, la culebra, el negrito, la sandía, el gallo, no sé, del tiempo, era que también había que acabar (pronto, mi amor, acaba pronto, no te das cuenta, qué importa después, primero yo, ahora) con ese mundo que nos había mutilado a todos, el charro, el jorobado, la muerte y su hacha, y que la única manera de hacerlo era lo mismo que él dijo, el negro, ponerlo todo a prueba, someter toda la realidad al deseo: desear lo que nadie se atrevía a desear, la que saque el gallo de la porcelana ganará la rifa: ése era mi sueño (más, más, ya mi amor, mi testigo, que sí, que sí) se agita la nica, se revuelve bien, no hay chapuza, aquí no se transa, putas pero honradas: las dos revoluciones, la del mundo y la nuestra, la de fuera y la de adentro (miamor, miamor, miamor) la victoria del deseo y el fin de las terribles oposiciones, lo tuyo y lo mío, la palabra y la acción, el sueño y la vigilia, el cuerpo y el alma, todo lo que nos divide, la patria, la bandera, el hogar, la propiedad: el Rosa va a dejar de hablar o las palabras se le ahogarán y las dirá convertidas en bosques de espuma: ya. ¿De veras deseé ese mundo total, Ligeia?

¡Nooooo! La suerte de la fea. ¿A qué santo te encomiendas? La bonita la desea. Ay, san Antonio bendito. Miren nomás qué alburazo. Nos transaron, mana. Chaparra y flaca, qué desperdicio. Margaritas para los marranos. Ésa no sabe por dónde. Ésa no tiene por dónde. Suelta las toallas, enana. Llegó tu hora. Bracitos más entumidos. Tedias más guangas. Necesitas una friega con alcohol. A ver si lo agarró cansadito. ¿Noooo? Abusada, mana: ya le mojó el barbón a la soldadera ésa. Te digo. Mugres manos de toallera, acostumbradas a limpiar sangre y papuchas y monos como King Kong el rey de la selva, trapos calientes, toallitas más suaves, siempre listas y dispuestas. Es tuyo, chaparra. Deja las toallas.

En tiempo de calor, las culebras abandonan sus guaridas, no aguantan su piel antigua, abandonan su soledad sabia y eficaz, salen al rayo del sol para juntarse todas y corren por los campos trillados del Edén, arrastradas, antes de que la última piel se les caiga hecha jirones y se vuelvan puro esqueleto y ojos de huevo: no sé quién le tocó a quién, cuando el Rosa se levantó de la cama, en esa pirámide que se hizo rosca en el enorme colchón, no sé qué le contó el Rosa a la chaparrita de las toallas, a la flaca y fea y sarmentosa que se sentó junto a él en el mueble de tubo, siempre con las toallas al brazo, mientras la Capitana me daba el beso negro y creo que esos calcetines que andan por mis narices son los de Jakob.

—Escribí un librito. Dejé a mi madre. Encontré a una mujer. Fuimos a Grecia. Creo que eso es cierto. Pero el mundo no cambió para nada. Se negó. No quiso hacerme caso.

—Mire. El gallito.

—Quería ser uno con el mundo y el sueño y el arte y la acción.

—Mire, que mire.

—¿He dejado de creer en la fuerza de mi deseo?

—Que le digo que yo me saqué el gallito.

—Sí, dejen que me descargue a favor de Franz. Acúsenme a mí.

—Que gané.

—¿Que soy otro como él, pero sólo latente, sin grandeza, su larva? Yo le escurro el bulto a un toro como ése, chaparra. Me da miedo.

—Que me saqué la lotería.

—¿Sabes? Nos dijeron que el mundo sólo se transforma cuando todos actúan juntos; uno solo… ¿no puede?

—La rifa. Que gané la rifa.

—¿La historia no se piensa, se hace? ¿Cómo? ¿Cómo?

—¿Y mi premio? ¿Cuándo?

—¿No puede nada mi puro deseo? ¿Y el amor, que es el anuncio del deseo de todos?

—¿No me la va a hacer buena?

—¿Será el amor el resumen del mundo? ¿Al ser uno con la mujer podremos ser uno con el mundo?

—Estaría de Dios. ¿Quiere que me conforme con mirar?

—¿Y el amor no es realmente, como el mundo, una lucha, una resistencia o nuestro deseo, que por fin nos vence o se deja vencer? ¿No se impone siempre un amante al otro, lo coarta, le impide crecer? Eh… ¿qué sigue? ¿Qué debo decir ahora? Maldita memoria. Etcétera.

Elena, Elenano, toalla al 6, dónde chingados se mete esa chaparra, para qué le pagan, le encanta oír a los borrachos, nació para confesora, estoy escurridísima, dónde se encondió.

—Si quieres, toca, chaparrita.

—Todo se me va en tentar.

—Tienes manos muy lindas.

—Algo me había de tocar. Todo anda mal repartido.

—Me gustan tus manos. Pesan como dos piedras húmedas, como una talega de plata.

—Será de tanto cargar toallas. A veces no siento los brazos.

—¿Te conformas con ver?

—Fue pura lotería. Quién me manda meterme donde no debo. Luego me van a mirar gacho, de ladito, con resquemor. Más vale que regrese el gallito. Que lo use otra. Gracias, joven.

—¿Te están gritando? ¿Es cierto que oyes confesiones?

—Sí, porque a nadie le importa lo que yo ande repitiendo. Me están llamando, jovenazo. Me van a correr si no me apuro.

—Quédate. Les pago tu sueldo. ¿Cuánto ganas?

—Nomás las propinas y las meriendas. Y uno que otro tanguarnís.

—Ven.

—No, a la cama no. Se van a enojar.

—Que vengas. Ven a oír. Nada más. ¿Entiendes lo que te estoy diciendo?

—No. Por eso puede contarme todo. Mientras esperan, antes o después, los clientes me platican allí afuerita. Todo se me olvida. Dicen que soy el puro olvido. Elenano la olvidosa.

—Ven a olvidarte de cosas que no significan nada.

—No soy nadie para averiguar eso, señor.

—Ven. Acuéstate aquí. Ves que nadie puede.

Jey jonibonch, lovidovi, hazme un huequito, cherribloson, foquifoqui.

—¡Ay!

—¿Hasta ahí?

—Cachuchazo popular.

—¿Hueles al Negro, chaparra? ¿Quién habrá inventado que huele distinto o peor que los demás? Toca la barba del Güero, acaricia la espalda de la Paliducha, Jakob, ¿qué haces con los calcetines en la cama?, ¿quieres llegar por fin al mundo exterior unido y fortalecido por el amor? ¿No te das cuenta de lo que el mundo ha hecho de sí mientras nos olvidábamos de él y amábamos solos? ¿No ves que en su propia lucha, paralela a la de mi amor, mi sueño original, el sueño de afuera, el sueño insurgente, ha sido derrotado por la resistencia del mundo?

Estoy sofocado, junto, bajo, entre, sobre los cuerpos y me aterra la ausencia de risas, la cadavérica solemnidad de nuestra pirámide sin tactos, la máscara salvavidas del idioma inglés en boca de las cariñosas honeybunch, cherryblossom: cuando el Rosa-Correosa apagó la luz, todas las manos huyeron de las pieles ajenas, la oscuridad les arrebató el placer profesional y las manos se refugiaron en la propia piel protectora y la lingua franca del joven, imberbe Rosa impone el abandono a quienes entendemos su inglés germánico, los destructores de ídolos son ahora los adoradores de ídolos: el Rosa ha recostado, como una sardinilla, al filo de la cama crujiente y callada, a la muchacha de las toallas, la rebelión triunfante se vuelve también institución y ley de una nueva opresión: impone el respeto a las hullas que deben imaginar una locura intocable y un daño reciente que han venido a contagiarlas: la lengua extraña las inmoviliza, coarta la burla, destierra el albur; a su manera, ellas están en el juego, le escuchan sin entenderlo:

What is left of our dream?

La Pálida suspira a mi lado, se separa penosamente de todos los brazos fríos.

—La tragedia de los pequeños. La tragedia sin máscaras. La definición de lo posible y la pérdida de las ilusiones.

—Se acepta la aportación de la testigo —la Negra Morgana satisfecha susurra con la almohada sobre el rostro. Ah qué relajo de juez. Trae bien mojada y apretada entre los muslos la peluca ceremonial de la magistratura: la pararon de cabeza en el estrado de Old Bailey y dictó sentencia con el ombligo y nadie se enteró. Ahí está, cuando el Rosa vuelve a encender la luz y todas chillan y se tapan, se levantan y se hincan, agarran los rollos de papel de excusado y se los meten entre las piernas, se dan friegas de alcohol y se acabó el show, ahí está el show, con las piernas levantadas y apoyadas contra el respaldo de caoba y el Rosa dice al encender la lamparita de noche:

—Y yo sigo sin saber algo.

Toma el lápiz labial que le tiende la Pálida, que ya está de pie, metiendo mano en las bolsotas de su trinchera:

—El testigo es impertinente. —No, no. «Avez-vous déjà giflé un mort?». «Avez-vous déjà tué un juif?»— y traza en el vientre de la Negra la máscara del Cíclope Ciclón B, el ojo-ombligo de un payaso con bigotillo tirolés.

—Eso quería decir.

La Capitana, desilusionada —aquí no ha pasado nada— le tiende los pantalones de charro al Negro que habla mientras se faja, se acomoda los güevos en la estrechez de calzador, se encaja bien las nalgas.

—El amor es satisfactorio aun cuando es doloroso. Y amamos a quienes nos hieren más, porque sabemos que les importamos.

—Sentencias. Sofismas–. Jakob se levanta los calcetines y la Pálida se mueve entre las huilas que huyen, abren la puerta, piden toallas, reciben nuestra ropa seca y planchada y Elena es empujada fuera de la cama, se acabó la pachanga chaparra, dale a la chamba y la Pálida cierra la puerta, impide el paso, toma a Elena de los hombros y la fija, de cara a nosotros, de espaldas a la Pálida que le mesa los cabellos, los dos, ¿por qué no lo aceptan?, ¿por qué viven de los fantasmas?, le levanta la cabeza con un dedo bajo la barbilla, ¿por qué no prefieren cualquier cosa viva, a pesar de las cadenas, una mujer real?, Elena trata de sonreír, de cerrar los ojos, de entrar al show, ¿una mujer real, con cuerpo, con rostro, es una cadena? Dogal de flores, la chaparrita empieza a reír, ¿por qué prefieren amar su propia imaginación, el harem masturbador, el serrallo de los eunucos?, todos te miran, ah chaparra flaca y sarmentosa, ¿a amar una mujer real?, ahora es cuando, Elenano, muere en la raya, levanta los brazos y muestra los dientes con los ojos cerrados y contonéate y trata de bailar y baila como un títere de yeso, avergonzada, vestida con su suéter de botones y sus medias de algodón, baila ese paso de indio, un-dos-tres, undostrés, dos pasitos para acá, un pasito para allá, como en las ceremonias del origen que son las del terror aplacado, frente a los dioses y a las madres.

La Pálida, que la ha sostenido con las manos, arroja a Elena al suelo:

—¿Nadie puede amarme a mí? —Y Elena chilla como una marranita—. ¿A una mujer que camina, duerme, come, orina, menstrua, canallas? ¿Tengo que ser la repetición de una pesadilla o la anticipación de un sueño para que un hombre me ame?

Elena chilla, de bruces, y las putas se han arrejuntado con la Capitana, como polluelos y la Capitana mira a la Pálida con sospecha y luego con odio y las putas lloran, que llamen al Gladiolo, que la callen, el Gladiolo la echa, va a venir la poli, está bien trole, bien lucas la desnivelada, perdió del pensamiento la impresión, ay nanita, ve por dejar que se metan viejas, qué me han dado, qué me han dado a cambio de mi amor, ¿dónde están mis hijos?, ay nanita, ay la llorona, ay la bruja, ay la Medea: seguro que va a temblar, cuando empiezan a caernos tantísimos avisos, cuando la Pálida va muy despacio a la cama solitaria y todos estamos mirando, apoyados contra las paredes, seguro que va a llover en Sayula, cuando se recuesta sobre la cama que ahora todos vemos por primera vez, al convertirse en escenario, la cama-trono de este burdel, una cama antigua, de caoba pesado, de alto respaldo barnizado, seguro que va a nevar en Yucatán, cuando el Rosa trata de arrojarse sobre la cama y Jakob y el Negro lo detienen y el Rosa dice: prometiste.

Seguro que la Chontalpa se inunda y las rosas de la Virgen florecen en invierno cuando la Pálida se mete dentro de esa cama anchísima, como ya no se hacen, y la Negra se apoya contra uno de los pilares con remates de urnas y vides y la Pálida dice sí, prometí. Nunca mencionarlo y abre las piernas y la Negra arroja a un lado los almohadones inmensos y aparta la revoltura de sábanas y frazadas y su mano, su blanca araña del día, avanza rengueando sobre el rojo edredón, coja araña, y las putas saben que ahora sí comenzó el show y la Negra se conoce bien sus suspensos, dragona, como Peter Lorre cuando interpretó al Hairless Mexican Porfirio Moctezuma Conde del Ombú: la mano blanca es la araña del día que va buscando sobre la seda del edredón, husmeando en dirección de la leche y de las estrellas y las putas comen ávidamente cacahuetes, hacen tronar las cáscaras y las arrojan al piso donde sigue Elenita la toallera, la olvidosa, y yo quiero preguntarle a la Capitana de dónde salió esa cama como ya no se hacen, cómo vino a dar a este prostíbulo, pero la Capitana es la Capitana y pela uvas con sensualidad y fastidio, con los ojos clavados en la araña blanca que camina con las uñas de la Negra, borracha e insolada, como si cargara tantas grandezas perdidas y recuperables que el placer inmediato le sería imposible. Avanza la araña hacia la mosca del día, inmóvil, rosa y plata, que un coleccionista fijó con alfileres de seda entre las piernas de la Pálida.

