I. La primera amonestación

I

LA PRIMERA AMONESTACIÓN

La tarde, de primavera, estaba llena de promesas de fecundidad. El campo ofrecía ya la plenitud de la cosecha con las mieses que comenzaban a enrubiar y mecían las espigas de granos hinchados y lucientes.

Un intenso olor a día de primavera lo envolvía todo de un modo penetrante.

Después de los días grises del invierno reseco, árido y triste, se dejaba sentir con más fuerza al despertar de la Naturaleza en pleno campo, como si se escuchasen las pulsaciones de un corazón que cobraba nueva vida con la circulación de la savia que lo reanimaba todo.

Pura apareció en la puerta del solitario cortijo, puso la mano derecha como toldo a los ojos y tendió la vista a lo largo del camino, que se extendía zigzagueando entre los declives de las montañas.

Se veía avanzar por él una burra cargada con capachos, sobre los que iba colocada una arqueta de madera. A su lado, un hombre, varilla en mano, parecía ayudarle a andar, más que arrearla, para que continuase su camino.

—No me había engañado —murmuró la joven.

Se volvió hacia el interior de la casa y llamó con voz alegre:

—¡Madre! ¡Cándida! ¡Isabel! Por ahí viene el tío Santiaguico.

Se oyó un rumor de crujientes faldas almidonadas, y otras dos jóvenes llegaron al lado de Pura, con expresión contenta y curiosa.

El buhonero que llegaba tenía fama de llevar de cortijo en cortijo las mercancías más bellas, que cambiaba por recova.

La madre apareció detrás.

—Esto es una plaga. Estas gentes no nos dejan parar. Desde que se sabe que se casa Pura parece que se han dado cita aquí.

Los perros comenzaron a ladrar y fingir furiosos ataques en dirección del lugar por donde se aproximaban el hombre y la caballería.

La voz de Pura se elevó imponiéndoles silencio.

—«¡Zaida!». «¡Sola!». ¡Aquí!

Las dos perras se acercaron, mansas, a tiempo que llegaba el vendedor, al que su pequeña estatura valía la disminución de su nombre.

—¡A la paz de Dios! —dijo.

Y la madre respondió:

—¡Dios te guarde!

En seguida, Santiaguico se dirigió a la burra y comenzó a descargarla, no sólo de la arquilla, sino de los aparejos.

La hospitalidad del campo de Níjar exigía que el viajero se quedase a dormir en el lugar donde se le ponía el sol, ya que la distancia de cortijo a cortijo era siempre larga.

Se viajaba así sin pagar posada. Un pienso de paja para la bestia y la ración de comida para el hombre eran como una cosa obligatoria. Nunca faltaba un rincón para que durmieran los improvisados huéspedes; en el pajar, durante el invierno; o entre la mies de la era, en el verano.

Debía estar acostumbrado Santiaguico a pernoctar en el cortijo del Monje, porque no vaciló en llevar la borrica a la cuadra y en colocar los aparejos sobre un poyo de piedra cercano a la puerta.

Una vez hecho esto penetró con la arquilla en la cocina de arco, que era la primera pieza de la casa.

—No te canses en enseñar nada —dijo la madre—. Ya te advertí el otro día no vinieras en mucho tiempo. Pura lo tiene todo comprado.

—A las mujeres les falta siempre algo. Traigo preciosidades. Usted no tiene más hija que esa, tía Antonia. No sea roñosa, que no se va a llevar el dinero al otro mundo.

Mientras hablaba había abierto la arqueta y aparecía ante las jóvenes toda la bisutería y las baratijas que la llenaban. Isabel llamó:

—Rosiya, Encarnación.

Acudieron otras dos muchachas, en refajo y con los pies descalzos, pero admirablemente peinadas y con ramos de alhelíes blancos en la cabeza.

Las cinco jóvenes aproximaban sus cabezas, morenas y graciosas, para contemplar el fondo de la arquilla.

