–En fin, empate a dos -dije alegremente al tiempo que tiraba de Claire hasta la parada del autobús para hacer compañía a Jude durante las dos semanas de expulsión escolar-. Ya sólo falta que Phoebe prenda fuego al laboratorio de ciencias y Ali deje suelto al conejo de la clase para tener a mis cuatro preciosos bebés otra vez conmigo.


–Ahórrate los sarcasmos, mamá. No fue culpa mía.

–¡Caray, qué tonta soy! Claro que no fue culpa tuya. Había olvidado que la chica que estaba medio desnuda dentro del armario del gimnasio con Elliott Jackson era tu doble.

Claire tenía dificultades para seguirme. Por desgracia, yo no podía aminorar el paso porque estaba mareada y necesitaba llegar a casa cuanto antes. (Nota personal: demasiados analgésicos más alcohol menos alimentos sólidos = náuseas.)

–No estaba medio desnuda. Sólo tenía un par de botones desabrochados porque hacía mucho calor y me faltaba el aire. – La desvergüenza de Claire no tenía límites.

–Los armarios suelen ser asfixiantes, por eso la gente no se encierra en ellos -señalé.

El descaro de Claire fue en aumento.

–No nos encerramos nosotros. Lo hicieron otros.

–¿Ah, sí? ¿Quiénes? Venga, dime quiénes lo hicieron. ¿Y cómo consiguieron atraer a dos adolescentes hechos y derechos hasta el interior del armario? ¿Con caramelos? ¿Y por qué no abriste la puerta con el picaporte interior cuando te viste metida en el armario contra tu voluntad? ¿Y por qué, cuando la señorita Brownlow os descubrió, estabais rojos y desmelenados?

No sé por qué me molestaba en hablar. Como si no recordara mi propia adolescencia, cuando no sólo me traía sin cuidado que me gritaran, sino que eso satisfacía mi deseo de sentirme una víctima incomprendida. Sin embargo, detestaba que mamá (siempre son las madres quienes lo hacen) me lanzara una retahíla de preguntas incontestables. Ello me empujaba a un rincón cuya única escapatoria era un larguísimo período de despecho interrumpido únicamente a la hora de acostarme o de comer, lo que llegara primero.

Y ahora yo estaba haciendo lo mismo con Claire. Estaba arrojándole a la cara pruebas irrefutables de su crimen, un crimen del que ambas sabíamos que era culpable. Pero como ella insistía en mantener esa farsa de inocencia, yo me veía impulsada a seguir atacándola con razonamientos lógicos hasta que admitiera su derrota (nunca ha sucedido y seguro que no sucederá ahora) o se retirara a un estado de despecho, lo cual, cuando menos, nos daría un poco de paz a las dos. Si Claire hubiese visto Policía con más frecuencia, sabría que confesar el crimen da lugar, normalmente, a una pena más suave (y a veces al ofrecimiento de un cargo bien remunerado como soplón de la policía).

Pero Claire estaba demasiado atrincherada en su inútil fortaleza para volverse atrás. Por suerte, fue en ese instante cuando decidió representar el papel de despechada. Y digo que fue una suerte porque me daba cuenta de que si me veía obligada a abrir la boca una vez más, vomitaría. De hecho, ahora mismo me siento inspirada para enviar otra carta a mi nuevo y gran amigo de la BBC Nigel-Bla-Bla-Sobrino-De-Un-Miembro-Laborista con una idea nueva.

«Querido Nigel -escribiría-, he visto todas las historias de interés humano que arroja su público de gente triste y solitaria que sólo consiguen llenar sus vacuas vidas apareciendo en televisión y recibiendo el paternalismo del presentador de turno. He visto abrir su corazón a los micrófonos del estudio a adúlteros, amantes, bígamos, comedores impulsivos, drogadictos, maridos que pegan a sus mujeres, cleptómanos y otros maníacos. Pero, por desgracia, existe un tema que su programa todavía no ha abordado.

»Me refiero a las náuseas físicas que experimenta mucha gente por tomar demasiados analgésicos para combatir el aumento de las resacas como consecuencia de largas sesiones de ingestión de alcohol porque su compañero, la esposa desertora de su compañero y sus amigos se empeñan en perturbar el feliz equilibrio de su vida con una conducta inaceptable.

»Reconozco que no tiene tanto gancho como me acosté con el director del banco de mi padrastro o soy ladrón bisexual, pero creo que tendría su impacto. Subordinadamente suya, etc., etc…»

Puede que hasta se lo proponga a Karen. Después de todo, trabaja en la televisión matinal.

Me encontré bien hasta que llegué al despacho del señor Walters. Éste no me había adelantado ningún detalle, pero me tranquilizaba pensar que el asunto no podía ser tan malo si no había mencionado comisarías ni hospitales. Estaba equivocada. Cuando llegué, fue como entrar en los decorados de un misterio de miss Marple. Los sospechosos aparecían reunidos y estaban a punto de señalar al culpable.

Allí estaba Tara Brownlow, bella y fría, con su rostro perfecto y sin vida y su cuerpo ágil y envuelto en ropa de marca. Allí estaba Joe, que aparentaba diez años más que la semana pasada. Sus ojeras contaban la historia de un hombre a la espera de que su verdugo llamara a la puerta de su celda. Porque este hombre vivía, sin duda, en una cárcel. Y allí estaba Phillippa, lanzando miradas asesinas a Joe y Tara sucesivamente.

Ignoraba qué hacían allí. Sabía que Tara Brownlow era la maestra de Elliott (así como de Phoebe e Isabelle), pero Claire sólo la tenía de inglés. Presentí que esta reunión iba a encajar en la clasificación de «Cosas que habrías preferido que no hubiesen ocurrido precisamente hoy». Deseé poder estar sola, vivir sola, no tener amigas con vidas y maridos entrelazados, no tener hijas que aumentaran esos lazos hasta que todos nos fundíamos en una maraña de metal.

Por favor, que no sea culpa de Claire.

Era culpa de Claire. O, para ser más exacta, había sido idea de Claire, pues aunque Elliott había sido un cómplice inconsciente, se mostró más que dispuesto. Al parecer, Claire había apostado veinte libras con un grupo de su clase (curiosamente, esta vez no había implicado a ninguna hermana) a que podía atraer a Elliott Jackson hasta el interior del armario del gimnasio y quitarle los pantalones. Lo más gracioso del caso era que todo el mundo sabía que Elliott estaba perdidamente enamorado de Claire pero era demasiado cohibido para hacer algo al respecto.

Sí, fue una crueldad, los adolescentes son crueles, ¿de qué te sorprendes? Pero Claire demostró poseer más recursos y astucia de lo que imaginaba. En lugar de acercarse al ingenuo Elliott en plan Lolita y atraerlo con sonrisas y miradas prometedoras hasta el interior del armario, se lo llevó a un rincón, le contó lo de la apuesta y le ofreció la mitad del dinero si colaboraba. Muy a pesar mío, tuve que reconocer que esta solución al desafío era poco ortodoxa y se aprovechaba de la peculiar sensibilidad del secuaz escogido.

Pero, como es lógico, los límites sudorosos del armario, con los matices embriagadores del esfuerzo físico, ejercieron su hechizo en la desventurada pareja. Y en cuanto Elliott se quitó los pantalones, la apuesta quedó olvidada y la pareja se concentró en una comunicación más seria. Las risas y aullidos de la multitud que se concentraba fuera del armario alertó a la señorita Brownlow. Por suerte, abrió la puerta antes de que se quitaran más ropa, lo que evitó un mayor perjuicio en la carrera escolar de los adolescentes al tiempo que les garantizaba un lugar en la mitología del colegio.

Tal vez fuera porque los demás dramas del día habían agotado mi capacidad de reacción, pero el caso es que el incidente no me pareció un asunto grave. Como es natural, seguí el juego dando mi desaprobación, mirando con decepción a mi hija y declarando mi intención de manejar el asunto con la máxima seriedad, pero no estaba excesivamente preocupada. Es cierto que Claire era demasiado joven para implicarse en una relación física, pero dudaba mucho de que este acto fuera típico de ella. Conociéndola como la conozco, creo que su única motivación había sido el dinero. Había vendido su alma por una camiseta de Nike.

No me hacía ninguna gracia ese nuevo problema con la escuela, sobre todo porque, una vez más, tenía que afrontarlo sin Rob, pero tampoco lo veía como una señal de que Claire estaba iniciando su declive moral. Y de haber sucedido hace un mes, creo que Phillippa habría estado de acuerdo conmigo. Pero ahora todo era diferente. Ahora las consecuencias de la infidelidad de su marido lo teñían todo.

Dejé que el señor Walters soltara otro de sus discursos sobre la responsabilidad de los padres y la necesidad de inculcar valores morales a los hijos. Reiteré mi promesa de visitarle de nuevo en compañía de Rob para hablar del tema con más profundidad. Acepté agradecida la expulsión de dos semanas impuesta a Claire aun cuando me parecía excesivamente severa. Y llegado a este punto me habría levantado e ido, pero Phillippa se había estado inflando de rabia como un globo de aire caliente. Enseguida comprendí que hubiera debido permitir que Phillippa vomitara toda su angustia y frustración en un entorno más neutral. Pero Starbucks no era el lugar ideal.

Todavía no he estado en un Starbucks donde no hubiera, como mínimo, una mesa de madres dando el pecho, y el almuerzo en Clapham no fue una excepción. Si tienes ganas de gritar y despotricar contra las inclinaciones sexuales de tu marido, probablemente sea preferible evitarlos establecimientos que incluyen un suministro de lápices. Y, siempre atenta a las convenciones sociales, Phillippa se tragó sus emociones con su café con leche desnatada.

Después de eso debió de irse a casa para pasearse de un lado a otro alimentando las llamas de su desgracia con ensayos interminables de todas las cosas demoledoras que pensaba decir a Joe cuando lo viera. Y cuando finalmente lo vio, ¿quién estaba también presente? ¡Su concubina! Consciente de la sincronización que estaba infectando la sucesión de acontecimientos, me atreví a suponer que cuando Phil llegó al despacho del señor Walters, Joe y Tara ya estaban allí.

Sólo su educación (y puede que su sentido de la responsabilidad para con sus uñas) le impidió abalanzarse sobre ambos y molerlos a palos. Así pues, mientras el director hablaba interminablemente del accidente de Elliott, la rabia se fue cociendo a fuego lento en el interior de Phillippa hasta que subió y finalmente eructó como una bilis ácida.

–¿Puedo preguntar algo? – inquirió con dulzura.

No lo hagas, Phil, por favor. Me apresuré a intervenir.

–Vayamos a casa y tranquilicémonos, Phillippa. Ha sido un duro golpe y creo que todos necesitamos tiempo para reflexionar.

Le rogué en silencio que dejara las cosas como estaban. Estaba perdiendo el tiempo.

–No te preocupes, Lorna, no provocaré ninguna escena si eso es lo que te preocupa. Sólo quiero aclarar con el señor Walters un punto sobre la política del colegio.

–Desde luego, señora Jackson -dijo el hombre, ajeno al cohete que estaba encendiendo-. Pregunte lo que quiera. Siempre he aplicado en Keaton House una política de transparencia.

Merece estar a punto de arruinarse el día. En mi opinión, cualquier persona que utilice la frase «política de transparencia» merece lo peor.

Phillippa esbozaba la sonrisa más amplia nunca vista en una cara desgraciada. Sólo yo (y puede que Joe) sabía lo que ocurría por dentro.

–Gracias. Hace poco nos escribió para recordarnos que íbamos atrasados en el pago de los recibos de Elliott y Rupert.

El señor Walters parecía desconcertado. Joe parecía incómodo. Tara parecía aburrida. Yo miraba el suelo.

–El caso es que he observado que los hijos del personal docente tienen derecho a un cincuenta por ciento de descuento en las tarifas. ¿Es cierto?

–Sssííí -respondió el señor Walters con suma cautela.

La sonrisa de Phillippa no se alteró ni un ápice.

–Me estaba preguntando si esa política también incluye a los hijos de los padres que se acuestan con miembros del personal docente.

Por primera vez en mi vida veo la cara de la señorita Brownlow mostrar algo que no sea desprecio por toda persona cuyo poder adquisitivo sea visiblemente inferior al suyo. Parece mareada. Ahora ya sabes cómo me siento, señorita. Joe se ha quedado sin habla. Aguanta ahí, Joe. Sé que es confuso, pero pronto lo entenderás.

Phillippa había perdido el control.

–Sé que comprenderá mi planteamiento. En este mundo de hoy día de familias extendidas, hogares rotos y matrimonios abiertos, las distinciones son poco claras. Se diría que el simple hecho de acostarse con alguien durante más de dos semanas confiere cierta respetabilidad a una pareja. El matrimonio o cualquier intercambio de votos solemnes ya no parece un requisito previo para el compromiso.

Ay, Phil. Sé que estás demasiado absorta en tus propias obsesiones para detenerte a pensar en lo que estás diciendo. Estás a punto de meter la pata.

–¿A qué se refiere exactamente, señora Jackson?

Nunca debió preguntar eso, señor Walters. Hay cosas que es mejor no aclarar. Sé lo que me digo.

–¿A qué me refiero? No creo que sea yo quien deba responder a eso. Eche un vistazo a la cara de su maestra y dígame qué ve.

Todos nos volvimos hacia la señorita Brownlow. Su rostro había adquirido un tono encarnado muy poco atractivo. Debería presentársela a Karen. Karen podría decirle la marca de mascarilla que utiliza para reducir la rojez de la piel. Las mujeres deberían ayudarse mutuamente.

–¿Por qué me miran así? – preguntó a la defensiva.

Phillippa respondió sin abandonar su sonrisa cada vez más maníaca.

–A todos nos interesa su opinión sobre el asunto, señorita Brownlow ¿Qué piensa de los niños con cuyos padres se acuesta? Utilizo el plural porque, si lo ha hecho una vez, es evidente que no tiene escrúpulos al respecto y probablemente ha catado muchos otros maridos desde que trabaja aquí.

Tara Brownlow luchó por encontrar algo adecuado que decir, lo que fuera. Phillippa le echó un cable.

–¿Está diciendo que no tiene una aventura con el padre de uno de sus alumnos?

El silencio aturullado de Tara indujo al señor Walters a intervenir.

–Ya basta. Aquí se están haciendo acusaciones graves y me gustaría tratar el asunto con profesionalidad y prudencia.

–¿Qué opinas tú, Joe? ¿Te gustaría añadir algo?

Phillippa había desviado la sonrisa hacia su marido. Joe ignoraba por completo qué debía decir. Sabía de qué hablaba Phillippa. O por lo menos creía saberlo. Yo sabía que Andrea le había contado lo de Dan y Tara Brownlow, de modo que probablemente pensaba que Phillippa estaba saliendo en defensa de una amiga. Por otro lado, no entendía qué tenía que ver eso con las facturas de colegio de Elliott.

Se aclaró la garganta.

–Creo que el señor Walters tiene razón. Creo que deberíamos dejar el asunto en manos de profesionales.

Se recostó en su silla, satisfecho de su valoración evasiva del tema. Como la mayoría de los hombres, odiaba involucrarse en asuntos emocionales que no le atañían directamente. Y todavía creía que el tema no le atañía. Deseé que un director apareciera en escena y gritara «¡Congelación!» a los demás actores para que yo pudiera poner a Joe al tanto de los últimos acontecimientos antes de que él, sin saberlo, matara a su personaje.

Phillippa le miró con curiosidad.

–¿De veras, Joe? ¿De veras crees que deberíamos dejarlo en manos de profesionales?

Joe comprendió al fin, por el tono de voz de su esposa, que se estaba perdiendo algo importante. No sabía qué era y necesitaba otra pista.

Phil se la dio.

–Nos han reunido aquí para hablar de la aberrante conducta de nuestro hijo, tu hijo. Nunca nos había ocurrido una cosa así. Ya oíste lo que el señor Walters le dijo a Lorna. – Por favor, no me metas en esto. Quiero irme a casa-. Dijo que, según su experiencia, cuando un alumno empieza a mostrar un comportamiento antisocial fuera de lugar, hay que buscar en los trastornos de la familia una posible explicación. Así pues, ¿por qué no pensamos en los posibles trastornos de nuestra familia? Las ausencias constantes e inexplicables del padre, por ejemplo, sus mentiras y excusas.

Joe finalmente lo había pillado. Todavía no había hecho la conexión con Tara Brownlow pero era consciente de que su infidelidad había salido a la luz. Se levantó de un salto.

–Vamos a casa, Phil. Hablaremos allí.

Phillippa no se movió.

–Quiero hablarlo aquí. Quiero que reconozcas delante de todo el mundo que todo esto ha sido culpa tuya porque tienes una aventura. ¿O piensas negarlo?

Joe guardó silencio.

–¿Lo ves? – exclamó absurdamente Phillippa con gesto triunfal-. ¡Lo ha reconocido!

Joe me clavó una mirada suplicante. Rodeé con mi brazo los hombros rígidos de Phil. Noté que el cuerpo le temblaba y sentí pena por ella.

–Vámonos a casa, Phil. Allí podrás aclarar las cosas. No hagas una escena aquí. No es justo para Elliott.

Fue la referencia a su hijo lo que puso fin a su resistencia. Había olvidado por completo que le esperaba fuera con Claire. Enseguida bajó la voz.

–Lo siento. Tienes razón. Claro. Elliott.

Me permitió que la ayudara a ponerse el abrigo como si fuera una inválida e hizo algunas respiraciones profundas para recuperar su máscara de normalidad por el bien de su hijo. Incluso tendió una mano al señor Walters como si acabaran de compartir una agradable taza de té. Él la aceptó con cautela y en silencio, temeroso de provocar otro ataque en esta madre desquiciada. Joe también le estrechó la mano y se dirigió a la señorita Brownlow para hacer otro tanto. Mientras Phillippa miraba hacia otro lado, le abofeteé la mano y le clavé una mirada de advertencia. Joe me captó y aunque no comprendía por qué, se detuvo antes de llegar a Tara. Pronto lo averiguarás, pensé. Sólo esperaba que tuviera la sensatez de no revelar a Phillippa con quién estaba teniendo realmente una aventura para convencerla de que no era la profesora de Elliott.

