El otro mundo Cuento fantástico
No es necesario salir de este mundo para convencerse de que hay infierno y gloria, purgatorio y limbo.
Aforismo vulgar
A mi buen amigo el buen poeta don José Campo-Arana
Primera parte Rafael
I
Hace ya algunos años (¡quién pudiera volver a ellos!) nos reuníamos, una vez por semana, varios aprendices de escritor público, en casa de un buen amigo y compañero nuestro. Llamáronse primero estas reuniones martes poéticos, aludiendo al objeto y día de la junta, y, andando el tiempo, uno de los martenses opinó que debían titularse lozoyas literarios, endilgando de este modo una delicada sátira a la sobriedad y parsimonia con que nos obsequiaba nuestro anfitrión, sátira que desgraciadamente no obtuvo más éxito que el de ser reída y festejada por todos. Allí leíamos nuestros trabajos con la seguridad de encontrar en corazones sanos, en inteligencias elevadas, en jueces cuya imparcialidad y buena fe garantizaba, cuando no todo eso, la perfecta igualdad de situación —que, aunque estimula la ambición legítima, no crea jamás la envidia ni el orgullo— un pequeño público en profecía, permítaseme la frase.
Todos, menos uno (la modestia se ve obligada a ser ingenua), los aspirantes a escritores de los lozoyas literarios, ocupan a la sazón un puesto distinguido en la literatura española; todos son algo… Solo yo continúo siendo un pobre infeliz, autor de cuentos que no sabe si salen a medida de los deseos del lector, y de cuentas que rara vez salen a medida de sus deseos.
II
Pero harto hemos hablado ya de los vivos; dediquemos un recuerdo a la memoria del pobre Rafael, el mejor de todos nosotros, el de más talento, el de más corazón.
Rafael era un muchacho de veinticuatro años, de mediana estatura, débil de cuerpo, el rizoso cabello negro retirándose en alborotadas ondas detrás de su ancha y despejada frente; ojos grandes y vivos cuya expresión de impaciencia y de arrogancia estaba como enfrenada por finas y arqueadas cejas, como templada por interesantes ojeras ligeramente violadas; barba escasa destacándose sobre la mate palidez del moreno rostro, mano suave y varonil, natural elegancia y distinguido porte, lo mismo cuando se presentaba vestido de rigorosa etiqueta que al embozarse gallardamente en su capa jerezana. ¡Pobre Rafael!… ¡Qué alma tan generosa, tan inmensa!… Yo le decía muchas veces que, contemplando la suya, me explicaba perfectamente el dogma de la inmortalidad del alma… Y él me miraba y se sonreía…; miento, a veces se incomodaba conmigo.
Su imaginación, semejante a cuantas produce el suelo andaluz que le vio nacer, era ardiente, exagerada: los versos brotaban de su pluma cual las flores del almendro en primavera; fáciles, dulces, incorrectos y con una belleza en cada incorrección. Por eso yo buscaba las incorrecciones de las poesías de Rafael, seguro de encontrar algo bueno en ellas, del mismo modo que muchas veces se encuentra debajo de una chaqueta remendada o una levita raída un corazón de oro.
Pero todavía más que sus versos, me encantaba su conversación, en la cual su espíritu se reflejaba como una hermosa en un espejo, pero como una hermosa sin vanidad que ni repara siquiera en el cristal que tiene delante, donde contemplan su imagen sus admiradores, a quienes ella cree volver la espalda.
Rafael había viajado algo, había tenido la suerte de ver siempre la vida por el lado bello; aunque no muy rico, contaba con lo suficiente para las necesidades de la existencia material, y sus demás aspiraciones eran todas espirituales; ambiciones artísticas, sueños de gloria… No había amado a más mujer que a su madre, muerta cuando él tenía diez años; vivió hasta los veinte con unos tíos; se cansó del pueblo, realizó su patrimonio y se lanzó a correr mundo.
Joven, rico con su poco dinero, soñador, Rafael era libre y dichoso cual el pájaro del bosque, y su alegría, cual la del pájaro en los trinos, se desahogaba en su conversación.
Rafael pintaba con la palabra como otros con el pincel.
Cuando nos describía su vida en Roma visitando ruinas y monumentos, sus paseos en góndola por los canales de Venecia, su ascensión al Mont Blanc, un estreno en el teatro Francés, una carrera de caballos en Derby, (¡cosa extraña en los que escuchan relaciones de viajes!), no experimentábamos deseos de ver lo que Rafael había visto: nos gustaba más oírselo referir a él. Indudablemente, así como Federico Madrazo hermosea las mujeres que retrata, la palabra de Rafael hermoseaba la naturaleza y el arte…
¿Pues y cuando soltaba la llave a su buen humor y comenzaba a decir chistes, a imitar al actor Fulano o al orador Mengano, a contarnos chascarrillos de su tierra? ¡Oh!, entonces tenía uno que taparle la boca o huir de su lado, porque si no corría riesgo de morir desternillado de risa.
Pero ahora caigo en que todo lo que voy diciendo, para mí será muy dulce de recordar, pero al lector, que ni era amigo de Rafael ni probablemente le habrá visto en su vida, le importará un bledo y aún se le hará molesto y enojoso. Vamos al grano.
III
Rafael, que en un principio asistía puntual como el primero a nuestras reuniones, amenizándolas con la lectura de su admirable traducción de los Cantos populares alemanes, dejó repentinamente de tomar parte en los lozoyas literarios. Mereció indulgencia su primera falta y aun explicación satisfactoria, suponiéndole todos esclavizado por alguna ocupación imprescindible; pero llegó otro martes y Rafael faltó otra vez, y al día siguiente, y en nombre de los demás, fui yo a su casa a saber si acaso se encontraba enfermo. Rafael se había mudado y había tenido la previsión de no revelar a su antigua portera las señas de su nuevo domicilio… ¡Y échese Vd. a buscar a Rafael en un Madrid!
Hallarle era mucho más fácil que buscarle, y eso sucedió. Una tarde subía yo al Retiro al propio tiempo que él bajaba. Dos meses haría, a lo sumo, que no nos veíamos, y Rafael no era Rafael. Aumentada su palidez con una intensidad alarmante, sus ojeras extraordinariamente hundidas, oscurecidas y prolongadas, parecía que todo su ser se había refugiado en sus ojos. Su traje era más arreglado que de costumbre.
—¡Rafael!… —dije corriendo a él y abrazándole.
—¡Ah… Carlos!… ¿La has visto? —exclamó saliendo de la distracción en que venía sumido.
—¿Cómo que si la he visto? —pregunté con extrañeza.
Rafael se ruborizó lo mismo que una niña de nueve años al descubrir inocentemente el secreto de una travesura, y tartamudeó:
—No… perdona… Venía preocupado… No hagas caso de lo que te he dicho… ¿Qué es lo que te dicho?
—¿Quién es ella, grandísimo picarón, quién es ella? —repuse yo cogiéndole del brazo, con acento inflexible—. ¿Quién es esa mujer infame que te ha hecho desertar de nuestras filas y olvidarte de nosotros? No trates de negar; confiesa… o no confieses. Esa frase imprudente que se ha escapado de tus labios como un canario que encuentra abierta la puerta de la jaula, equivale a la más explícita de las confesiones… Amas a una mujer, dejas a tus amigos que te buscan y no te encuentran, vienes a buscarla al Retiro… y a tu vez no encuentras lo que buscas… ¡Justicia providencial!
—Por Dios, Carlos… No te burles de mí; estoy triste.
—Tú triste… ¡Tú!… Pero, ¿qué tienes que no hablas?… ¿Callas? Adiós, Rafael.
—Ven acá, hombre, ven acá… Escucha… Voy a decírtelo todo: tú tienes derecho a saberlo todo… y yo tengo necesidad de desahogar mi corazón en uno tan leal y tan cariñoso como el tuyo. No me agradezcas la confesión que voy a hacerte… ¿Quieres hacerme el favor de oír lo que ha pasado por mí desde que no nos vemos?
—Habla, Rafael —contesté conmovido.
Él permaneció un momento silencioso y como reuniendo sus ideas; después se cogió de mi brazo con un movimiento repentino, y andando unas veces, deteniéndose otras, se expresó en estos términos mientras nos internábamos en las alamedas del Retiro, perfumadas por el dulce aroma de las primeras lilas.