—¿En dónde, Capitana?

—Oh, no joda, caifán. ¿Se le antoja una uva?

Y el sollozo lento, continuo, olvidado de la olvidosa toallera arrojada sobre el piso es el viento que hincha las velas de esa mano criminal que ahora salta y maromea, araña el aire y se hunde en el edredón, gesticula y conversa, atrae, ordena: es puro verbo, pura convocatoria del acto y Elenano está en la oscuridad de ese piso rociado de alcohol puro, empapelado de rollos higiénicos y plantado de huecas cáscaras, donde nuestros zapatos reposan amontonados y las agujetas son lombrices dormidas que esa garra en movimiento, con un solo desvío, con un solo gesto involuntario, podría convertir en las serpientes tutelares de las pirámides:

—Dime o hago que se detengan.

—Haz que se pare, caifán. Ah qué las tunas.

Lombriz, agujeta, serpiente; los dedos se detienen, están cerca pero no acarician, tienen la presa cerca de la mano pero no la tocan. Las uñas de carnicero se afilan y no degüellan y la Pálida sigue inmóvil, quizás porque la mosca ha sido hipnotizada por la araña, de repente porque sabe cómo convertirse, llegado el momento, en aire de grillo, en nube de camaleón y desaparecer dejando un gran boquete de cielo desnudo entre las piernas, seguramente porque necesita el desorden y la humillación que el mismo amor necesita, porque sabe que toda violencia real es impasible, que todo caos auténtico ofrece el espejo de la claridad, que toda virtud es la suma de sus pecados: puta madre, la Pálida levanta las piernas abiertas como el conejo escondido mueve una oreja para escuchar mejor el paso del cazador y así se delata: ese temblor ligero revela a la presa que quiere ser presa para que la violencia esperada sea la paz final y merecida —o quizás porque sabiendo que va a ser cazada, la víctima desea, por lo menos, que su sacrificio sea libre: el movimiento imperceptible es el signo de ese encuentro de la voluntad y el destino. Me comerán, pero yo lo habré aceptado con un gesto deseado e indeseado, con un anuncio fatal: el coño de la Pálida guiña, pulsa, cree que podrá chuparse— pantano de goma y azufre —a la mano que al fin se clava en la cuesta venérea, y las hullas tiran cacahuetes, ole, gol, jonrón, y los dedos de la Negra entran por la vagina de la Pálida y la baten, chocolate, molinillo, espuma, gelatina, óleo, lúpulo, arena, lodo, fruta de mar, gratinado. Van a gemir las putas, van a caer de rodillas, junto a los zapatos, al lado del olvido de Elena. Se taparán los sexos y las bocas, una mano abajo, otra arriba, por donde entran las moscas a los panales de rica miel, por donde los coyotes atacan los rebaños, por donde las salamandras engendran mandrágoras y, en los parajes apartados, se cruzan las mujeres y los lobos, los hombres y las hienas para parir las razas que nunca dan la cara al público. Obstruyen los orificios para que no se les derrame el licor del placer y el sufrimiento y el Negro se masturba y grita, dice que mantener la obra de la muerte exige toda la fuerza de la vida y el Rosa aúlla herido, prometiste, Ligeia, prometiste, Ligeia, ¿querías que fuera como Raúl, que muriera un domingo después de vivir todos los domingos envuelto en la página de espectáculos, en las hojas de contabilidad, en los forros del misal y en los carteles taurinos: querías para mí esa mortaja de la cual huí, huí, huí contigo, sí por eso hemos vivido juntos?

Luminosa y enferma, la verdadera herida nos ofrece su cicatriz abierta herida por su herida, su heredada herida, el esplendor enervado de su estación de paso, el calor brumoso de ese encuentro, de esa glacial humedad de la que la Negra extrae —y los gritos se acallan y las voces se devoran a sí mismas y la saliva regresa a los hornos de la boca— esa cruz de alambres, ese títere sangriento, ese muñequito de rosca de reyes, hilo y porcelana y ojos de huevo negro: lo extrae del huevo negro y lo suspende de un dedo y lo mueve como un péndulo frente a la concu, nosotros, nuestras caras y nuestros cuerpos suspendidos, rotos, que cuelgan y se bambolean en este cuarto de burdel, que al moverse se quejan con las bocas abiertas y los ojos presos. Las putas y los monjes hipnotizados por ese ínfimo muñeco infame salido del falso parto de la Pálida para enfrentarse a nuestras manos de largas uñas, a nuestras cópulas fecales, a nuestros esqueletos recorridos por enjambres de moscas, a nuestras sonrientes y cercenadas cabezas de toro y jabalí, estúpidas y feroces: un hombre diminuto es levantado en el aire por garras de ave enloquecida: la Negra arroja el diafragma ocular a nuestros ojos.

—Suave el show.

—Oye, mana, ¿qué de a deveras?

—No seas mensa. Lo traía escondido.

—No te dejes pendejear por una gringa.

Estoy de rodillas y las escucho. Ah mis esclavas prietas, ah mis doncellas, carne de hacienda, servidumbre y burdel: ah mis encomendadas, ¿con qué van a contestar sino con la malicia?, ¿qué más le queda al esclavo para defenderse?, ¿con qué sobrevive el peón, la criada o la puta sino con la agilidad y violencia de su picardía, el arma que les asegura un sitio en el mundo: con qué, sino con las palabras, disuelven el mundo detestado e inventan el que podrían querer?

Pero no las miro. Veo en esa cama revuelta, con remates de urnas y vides, en medio de los almohadones inmensos, a la Pálida que dice ser Elizabeth que es llamada Ligeia que es famosa como Elena que es frecuentada como la prostituta del templo fenicio que es adorada como María salvada que es madre del Salvador: la mano de la Negra es una blanca paloma. Eres tú, dragona, y a tus pies, que son nuestras cabezas, está el muñequito de alambre y porcelana, lavado por los coágulos y el semen y el Negro está allí con la boca abierta y no tiene nada que decir, nada que defender y Jakob mira intensamente al falso feto y el Rosa se tapa los ojos y le da la espalda y sólo el Barbudo lo mira con la soberbia peregrina de un rey de Oriente y en el cielo raso del burdel brilla la estrella guía que cambia el curso de los planetas —la Capitana tira al aire el cabo de su cigarrillo encendido— que atre el sol para que consuma la tierra —y el cigarrillo encendido traza una parábola de luz helada— y empuja hacia atrás los tiempos del mar —y el cigarrillo cae exacto dentro de la basinica.

El Barbudo se sienta junto al muñequito en el suelo.

Arroja unas monedas de cobre a su lado.

Aspira su Juanita y lanza una bocanada de humo merolino sobre el sagrado infante que yace en ese corral de cáscaras de maní. Donde menos se piensa salta la liebre.

Ahora el Barbudo lo envuelve en papel de excusado y se lo ofrece a Elena que ha estado junto al cabrón feto del pesebre (donde menos se piensa), observándolo, agazapada, con los ojos llenos del primer deseo no olvidado.

La toallera toma el bulto pequeño. Lo aprieta contra sus pechos. Lo arrulla. Nos mira con orgullo y avaricia disimulados. Y la Pálida, de pie, sólo ahora siente curiosidad:

—¿Lo salvaste, chaparrita?

Elena no comprende, sonríe, arrulla.

—Escóndelo de la policía, chaparrita. No dejes que te lo degüellen. No dejes que te lo tiren al basurero. No dejes que te lo metan al horno. Ten tu niño perdido.

—Las estadísticas son algo exageradas —sonríe el Barbudo.

—Uno solo bastaba —la voz glacial de mi vieja que extiende los brazos.

La Negra Morgana ya sabe lo que debe hacerse y la toallera Elena también porque arropa al muñeco y se lo guarda entre los pechos y corre a recoger la ropa regada de la Pálida que permanece inmóvil, estatuaria y estatuante, esperando, mientras la Negra escudriña en las bolsas de la trinchera todavía mojada y extrae los pomos y pinceles y tubos de la belleza y tú, dragona, pálida Ligeia que aún no perteneces por completo ni a los ángeles ni al demonio gracias a tu débil voluntad, tú. Madre María del templo y el burdel, dejas que Elena la olvidosa te ponga las medias y corra sus manos de piedra quemada a lo largo de tus piernas:

—No subas nunca de noche a un taxi, chaparrita. No dejes que te entreguen a las fabricantes de ángeles. No permitas que te abandonen en el palacio de Heredes. Guarda bien lo que tú misma traes escondido ahí. Guárdalo, chaparrita cuerpo de uva, que no te lo tiren a la basura, que no te lo hagan noche, que no se te vuelva invisible tu escuincle. Puede ser el último que nazca en el mundo.

Y la Negra —ah qué relajo de juez y criada, de Yavé y Maritornes— le embarra a la Pálida rumorosa, con ambas manos, la crema plástica sobre el rostro, pat, pat, pat, fluida, estimulante y son los ojos, oscuros y un poco bizcos, los que hacen las veces de manos, índices, fuetes: la Pálida busca con los ojos veloces y el rostro enmascarado al Rosa y al Güero:

—¿Dónde están mis hijos, malditos? ¿Creen que han ganado la partida porque mis hijos están muertos? ¿Creen que estoy sola? ¿Piensan que mi vida ha muerto con mis hijos muertos?

La toallera corre con las ligas amarillas por los muslos de la Pálida y la Negra acaricia el largo cuello del manequín con la crema: usa y consuma y luzca bella, mi Pepsicoatl. Amable lector: ¿sabes que los gringos gastan cada año en cosméticos una suma igual al presupuesto nacional de los Estados Unidos… Mexicanos?

—Mierda. La vida no se deja joder. La vida sólo se puede negar a sí misma, desde el tuétano. Nada la puede tocar desde afuera. ¿No los han visto, imbéciles? ¿No los han visto esta misma noche, vendiendo refrescos y jugando rayuela en el polvo? ¿No los volverán a ver mañana, silenciosos, desnudos, revolcándose con los perros, junto a las carreteras, al lado de los arrozales, en los campos de batalla?

El rostro blanco, de canto y cal, siente los digitales de la Negra con la máscara que hunde en los poros la leche regeneradora. La olvidosa cincha el sostén que son dos copas de cobre espiral.

—Pero sí lograron fatigar mis sentidos. No mi vida. Pero hirieron mi piel y amenazaron mi olfato. Más no pudieron. ¡Ay! Hasta áhi.

Pálido flamenco, arrendajo humeante, loco cardenal, coral de hielo: la Negra muestra el estuche abierto de lápices labiales, la Pálida escoje el rojo mórbido.

—Mis sentidos odian y condenan. Pero mi odio es sólo una larga paciencia que todavía no toca a su fin. Tan largo como mi odio será el amor que lo sostenga.

Las manos de la Negra acarician las mejillas de la Pálida, preparan tus labios, dragona, para la pintura de cochinilla, luego los silencian y Elena ofrece las pantaletas de discos de cobre y la Pálida levanta una pierna y después la otra.

—Becky, espérame, ya voy de regreso. Creeré en lo que me enseñaste, aunque me cueste la razón. Becky, mamma, hay que cobrarles las cuentas a estos hombres…

La Negra termina de maquillar a la Pálida: los trazos finales de las cejas, la boca y los párpados nos dirán quién es esta nueva mujer, antes sin rostro, que ahora se amarra el pelo a la nuca con un listón de cobre, con los brazos desnudos bronceados como su nueva tez de pancake y luego se afloja el pelo. La vemos así, con los brazos levantados y las manos ocupadas en su cabellera, de frente, de espalda, de perfil, como si fuese una estatua giratoria sin más hoja de parra que una cortina azul. De frente, de perfil, de espalda:

Morgana la hace girar, deja caer los brazos y nos muestra su obra. Elena contempla de rodillas.

—Sí, Becky, el Dios de Israel existe fuera de nosotros. No es un fantasma más, inventado por estos hombres que aman mujeres irreales y matan niños inocentes. Sí, Becky.

Era una belleza judía, una judía oscura. Podíamos ver las gotas de su sudor azul, en las sienes, en los sobacos, en los labios, en la división de los pechos; una judía negra, una hebrea de orgasmos negros. El descubrimiento de América. Bullshit.

—Regresaré… Emprenderé el nuevo viaje… Regresaré.

Elena la cubre con la trinchera húmeda y la Pálida deja caer los brazos.

—Pélame una uva, Elenano.

—¿Me vas a contar. Capitana?

—Vayan saliendo. En orden y con provecho. ¿Quién es el pagano? ¿Tú, garfilazo? Saca la cuenta de lo que se debe, Gladiolo. Luego espera allá abajo. Mucho ojo con los azules. Tenemos protección pero no tanta. Y si se dan cuenta de este aquelarre… Venga la billetiza, caifán. ¿La camota? Uy. De lo perdido, lo que aparezca.

—Pero si llevas años aquí. Tienes que saber.

—Años. Tú lo has dicho. Años y felices días.

—Desde que empezó el burdel éste, me acuerdo.

—Bien chamaco viniste a que le sacáramos punta a tu pizarrín, no me acordaré bien.

—Cuidado con el escalón.