Detecté cierto afecto en el apretón de manos del señor Walters cuando se despidió de mí. Creo que agradecía que le hubiera rescatado de un posible enfrentamiento explosivo. Ignoro si el hombre había llegado a alguna conclusión sobre las complejas relaciones a las que hacían alusión las indirectas de Phillippa. Tampoco sé si eso había suavizado mi mala reputación como madre en otros aspectos, pero espero que sí. Lo que sí sé con absoluta certeza es que el señor Walters abandonará su política de transparencia a partir de hoy.


Claire y Elliott estaban muy mansos cuando les recogimos fuera del despacho del director. Seguro que habían oído algo. Conociendo a los niños, probablemente habían escuchado a través de la cerradura. Elliott estaba muy callado. Era un chico tímido e introvertido. Seguro que el incidente con Claire le torturaba, así como haber oído a sus padres hablar sobre… gritar sobre… No, no quería pensar en eso. Debo abandonar esa costumbre de añadir a mi dolor el dolor ajeno. No tengo suficiente espacio. Ni tiempo.

Le di una palmadita en la espalda para tranquilizarle.

–No te preocupes, Elli, todo se arreglará. Créeme.

Me miró directamente a los ojos buscando alguna prueba de que así sería. Elliott aún era lo bastante joven para creer que los adultos tenían acceso a soluciones inalcanzables para los niños. Quería creerme y yo me sentí un fraude.

Agarré a Claire con una brusquedad no intencionada y la saqué del edificio.

–¿Dónde está el coche? – preguntó.

–He venido en taxi -respondí, molesta por lo poco que le afectaba el problema que había causado.

–¿Entonces volveremos a casa en taxi?

Espoleada por mi irritación, aceleré el paso.

–No, no iremos a casa en taxi. Me costó ocho libras y media llegar hasta aquí. Volveremos en autobús.

Claire soltó ese horrible gemido adolescente que significa que este insensible universo está cometiendo con ella una terrible injusticia.

–La parada del autobús está muy lejos.

–Eso significa que cuando lleguemos a casa estaremos en plena forma, ¿no te parece?

No sé muy bien cómo lo hice, pero el caso es que logré comunicar que había llegado al límite de mi paciencia y Claire dejó de quejarse. Para cuando llegamos a la parada del autobús, ambas jadeábamos. Las endorfinas habían tenido su efecto (a menos que se debiera a uno de los ingredientes de mi cóctel de analgésicos patentados) y me alegré de haber afrontado la situación como mejor había podido. Decidí no castigar más a Claire.

–¿Qué oísteis mientras esperabais fuera del despacho del señor Walters?

–Nada -contestó Claire con excesiva rapidez.

–Venga ya. Sé que estabais escuchando detrás de la puerta. Estoy preocupada por Elliott. ¿Oyó todo lo que dijo su madre?

Claire asintió tristemente con la cabeza.

–Fue horrible, mamá. Pensaba que Elliott iba a ponerse a llorar. Al principio, cuando su madre la tomó con la señorita Brownlow, nos reímos. Pensábamos que lo hacía porque es una calientabraguetas.

–¡Claire!

Creo que conseguí parecer indignada pese a compartir enteramente su opinión. Como madre, tenía el deber de perpetuar la creencia de que los alumnos debían tratar con respeto a todos los profesores, incluso a las calientabraguetas. Pero yo no soy alumna de la señorita Brownlow y puedo llamarla como quiera. Me encanta ser mayor.

–Lo siento -murmuró Claire sin sentirlo ni por un momento. Bien por ella-. Pero cuando empezó a hablar del padre de Elliott, fue horrible. ¿Es verdad que tiene una aventura?

–No lo sé, Claire, pero en cualquier caso no es asunto nuestro. Debemos dejar que sean la madre y el padre de Elliott quienes lo resuelvan. Tú únicamente has de pensar en ser una buena amiga para Elliott. Necesitará a sus amigos, sea cual sea el resultado.

Claire abrió los ojos de par en par.

–¿Insinúas que los padres de Elliott podrían divorciarse?

Respiré hondo.

–Lo ignoro, Claire, realmente lo ignoro. Dejemos el tema. No hables de ello con nadie. Estoy segura de que Elliott ya tiene bastante.

Pero Claire no me escuchaba. Estaba pensando en esta última ocurrencia.

–Sería lo peor que podría pasar, que sus padres se divorciaran. Todo el mundo lo dice. Dicen que es incluso peor que si se muriera tu padre o tu madre.

El cariz que estaba tomando la conversación me hizo temblar.

–No debes preocuparte por eso, cariño. Estoy segura de que todo se arreglará.

Tengo que dejar de decir eso. Cuanto más lo digo menos creíble me suena.

–Tú y papá no vais a divorciaros, ¿verdad? – preguntó angustiada.

–¿Cómo quieres que nos divorciemos si no estamos casados? – respondí con dulzura.

–Ya sabes a lo que me refiero.

Calculé bien mis palabras.

–Claire, ¿estás preocupada por algo?

Miró sus zapatos, los muros que dejábamos atrás, todo menos mis ojos.

–Tú y papá os peleáis mucho últimamente. Os oímos.

Insuflé alegría a mi voz.

–Todos los padres se pelean. Es normal. Pregunta a tus amigas del colegio. Todas te dirán lo mismo.

–Pero ahora es diferente. Es por nuestra otra mamá, ¿verdad?

–No voy a negar que ha complicado un poco las cosas, pero mi amor por ti y tus hermanas no ha cambiado.

–¿Ha cambiado lo que sientes por papá?

Desde luego que sí.

–Desde luego que no. Tu padre y yo estamos adaptándonos al regreso de tu madre a nuestras vidas, eso es todo. Y cuando regrese de Nueva York, nos sentaremos todos juntos y decidiremos qué hacer para que ya no haya más peleas. ¿Te gustaría eso?

–¿Quieres decir contigo y con nuestra otra mamá?

No era eso lo que quería decir.

–Si eso es lo que queréis y puede ayudar, sí. – Caray, ahora soy Miss Madurez-. No puedo prometerte que no habrá quejas por el camino, pero todo será mejor, te lo prometo.

Hablaba en serio. Había visto a mis dos mejores amigas dar los primeros pasos hacia la destrucción de su matrimonio. Pobres niños. No permitiré que eso le ocurra a mis niñas. Suceda lo que suceda, pienso mantener a esta familia unida.

Esa noche cenamos pot noodles, raviolis enlatados y helado cubierto de pastillas de Crunchie aplastadas. Comimos delante del televisor y bebimos coca-cola de una enorme botella que nos pasábamos al tiempo que intentábamos, cada vez con menos éxito, reprimir los eructos. Cuando Rob telefoneó, le sorprendió oír unas carcajadas de fondo y un «¡Hola, papá!» a coro acompañado de un cuarteto de armónicos gases.

–Ya veo que no podéis pasar sin mí -observó.

–Estamos perdidas sin ti, pero nos las apañamos -contesté.

–Me alegro de que os divirtáis. En serio. Es bueno volver a oír risas en la casa.

–Bueno, las chicas y yo hemos tenido una larga charla y hemos decidido que no habrá más peleas y que cada una tendrá que contar un chiste malo antes de irse al colegio.

–Me parece muy bien. – Sentí cómo la tensión se evaporaba de su voz.

–¿Cómo va todo? – pregunté.

–Oh, ya sabes, la misma gente de siempre y los oradores de siempre. Pero estoy haciendo buenos contactos.

Entonces se hizo de nuevo ese silencio. Y me acordé de Karen, pero no hice preguntas. No hice preguntas que le obligaran a mentir o tergiversar, porque oía a mis hijas reír en la sala de estar y eso era demasiado valioso para arriesgarlo por otra discusión que nadie podía ganar. Cuando Rob regrese, me lo contará todo. Y yo estaré preparada. Estaré tranquila y seré comprensiva, y él sabrá que todo se arreglará. Los dos lo sabremos.

–Te quiero -dije con dificultad.

–Yo también te quiero -respondió Rob suavemente.

Nunca nos lo decíamos a la ligera y eso me gustaba. Significaba que era una palabra importante para ambos y sólo la pronunciábamos en ocasiones importantes. Hacía tiempo que no la decíamos y fue como una inyección de fuerza que iba a ayudarme a pasar los próximos días. Trataría de recordar lo importante que era reafirmar mis sentimientos de ese modo cada vez que me sintiera insegura con respecto a Rob. Cuando colgué el teléfono me sentí mejor, más feliz de lo que me había sentido desde que apareciera Karen.

Un fuerte grito me hizo correr hasta la sala. Encontré a las chicas en el suelo desternillándose con las narices tapadas. Enseguida comprendí por qué. Los perros se habían pulido el resto de la cola y del paquete de Crunchie. Su contribución a las ventosidades de la familia nos obligó a correr hasta la cocina para huir del olor. Fue un incidente tonto pero maravilloso, un incidente que nos unió de nuevo. El daño ya estaba hecho y las heridas seguían ahí, pero las reparaciones nos ayudarían a seguir adelante. Íbamos a sobrevivir.


13


Sobrevivimos durante cuatro días más. Era como vivir una novela de Enid Blyton. Habíamos convertido la expulsión de Jude y Claire en unas vacaciones extraoficiales con atracones de galletas y competiciones maratonianas en el ordenador. Procurábamos ocultar la situación a sus hermanas para que no sintieran la tentación de unirse a la juerga mediante aquellas acciones viles que fueran necesarias. Insistí en que, nada más llegar del colegio, Phoebe y Ali debían encontrar a Jude y Claire estudiando en sus respectivos cuartos. La farsa no conseguía engañar a nadie sino contribuir al ambiente disparatado de fin de trimestre.


Claire había dedicado sus dos primeros días de excedencia a organizar el viaje de su padre al Santuario de Lobos. La tarea resultó ser más compleja de lo previsto. No había vuelos directos y el santuario únicamente abría sus puertas a los visitantes en épocas del año concretas. Yo había conseguido camelarme a la recepcionista de Rob para que nos dejara ver su agenda. Encontramos diez días libres en noviembre e hicimos una reserva provisional a través de Internet.

Claire habló con las compañías aéreas y concibió una ruta que llevaba y devolvía a Rob en las fechas programadas. Era un trabajo de amor y yo estaba orgullosa de Claire por hacerlo todo sola. Sabía que su esfuerzo significaría para Rob mucho más que el dinero invertido, el cual, además, me estaba resultando bastante divertido de ganar.

Una vez que las chicas se acostaban, yo trabajaba hasta muy tarde en el proyecto de Simon. Estaba abusando de mi capacidad de resistencia pero la satisfacción era enorme. Me había convertido en una especialista en separar la información útil de la información inútil que me ofrecía Internet, seleccionar los estudios académicos más recientes e interpretarlos y replantearlos para darles un formato más sencillo.

Casi todos los días quedaba con Simon para comer. Era más fácil que llamarle veinte veces al día para exponerle mis dudas técnicas. Al haber resuelto las cosas con Rob por teléfono, me sentía más cómoda en compañía de Simon. Mi determinación era más fuerte que nunca y mi vida había recuperado el rumbo. Me sentía inquebrantable. Los sentimientos de Simon hacia mí, aunque perfumaban el ambiente, ya no me inquietaban.

¿Y sabes una cosa? Es muy agradable tener a un hombre atractivo encaprichado contigo al tiempo que te sientes segura y entregada a una relación satisfactoria. Es más que agradable. Es tranquilizador. Como tener de primer reserva de tu equipo a un jugador de categoría internacional.

Además, últimamente necesitaba un amigo. A él le hacía gracia.

–Me alegro de serte útil, sea en calidad de lo que sea.

Dejó los vasos sobre la mesa. Habíamos encontrado un pub tranquilo a medio camino entre su casa y la mía que servía deliciosos filetes y pasteles de hígado y tenía la exclusiva de una sidra fabulosa procedente de un huerto familiar de Devon.

Le miré atónita.

–¿No creerás de verdad que te estoy utilizando?

Simon sonrió.

–Te lo tomas todo demasiado en serio. No, no lo creo. Me alegro de ser tu amigo. Pero creo que haces mal en dar la espalda a Andrea y Phillippa.

Eso me irritó.

–No les he dado la espalda, sólo les estoy dando un poco de espacio. Dudo que pueda ayudarlas en lo que están pasando.

Simon me escudriñó con regocijo.

–Los dos sabemos que no es por eso por lo que no las llamas. En realidad, no quieres saber qué está ocurriendo por miedo a que sea malo.

Yo no lo encontraba divertido.

–Apenas hemos comido juntos unas cuantas veces y ya me conoces mejor que yo a mí misma. Qué típico.

No me gustaba esa intromisión en mis motivos personales.

Bastante difícil me resultaba ya explicármelos a mí misma.

El día después del Miércoles Negro, como acabé llamándolo, caí en la cuenta de una espantosa verdad. Sólo tenía dos amigas en el mundo y no podía telefonear a ninguna de las dos.

Hay gente que tiene amigos y gente que tiene conocidos. La distinción entre ambas categorías suele determinar el número. No es posible tener cien amigos. Ni siquiera creo que sea posible tener veinte. Sencillamente, no existe tiempo suficiente en la vida para dar y recibir de veinte personas lo bastante para que se conviertan en verdaderos amigos. Podéis quedar un número determinado de veces al año y poneros al corriente de cómo os van las cosas, pero no podéis ayudaros ni pasearos del brazo por los pormenores cotidianos de la vida que realmente os definen.

Yo siempre tuve conocidos hasta que encontré a Rob. Conocía a docenas de personas adecuadas para cada situación. Tenía amigas para salir de copas, amigas para bailar, amigas para ir al cine (con subdivisiones en películas extranjeras, películas de arte y ensayo y vídeos estúpidos), amigas para comer pizza, amigas para ir de vacaciones y amigas con quienes deprimirme. No es que lo tuviera todo calculado, simplemente ocurría así.

Cuando me fui a vivir con Rob, necesité tiempo para comprender que era el hombre para mí. Y luego hice lo que tantas mujeres han hecho antes que yo y seguirán haciendo: dejé de ver a mis viejas amigas. No sucedió de forma inmediata, no, nadie hace eso, pero mi vida se fue fundiendo con la de Rob y las chicas. Empecé a discernir cómo quería pasar mi tiempo. Si había una película que me interesaba, deseaba verla con Rob. Quería comer con él, beber con él, conocerle a fondo. Y luego estaban las chicas. No entendían nada de lo que estaba ocurriendo. Su mamá se había ido y ahora había una señora nueva en la casa. No habría sido justo que yo entrara y saliera de su mundo como si tal cosa. Necesitaban seguridad y estabilidad y yo tenía una función que desempeñar en ese aspecto.

Así pues, al principio mantuve el contacto con las amigas más cercanas, pero notaba que los ojos se les ponían vidriosos cuando les deleitaba con alguna de mis interminables historias sobre las niñas. Y cuando tuve claro que estaba sentando la cabeza, experimenté la sensación de haber emigrado a otro país. Sentía que me alejaba de viejos vínculos a medida que me adentraba en el nuevo país de la vida familiar. La copa ocasional se convirtió en la tarjeta navideña ocasional y al final acabó en nada.

Cuando me sumergí en esa maternidad instantánea, me descubrí pidiendo ayuda a Andrea y Phillippa. Las necesitaba, necesitaba sus consejos prácticos, sus conocimientos y su experiencia. Pasaba horas con ellas, al teléfono, en el parque, comprando, en su casa, en mi casa. Y fue a partir de ahí cuando creé mis primeras amistades de verdad, pues a medida que mi dependencia de índole práctica disminuía, empecé a aceptarlas como complementos maravillosos e inesperados de mi nueva vida.

Me encantaba intimar con ellas, oír sus historias, crear los cimientos de recuerdos comunes y chistes privados, contarles (casi) todo y conocer (casi) todo de ellas. Me volví crítica con quienes se conformaban con amistades superficiales y se perdían la experiencia de una amistad profunda y comprometida.

Pero ahora me siento un poco idiota. Un poco pretenciosa. Un poco sola. Porque cuando solamente tienes dos amigas además de tu compañero, tarde o temprano has de hacer frente a tu estupidez por no haber concebido planes de emergencia.

Rob no está. Phillippa está tratando de arreglar su matrimonio y no me atrevo a llamarla por miedo a meter la pata. Sé demasiado para ser una observadora objetiva. E ignoro qué está haciendo Andrea. No me llama desde el miércoles. Quizá esté esperando a que yo la llame. Puede que el hecho de negarme a aprobar su aventura con Joe haya enturbiado nuestra relación. A saber. No sé qué decirle, de modo que no le digo nada. Cuando me necesite ya me telefoneará.

Lo veo todo borroso. No recuerdo bien cómo acabó mi conversación con Andrea. Creo que bien, pero cuando me llamaron del colegio por lo de Claire, tuve que salir pitando. Tengo la desagradable sospecha de que antes de irme le solté un sermón repelente sobre el matrimonio y la amistad. Seguro que eso la irritó y era la razón de su silencio.

Aunque sigo creyendo firmemente que su aventura con Joe es un acto de lo más ruin, no me siento a gusto con mi rectitud ahora que me hallo aquí sentada con Simon, luciendo mi jersey preferido, el morado, el que todo el mundo dice que me favorece tanto. Y maquillada.

Tiene gracia. Las turbulencias de los matrimonios de mis amigas están sacudiendo los cimientos de mi propia vida y obligándome a poner en duda mis propios valores y metas. También yo estoy cambiando. Necesito desesperadamente compartir mis pensamientos con alguien, tratar de encontrar un razonamiento que dé sostén a toda esta locura. Pero no tengo a nadie con quien hablar, porque todas esas relaciones que hasta ahora me ofrecían refugio son los lugares donde el conflicto es mayor y donde mi presencia está prohibida.

Sólo tenía a Simon. En serio, ésa es la única razón por la que recurrí a él. Hay madres del colegio con las que hablo a menudo, pero no tengo con ellas una relación íntima. Y como conocen a Andrea y Phillippa, dudo mucho que pudiera hablarles de sus problemas matrimoniales. Supongo que también está mamá, pero no somos esa clase de madre e hija. Mamá se guarda todo lo que le cuento aunque se lo diga con despreocupación, y los detalles que dejan entrever que existe una insatisfacción en mi vida se asientan en su interior y adquieren dimensiones descomunales, hasta que ya no puede conciliar el sueño de tanto preocuparse por mi felicidad futura.