—Carlos, tú lo sabes; yo no había amado nunca; es más, no creía en el amor… Reconcentrada toda la fuerza de mi ser en mi fantasía, alimentada exclusivamente por los modelos de la belleza ideal, yo me había forjado en ella una imagen de mujer tan pura, tan grande, tan perfecta, que al encajarla, al sobreponerla en las realidades que encontraba a mi paso, siempre aparecían mezquinas estas, imposible la ambición de mi alma soñadora. Y plenamente convencido de semejante imposibilidad, dispuesto a no conformarme como tantos otros con lo posible, renuncié al amor del mismo modo que ya había renunciado, muchos años ha, a ser rey o millonario… Y mis libros, mis versos, mis esperanzas de gloria, vuestra compañía, llenaban por completo mi alma… Un jueves —anteayer hizo dos meses— estuve a comer en casa de Cárdenas y tuve por compañera de mesa a una sobrina de este, recién llegada de América con su padre, alto empleado en la Habana. Su belleza nada común, su elegancia, el ángel (como decimos los andaluces), que resplandecía en todos sus movimientos, en todas sus palabras, cautivaron poderosamente mi atención desde los primeros instantes… Pero no pienses que eso me hizo apostatar de mis creencias sobre las mujeres, no; fue comprender y confesarme noblemente que aquella era una mujer distinta de las demás… Terminada la comida, pasamos al gabinete y allí se hizo general la conversación. Enriqueta, la señora de Cárdenas, que no había dejado de notar mi predilección por su sobrina Andrea y que me trata con bastante confianza, me lanzó a quemarropa la siguiente pregunta: —Desde la última vez que nos hemos visto, ¿no ha modificado Vd. nada sus teorías sobre el amor? —Yo me quedé algo aturdido y cuando ya iba a contestar, alguna simpleza sin duda, Andrea volvió hacia mí sus fascinadores ojos y dijo con su voz dulce y perezosa: —¿Vd. tiene teorías especiales sobre el amor?… ¡Ay! Explíquemelas Vd.… a ver si estamos conformes. —Me puse colorado, sostuve que no recordaba a qué teorías se refería Enriqueta, aseguré que esta había sin duda interpretado mal mis palabras en alguna ocasión, cometí en fin cuantas torpezas puede cometer en semejante caso el colegial más zaino y más inocente. Enriqueta, a quien yo había llamado poco menos que embustera y necia, quiso tomar su revancha y repuso: —Nuestro amigo Rafael, querida Andrea, no cree en el amor. Desea para sí una mujer bella, discreta y virtuosa, y afirma que eso no puede encontrarse en el mundo. —Andrea se echó a reír y dijo con una sonrisita burlona que me dejó helado: —¡Ya!… El señor buscará una mujer digna de él y no logrará dar con ella… —Y luego variando de tono y fingiendo un enojo encantador, continuó—: Convengamos, sin embargo, amigo mío, en que no es muy galante su proceder de Vd., ni muy hábil tampoco… Vd. está en lo cierto: las mujeres somos muy malas, pero bien pudiera suceder que alguna llegase a enterarse del desdén que le inspira nuestro sexo y tomara por su cuenta la venganza de todas las demás, enamorándole perdidamente. —Reconozco que he obrado mal —contesté yo entonces con acento sumiso— y declaro que no solo merezco sino que ambiciono el justo castigo de mis culpas… si bien quisiera que se me dejase en libertad de elegir verdugo. —Andrea, que me miraba sonriéndose, se puso repentinamente seria y Enriqueta varió de conversación. Llegó más gente, los jóvenes pidieron que se bailase un poco y el ama de la casa accedió a su demanda. Yo bailé dos valses y un rigodón con Andrea, y al sentir mis manos entre las suyas, al recoger su talle flexible entre mis dedos temblorosos, al respirar con avaricia el aroma de su aliento, al sentir acariciado mi rostro por su inquieta cabellera, me parecía, aturdida mi razón en las vertiginosas vueltas del baile, que nuestros dos cuerpos se habían fundido en uno solo que tenía dos almas para sentir y para gozar mejor… Carlos, imagínate un torrente contenido, oculto por una enorme piedra que durante veinte años para el curso de sus aguas y hasta ahoga sus rumores: figúrate que un movimiento del terreno, la casualidad, muda el asiento de la piedra enorme y verás las hirvientes espumas salir arrebatadas en confuso montón y exhalando imponentes mugidos; las verás salpicar con sus gotas de acero la celeste bóveda, arrasar con sus ondas la tranquila campiña por donde al son de sus dulces cantares caminaba arando el sencillo labriego. Igual violencia presidió al despertar de mi corazón… Olvidando todo género de consideraciones, acompañé aquella noche a Andrea hasta su casa: a la siguiente volví a verla en la de Enriqueta y, sin aguardar más tiempo, porque yo había gastado ya la cantidad de calma que da Dios a un hombre para una vida, aproveché la primera ocasión en que pude hablarle a solas y le dije con brutal ingenuidad y con enérgica exaltación: —Andrea, ayer vi a Vd. y ayer he nacido de nuevo. La amo a Vd. con toda mi alma; no desconfíe Vd. de mi amor creyendo que hace poco que existe. Ayer era un niño y hoy soy un hombre: la he amado a Vd. durante una juventud desarrollada en veinticuatro horas. No pido a Vd. una respuesta en este momento: no la quiero. Hablemos, tratémonos por espacio de algunos días, vea Vd. cuando me conozca si yo basto a llenar todas sus aspiraciones de mujer: si es así dígamelo Vd.; si no es así, dígamelo Vd. también y me moriré de pena… Eso vale más que morir de desesperación. Yo no soy rico, Andrea, pero soy joven y emplearé todas mis fuerzas en conquistar una posición para ambos. No tema Vd. que me falten, que yo, que tanto necesito de ellas, no lo temo tampoco. —Callé… La miré… Tenía los ojos bajos y el color encendido; ofreció contestarme y dentro de la misma semana le arranqué la confesión de que me amaba y de que esperaba en mí… Desde entonces mi vida consiste en trabajar para ser digno de ella y en verla para cobrar bríos y seguir trabajando… Ella me ama; estoy seguro de ello: ella me lo ha dicho. Su padre desea casarla con otro, pero es incapaz de violentar en lo más mínimo la voluntad de su hija, y siendo ella quien ha de decidir en esa cuestión, estoy tranquilo. ¡Un título nobiliario, un carruaje, un palco, un palacio, valen bien poco para ella comparados con la felicidad que puede ofrecerle mi cariño!…
Cesó de hablar Rafael y yo le dije:
—Nada tengo que oponer a todo eso sino una pregunta. ¿Esa mujer es digna de los sacrificios que estás dispuesto a arrostrar por ella? Contéstame con ingenuidad.
Rafael me miró al pronto como si no hubiese comprendido mis palabras y de repente exclamó con ímpetu y apretándome las manos entre las suyas:
—Carlos, ¡la amo más que a mi vida!
—¿Por qué estás triste entonces? —volví a preguntar.
—Porque hace hoy seis días que no la veo por ninguna parte, ni en casa de Enriqueta, ni en los paseos, ni en los teatros… Porque le he escrito cuatro cartas y no he recibido contestación a ninguna… Porque temo…
—¿Qué es lo que temes?
—¡Calla! No… Mira: hablemos de otra cosa… Hasta ahora me he ido librando de darme a mí mismo respuesta sobre esa cuestión.
Y alimentando nuestra conversación con un monosílabo cada cinco minutos, dimos la vuelta y nos separamos. El pobre Rafael había conseguido ponerme de mal humor.
IV
Un martes, que ninguno de nosotros olvidará nunca, habíamos estado todos a cual más haragán. Apenas hubo que leer y, haciendo así un implícito propósito de la enmienda, cada cual comenzó a desenvolver grandes proyectos para la reunión próxima.
—¿Qué vas tú a leer? —me preguntaron.
—Un cuento que he planeado esta mañana.
—¿Cómo se titula?
—El otro mundo.
—¡Ya!… Un viaje a la gloria y al infierno y al purgatorio y al limbo…
—Sí…
—Pero, chico, eso está gastadísimo. Dante en su Divina comedia y Quevedo en sus inmortales Sueños puede decirse que han agotado el asunto.
—No es mi ánimo provocar competencias con esos señores: mis aspiraciones son más modestas como veréis por vosotros mismos.
Con este motivo se habló largamente del otro mundo, sentándose atrevidas y absurdas y extrañas y chistosísimas proposiciones sobre la inmortalidad del alma, las penas y castigos de la vida perdurable, la eternidad, etc., etc., etc.; conviniendo al fin la asamblea, por unanimidad de votos, en que, hasta el presente, no se sabe una sílaba en este mundo de lo que pasa en el otro.
Cuando llegábamos a este luminoso resultado, Rafael apareció ante nosotros. Acogió con una sonora carcajada el asombro que su presencia dibujó en nuestros semblantes, y tirando la capa y el sombrero sobre un mueble, arrastró una silla, se montó en ella y exclamó alegremente:
—¿De qué se trata?
—Ante todo, Sr. D. Rafael… —dijo uno de los presentes.
—Alto —replicó el aludido—. Vengo dispuesto a no dar la explicación más leve de mi conducta. He permanecido cuatro meses sin poner los pies en esta casa porque me ha dado la gana y por la misma razón vuelvo hoy a ella. Conque… ¿de qué se trata?
—Del otro mundo.