—Gracias, caifán. Tú siempre tan caballero. A ver, que no se retrasen tus cuates. Nadie puede quedarse tanto en el mismo cuarto. Sufre el prestigio.

—Andando, licántropos; hay sangre en las calles.

—¿No te olvidas de mí, de cómo era entonces?

—Qué va, Capitana. Un tamalito de dulce. Entraba hambre nomás de verte.

—Y ahora panzona y chimuela. Pero alegre. Y abusada.

—¿Me vas a contar?

—¿Qué tiene de malo? No es que quiera acordarme de la casa. Es que no quiero acordarme de nada, por lo que hiere el recuerdo. Mira. Asómate al patio. Estaba lleno de canarios cuando llegamos. Somos más descuidadas. Los dejamos morirse. La vieja dueña de la casa se había muerto antes en la camota esa. Así me lo contaron. Aquí nomás quedaron la cama, los pájaros y esa cortina de cuentas que separa el bar del living. Y unas inyecciones escondidas y un retrato de esa señora que tenía una cara de niña chiquita y triste. El hijo de la señora vino a vender la casa y tú sabes quién la compró para el negocio. Mira qué raro. Dicen que el hijo vendió todos los muebles menos la cama, quería quedarse con la cama como recuerdo pero nunca vino a recogerla. Nomás no regresó. Nos la dejó y ni quién se queje. Ya no se hacen camotas así. Ha dado buen servicio. Date cuenta. Una sola señora apretada en esa cama toda una vida, cogiendo y pariendo y muñéndose. Ella sólita, con el Sagrado Corazón de Jesús bien colgado en la pared. La dueña y señora, como quien dice la pura decencia. Y en menos de una vida miles de chamacas han puesto las nalgas en ese santo colchón. Somos más cochambrosas. ¿Quién le iba a decir a los apretados que su cama acabaría en petate putañero? ¿Quién te asegura nada en esta vida, garfilazo? Gracias; vuelve. Ya sabes que ésta es tu casa. Ábreles, Gladiolo. No hay problema. Fuera del corral las reses… Y caifán…

La Capitana deja pasar a los seis Monjes y me aprieta el brazo y me hace acercar la oreja a sus labios:

—Ven sólito una tardecita, corazón. No te olvides de tu mamá grande. Mierda. Si de repente te nos mueres al cruzar la calle. Más vale que regreses a morirte aquí, cogiendo con tu mamazota en su catre. ¿Quihubo?

Estamos tan solos y cansados. Nadie dirá nada en el automóvil. Nadie sabrá a dónde ir. Y yo sólo quiero escribir, un día, lo que me han contado. Bastante es lo que me dicen y escribirlo significa atravesar todos los obstáculos del desierto. Toda novela es una traición, dice mi cuate Pepe Bianco, encerrado entre pilas de libros en su calle de Cerrito allá en B. A. Es un acto de mala fe, un abuso de confianza. En el fondo, la gente está tan contenta con lo que parece ser, con lo que sucede día con día. Con la realidad. I don’t give a damm en las drugstores de Broadway, fiche moi la paix en los cafés del Boulevard St. Germain, ándate tare un culo en los restaurants de Piazza Campitelli, me importa madre en los supermercados de Insurgentes y me importa un corno en los cines de Lavalle, y quién sabe cómo se diga, pero se dice igual, en los hoteles de Plaza Mayakovsky, en los campings de los Tatra y en las tiendas de Carnaby Street. ¿A qué viene esa puñalada trapera de escribir un libro para decir que la única realidad que importa es falsa y se nos va a morir si no la protegemos con más mentiras, más apariencias y locas aspiraciones: con la desmesura de un libro? La verdad nos amenaza por los cuatro costados. No es la mentira el peligro; es la verdad que espera adormecernos y contentarnos para volver a imponerse: como en el principio. Si la dejáramos, la verdad aniquilaría la vida. Porque la verdad es lo mismo que el origen y el origen es la nada y la nada es la muerte y la muerte es el crimen. La verdad quisiera ofrecernos la imagen del principio, anterior a toda duda, a toda contaminación. Pero esa imagen es idéntica a la del fin. El apocalipsis es la otra cara de la creación. La mentira literaria traiciona a la verdad para aplazar ese día del juicio en el que el principio y fin serán uno solo. Y sin embargo, presta homenaje a la fuerza originaria, inaceptable, mortal: la reconoce para limitarla. No reconocerla, no limitarla, significa abrir las puertas a su pureza asesina. Si no, mamá grande, todos seríamos idénticos al excremento: ésa es la Verdad.

Los Monjes me entienden, seguro que me entienden y el Barbudo que va al volante hunde el acelerador y se lanza por todo Niño Perdido hecho la mocha y yo quisiera adivinar a dónde me lleva, a ver si es al mismo lugar que imagino.

Pero todos están demasiado agotados. Los miro, detenidos dentro de la ilusoria inmovilidad del Lincoln veloz, y no sé quiénes son, ni siquiera quiénes fueron hace un momento, mucho menos quiénes serán dentro de una hora. El viento de la noche de abril —viento mexicano, tolvanera de los lagos secos de este valle— me los desfigura y quizás aparezca por allí, entre estos rostros que creo conocer, un rostro que no he conocido yo: ¿no podría este viento, nacido de un polvo que fue agua, agitar la bufanda de un joven estudiante al tomar el tranvía de las 7,15 en una ciudad alemana —azotar las cabelleras de dos jóvenes amantes en una isla de cabras y guijarros— descargar una bruma dorada sobre las cabezas barrocas del Puente de Carlos —anudar bajo el Trópico de Cáncer la polifonía perdida de un réquiem —desnudar el calor gaseoso de un barrio judío de Manhattan— cerrar los ojos de un viejo sentado en una banca de la Alameda? No sé. Me lo preguntarán otro día. Otro día sabré. Ahora, dentro de este venerable Lincoln, no quiero perder la encarnación de los seis seres que me rodean: no quiero admitir que, si mi voluntad no los sostiene, esos seis rostros serán una red transparente de circulaciones: de transfiguraciones.

Voy a tratar de amarlos, mis monjuros, mis monjustos, mis monjóvenes, mis monjudas, mis monjúpiters, mis monjuanas, mis monjuergas, porque esta noche, mientras corremos a cien por hora a lo largo de la Avenida de los Insurgentes, los supermercados siguen abiertos y encendidos, mis compatriotas compran latas en el Minimax para que pronto caigan bombas en Pekín y el mundo se salve para la libertad y los jabones Palmolive, huyen de las rotiserías con el cadáver de un pollo frito bajo el brazo para que los infantes de marina crucen pronto el Río Bravo del Norte y el Bío-Bío del Sur cuando nosotros meros seamos los últimos vietnamitas, salen de Sears-Roebuck con una aspiradora nuevecita para que el mundo pronto sea un campo de fósforo, suben a sus Chryslers y Plymouths y Dodges para que cuanto antes el universo esté en orden, en paz, tranquilo, decente, sin amarillos, sin negros, sin colores, mis monjueces, mis monjaleos, mis monjinetes, mis monjesús: eso no es el viento, el viento no gruñe así, no carbura así, el viento no mete pedal vestido de tamarindo y nos obliga a frenar aquí, frente al cajón iluminado de la Comercial Mexicana en donde las familias —las vemos desde el auto, a través de cristal y más cristal: acuario del consumo— se pasean con carritos de aluminio y canastas de alambre y cochecitos de bebé. Los niños están ahogados entre los frascos de Ketchup, las lechugas y los detergentes y chillan. Las cajas de kleenex y las milicias de alcachofas (impermeables bajo sus escamas. Pablo) se sofocan con tanto niño encima y el policía motorizado se monta los goggles y saca la libreta y dice qué andan creyendo que esto es autopista o qué y el güero barbudo mete el freno de mano y pone cara de inocente. Con fineza. Barbudo. Con un ojo de gringa se contenta. Pero con fineza, marrullería, tenebra. Viva el Emperador Presidente sentadote en el Gran Cu. Si haut que l’on soit placé, on n’est jamáis assis plus haut que sur son cul. Habló el Viejo Hombre de la Montaña.

—A noventa por hora, cuando menos. No se haga el inocente…

—No, no me hago. No soy inocente.

—Ah, entonces admite…

—Admito todo.

—Mire que me va a obligar a llevarlo a la delegación.

—Lléveme. Confesaré todo.

—Mire que me los voy a jalar a toditos.

—Tome nota, agente. No tengo nada que ocultar.

—Mire que hasta las señoritas van a ir…

—No importa. Acepto mi responsabilidad. Pero en realidad no quería encontrarla. Tenía miedo.

—Pues luego. ¿Quieren pasar la noche en el bote?

—Y además, ella estaba segura, dijeron que los músicos estaban a salvo, que no los iban a tocar…

—Es peligroso, joven, se lo advierto.

—Le digo que no corría peligro. No era necesario que yo hiciera algo. El peligro hubiera sido acercarse a ella, ¿verdad?, ése hubiera sido el peligro…

—En la preventiva no respetan a nadie, se lo advierto.

—En esos lugares es mejor ser invisible. Si la busco, la marco. La señalo. Ellos se habrían fijado en ella, ¿ve usted oficial?

—Yo nomás le advierto que ese lugar es más frío que una tumba. No le recomiendo pasar una noche en la peni, joven, palabra que no.

—Si la reconozco, la marco. Fue un favor que le hice al no buscarla, al verla sólo de lejos. ¿No me cree?

—Creo que encima de todo está usted alcohólico, joven, pedo, con perdón de los presentes. Hasta le tiemblan las manos. ¿A ver ese aliento?

—Y si la busco, yo mismo me delato, me… Está bien. Lo acepto, ¿ve? Habría perdido la confianza de mis superiores, quizás el puesto mismo, ¿no se da cuenta? Era mi primera obra, yo estudié para eso, para construir, y en medio de la destrucción tuve la suerte de poder edificar… ¿qué más podía decir?

—No me agote la paciencia.

—Y ella, un día, me vio. Allí, entre dos bloques de la prisión. Y ella no me reconoció. O no quiso reconocerme. Vio mi uniforme. Me dijo: «Déjeme pasar».

—Hay cada maricón y drogadicto pasando la noche allí.

—¿Y si ella me odiaba, oficial? ¿Si ella me rechazaba? ¿No fue mejor, para los dos, no volver a hablarnos y recordar de lejos, recordar Praga, el puente, los conciertos en los jardines, el réquiem, la esperanza y la promesa que fuimos, oficial…?

—Se meten de a feo con los detenidos. Es gente que no sabe de maneras finas, ¿me entiende?

—¿Una fuga? ¿Preparar una fuga?

—Inténtelo, joven. Nomás inténtelo. No hay quien haya podido.

—¿Y acabar los dos electrocutados en la barrera de Terezin, devorados por los perros del Hundenkommando, fusilados en el patio de la muerte, enviados a los hornos de Auschwitz?

—No me hable en chino. Más respeto a la autoridad.

—No había salida, oficial, se lo juro. Lo mejor para todos era aceptar las cosas. Verla de lejos. Esperar. Ella estaba a salvo con los músicos. ¿Para qué exponernos? La guerra iba a terminar un día.

—Mucha labia, ¿no?

—Y ella estaba preñada.

—El perico no sirve. Ustedes dicen…

—Ella no fue fiel. Ella prometió esperarme. Yo no tuve la culpa, oficial, yo no declaré la guerra, yo no…

—Mire que me estoy cansando. No hay que ser. ¿No hay ningún mexicano aquí que me entienda?

—Lo pensé, sí, se lo juro, en mi cabeza lo preparé todo, hice planes, pensé cómo salvarla, debía esperar, el niño debía nacer, en su estado era difícil fugarse, quizás se podía dejar con alguien al niño y huir fácilmente, ella y yo, quizás la guerra terminaría antes y todo se olvidaría y todo se perdonaría…

—Usted que parece del país, usted el de los bigotes, hágale entender al gringo éste…

—Pero tuvieron que cantar. No supieron protegerse a sí mismos. Tuvieron que retar a los fuertes. No se contentaron con irla pasando, los imbéciles. Tuvieron que dar ese paso de más, hacia adelante, gritando, gritando…

—Usted sabe, como quien no quiere la cosa, caray, nos ayudamos unos a otros, ¿que no?, haga que se calle su amigo, nomás enreda las cosas, ¿quién sale perdiendo?, uno tiene la autoridad de su lado, usted me entiende, ¿quihubo?

Liberame. Li-be-ra-me!

—Gracias, mi jefe. Usted nos entiende.

—Y entonces no había nada que hacer. Ellos mismos se condenaron. Ellos mismos provocaron a los jefes y pidieron el suplicio. He llegado a creer que lo deseaban. ¿Quién era yo para intervenir? ¿Yo, un arquitecto adscrito al campo, un pequeño funcionario, un sudete, quizás un hombre sin convicciones firmes, ni siquiera un alemán, apenas un hombre eficaz iba a pedir que no mandaran a Hanna Werner en un transporte a Auschwitz? ¿Yo? ¿Yo iba a impedir que ese niño saliera recién nacido a Treblinka? ¿Un niño que ni siquiera era mío? ¿No se mueren todos de la risa? ¿Yo iba a impedirlo? ¿Yo iba a levantar la voz o la mano sólo para condenarme a mí y a Hanna? ¿No es de risa loca imaginarlo? Apunte, oficial, apunte en su libreta…

—Sin tentar, joven, sin tentar…

—Apunte bien. Cambié el curso de las estrellas y arrojé hacia atrás los tiempos del mar…

—Le digo que ya no hay problema. Quedamos amigos.