Había allí botones de nácar y de metal brillantes; imperdibles y alfileres con piedras raras; aretes de pasta roja y de latón; anillos, collares de coral y de cuentas con vidrio; puntillas y listones de todos colores. Una porción de nonadas que miraban con embeleso y que atraían también la atención de la tía Antonia, aunque ella no quisiera dejar ver su impresión, pues pocas personas tenían tanta noción de su importancia de labradora rica.

Estaba satisfecha de su gordura, que le impedía casi moverse, y le hacía andar naneando como un pato, porque le parecía una cosa señoril. Desde que engordó, su carne parecía haberse rejuvenecido, y su piel, estirada y brillante, causaba la envidia de las mujeres de la comarca, la mayoría de ellas cetrinas y acartonadas, como si estuviesen curtidas, y sus carnes formasen al esqueleto una corteza de piel dura, en la que se veía tallada la red de los nervios.

Desde que llegó a las diez arrobas tenía fama de belleza. El instinto moruno de los campesinos andaluces hacía residir la hermosura en la frescura de la carne. Jamás se decía que era guapa una mujer extremadamente delgada y, en cambio, ante la obesidad, solía exclamarse un admirativo: ¡Dios la bendiga!

Pura tenía fama de guapa, y, al decir de las gentes, prometía parecerse a su madre. Pero por el momento no se le asemejaba en nada: Tenía una belleza carnosa, escultural, con la tez muy blanca y los ojos tan azules que parecían teñidos de añil, en contraste con la negrura de cejas, pestañas y cabellos.

La conciencia de su hermosura y de la riqueza de su padre, uno de los labradores más acaudalados del contorno, la habían hecho coqueta y caprichosa; pero había acabado por acarrearle un sentimiento de tristeza.

Estaba satisfecha su vanidad; triunfaba en los bailes sobre todas las otras y se sentía envidiada de las mozas y deseada de los mozos. Veía llegar a su cortijo, montados en soberbios caballos o magníficas mulas, a todos los jóvenes casaderos para solicitar su amor. ¿Pero qué valía todo eso en su vida cansada y monótona? ¿De qué servía ni siquiera ser hermosa en aquel desierto?

Por instinto, comprendía que la belleza necesitaba otro marco, y que ella era superior a los hombres que la solicitaban.

Así, amándose demasiado a sí misma, y soñando con una vida distinta en otros horizontes lejanos, no se había decidido por ninguno de sus pretendientes y había rechazado los partidos más ventajosos, con gran desesperación y disgusto de su madre, que deseaba consolidar su posición de labradores ricos con un enlace brillante para la hija.

Allí había también sus jerarquías sociales. Los jornaleros no tenían la consideración, un poco de magnates, de los dueños de las grandes haciendas.

Frasco Cruz, su marido, y ella venían de la clase humilde de los jornaleros. Era un verdadero milagro su fortuna.

Aquel cortijo del Monje pertenecía a un viejo carlista que al ver perdidos sus ideales había ido a enterrarse en la soledad, y con los últimos restos de su patrimonio había construido allí su panteón de familia, declarando que deseaba vivir y morir siempre en sus dominios.

Don José tenía un carácter tan irritable y violento que todos los de la casa le temblaban. Había convertido el cortijo en una especie de monasterio, aislado de todo, pues sólo salía de él cuando era preciso hacer alguna compra con un criado viejo, que lo acompañaba siempre; y no recibía visitas ni dejaba que se acercara nadie a la puerta. Los caminos, a fuerza de no ser pisados, se iban convirtiendo en veredas y borrándose bajo la hierba.

La primera en ocupar nicho en el cementerio, unido al cortijo como un corralón, lleno de cipreses y con una gran cruz sobre la puerta, fue la pobre esposa de don José, a la que no tardó en seguir su hija. Se murieron como flores marchitas, faltas de ambiente, en aquel encierro a que don José las había condenado.

Se decía que el viejo no las sintió mucho, y que más bien les agradeció el placer de ir a esperarlo en aquella morada.