—¡Hombre!… Bonito asunto… A propósito del otro mundo. Esta misma mañana reflexionaba yo al tropezar entre mis libros y papeles con un tomo de los viajes del doctor Livingstone: «¿Cómo, entre tantos hombres que han dado la vuelta a la tierra o se han lanzado a los aires en la frágil barquilla de un globo, exponiendo a un peligro inminente su vida por el hallazgo de un dato científico, de un problema las más de las veces insoluble, no ha habido uno solo que se levante la tapa de los sesos de un pistoletazo para salir de dudas sobre lo que encierra el otro mundo?». Verdad es que no podría dar cuenta a los mortales de su descubrimiento, porque, por lo visto, por allá anda el servicio de correos peor que por acá, que es cuanto se puede decir, y aún está por llegar la primera carta del viajero que toma ese rumbo… Pero ¿no es un hecho consumado el magnetismo? ¿No se ponen los espiritistas un día y otro en contacto con el alma que se les antoja, y no escriben lo que ella les dicta con solo dejar correr la pluma por el papel? Pues ¿quién me impide a mí pegarme un tiro esta noche y revelaros mañana lo que real y verdaderamente es el otro mundo? Nadie. Y este es sin disputa un medio de hacerme célebre más seguro y más breve que los seguidos hasta aquí.
Todos soltamos la carcajada y Rafael continuó diciendo con seriedad impasible:
—¿Os reís? ¿Creéis que no soy capaz de poner por obra mi proyecto?… ¿Pensáis que la muerte ha de intimidarme? Un suicidio por haber cometido una vileza es un contrasentido; un suicidio por una pérdida de juego es un absurdo; un suicidio porque una mujer engañe miserablemente al hombre que no amaba la vida más que por amarla a ella… es una bestialidad que nadie concibe, aunque se está repitiendo todos los días; pero ¡un suicidio por la ciencia, un suicidio por la moral, un suicidio en aras de la curiosidad humana!… ¡Eso es grande!, ¡eso es sublime, eso es digno de un hombre como yo!… Yo me siento con ánimos para realizar tamaña empresa, y yo la realizaré, y comparados conmigo en los tiempos venideros, a la luz de la razón y de la filosofía, Ícaro será un mancebo encogido, y Cristóbal Colón un pobre diablo.
Una salva de aplausos siguió al discurso de Rafael quien, evidentemente curado ya de su fatal pasión amorosa, había recobrado su antigua alegría.
De repente se abalanzó a la capa y al sombrero, y exclamó:
—Amigos, ya es tarde y quiero emprender el viaje antes de las doce… Sí, después de haber concebido semejante idea, no quiero vivir un solo día más…
Y diciendo y haciendo fue abrazándonos uno por uno, encargándonos con bien fingidas lágrimas y compungido acento que no nos olvidásemos de él, que le perdonáramos si acaso en alguna ocasión nos había ofendido involuntariamente, asegurándonos una y mil veces que aquello no era una broma como creíamos, sino una verdad indudable, y encasquetándose el sombrero, se dispuso a salir.
—Oye —le dije yo deteniéndole por el brazo—. Yo iba a escribir un cuento titulado El otro mundo.
—Pues no te calientes la cabeza inventando disparates… —me contestó fijando en mí sus inmensos ojos negros—; mi relación será para ti.
Y abrazándome y besándome y dejando humedecidas mis mejillas con sus bien fingidas lágrimas, desapareció.
—¡Qué loco! ¡Qué gracioso! ¡Siempre el mismo! —exclamamos todos a una voz cuando todavía resonaba por la escalera el rumor de sus precipitados pasos.
V
El miércoles por la mañana supimos con horrible pena, con invencibles remordimientos, que Rafael se había suicidado la noche anterior. Sobre su pupitre se encontró una carta dirigida a mí y que decía:
Carlos, no creas que me mato porque Andrea ha accedido voluntariamente a casarse con el novio que le proponía su padre. Me mato por cumplir la promesa que acabo de haceros.
Rafael
Martes 11 de mayo a las doce menos tres minutos de la noche.
VI
Tan horrorosa catástrofe impresionó vivamente a todas las clases de la sociedad madrileña, que se apresuró a agotar el volumen de obras escogidas de Rafael publicadas bajo la dirección de sus compañeros y cuya segunda edición, considerablemente aumentada, verá la luz pública de un día a otro.
Para nosotros (y para mí en particular que le quería como a un hermano), la muerte del gran poeta que, disponiendo de tiempo apenas para recorrer las cuerdas del arpa, había sabido arrancar de ellas tan inolvidables armonías, la muerte de aquel corazón nacido para amar y destrozado por el desdén, será uno de esos horrorosos espectáculos de los cuales nunca pueden apartar sus miradas los ojos del espíritu.
Yo no puedo recordar ya al joven gracioso, chancero y animado. Cuando la idea de Rafael viene a mi memoria, se dibujan delante de mi vista tres imágenes que se confunden y se separan sin cesar. La primera le retrata pensativo, melancólico como la tarde que me confió la historia de sus amores paseando por las alamedas del Retiro perfumadas entonces por el aroma de las primeras lilas… ¡las últimas para él!… La segunda riendo nerviosa, convulsivamente, disponiéndose un lecho de sarcasmos, de horribles epigramas, para acabar en él su existencia, pobre flor agostada en primavera cuando todas las del jardín alzan el cáliz al sol para que abrillante su rocío; llorando su desencanto con carcajadas, que son las lágrimas del miserable… Y la tercera… ¡Oh, la tercera encerrado en una estrecha caja; los ojos caídos, los labios cerrados, el corazón inmóvil; muda y solemne elocuencia de un cadáver que parecía decir: «¡El mundo no vale una mirada; el mundo no merece una queja; el mundo no es digno de que lata en él un corazón como el mío!…».
VII
En muchos días ¿quién pensaba más que en Rafael, quién torcía hacia otro camino el curso de las ideas? Yo tenía obligación de entregar un cuento al director de un periódico que me había adelantado su importe y que, sin duda no comprendiendo bien la causa de mi informalidad, me abrumaba a recados para que cumpliese mi compromiso. ¿Y qué cuento iba a escribir? ¿El otro mundo? Imposible. Eso sería una profanación, y, por otra parte, el solo temor, absurdo, supersticioso, enhorabuena, de que el espíritu de mi pobre amigo pudiera guiar mi pluma, me erizaba los cabellos. Quise inventar otro cuento: más imposible todavía. Entre las bellas cualidades de la imaginación descuella su refinado egoísmo: solo cuando no tiene que pensar en lo propio se ocupa de lo ajeno.
Décimo recado del director del periódico. Me enfadé y contesté al mozo de la redacción: «Vuelva Vd. mañana a primera hora y ya estará escrito». Y encargando a mi criado que cuando volviera al día siguiente le entregase unas cuartillas que yo dejaría sobre mi mesa, me dispuse a escribir.
VIII
Saqué el reloj… Eran las doce menos tres minutos de la noche… ¡Extraña coincidencia!… ¡Espantoso recuerdo!… Un escalofrío corrió por todo mi cuerpo y en seguida mi frente abrasada se bañó en sudor… Las blancas cuartillas extendidas sobre mi pupitre atraían mis miradas y las desvanecían hiriendo mis ojos… Alargué la trémula mano hacia la pluma y me pareció que antes de tocarla con mis dedos se había colocado en mi mano por sí misma… Y una vez en ella, a impulsos de una fuerza extraña, incomprensible entonces, inexplicable siempre, la pluma arrastraba mi mano y obedeciéndola ciegamente todo el resto de mi ser, paradas mi voluntad y mi inteligencia, comenzó a correr por el papel con rapidez vertiginosa y a llenar cuartillas y más cuartillas de una letra grande, desigual y temblona como trazada por un hombre de noventa años. Al cabo de un rato, cuya duración no pude apreciar, mi cabeza soñolienta cayó sobre mis brazos… ¡Qué horrible pesadilla! Rafael, con la sien ensangrentada, me decía poniéndome la yerta mano sobre el hombro: «Ya ves como soy hombre de palabra: ya ves como he cumplido mi promesa».
Desperté sobresaltado: ya era de día… Busqué las cuartillas… No había ninguna… Gracias a Dios todo había sido una alucinación o un delirio…
A la tarde me trajeron unas pruebas de la imprenta…
—¿Cuándo he escrito yo esto? —pregunté a mi criado.
—Señorito —me respondió—. Debe ser lo que esta mañana había sobre la mesa y que yo entregué al mozo de la redacción que vino a buscarlo, conforme Vd. me mandó anoche.
Las pruebas (salvo las erratas), decían así:
Carta de Rafael a Carlos desde el otro mundo.
Yo copio ad pedem litteræ su contenido, absteniéndome de hacer el menor comentario. El lector hará cuantos tenga por conveniente.