Y Jakov, inmutable al lado del Barbudo, miró al policía y pudo decir algo que no pudimos escuchar: el viento del valle de México, viento yugular, viento del palacio de los albinos, los jorobados y los pavorreales ciegos, secuestró las palabras de Jakob, y el policía ya no se interesó y regresó a la motocicleta con el billete de cincuenta pesos que le di y ahora sí era necesario descansar, una copa en mi casa, vamos de regreso, el Barbudo dejó caer la cabeza sobre el volante y Jakob descendió del auto, hizo a un lado al güero y tomó su lugar, arrancó y yo vi pasar las familias con sus coches de bebé y sus carros de mercado y me pregunté si no habría una terrible confusión, si acabarían dándole de mamar a las alcachofas e hirviendo en mantequilla a los niños. Porque vete enterando, dragónica, que en la mera Gringolandia la mitad de la población ya tiene veinticinco años o menos. ¿Qué se harán los unos a los otros? ¿Amarse? ¿Exterminarse? Gran volado, dragonácea. Óyelos.

La Negra Morgana le preguntó a la Pálida si recordaba a qué jugaban de sobremesa sus familias y el Rosa recordó que jugaban a la guerra. Dijo que se hacían preguntas, por ejemplo, sobre el tonelaje de los acorazados de bolsillo en la batalla del Río de la Plata. O se preguntaban quiénes habían sido Von Rundstedt y Timoshenko, Gamelin y Wavel. El Negro sacó un cartel y lo pegó con tela adhesiva contra uno de los vidrios del auto y el cartel decía

fate l’amore non la guerra

y luego el Rosa tiró una pasta dentífrica a la Avenida de la Paz, ahora que vamos subiendo hacia San Ángel, y la Negra le pasó otros tubos y frascos y el Rosa se rio:

—¿Sigues usando eso? ¿Para qué sirve? Aquí todos andan como los niños, con todas las pertenencias en los bolsillos.

Y también tiró los mejunjes a la calle y todos cantaron cosas de moda, Goodness hides behind its gates, but even the President of the United States must sometimes stand naked. La dove c’era l’erba ora c’è una cittàààà, I need a place to hide away, y comentaron, Bob Dylan, Celentano, Il ragazzo della Via Gluck, It’s all right ma (I’m only bleeding).

Yesterday —gritaron todos a coro, alegremente.

Hoy, el hoy que narraré, es una mañana que desconoce su nombre. La medianoche ha sonado y los grillos cantan más allá de la callejuela que conduce a mi casa. Jakob estacionará el Lincoln en una calle lateral del anillo periférico y todos bajaremos con desgano. El Negro cantará sin palabras, con ese zumbido dulce y ronco, con esa ternura-violencia de la gente que vive los extremos para que otros puedan gozar del dorado medio. El Barbudo abrirá la cajuela y sacará ese bulto inerte y volverá a esconderlo entre las solapas de su gran levita de héroe romántico: las ciudades son cabezas de Goliat, dijo Ezequiel; yo digo que David es el caballero andante de los pavimentos, de David Rastignac a David Herzog. Y la Negra Morgana nuestro juez y la Pálida mi amor caminarán tomadas de la cintura y el Rosa las seguirá, faldero, arrastrando la guitarra eléctrica.

—¿Fuimos juntos a Grecia?

Rasgó la guitarra y acompañó el murmullo del Negro de parietales hundidos, esperó la respuesta de la Pálida que acababa de aprender las mañas de la tenebra azteca, que de seguro le estaba ofreciendo mordida al juez, que le guiñó el ojo a la Negra cuando atravesamos el solitario periférico. Eso nunca lo revelaré. Quiero tener mi secreto. Ahora no importa. Ahora daré testimonio real y fehaciente. La Negra besó la oreja de la Pálida: ¿La testigo jura que todo lo que ha dicho es verdad?

Venceremos, canta el Negro; la Pálida se refugia en los brazos de su juez.

—La verdad y nada más que la verdad. Dios mediante y Perry Mason.

—Ligeia, prometiste.

Algún día venceremos. Qué importaba ahora. Nunca entendiste que mis mentiras eran sólo una respuesta a las tuyas. Josué combatirá en Jericó y los niños duermen envueltos en periódicos junto al moderno, indispensable periférico que nos permite ir de nuestras residencias al centro en sólo quince minutos. Tú me amabas disfrazándome. Yo te correspondía de la misma manera. Nuestras dos mentiras son nuestra solitaria verdad.

—Prometiste, Ligeia.

Y los muros caerán. Juan Soriano dijo que su papá anduvo a caballo en la Revolución para que las familias decentes pudieran andar en Cadillac por el periférico.

—Podría haberte dicho que nací en México, de una familia de inmigrantes rusos. ¿Qué tiene de raro? Hay muchísimos, ¿sabes? Son banqueros y productores de cine y biólogos y matemáticos y dueños de almacenes. Nada mal. Que crecí en México y todo lo que he contado es, en cierto modo, falso.

Dijo los lugares, los nombres. Miré hacia el Jordán ¿y qué cosa vi? Las luces del restaurant de San Ángel Inn, cincuenta automóviles de lujo estacionados afuera. ¿Qué cosa escuché? Plata y cristal y mariachis bañados.

—Sí, mi madre era así, ¿pero en la colonia Hipódromo, no en el Bronx? Mi padre también, ¿pero en los puestos de mercado de La Merced, no en Nueva York? Y mi hermano murió en el Parque España y lo mataron unos pelados mexicanos, unos nacos hijos de la chingada, no unos negros.

Una banda de ángeles que venían por mí, que venían a llevarme a mi casa. Ella también huyó, estudió en ese colegio, allí lo conoció. Cree que eso es cierto.

—¿Me creerías ahora si te dijera que ésa es la verdad?

Ese beso es una maldición. La Pálida le habla al Rosa, pero el Barbudo aparta a la Negra y besa en los labios a la Pálida para que yo los envidie y me diga que la cólera es la respuesta que la fatalidad requiere. Se besan dos jóvenes frente a la cerca de nopales que rodea mi casa y por un momento pierdo mi virginal distancia, mi helada compostura, soy Javier, Elizabeth y Franz: en nombre de ellos retengo la cólera de mi destino, para siempre alejado de esa posibilidad, de ese beso maldito. Tampoco ellos podrán, nunca más, besarse así, en la calle, jóvenes, con maldición abierta, expuesta a perder la libertad en el amor, sin una cólera que hemos aprendido a disfrazar con la incuriosidad blasée del tedio que es miedo que es conciencia de haber pasado la raya. Estar de vuelta de todo es no haber ido a ningún lado. Salvo a esta barrera de nopales podridos cuyas salidas y entradas creo conocer: suave hogar. Edén subvertido por tus hijos descastados que prefieren salir al mundo con una quijada de burro para no pudrirse encerrados y regresan con la pródiga herida abierta de la Malinche, madre traidora que se dejó fornicar para que tú y yo naciéramos. ¿O de veras cree alguien que hubiera sido mejor derrotar a los españoles y continuar sometidos al fascismo azteca? Cuauhtémoc era el Baldur von Schirach de Tenochtitlán. Más sabias que él, las mujeres indias se dejaron hacer. Cólera eterna para la eterna fatalidad: hemos regresado.

Cruzaremos el baldío con sus volcanes de basura y sus lagos de lodo, llegaremos al falso castillo, el sitio levantado para sitiarnos y situarnos, pirámide, fortaleza, basílica; subiremos por la escalera de caracol —oreja de la casa, centinela y escucha— a la gran sala vacía y oscura, la sal de los petates y las vasijas de barro, que espera nuestros gestos para gestar su propio decorado cambiante.

¿Qué hacemos allí al entrar, todos de pie e inmóviles, como si hubiéramos renunciado a esas actitudes que precipitan la normalidad adecuada? ¿Dónde está la persona que normalmente encienda las velas, fume, tosa, chifle, tome asiento, pida una copa, se pinte los labios, se rasque los güevos, se mire a un espejo en la oscuridad? ¿Quién es este sacerdote vestido como estudiante del Ivy League que abre un cartapacio negro, de litigante o agente viajero, y saca una bolsa de papel, la abre, la ofrece? ¿Quiénes son estos seres que canturrean una nueva letanía mientras toman con la mano lo que la bolsa contiene, se lo meten a la boca, mascan, canturrean con una sola voz, yo soy la verdad extraviada, yo soy la multitud solitaria, yo soy el escándalo sacro, yo soy la paloma negra, yo soy el niño desfigurado, yo soy la corona de hierba, yo soy la arena que espera, yo soy la tierra extraña, para que Jakob quede en el centro del círculo y pueda proclamar por encima del murmullo de la letanía:

—Yo, nacido en el año cero, ¿condeno a Franz Jellinek, nacido hace dos mil años?

Pero soy yo, el dueño de esta casa ocupada sin compraventa, quien debe impedir el contagio de esa alucinación naciente en el grito y la letanía y el lento, ruidoso masticar de los seis Monjes: soy yo el que debe negar que este enorme vacío de mi habitación sin luz se convierte, de noche, en cuatro muros húmedos y una trenza de alta tensión, que en los rincones de mi recámara hay montañas de pelo y dentaduras y anteojos y cepillos de dientes, que del piso asciende el olor de excrementos, que toda mi casa es un vasto laberinto de celdas, ropa húmeda, vasijas de agua salada, tinas de madera, tubos de goma, perreras y candados, los escucho, somos los pajes andróginos, somos la inocencia querúbica, somos los hechiceros vírgenes, somos el oficio y el sacrificio, somos la promesa y la nostalgia, no somos hombres ni mujeres, buenos ni malos, cuerpo ni espíritu, esencia ni accidente, reales ni ideales, conscientes ni instintivos: mascan los hongos y la tentación de la metamorfosis pasa de sus dedos entrelazados a mis ojos que quisieran rescatarme de este ritmo sin comparaciones, desconocido de sí mismo, lleno de signos para los demás y de insensibilidad para sí, y refugiarse en lo ya visto, en la reminiscencia repetida de los tristes y comunes hogares, de Becky y Gerson, de Raúl y Ofelia; ésta es mi casa y recuerdo a los padres para saber si ya vivieron en nuestro nombre, si podemos dejar de repetir lo que ellos ya hicieron: pero la casa y los padres de mis seis visitantes son otros, son lo otro: lo que nunca se repitió porque aún no se da en la naturaleza. No quiero mirarlos, mientras ellos se columpian sobre las plantas de los pies, porque sé que me quedaré frío; que esos gemidos son los de la Medusa pugnando por renacer; que esa letanía es la de las Furias pariendo ríos de sangre y cosechas de hueso; que los seis Monjes se están fecundando a sí mismos para decirnos que existe otra historia donde la nuestra es apenas una pesadilla reservada para el largo sueño de la muerte.

Con sus bocas llenas de hongos, no me arrebatarán el derecho de nivelar sus poderes, salvar mis palabras y oponerles los hechos nimios de mi unidad laboriosa, la que ellos quisieran destruir con una sola intuición incandescente. ¿Enloqueció Becky para que la locura de Elizabeth mereciera el nombre de razón? ¿Desapareció Raúl para que la fuga de Javier mereciera el nombre de encuentro? Debo pensar esto mientras me arrastro al rincón, me sustraigo a las succiones de los seis oficiantes para alcanzar mi respuesta, mi propio objeto, el que no quería mostrar, arrinconado, viejo, con las etiquetas de hoteles y vapores desleídas y arañadas.

Me abracé a la roca de ese baúl negro con chapas de cobre ennegrecidas, también, por el viejo aliento del mar, por el nuevo óxido de la meseta mexicana. Lo toqué como a un talismán. Me permitió mirar de nuevo a las figuras alucinadas sin temor de convertirme en estatua de hielo y decir con todo el propósito de la razón, mientras tiraba de los ganchos enmohecidos:

—Un judío sonriente que se tapaba con la lengua el vacío de la dentadura —mientras, de rodillas, lograba abrir el baúl con un crujido de puente levadizo, trampa, portón de cárcel— que vivía en una vecindad de Tacuba, que vendía objetos viejos e inservibles —mientras ese viejo mundo con las etiquetas rotas de un vapor de la Lloyd Triestino y de la aduana griega ofrecía sus dos hojas abiertas, una con varios cajones pequeños, la otra un solo compartimento vasto, apilado con bultos y objetos indescifrables —como este baúl.

Ahora yo sería la Medusa.

Ahora todos dejarían de canturrear y columpiarse y serían las estatuas de mi mirada plácida, llena de sentido común.

Se fueron acercando. Zafé las correas y mostré el primer objeto: una redecilla para el bigote. El Barbudo llegó hasta el baúl. Se la ofrecí, se la probó, riendo. Y todos se acercaron, como a un árbol de Navidad de donde yo sacaba el roto violín que le di a Jakob, el cartel quebrado con el anuncio Garbo loves Taylor, que me arrebató el Rosa, el calendario de Currier & Yves —los trineos, la nieve, los techos georgianos de la Nueva Inglaterra— que le tendí a la Pálida, el catálogo de la Montgomery Ward, 1928, que el Rosa tomó entre las manos, el programa de un concierto en los jardines de Waldjstein, que le regalé al Barbudo —«En 1856, Brahms encontró el título del Requiem alemán en un viejo cuaderno de su maestro, Schumann»— y la bolsa de cuero que le di a la Negra, la pesada talega que ella abrió y vació en su mano: esas piedras aún húmedas, los guijarros brillantes como espejos, hemisferios de las horas del mar, huevos esculpidos, pastillas de mostaza, lunas sepia, tesoro de los niños y de los pobres.