Mamá conoce a Phillippa y Andrea y las dos le caen bien, aunque encuentra a Phil un poco engreída para su gusto. Si conociera la crisis por la que ambas están pasando, ya nunca podría sentarse a charlar con ellas sin hacer algún comentario indiscreto acerca de sus vidas. Se sentiría obligada a sermonear a Andrea sobre la santidad del matrimonio (conmigo delante, por supuesto, porque mi falta de matrimonio era para ella un escozor constante) e insistiría en preparar mucho té para Phillippa.

Sería una situación violenta. Y si todo se arreglaba, tal como yo esperaba, la relación se habría alterado por nada.

Así pues, seguía con el problema de a quién podía recurrir. Simon es mi primer amigo varón, me refiero a un amigo de verdad. Supongo que Rob es mi amigo, pero de otra manera. Por ejemplo, con Rob no puedo hablar de los problemas que tengo con la relación más importante de mi vida, o sea, él. Sé que algunas parejas hablan de todo, pero no estoy segura de que eso sea sano. Siempre soy consciente de que lo que se dice ya no tiene remedio, de modo que es preferible hablar de ciertas cosas fuera del matrimonio, donde no infligirán un daño irreparable.

Hasta ahora no había comprendido por qué las mujeres valoran tanto a los amigos varones. Simon es muy diferente de Andrea. No te rías, ya sé que resulta obvio. No obstante, él me aporta una visión de las cosas totalmente distinta de mis otras experiencias. Él no conecta conmigo y sigue automáticamente mi razonamiento a través del mismo proceso. Él me lleva por rincones inexplorados, me plantea preguntas difíciles y hace de abogado del diablo sin preocuparse de que eso me moleste o inquiete.

Existe, sin embargo, una importante diferencia entre Simon y cualquier otro amigo. Él parece que me quiere. Ya está. Ya lo he dicho. Y él también lo ha dicho. Sólo una vez, durante la comida del pasado jueves. Y no fue una declaración demasiado romántica que digamos.

–Necesito dejar algo claro antes de empezar -dijo mientras cubría de salsa de tomate sus patatas fritas-. Voy a decirlo una vez y luego podrás olvidarlo. Te quiero. Ya está. Ya lo he dicho. Sé que tú no sientes lo mismo, al menos en estos momentos, así que no tienes que decir nada para ser amable. Pero es lo que siento, y si algún día llegas a sentir algo parecido por mí, no podrá haber malentendidos. Sabrás que yo siento lo mismo y podrás hablar claro sin miedo a ser rechazada. Bueno, pues ya está dicho. – Se llevó una patata frita a la boca-. Ahora háblame de las chifladas de tus amigas.

No era exactamente Shelley pero sí lo más conmovedor que me habían dicho en mi vida. No volvimos a tocar el tema. No era necesario. Curiosamente, no me sentí incómoda, confusa o acorralada. Me sentí diferente, como debía ser. El amor debería hacernos sentir diferentes, aunque sea unilateral. Y en este caso lo es. Estoy casi segura de ello.

A Simon le gusta jugar limpio. Siempre está dispuesto a defender la postura de Rob porque se da cuenta de que ambos parten del mismo punto: su amor por mí. Nunca critica a Rob ni se echa flores a sí mismo. Sólo escucha, observa, aconseja, me hace reír y cambia de tema en el momento oportuno.

En cuatro días ha conseguido llenar el vacío dejado por Rob, Andrea y Phillippa. Me alarma un poco la facilidad con que ha sucedido. Significa que soy más superficial de lo que pensaba. O quizá ya existía un espacio libre que sólo Simon podía llenar, un espacio que había estado despejando para él. No, eso sería demasiado premeditado, no puedo aceptarlo. Pero en cuanto empiezo a pensar de ese modo, Simon parece percibir mi alejamiento y malestar y me redirige hacia el terreno neutro de nuestro proyecto.

–Estoy muy contento -dijo hoy-. Vas muy adelantada.

–Estos días tengo mucho tiempo libre. Cuando Rob regrese, volverá a monopolizar el ordenador y entonces me retrasaré.

–¿Cuándo vuelve? – preguntó Simon, sabiendo perfectamente que llegaba hoy.

Consulté la hora.

–En principio debe aterrizar a las cinco.

–¿Irás a recogerle a Gatwick?

Sacudí la cabeza.

–No, es demasiado complicado. Tengo que recoger a Phoebe y Ali en el colegio y asegurarme de que Claire y Jude hacen sus deberes.

–No sé cómo puedes abarcarlo todo -dijo Simon con admiración.

–Yo tampoco. El secreto está en no pensar nunca en lo mucho que tienes que hacer o eso te paraliza. Tienes que hacer las cosas a medida que surgen. A veces todo sale mal y me limito a salir del paso como puedo.

–¿Siempre recoges a tus hijas del colegio?

Sonreí.

–¿Me estás preguntando si soy una de esas madres neuróticas que no deja salir solas a sus hijas porque ve pederastas y camellos por todas partes?

Simon levantó las manos para defenderse.

–Era sólo curiosidad. Recuerdo que en mi colegio nos burlábamos de los niños que eran recogidos por sus padres.

–No te preocupes, tienes razón. Pero las cosas han cambiado. No hago de protectora sino de chófer. Cuando el colegio termina empiezan las actividades extraescolares, o sea, un viaje interminable de la escuela de música a la clase de baile y de ahí al baloncesto. No lo hago cada día porque comparto el transporte con otros padres, pero últimamente tengo la sensación de que siempre me toca a mí. Imagino que de niño ibas directamente a casa después del colegio y salías enseguida a jugar al fútbol.

Simon enarcó las cejas.

–En realidad me sentaba delante del ordenador. No era muy dado a los deportes.

Le miré impúdicamente de arriba abajo.

–Me sorprendes. – Y a mí me sorprendió mi comentario. Creo que estaba coqueteando.

Simon lo encontró divertido.

–Si no te conociera, Lorna, pensaría que estabas coqueteando conmigo.

–No digas tonterías. – Qué gusto ser yo quien dijera eso a otra persona.

Simon ladeó la cabeza para mirarme desde otro ángulo.

–Si tú lo dices. Pero este pedazo de virilidad de primera calidad que estás examinando con tanto disimulo no siempre fue tan viril.

–¿Me tomas el pelo?

Simon me acarició la mano breve y ligeramente. No era algo que hiciera a menudo, lo cual me tranquilizaba porque su contacto abría demasiadas puertas en mi interior.

–Lo siento, es fácil tomarte el pelo. Volveré a mi persona para ahorrarte los rubores. Yo fui un repelente prematuro. En aquellos tiempos los forofos de la informática no éramos una raza corriente, así que tendíamos a retraernos. Y no me importaba. Me interesaba más la informática que la gente.

–Tienes suerte -dije-. Al mantener a la gente a distancia te ahorraste mucho sufrimiento.

–No estoy tan seguro. Tarde o temprano la gente encuentra la forma de entrar, por muy alto que hayas construido el muro. Cuanto antes aprendes a tratar a la gente, a vivir queriendo lo que no puedes tener, antes desarrollas los mecanismos para defenderte del sufrimiento, porque lo busques o no, el sufrimiento siempre acaba encontrándote. Y no es menos doloroso si lo sientes por primera vez a los dieciséis, los veintiséis o los cincuenta y seis.

Y entonces lo hice. Le acaricié la mano. Vale, sé que no es lo mismo que Jack Nicholson arrojando a Jessica Lange contra la mesa de la cocina para violarla en El cartero siempre llama dos veces, pero para mí era un paso en una nueva dirección. Un paso adelante. Yo no doy muchos pasos adelante porque se me da muy bien pedalear en el agua, resistir las mareas y mantener mi posición contra las embestidas. De modo que cuando doy un paso adelante es porque el impulso es enorme. Un impulso emocional es difícil de predecir y controlar. Ignoro adónde me dirijo, pero estoy nerviosa. Me pregunto si el personal del pub me dejaría entrar en su cocina para hacer té.

La infidelidad es una cosa extraña. Hay personas que tienen una aventura detrás de otra o incontables rollos de una noche pero insisten en que no son infieles a su pareja porque es sólo físico. Que lo que en realidad importa es lo que pasa por tu cabeza. No había comprendido esa distinción hasta este momento. Porque aunque sólo he acariciado la mano de Simon, algo mucho más profundo está ocurriendo dentro de mí. Yo no soy una mujer dada a las caricias y abrazos. No puedo actuar de forma espontánea. Por tanto, acariciar a Simon como sólo antes había acariciado a Rob encierra, a mis ojos, tanta infidelidad como para otra gente un polvo rápido y sórdido.

¿Lo sabes, Simon? Me pregunto si lo sabes.

Simon se dio cuenta de mi azoramiento y me rescató pasando hábilmente a aguas más seguras.

–En cuanto a tus hijas, sólo quería decir que eres una buena madre. La mejor, en mi opinión.

No podía haberme dicho nada mejor. Necesitaba que me lo dijeran más a menudo.

Me aferré a sus palabras cuando llegué a casa y en la mesa de la cocina encontré un sobre dirigido a mí. Era la letra de Phoebe. Probablemente había venido a casa a la hora de comer para dejarlo. Me puse tensa. En nuestra casa las notas consistían en trozos de papel pegados a la nevera con imanes de Wallace y Gromit y con frases como «Dairylea Dunkers, yogurt y zumo de naranja con pulpa» o «Estoy en casa de B» aunque no conociéramos a nadie cuyo nombre comenzara por B.

Ésta, sin embargo, era una carta auténtica dentro de un sobre. En casa nunca nos dejamos sobres. Son más propios de las películas de Mike Leigh, donde contienen notas de suicidio o confesiones ofensivas. No quería saber qué había en el sobre pero lo abrí a toda prisa. Más problemas no, por favor. Tengo más de los que puedo asumir. El pequeño folio cayó al suelo y no pude recogerlo al vuelo. Mientras descendía, observé que sólo contenía cuatro o cinco palabras y que ninguna decía «muerte» o «adiós». Me serené y recuperé la hoja. El texto me dejó atónita. Entonces recordé la conversación que había tenido con Phoebe esa mañana.


–Estás muy callada esta mañana, Phoebe. ¿Va todo bien?

Phoebe me miró con una sonrisa extraña. No era triste, sino pensativa. Algo le rondaba en la cabeza y me preocupaba que fuera grave. Consciente de lo que el señor Walters había dicho acerca de los cambios de conducta de las chicas durante las últimas semanas, no cesaba de buscar posibles indicios en Phoebe y Ali.

Hasta ahora, Ali no había mostrado ningún comportamiento extraño aparte de su creciente obsesión por los derechos de los animales. Aseguró que iba a hacerse «vegetaliana» en cuanto conociera la severidad de sus normas. Yo interpreté que iba a averiguar si podía comer natillas y batidos de chocolate antes de comprometerse. Hasta ahora, su protesta se había limitado a rechazar todo aquello que no llevara el nombre de Linda McCartney y chasquear la lengua con desaprobación cuando pasábamos frente a Dewhursts, el rey de la carne. Creo que lo que la afianzó en su decisión fue oír a un destacado protector de los animales anunciar que él nunca se lavaba porque no había un solo jabón que no requiriese, para su fabricación, cierto grado de crueldad animal. Ya sólo me queda esperar que Ali empiece a soltar indirectas de que le compre un mono y una boina.

Phoebe, por su parte, está más callada que nunca. Sigue estudiando a conciencia y manteniendo el elevado rendimiento académico que nos hemos acostumbrado a esperar de ella, pero en ciertos aspectos parece más relajada. Sostiene la cabeza ligeramente más alta, se retira el pelo de la cara con un poco más de confianza y sonríe con más frecuencia. Esta sutil pero afortunada metamorfosis me ha llevado a preguntarme si se ha tirado a las drogas, pero enseguida me di cuenta de mi estupidez. Las drogas tendrían el efecto contrario en una chica tan sensible como Phoebe.

Con todo, algo está ejerciendo en ella una influencia positiva y sólo puedo llegar a una desagradable conclusión: Karen. Es muy probable que Karen haya recurrido a todo su talento de psicóloga para provocar este cambio en Phoebe y eso me enfurece, pues yo llevo años animando a Phoebe para que pueda hacer frente al mundo sin dejarse derrumbar por la presión. Nunca esperé convertirla en una Bonnie Langford, pero me alegraba que estuviera haciendo amigos, le fuera bien en el colegio y estuviera atravesando la adolescencia sin demasiadas lágrimas. No esperaba más.

Sin embargo, en cuanto llega Karen mi hija favorita (ya está, ya lo he dicho) empieza a dar muestras de una serenidad desconocida. Mientras las demás actuamos atropelladamente, perdidas ante el Nuevo Orden impuesto por la llegada de Karen, Phoebe está floreciendo. No hay derecho.

En fin, eso era lo que estaba pensando esta mañana. Luego Phoebe me miró con ojos preocupados.

–Yo estoy bien, mamá, pero ¿y tú?

Últimamente las chicas no paraban de preguntarme eso, preocupadas por la estabilidad de mi relación con Rob. Yo no paraba de tranquilizarlas y pensaba que finalmente lo había conseguido. Pero, al parecer, Phoebe necesitaba que la convenciera un poco más.

–Estoy bien, cielo. Cuando papá llegue esta tarde te darás cuenta de que todo se ha solucionado. Todo irá bien, no te preocupes.

Phoebe arrugó la frente como si tuviera delante un bebé que sólo dice tonterías.

–No me refería a eso. Quería saber si tú estabas bien. Tú.

No sabía muy bien adónde quería llegar.

–Estoy bien, en serio, estoy bien -repuse sin conseguir ocultar mi impaciencia. No quería hablarle así, pero tenía demasiadas cosas en la cabeza.

Phoebe me miró con tristeza.

–Yo creo que no.

Quise preguntarle por qué lo decía, pero no había tiempo. La expulsión de Claire y Jude había trastornado la rutina de las mañanas. Se nos habían pegado las sábanas y debíamos darnos prisa si queríamos llegar puntuales al colegio. No quería otra llamada del señor Walters. Estaba saboreando el placer de saber que sólo el cincuenta por ciento de mis hijas había sido expulsado, una proporción nada despreciable si la comparas con el promedio de las familias de los barrios céntricos y conservas el sentido del humor. Además, deseaba que cuando Rob regresara yo pudiera, cuando menos, vanagloriarme de haber mantenido a Phoebe y Ali fuera de líos.

El caso es que no tuve oportunidad de seguir hablando con Phoebe para averiguar qué le rondaba por la cabeza. Pero ahora que he visto la nota, ya lo sé. En realidad no es una nota. Es una referencia. Una referencia bíblica. Simplemente dice: «Querida mamá: Pedro 5,7. Te quiero. Phoebe.»

Genial. Le ha dado por la religión. Yo preocupada por las drogas y resulta que le ha dado por la religión. Supongo que es preferible a las drogas, aunque no lo tengo del todo claro. Quiero decir que si una hija tiene problemas con las drogas, hay folletos que hablan del tema, pero ¿existen folletos para padres cuyos hijos dejan referencias bíblicas sobre la mesa de la cocina? Si no los hay, debería haberlos.

Ella parece feliz, y eso es bueno aunque no me haga demasiada gracia. Nunca he sido una persona religiosa y creo que Rob tampoco. Acabo de darme cuenta de algo increíble. Ni siquiera sé si Rob cree en Dios. Sé lo que piensa sobre política, dinero, sexo y educación, pero creo que nunca hemos mencionado la palabra «Dios». Después de diez años de convivencia es lógico pensar que hemos dedicado algún tiempo a averiguar qué sentido tiene para nosotros la vida. Lo cierto es que ignoro qué piensa mi familia y mis amigos. Puedo preguntar a un completo desconocido en medio de una cena cuánto gana, pero nunca le preguntaría si cree que existe un cielo. Sería peor que vomitar en la alfombra. Sencillamente, esas cosas no se hacen. Interrogaré a Rob cuando vuelva. O puede que no. No, no lo haré mientras exista tensión entre nosotros.

Pero sí le preguntaré qué piensa del nuevo flirteo de Phoebe con la Iglesia. Y estoy segura de que Karen también tendrá algo que decir. ¿O acaso ya lo sabe? Si existe alguna forma de poder culparla de ello, será un placer hacerlo.

Me pregunto qué significado tiene esta referencia bíblica en concreto. Intento recordar si hay alguna Biblia en casa. Tiene que haberla. ¿Acaso no hay un ejemplar en cada casa? Yo tenía una Biblia del colegio pero la dejé en casa de mamá cuando me independicé. Seguro que las chicas tienen una Biblia por algún lado. Decido ponerme a buscarla para consultar la cita. Sólo por curiosidad. En ese momento suena el teléfono.

–Soy yo, cariño. – Era mamá. Su voz sonaba enferma o cansada, o simplemente diferente.

–¿Qué ocurre? – pregunté-. ¿Ha sucedido algo? ¿Estás bien?

Oh, no, escucha cómo me asusto. Soy el reflejo de mi madre. Finalmente ha sucedido, como decían que sucedería. Pronto empezaré a acumular latas de carne en la despensa. Mamá enseguida asumió el papel de tranquilizadora, mi papel.

–No pasa nada. Únicamente me he dicho que te interesaría saber que la he encontrado.

No necesitaba decir qué. No había olvidado lo de la nota, simplemente la había relegado a una parte menos prominente de mi conciencia donde no interfiriera con los asuntos cotidianos que exigían mi atención. La había encontrado. Era real. Mi madre era real. Por fin podía dejar que la realidad de esa persona, esa desconocida, emergiera y tomara forma.

Ahora comprendo qué quiere decir la gente que cuenta que ha visto su vida pasar como una película. En mi caso, no obstante, sólo se trata de mi primera semana de vida. He intentado imaginar a mi madre auténtica en los días siguientes a mi nacimiento, cómo era, cuánto había sufrido, por qué había renunciado a mí. Y luego he dado un salto de treinta y seis años hasta una reunión imaginaria. Mi madre es diferente cada vez que la imagino. Pero es siempre hermosa. Yo no soy hermosa pero se parece a mí, es una versión hermosa de mi ser. Y me sonríe. Y entre nosotras brota enseguida el entendimiento y el amor mutuo. Siempre es así.