Segunda parte La carta de Rafael
I
Recé la última oración por el alma de mi madre, pensé por última vez en Andrea y la perdoné considerando la felicidad que perdía, afortunadamente sin saberlo; cogí el revólver: lo monté y, al apoyarlo en mi sien, desmayé a la idea posible de no ver a Andrea en toda la eternidad. Bajé el brazo… «Vivamos —me dije—. Veámosla… Pero… ¿en brazos de otro?…». La detonación del revólver ahogó recién nacido este cruel pensamiento. No podría determinar si el dolor que sufrí fue muy grande… Creo que no… Pasados algunos instantes, en que no pensé nada, en que no recordé nada, en que no experimenté nada, ni la absoluta inacción de mis sentidos y facultades, desperté con la sorpresa que lo haría una piedra que se animase de repente. Hallábame postrado en tierra y notaba una penetrante frialdad, como la del mármol, en todo mi cuerpo. «¿Dónde estoy? (me pregunté con una voz que sonó dentro de mí). ¿Estoy en mi cuarto?… ¿Acaso la herida que me he hecho no es mortal?…». Y esta terrible duda aclaró más mi inteligencia… Abrí los ojos… Nada distinguí… Una luz negra, completamente opaca, alumbraba una oscuridad más negra todavía. (No encuentro otras palabras para expresar aquella sensación). Llegó a mis oídos un confuso rumor de llaves que chocaban entre sí; después se oyeron crujir cerrojos y rechinar la cerradura de una puerta… La luz solar hirió rudamente mis ojos obligándome a cerrarlos por algunos momentos… Al abrirlos después, noté que estaba en una prisión y que tenía delante a un carcelero, repugnante como todos los que sin participar de ella rodean a la desgracia infeliz, o infeliz y culpable —dos veces infeliz.
—¿Qué quieres de mí? —le pregunté.
—Que me sigas —respondió bruscamente.
—¿A dónde he de seguirte?
—Al tribunal que te espera para juzgarte. ¿Has hecho ya el equipaje?
—¿Qué equipaje?
—¿Cuál ha de ser? El de tus acciones.
Miré en derredor de mí, y sin comprender lo que hacía maquinalmente, haciné en un gran talego que estaba tirado en un rincón, mis malos pensamientos, mis dudas sobre la virtud y la religión, mis injusticias para con los que me rodearon en mi vida pasada, y me lo eché al hombro; reuní un puñadillo de limosnas, rasgos generosos y buenos deseos, y recogiendo una pesada cantarilla llena de lágrimas hasta los bordes.
—Estoy a tu disposición —dije al carcelero.
Y ambos echamos a andar.
II
—¿Dónde estamos? —pregunté a mi acompañante al divisar una caseta de madera que se presentó a mis ojos de improviso.
—En las fronteras de la muerte —me replicó—. Esta es la aduana: entra para que te registren el equipaje por si llevas algún contrabando.
—¡Contrabando!… —exclamé persuadido de que aquel hombre se me burlaba en las barbas—. ¿Pues qué contrabando cabe en semejante equipaje?
Él hizo un gesto despreciativo y dijo con desdén:
—¿Cuál ha de ser, majadero? Las buenas acciones que hayas llevado a cabo en tu vida impulsado por otro interés que el de la virtud. Las limosnas que has hecho para darte aires de caritativo delante de gente, las faltas que has dejado de cometer por repugnancia o por pereza o por miedo y no por heroísmo, como tú te complacías en creer engañándote a sabiendas… Por acá, hipocresía y contrabando son voces sinónimas.
Entré en la caseta un tanto humillado y mohíno y puse mi equipaje a la disposición de los carabineros, cuyo traje y aspecto no se diferenciaba gran cosa de los que hay en la aduana de Irún.
Lo primero que repararon fue una estocada dada al día siguiente de un baile de máscaras, por un bofetón recibido en él.
—¿Qué es esto? —me preguntaron.
—Un acto generoso —repliqué con calor—. Me habían injuriado, debía volver por mi honra so pena de pasar por un cobarde.
—Si no paga Vd. los derechos que marca la tarifa, decomisamos a usted esa acción generosa.
Bajé la cabeza, eché mano al bolsillo y pagué, al propio tiempo que un hombre con trazas de peón de albañil ponía el grito en el cielo porque le echaban al zurrón de los pecados un navajazo dado al salir de la taberna a un compañero que había hablado mal de su mujer. Por lo visto aquel infeliz no tenía bastante dinero para convertir sus faltas en virtudes.
III
Desde la aduana fui al juzgado de la muerte; hice cola con la multitud que aguardaba como yo su sentencia, y después de más de tres horas de apreturas y sofocos, comparecí ante el tribunal. Era muy tarde y los jueces estaban cansados y deseosos de acabar, así es que fallaban en un periquete. Apenas supieron que yo me había suicidado gritaron todos a una voz:
—¿Suicidio? ¡Al infierno con él!
—¿Por dónde se va al infierno? —pregunté llorando a hilo y moco a un contratista de obras públicas, antiguo conocido mío, que me encontré de manos a boca.
—Venga Vd. conmigo —me respondió—. Haremos el viaje juntos si usted gusta.
—Sea enhorabuena… ¿Está muy lejos?
—Un poco, pero no iremos a pie. En coche se va más pronto… y casi casi lo que debíamos hacer es ir en ferrocarril.
—¡En ferrocarril!… ¿Qué está Vd. diciendo, hombre de Dios? ¿Hay ferrocarril para el infierno?
—¡Vaya!, sí, señor… Y ahora, para que puedan ir todas las clases de la sociedad, la empresa ha puesto unos trenes de placer sumamente baratos.
Asombrado y confuso por lo que oía y veía, seguí a mi amigo y llegué con él a la estación. Al tomar el billete, cuando me exigieron por él no sé cuántos napoleones, no pude menos de decir un poco amostazado al que los expendía:
—Pero ¿por ir al infierno hay que pagar dinero?
Y él me replicó sonriéndose maliciosamente:
—¿Pues cree Vd. que son muchos los que se condenan de balde?
Subimos al coche, que se puso en movimiento enseguida. Con nosotros iban al infierno un vejete flaco y amarillo que no dejó en todo el camino de contar las monedas que llevaba en un gran bolsón; una anciana que dormía a pierna suelta, mientras su hija y un joven que iba a su lado se aprovechaban de su descuido para departir amorosamente; un moralista que declamaba contra tanto escándalo pisando al mismo tiempo el pie de una linda viuda sentada frente a él, y dos agentes de policía que lo veían todo y no remediaban nada.
IV
En tanto que mi compañero iba en un rincón cabizbajo y meditabundo, yo sacaba la cabeza por la ventanilla examinando con curiosidad el paisaje y esperando lleno de zozobra el momento en que el tren había de deslizarse por un túnel oscuro como boca de lobo para conducirnos a las espantables profundidades del infierno. Y la aprensión hacía que el aire me oliese a azufre y a cuerno quemado, y ya daba diente con diente al pensar en las calderas de Pedro Botero llenas de aceite hirviendo, preparadito para freírme como a un boquerón.
V
Y en esto llegó un túnel: pensé desmayarme de susto: cerré los ojos para no ver que no veía, y aún no los había abierto cuando oí gritar por la ventanilla, sin duda a un diablo cornudo y rabilargo:
—¡El infierno!
Los gritos de los viejos y de los jóvenes, los de los polizontes y los del contratista de obras públicas, me hicieron levantar los párpados por lo mismo que tenía miedo de ver… pero ¿cuál no sería mi extrañeza al no distinguir otra cosa que una estación lo mismo que otra cualquiera, llena de empleados y de mozos que ordenaban la salida de los viajeros condenados y se brindaban a llevarles el equipaje hasta el término de su expedición?
Sin tiempo apenas para sorprenderme, subí a un ómnibus que paró a las puertas de una población parecida a Madrid y a París y a Londres y a todas las capitales del universo que yo había visitado anteriormente.
—¿Pero este es el infierno? —pregunté al contratista.
—Por lo visto —me contestó él, no menos asombrado que yo.
Pasamos a unas oficinas llamadas Registro de la propiedad del diablo: allí inscribieron nuestros nombres en una especie de libro de caja, y el jefe de los covachuelos, hombre cuyo aspecto y cuyo traje en nada diferían de los de la generalidad de los oficinistas madrileños, nos dijo con afable sonrisa que si gustábamos podíamos visitar la población antes de comenzar a cumplir nuestra condena, aprovechándonos de esa gracia concedida por el diablo a sus súbditos en un rato de buen humor que tuvo el día que supo que los españoles habían hecho una revolución.
VI
Y salimos por una puerta que nos señaló. Allí se nos acercaron multitud de ciceroni vestidos de frac y corbata blanca (por regla general maridos de apacible índole) y se brindaron a acompañarnos por la ciudad y a enseñarnos y explicarnos sus curiosidades todas.
Yo me acomodé con uno y el contratista se fue con otro
despidiéndose de mí con un Hasta luego
por no decir Hasta
la eternidad
.
—Pero sáqueme Vd. de dudas, amigo mío —dije, entablando diálogo con mi cicerone—. ¿Esto es verdaderamente el infierno?
—Sí, señor.
—¿Y Vd. es un diablo?
—Para servir a Vd.
—Gracias… Pero, hombre, ¿qué infierno de infierno es este y qué diablos de diablos son Vds.? Esto es una ciudad como otra cualquiera y Vd. es un ser de carne y hueso como yo.
—Tiene Vd. razón.
—Pues ¿dónde demonio están los horrores de que nos han hablado los poetas y los santos padres?
El cicerone, sin hacer maldito el caso de mi pregunta, me dijo:
—¿Vd. fuma? —Y me presentó su petaca.
—¿Tabaco? —dije haciéndole ascos—. Será infernal…
—De la fábrica de cigarros de Madrid.