Le entró un deseo de coleccionador de muertos. No se ocupaba más que de buscar los cadáveres de todos sus antepasados y hacerlos llevar a su panteón de familia.

Cada uno de aquellos sombríos entierros era una fiesta para él y un motivo más para alejar la gente del contorno por el miedo supersticioso que todos tenían a los muertos.

Así era que no le paraban los criados y solo Frasco Cruz y su mujer tuvieron la paciencia suficiente para aguantar los malos humores y las rarezas de su amo; pero su sufrimiento tuvo, al fin, recompensa.

Cuando menos lo esperaban, don José decidió marcharse a la ciudad, y dejó la finca a Frasco Cruz, para que la fuese pagando a plazos, sin más condición que la de respetar y cuidar a toda la familia que dejaba sepultada en el cementerio, como si la hubiese llevado allí para verse más libre de ella.

La envidia que provocaba la fortuna de Frasco Cruz hacía que las gentes criticaran más despiadadamente a don José, por haber vendido los huesos de sus antepasados.

Unos hablaban de apariciones que lo tenían asustado, con el temor de que sus muertos tomasen venganza de sus crueldades. Otros sostenían que se había marchado de miedo a la vista de aquel único nicho vacío que le estaba destinado y que parecía dispuesto a tragárselo.

Pero el caso fue que Frasco Cruz y su mujer se vieron, cuando ni siquiera se hubieran atrevido a pensarlo, dueños del cortijo del Monje.

Frasco continuó su vida sencilla y de trabajo, pero Antonia comenzó a engordar, a tomar importancia y a hacerse dar el tratamiento de tía Antonia, que equivale allí al de doña Antonia en la ciudad. Se diría que había heredado el orgullo y dignidad de los antiguos dueños, y hasta el mal genio, autoritario, de don José.

Como el protocolo de la alta sociedad campesina que se observa tan severamente allí como se guardaba en las antiguas cortes, no permitía a las mujeres casadas componerse, ni siquiera llevar la cabeza descubierta, ni asistir a fiestas, sino con las hijas, los deseos irrealizados de la juventud de la tía Antonia venían a encarnar en Pura.

Se divertía en vestir y adornar a la hija para que llamase la atención entre todas las mozas, porque a ella le alcanzaba también el triunfo. Pura llevaba las modas más audaces con una tendencia señoril que escandalizaba a las gentes conservadoras de sus tradiciones. Había llegado a peinarse sin moño y a presentarse en el baile sin pañuelo al talle, cosa que no se permitían las aldeanas.

Pero, pese a las críticas de los envidiosos, todos los mozos se juntaban en torno a Pura. Cada vez que salía a bailar se le cantaban coplas y coplas que le impedían dejar el baile. Hubo veces de bailar quince coplas seguidas. Cantaban los mozos a pares, los bailadores se pedían la vez para acompañarla con ese:

—¿Hace usted el favor, amigo?, que obliga a retirarse al que actúa y dejar el puesto al otro.

Se componían coplas para ella y surgían los piropos más poéticos cuando se le pedía a su pareja: «¡Dígale algo a esa niña!».

La madre gozaba en eso seguramente más que Pura, la cual, siempre seria y contemplativa, parecía no interesarse por nada.

Tenía deseo la madre de vivir la novela de amor de la hija y la desesperaba su indiferencia por los hombres.

—Parece que esperas algún príncipe —solía decirle—. Mira que los años pasan y te vas a quedar para vestir imágenes.

Aquel último razonamiento hacía impresión en la muchacha. Había ya cumplido los veinte años y veinte años eran muchos años allí, donde las mujeres, prematuramente maduras, se casan a los quince o dieciséis, lo más tarde. No estaba ya en edad de descuidarse.

Así es que cuando su padre le habló de que la había pedido en matrimonio Antonio el Peneque, que gracias a su suerte en el contrabando había llegado a ser dueño del cortijo de los Tollos, ella lo aceptó sin alegría y sin repugnancia.