La Pálida alargó los brazos para arrebatarle los guijarros a la Negra; ésta los apretó contra el pecho y ahora todos se fijaban en el Negro que reía mirando por los visores de un viejo kinescopio o estetoscopio o madrescopio o chinguescopio, dragónica, metiendo y sacando las tarjetas que yo le iba dando desde uno de los cajones del baúl y todos alrededor de él pedían ver esas fotografías desteñidas que la ilusión bifocal en movimiento convertía en perspectivas realistas: el castillo de Hradcany en Praga, una confitería de la Avenida Santa Fe en Buenos Aires, Central Park en Nueva York, los leones del ágora de Delos, un desnudo de Modigliani, el palacio de Minos en Creta, la foto del cadáver de León Trotsky, un still de Joan Crawford en Gran Hotel, otro de John Garfield en El gorrión caído (con Maureen O’Hara y Walter Slezak), la entrada a la pequeña fortaleza de Terezin: el rótulo, Arbet macht frei.

Se arrebataban el viejo aparato de las ilusiones, unos sólo vieron una parte de ese recorrido heterogéneo, otros tuvieron que contentarse con imágenes parciales, aisladas, de las tarjetas que el Negro metía y sacaba rápidamente, sin orden, sin dar tiempo al goce o a la contemplación. Nadie hizo caso de los retratos de los viejos monarcas, Guillermo y Francisco José, que extraje del baúl —¿qué diablos hacían aquí esos tiranos de opereta?— ni de la hermosa foto de la Bella Otero, desnuda, coloreada con un tinte rosa, calzada con babuchas turcas. Y luego saqué las latas renegridas de viejas películas con los títulos escritos a mano y pegados con una cola maloliente. El Golem, Nosferatu, El ángel azul, Vampyr, Das Rheingold. Hice correr entre las manos las imágenes quebradizas de Caligari, la lenta sucesión de cuadros amarillentos, sepia, azulados que relataban en cinco actos la historia de la autoridad y sus fantasmas, de la razón y su locura, del crimen y sus placeres, de los actos repetidos en el manicomio y la pesadilla como la única realidad de los actos representados en la calle y en la oficina.

Llegué a la ropa. Arrojé a un lado ese suéter de cuello de tortuga, húmedo, y esos pantalones de pana; esa bufanda y ese gorro de estudiante alemán; ese vestido de los treintas con chaquetilla de piqué; ese gorro frigio y esa peluca empolvada; el batón de monje ruso, el casco encornado, los zuecos, el corpiño tirolés, el uniforme pardo; ese gabán aceitoso y ese saco gris con la estrella de David cosida al pecho. Ya iba llegando al fondo, a la ropa que en realidad quería ofrecerles, el capelo cardenalicio que se puso el Negro Hermano Tomás, el tocado negro y escarlata que engalanó al Rosa, las telas góticas en las que se envolvió la Pálida, la capa pluvial que la Negra Morgana dejó caer sobre sus hombros, la albardilla del Apocalipsis que vistió al Barbudo Güero Boston Boy.

Ahora sí, todos a la mano, todos como los quería, mis títeres, frente al cúmulo de objetos inútiles que nos cierran el camino, puedo hablar con mi voz y ser el ventrílocuo del último objeto, el que yace en el fondo final del baúl, el objeto rigoroso y fláccido a la vez, tránsito entre el feto y la calavera, que arranco con pena a su nido arrinconado, debajo de la lápida de esos muñecos con pelucas rubias y negras, faldas de tul, zapatillas de charol y ojos de porcelana, con crinolinas y botas y fuetes, con pequeños falos de yeso, debajo de esos dibujos de buques entrando a puerto y trigales bajo el sol.

Pequeño y pesado, envuelto en el edredón rojo que le arranco con menos furia que expectación, inseguro de que sea él, de que siga allí, de que la fiesta no haya terminado.

Lo muestro. Trato de enderezar su nuca tiesa. Todos dan un paso atrás, agitan las albardillas y las capas y yo lo obligo a sentarse sobre mis rodillas y meto los dedos dentro de su boca para convertir ese gesto furioso en una sonrisa amable. Después de todo, ha venido de visita.

Los Monjes se han retirado hasta el fondo de la sala. Todos menos el Barbudo que lentamente se ha hincado cerca de las velas. Detrás de él, a espaldas de su blanca albardilla, brilla el roce agitado de los ropajes que se iluminan a sí mismos. Frente a él, mi pequeño amigo con los labios contraídos y rodeados de un bigote y una barba ralos pero cuidadosamente recortados, sentado sobre mis rodillas. Acusará al Barbudo con una voz hermosa y grave, la voz sorprendente que nada tendrá que ver con ese cuerpo contrahecho, del que se esperaría un tono chillón. Los ciudadanos tienen derecho al reposo. La dueña del baúl le había asegurado que era un lugar tranquilo.

El Barbudo, de rodillas, pidió perdón. Dijo que no sabía que en el baúl había un huésped.

Le quitaré los guantes a mi hombrecito, haré que su mirada cortés pero inquisitiva se pasee por la sala. Si se le aprieta, dulcemente, el diafragma, suspirará.

—De manera que nos volvemos a encontrar. El Barbudo inclina la cabeza y asiente y el hombrecito suspira. Las piernas le bailan en el aire, por más que sus botines protegidos por polainas se estiren para alcanzar el piso.

—Me preguntaba qué había sido de ti. Me preguntaba qué habían hecho tú y tu amigo con mis muñecas y mis cuadros.

—Creo que siguen allí, con usted. Nadie tocó nada.

—Ah, sí. Seguramente eso pasó. Pensaba regalarles todo, como un recuerdo, pero el ataque vino demasiado pronto. No tuve tiempo. No supe medirlo. Desde que los conocí, me dije: voy a regalarles mis obras a esos muchachos tan simpáticos. Pero no debo hacerlo hasta el último minuto. Será un regalo pero también una herencia. Sólo en el lecho de la muerte puedo legar todo esto, para que entiendan que es algo más que un obsequio. Pero no tuve tiempo. Perdí el cálculo y me precipité.

—No importa, señor. He soñado mucho tiempo en esas cosas.

—Ah, sí, sí, querido y joven amigo. Quizás ahora, después de tantos años, usted también comprende. ¿Recuerda lo que les dije entonces?

—Sí. Quería dejar testimonio de esas cosas antes…

—… antes de que todo desaparezca o se olvide.

—Sí, eso dijo. Todo podía verse con los ojos del reposo o con los de la exaltación.

—El tiempo se encargará de decidir el destino de mi obra. Nadie pudo juzgarla entonces. Hoy tampoco. El heroísmo sólo es comprensible cuando sus enemigos han desaparecido. Entonces se puede juzgar sin prejuicios. Y yo me sentía heroico, querido amigo, heroico y libre al reparar cada muñeca y al pintar cada cuadro. Yo dejaba de ser pobre y contrahecho y solitario y era… era…

—Un pequeño dios, señor. Usted era un dios del hogar, un familiar, como los conejos y los gatos.

—No quería decirlo yo mismo. Gracias. Cuando era muy joven, tenía fe. Pero la fe sólo me devolvía el reflejo veraz de mi deformidad. La fe es un espejo: nos hace depender de las apariencias. Y la mía debía ser fatal, seguramente una prueba y no un error. Quizás me reservaban el milagro de la transfiguración. En todo caso, mi destino dependía de la moral ejemplificadora de otro poder. Decidí perder la paciencia y renunciar a mis posibles bodas de Cana. Abdiqué la fe a cambio del conocimiento para descubrir que el conocimiento era secreto, dual y diabólico como el mismo universo sin respuesta. ¿Cómo va a haber respuesta si la mitad de la existencia está condenada de antemano? Descubrí que conocer era ante todo una manera de descender a lo oculto y que ese silencio escondido era la verdad de la creación.

—Para nosotros era un contagio, señor. Ulrich y yo entramos a su recámara y nos sentimos cerca de una epidemia que no se podía tocar o nombrar, cerca de una enfermedad que…

—El rebelde infecta al mundo con la libertad. —Mi hombrecito movería los dedos como si tocara el piano—. La libertad desconocida nos enferma porque hemos creído que la sujeción es la salud.

—No fue un rebelde; fue un esclavo. —El puntapié de Jakob dobló al Barbudo sobre sí mismo con un gemido inaudible—. Fue un alemán: un espectro cazando en el desierto con la quijada de burro de un pueblo de borregos.

—¿Por qué son siempre tan ruidosos sus amigos? —preguntaría mi hombrecito—. Todo esto no es como él cree. No procede por los caminos que él frecuenta. Hay que saber entregarse a ciertos azares que están más allá de la fortuna. Como yo, que dejé colgando en una recámara mis obras, mi herencia, sin esperar que las consagrara un triunfo ruidoso. Yo soy ajeno por completo a la idea del éxito. ¿Creen que deseo convencer, tentar, sobornar? Oh, no, no, qué equivocación. Jamás he ofrecido la juventud a cambio del alma o las ciudades del desierto a cambio del reconocimiento. Creo, más bien, en los frutos oportunos de todo lo que se entierra. Mi triunfo no es el ruido del mundo. Oh, no, no. Mi libertad es mi aislamiento. Mi triunfo es mantenerme separado, sin contactos, sin identificaciones. Soy una esfera de luz negra que vaga solitaria por el espacio. Desde mi aislamiento, ejerzo el poder de una lejana contaminación. Si me dejara tocar por las otras esferas de la vida, las que se mezclan y corrompen unas a otras, dejaría de ser quien soy. Soy una tentación porque nadie me reconoce. Muero en el instante en que alguien cree descubrirme, también, en ese caos afectivo con el que los hombres se consuelan de su miseria y de mi lejanía. Yo hice lo que ninguno de ellos ha osado hacer. Y ninguno sabe si mi castigo fue mi premio.

Avanza la Pálida, envuelta en las telas brillantes, con el pelo desmelenado. Avanza y pasa al lado de Jakob y Jakob la detiene:

—No te acerques, Jeanne.

Y mi hombrecito alargará sus hermosas manos para convocar de lejos a la mujer, sin tocarla.

—Ah, de manera que volvemos a encontramos. —Herr Urs acaricia el raso rojo de su bata.

—Jeanne, Jeanne… —Jakob parece aturdido de confusión, no encuentra las palabras y mi hombrecito hace el gesto de limarse las uñas contra las solapas almohadilladas de seda negra, esperando las palabras que den fe pública de la confusión de Jakob, Jeanne, Jeanne, no temas a tus visiones, Jeanne, ama tu menstruación y tus cólicos, Jeanne, depende de todo lo que existe y se teme, Jeanne, tus orgasmos son la vida y el bien, te lo juro humildemente, a mí me dan la vida y el bien, no sientas vergüenza, no tengas temor, no huyas a ese mundo artificial, es demasiado fácil dominarlo, Jeanne, lo difícil es dominar este mundo real y azaroso, este horrible mundo de la vergüenza y el silencio y la pernada… Etcétera.

La Pálida toca los bordados azules, de pagodas y dragones, de Urs von Schnepelbrucke. Toca y ya no se mueve. Jakob no se atreve a tocarla, sólo le habla, tenso y tembloroso, que no te mientan, Jeanne, ningún poeta es el profeta de la tortura, ningún filósofo anunció la justicia y necesidad de la muerte, hablaron del mal, Jeanne, para que lo viéramos de frente y lo incorporáramos a la vida: para que nosotros corrompiéramos el mal, Jeanne, para que el mal no nos venciera aislado, Jeanne, no te dejes vencer, mi amor, ni tu cuerpo ni tus pensamientos serán malos si te dejas amar, Jeanne, si te dejas tocar y tocas, Jeanne, él tiene miedo, date cuenta, tiene miedo, no quiere que el mundo lo toque, quiere salvarse solo, solo y con las pruebas de la muerte que le ofrecen la ilusión de ser…

—Todo está permitido —murmurará mi hombrecito y la Pálida se desprenderá con repulsión de su tacto y caerá al piso, torcida, estrangulada, vomitando los testículos de macho cabrío y los gusanos peludos. Jakob cubre con una mano el vómito—: Toda la vida está permitida, la muerte no, la muerte no… —La Pálida ríe y gime y el corazón le late y el cuerpo le tiembla y mi hombrecito cruza con dificultad las piernas.

—¿Me llamaste dios? —le preguntó al Barbudo y el joven rubio lo miró de reojo y dijo sí, sí, te llamé Dios y el hombrecito sonrió lamiéndose los bigotes—. Quise ir más allá. Un día, mientras pintaba y reparaba los originales que me eran propuestos, me di cuenta de que por creerme dios sólo alternaba y alteraba esas visiones opuestas, invertidas. Estaba inventando dobles y espejos. Estaba capturado, joven amigo, en la tensión que quiere amor y justicia para el mundo pero sólo puede ofrecerle la muerte y la nada. Decidí ir más allá, dejar de ser Dios y ser el Creador. Entonces sí se me podía imputar la totalidad del mundo, más que la justicia, el amor, la muerte y la nada que son los pobres atributos de Dios. Yo deseaba ser todo al mismo tiempo y además lo desconocido, la catástrofe original que nunca recuperaremos como unidad, pero cuyas visiones sólo el Creador puede convocar, y no el Dios capturado en los pobres esquemas de la vida y la muerte.