VII
Ya habíamos penetrado en la calle principal de la ciudad, formada por altas y elegantes casas; bien empedrada; magníficos faroles; tiendas y cafés lujosísimos por todas partes; parada de coches simones; vendedores de periódicos…
—Querido —me dijo el cicerone echándome familiarmente la mano por el hombro—, cuando Vd. guste comenzaremos a ver los tormentos.
—¿Los tormentos?… ¿Luego aquí hay tormentos?…
—Naturalmente. Debo advertir a Vd., para que pueda darse cuenta y razón de lo que vaya viendo, sin necesidad de muchas explicaciones mías, que el sistema que se sigue en este establecimiento… (la palabreja establecimiento me causó vértigos) consiste en dar a cada individuo por castigo la continuación eterna del vicio que escogió por gusto en el mundo, dotándole del suficiente buen sentido para comprender lo bueno y lo malo, lo útil y lo dañoso. Yo, por ejemplo, estoy condenado a ser complaciente para in æternum. ¿Vd. se entera?
—Pues ¿no me he de enterar?
Y dije para mis adentros, tranquilizándome por completo:
—Vaya, aquí sucede lo mismo que allá: nadie sabe su obligación; el diablo es un pobre diablo.
VIII
En esto pasábamos junto a una taberna y el cicerone me dijo:
—Entremos y verá Vd. cómo se castiga aquí a los borrachos.
Así lo hicimos. La taberna era una inmensa sala a la cual no se le veía el fin, rodeada de enormes pipas que, según supe después, no tenían fondo. Al lado de cada pipa había un banquillo y una mesa con un enorme vaso que aumentaba de tamaño apenas se tocaba con los dedos. Cada borracho se sentaba a una de estas mesas y en toda la eternidad no hacía otra cosa que echarse al cuerpo vasos y más vasos de vino.
Me fijé en el primero con quien tropezó mi vista: tenía, como todos los demás, un gran babero sujeto al cuello, donde se leía, escrita en grandes letras formadas graciosamente por pámpanos y racimitos de uvas, una compendiosa relación de su vida y milagros, que decía así:
«Malvino Cubas, albañil madrileño que se gastaba íntegro el jornal en la taberna y mató a su mujer de una paliza».
Estaba el infeliz colorado como un cangrejo, los ojos hechos un mar de lágrimas, y tan perdidamente borracho, que ni sentado podía tenerse.
—Otra cañita, Sr. Malvino —gritaba el diablo-verdugo, que estaba disfrazado de tabernero.
—¿Cañita llama Vd. a esto? —exclamaba el condenado abriendo desmesuradamente los ojos, acercándose el vaso a los labios y retirándolo enseguida asustado de las enormes proporciones que tomaba—. Este es el pozo trescientos mil cuatrocientos veintisiete que me echo al cuerpo y aún no hace un mes que estoy aquí.
—¿Tantos lleva Vd.?
—Ni uno menos.
—¡Vaya!… Pues consuélele a Vd. la seguridad de que eso no es nada, comparado con lo que le falta que beber todavía.
—Oiga Vd., señor diablo, ¿me quiere Vd. traer un poquito de agua?
El señor diablo, por única respuesta, le cogió el vaso y se lo embocó entero y verdadero.
Salí de aquel sitio riendo a mandíbulas batientes, sin duda porque no me remordía la conciencia por el vicio que allí se castigaba.
IX
Desde allí fuimos al lugar del tormento de los glotones. Era una gran fonda en la que había multitud de gabinetes elegantemente amueblados y con una mesa en el centro llena de cuantos manjares pueden venir en una hora a la memoria del gastrónomo más erudito. Al entrar en el primero, reparé en los platos y se me abrieron las ganas de un modo espantoso, pero apenas me hice cargo de las fatigas que pasaba el glotón, se me retiraron a escape. ¡Pobre hombre! Estaba harto, gordo como un elefante; los guisos más excelentes le producían una repugnancia invencible, y el diablo, mozo de comedor, le presentaba continuamente un tenedor con una pechuga de pavo o un trozo de jamón, y si no abría la boca a la primera advertencia se lo metía en ella quieras que no.
El condenado decía con voz gruesa y pastosa:
—¡Dios mío!… ¡Qué hermoso debe ser tener hambre!
X
Bajamos de la fonda y nos dirigimos a la gran casa de juego, donde los jugadores las pagaban todas juntas al fin y a la postre.
A la entrada de la sala había extendido en el suelo, para que los que vinieran de la calle se limpiasen los pies, un enorme ruedo cuya suavidad me llamó la atención sin saber por qué.
—¿De qué es esto? —pregunté a mi acompañante.
—Este ruedo —me dijo— es la célebre oreja de Jorge: los hombres, a fuerza de tirar de ella, le han dado las dimensiones necesarias para el uso a que el presente se encuentra destinada.
El cuadro que presentaban los jugadores, sentados al rededor de una larguísima mesa cubierta por un tapete verde, era verdaderamente terrible. Allí vi una porción de hombres en quienes se había despertado el amor paternal y el sentimiento de la dignidad humana, exponiendo continuamente a un azar la fortuna que poseían, el fruto de su trabajo, el pan de sus hijos. Y con los ojos casi saltados de las órbitas, el pecho conteniendo la respiración, el pulso latiendo apresuradamente, secos los labios, atenaceado el corazón, aquellos infelices alargaban el cuello para brujulear la carta que iba a salir de las manos del banquero. Y ganaban, y sentían una vergüenza profunda por el innoble placer que experimentaban a su pesar; y perdían, y cuando iban a retirarse para ver el cuadro horrible que les esperaba en su hogar… caían de nuevo en el sillón y el martirio volvía a comenzar para no acabarse nunca.
Recordé que había jugado algunas veces en mi vida, y tuve que buscar apoyo en la pared para no caerme.
XI
Los embusteros formaban un inmenso corro situado en una plazuela llamada de la Bola. Allí mentían todos, sabiendo cada cual por su parte que nadie había de creerle, pero sin poder dejar de hablar un solo momento. A veces se enfadaba uno de que otro le contase un embuste demasiado gordo y le pegaba de bofetones, y el abofeteado, a pesar del dolor que recibía, no podía menos de decir:
—Me han gustado mucho estos bofetones: deme Vd. cinco docenas más.
En un edificio situado en la misma plazuela y en cuya portada se leía con letras doradas: «Cámara popular», los oradores más parlanchines y egoístas del mundo estaban condenados a hablar eternamente, a fingir entusiasmo por ideas de que se reían interiormente, delante de un inmenso pueblo que conocía sus intenciones, y del que no podían esperar otro galardón para su infamia que silbidos y denuestos… Y los desdichados seguían hablando, secas las fauces, roncos, fatigados siempre y nunca totalmente rendidos.
Los mujeriegos se afanaban, se daban malos días y peores noches, se atildaban y gastaban el tiempo y el dinero para conquistar mujeres que les repugnaban, y cuyos favores les eran aún más costosos de gozar que de conseguir.
Los haraganes condenados a eterna holganza, se consumían de fastidio y de tristeza, y pedían con lágrimas un libro, una azada, un baúl que echarse a cuestas, por amor de Dios. Y haragán había que, por hacer algo, se pellizcaba a sí mismo y se pegaba de mojicones.
Los avaros, sentados al rededor de una inmensa fosa, trataban de llenarla con sus ahorros, cerrando los ojos para no ver las satisfacciones del mundo de que huían voluntariamente, y viendo a su pesar a sus hijos y deudos desear su muerte, para derrochar en locas orgías el fruto de sus desvelos y privaciones.
Las mujeres adúlteras padecían eternamente las inquietudes que trae consigo el crimen, irónicamente compensadas con un placer fútil y vergonzoso: distinguían al alcance de sus manos las puras alegrías de la virtud: querían poseerlas… pero no podían soltarse de los férreos brazos del vicio.
Los tramposos, los caballeros de industria, los ladrones, se afanaban constantemente en sus farsas, en sus embustes a cada paso descubiertos, en sus peligros cada vez mayores: abierto ante ellos y fácil el camino del bien seduciéndoles con sus atractivos… Y querían dirigir hacia él las plantas… Y estas se clavaban en la tierra o retrocedían con horrible violencia.
XII
—Pero ¿para qué he decirte más? Con lo dicho basta para que te formes una idea del infierno y sus penas, y te hagas cargo de la infernal habilidad con que están imaginadas y dispuestas.
—¿Qué harán conmigo? ¿Qué castigo impondrá el señor Lucifer a mis pecados? —Iba yo diciendo mientras me dirigía al real palacio de Su Majestad, temblando como un azogado al solo pensamiento de que aquel pudiera consistir en amar a Andrea eternamente, en sufrir eternamente sus traiciones y en estarme suicidando por toda una eternidad… Y pensándolo bien, esto debía ser y no otra cosa.
XIII
El diablo, que, por hacer algo y cansado ya de matar moscas con el rabo en sus ratos de ocio, se dedicaba a la sazón a prestar dinero sobre ropas y alhajas en buen uso, me recibió con mucha amabilidad, me ofreció cerveza alemana y se enteró minuciosamente de mi vida mundanal.