Antonio tenía un tipo moreno, moruno; se recordaba al verlo que la tierra fronteriza africana se divisaba desde lo alto de las montañas de la costa, cuando al salir el sol reflejaba sobre ellas. Era fuerte, sanguíneo, con una rojez que recordaba la sangre de toro. Eso hacía murmurar que le gustaba tomar un vaso de vino algo más de lo corriente; pero nadie podía decir que lo había visto embriagado. Si tomaba alguna pítima era a sus solas, cuando la podía dormir sin que lo vieran.

No era ya muy joven; andaba cerca de doblarle la edad a Pura; y a pesar del asedio que le habían puesto todas las muchachas del contorno, no se le había conocido ninguna novia.

Ya se iban reconciliando con él las que lo odiaban, creyéndolo incasable, cuando vino a sorprenderlas la noticia de la boda con Pura.

El noviazgo tenía que ser corto, dada la edad y posición del novio, que no era de pasatiempos.

La boda prometía ser un acontecimiento, un alarde de ostentación, con la que los nuevos ricos querían afianzar su prestigio de labradores acaudalados. Había allí también sus prejuicios de aristocracia, y se echaba en cara a la familia de Frasco Cruz haber sido sirvientes, que era todavía un estado inferior al de jornaleros. En cuanto a Antonio, no era más que un contrabandista enriquecido sabe Dios cómo.

Se le conocía sólo por Antonio el Peneque, apodo que llevaban ya sus antepasados, y que era el único apellido que podían ostentar, pues el único que sabía su verdadero apellido fue un abuelo que se ahogó en el mar una noche de alijo. Cuando llamaron al hijo a declarar no pudo decir su apellido; solo pudo decir, casi llorando:

—El apellido se ha ahogado en el mar con mi padre.

Y desde entonces no los conocieron más que por los Peneques, y a sus enemigos les servía de risa y comidilla la anécdota de su verdadero apellido ahogado en el mar con el abuelo.

Aunque aún faltaba más de un mes para la boda, no se hablaba de otra cosa en todo el contorno. Las mozas se preparaban para la fiesta con la secreta esperanza de que se realizara el refrán de que siempre de una boda sale otra.

Todas comentaban envidiosamente los preparativos que liarían en el cortijo de los Tollos para recibir a Pura, pues aunque todas aparentaban despreciar a Antonio, hubieran querido estar en lugar de la novia.

Las que habían logrado ver los preparativos decían que toda la alcoba tenía cortinillas blancas, y que a la cama le habían puesto tantos colchones que estaba más cercana al techo que al suelo.

Las camas altas eran como un lujo de la comarca. Debajo de ellas se guardaban ropas y herramientas, y como las colchas no bastaban a cubrirlas, se ponían delanteras bordadas, que consistían en volantes de encajes y entredoses, los cuales caían como las guarniciones de los altares.

Todos los buhoneros que con sus arquillas sobre las burruchas o sobre las espaldas iban vendiendo telas, encajes y baratijas, acudieron a los cortijos de los novios y se hacían lenguas contando las compras que les habían hecho. Se sabía que Antonio le había regalado a la novia un traje de holancete, otro de merino negro, un mantón de Manila y un collar de corales.

Sin embargo, los vendedores continuaban yendo, después de cada viaje de recova, a Níjar o a Almería, con las nuevas novedades.

Las cabezas de las cinco muchachas se unían para mirar todas aquellas cosas del fondo de la arquilla.

La juventud y la gracia las igualaba a todas. Cándida e Isabel eran primas pobres que vivían en compañía de Pura; y Rosa y Encarnación, vecinas que les servían de criadas. Pero entre todas se había formado una especie de camaradería que borraba diferencias: todas atendían a los quehaceres del cortijo y todas comían en la misma mesa y se iban juntas a los bailes.

Rosa se puso en su mano regordeta, colorada, donde el frío del agua había abierto grietas, una sortija de gran piedra azul y la miraba a la luz como si hubiera sido un diamante.