Traidor, Acto Mágico, Belial, Verdadera Libertad, Namón. Sanguinario, Homicida, grita la Pálida, rasga las suntuosas telas y pide que la arrojen al río y se tuerce murmurando «fuego, azufre y un olor abominable». Jakob la abraza, se hace parte de la convulsión, mete la bigotera entre los dientes apretados de la Monja, nosotros no, le murmura al oído, tú y yo no, Jeanne, tu miseria personal será el azar de tu grandeza posible, tú y yo lucharemos contra nosotros mismos, tú y yo fracasaremos, desearemos, volveremos a fracasar, volveremos a desear, tú y yo iremos hasta el final de todas las viejas contradicciones para vivirlas, despojamos de esa vieja piel y mudarla por la de las nuevas contradicciones, las que nos esperan después del cambio de piel, Jeanne, tú y yo nos la jugamos solos, sin herir a otros hombres, cara o cruz, Jeanne, cabeza o cola, águila o sol.

—No bastará —sonríe mi hombrecito—. No bastará nunca. Serán perdonados con demasiada facilidad. Lo que yo pido es hacer lo que no se puede perdonar. Sólo en este caso vale la pena exponerse a la redención. ¿Creen que hay otra manera?

Se esponjó la pechera del camisón.

—Tú eres lo que imagino, lo que deseo y lo que me tienta. Y también lo que rechazo —dijo el Barbudo arrodillado.

No se necesitan víctimas para dejar de estar solo. Jakob arrulla a la Pálida que sólo murmura sus palabras más simples. Padre y Juana, ¿vacaciones?, ¿vacaciones?, y lo señala todo con un dedo, indica hacia el hombrecito y hacia el güero y luego hacia la ventana con el puño cerrado, pidiendo con el cuerpo la cercanía de la ventana, la fuga, sin poder hablar, y Jakob la acaricia, no te rindas, Jeanne, dice que su fuerza es la soledad, miente, necesita víctimas para no estar solo, cree en mí, Jeanne, cree en mis palabras, venceremos su violencia colectiva con la violencia individual hacia nuestras mentes, nuestros cuerpos, nuestro arte, nuestros sexos, los derrotaremos derrotándonos antes, para que ellos no puedan encontrar más víctimas, convivir, regalarse, gastarse, Jeanne, hacer historia con nuestras vidas para que ellos no hagan historia con nuestras muertes.

—Siempre habrá una fuerza, un orden, un entusiasmo que me permitan engañar a todos y traerlos de mi lado —ríe el hombrecito—. Tontos, tontos. Tanto ruido. Tantas marchas. Tantas banderas. Bah. Basta vestirse de franela gris. César no necesita un disfraz. Él es César. Qué importa que lo confundan con el hombre de la calle. Así es más fácil. Fingirá, al lado de los hombres de calle, que quiere tener. Y yo estaré a su lado.

Nosotros seremos los propietarios derrotados de nosotros mismos, la cabeza de la Pálida gira dentro del tierno abrazo de Jakob, no te prometo más, Jeanne, pero eso sí, continuo dolor y gran alegría, Jakob, no siento nada, estoy lacerada y no siento las úlceras de mis pezones, no siento mis pies quemados, no siento mis manos clavadas…

—Tentaré desde lejos cada una de tus promesas. Ven. Mi hombréate levantará un brazo y lo ofrecerá a la Pálida.

—Ven. Yo también soy eterno.

—¿Como esa bella música? —pregunta el Barbudo.

—Silencio, amigo.

—¿Como ese hermoso réquiem que nos unió hace tanto tiempo, que era nosotros y algo más que nosotros?

—Cállate.

—¿Como esa luz eterna que nos iba a bañar, señor?

—Cállate, imbécil. No me dirijo a ti.

—¿Tú me hablas, señor, de la tentación de mi patria, del mal que sería mi sangre, mi imaginación, mi memoria, mi amor? Perdón. Así dice el guión.

—Imbécil. Tú no tienes derecho a preguntar. Tú ya estás condenado. Eso es lo que dice el guión.

—¿Yo, señor? ¿Tú me harás creer que todo lo solitario, brutal, indiferente o corrupto que había en mí se unió en un momento a todo lo que en ti, en nuestra patria, en nuestras prisiones, había de idéntico a mi tentación desconocida? ¿Tú me contagiaste, señor?

—Y contagió a cada mesero servicial que espera la propina a la salida del hotel —dijo, avanzando, la Negra.

—Contagió a cada bestia sentimental que llora mientras canta en las cervecerías y pega con el tarro sobre la mesa —dijo, siguiéndola, el Rosa.

—Contagió a cada adolescente disfrazado de tirolés que espera en las fronteras de Alemania con un puñado de volantes y lo arroja dentro de los automóviles para recordar que la patria debe volver a ser grande, que el pequeño mapa de la patria vencida debe ser otra vez el gran mapa de la patria soñada. —Jakob abrazó a la Pálida—. Tú, ¿de dónde saliste?

—Padre. Juan. Holanda. Vacaciones. Vamos en un tren de vacaciones —dijo la Pálida cerca de la chimenea a la que la conducían los brazos cariñosos de Jakob.

—¿Y tú?

—Más allá del Oder —dijo la voz lejana de la Negra—. Vamos en un tren al sur, a Checoslovaquia. Mi muñeca se rompe al bajar del tren.

—¿Y tú?

—Bratislava, junto al Danubio, apenas recuerdo, era un niño, hacía frío, los perros ladraban, nos desnudaron, nos separaron, Arbeit macht frei —dijo el Rosa—. Arbeit macht kalt.

—¿Y yo? ¿El hijo de Hanna Werner, muerta en la cámara de gases de Auschwitz en octubre de 1944? ¿Yo, Jakob Werner, el fiscal, enviado de Terezin a Treblinka a las dos semanas de nacido? ¿Y ustedes, el coro de la ópera infantil de Theresienstadt? ¿No admiraron la eficiencia y la seriedad de sus carceleros? ¿No se asombraron de la excelente construcción de las prisiones? ¿No se sintieron seguros gracias a la fanática minuciosidad de los oficiales? ¿Pueden criticar alguna improvisación, alguna imprecisión, alguna frivolidad en el trato que recibieron? Por Dios, ¡quién se queja! ¡Si vivir en las cárceles que construyó Frank Jellinek era tan seguro como tomar un vuelo de la Lufthansa!

—El ghetto los ha contagiado a todos. Ése es el verdadero contagio (esas manos que ya no controlo, que tocan el piano invisible, levantan arpegios grotescos, trinos sentimentales, tormentas apasionadas). Del ghetto nació la neurosis. Del miedo y del ridículo, de la degradación semita de esas primeras ciudades… Siempre habrá dos pueblos elegidos. El nuestro, para la vida y el mando. El de ustedes, para la sumisión y la muerte.

Mi hombrecito observó sus uñas pulidas y calló. La Pálida ojerosa, sentada junto a la chimenea, serena y abatida, envuelta como un mendigo en sus opulentas telas, miró por fin sin miedo, repulsión o tentación la cabezota torcida de Urs von Schnepelbrucke.

—No. No entendió usted nada. Allí aprendimos que nada termina. Nada se resuelve. Y todo debe ser vivido, revivido, una y otra vez.

—Ah sí, sí, cómo no —dijo el hombrecito cada vez más rígido y blando entre mis manos—. Sólo una vez me impacienté y caí, yo mismo, en esa tentación de revivir.

Lo bajo de mis rodillas y las suyas se doblan como trapo cuando sus pies tocan el piso.

—Sólo una vez me cegó la soberbia. Porque yo conozco la verdadera humildad, queridos amigos, la humildad del descenso infinito. Pero esta vez, encarnado, fui débil. Quería pruebas inmediatas de mi poder. Traicioné mi condición, que es la de la más larga espera. La del orgullo incomparable.

Levanté sus brazos sobre su cabeza y lo hice caminar como a un niño de meses, sin fuerzas, a punto de flaquear y derretirse.

—Decidí darle jaque. Decidí morir para resucitar al tercer día y probarle quién era yo. Que había otro, no sólo él

Lo conduje de regreso al baúl. Lo envolví con el edredón colorado.

—Al tercer día yo también me levantaría y saldría del refrigerador. Tomé esas píldoras, me metí a mi cama; me cubrí con el edredón, me tapé el rostro con una almohada y esperé. Gutte Nacht, meine Herren und Damen. Ich muss Galigari werden! Ich muss nach Hause gehen.

Tapé con la cobija el rostro amarillo de Herr Urs y el único réquiem vino de los labios del Barbudo:

—Ningún hombre tiene derecho a la eternidad. Pero cada uno de sus actos la exige.

Movió furioso la cabeza hasta encontrar a Jakob:

—¿No fui un hombre a pesar de todo? ¿No hice lo inhumano y sin embargo hoy sigo siendo un hombre? ¿A quién le hago daño hoy? Mi alma ha cicatrizado. Es más culpable un alma de gelatina como la de Javier. Perdonen los grandes sueños. Castiguen las pequeñas siestas. Hermanos, hermanos, ¿no han bastado veinte años de vida decente para hacerme perdonar una culpa de abstención, apenas una tentación que nunca comprendí bien?

—Regrese. Sería honrado por todos —dijo la Negra.

—Regrese. Le darían trabajo en las fábricas Krupp —dijo el Rosa.

—En las fábricas Farben —dijo Jakob.

—En la Bundeswehr —dijo la Pálida.

—No necesita ir tan lejos —sonrió el Negro—. Que cruce la frontera. Allí están todas las fábricas de hoy. ¡Qué fábricas! Fósforo y napalm y todos los detergentes contra el color.

—Necesita ir más lejos —dijo Jakob—. El deber lo llama. Se necesitan más aldeas estratégicas en Vietnam. Él es eficaz. Él es preciso. Él cumple con su deber. Su profesionalismo no tiene precio. Se requerirán de urgencia sus servicios en todas las prisiones y crematorios que aún faltan por construir. En Cambodia. En Laos. En Perú. En el Congo. En México. En España. En Carolina del Sur. Falta mucho por construir. Falta terminar la obra del aislamiento organizado. A su imagen y semejanza. Esa obra necesita hombres dedicados y responsables. Antes de que termine el siglo, el mundo debe ser un solo y enorme campo de concentración. Cada hombre debe ser una esfera aislada de luz negra.

—¿Qué sabes de mí? —el Barbudo sigue de rodillas—. ¿Qué huella quedó? Yo desaparecí antes de que nacieras, me cambié el nombre, pero te juro que busqué la tumba, te juro que regresé a Praga y no la encontré; ella ya no tenía nombre, era parte de un monumento tan abstracto como el que acababa de derrumbarse, era una víctima anónima en el mausoleo de las víctimas.

—¿Nunca buscaste al profesor Maher? —dijo Jakob mientras frotaba las piernas de la Pálida—. ¿En la misma casa de la calle Loretanska? Él escondió gente durante todos esos años. Entre sus oboes y sus nautas, ese viejo salvó muchas vidas. Recordaba a dos jóvenes que cenaban y discutían con él, hace mucho tiempo. En vez de vivir tranquilo durante la ocupación, expuso la piel. Lo hizo en nombre de ustedes y de aquel recuerdo.

—¿Qué puedes saber? —el Barbudo se incorporó—. ¿Qué puedes saber tú, que eras un niño, que no pudiste hablar con nadie, quién te contó? Ése no fue tu tiempo. No puedes conocer ese tiempo. Eso estaba olvidado, perdido por siempre…

Jakob soltó a la Pálida y empezó a abrir los cajoncitos de nuestro mundo, a tomar con el puño esos papeles, dragona, que llevan años allí sin que nadie los toque, a regarlos por el piso y arrojarlos al aire:

—Todo está escrito. No hay nada que no haya sido escrito, legado, memorizado en un pedazo de papel. Aquí. Y aquí. Y aquí.