—¿Conque Vd. se ha pegado un tiro por una mujer? —me dijo después de oírme—. ¡Ya!… Pues hijo mío, el que hace eso no debe venir al infierno.
—¿No? —pregunté con agradable sorpresa.
—No: debe irse al limbo.
La pullita, lejos de molestarme, me hizo muchísimo salero. Lucifer continuó, dándome una palmadita en el hombro y acompañándome cortésmente hasta la puerta:
—¿Quién le ha dicho a Vd. que debía venir al infierno, criatura? ¿Ha amado Vd. y le han engañado? ¡Pues entonces ya ha pasado Vd. el infierno en la vida!
—¿Y qué hago ahora? —le pregunté algo confuso.
—Tome Vd. el tren del Purgatorio. Allí le detendrán a Vd. algunos días, y enseguida entrará Vd. en la gloria, que bien ganada se la tiene. ¡Pobre hombre!
Y al llegar aquí, el diablo hizo unos cuantos pucheros… Salí encantado de aquel sujeto tan compasivo y tan servicial, y puse por obra todos sus consejos al pie de la letra.
XIV
Un cuarto de hora escasamente habría pasado en el vagón, cuando el tren se detuvo y los mozos gritaron:
—¡El limbo: treinta minutos de parada y fonda!
Mi rápido cambio de situación me había devuelto las perdidas ganas de comer, y decidí satisfacerlas en el restaurant de la estación; pero no conté con la huéspeda: todos los guisados que allí me sirvieron estaban tan sosos, tan insípidos, que era imposible atravesarlos.
—¿Qué haré de esta media hora que me sobra? —exclamé en voz bastante alta para que me oyese un chiquillo que andaba por allí papando moscas, y se me acercó replicándome muy poco a poco:
—Si Vd. quiere le llevaré a ver el pueblo y estaremos de vuelta para la hora de la salida del tren. Y si Vd. no quiere, a mí lo mismo me da que venga Vd. o que se quede.
Y volvió la cabeza hacia otro lado con aire indiferente.
—Vamos a ver el limbo —le dije dándole un par de reales.
—No hay de qué darlas —me contestó yendo a tirar al suelo la moneda y guardándosela después en el bolsillo con calma glacial.
XV
El limbo es un pueblo ni grande ni chico, ni bonito ni feo: sus casas no son pobres ni suntuosas y no sorprenden al viajero ni por su elegancia ni por su aspecto desagradable. El sol alumbra blandamente, el mar es un lago inmenso y tranquilo, el aire se desliza sin producir frialdad ni ruido, las flores son descoloridas e inodoras… No hay nada allí que tenga un carácter determinado: bajo aquel cielo no puede existir el entusiasmo ni la desesperación; los grandes placeres y los grandes dolores son igualmente desconocidos, nadie sabe lo que es una verdadera lágrima o una verdadera carcajada.
XVI
En el limbo no hay únicamente niños como yo me figuraba; sin duda los que están en él hace mucho tiempo se han desarrollado y han concluido por convertirse en hombres y mujeres. Todos sus habitantes se levantan a eso del mediodía; no hay memoria de que uno solo haya querido nunca disfrutar del bello espectáculo de la salida del sol, que despierta y anima la dormida naturaleza, premiando con alegría y salud a los que madrugan para saludar los primeros su presencia regeneradora.
La inmensa mayoría de los que allí viven disfrutan de los recursos de una posición desahogada, así es que la existencia de casi todas las personas es muy parecida.
Los niños crecen encerraditos en casa de sus padres, rodeados de precauciones que les hacen llegar a la juventud débiles y entecos; ninguno disfruta de la vista del campo, ni alimenta sus pulmones con su aire purísimo, ni corretea por la menuda yerba subiendo y bajando los torcidos senderos entre los gritos de sus alegres camaradas… Nada de eso: algún día que otro, si en nada se ha alterado la tranquilidad de la atmósfera, cogiditos de la mano de sus padres o niñeras, como presidiarios peligrosos, van los pobres niños a dar una vuelta por un sitio árido y estrecho… Miradlos: sus ojos sin brillo apenas se alzan del suelo: sus mejillas están pálidas, sus piernas delgadas, raquíticas, se cimbrean con el débil peso del pequeño cuerpo.
Van al colegio, y allí cierto es que no juegan ni alborotan, pero tampoco aprenden nada provechoso, y llegan a los veinte años sin haber desarrollado su imaginación y sin poseer otro caudal intelectual que una colección de dudas, preocupaciones y superficialidades. Eso hace que su carácter sea ligero, que busquen como placeres los entretenimientos más fútiles, ignorando hasta la existencia de las únicas verdaderas satisfacciones de la vida. Nada saben y a nada aspiran: tienen cobrado asco al estudio desde su niñez, y son impotentes para comprender la delicia de las dulzuras que proporciona. Háblales de amor puro y grande, y eterno, y se colocarán los quevedos sobre la nariz, clavarán en ti una mirada impertinente, y te dirán con énfasis: «Caballero, la filosofía me ha hecho escéptico». Háblales de Dios, de la religión, del amor a la patria… y se reirán como el palurdo estúpido se ríe de las palabras del extranjero y se burla de ellas… ¡porque no las entiende! ¿Cuál es su vida entonces?, exclamarás asombrado. ¿Cuáles son sus diversiones? Voy a decírtelo.
Se levantan a la una del día, almuerzan, y después de estarse tres horas al tocador, ni más ni menos que una señorita, se van a una de las calles principales del pueblo, y allí permanecen otras tantas dando vueltas de arriba a abajo; llegada la hora del paseo, montan a caballo, no con el objeto de fatigarlo persiguiendo la caza por bosques y laderas, o con el de ennoblecer la afición ecuestre salvando precipicios o devorando distancias, no: únicamente con el objeto de ir ajustando su marcha a la de otros mil, haciendo saludos a la condesa de H y a la duquesa de X que pasan en su carruaje lujosamente vestidas aspirando a la aprobación, quizás al aprecio de semejantes entes… Llegada la noche, se meten en un teatro, sin ocuparse de la función (como no sea a la salida, para probar su suficiencia criticándola sin haberla visto), abstraídos en dirigir los gemelos a este palco o al otro, en componerse la corbata o la pechera de la camisa. Desde el teatro, a una reunión, a dar vueltas como una perinola o a hacer figuras y mudanzas en medio del salón como un arlequín; después de la reunión a cenar en el café, a perder al juego el poco dinero que queda en el bolsillo, y que no se puede emplear de mejor manera… a cualquier parte, porque no retirándose tarde a casa, se corre riesgo de madrugar al día siguiente.
Estos seres, llamados generalmente pollos, sin duda por no considerárseles dignos ni del nombre de persona, estos mismos son un día hombres y padres de familia, y ellos, no otros, son los encargados de dirigir con su autoridad y de aleccionar con su ejemplo a la juventud futura. ¿Crees que cuando se casan reparan en si la que va a ser su esposa es una mujer discreta, virtuosa, modesta?… ¡Qué tontería! Verdad que en el limbo no se encuentran tales fenómenos ni por un ojo de la cara, pero al que se casa le basta con que su mujer sea bonita o dueña de una fortuna… ¡Ah!, los matrimonios del limbo son graciosísimos. El marido duerme en la primera pieza de la casa; la mujer en la última. El marido almuerza a una hora; la mujer a otra. Él se pasa la vida con sus amigos en el club, en el café, en el teatro, porque no hacerlo así sería de mal tono, y como es una verdad indudable que el amor conyugal se gasta pronto, conviene no usar de él ni poco ni nada; ella, por su parte, cifra todo su orgullo, toda su alegría en ponerse ricos trajes y grandes joyas que exciten la admiración o la envidia de los y las que la vean… Y no la juzgues mal por esto; la pobrecilla ignora que en el mundo en que vegeta existan mayores bienes. Por eso está en el limbo: ese es su castigo… No vayas a pensar, viéndola rodeada de continuo en su tertulia por mil almibarados galanes, que es capaz de faltar a sus deberes; de manera ninguna: la culpa, aunque envuelta en remordimientos y peligros, ofrece satisfacciones, y en el limbo se desconocen esas, y lo que es peor, se renuncia a las que ofrece la virtud, dándose por muy contento todo el mundo de no disfrutarlas con esquivar sus inconvenientes; lo único que en ellas alcanza a ver la miopía general. La mujer que ha llegado a la pubertad con la inteligencia dormida, con una hermosura y un corazón que no han servido para despertar un sentimiento y corresponder a él con otro, va a ser madre. La bendición celeste ha fecundado su seno; su misión sobre la tierra va a cumplirse, y la sola realización de este acto basta, ¿quién lo duda?, para engrandecerla y sublimarla. La que es madre será digna de haberlo sido: todos los sentimientos que han permanecido ocultos en el fondo del alma, no por otra cosa sino por no encontrar un objeto que los mereciese, serán ahora para el ángel desprendido del cielo que va a emprender su peregrinación por la tierra. ¡Cuánto le amará la que durante nueve meses le ha llevado en su seno! Ya para ella no habrá en adelante joyas ni trajes, prendidos ni fiestas… La contemplación y el cuidado de su hijo ni se lo permiten ni se lo dejan desear. ¿Qué vale lo uno al lado de lo otro? Ella le tendrá siempre en sus brazos… ¡Cuán breve será siempre la distancia que medie entre los labios de la madre y la rubia cabecita del niño!… Ella le alimentará con el suave jugo de sus pechos y le adormirá a aquel dulce calor de la vida y del cariño… Ella buscará las sonrisas del infante para encontrar las suyas… Ella le cantará tiernas canciones si el llanto acude impaciente a posarse sobre los párpados del mortal que acaba de abrirlos… Ella le hará repetir las tiernas plegarias que su madre debió hacerle repetir a ella, pues así quiere el bien que se paguen sus deudas, convirtiendo en sus cobradores a todos los nacidos… Ella plantará en su tierno corazón la semilla de la virtud… Ella cuidará de que con sus advertencias y desvelos germine y florezca… ¿No es verdad que todo sucederá así? No: nada de eso sucederá. La mujer deseará no ser madre, porque los hijos molestan y fatigan y no originan más que disgustos. La mujer sentirá ser madre, porque la maternidad suele agostar en flor los encantos de la hermosura. La mujer será madre y pedirá a la medicina que seque el jugo de su seno indigno, y comprará en otra mujer alimento y amor y cuidado para su hijo, ya que no pudo comprar antes entrañas, que le prestasen albergue. La madre no dará a su hijo otra cosa que un beso inspirado por la reflexión de cuando en cuando, a las horas en que no hay peligro de que el tocado se descomponga al bajar la cabeza sobre la cuna de un niño que duerme… La madre tendrá otros pensamientos que su hijo, otras diversiones que sus caricias, otros halagos que su amor y su respeto. La madre verá crecer a su hijo, y quizás se separará voluntariamente de él, y él aprenderá de otros labios que los suyos las primeras oraciones… Acaso no las aprenderá… ¿Y tú crees que todo eso es el crimen de esa desdichada? No; eso no es más que su castigo. Esa madre está en el limbo: lo que hace está bien castigado… con lo que deja de hacer.