–Oh -digo.

–En fin, que tengo intención de enviártela por correo. Pensé que te gustaría saberlo.

–Sí -dije tontamente-. Muchas gracias.

Me sorprende que pueda hablar siquiera. Tengo el cuerpo paralizado y me asombra que alguna parte de mi ser sea capaz de reaccionar con sensatez a la noticia.

–¿Va todo bien, cariño? – preguntó mamá, preocupada por mi reacción.

–Sí. Sólo estoy un poco cansada -alcanzo a farfullar. Poco a poco recupero la elocuencia-. Gracias -repito por si no me he mostrado suficientemente agradecida.

No sé si dije adiós antes de colgar. No era la primera de mis prioridades. Si me hallara en una película, me hundiría en una silla o puede que hasta me sentara en el suelo. Pero soy hija de mamá, así que enciendo el hervidor de agua. Tengo que preguntar a mi madre biológica si prepara té de forma compulsiva en situaciones de estrés. Será un dato interesante para el debate «naturaleza frente a educación». Estoy tranquila. En serio. No por dentro, donde los pensamientos giran y silban como una cinta magnetofónica enredada. Pero no me tiemblan las manos ni me duele la cabeza. Es una experiencia totalmente nueva para mí.

Y vuelve a sonar el teléfono. Pensaba que ya nada podía afectarme. Eso pensaba. Las cosas no podían ir más lejos de lo que ya habían ido. Seguro que no. Tenía una especie de matrimonio que había sido puesto a prueba y había conseguido pasar al siguiente asalto. Tenía dos hijas que se hallaban al borde de la delincuencia, otra hija con aspiraciones terroristas urbanas y otra con aspiraciones religiosas. Tenía dos amigas decididas a destruir sus respectivos matrimonios o el matrimonio de la otra. Tenía dos madres, una real y otra que estaba a punto de conocer. Tenía a Karen, una autoinvitada a mi vida que me estaba haciendo cuestionarme y defender todos mis papeles. Y luego estaba Simon. No, no estoy preparada para catalogar a Simon. Demasiado delicado.

¿Es eso suficiente?

El del teléfono es Rob. Suspiro aliviada. Es evidente que no ha muerto en un accidente de avión, posibilidad que había existido mientras yo permanecía en ese epicentro de fuerzas malévolas que he estado entreteniendo durante un tiempo.

–¿Estás bien? – pregunté jadeante.

–¡No podría estar mejor! – Su voz suena un poco histérica-. ¡Adivina dónde estoy!

Miro el reloj.

–En el aeropuerto de Gatwick, espero -contesto con cierto nerviosismo. Hay algo que no va bien. Sé, con una certeza que he llegado a reconocer con el tiempo, que no me gustará lo que voy a oír.

–¡Prueba otra vez! – ríe Rob.

Esto va mal, pero que muy mal. Tengo un horrible presentimiento. Trato de mostrarme animada por si acaso me equivoco y no tengo nada que temer. Ja, ja.

–No lo sé. Dímelo de una vez.

–¿Qué lugar quería visitar más que cualquier otro lugar en el mundo?

No, por favor, no.

–¿No lo adivinas? Yo mismo no puedo creerlo, pero es verdad. Es un regalo de cumpleaños que me ha hecho Karen por adelantado, pero no te enfades. Le dije que no te importaría porque siempre has dicho que te gustaría que pudiera ir algún día. No podía desperdiciar la oportunidad. Sabía que tú no querrías que la rechazara. ¿Lo has adivinado ya?

No, por favor, no.

–¡Estoy en el Santuario de Lobos!


Inciso


Yo y Barry Manilow


No hay amor tan transitorio y voluble como el que siente una adolescente por una estrella pop. Yo, en mi adolescencia, amaba a David Cassidy. Le amaba de veras. Recortaba su cara de las fotos de las revistas y la pegaba sobre las fotos de mi familia para que pareciera una parte real de mi vida. ¡Mira, David y yo en Colwyn Bay! ¡Y aquí está en la fiesta de cumpleaños de la tía Iris!


Pero a David le usurparon el puesto de la noche a la mañana. Escuché mi primer disco de Barry Manilow cuando tenía quince años, o sea, hace veintiuno. Lo oí en Radio Uno (sí, solían ponerlo en Radio Uno) y lo compré al día siguiente. Abandoné a David de la noche a la mañana. Tenía un cutis horrible.

En cuanto llegué a casa con el disco, corrí hasta mi cuarto arrancando la tapa por el camino para no perder ni un minuto. Cerré las cortinas, encendí una vela blanca y barata que había birlado del armario de emergencia de mamá (medio preparado ya para un posible holocausto prenuclear), coloqué cuidadosamente la aguja sobre el primer surco y volé a otro lugar.

Lo sé, lo sé. Pero tenía quince años, ¿vale?

Quince. A esa edad, encerrada en la inutilidad de mi irremediable existencia, alcancé cierta conciencia de mí misma. Todavía no había tenido novio. Nadie me había besado aún. Mi vida carecía de sentido. Era absurdo intentar inyectarme objetividad porque los adolescentes no conciben otros puntos de vista. Cada uno ocupa el centro de su universo unidimensional.

A partir de ese momento sólo existíamos Barry y yo. Él me entendía. Sus canciones, carentes, por suerte, de alusiones sexuales espeluznantes, pero llenas de patetismo, aliviaban mi aislamiento. Cantaba cosas que no cantaban otros cantantes. Hablaba de la aceptación valerosa del abandono, el orgullo de sobrevivir, la generosidad del amor desinteresado. Es cierto que también hablaba de Lola, una corista, pero si no lo hubiera hecho nos habríamos cortado las venas.

Naturalmente nunca estuvo de moda, y eso me gustaba. (Todavía me gusta.) A los quince años yo era una chica lista y regordeta y no tenía hermanos. Dentro de los círculos de amigas, eso era la muerte social. En otras palabras, había nacido para ser una admiradora de Barry Manilow. Justo en el momento en que buscaba mi voz, mi estilo y mi dirección, lo descubrí a Él. En fin, podría haber descubierto las drogas, o la religión, de modo que mis padres me dejaban tranquila.

Sin embargo, no se trataba de una fase pasajera. Las semillas de mi único compromiso para toda la vida quedaron sembradas esa primera vez que escuché Trying to Get the Feeling. Lo mejor de Barry era que no hablaba únicamente del amor no correspondido o de la falta de amor. Sus canciones también hablaban del amor que se enfrentaba a un camino escabroso, que fracasaba, que dejaba cicatrices y exigía actos de generosidad realmente heroicos para resolverlo. Satisfacía mi deseo de complicaciones. Para una adolescente que leía Albert Camus y Barbara Cartland alternadamente, el hecho de que la vida pudiera ser suave como una brisa era no sólo inconcebible, sino indeseable.

Incluso el día que experimenté por fin el amor adulto que soñara de adolescente me descubrí mirando atrás, ansiando ese dolor quedo de los quince años. Porque cuando maduré, me di cuenta de que el dolor imaginado era mucho más soportable que el dolor real. Y ahora mismo añoro los tiempos en que mi preocupación más profunda era no llegar a probar nunca la dicha de desayunar en el Wimpy Bar de la mano de un chico.

Y quienes crecimos con Barry nos hemos convertido en un club, en una red de hermanas que ha sobrevivido a las mujeres de Greenham Common. Asistí a mi primer concierto a los dieciocho años. Entonces éramos más mansas y reflexivas que ahora. Tarareábamos las canciones en voz baja para no parecer groseras o desagradecidas ahogando la voz de Barry con nuestros gritos desafinados.

Pero la cosa fue a más. Una noche nos sumamos a las canciones. Y a él pareció gustarle. No recuerdo cuándo empezaron a mecer velas. Yo, naturalmente, nunca mecía velas. No soy una mecedora de velas. Ni una gritona. Tampoco soy propensa a dar palmas. Me limito a tamborilearme la pierna con un dedo tenso, confiando en que nadie repare en mí y haga que me expulsen por incumplir mi deber de divertirme conspicuamente. Y cuando Barry canta Can't Smile Without You y todas sostienen pancartas donde le piden que las suba al escenario para hacer un dúo, yo me encojo en mi asiento y sonrío con nerviosismo. Preferiría beber Fairy a tener delante un micrófono.

Con todo, envidio el don de la espontaneidad, la desinhibición de que hacen gala las demás admiradoras. Me encantaría alargar los brazos, mecer una vela y cantar a grito pelado. Me encantaría gritar «Elígeme!», pero no lo hago. No puedo.

Hace diecisiete años que acudo a los conciertos de Barry y siempre tengo la sensación de que vuelvo a casa. Las que estamos en el ajo gozamos de prioridad en la reserva de entradas y siempre nos sentamos cerca del escenario. Nos vemos y nos saludamos como si fuéramos viejas amigas pese a ignorar nuestros nombres. Y yo confío en no tener nada más en común con ellas si alguna vez coincidimos fuera de este mundo cerrado. Lo único que nos une es este punto de constancia y continuidad en nuestras vidas.

Pero las cosas cambian. Hoy día ya no mecen velas, sino varillas de fibra óptica fluorescente que los vendedores ambulantes ofrecen en la entrada. Hoy día llevan unos broches brillantes con la palabra Barry. Beben vino blanco en tazas de plástico. Y se hacen mayores. Todas nos hacemos mayores.

Ahora mismo estoy luchando por encontrar mi propio equilibrio y busco algo que me estabilice. Recuerdo un concierto de hace once años. Al llegar el intermedio me puse a observar al público, intrigada por el reducido número de asistentes varones. Algunos eran admiradores genuinos y no se relacionaban con nadie. Otros parecían aturdidos, como si se hubieran equivocado de lugar. Siempre hay algunos de esos. Y luego estaban los demás.

Habían venido a apoyar a sus compañeras, todas ellas seguidoras acérrimas de Barry. Los hombres tenían cara de desconcierto y sostenían abrigos y bolsos mientras sus esposas hacían cola en los lavabos. Durante el concierto, observaban y trataban de hacer lo correcto. Se levantaban cuando todas se levantaban para no resultar groseros, aplaudían y reían en los momentos adecuados y reprimían los bostezos.

Con todo, lo que más me impresionó fue que las mujeres se volvían sonrientes hacia sus compañeros en los momentos de mayor placer y éstos les devolvían la sonrisa en un gesto de amor, de deseo de compartir y de mutua incomprensión. No tenían la menor idea de por qué ese cantante menudo y extraño hacía tan felices a sus mujeres, pero así era. Esos hombres obtenían placer viéndolas disfrutar de ese modo. Y las mujeres obtenían el placer extra de tener a alguien con quien compartir esa experiencia, alguien que les pertenecía por completo.

Cuando, finalizado el concierto, les vi partir cogidos de la mano, me dije que yo quería un hombre así. No necesitaba que me comprendiese, eso era pedir lo imposible, sólo que me hiciera compañía, que quisiera verme sonreír aunque él no entendiera el motivo.

Y cuando conocí a Rob, encontré a ese hombre. Fue idea de él acompañarme al siguiente concierto. Yo temía que llegara el día porque sabía que la música de Barry le parecía sensiblera y empalagosa. Pero fue una noche mágica. Rob me compró nueces del Brasil cubiertas de chocolate y un programa absurdo que costaba diez libras.

Durante el concierto me pregunté si las demás mujeres me estaban observando, si se habían percatado de que yo había ingresado en una nueva categoría y conseguido uno de esos hombres excepcionales que encajan holgadamente en nuestros sueños. Aunque yo estaba concentrada en mi sueño, notaba que los ojos de Rob me sonreían cada vez que yo sonreía. Cuando todo el mundo daba palmas y yo me daba golpecitos en la pierna, él se echaba a reír y me propinaba codazos hasta que me unía a las demás. Y cuando nos levantábamos y nos mecíamos al ritmo de Could It Be Magic, él se mecía conmigo. Por desgracia, fuimos incapaces de sincronizar nuestros cuerpos y nos pasamos la canción entera procurando evitar que nuestras caderas chocaran. Han pasado diez años y Rob todavía no ha pillado el ritmo. Pero sigue acompañándome. Y sigue intentando ajustar su ritmo al mío.

Fue esa noche, durante ese primer concierto, cuando supe que le amaba. No gruñas ni digas que es patético porque apuesto a que tu caso no es menos curioso. ¿Cuándo comprendiste por primera vez que amabas a alguien? ¿Cuándo la luz del crepúsculo se posó sobre sus cejas delante del Taj Mahal? ¿Cuándo cruzó a nado el Zambeze para traerte una gardenia? Por supuesto que no. Fue cuando se rio de los chistes de tu padre o colocó tu pijama sobre el radiador para calentarlo. Fue algo así, lo sé. Algo que tuvo importancia para ti. Así funciona el amor de verdad.

Yo amo a Rob. Eso lo sé. Tengo un hombre que vale la pena conservar. Pero en las profundidades de mi ser siento que se aleja de mí. Es aterrador. Pero quizá sea más aterradora la sensación de que yo me estoy alejando de él. Y voy hacia Simon.

Soy una mujer estúpida, infantil, obsesiva, tonta y más que tonta que está perdiendo el rumbo por negarse a cambiar. Intento retener a Rob encadenándonos a nuestro pasado. Lanzo miradas de soslayo a Simon, me acerco, me alejo, me acerco, me alejo. No sigo un plan, simplemente voy a la deriva. El futuro, Karen, nos impulsa hacia adelante y ya no puedo resistirme. Tengo que ir hacia adelante si quiero luchar por cualquiera que sea el lugar que decida ocupar.

Las viejas canciones son geniales pero me oprimen, me retienen. Es hora de aprender nuevas canciones, canciones cuyo ritmo conozcamos los dos. No canciones de amor sino de combate.


14


La decisión de cambiar de forma radical mi visión de la vida concluyó con una inmersión maratoniana en mi colección de discos antiguos, que es como acaban todos mis intentos de liberarme del pasado. Dime que no soy la única. Desenterré el viejo tocadiscos del desván y escuché todos mis sencillos rayados con el volumen a tope.


Claire y Jude juraron que no volverían a hacer trastadas si yo prometía no volver a poner mis discos de Barry Manilow cuando ellas estuvieran cerca. Ojalá hubiera sabido antes que la terapia de la aversión era un método tan eficaz. Eso echa por tierra el enfoque educativo de Rob basado en la recompensa. ¡Ja!

Acto seguido deshice mi gran logro dándoles dinero para el cine. Claire y Jude lamentaron no haber conseguido antes una expulsión y no hay duda de que en el futuro criticarán mis gustos musicales cada vez que se les presente la oportunidad a la espera de recibir algún premio. Y es muy probable que también lo intenten con su padre. Dado mi actual estado vengativo, me muero por ver cómo Rob se esfuerza por comprender por qué sus bien entrenadas hijas esperan una palmadita en la cabeza, menospreciar sus queridos discos.

Hubo un instante violento. Al principio Jude y Claire se resistían a salir.

–Queremos estar en casa cuando llegue papá -dijo Claire.

Claire, que había invertido tanto esfuerzo en el regalo sorpresa de su padre. Tosí ligeramente.

–La persona que telefoneó hace un rato era vuestro padre. No volverá hoy.

Claire y Jude soltaron un gemido. De repente me recordaron a las niñas desamparadas que había conocido diez años atrás. Jude apenas podía reprimir las lágrimas.

–¿Por qué no? ¡Nos lo prometió!

–Le ha surgido un imprevisto. Se quedará en Estados Unidos unos días más. Os lo contará todo el próximo fin de semana, cuando regrese. Vuestro padre lo siente mucho. – Pero no lo bastante.

Sé que me estoy comportando como una cobarde, pero no seré yo quien les cuente dónde está su padre. Se lo dejé bien claro a Rob antes de colgarle el teléfono en las narices. No le expliqué por qué estaba tan enojada. Que piense que tengo celos de Karen, me trae sin cuidado. Pronto se dará cuenta de lo que ha hecho. Y que tan devastador palo contra sus hijas no haya sido intencionado no significa que sea disculpable. Si Karen hubiese hablado de antemano con alguna de nosotras, esto no habría ocurrido. Pero está claro que sigue su propia agenda, aunque, ahora mismo, es lo que menos me preocupa.

Me dolió ver a las chicas marcharse de casa tan cabizbajas, pero necesitaba tiempo para pensar. Por el bien de todos. No obstante, sólo disponía de media hora antes de recoger a las otras dos. Había llegado el momento de pedir un favor. No tenía elección. Tenía que llamar a Andrea.

–¿Diga? – Su voz sonó suspicaz y cansada. Debí de telefonearla antes, córcholis.

Me torné en un rayito de sol con la esperanza de que una voz alegre le levantara el ánimo.

–Hola, soy yo.

–Ah, hola. – Ahora su voz sonaba resentida. Me va a tocar a mí salvar esto, ya lo veo-. ¿Qué tal estás? – me pregunta sin verdadero interés.

–Bien -respondo, fingiendo que no sé que le trae sin cuidado.

–Me alegro -dice, consciente de que estoy fingiendo que no sé que le trae sin cuidado.

Esto es absurdo.

–Maldita sea, Ange, esto es absurdo. Ni siquiera sé por qué no nos hablamos. Pero dado que todo lo demás es culpa mía, daré por sentado que esto también, de modo que perdona por lo que te haya hecho. Y ahora, por favor, cuéntame cómo va todo.

Andrea no se dejó ablandar fácilmente. Menuda cara tiene, me dije, pues sigo sin creer que sea yo la equivocada. Aunque, en realidad, ¿qué demonios sé yo? Sólo sé que ahora mismo necesito una amiga y si eso significa tragarme el orgullo y dejar que Andrea juegue a las adivinanzas, adelante.

Así pues, la engatusé y Andrea sollozó y gruñó hasta que se le acabaron las razones para seguir castigándome.

–Maldita sea, Lorn, te he echado tanto de menos. No tenía a nadie con quien hablar.

–¿Ni siquiera Joe? – No pude reprimirme. Ojalá me hubiera esforzado más.

–Si has llamado para seguir dándole al tema, pierdes el tiempo -espetó Andrea.

–Lo siento, Ange, lo siento de veras. Sólo quería saber cómo están las cosas. Ya me entiendes.

Me entendía.