En los papeles más viejos y en los más reciente, los blancos y los amarillos, los lisos y los arrugados, sobre los que cayeron los Monjes buscando, quizás, las razones que los pusieran en paz, las pruebas de la humillación y la nostalgia, los testimonios de la necesidad y de la gratuidad, las actas de nacimiento y de defunción de nuestras leyendas eternamente representadas. Como si esas razones existieran. Como si lo irracional pudiera explicarse. Como si alguien ganara algo con saber lo que no debe. Ten fe, dragona, porque ese sobre que la Pálida recoge del suelo en tu nombre y como tú, hace tanto tiempo, cuando regresaron a México, rasga y como tú saca la carta, no explicará nada, por más que ella lea en voz alta muy señor nuestro en relación a su atenta del 12 de abril próximo pasado nos vemos en la penosa obligación de comunicarle que por el momento no entra en los planes de esta editorial publicar el manuscrito que le devolvemos adjunto por separado suyos afectísimos atentos seguros servidores. Etcétera. Ni la carta del viejo profesor Maher a Jakob será algo más que una sucesión de letras convertidas en palabras por el Barbudo. Ella nunca quiso a otro hombre. Él juró que la amaría siempre. Me lo dijo aquí, una noche. Yo soy viejo y sé cuándo me dicen la verdad. Él era un joven que amaba esta ciudad, que amaba la música y la arquitectura. Y sobre todo, la amaba a ella. Los viejos nunca nos engañamos. Profesor, no se preocupe por ella. Me lo dijo aquí mismo, una noche. Yo la cuidaré siempre. Yo nunca la abandonaré. Yo le creí, Jakob. Cuando crezcas, podrás leer esto. Yo te di tu nombre y ahora te doy el suyo. Quizás quieras buscarlo algún día. Quizás tu espíritu necesite esa certidumbre. Quizás esta carta sólo te inquiete. ¿Cómo será el mundo en el que tú crezcas? Quizás no quieras recordar estas historias de un tiempo pasado y cruel. Si es así, perdona a un viejo que los quiso mucho a todos. Etcétera. Ni las olvidadas cuartillas del libro de Javier querrán decir otra cosa que ésta leída en voz alta por el Rosa que encontró el tambache jodido en un cajón del baúl, debajo de las tapas rotas, inscritas. La caja de Pandora: ¿Nombre del nombre? ¿Jasón? ¿Argonauta? La naturaleza muere pero sus nombres son idénticos. La flor, el pájaro, el río, el árbol, la cosecha tienen siempre el nombre de la rosa y el colibrí, el Nilo y el pirul, el trigo. Su muerte, su paso, no cambia sus nombres. Los hombres no. Mueren con su nombre. No quieren ser repetibles. No lo son. Pagan caro su singularidad. Yo quiero ser un hombre que siga nombrando a los que me precedieron y a los que habrán de venir. Jasón. Argonauta. Medea. Quiero esto para no tener que aprenderlo todo de nuevo, vivirlo todo otra vez. ¿Orden y progreso? El lema es inhumano y mentiroso. El hombre no progresa. Cada hombre que nace es la creación original. Debe repetir para sí y para el mundo todos los actos antiguos, como si nada hubiese sucedido antes de él. Es el primer niño. Es el primer adolescente. Es el primer amante. Es el primer esposo. Es el primer padre. Es el primer artista. Es el primer tirano. Es el primer guerrero. Es el primer rebelde. Es el primer cadáver de la tierra. Etcétera. Ni el antiquísimo folio podrido que el Negro recoge y hojea y lee en voz alta significa más de lo que empieza a decir después del título y el pie de imprenta, Upsala, 1776. En 1703, un mago y charlatán que se llamaba a sí mismo el doctor Caligari sembró el terror y la muerte, de aldea en aldea y de feria en feria, a través de su obediente siervo, el Sonámbulo César. Etcétera.

Son las cartas y los libros que una pareja de amantes jóvenes escribieron para matar el tiempo en un vapor de la Lloyd-Triestino, antes de la guerra. Son una diversión de horas largas en el mar, papeles guardados en los cajones de un mundo vacío. Aquel viejo hebreo me lo vendió barato. La policía lo había sorprendido espiando en los excusados públicos. Era un voyeur, como tú y yo. Me dijo que no podía resistir la tentación. Que iba a vender todo muy barato y luego desaparecería. Era experto en desapariciones. Ofreció regalarme los violoncellos y los sombreros de copa, los manequíes de costura y las carrozas fúnebres que tenía amontonados en ese desván de un viejo palacio de la calle de Tacuba, al fondo de un patio desnudo con una fuente sin agua, detrás de un pórtico de piedra dúctil y caprichosa sostenido por unas patas de felino gigante.

—Yo, Jakob Werner, nacido en el año cero, condeno a Franz Jellinek, nacido hace dos mil años.

Empiezo a reír, dragona. No sé si los seis monjes están infectados por lo mismo que condenan. Te juro que ya no sé si sus desplantes teatrales son auténticos o si son la caricatura de la vida que les atribuyen a ustedes. Sólo sé que las razones no son convincentes. Y que yo soy el Narrador y puedo cambiar a mi gusto los destinos. Ellos avanzan hacia la puerta. Yo les cierro el paso sin dramatismo, con desenfado.

—No me convencen. Es más: me pelan los dientes.

Pero ellos no me escuchan o parecen no escucharme. Siguen avanzando, entonan otra vez sus letanías.

—Cambió el curso de las estrellas.

Quisiera reírme de ellos, decirles que me han mentido. ¿No han dicho que se la juegan solos? Han dicho que aceptan la vida y que todos, de alguna manera, somos culpables. Quisiera, pero sólo imagino a Isabel —te imagino novillera—, en el abrazo de Javier en un motel del camino a Toluca.

—Arrojó hacia atrás los tiempos del mar.

Avanzan vibrando, bailando, alucinados, desde el fondo de mi cámara oscura, mientras yo les opongo la razón: entonces perdónenlo y recuerden que también amó y aspiró:

—Mató la fruta en la semilla.

Atrás, atrás, leones, fieras, si tuviera más látigo que las palabras, hoy no daña a nadie, el tiempo lo ha perdonado, Javier es peor, yo digo y decido que Javier merece todos los castigos mil veces más: ésta es una novela policial y ha llegado la hora del que la hace la paga y no deben pagar justos por pecadores.

—Quemó los labios del niño con la leche materna.

Y Javier está con Isabel en una cama fría y la Pálida no es mía, nunca será mía y es todo lo que deseo esta noche.

—Ascendió a los cielos para corromperlos.

¿Qué creen, que me di por vencido? Un momento. La sala está demasiado oscura. Los siento avanzar pero no los veo. Debo pensar rápido. Ah qué las tunas. Ese beso maldito se lo dio a su falso amante. Al juez trató de seducirlo A su falso esposo lo insultó con todos los compromisos de un amor largo y acostumbrado.

—Descendió al infierno para redimirlo.

Pero hoy no daña a nadie. El tiempo lo ha perdonado. Creo esto. Pero si quiero seducirla, no debo decirlo. Jakob debe ser el amante de la Pálida. Cómo la acarició. Con qué ternura la protegió y la condujo cerca de la chimenea. Jakob debe ser el rival.

—Atrajo el sol para que consumiera la tierra.

Voy a enterrar mis dudas. Ella no me aceptará si me muestro débil. Al rato les diré que tienen razón. No lo perdonaremos para que más tarde pueda existir el perdón. Perdonarlo sería negar el perdón.

—Ordenó a la luna que arrojase fuego.

Sí, más tarde les diré que no lo perdonaremos porque no merece la muerte. Cree haberla comprado con veinticinco años de buena conciencia. Javier y Elizabeth han mantenido su infierno. Él no. Franz cree haberlo evadido. Vamos a demostrarle que se equivocó.

—Ordenó al aire que arrojase veneno.

Ya no les impido el paso. Me pego a la pared y les permito descender por la escalera de caracol. Trato de distinguir, al tacto, sus presencias, al olor. Quisiera detener a la Pálida y tocarla. Explicarle. Preguntarle, ¿qué hizo Franz?, ¿qué les importa? Ahora no. Ahora conozco la respuesta, cerca de los cuerpos veloces de los seis monjes que bajan por la escalera de caracol sin decirme lo que quiero entender. No importa lo que haya hecho. Es lo viejo. Debe morir. El ciclo ha terminado y lo nuevo debe nacer sobre los despojos de lo viejo. ¿Qué hizo Franz, por favor? ¿Qué hizo Franz? Debe decirlo una carta o un libro que no leímos en alguno de los cajones que no se abrieron. Son demasiados cajones. No tenemos tiempo.

No supe o no pude pedir más para detenerlos, dragona. No quise pedir más, es la puritita verdad. Me venció el entusiasmo de una participación y la conciencia de que voy que chuto para la cuarentena. Yo iba a ser joven con ellos, dragona. ¿Tú no hubieras hecho lo mismo que yo? Íbamos a prolongar nuestra juventud. Y a ganarnos la vida que de repente es el único recuerdo que nos queda de nuestra muerte original.

Pero ésta era sólo mi razón. No era la de ellos. Yo nada tenía que ver con esas seis calcomanías pegadas a la portezuela del Lincoln al que regresamos, dispuestos a agotar la noche. Cada calcomanía era una suástica. Cinco estaban cruzadas ya, como las insignias que en los aviones de combate llevan la cuenta de los enemigos derribados. Ahora las señalaron. Cada ángel vengador de éstos dijo un nombre:

—El Obsercharführer Heinrich Krüger. Organizó los transportes AAH para vengar la muerte del Protector de Bohemia y Moravia.

—La guardia Ruby Richter. Encargada de los baños de mujeres en Auschwitz.

—El teniente Malaquías von Dehm. Participó en el arrase del ghetto de Varsovia.

—La enfermera Lisbeth Fröhlich. Preparación de mermeladas para niños tarados en Treblinka.

—Lorenz Kempka, fabricante. Tarros de gas Cyclon-B.

Tú me dirás quiénes fueron, novillera. Tú buscarás a Franz para que te cuente todo, antes de que sea demasiado tarde. Contigo completaré el expediente de mis memorias. Quiero liquidar esos años, los de mi nostalgia infantil y adolescente, compuesta de todas estas películas y encabezados de periódicos y notas rojas y discos rayados. La mitad de la vida se nos va en eso. Yo no tengo más, novillera, y tú ya naciste sicoanalizada.

Una voz lejana canta en la noche de mi barrio, mientras contemplo al lado de los Monjes esas cinco calcomanías cruzadas y la que aún falta. De la arena nace el agua y del agua los pescados.

—Localizó la casa de la vida para destruirla.

¿De veras? Pues de repente, a lo mejor.

El Barbudo abre de un golpe la cajuela y deja que del saco se le escurra ese bulto vivo y gruñente. Cierra rápidamente, para que eso no se escape o lo ataque, no sé. Luego ando creyendo que los tesoros de mi baúl son muy extraordinarios. Bah. Lo irracional no puede explicarse. Me encojo de hombros. Todos sueltan el cuerpo. Terminó el último acto de Caligari. Ahora volveremos a ser nosotros mismos. El Negro sonríe y se prende un fósforo en las nalgas, sobre ese escudo del águila y la serpiente con el que se adorna el culo. Alumbra su cigarrillo de mota y ahora sí nos vamos al largo viaje, hombre, a volar alto, locos, escarbando, hechizos, ritmeando, con eso, vamos, vamos, vamos, que la carretera es muy larga.

Estamos sentados, esta noche final que es la del principio, bajo la arcada desteñida, verde, gris, junto a las dos mesas de aluminio y sobre las siete sillas de latón de esta ostionería que de noche hace las veces de cantina en los portales de Cholula. Las ostras yacen sueltas en grandes botellones de agua gris. Un gusanillo alcoholizado, amarillo, está suspendido a la mitad de la botella de mescal. Sólo yo me sirvo. Ellos están viajando. Ellos están altos. Groovy, groovy, repite a cada rato la que fue la Negra, la que fue el juez, la que fue, quizás, una niña llevada en tren con una muñeca rota Una pequeña banda de hombres con sombrero de paja tiesa y barnizada, camisas blancas y pantalones de dril se ha acercado a nuestras mesas. Tocan y cantan, desatinadamente, el corrido de Benjamín Argumedo. Lo bajaron por la sierra, todo liado como un cohete. Las mujeres de frente estrecha y encías grandes y dientes pequeños, envejecidas prematuramente, peinadas con trenzas cortas y chongos secos, envueltas en los rebozos, barrigonas, con los niños en los brazos, tomados de las manos, cargados sobre las espaldas, sostenidos por el rebozo, nos miran recargadas contra los muros, y ríen al contarse bromas y noticias secretas, en una voz inaudible, de inflexiones agudas, de sílabas copuladas. Tanto pelear y pelear con el Máuser en la mano. Miro con impaciencia hacia el confín de la plaza de Cholula, más allá de la iglesia-fortaleza, hacia la calle por donde se asciende a la basílica que corona las siete pirámides ocultas. Nadie se pasea por el jardín. Es propiedad de los perros noctívagos, sin raza, escuálidos, amarillos, negros, desorientados, hambrientos, babeantes, que corren sin rumbo, se rascan, hurgan en las acequias. Los Monjes no oyen ni ven. Se han prendido a la ropa esas insignias ovoides, de latón pintado, como las estrellas de los cherifes del Oeste. make marijuana legal. baby scratch my back. lsd not lbj. abolish reality. Fuman sus Juanitas como chacuacos, como murciélagos negros y no me miran y yo miro hacia esa calle para ver si llegan y al mismo tiempo trato de tocar el pie de la que fue la Pálida que fue la Monja Jeanne Fery que fue Elena de Troya que fue la Madre María que fuiste tú, dragona, con la punta de mi zapato debajo de la mesita de aluminio y ella no se da por enterada y tiene tomada la mano de Jakob. Para acabar fusilados en el panteón de Durango.

—¿No crees que vengan? —le pregunto a Isabel.

No me contestas. Los mariachis tocan y los perros se acercan a las mesas buscando mendrugos, nos observan con sus miradas plañideras, rojas y amarillas, irritadas y enfermas. Y yo sólo observo los otros rostros y bebo mescal y me los figuro maquillados por la evidencia final de la verdadera energía, la que no gasta, la que sólo altera, aunque después se pierda para siempre o se vuelva a encontrar porque si se pierde es que ha pasado a manos de otro que quizás nos la devuelva un día. Todos estaban manchados, fumando y oyendo a los mariachis esta noche de abril.

—Me duele la cabeza —me dijo Isabel.

—¿Crees que vendrán? —volví a preguntarle.

—No sé.