XVII
Desearás saber cómo vive aquel pueblo, por qué constitución política se rige, qué hace el jefe del Estado, qué hacen los súbditos… Te lo diré en dos palabras, porque el solo recuerdo de aquel espectáculo abruma, entristece y desespera.
Los que mandan viven entre el fausto y la molicie: saraos espléndidos, festines en que se vierte un mar de oro del cual no parte ni un pequeño arroyo que acuda a remediar las necesidades públicas: la malicia aconseja, la holganza y la desvergüenza prosperan, y el talento y la probidad se encierran en su concha o asustados o indiferentes. Los males son conocidos de todos: la mayoría aplaudiría su remedio, el remedio es fácil… pero los que mandan están en el limbo.
El pueblo es bueno, quizás el mejor de la tierra: el pueblo merece ser feliz, el pueblo necesita descanso y tranquilidad, pero hay tantas opiniones como hombres, cada grupo de ciudadanos es un rebaño de inocentes ovejas guiado por un lobo o por un asno… El pueblo está en el limbo.
XVIII
La campana de la estación me hizo correr precipitadamente a tomar el tren, y desde que entré en él hasta mi llegada al purgatorio, no cesé de lamentar la pérdida de tanto tiempo, de tanta riqueza, de tanta salud, de tanta vida miserablemente despilfarrados… ¡Horrible cosa sería haber nacido en el limbo, tenerle, por casualidad, el natural cariño que se profesa a la patria, ver inmediata su ruina, clara su salvación y vivir eternamente en él sin poder hacer otra cosa que entristecerse y lamentarse!…
XIX
El purgatorio es una especie de hospital por el estilo de las casas de locos de la tierra. En la planta baja tiene su habitación el médico, hombre serio, de pocas palabras, y a quien le basta una leve explicación para extender con acierto la receta que cada pecador necesita. Me hizo algunas preguntas sobre mi vida, oprimió un timbre, escribió un par de renglones en una hoja de papel y dijo al practicante que apareció en la puerta:
—Purgatorio de sexto orden; poco cargado.
Yo oía y no entendía una palabra.
—Venga Vd. conmigo —dijo el practicante—. Le seguí maquinalmente y después de subir algunos tramos de escalera y atravesar varios pasillos y corredores, entramos en una pequeña habitación con una cama de buen aspecto.
—Desnúdese Vd. y acuéstese.
Obedecí, y una vez que estuve entre las sábanas, mi lacónico acompañante sacó un botiquín de una alacena, preparó un brebaje invitándome a que lo bebiera: bebilo, y hacer esto y quedarme repentinamente dormido fue una misma cosa.
XX
De pronto abrí los ojos y noté con sorpresa mezclada de espanto que la decoración había cambiado por completo: era un pequeño gabinete alumbrado por una lamparilla… Sentí un involuntario miedo de estar solo, quise gritar para llamar gente, pero no pude… No era que me faltase voz: la tenía, pero solo alcanzaba a producir sonidos inarticulados: era que no sabía hablar… Dirigí una ojeada investigadora a todo lo que me rodeaba, y al mirar un espejo situado frente a mí, vi en él un niño de unos cuatro meses durmiendo en una cuna… Me incorporé en la cama y el niño se incorporó en la cuna: entonces advertí que el niño era yo y la cuna mi cama. Me eché a llorar desconsoladamente, y a los primeros compases de mi sinfonía una mujer que roncaba en un catre contiguo, se levantó y me dio el pecho. Me cansé de mamar, y volví a llorar de nuevo… Mi ama se enfadó, cogió una saya negra, se la puso por la cabeza y empezó a decir ahuecando la voz y acercándoseme con las manos extendidas hacia mí:
—¡Buh! ¡Buh!…
Entonces solté la llave a mis pulmones y comencé a chillar y a llorar y a patalear en tales términos, que un señor envuelto en una bata y con una palmatoria en la mano, apareció en mi alcoba gritando:
—¿Qué es esto?… ¿Qué pasa aquí?…
La presencia de aquel buen sujeto de aspecto respetable que mandaba con imperio y a quien mi nodriza hablaba con cierta consideración, me hizo esperar que me protegería, y si hubiese sabido que era mi padre, lo habría dado por hecho.
—¿Qué pasa aquí? —volvió a decir el caballero de la palmatoria.
—Que el niño está muy penoso, señorito —contestó el ama.
Yo no comprendí el significado de sus palabras, pero como era un
niño muy listo, no dejé de sospechar que sería algo en contra mía,
y queriendo defenderme de algún modo, miré primero a mi padre
haciendo los pucheros más tiernos que supe y después al ama, y
volví a llorar… Y mi señor padre dejó la palmatoria sobre la
cómoda y se vino a mí, levantó la colcha de la cuna, y buscando
debajo de ella algo que no tardó en encontrar, me propinó una
docena de azotes como para mí solo. Y se fue por donde había
venido. Y el ama se metió otra vez en su catre, y yo al son de sus
ronquidos continué chupándome los dedos y sollozando por algún
tiempo, durmiéndome al fin no sé si encantado de la justicia que
empezaba a encontrar en mis primeros pasos por el mundo. Pasaron
muchos días. Yo, según afirmaban todos los que iban a casa de mis
papás, era un niño muy guapo, por lo cual (digo yo que sería por
eso) una mañana me llevaron a casa de un señor con gafas y gran
pelucón que tenía su despacho lleno de amas de cría y chiquillos, y
sin compadecerse de mis lágrimas y gritos me desnudaron mi pequeño
y regordete brazo derecho y me pegaron en él más de seis u ocho
pinchazos que me hicieron ver las estrellas. Acto continuo me dijo
el ama: «Vamos, calla, calla, hijo mío», y me dio de mamar, como si
aquel gusto pudiera compensar el disgusto que acababa de mamarme…
Después de todo, ese gusto era el único que tenía en el mundo,
donde el capricho más ligero me costaba horribles desazones. Veía
una luz, me agradaba su resplandor, extendía mis manecillas para
acariciarla… y la grandísima pícara me quemaba siempre… Ya iba
creciendo y deseaba rodar por el suelo y andar; pero como el ama se
descuidase en tener tirantes los andadores, cada paso era un
tropiezo y cada tropiezo un chichón… Me gustaba jugar con un
gatito de angora muy mono que había en casa, pero cuando iba a
darle un beso en el hocico, sacaba las uñas y me pegaba un
arañazo… Mi lengua, menos torpe cada vez, pronunciaba ya, si bien
imperfectamente, alguna palabra… «Mama, chacha, teta
». Un
día pedí teta y el ama me enseñó el pecho: me lancé a él y estaba
amargo como el acíbar. Decían que el coco lo había puesto así y
tuve que apechugar con la papilla. Crecí y no me faltaron
contrariedades: la dentición, el sarampión, calenturas… ¡qué sé
yo!… Y todo esto se remediaba siempre con ayunos y ayudas y
brebajes asquerosos que había que tragar a la fuerza. Llegué a
cumplir los ocho años y un tío mío, muy bruto, se empeñó en que yo
debía ir al colegio, y mi papá se dio por convencido y me llevó a
uno que había en mi misma calle. Yo era un niño muy corto de genio
y que tenía muy buena memoria, por lo cual todos mis compañeros me
zurraban la badana y el maestro me marcaba doble lección que a los
demás. Llegué a cumplir los veinte años sin más percances que
haberme roto un brazo haciendo gimnasia para fortalecerme, tener la
cara toda señalada por unas viruelas malignas que me habían salido,
y la cabeza cansada de lo mucho que me hacían estudiar, amén de
otras frioleras indignas de mencionarse. Concluí la carrera de
medicina casi al mismo tiempo que mi padre dejaba este mundo, y me
lancé con entusiasmo al ejercicio de mi profesión. Cuando se me
moría un enfermo, su familia decía siempre que yo le había
asesinado, y, cuando a fuerza de estudio y cuidado lograba
salvarlo, siempre decían que el enfermo tenía muy buena naturaleza.