–Quieres saber si aún veo a Joe y qué sabe Phil.

Es exactamente lo que quiero saber.

–No, quiero saber cómo estás tú. Y Dan. Cómo lo lleváis. Si no quieres hablar de Joe, lo comprenderé.

Andrea se echó a reír.

–Echaba de menos tu incapacidad para mentir. Es una de tus cualidades más entrañables. – Teniendo en cuenta mi última argucia, queda demostrado que me conoce menos de lo que ambas creíamos-. Voy a sacarte de tu sufrimiento. – De repente, dejo de reír-. No veo a Joe desde el miércoles pasado. Hemos hablado por teléfono, pero se mantiene distante. Me contó lo ocurrido en el despacho del director.

–Fue horrible, Ange.

–¿Cómo estaba ella?

–Destrozada, tan afectada que pensé que iba a empezar a arrojar sillas. Sólo se calmó cuando mencioné a Elliott y luego…

–Perdona, ¿estás hablando de Phillippa?

Su interrupción me desconcertó.

–Claro. ¿Por qué? ¿De quién crees…?

De pronto caí. Andrea quería que le hablara de Tara Brownlow. No tenía el más mínimo interés por saber cómo llevaba su mejor amiga el hecho de que su mundo se estuviera desmoronando. Si Andrea sentía realmente algún remordimiento por destrozar el matrimonio de su amiga, no era tan fuerte como el deseo de saberlo todo sobre su rival. No la reconocía. Cuando Angie tomó la decisión de engañar a Phillippa, no sólo dañó nuestra relación, y el concepto general de la amistad, sino que empezó a vivir de acuerdo con normas que me dejaban perpleja. Era como una gangrena que invadía insidiosamente cuanto antes estaba sano.

No sólo no le inquietaban ya las consecuencias de lo que había hecho, sino que tenía la osadía de indignarse por la infidelidad de Dan. No se le ocurría que ambos estados eran incompatibles. En su opinión, ella era la agraviada, la despreciada, la que defendía su nido contra la invasión. Tenía derecho a hacer cuanto fuera necesario para proteger su hogar. Ignoro qué razonamiento perverso la llevó a creer que eso justificaba comenzar una aventura con Joe.

Andrea intuyó que se había pasado de la raya.

–Debes de pensar que soy una persona horrible -dijo rápidamente-. No es que Phil no me importe, sino que no puedo permitirme pensar en ella. Sólo Joe hace que la situación con Dan me resulte soportable. Si tuviera que renunciar a él, no me quedaría nadie.

–Con eso me estás diciendo que te aferras a Joe por si Dan se va para siempre.

Supe, por su voz, que mi observación le desagradaba.

–Haces que parezca una manipuladora. No es eso. Yo… siento algo por Joe, pero, por otra parte, no quiero renunciar a mi matrimonio mientras exista la posibilidad de salvarlo.

–De modo que se trata de una apuesta compensatoria -resumí con incredulidad.

No era la clase de pasión que esperaba de la mujer que había visto once veces Truly Madly Deeply. La conversación no iba bien. Había telefoneado a Andrea, principalmente, para que llevara a Phoebe y Ali a la clase de piano porque se hallaba en una zona de Streatham dejada de la mano de Dios, adonde no llegaba el autobús. Tenía que ser amable con ella y no me apetecía.

–Has vuelto a hacerlo -respondió.

–¿Qué?

–Juzgarme. Y no estás en condiciones de hacerlo.

–¿Qué quieres decir con eso?

–Olvídalo -respondió Andrea, como si hubiese lamentado abrir esa puerta.

–No quiero olvidarlo.

Andrea suspiró.

–Phil y yo te vimos ayer caminar por la calle con un hombre muy atractivo. Ibais muy juntitos.

–¿Tú y Phil salisteis juntas? – pregunté, tratando de ganar tiempo para no parecer defensiva.

¿De qué debía defenderme? No había hecho nada malo. No me imaginaba el News of the World imprimiendo en primera página: Escándalo: novia de entrenador canino acaricia la mano de un colega. Pero no quería discutirlo con ella. Quiero decir que sí quería, claro que quería, pero no podía. Me había colocado en un pedestal de moralidad al condenar a Andrea y ya no tenía derecho a declararme hostigada por una situación igualmente dudosa. Nota personal: en el futuro mantén la bocaza cerrada en lo referente a las decisiones éticas de tus amigos, incluso cuando sepas que tienes razón; no posees amistades suficientes para arriesgarte a perderlas. Además, parecerás una hipócrita el día que te toque dar un paso en falso.

La distracción funcionó. Andrea se puso nerviosa.

–No tuve más remedio. Se pasaba el día llamándome y dejándome mensajes en el contestador. Habría resultado más sospechoso no quedar con ella. Sigo siendo su mejor amiga.

No lo digas, Lorna. Has conseguido apartarla del tema de Simon. Mantente fría.

–¿Y cómo está? ¿Qué ocurre con ella y Joe?

Esto es demasiado raro para expresarlo con palabras. Tengo que trazar una línea de separación entre Andrea y Joe cuando hablo de Phillippa, y una línea entre Phil y Joe cuando hablo de Andrea. Quién sabe dónde termina el drama y dónde comienza la realidad. Pero al menos ahora sé por qué Andrea no me había preguntado por Phil. Ya se habían visto. Eso la redime y a mí me hace sentir mucho mejor.

–No está muy bien. Joe sólo podía convencerla de que no tenía un lío con Tara Brownlow contándole que era Dan quien lo tenía. Le insiste en que no tiene ninguna aventura de ningún tipo, que tantas escabullidas eran para hablar con Dan y que Dan le hizo jurar que le guardaría el secreto porque sabía que Phil y yo éramos amigas.

Buf. Está a un pequeño paso de «la bolita con el veneno está en el cáliz de palacio mientras que el cuenco con el mortero contiene el brebaje verdadero». ¿Cómo controla Andrea el catálogo de pequeños y grandes engaños que han marcado su aventura? Yo ya tengo problemas con mis diminutas omisiones, las cuales ni siquiera cuentan puesto que no he hecho nada malo.

–¿Y Phil se lo ha tragado?

–Creo que no -respondió tristemente Andrea-. Quiere creerlo, pero el instinto le dice que Joe miente. – Me alegro-. Pero no fue por eso por lo que insistió en verme. Quería consolarme por lo de Dan y Tara, darme apoyo y un hombro donde llorar. Quitó hierro a sus sospechas sobre Joe porque pensaba que mis problemas eran más graves. ¿Cómo crees que me sentí? Peor de lo que parece, supongo.

–¿Qué le dijiste?

–Fue horrible, Lorn, apenas podía mirarla a los ojos. Pero debo reconocer que agradecía tener a alguien con quien hablar sobre la infidelidad de Dan. Sé que no me creerás, pero me duele su historia con Tara. Y no olvides que Dan fue el primero en ser infiel. Y sí, eso cambia las cosas.

Ojalá Dan no hubiera sido infiel… Ojalá Karen no hubiese llamado… Ojalá Phillippa no hubiera estado en el gimnasio…

–Con eso no quiero decir que no llevemos mucho tiempo siendo infelices, pero no tenía previsto hacer nada al respecto. Pensaba que si aguantábamos, las cosas se arreglarían por sí solas o por lo menos podríamos soportar la situación hasta que Isabelle terminara el colegio para evitar que nuestros problemas la perturbaran.

–¿Pero? – dije, deseosa realmente de comprender cómo había ocurrido ahora que ya habíamos dejado de fingir que sucedió «por casualidad».

–Pero era demasiado duro, Lorn. Estaba sola. Sabía que Dan estaba con ella. Isabelle no me necesitaba. Casi no la veo con esa vida tan activa que tiene. Ya sabes de qué hablo. – Lo sé-. También reconozco que no debí elegir a Joe, pero no puede decirse que tenga un gran círculo de conocidos donde escoger a un hombre que me ayude a pasar el mal trago. ¿Dónde podemos conocer a otros hombres las mamás casadas como nosotras? – Su voz adquirió un deje malicioso-. Ahora que lo pienso, hubiera debido preguntártelo a ti.

Glup, vuelve al ataque.

–Estás meando fuera del tiesto. Se trata de un estudiante al que estoy ayudando en un proyecto. No hay nada entre nosotros.

–¿Significa eso que Rob lo sabe todo de él? – preguntó Andrea. Muy astuta, Angie. Vas mejorando.

–No exactamente, pero sólo porque no hay nada que saber. Hablo poco de mis estudiantes. Y estas últimas semanas hemos tenido asuntos más importantes en la cabeza, por si lo has olvidado.

–Si tú lo dices.

No me creyó y no podía reprochárselo. Yo tampoco me creo. Se produjo un breve silencio y decidí que no iba a ser yo quien lo rompiera. Gané.

–Vale, está claro que no piensas hablarme de él. Muy bien, pero no lo olvidaré. ¿Por dónde iba?

–Tú y Phil -le recordé, aliviada por haber retrasado el inevitable interrogatorio.

–Ah, sí. Bueno, en realidad eso era todo. Me sentí fatal. Phil me consoló por lo de Dan, me dijo que esa Tara Brownlow era una zorra y que esperaba que Dan pillara una infección. Y de tanto en tanto dejaba caer algo sobre Joe, deseosa de que yo le asegurara que sus sospechas eran infundadas, que todas las excusas de Joe tenían sentido.

–¿Y lo hiciste? – pregunté.

–Creo que sí, aunque sólo Dios sabe cómo.

–Hiciste bien, Ange. Phil necesita protección hasta que puedas decidir qué va a ocurrir a largo plazo. No quiero echarte la culpa, de veras, pero en todo esto ella es la auténtica víctima.

Andrea tragó saliva.

–Yo también quiero que me protejan. No quiero divorciarme. No quiero que todo cambie. Quiero que todo vuelva a ser como cuando Isabelle era pequeña. En aquellos tiempos éramos muy felices.

Entonces se me encendió una lucecita. Acababa de resolver uno de los misterios de la vida. Ahora sabía por qué el tiempo nunca retrocede, por qué Dios, quienquiera que sea, nunca retrasa los relojes. Porque cada individuo retrocedería hasta un momento en el tiempo totalmente diferente del de los demás. Seguramente no existe un solo segundo en la historia de la humanidad en que más de una persona haya experimentado la felicidad absoluta. Cada vez que nace un bebé, alguien muere en otro lugar. Por cada beso hay una bofetada y por cada momento ilícito de placer hay alguien que sufre un engaño. No existe un momento óptimo común al que retroceder. Así pues, el tiempo avanza lentamente mientras todos caminamos a trompicones en busca de otro momento precioso al que agarrarnos. Eso no significa que no resulte reconfortante contemplar el pasado, soñar y desear.

–Deberías sacar todos tus discos viejos -dije.

–¿Qué dices?

–No importa. ¿Y a qué os dedicáis todos?

Por «todos» me refería a Andrea, Dan, Phil, Joe y Tara, el pivote.

Andrea comprendió adónde quería ir a parar. Respiró hondo.

–Phil y Joe tratan de actuar con normalidad, Dan y yo dormimos en habitaciones separadas pero Isabelle no lo sabe. Dan ni siquiera se molesta en buscar una excusa cuando se va a verla, y Joe y yo, en fin, tratamos de ser discretos. Casi podía oír cómo peleaba al sentir que le quitaban la manta de debajo del cuerpo.

Recordé algo.

–¿No dijiste que Dan había descubierto lo tuyo con Joe? ¿Ha hecho algo al respecto?

–Conseguí detenerle para que no armara un escándalo. Le dije que pensara en Phillippa y eso lo frenó.

–Me parece muy elogiable por su parte -opiné.

Andrea soltó un bufido.

–¿Eso crees?

–¿Por qué lo dices? – pregunté.

–Piensa, Lorn.

Pensé. No llegué a ninguna conclusión. Aunque había sido Dan quien había iniciado la cadena de acontecimientos al embarcarse en una aventura con la profesora de su hija, comprendía que lo de Andrea y Joe le enfureciera. Todos conocíamos el profundo resentimiento que sentía Dan por la educación privilegiada de Joe. Probablemente había interpretado la elección de Andrea como una alusión dirigida a él. Además, también él había sido traicionado y, lo que es peor, por alguien de su reducido círculo de amigos. Habría sido del todo comprensible -cruel, pero comprensible- que hubiera ido directo a casa de los Jackson para enfrentarse a Joe delante de su esposa e hijos.

Pero no lo hizo. Y sí, creo que era elogiable. Andrea se impacientó.

–Piensa en Phillippa, Lorn.

–Lo estoy haciendo. ¿Adónde quieres llegar?

–¿A quién te recuerda?

Entonces caí en la cuenta. Tara Brownlow y Phillippa. Eran prácticamente idénticas en todo, hasta en sus capas de pelo de camello. No puedo creer que no lo hubiera apreciado antes. Había hecho la conexión, observado las similitudes entre ambas, pero no había captado la importancia que eso tenía en el hecho de que Dan hubiera elegido a Tara Brownlow. Andrea estaba totalmente en lo cierto.

–Andrea, estás equivocada, totalmente equivocada.

–De eso nada, y tu voz me dice que estás de acuerdo conmigo. A Dan siempre le ha gustado Phil y por eso se ha buscado a alguien como ella.

No me quedaba energía para discutir ese punto. La idea era casi incestuosa y me molestaba. ¿Por qué no acudían todos a las fiestas de intercambio de parejas de Yorkshire, expulsaban de sus respectivos organismos lo que hiciera falta y regresaban con la dinámica de nuestro círculo intacta? ¿Estoy siendo poco razonable? No me lo parece.

–Aunque tuvieras razón…

–¡Ajá! ¿Lo ves? ¡Tengo razón! ¡Estás de acuerdo conmigo!

–… aunque tuvieras razón, por lo menos no hizo nada. Respetó lo bastante tu amistad con Phil para no hacer nada.

–No como Joe y yo, quieres decir.

Otra vez la jaqueca, como un cazador furtivo negándose a cumplir la sanción adoptada contra él. A estas alturas debería tener suficientes analgésicos dentro del cuerpo para paralizar todas mis terminaciones nerviosas, y sin embargo el dolor vuelve. Tranquila, tranquila, tranquila.

–Nos estamos perdiendo en detalles, Ange. Oye, siento interrumpirte pero ¿podrías hacerme un gran favor? – Por favor, no digas que no.

–Supongo que sí -murmuró con despecho.

Puedes murmurar con todo el despecho que te apetezca, Ange. Tengo cuatro hijas y soy la Campeona Suprema en ignorar actitudes despechadas. Si no me rechazas claramente, lo interpretaré como una aceptación.

–Sé que me toca a mí llevar a las niñas a piano, pero me ha salido algo urgente. ¿Puedes hacerlo tú? Sólo por esta vez.

Un enorme suspiro despechado digno de Jude (Reina Incontestable del Suspiro Despechado).

–De acuerdo. – Luego le pudo la curiosidad-. ¿Qué es eso tan urgente?


Si he descrito el contenido completo de nuestra conversación, es para que te hagas una idea clara de la hostilidad de Andrea. Para que percibas lo mucho que me preocupaba que la relación con mis amigas no estuviera cerca de resolverse. Para que comprendas por qué no me hacía gracia confiar mis últimos problemas a Andrea. Para que veas que Phillippa estaba demasiado angustiada para que yo la molestara. Para que entiendas al instante por qué tenía que cambiar mis planes a fin de poder estar sola y reflexionar. Para que te solidarices con mi necesidad urgente de compartir mis problemas con alguien ajeno al círculo. Para que no me juzgues por ir a ver a Simon. O por lo que ocurrió cuando llegué a su casa. No fue culpa mía. Ocurrió por casualidad.


15


–Perdona.


–No, perdóname tú a mí.

–No tengo nada que perdonarte. No ha ocurrido nada.

–Si eso fuera cierto, no habrías pedido perdón, y tú lo dijiste primero.

Tenía razón. Dejé de disculparme y también él. Entonces volvimos a la tremenda turbación en la que nos hallábamos cuando empezamos a disculparnos.

Debo decir que no hubo despojamiento de ropas, aunque faltó poco. Probablemente éramos culpables de llegar hasta donde llegaron Claire y Elliott Jackson en el armario del gimnasio, ni más cerca ni más lejos, y debo decir en mi defensa que fui yo quien evitó que la cosa fuera a más. No necesité la intervención de la señorita Brownlow para frenar mis excesos. Fui capaz de controlarme.

¿A quién pretendo engañar? Paramos -yo paré- porque tenía un miedo atroz. Miedo de que me hicieran daño. Miedo de que me pillaran. Miedo a las consecuencias. Miedo a adentrarme en un camino sin señalizaciones por el que no supiera regresar.

Y sí, ocurrió «por casualidad». Puedo demostrarlo. Puedo demostrar que fui al piso de Simon sin intención de atraerle hasta el armario del gimnasio. Mírame. Llevo mallas. ¿Lo ves? Caso cerrado. Ahora lo comprendes. Cualquier mujer lo comprendería de inmediato.

–Te has cambiado. ¿Qué demonios llevas puesto? – Simon me miró de arriba abajo con regocijo.

–¿De qué estás hablando?

Contemplé mi indumentaria. No vi nada extraordinario. O, mejor dicho, nada extraordinario para una mujer que tenía previsto pasar la tarde realizando tareas domésticas y recogiendo a sus hijas de la escuela. Después de comer con Simon volví a casa, me quité la falda y mi mejor suéter y me puse unas mallas y un jersey viejo de Rob.

He aquí una pregunta. Bueno, en realidad dos. No, tres. ¿Cuándo compraste tus últimas mallas? ¿Dónde las compraste? ¿En qué estabas pensando? No puedes responder a ninguna de las tres, ¿verdad? Eso es porque no las compraste tú, porque las mallas llegan a todos los roperos a través de una osmosis sobrenatural que los mortales no podemos comprender.

Pongamos por ejemplo las azul marino, mis favoritas. Es imposible que yo hubiera comprado eso. Creo que el hada de las Mallas las dejó un día en mi secadora con las rodillas ya dadas, las ingles descosidas y una licra que el cielo de los elásticos llevaba tiempo reclamando. Yo jamás las habría elegido. Ninguna mujer sensata y con un mínimo de autoestima habría elegido conscientemente una prenda diseñada para resaltar sus defectos y ocultar sus virtudes.