Isabel ponía sobre su pecho un alfiler que fingía un racimo de uvas encarnadas. Cándida miraba embelesada unos aretes de latón y cristal; y Encarnación y Pura reconcentraban la atención en la caja de flores contrahechas donde lucían soberbias rosas rosadas, de tamaño descomunal, sobre hojas de papel de talco.

Tan distraídas estaban que no oyeron el ruido de los pasos de las cabalgaduras que se aproximaban. Bien es verdad que debían de ser amigos, porque «Zaida» y «Sola» no ladraron.

Así es que las sorprendió ver detenerse a la puerta los tres potros enjaezados y oír la voz de Antonio y sus dos amigos al pronunciar el saludo habitual:

—A la paz de Dios.

No los esperaban tan temprano aquel domingo. Rosa y Encarna salieron huyendo para que no las viesen sin vestir de gala aún. Isabel y Cándida se ruborizaron de esperanza.

Antonio iba rara vez sólo. Siempre llevaba amigos. Sobre todo no faltaba jamás Joseíyo, cuya visita no parecía desinteresada, pero que no acababa de decidirse por ninguna de las dos primas. Aquella tarde los acompañaba también Ceferino, un primo de Antonio, al que no le parecía costal de paja Cándida. Esto parecía indicar que José se inclinaría a Isabel.

Mientras Antonio iba a cumplimentar a la futura suegra y Ceferino amarraba las bestias por las bridas a los hierros de la ventana, José se acercó a las muchachas.

Pura tenía en la mano la gran sortija azul, abandonada por Rosa en la huida.

—Supongo que no te irás a comprar eso —dijo.

—Pues es muy bonita.

—Si, pero Antonio te ha comprado una que vale más que ésa.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque me la ha enseñado.

—¿Y cómo es?

—Se enfadará si te lo cuento.

—No le diré nada.

—Pues es de oro macizo.

—¿Quieres callar?

—Y con una gran perla verdadera. Es la que te pondrá cuando os velen.

La joven se quedó silenciosa.

—La he traído yo de Almería.

—¿Has estado en Almería?

—Sí…; me quiero ir a Orán y fui a preparar el viaje.

—¡Qué suerte irse lejos! ¡Ver tierras! —dijo Pura—. ¿Cuándo te vas?

—Cuando os caséis. Ahora Antonio me necesita para todo. Le he traído hasta las arras en moneditas de oro de dos duros que son una preciosidad, chiquitas, para que te quepan bien en las manos.

La voz de Antonio los interrumpió.

—¿Qué andas charlando ahí?

—Me decía que le gusta esa sortija azul —dijo José.

—Eso vale poco —respondió con orgullo el novio.

—Lo que le gusta —interrumpió Santiaguico— son este par de rosas.

—¿Y qué valen?

Pura atajó:

—No, no quiero que me las compres. Me gustan porque a mí me gustan mucho las flores…, pero no me las he de poner.

—Esta noche hay baile en el Granadillo… —insistió el buhonero.

—Pero ella no puede ir —dijo la madre, con cierta satisfacción—. Esta mañana se ha corrido en Níjar la primera amonestación.

—¡Ah!, vamos, que estás ya presa —dijo el vendedor—. Cómpramelas tú, Isabel. —No tengo dinero.

—Si me dejas que yo te las regale —dijo Ceferino.

—Regálale otras —dijo Antonio—. Aunque Pura no vaya al baile, quiero yo que se ponga esas rosas esta noche.

La joven había enrojecido. Sentía una sensación de malestar. Le parecía que era verdad que con aquella amonestación lejana estaba presa.

Su cautividad le impedía ya salir a la calle. Una mujer amonestada no se presentaba en ninguna parte ni salía de su casa.

Le pareció que los ojos de Antonio la miraban con expresión distinta, con algo de amo, de vencedor, como si la valuase y tomase posesión de su cuerpo. Experimentaba algo doloroso, algo de vergüenza. Aún quiso protestar de aquel regalo.

—A mí me gustan las flores naturales, que tengan olor…, los claveles y los nardos…

Pero Antonio no le hacía caso.