Los seis jóvenes sonreían. Para los pasantes, de seguro, las ropas manchadas eran parte del disfraz, menos notables que las insignias. abolish reality. Los soldados nos miran con sorna y no se las huelen, qué va, si la calidad cómica de los seis es como la de las viejas películas de Laurel y Hardy, que sabían construir con su destrucción, que nos llenan de alegría y asombro y posibilidad cuando los vemos desmembrar un viejo automóvil o una casa de los suburbios. Los soldados están reclinados contra las columnas del larguísimo portal con las gorras ladeadas, los rostros cortados por un navajazo, los palillos entre los dientes: sonríen. Y Jakob sigue abrazado a la Pálida y me mira para que yo me diga que quizás, sí, su necesidad era su libertad y que si él pudo llevar hasta sus consecuencias, veintiún años después, esta aspiración y convertirla en acto, todos podrían, como él, ser libres, poner la libertad ante su prueba extrema en caso de que algo terrible sucediera antes de que todos pudieran conseguirla. Abrazaba a la Pálida como si todo lo que hiciera lo hiciera en nombre de todos. La prueba individual podría ser la única prueba ejemplar, capaz de sobrevivir al holocausto. Pero si su mirada quería decirme esto, yo también quise ponerla a prueba y preguntarle, sin hablar, dónde terminaba la venganza pura y simple y dónde se iniciaba el acto libre, individual y, otra vez, ejemplar, cometido para advertir, para significar fuera de la vida de Jakob Werner.

Nada. Pura tirria de que él tuviera abrazada a la Pálida. Pura fatiga de que esto hubiera terminado así, sin que yo me atreviera a dar mis verdaderas razones para impedir el crimen y sin que obtuviera la camaradería, la participación o el amor a cambio de los cuales me callé y les serví de lazarillo hasta el centro de la pirámide, hasta el friso de los chapulines. Lazarillo: a lo largo y ancho de este lazareto en el que el aislamiento de la lepra crea la ilusión de la vida gracias al amor de la crueldad.

—¿No crees que vengan? —volví a preguntar.

—No sé. No creo —dijo Isabel—. Se quedaron sentados allí. Tomados de las manos.

—¿Qué se decían?

—Ella era la que hablaba. Le decía que no importaba, que la vida debía seguir.

Y la Pálida retiró su pie del contacto con el mío debajo de la mesa y me miró con esa burla y ese desprecio. Y besó a Jakob.

Yo acaricié la cabeza de Isabel.

—Si salimos en seguida, podemos estar en Veracruz esta madrugada.

—No, no quiero llegar al mar.

—¿Quieres regresar a México?

—Sí. —Isabel se levantó, abrió su bolsa y buscó el peine, el lápiz labial y el espejo—. Ya no hay nada que decirse. Regresemos. Estoy agotada.

Y los seis rostros me observan con esa sorna, el rostro negro, el rostro cubierto por la melena del muchacho vestido con mallas color de rosa, el rostro gótico, estirado sobre los huesos afilados, de la muchacha vestida de negro, el rostro de ojos entrecerrados de Jakob Werner, el rostro rubio y barbudo de todas las agonías. El divino rostro pálido, sin cejas, con pintura de un naranja borrado, de la joven Elizabeth de la vida eternamente intolerable y eternamente digna de ser vivida. Me miraban ellos, cuando me puse de pie, y me miraban las mujeres de rostros oscuros, envueltas en rebozos, descalzas, embarazadas, y me miraban los perros adormilados, infestados de pulgas, con los hocicos blancos.

—Regresemos. Estoy agotada.

Todos sonrientes y cruzados de brazos. Ya no vivan tan engreídos con este mundo traidor. Tomé un puñado de cacahuetes y los arrojé a la cara de uno de los músicos…

—Órale. Quieto.

… a ese mariachi con bigotes tupidos, con el movimiento de una pantera negra, que soltó la guitarra y avanzó hacia nuestra mesa…

—Órale borrachín. Quieto. Respete a los músicos…

… para que yo le arrojara otro puñado de cacahuetes y los soldados se llevaran las manos a las pistolas y las panzonas cubrieran a los niños con los rebozos y los perros corrieran renqueando, con sus patas dobladas y a veces amputadas y sus grandes manchas secas en la piel y los soldados sacaran las pistolas y también corrieran hacia la cantina bajo el portal donde los cuatro músicos se disponían a partirnos la madre, a rajarnos la piel…

Jakob se pone de pie violentamente y saca la navaja ensangrentada del portafolio negro.

Elizabeth y Javier permanecieron solos frente al friso de los dioses. No miraron el cadáver de Franz. Se miraron los ojos. Javier quiso hablar. Elizabeth le tapó la boca con la mano y los dos se siguieron mirando. El mar, a un tiempo, recibe la luz, la filtra y la devuelve, transformada, al sol. El mar de franjas color de agua de vida, verde, azul, violeta, se impone al paisaje de montañas esfumadas y lo opaca, tal es su brillo. Estas montañas son como eminencias del mar profundo, pálidas y azules; son la espalda de un viejo y cansado monstruo del mar. El fondo empedrado del mar es visto a través de la claridad del agua. Y en el muelle de Rodas el barco parte. Elena, envuelta en un chal negro, arrugada y oscura como una nuez de ojos y dientes brillantes, grita y levanta plegarias al cielo. Las mujeres se contagian el llanto, unas a las otras, y también ríen entre sus llantos: los hombres se van a trabajar, fuera de la isla, a Suecia y Alemania, a Suiza y Dinamarca, donde hace falta mano de obra; en vez de campesinos, serán criados y mecánicos; lloran las esposas vestidas de negro; lloran las abuelas vastas, arrugadas, de pelo blanco y labios delgados; lloran las primas jovencitas y sudorosas; y todas se hacen fotografiar en grupo y dejan de llorar, primero para sonreír al fotógrafo, luego para injuriar a la torpe campesina que en ese momento cruza frente a la cámara. Todo el muelle de Rodas llora, ríe, hace bromas, exclama; los vendedores de pan de sésame y empanadas; las viejas de turbantes negros que se arrojan gimiendo contra el costado del buque; los niños chillones; los chiflidos y gritos de los trabajadores que cargan y descargan; los empujones de los cargadores de maletas.

—¿Sabes que Elena tenga un pariente que se va?

Elena grita y llora sin localizar la meta de su emoción; también ella se arroja contra el buque, rasga su chal y se tira al suelo. Elizabeth agita el brazo, saca un pañuelo, vuelve a agitarlo. Elena la ve, cae de rodillas, levanta los brazos con los nudillos gruesos y rotos hacia el cielo, separa las manos para enviar un beso largo, con los ojos cerrados.

—¿Crees que vino por nosotros?

Sueltan las amarras. Elizabeth se despide de Rodas sin atreverse a llorar, dejando que Elena y las mujeres de la isla lo hagan por ella: las voces surgen del suelo pardo y rocoso, sin más alivio o belleza que el mar que se lleva a los hombres. El barco se aleja. Elena se pierde en la multitud, llorando, gritando, una más, cada vez más lejos. Elizabeth tuvo dieciocho años y Javier veinte.

Todo esto me lo contaste una tarde, cuando te dieron permiso para visitarme.

Estos lugares siempre quedan fuera de los poblados; de lo contrario, no tendrían sentido. No sé de qué mafias te valiste para que te dejaran entrar. No quiero imaginarlas. No me atrevo. Pero tú siempre me habías dicho: «Algún día te contaré»… Y no tenía por qué dudar de tu palabra.

Claro, te obligaron a permanecer afuera, del otro lado de la puerta. Bastante riesgo corrías ya. Tu voz me llegaba muy débil, de arranque, peto luego las cuatro paredes la amplificaban. No me acerqué a ti por ese motivo. Allí, junto a la puerta, casi no se te escuchaba. Acá, de cara a lo que pretende ser la ventana, puedo impedir que tu voz huya del todo: la capturo antes de que muera.

Hay que hacer todas estas cosas para entender lo que le dicen a uno. Todas estas maromas que son mi pan cotidiano; también, cómo hacerme entender. Como ellos nunca han vivido, lo que se llama vivido, dentro de estos lugares, no conocen realmente sus secretos. Han inventado el aislamiento y creen que los cuatro muros bastan para contenerlo. Pero nada está por completo aislado. Nada, dragona.

Ellos se sorprenderían si vivieran aquí y aprendieran que el silencio total de los primeros días es sólo el anuncio de un universo de ruidos que, si al principio son aislados, terminan por organizarse. Cuando alguno de nosotros, para su desgracia, habla, ellos se ríen y dicen que es pura imaginación. Cosa mala: vivir de prestado. Luego, insensiblemente, van apretando las tuercas. Empiezan a imaginar lo “que nosotros podríamos estar imaginando y entonces ya no estamos solos: ellos también están viviendo de prestado. Lo saben y saben que eso es contrario al principio de autoridad y a los propósitos mismos del establecimiento. Entonces no te dan de comer, dragona, para que no tengas pesadillas indigestas. O te sobrealimentan con una papilla viscosa porque creen que tu imaginación es resultado del hambre que, dicen, la afila. O te forran la pieza con colchones de algodón para matar los ruidos que llegan.

Por eso, yo no les digo nada. Me hago el tonto y me guardo lo que oigo. Todas esas voces cuyo conducto es la piedra. Los suspiros de amor y los gritos de riña. Las órdenes sumarias y las paletadas de tierra. Las salvas de fusiles y el chasquido de tubos de goma. Los aullidos de animal y los llantos de niño. La música nocturna de un reposo eterno y los pies multitudinarios que se arrastran. El gemido que escucho cada noche, al pegar la oreja al piso para comunicarme con alguien que debe estar enterrado bajo mis plantas.

Te agradezco que hayas venido a verme. Vas a contarme que tú y él salieron de la pirámide, arrastrando el cadáver. Al salir, lo primero que vieron fue ese Lincoln estacionado allí. Dejaron el cuerpo arrumbado junto a los rieles y aprovecharon esta noche triste de Cholula, tan silenciosa como el polvo, tan oscura al pie de las pirámides, la basílica y el manicomio, para disponer de ese cadáver.

Tú abriste la cajuela del Lincoln y él arrastró el cuerpo. Pero adentro de la cajuela había otro bulto. Se removía y gruñía. Era algo vivo, envuelto en trapos, como una momia. Tú sentiste miedo; detrás de las vendas había una piel viva, quizás varias. Pero el miedo de tu hombre era peor que el tuyo, era un miedo activo, de conclusiones. Tomó el cadáver de las axilas y lo arrastró hasta el automóvil.

Entre los dos, lo levantaron y luego lo dejaron caer dentro del cofre. Él quiso cerrar en seguida. Tú lo detuviste. Al caer el cadáver sobre el bulto, se oyó un chillido agudo, ilocalizable por un instante, como si una monja en la iglesia, un enfermo en el manicomio o un grillo en la pirámide lo hubiese lanzado. Pero esto era el delirio. La razón decía que el grito venía de ese bulto abandonado.

Tuviste los cojones, dragona, de tomarlo y abrazarlo, sin saber qué cosa era. Él te dijo que lo dejaras allí, que no era tuyo, que debían cerrar la cajuela y huir. Y tú lo miraste aceptándolo todo, sabiendo que ese bulto era tuyo y no era tuyo, que el mundo está lleno de enigmas que no deben interrogarse a menos que se desee la catástrofe. ¿A quién ibas a interrogar en esa noche de polvo y abandono? En la basílica estaría el sacerdote, reposando bajo una campana de cristal. En la pirámide, el emperador indígena amurallado en las catacumbas de su poder. Pero en el manicomio…

Corriste, dragona, con el bulto ese, agitado como un paquete de lombrices, a la rampa que conduce al portón neoclásico. Tu hombre cerró rápidamente la cajuela del Lincoln y tú depositaste eso en el umbral del manicomio: finalmente, no lo habías abandonado. Citaste a un clásico, dragona, como si repitieras una oración de tu pueblo: hay una tragedia en el mundo pero el mundo debe continuar.

Regresaste, dragona, como siempre, a donde estaba tu hombre, junto a la cajuela cerrada, donde otra piel se pudría a cambio de la que tú habías salvado. Siempre tendrás a quién cuidar, mi bella judía de los tristes ojazos grises. ¿Quién dijo miedo, carnales?

Ahora debes alejarte. Has debido venir desde muy lejos para llegar hasta donde yo estoy. Estos lugares, te digo, siempre están lejos de la civilización. Quiero imaginar que para llegar hasta mí has debido mover influencias y dar mordidas. No se me va a ocurrir siquiera que tú también estás encerrada aquí, como todos los que venimos de parajes infestados o sospechosos de contagio. No voy a decir que tú también has llegado de la tierra infecta de Nazaret a esta tierra de los muertos que resucitan y al palacio de Lázaro nuestro señor. Sí, aquí vive Lázaro, el señor de las resurrecciones: él le da su nombre a nuestra casa y también a la pirámide y a la basílica que, trepando con esfuerzo y agarrado a los barrotes, logro distinguir por el rabo del ojo.

Ahora debes irte. El Sonámbulo, César, sirve bien a su señor inmortal y si sabe que te escucho, me matará de hambre o de indigestión. Acolchará mi celda. Y no tengo tiempo. No quiero ser interrumpido más, dragona. Ha llegado la hora del rancho. El perro amarillo está terminando de devorar al niño enmascarado. No conozco el rostro del niño, pero estoy seguro que debe ser muy triste. Nuestros niños sólo ríen con las máscaras puestas. Las máscaras ríen por ellos, máscaras de azúcar, dulces calaveras: la muerte está viva y es el teatro guiñol de estos niños de ojos tristes que se reconocen en la calaca porque la calaca será suya antes de que dejen de ser niños.

Pero el perro amarillo y babeante de Cholula va a terminar su merienda, va a hacer trizas esas vendas sucias que aún lo atan y luego, dragona, y luego… Sé que su apetito no está satisfecho.

Adiós, dragona. Y no olvides a tu cuate

(Fdo.) Freddy Lambert

Tonantzintla, marzo de 1962.

Nueva York, octubre de 1965.

París, septiembre de 1966.