Todo el mundo está de acuerdo en que a nadie le favorecen las mallas. Hacen que una mujer de piernas perfectas parezca estevada y que una mujer normal y corriente parezca mastodóntica. Y si eres una mujer voluminosa que crees que la tela ajustada te adelgaza, te propongo algo: date un paseo por delante de una obra y veremos qué opinan los peones.

No me cabe la menor duda de que existe un precedente legal en algún lugar del sistema que decreta que llevar mallas es prueba concluyente de inocencia en un delito de pasión. Como debe ser.

Pero antes de que destines tu vergonzosa y raída colección de mallas al contenedor de una calle donde nadie te conoce, deja que te diga algo. Las mallas tienen una aplicación única en la búsqueda del verdadero amor. Puede que incluso acabe patentándola.

Quizá hayas tenido la suerte de que tu compañero te regalara un deportivo descapotable o un riñón como prueba de su amor ilimitado e incondicional. Pero para las demás mujeres existe una prueba algo más práctica y de incalculable valor. Sin coste alguno, te revelo que si-de-verdad-te-quiere-te-encontrará-atractiva-cuando-te-vea-con-unas-mallas-viejas.

Algunas de nosotras podemos transformarnos en algo pasable si dedicamos seis horas a acicalarnos. Al principio de una relación lo utilizamos todo: tratamiento facial, cera depilatoria, hilo dental, elixir, pinzas para los pelos de la nariz, extracción de las cutícula de los pies, exfoliación corporal, crema anticelulítica, esa falda negra que te aplana el trasero, secador hasta desafiar todas las leyes físicas y maquillaje aplicado con una precisión digna de un cirujano a corazón abierto. Él se rinde a tus pies. Naturalmente.

Seis meses después tienes un plumero en las axilas y duermes con una camiseta de Ibiza 79.

Si sigue a tu lado, es el momento de dar el paso decisivo. Tienes que averiguar si la razón por la que sigue ahí es porque no puede soportar la idea de volver a los pasteles de riñón individuales en el microondas o porque te quiere. Le has llevado hasta el límite posible previo a ofrecerle huevos revueltos con tu placenta y todavía no te ha dejado, sin embargo no puedes evitar preguntarte qué ocurriría si quedaras lisiada por un accidente de windsurf o engordaras cincuenta kilos.

Pero ya no necesitas mutilarte para comprobar su grado de resistencia estética. Haz acopio de valor, respira hondo y ponte esa horrible cosa que guardas en el fondo del cajón de los calcetines, esas mallas tan deformadas que han perdido todo parecido con lo que cualquier especialista en ortopedia de este sistema solar llamaría pierna.

Cuando vuelvas a ver a tu pareja, camina con indiferencia, como si nada ocurriera. Puedes taparte con un abrigo para aumentar la sensación de sorpresa cuando te lo quites y tu culo espantoso se filtre en la médula de su ser. Si no huye de tu vida dando alaridos, tienes una apuesta segura.

–¿Qué demonios llevas puesto?

Fue el tono con que lo dijo, divertido en lugar de aprensivo, lo que me confirmó algo que ya sabía, que en Simon no había trampa ni cartón. Como tampoco la había, la hay, en Rob, me apresuré a recordarme.

Me senté rápidamente y tiré de mi jersey hasta las rodillas para ocultar mi vergüenza.

–Lo siento, no tuve tiempo de cambiarme -murmuré.

Simon intentó ocultar su regocijo sin conseguirlo.

–No quiero parecer grosero, pero ¿te miraste al espejo cuando te pusiste eso?

Ya había oído suficiente. Me levanté de un salto.

–Para que lo sepas, esta ropa es casi obligatoria en una madre. Si vistes así, no importa que no tengas estrías porque tu identidad maternal está garantizada. Los genealogistas no necesitan ir a la biblioteca para indagar en el parentesco de la gente, sólo tienen que examinar las manchas de la ropa de la matriarca. Cada prenda contiene la historia de la familia que alimentó. Mira. – Señalo una mancha borrosa en la rodilla-. Aquí fue donde Phoebe vomitó a los seis años después de comer remolacha y yo intenté limpiarlo con Jif. ¿Y ésta de aquí? – Le enseño un torpe remiendo en mi redondeado trasero-. Aquí fue donde me caí un año después bailando el hokey-cokey en el jardín.

–Y eras tan pobre que no podías permitirte otros pantalones.

Bendito seas por tener la delicadeza de llamar a esto pantalones. Debe de ser amor.

–¡Las mallas no se reemplazan! Sería como abandonar al perro de la familia porque está cubierto de barro. Esta ropa es un testimonio de años de sacrificio en el altar de la maternidad.

Ahora reíamos los dos. Era bueno volver a reír. Y no creía estar haciendo algo malo por hallarme aquí vestida de ese modo.

–¿Té o café? – preguntó Simon, haciéndome señas para que le siguiera hasta la cocina.

–Té, por favor -respondí, intrigada por averiguar si lo preparaba con o sin tendencias neuróticas.

Me senté frente a la barra del desayuno al tiempo que me preguntaba por qué me sentía tan relajada en la cocina de este hombre. No había estado en la cocina de un hombre desde que conocí a Rob. E incluso entonces no era su cocina, sino de Karen. Pero esta cocina era, sin duda alguna, de Simon. Observé las yuxtaposiciones incongruentes de Coco Pops y cafetera de diseño, wok eléctrico y moldes para polos de Sunny Delight, facturas de American Express Oro sujetas al frigorífico con imanes de los Teletubbies.

Me descubrió haciendo inventario y enarcó una ceja.

–Me has pillado desprevenido. Si llego a saber que venías, habría reordenado las cosas para dar una imagen más sofisticada de mi estilo de vida.

–Mentira -repuse.

–Tienes razón, no lo habría hecho. Eres muy lista.

Lo medité.

–No tan lista. Tú no ocultas tu verdadero ser como hace la mayoría de la gente que conozco. Lo que veo es lo que hay. ¿No te gusta ser así?

Simon dejó caer una bolsa de té en cada taza. Me tranquilizó que lo hiciera con tanta naturalidad. Eso significaba que estaba cómodo. Yo también.

–Nunca me he parado a pensarlo. Para serte sincero, simplifica mucho la vida. Siempre he deseado que mi vida fuera sencilla, sin complicaciones, sin estrés, sin ninguno de los síndromes de los que todo el mundo parece jactarse, como si sus vidas sólo tuvieran sentido cuando ya no son capaces de manejarla.

–Creo que eres un poco duro. La mayoría de nosotros deseamos lo mismo que tú, pero a veces los acontecimientos nos empujan en una dirección que no queremos y no nos queda más remedio que afrontar lo que nos echan.

Simon parecía dudarlo.

–¿Me estás diciendo que nunca vaticinaste tus problemas actuales? Tenías que saber que te esperarían tiempos movidos si te ibas a vivir con un hombre y sus cuatro hijas pequeñas. Y más aún con la amenaza constante de que la esposa volviera en el momento más inoportuno.

Me sentí atacada.

–Por supuesto que sabía que no iba a ser fácil, pero las personas no podemos decidir a quién amar.

No puedo creer que esté hablando de amor. Era algo que sólo había hecho con Rob, en momentos sensibleros muy concretos, y en nuestra primera época.

Simon me miró directamente a los ojos.

–Claro que podemos. Puedes decidir a quién amar y a quién no amar. No estoy diciendo que sea fácil pero es fundamental para la supervivencia.

¿De qué está hablando? Probablemente está pensando en una clase de amor muy diferente. No puede estar refiriéndose a ese vértigo, ese sentimiento que te sacude el estómago y que los demás conocemos como amor. No es posible apagar y encender el amor a voluntad. El amor te sube por dentro, te estrangula y domina cada aspecto de tu ser hasta que estás perdida. Pero no lo dije. No era necesario. Simon me leyó el pensamiento.

–Permíteme que te lo demuestre. ¿Te enamoraste de Rob a primera vista?

–No. Él estaba solucionando un problema que tenía mi perro. Me pareció atractivo, eso es todo.

–¿Conociste la situación de su familia desde el principio?

Traté de recordar.

–Sí. La cita fue en su casa porque todavía no había contratado a nadie para que cuidara de sus hijas. Karen se había marchado hacía unos días y él todavía confiaba en que regresara. La casa era un caos.

–¿Cuándo te propuso salir por primera vez?

–Un mes más tarde. Para entonces Rob había aceptado que Karen se había marchado para siempre y hacía lo que podía para combinar el cuidado de las niñas con su trabajo. En realidad… -me detuve bruscamente.

–¿En realidad qué? – preguntó Simon.

¿Podía ser cierto? ¿Cómo pude haber olvidado algo así?

–En realidad creo que fui yo quien le propuso salir. Me daba pena por la fuerte presión a la que estaba sometido. Creo que le sugerí que contratara a una niñera y saliéramos a comer una pizza. No era una cita. Sólo quería sacarlo de casa.

Esto es increíble. Seguro que todo el mundo recuerda los detalles de sus primeros encuentros con su pareja, ¿o no? Cada vez que repaso la escena en mi cabeza es Rob quien me invita a salir, aunque sólo para tomar el aire, no como una cita. Pero ahora, de repente, se me ha hecho la luz. Fui yo quien le propuso salir. Qué extraño que lo recordara precisamente en este momento.

–Pues ya lo tienes -declaró Simon.

–¿Qué quieres decir? – pregunté con irritación, tratando aún de aceptar que la memoria me hubiese engañado tantos años sobre un asunto tan importante.

–Quiero decir que fuiste tú quien decidió iniciar una relación con un hombre cuya situación era de lo más complicada, alguien de quien podías enamorarte por el camino. Cualquier persona se habría dado cuenta de que a la mujer que se involucrara con ese hombre le esperaban crisis importantes. Así y todo, seguiste adelante.

Simon se recostó, feliz de haber demostrado su teoría.

–¿Cómo podía saber yo que iba a enamorarme de él? Sólo era una pizza. No sabía que la cosa iría a más.

–Te estás engañando. No me creo que no pensaras en la posibilidad de que fuera algo más que una pizza. Apuesto a que pensaste en esas pobres niñas sin madre y ese pobre hombre abandonado. Apuesto a que te imaginaste irrumpiendo en sus vidas y salvándolos a todos, cocinando para ellos, curando las heridas abiertas de las pequeñas, llenando el terrible vacío en la vida de Rob…

Preferiría que mis amigos fueran menos perspicaces. (También preferiría amigas que no se acostaran con los maridos de sus amigas, pero quizá esté siendo demasiado exigente.) Dudo que hubiera imaginado todo eso, pero puede que la memoria me la esté jugando de nuevo.

–Aunque así fuera, ¿qué tiene de malo? Me necesitaban. Puede que no a mí, pero necesitaban a alguien. Lamento que suene a triunfalismo, pero es cierto que fui yo quien les rescató. La razón por la que esas niñas no se hundieron, la razón por la que crecieron intactas fue la estructura sólida que Rob y yo les brindamos. Juntos. ¿Insinúas que debí suponer que las cosas podían complicarse y dejar que se las apañaran solos?

–Sí, eso es lo que estoy insinuando. ¿Y sabes qué habría ocurrido?

–No. ¿Qué?

–No lo sé. Y tú tampoco. Nadie lo sabe. Rob podría haber conocido a otra persona, o hecho un esfuerzo monumental por recuperar a Karen. O se las habría arreglado solo hasta que Karen hubiera decidido regresar por voluntad propia. ¿No dijiste que Karen había explicado a Rob que una de las razones por las que había permanecido alejada tanto tiempo era porque sabía que las niñas eran felices contigo?

No podía digerirlo todo a la vez.

–¿Me estás diciendo que la familia podría haber solucionado sus problemas de no haber sido por mí? ¿Que Karen podría haber regresado y que podrían haber vivido felices para siempre?

Simon se encogió de hombros.

–Sólo pretendo que aceptes que tú elegiste este final para tu historia de amor. Porque no podía suceder de otra forma. Cualquiera se habría dado cuenta de ello, incluso tú.

Para entonces me hallaba de pie al lado de Simon, estrujando las bolsas de té contra el canto de las tazas mientras él vertía la leche. Habíamos establecido en silencio un ritmo de trabajo totalmente armónico. No fue hasta más tarde que me pregunté cómo habíamos conseguido hacer el té en una cocina pequeña sin que nuestras caderas, o cuando menos nuestras cucharas, hubieran chocado.

Le hinqué un dedo socarrón en su camiseta blanca.

–Ahora eres tú quien no lo entiende. Yo me enamoré de Rob. Y él se enamoró de mí. No fue un idilio fácil. Fue un viaje épico de diez años con hijas y problemas. Hemos demostrado que lo nuestro era auténtico. ¿Dices que debí detenerlo todo antes de que comenzara? ¿De cuántas oportunidades dispone una persona para tener un amor auténtico?

–De tantas como desee.

Lo dijo como si estuviera hablando de comprar papel pintado para la casa donde siempre había vivido. Sostenía suavemente mi dedo, el que le había clavado. No lo retiré, absorta en lo que Simon estaba diciendo.

Afilé la mirada con escepticismo.

–Uno no puede decidir encontrar el amor. No es tan fácil. Ahora Simon tenía toda mi mano izquierda en la suya y estaba jugando con mis dedos y con el anillo que yo hacía ver que era una alianza.

–Sí lo es. En mi opinión, tú tomaste la decisión de enamorarte de Rob, y entonces te enamoraste. Del mismo modo que yo decidí enamorarme de ti y eso hice.

Ahora Simon estaba acariciando el interior de mi muñeca. No podía moverme. No quería.

–¿Lo ves? Ahí es donde tu argumento falla, porque eso significa que has elegido enamorarte de alguien que inevitablemente te hará sufrir. Lo que quiero decir es que estoy casada y…

–No lo estás.

–Como si lo estuviera, con cuatro hijas…

–Que tienen otra madre.

Retiré la mano.

–Eso está fuera de lugar. Sigo siendo su madre.

Simon recuperó mi mano y esta vez la sostuvo con más firmeza.

–Y siempre lo serás. El hecho de dejarlas no cambiará eso. Pero tampoco las matará.

¿Cómo hemos llegado a hablar de abandono? ¿Quién ha dicho nada de abandono? Dejo que Simon me acaricie la muñeca y de repente estoy abandonando a mi familia. Esto es absurdo. Trato de hacerle tocar tierra, pero sin apartar la mano.

–No quiero dejarles. Ni siquiera sé si quiero dejar a Rob.

Simon recuperó su mirada irónica.

–No pareces muy comprometida.

–Me refiero a que sé que no quiero dejar a Rob, pero que con la llegada de Karen y todo lo demás… En cualquier caso, no estábamos hablando de lo que ocurre en mi vida -por una vez-, sino de que has roto tus propias normas y has elegido a alguien que, suceda lo que suceda, arrastrará un enorme pasado a la relación que tenga contigo. Si es que hay una relación, claro.

–Podré soportarlo. El pasado no me molesta. Lo importante es el final. Mientras que tu historia con Rob estaba destinada a tener un final infeliz, yo siempre he intuido que tú y yo podríamos tener un final espectacular, con aplausos, ramos de flores y críticas estupendas. Tal vez ahora no te lo parezca pero las posibilidades a largo plazo son buenas.

Ahora soy yo quien acaricia su mano.

–¿Qué te hace decir eso? ¿Qué he hecho para darte la impresión de que estoy buscando a alguien o algo diferente?

–Tú y yo somos iguales. Queremos las mismas cosas. Queremos un matrimonio real, no un matrimonio de mentira. Queremos hijos reales y no los hijos de otros, y con esto no estoy subestimando lo que sientes por tus hijas. Pero quieres tener hijos propios, ¿no es cierto? Quieres esas cosas normales y sencillas, como yo. Quieres presentar a alguien como tu marido y no como tu compañero. Quieres sostener a un recién nacido en los brazos mientras tu marido os hace una foto. Quieres el mismo apellido que tus hijos. Quieres una familia en exclusiva, una familia que nadie pueda reclamar, donde no haya cabos sueltos que amenacen constantemente con aparecer y hacerte daño. No quieres todo ese trastorno.

A lo largo de los años me había acostumbrado a enterrar esos deseos secretos porque creía que eran los sueños de una chica ingenua que nada tenían que ver con las dificultades reales de la vida moderna. Ninguna chica inteligente puede aspirar a construir una vida limpia, sin costuras, con un hombre ileso. Las cosas ya no son así.

Las parejas conviven sin estar casadas por toda clase de razones, ninguna de las cuales me resulta convincente, pues creo que todas se derivan de una falta de compromiso. Los grupos familiares están desparramados. A ellos se incorporan niños de relaciones anteriores y los ex cónyuges, encadenados por el accidente de los niños, necesitan estar en contacto continuo. Las alianzas se ponen y se quitan con o sin los votos correspondientes. Las ex madrastras envían felicitaciones de cumpleaños y los niños cambian de apellido como de calcetines.

Nunca había querido esa vida y sin embargo Simon tenía razón. Yo la elegí y la adopté sabiendo perfectamente dónde me metía. No era ninguna solterona sin posibilidades de atraer a hombres decentes. Caray, pero si apenas tenía veintiséis años cuando conocí a Rob. El caso es que había conocido a otros hombres, ninguno que se ofreciera a acompañarme a los conciertos de Barry Manilow, de acuerdo, pero hombres agradables y solteros sin demasiada historia. Es probable que también hubiera podido amarlos a ellos.

Pero es demasiado tarde. Por mucho que Simon opine que Rob y las chicas podrían sobrevivir sin mí ahora que Karen ha vuelto, mi vida está ligada a mi familia. Mi familia. Por mucho que me engañe con respecto a Rob, y reconozco que estoy confusa en cuanto a nosotros, mi amor por las chicas es inquebrantable. Las quiero con toda mi alma, y todo el sufrimiento que he experimentado es una nimiedad en comparación con lo que sufro por ellas.

Estas pobres criaturas no tienen ni idea de lo que está ocurriendo ahora mismo. Las tres personas que controlan sus vidas están acariciando decisiones que las afectarán directamente y que están basadas casi por completo en deseos y necesidades egoístas. Cuando calculo mis opciones no puedo excluirlas de la ecuación. Son la parte más importante de mi vida, la única parte indispensable.