—Vamos a ver, Santiaguillo, si llevas un buen pañuelo de la cabeza para la tía Antonia.

—¿También para mí? —dijo la madre contenta.

—Pues ya lo creo. A ver, Rosa, Encarnación, tomar lo que más os guste.

—Nosotras no estamos amonestadas y nos estamos vistiendo para ir al baile del Granadillo —respondieron desde dentro las muchachas.

—¿Y por qué no vais vosotras también? —preguntó Ceferino, que había ofrecido un par de peinas con cuentas de vidrio a Cándida e Isabel.

—Pues claro que sí van —afirmó José.

Las muchachas dudaban.

—¡Dejar sola a Pura!

—Las novias no necesitan a nadie —respondió el joven.

—Pero ¿quién nos lleva?

La severa moral campesina exigía que no fueran las mozas solas, aun reuniéndose tantas, y la madre tenía que quedarse para guardar a los novios.

—¿Dónde está el tío Frasco?, preguntó Ceferino.

—Mi padre fue con los muleros a recoger los pares del haza —respondió Pura.

—Entonces no debe tardar y lo convenceremos.

—No costará mucho trabajo —dijo riendo la esposa—, que, viejete y todo, siempre le gusta echar una cana al aire.

—Pero usted no se disgustará.

—¿Por qué? No me va a traer ningún chico a casa.

Protestaron las sobrinas con el deseo de ir al baile.

—El tío no mira a las mujeres.

—Que os creéis vosotras eso —repuso con viveza, como si la indiferencia de su marido fuese algo ofensivo—. Los hombres, cuanto más viejos más pellejos. Y no me pesa, porque caballo que no relincha cuando ve a la yegua…

Las dos muchachas salieron compuestas, frescas y lavadas, anunciando que ya estaba la olla pronta para volcarla.

No fue preciso esperar mucho. Frasco Cruz llegó del campo con los muleros y aceptó con alegría el ir de guardián de las muchachas. Dos de los criados los acompañarían y se quedarían otros dos a cuidar las bestias.

Fue preciso que se cambiaran el turno entre ellos para que le tocara ir al novio de Rosiya.

La comida fue alegre. Se puso una mesa pequeña y baja en medio de la gran cocina, de dos naves, partidas por un arco, en cuyo centro había una argolla de hierro. Era la cocina donde en las noches de baile cabían doscientas personas y que servía de comedor, de recibimiento, de dormitorio a los muleros, cuando se quedaban en casa, y hasta de almacén, porque en torno de la nave primera se amontonaban los objetos, y detrás del gran portón claveteado, que se atrancaba con mozo y cerrojos, se ocultaban durante el día las labores de esparto y los aparejos de las bestias.

Se cubrió la mesa con un blanco mantel, se colocó encima la enorme fuente vidriada con honores de lebrillo, y las dos muchachas volcaron en ella, no sin trabajo, la olla, que esparció con su vapor el perfume apetitoso del tocino y los garbanzos cocidos con la berza y las patatas, capaz de tonificar la desgana más pronunciada.

No se ponían platos ni vasos. Los que tenían sed se levantaban a beber en las rezumantes jarras de barro, que ofrecían su frescura sobre la cantarera, a cuyos lados colgaban las coquetas toallas blancas, con encaje de crochet, que no se usaban nunca.

El vasar, de arco, empotrado en la pared, estaba atestado de platos y de vasos; en torno de él colgaban de las asas, o sujetas por lazos, tazas y jícaras; las paredes estaban cubiertas de grupos de botellas formando piñas; entre ellas se veían cromos y estampas de santos mezcladas con panochas, pimientos secos o calabazas de cuello que llamaban la atención por la forma o el tamaño, mereciendo por eso el honor de conservarlas como rareza.

Pero nada de esa loza se usaba; ni los cobres y las ollas colocadas en el alero de la leja, sobre el extremo donde estaba el hogar, servían nunca. Sólo una cuchara para cada uno y una faca para partir el pan de todos les bastaba. El vino, las raras veces que, como aquella noche de gala, se bebía, daba la vuelta al corro en el mismo jarro.

Comían todos en la misma fuente. La madre ponía en el lado de cada uno el pedazo de tocino que le correspondía. Sólo se había sacado en tazones la comida de los zagales, que, por su poca edad, no se sentaban aún a la mesa de los mayores, y que habían ido a comerse su ración sobre el tranco de la puerta, cerca de los perros, que los miraban ansiosos esperando su vez.

Estaban alrededor de la mesilla todos, amos, amigas, huéspedes y criados. Si había mucha gente todo se reducía a que el corro fuese mayor.

Se hablaba, se reía, se bebía en abundancia. La olla resultaba tan cargada de tocino que, al decir de Santiaguico, era capaz de resucitar a un muerto. El pan era de trigo, sin mezcla de cebada ni de maíz, pan de ricos, que atestiguaba felicidad y bienestar.

Cuando acabaron de comer, las chicas levantaron la mesa y un cuarto de hora después los que iban al baile se despidieron alegremente.

La noche era oscura, los caminos áridos y pedregosos; tenían que andar más de una legua para llegar al Granadillo, pero todos iban contentos. En llegando bailarían y cantarían sin cansancio ninguno, y aunque no retornarían hasta el amanecer, también andando, no se les notaría fatiga en sus ocupaciones habituales.

Los dos mozos no tardaron en sacar las cabeceras de paja y los cojines y acostarse en un ángulo de la gran cocina, cubiertos con las mantas, sin más que quitarse las chaquetas, las fajas y las esparteñas. Un hombre que se desnudara para dormir sería considerado allí como el colmo del afeminamiento, así como la mujer que no se despojase hasta de la camisa para entregarse al sueño pasaría por el colmo de la suciedad. Se quedaron solos Pura, su madre y su novio. Él, sentado cerca de ella, que, perezosa e inactiva, se entretenía en hacer y deshacer plieguecitos en el borde de su delantal, mientras dejaba vagar los ojos azules por los ángulos oscuros de la cocina.

La madre hilaba las placas de lana, recién cardada, bien oliente al óleo y al aroma de establo, y Antonio les narraba cómo iba la cosecha de sus campos, la abundante cría de sus ovejas y la desdicha de que atacase todos los años a su piara el mal colorao.

De vez en vez bajaba la voz para dirigir un cariño vulgar a su prometida, que lo recibía con esa habitual reserva campesina, bajo la que no se sabía si se ocultaba pudor o disgusto.

Con la puerta cerrada, que impedía ver las Cabrillas, y sin reloj que marcara el tiempo, las horas se le hacían a Pura interminables. Su pensamiento seguía a sus primas y sus amigas. Tenía idea de la animación del baile. Recordaba los triunfos a que renunciaba, y sentía la tristeza que acompañaba en su casamiento a la campesina andaluza, obligada a dejarlo todo.

Y tenía la sensación de que era preciso casarse. Una solterona allí tenía también una renuncia obligatoria de las fiestas, acompañada del ridículo de que se libraba la casada. Comenzaba a comprender por qué su madre parecía haber revivido en ella, y por qué buscaba el pretexto de tener las sobrinas al lado, ahora que ella se casaba.

Casarse era preciso; pero el casarse ¿era ir al amor o era ir al fastidio?

No se atrevía a mirar a su novio al hacerse esa pregunta. Le parecía que no lo había visto bien, que no sabía bien cómo era. Era el marido en que había pensado desde muchacha, sin precisar sus rasgos.

Le había gustado triunfar de un solterón recalcitrante y de todas las que lo deseaban. La complacía el lujo que podía desplegar en su boda, la envidia que iba a despertar. Así, cuando Antonio comenzó a hablar de los muebles, las ropas y las joyas que aún tenían que comprar, se borraron de su espíritu las impresiones penosas, y la llegaron a sorprender las alegres voces y risas de los que volvían contando sus anécdotas del baile, como si retornasen antes de lo que los esperaba.