Mi amor por ellas es físico y absoluto y no desaparecerá si me quedo o me voy. Y además de los sentimientos, también tengo responsabilidades y no es mi intención abandonarlas simplemente porque ha surgido algo más sencillo. Sigo creyendo que las chicas me necesitan más que a Karen. Es cierto que mi madre biológica no se comprometió con su hija, pero yo sí pienso hacerlo.

Retiré la mano pero no me aparté de Simon.

–Te equivocas, y no estás siendo justo contigo ni conmigo. Nada cambiará en un futuro inmediato. Puede que nunca cambie. Ignoro qué ocurrirá cuando Rob regrese del maldito Santuario de Lobos, pero sí sé que estaré allí esperándole para intentar solucionar las cosas.

No sé cómo había sucedido, pero mis manos volvían a estar entre las de Simon, como si tuvieran vida propia.

–Lorna, todo eso lo sé. Y ese sentido del deber, de lo que está bien y lo que está mal, esa lealtad, es otra de las cosas que me gustan de ti.

Le miré a los ojos.

–No me siento muy leal.

–Harás lo que tengas que hacer. Pero es cierto que ya has empezado a distanciarte de Rob.

–No por decisión propia. Es él quien está teniendo la experiencia de su vida con su ex esposa, bueno, su esposa.

Simon me miró a su vez.

–Y eres tú quien está ahora conmigo.

–Sabes perfectamente para qué he venido. Te lo dije por teléfono. Necesitaba alguien con quien hablar.

–Querías estar conmigo.

Y así fue como sucedió. Estoy tan avergonzada. No sé qué me ocurrió. Parecíamos torpes quinceañeros aplastándose las narices e ignorando dónde poner las manos. Él respiraba cuando yo besaba y yo respiraba cuando él besaba. Hicimos todos esos ruidos babosos que hubieran debido quedar ahogados por una música seductora de fondo. Podríamos haber estado en un armario del gimnasio con un montón de escolares fuera partiéndose de risa. No tenía nada de adulto o significativo el hecho de sobarse. Fueron mis mallas las que impidieron que las cosas fueran demasiado lejos.

Simon tenía los dedos suspendidos en la cintura de las mallas y yo sólo podía pensar en las numerosas zonas desgastadas por donde asomaba el elástico. De pronto no sólo sentí el deseo de ocultar mi desdén por la costura, sino que tomé conciencia de quién era. Este uniforme estándar comunicaba a quienes conocían las reglas que yo era esposa y madre, que era segura y estable, que no buscaba cambiar y que me quedaba donde estaba.

Salté del sofá (no estoy segura de cómo llegamos a la sala. Supongo que por el mismo proceso de osmosis que me llevó a poseer esas mallas) y traté de tranquilizarme. Me faltaba el aliento y no porque no hubiéramos conseguido sincronizar nuestra respiración durante nuestro breve besuqueo. La cabeza me había estado girando con toda clase de pensamientos contradictorios y la respiración regular había sido relegada a la menor de las prioridades.

La última caricia de Simon había sido como abrir un grifo en mi cabeza y arrojar todos los escombros conflictivos, dejando atrás la imagen intachable de una huida por los pelos.

Me llevé la mano a la garganta, que sabía estaba roja. Volvía a pensar con normalidad pero todavía no alcanzaba a pronunciar palabras sensatas. Simon rompió a reír y yo también. Fue ahí donde empezamos a disculparnos.

–¿Qué piensas hacer? – preguntó Simon mientras preparaba más té.

Era lo más divertido que alguien me había dicho desde hacía mucho tiempo. Hice un repaso de todos los asuntos que se disputaban mi atención.

–¿Sobre qué en concreto?

Simon me entendió y tuvo el detalle de avergonzarse.

–Lo siento, ha sido una pregunta muy vaga.

Voy a suprimir los «lo siento». Creo que ya te has hecho una idea. Él dijo muchos más y yo también. Y luego estuvimos un rato disculpándonos por decir lo siento. Estábamos aturdidos y nos costaba salir de esa tortuosa escena.

Me bebí el té cuando todavía quemaba, deseosa de salir de allí con la mayor rapidez y tacto posible.

–¿Me preguntas que qué pienso hacer? Déjame ver. Ponerme en contacto con mi madre biológica, preparar a las cuatro chicas antes de chafarles la sorpresa de cumpleaños de Rob, decidir si quiero salvar mi matri… mi relación y planear cómo voy a hacerlo en el caso de que la respuesta sea afirmativa, tratar de ayudar a Phillippa y Joe a remendar…

Simon me detuvo acariciando suavemente mi mano. Ya estamos otra vez con las caricias.

–Me he hecho una idea -dijo.

Ha llegado el momento de que me vaya. Esta vez, cuando aparto la mano, cruzo firmemente los brazos para que no vuelvan a colarse. Si llevara unos pantalones como Dios manda, podría meterme las manos en los bolsillos.

Me dirijo hacia la puerta lamentando no tener un abrigo y un bolso que recoger para amenizar el largo trayecto.

–Debo irme -farfullé evitando el contacto con los ojos.

Simon me siguió hasta la puerta con aspecto cansado.

–Entonces, ¿hasta mañana? – preguntó.

¿Está loco? Necesitábamos estar un tiempo separados para dejar que las cosas se calmaran. Tenía que defraudarle con suavidad. Mañana no podíamos vernos ni en broma.

–Naturalmente.


16


Si los cuatro días siguientes a la partida de Rob fueron como vivir una novela de Enid Blyton, los cuatro últimos fueron como Gormenghast. Y si las chicas hubieran sido más pequeñas, habría buscado códigos E para echarles parte de la culpa. Unos alienígenas las habían abducido y sustituido por unos cuerpos idénticos habitados por formas mutantes que desconocían por completo las convenciones sociales y familiares.


Nuestra encantadora y luminosa casa eduardiana se había convertido en un sepulcro barroco con los cuartos oscurecidos por la reacción de cada muchacha a la situación. La piel de Phoebe se había llenado de granos rabiosos y estaba menos comunicativa que nunca.

–¿Buscaste la cita, mamá? – me preguntó acusadoramente esta mañana.

Tosí con timidez.

–Quería hacerlo, pero no recordaba dónde estaba mi Biblia. ¿Por qué no me cuentas qué dice? – pregunté animadamente.

Phoebe se retrajo. Había herido sus sentimientos, como si la pobre no tuviera ya bastante.

–Quería que la leyeras tú misma -susurró.

Entonces lo entendí. Phoebe quería que yo supiera, que sintiera, que todavía podíamos comunicarnos a nuestra manera íntima y particular. Yo ignoraba el contenido de la cita, pero sabía lo que iba a decirme: que Phoebe comprendía cómo me sentía. Y el hecho de que yo no hubiera reconocido ese gesto sólo significaba una cosa para Phoebe: que a mí no me importaba cómo se sentía ella. Genial.

El problema de comunicación de Jude era diferente. Se había pintado la palabra p-e-r-r-a en las uñas. La primera «r» no le había salido muy bien y parecía una «t», convirtiendo su afirmación en algo carente de significado. También se había teñido el pelo de negro. Yo me abstuve de hacer comentarios y eso la enfureció aún más. Me pregunté hasta dónde estaba dispuesta a llegar para llamar mi atención. Ali había dejado de lavarse y se negaba a comer con nosotras alegando que la comida que yo preparaba estaba manchada por mi inclinación carnívora. Claire había dejado de rizarse las pestañas e introducirse la camiseta por dentro de los tejanos. Era su manera de abandonarse sin dañar de forma irreparable su rango en su grupo de amigos. Todas estaban furiosas con su padre pese a desconocer aún toda la verdad.

Había contado a Rob lo del regalo sorpresa que Claire le había preparado. Como era de esperar, se llevó un disgusto tremendo. Debo de estar loca, porque me dio mucha pena. Saber que iba a ser la causa de una enorme decepción para sus hijas debía de resultarle terriblemente angustioso. El placer de hallarse en el Santuario de Lobos quedó eclipsado por la idea del enfrentamiento que le esperaba en casa.

Consideramos la posibilidad de mentir sobre su viaje, de decir que había ido a ver a un entrenador canino a Idaho o algo parecido, pero temimos que no funcionara. Todos los asistentes al simposio sabían que Rob había ido al Santuario de Lobos y muchos de ellos solían pasar por casa de vez en cuando. El riesgo de que la verdad saliera a la luz era demasiado grande. Y a unas niñas tan inseguras como estas cuatro, que se hallaban en semejante período de cambio, lo peor que podía ocurrirles era que sus padres les mintieran.

No. Teníamos que decirles la verdad y ayudarlas a superar el golpe como mejor supiéramos. Nos esforzamos por pensar en algo que les hiciera olvidar la desilusión. Tras una larga y costosa conferencia transatlántica, Rob y yo llegamos a una posibilidad clara: Disneyworld, Florida.

Era algo que siempre comentábamos en familia cuando planeábamos las vacaciones antes de decidirnos por Norfolk Broads. Las chicas nunca creían que hablábamos en serio. Sabían que mientras estuvieran en la escuela privada el dinero en casa iría justo. Mas no nos lo reprochaban. Eran buenas chicas.

Con todo, Disneyworld seguía siendo un sueño vivo y fuente de constantes «un día iremos…». Podíamos pagarlo con el dinero que yo ganara con el proyecto de Simon, sobre todo ahora que ya no había que destinarlo al regalo de Rob. Se lo diríamos a las chicas esta noche, cuando Rob llegara.

La idea de darles tan fantástica noticia había sido lo único que había hecho que estos días resultaran (mínimamente) soportables. Tanto para Rob como para mí. Miento. Fue Simon lo único que hizo que estos días fueran soportables. La tarde del revolcón en su piso resultó ser un punto decisivo para nosotros. Finalmente me reconocí a mí misma que sentía algo por él. No era amor, o por lo menos eso creo, pero era algo palpable. E ilícito.

Comíamos cada día juntos, como habíamos hecho hasta entonces, si bien dejé de considerar el acontecimiento como un almuerzo de trabajo. Me arreglaba con esmero para cada encuentro, como había hecho hasta entonces, si bien ahora era consciente de que me arreglaba para él. Cuando me maquillaba, me observaba en el espejo e imaginaba qué aspecto tendría a los ojos de Simon. Me ponía los zapatos más altos que tenía para estar más cerca de su metro ochenta de estatura. Y no desayunaba porque tenía un nudo en el estómago de los nervios.

Si ésta hubiese sido Claire describiéndome una cita, le habría hablado seriamente de los peligros de involucrarse en una relación demasiado pronto. Pero soy una mujer adulta y no tengo a nadie que me detenga. Sé que me estoy comportando como una idiota. Parezco una adolescente, o peor que una adolescente porque debería saber lo que me hago. Estoy mostrando todos los síntomas de una catorceañera en plena fase de enamoramiento.

Así y todo, no he perdido la objetividad. Tengo un ojo puesto en la realidad aun cuando mis emociones estén retrocediendo a las de una pubescente sobrecargada de hormonas. Simon y yo hemos compartido unas cuantas copas, unos cuantos almuerzos, unas cuantas clases, unas cuantas caricias de manos y un torpe revolcón. Hasta yo me doy cuenta de que cualquier sentimiento derivado de una historia tan diáfana como esta no es de fiar. Poderoso sí, mas no de fiar.

Y, en cierto modo, me alegra verlo de esa manera. Al verme como una mujer estúpida que se deja llevar por un flirteo inofensivo, provocando la desaprobación del público, me impido hacer frente a la posible gravedad de mis actos.

Si creyera por un solo instante que podría enamorarme realmente de Simon, tendría que empezar a sopesar las consecuencias. Tengo otros muchos asuntos en que pensar sin necesidad de arrojar más consecuencias a la cazuela, así que me olvido de ellas. Quizá me esté engañando, pero no pienso tomar ninguna decisión firme ni hacer nada que pudiera interpretarse como un compromiso hasta que Rob regrese y me haga una idea de cómo está la situación entre nosotros. Andrea me arrojaría a la cara mi acusación de «apuesta compensatoria» si supiera lo que está pasando. Ojalá pudiera hablar con ella.

En cualquier caso, no había vuelto al piso de Simon y él no me había presionado. Después de lo ocurrido allí no volví a acariciarle, aunque me sentía incapaz de apartarme cuando me sostenía la mano. No le había hablado de amor y él no me había hablado de Rob. El proyecto del sitio Web había tropezado con algunos inconvenientes y habíamos pasado mucho tiempo hablando de problemas prácticos. Hasta hoy.

Me había prometido que, por el momento, dejaría las cosas con Simon como estaban, pero había un asunto que deseaba aclarar con él. Confié en que no interpretara mi interés en su vida personal como una señal de que estaba pensando en él como futuro compañero.

Odiaba esa palabra. Compañero. Simon tenía razón. Aunque no creo que el matrimonio posea un significado sagrado, una de las razones por las que quiero casarme es para poder llamar a Rob «mi marido». Detesto tener que presentarlo como mi compañero. Siempre he de reprimirme la tendencia a justificar por qué no estamos casados. No me cabe la menor duda de que estoy muy sensible con este tema, pero siempre imagino que la gente me tiene lástima. «Pobre muchacha. Él la tiene justo donde quiere. No tiene que casarse con ella. El día que conozca a alguien a quien quiera de veras y con quien desee casarse, sólo tendrá que estrecharle la mano a esta otra y echarla de casa sin firmas ni abogados.» Vale, me has visto el plumero, es justamente lo que yo pienso cuando conozco a una pareja que no está casada. Probablemente soy la única persona que piensa eso, así que ignórame.

El caso es que sentía curiosidad por la última novia de Simon. Debían de llevar unos siete meses separados porque fue hace siete meses cuando se incorporó a mi clase. Tenía la impresión de que la separación no le había traumatizado en exceso.

–No quiero parecer curiosa pero… -comencé.

–Eso significa que vas a preguntarme algo escandalosamente personal -tradujo acertadamente Simon.

No valía la pena discutir.

–Estaba pensando en el trimestre pasado, cuando te incorporaste a mi curso.

–Estabas pensando en Sophie y preguntándote qué provocó nuestra separación. Quieres conocer todos los detalles escabrosos y saber por qué nunca hablo de ella cuando tú sólo hablas de Rob y las chicas.

¡Un momento!

–¡No! Quiero decir, sí, tengo curiosidad pero no quiero parecer una entrometida. Si no deseas hablar de ello, lo entenderé.

–¿Pero? – preguntó burlonamente Simon.

Dejé de fingir.

–Muy bien. Pero recuerdo que dijiste que te apuntaste a mi curso porque acababas de separarte de tu novia y que había sido una experiencia muy dura.

Simon asintió.

–Así es. Me dejó un martes y me incorporé a tu clase el miércoles.

Le miré perpleja.

–Caray, pero si parecías muy animado. ¿Cómo pudiste reponerte tan pronto? ¿Y cuándo decidiste que yo iba a ser tu próxima… lo que sea que soy? Eso significa que tu relación con Sophie no era muy especial que digamos.

Simon retiró su mano de la mía para llenar su copa de vino y noté que no la devolvió a su lugar cuando hubo terminado. Me estoy volviendo muy observadora con respecto a estos pequeños gestos. Supongo que es la paranoia propia de los primeros días de una relación, cuando siempre esperas que algo salga mal, que te mire y se dé cuenta de que ha cometido un terrible error y se vaya en busca de una mujer mucho más bonita que tú. ¿O también en este caso son sólo imaginaciones mías? ¿Acaso el resto de los humanos son seres imperturbables y seguros de sí mismos? ¿Y por qué hablo de una relación? Esto no es una relación.

Simon empezó a jugar con su labio superior, el único signo de nerviosismo que le he pillado hasta ahora.

–No has dado ni una.

Gracias. Siempre me he enorgullecido de mi intuición. Es genial descubrir que he estado engañándome todo este tiempo. Es justo lo que necesitaba escuchar ahora que mi conciencia me estaba diciendo tantas cosas de mí que no quería oír.

–En primer lugar, yo amaba a Sophie. Te estoy hablando de un amor auténtico, como tú misma mencionaste el otro día. Era guapa, inteligente, divertida, amable, dulce y sensible. Era la primera chica a la que había querido y deseaba pasar el resto de mi vida con ella.

Es demasiado tarde para decirle que he cambiado de idea, que no quiero oír todo eso, que sólo quiero oír las parte donde ella es cruel, falsa, desleal y, por qué no, fea.

–Estuvimos juntos doce años -glups- y entonces me dijo que quería esterilizarse.

Me quedé horrorizada.

–¿Por qué? ¿Odiaba a los niños?

Simon se estaba pellizcando el labio superior con tanta fuerza que sus dedos se habían puesto blancos.

–No, no tanto. Simplemente no deseaba tener hijos. Se llevaba muy bien con los hijos de sus amigos y con sus sobrinos, pero no quería hijos propios.

–Vale, eso lo entiendo, pero ¿qué necesidad tenía de esterilizarse? ¿Y si cambiaba de idea cuando el reloj biológico empezara a acelerar?

–Ésa fue la razón por la que entramos en crisis. Ella siempre me había dicho que nunca querría tener hijos. Y yo siempre le había dicho que yo sí querría. Como nos conocimos de muy jóvenes siempre supuse que ella cambiaría de opinión. Conozco a muchas mujeres que en la veintena odiaban la idea de tener hijos y en la treintena se convirtieron en madres estupendas. Pensaba que a Sophie le ocurriría lo mismo.

Le aparté suavemente la mano del labio porque empezaba a sangrarle. No hubiera debido tomarle la mano, iba en contra de mis reglas autoimpuestas, pero se trataba de una emergencia. Me necesitaba y jamás he sido capaz de ignorar a alguien que me necesita.

–¿Qué la llevó a tomar la decisión final? – pregunté.

–Le pedí que se casara conmigo. El caso es que se lo había preguntado montones de veces. Yo siempre había querido casarme, pero ella no. Decía que era feliz viviendo conmigo, que las cosas no cambiarían por el hecho de casarnos. Teníamos peleas continuas por este tema.

–¿Qué hizo que la última vez fuera diferente?

–Ambos sabíamos que era un ultimátum. Había llegado la hora de decidir por fin qué camino deseábamos tomar. Ella había empezado a hacer planes. Hablaba de viajar, incluso de trabajar en el extranjero y crear su propio negocio. Hablaba como si ya tuviera los siguientes treinta años organizados.

–Y tú no estabas incluido en sus planes.

–Al contrario. También había organizado mi vida. Mi empresa de sitios Web empezaba a despegar y podía dirigirla desde cualquier lugar del mundo. Con mis ingresos pagaríamos los gastos cotidianos y ella trabajaría para nuestras actividades de ocio. Incluso había trazado una ruta.

Simon volvía a pellizcarse el labio. Le aparté de nuevo la mano.

–¿No era lo que querías?

Parecía enfadado.

–¡Por supuesto que no! Tuvimos una bronca horrible. Le pregunté dónde encajaban los hijos en esa extravagante aventura alrededor del mundo. Me miró como si fuera idiota. Me dijo que yo ya sabía que ella no quería hijos, que me lo había dicho un montón de veces. Fue entonces cuando le sugerí que a lo mejor, con el tiempo, cambiaría de parecer. Se puso hecha una fiera. Dijo que nunca cambiaría de parecer, que siempre había sabido lo que quería hacer con su vida y que una familia sólo sería un estorbo. Y ni siquiera entonces quise escucharla. Me puse de rodillas y le supliqué que se casara conmigo. Le propuse que viajáramos durante dos años y que luego ya veríamos cómo se sentía ella.

–No le interesó.

Simon abrió los ojos de par en par.

–¿Bromeas? ¿Conoces a alguna mujer que haya respondido a una propuesta de matrimonio con el anuncio de que iba a hacerse una ligadura de trompas al día siguiente si era posible?

–Seguro que no hablaba en serio.

–Y tanto que hablaba en serio. Dijo que era la única forma de hacerme aceptar que era una decisión definitiva. Luego me preguntó si me casaría con ella en el caso de someterse a la operación.

–¿Y?

–Le dije que no, que para mí el matrimonio significaba tener una familia. Cuando no tienes familia, puedes recorrerte el mundo cambiando de pareja y reinventándote constantemente si te apetece. Pero una vez casado, dejas de jugar a los personajes y sientas la cabeza con quien de verdad eres y con la persona con quien has decidido comprometerte. Tienes hijos. Para mí el matrimonio siempre ha significado eso.

–¿Se enfadó? – pregunté, intrigada por la reacción de esta mujer absorta en sí misma que nunca llegaría a conocer.

–Se puso histérica. Dijo que era evidente que no la quería o de lo contrario me casaría con ella y la aceptaría como es en lugar de intentar cambiarla para que se ajustara a mis necesidades.

–Déjame adivinar. Le dijiste que esa actitud era mutua y que estaba claro que no te quería por las mismas razones.

Simon sonrió con ironía.

–Ya has visto la película, ¿verdad? Pues sí, tuvimos un concurso de gritos de quién quería más a quién y luego se marchó dando un portazo. Dos horas más tarde llegó su hermano con una furgoneta para llevarse las cosas de Sophie. Y eso fue todo.

–¿Después de doce años? – No podía creerlo. No quería ni pensar en las consecuencias de separarme de Rob después de diez años de convivencia. Meter las cosas en una furgoneta sería lo de menos-. Y al día siguiente entras en mi clase como si fueras el hombre más feliz del mundo, dispuesto a comenzar algo nuevo. ¿Estabas actuando? ¿Estabas bajo los efectos de la impresión?

Simon sonrió.

–En absoluto. Fueron doce años, pero no fue amor. No podía serlo. Así que tenía que olvidarlo y salir a buscar el amor verdadero.

Su frialdad me dejó atónita.

–Pero seguro que sufriste. Quizá no fuera un amor auténtico por parte de ella, pero por tu parte sí lo era. Tú mismo lo has dicho. No se puede apagar ese sentimiento así como así.

–Sí se puede. Y hay que hacerlo. Yo lo tengo muy claro. Según mi definición, el amor sólo puede ser auténtico si es recíproco. Si el sentimiento no es correspondido significa que nunca fue verdadero. Viví engañado pensando que estaba enamorado, hasta que vi la luz y decidí seguir adelante.

Nunca había oído a nadie hablar así. Era… desconocido para mí. ¿Definir el amor y luego ajustar las emociones para que encajen en la definición?

–¿Insinúas que lo superaste en un día?

A Simon le hizo gracia la pregunta.

–¿Por qué no? ¿Cuánto tiempo se supone que debes tardar? ¿Una semana? ¿Un mes? ¿Tres días por cada año de relación?

–No lo sé.

–Ahí lo tienes. Yo tampoco lo sé, pero me habría sentido como un idiota si hubiera desperdiciado un solo día más por un amor que nunca existió y que ya había acaparado una altísima proporción de mi vida.

–Yo no podría hacerlo.

–Si quisieras sí. – Clavó la mirada en el vacío-. ¿Quieres que te cuente la posdata, el divertido y maravillosamente irónico toque final de esta farsa?

–Sí -dije sin estar segura de querer oírlo.

–Cinco meses más tarde Sophie se prometió a un hombre y ahora está embarazada.

Lo dijo con tanta frialdad que podría haber estado hablando de un cambio de trabajo. Yo estaba atónita. No sólo por el extraño comportamiento de esta mujer, sino por la capacidad de Simon para asimilar la noticia sin perder la cabeza.

–¡Es increíble! – dije-. Seguro que te quedaste de piedra.

Noté que la mano de Simon se relajaba en la mía. La historia tocaba a su fin y él parecía más calmado. No entendía por qué. Yo, en su lugar, tendría sentimientos homicidas.

–Qué va. Ni siquiera me sorprendió.

–Seguro que sí. Después de insistir en que no quería hijos y después de doce años de relación contigo, va y forma una familia con otro. ¿Cómo pudo cambiar tan de repente?

–¿No lo ves? Yo había tenido razón desde el principio. Sophie no me amaba, o por lo menos no lo suficiente. Si Sophie me hubiese querido, se habría casado conmigo y habríamos tenido hijos. Pero después de doce años habíamos corrido nuestra carrera. Habíamos crecido y dado cuanto podíamos dar. Ella no habría cambiado de parecer aunque hubiésemos seguido juntos otros doce años. Pero conoció a alguien a quien sí amaba lo suficiente, lo suficiente para querer tener hijos con él. Sophie no había cambiado. Era la misma persona que cuando vivía conmigo. No obstante, ahora estaba enamorada. Y eso cambió su forma de ver la vida, pero no la cambió a ella.

–Todavía no comprendo cómo pudo ahogar lo que sentía por ti después de tanto tiempo y dos meses más tarde volcarse en este nuevo amor por un desconocido.

–No lo comprendes porque sigues aferrándote a esa imagen que tienes de ti y de Rob de dos personas destinadas a estar juntas, a ser amantes en el verdadero sentido de la palabra, frenadas en vuestro esfuerzo por encontrar la plenitud por circunstancias que escapan a vuestro control. Crees que la persistencia y la obstinación te darán al final lo que deseas. Y crees que todo el mundo es así. Yo no lo soy y tú no deberías serlo si deseas ser feliz.

Ahora me tocaba a mí retirar la mano y a Simon recuperarla.

–Eso es lo que he intentado hacerte ver -prosiguió-. Odio decirlo porque suena cruel, pero he de hacerlo. Quieres casarte y después de diez años todavía no estás casada. La razón por la que no te has casado es una sola: porque Rob no quiere casarse contigo. No te ama lo suficiente. Sé que prefieres verlo todo como un melodrama, tú y él contra el mundo, pero eso carece de fundamento y creo que en el fondo lo sabes. Rob no te ama lo suficiente, Lorna. Acéptalo, y luego decide qué hacer al respecto.

Esperé a que brotaran lágrimas de mis ojos. Porque quería llorar. Simon me estaba rompiendo el corazón, estaba haciendo añicos todas las excusas que durante tantos años me habían protegido de ver la verdad. Mi vida estaba basada en una mentira, una mentira autoimpuesta. Ahora recuerdo con una claridad cegadora que Rob nunca habló concretamente de casarse conmigo. Hacía comentarios ambiguos sobre las dificultades y las complicaciones del matrimonio, dejando que yo los interpretara a mi gusto. Era yo quien leía vagas promesas entre líneas.

Todas esas conversaciones que imaginaba que habían tenido lugar en las que él me juraba que se casaría conmigo en cuanto se divorciara de Karen, nunca ocurrieron. Salvo en mi imaginación. Y el divorcio del que me convenció que era imposible, nunca fue imposible. Solamente inconcebible.

Rob siempre tenía todas las respuestas. Decía que el divorcio haría daño a las niñas, que las alteraría en un momento en que se sentían totalmente seguras tal y como estaban las cosas. Decía que removería viejos recuerdos, que Karen podría causar problemas, que las chicas tendrían que volver a vivir el rechazo de su madre, que incluso podría aparecer en los periódicos puesto que Karen era una (muy) pequeña celebridad en Estados Unidos. En aquellos tiempos permití que todos esos argumentos tuvieran sentido porque me asustaba profundizar en ellos.

Los había oído muchas veces pero nunca había asimilado el mensaje. No me ama lo suficiente para casarse conmigo. Eso es todo. Después de diez años, mi mundo debería desmoronarse a mi alrededor. Al menos debería llorar. Pero, naturalmente, no lo hago.


Eso ocurrió hace apenas dos horas y media y todavía me duele. Cuando llegué a casa, recogí el correo de la tarde e hice un rápido inventario de la casa para asegurarme de que no había daños importantes, ni adolescentes desnudas en sus cuartos, ni sábanas anudadas colgando de las ventanas, ni hijas inconscientes en el suelo del cuarto de baño. Cosas así.

Todo estaba siniestramente tranquilo. Entonces recordé que las chicas estaban tomando el té en casa de sus abuelos. En ausencia de Rob he perdido mi percepción instintiva de la rutina familiar. Nunca he necesitado consultar el calendario para saber donde están todos los miembros de la casa en cada momento del día, los siete días de la semana. Sencillamente lo sé. Debe de ser algo hormonal, porque todas las mujeres te dirán lo mismo, mientras que a los hombres les cuesta estar al día hasta de sus propias actividades.

Yo he perdido el hilo de todo porque me he atrevido a tener una vida propia fuera del calendario familiar. He estado viendo a otro hombre para comer. He estado en su piso. He hecho cosas que no pueden escribirse en el diario de la familia y ahora el sistema al completo se está viniendo abajo. Mi antigua rutina diaria era tan previsible que yo constituía el centro de una galaxia independiente. Rob y las chicas, incluso los perros, giraban a mi alrededor, confiando en que yo no me moviera para que sus órbitas tuvieran un punto de referencia estable.

Si es miércoles, estoy lavando las mantas de los chuchos y es día de baloncesto. Si yo estoy aquí, ellas deben de estar allí. Así funcionaba. Pero ya no sé dónde estoy. Sé dónde debería estar, pero ignoro la llamada del deber y salgo a hacer mis cosas. Retozo en el suelo con un hombre que quiere que abandone a mi familia, así que debe de ser… Regreso de una comida donde se me ha informado de que Rob no me ama, así que debe de ser… Sólo Dios lo sabe. Ojalá no me importara que las cuerdas se tambaleen. Pero me importa. Me siento un fracaso si bajo el listón. Ya, ya sé que me lo merezco por ponerlo tan alto.

Lo mucho que mi familia depende de mí a veces me asfixia. La mayor parte del tiempo me encanta que me necesiten con tanta urgencia, pero otras veces los plazos constantes me estrangulan. Como ahora. En este preciso instante quiero sentarme sola en una playa y hacer una lista que sólo tenga como encabezamiento «Yo». Lo que yo quiero. Lo que yo necesito. Lo que yo tengo que hacer.

Estoy agotada. El calendario, las exigencias, los problemas de los demás, las necesidades de los demás. Como la mayoría de las mujeres, yo soy el eje de la familia, la pieza que mantiene unidas las demás piezas. Si no mantengo las cosas en movimiento, todo se detiene. No obstante, si se detuviera ahora, no estoy segura de que me importara. Y debería importarme.

Francamente, no sé por qué he permitido que me absorbieran tanto. Phillippa ha criado dos hijos perfectamente adaptados con benigna negligencia. Incluso después de despedir a la niñera encontraba tiempo para hacerse la manicura. Yo, sin embargo, tengo que darme entera a la familia y no dejo nada para mí. ¿Qué clase de recompensa esperaba recibir de esta plena inversión de mi ser?

Entonces la veo. Sobre la mesa de la cocina. Otra misiva de Phoebe. Debió de dejarla después de nuestra pequeña conversación de esta mañana. ¡Maldita sea! Había querido buscar la primera cita, pero tenía prisa. Está en mi lista, de veras.

Abrí la nota con un presentimiento sólo ligeramente menos negativo que la primera vez. Es otra referencia: «Querida mamá: Corintios II 9, 6-7 Te quiero, Phoebe.»

Presa del pánico, me pregunté si esto empezaba a ser un reflejo de su propia desesperación. La primera nota había sido una comunicación amable, pero puede que al haberla ignorado Phoebe hubiera decidido ir más lejos. Quizá esta referencia tenía algo que ver con la muerte. O con el demonio. Quizá era una llamada de socorro. A Phoebe no le gustaba llamar la atención de forma demasiado obvia.

Ya no conversamos, y eso que lo he intentado. Cuando regresa a casa del colegio me siento para animarla a que me acompañe, como hacía antes, pero siempre tiene otro lugar adonde ir. Arriba, a la calle, a cualquier sitio donde pueda estar sola. Ignoro qué siente. Lo único que tengo son estas notas. He de encontrar una Biblia como sea.

Y la habría buscado, lo juro, si no hubiese revisado el correo y visto el paquete. Era de mamá. Lo abrí a tirones, desparramando el contenido en el proceso. Lo primero que vi fue el sobre que había caído al suelo. Yo soy una escéptica cuando alguien habla de poderes psíquicos. No creo en esas cosas «new age» ni en los conjuros sobrenaturales (salvo el Hada de la Mallas -sé que ella sí existe). Por tanto, si me hubieras dicho que podía contemplar un sobre y saber al instante de quién era sólo por la letra, me reiría de ti despiadadamente.

La carta era de mi madre. Lo sabía. Estaba segura. No sólo porque no recibo muchas cartas escritas a mano, exceptuando las tarjetas de agradecimiento de algunos niños obligados a escribirlas después de un cumpleaños o unas Navidades. Y no sólo porque estaba más que claro que tenía que ser una carta de mi madre biológica dado que mamá había dicho que iba a enviármela. En realidad no dijo que la carta iba dirigida a mí. De eso estoy segura.

Sea como fuere, nada de eso importa ahora. Me niego a subestimar la validez de mi intuición. Simplemente sabía que la carta era de ella. Miré la letra. La toqué. La olí. Y experimenté una especie de anticlímax. Mi madre biológica había utilizado un bolígrafo barato que dejaba borrones de tinta en medio de las palabras. Y su letra -en fin, no te me tires al cuello, sólo estoy contando mis primeras impresiones- dejaba mucho que desear. Ahora pensarás que soy una pija sin remedio. El caso es que me había formado una imagen completa de mi madre que incluía una letra clara, estilizada, quizá con tinta de color, llena de personalidad y elegancia, algo especial. ¿Pero esto? En fin, era la letra de una mujer mayor. De una mujer corriente.

No quería abrirla. Era demasiado importante. Pero no estamos en una serie televisiva donde los personajes dejan las cartas sobre la mesa para abrirlas más tarde. ¿Quién hace eso? Acabo de darme cuenta de que hace una semana que no veo la tele. Con tantas cosas no he tenido tiempo. Me pregunto qué ha ocurrido en Summer Bay. Y en Erinsborough. Y en Albert Square y Weatherfield. No, en realidad no me lo pregunto. En realidad me trae sin cuidado saberlo o no. Qué preocupante.

Tendré que pensar qué significa eso después de leer la carta. No, primero debo buscar una Biblia para averiguar si Phoebe está jugando al satanismo. Eso es. Luego meditaré sobre el abandono de mis obligaciones para con las series.

El papel no hace juego con el sobre. Ni siquiera pudo comprar un papel de carta decente para mí. Empezamos mal.

Despliego la hoja. No es una carta larga y parece escrita con prisa. O tal vez sea la sensación que siempre da su letra. La dirección es de Essex. No está lejos. Leo.


16 de marzo de 1995

Querida Nancy:

Sé que ya no te llamas así, pero para mí siempre serás Nancy. Escribo esta carta con la esperanza de que un día desees encontrarme. Te la envío a través de tu madre. Me han dicho que es una buena mujer, por lo que estoy segura de que sabrá qué hacer con ella.

En esta primera carta seré breve. Si me contestas, la próxima carta será más larga. O podríamos vernos.

Nunca he dejado de pensar en ti y espero que hayas sido feliz con tu familia. Lamento haberte entregado. No tenía elección. No teníamos dinero. Tu padre estaba sin trabajo y estábamos a punto de perder el piso. Pensamos que era lo mejor. Tu padre murió hace veinte años, pero sé que siempre lamentó no haberte visto de nuevo.

Si puedes perdonarme, me gustaría tener la oportunidad de conocerte, de contarte por qué te dimos en adopción. Puede que también quieras saber cosas sobre tu otra familia. Con el tiempo, las cosas mejoraron y tuvimos cuatro hijos más, dos chicos y dos chicas.

Si quieres, puedo enviarte fotografías.

Una vez más, lo siento.

Te quiero,

Betty Speck


¿Nancy Speck? ¿Quién demonios es Nancy Speck? Alguien con un nombre estúpido. Alguien con dos hermanos y dos hermanas. Alguien que llegó cuando la economía no iba bien y la regalaron. Alguien cuya madre esperó treinta años antes de molestarse en tener contacto con su hija. ¿Nancy Speck?

Ésa no soy yo. Ni hablar. Retuerzo la hoja y la tiro a la basura. Me cuesta respirar de lo mucho que me consume el odio hacia Betty Speck, quienquiera que sea. Por mí, puede pudrirse en el infierno con esos cuatro hijos que tuvieron la suerte de nacer en un clima económico más favorable. Luego recupero la carta, la extiendo sobre la mesa y la leo otra vez. Y otra vez, y otra y otra.


17