Pobre y feo, las mujeres no me hacían maldito el caso, y los
hombres parecían haberse puesto de acuerdo para mortificarme. Como
yo era servicial y amigo de hacer favores, me tenían siempre en
continuo movimiento para pagarme mis atenciones con un sofión la
mayor parte de las veces. Mi casa era el punto de reunión de todos
los malos poetas de Madrid, que en la cama, en la mesa, mientras me
lavaba, venían a dispararme sus insufribles elucubraciones. Yo no
hacía visitas porque ningún enfermo me llamaba, pero en cambio los
sanos me hacían treinta cada día, y yo estaba obligado a oírles con
paciencia y a darles conversación si callaban, porque no creyesen
que les echaba de mi casa, y hasta a darles las gracias porque
habían venido a molestarme. En el cuarto contiguo al mío vivía un
aficionado al violín que no tenía otras horas para tocar que las de
la noche, las únicas que yo tenía para dormir… Tantas eran mis
desgracias, que yo mismo no las recuerdo todas. Cansado de la vida,
estaba ya a punto de hacer un disparate, cuando uno de mis pocos
clientes, una mujer de más de cincuenta años, enferma del hígado,
fea como un mico y no menos rica que fea, me propuso de un modo
bastante directo el medio de salir de apuros con la aceptación de
su negra y huesuda mano. Tan desesperado estaba, que acepté. ¡Nunca
lo hubiera hecho! Tres años vivió, pero puedo decir sin exageración
que de aquellos tres años cada día valía por un año bisiesto.
Siempre estábamos de pelotera, continuamente me echaba en cara que
me mantenía de limosna… Mi casa era un infierno. Al fin un día se
hizo embarazada, y al cabo de nueve meses de terribles antojos y
penoserías me desembaracé de ella, porque murió de sobreparto, si
bien dejándome un traslado suyo en su hijo. Enfermizo, desaplicado,
travieso en sus primeros años, fue luego jugador, y tramposo y
camorrista, y después de haberme quitado el gusto para todo con su
mala conducta, me dio un pesar mayor que los anteriores al cumplir
treinta años, muriendo en un desafío. Me encontré otra vez solo en
el mundo, triste y desanimado, entregado a sirvientes que no me
tenían el menor afecto y a primos y sobrinos que me mimaban y
contemplaban con la esperanza de heredarme. Esta idea amargó los
últimos días de mi vida: quise castigar su egoísmo legando a la
beneficencia el caudal heredado de mi mujer, pero los grandes
bribones lo averiguaron y me dejaron morir rico y abandonado de
todos. Mi postrer aliento iba a servir para lanzar una maldición o
una blasfemia; mis ojos se cerraron… y al abrirse de nuevo volví a
encontrarme en la cama del hospital y oí que el practicante me
decía:
—Vístase Vd. cuando quiera y váyase a la gloria que ya ha pasado usted las penas del purgatorio.
XXI
No me hice repetir la invitación. Me vestí en un santiamén, bajé las escaleras a escape y al llegar a la puerta pregunté a la portera, asquerosa bruja que estaba barriendo el portal en aquel momento:
—Señora… ¿tiene Vd. la bondad de decirme dónde hay trenes o carruajes para la gloria?
—A la gloria se va por lo regular, a patita y andando —me replicó enseñándome sus largos colmillos y sonriendo burlonamente.
—Bien —continué yo diciendo, algo cortado—. Y… ¿será Vd. tan excesivamente amable que quiera indicarme el camino que conduce a ella?
Me miró de arriba abajo y, al mismo tiempo que echaba hacia mí con la escoba toda la basura del portal, replicó con malos modos:
—A la gloria cada uno va por donde quiere o por donde puede.
Yo, decidido a no permanecer medio minuto más en aquel espantoso paraje, eché a andar dejando a la ventura el cuidado de encaminar mis pasos.
XXII
Eché a andar, y anduve y anduve leguas y más leguas, días y más días, durmiendo al sereno, alimentándome de yerbas y raíces, bebiendo en los charcos o arroyos que encontraba a mi paso. El camino era generalmente angosto y empinado y lleno de zarzas y jarales; pero era tan grande la fe que abrigaba mi alma de llegar por él a la gloria, que apenas sentía cansancio, ni dolor, ni impaciencia.
De cuando en cuando me encontraba alguna persona y le preguntaba:
—Dígame Vd., ¿falta mucho para la gloria?
—No sé —me respondía—. Hacia allá voy yo, y si Vd. quiere iremos juntos.
—Sea en buena hora —replicaba yo siempre, alegre por encontrar compañía, pero este placer nunca se prolongaba más de una semana o dos: mi acompañante concluía por cansarse y echarse en los surcos del camino rendido y desesperado.
XXIII
Al fin un día, después de haber viajado mucho tiempo por terreno árido, aterido de frío y empapado por lluvias torrenciales o abrasado por un calor insufrible, se presentó ante mis ojos una hermosa y dilatada llanura, regada por un trasparente y sereno río, cuyas ondas parecían tener el privilegio de hacer sonreír el rostro que reflejaban, cuyo apacible murmullo llenaba el alma de nunca escuchadas armonías. El trigo alzaba al cielo purísimo sus espigas de oro como agradeciendo al sol los beneficios que le debía; los chopos y los álamos tendían sus hojosas ramas como ofreciendo bajo sus paternales brazos sombra y reposo al rendido viajero; las higueras y los naranjos, los perales y los almendros, encorvados con la carga de su fruto, lo derramaban pródigamente por la húmeda yerba aljofarada; y los pajarillos de mil colores que saltaban de rama en rama, las tornasoladas mariposas que abandonaban la flor que creían más bella por otra más bella todavía, los insectos que se arrastraban por el musgo, el viento que arrullaba su propio sueño en las quebraduras de las rocas, el rebaño que balaba lejano… todo, todo parecía decir en su peculiar idioma: «Pobre peregrino rendido de recorrer la senda de la vida buscando en vano la felicidad: no pases de aquí y serás dichoso».
Halagado por esta idea, abstraído en la contemplación de tanta hermosura, permanecía sin moverme de aquel lugar, hasta que el toque de una campana vino a llamar mi atención y mis ojos hacia otra parte.
Entonces divisé una aldea de pobre apariencia, cuyos moradores eran sin duda los dueños de aquel paraíso.
XXIV
Fuime acercando a ella poco a poco, tan deseoso de examinarla como temeroso de perder los encantos del ameno vergel que dejaba a mis espaldas y al cual volvía mis miradas de cuando en cuando.
Apenas había en aquel lugar tres o cuatro casas de buen aspecto y las restantes eran humildísimas todas. Atravesé por sus silenciosas calles sin tener más encuentro que el de una docena de personas, decentemente vestidas, que unas con cestillos llenos de manjares, otras con bolsas repletas de dinero, correteaban de un lado a otro subiendo y bajando escaleras ágiles y alegres, y el de un sacerdote, sin duda el cura párroco del pueblo, cuyo rostro sencillo y venerable me hizo descubrirme a su paso, hincar la rodilla en tierra y, después de besar su mano, recibir su bendición con fervoroso recogimiento.
XXV
Al otro lado de la aldea y en un campo a medio labrar, había una multitud de hombres, mujeres y niños, pobremente vestidos, pero todos de semblante saludable y sonriente; los cuales, sentados en el santo suelo y reunidos en grupos, comían con un apetito que hacía por sí solo el elogio de los manjares que tenían delante.
Quise ver si eran pavos trufados, nidos de golondrina o alguna cosa por el estilo, y me encontré con que aquello que con tantas ganas se comía y que no dejaba de oler bien, era sencillamente patatas guisadas en unas cazuelas, arroz o judías en otras.
Mi apetito, mal curado en el limbo y poco satisfecho en las soñadas comidas del Purgatorio, reapareció entonces con más insistencia que nunca.
—¿Vd. gusta? —dijo una voz a mi derecha.
Miré bondadosamente al autor de tan generoso ofrecimiento; mis labios trataron de decir «Gracias… no»; pero mi estómago puso impedimento a mi cortesía y contesté: «Gracias: sí».
—¿Vd. es forastero? —me preguntó mi anfitrión al mismo tiempo que me alargaba una enorme rebanada de pan y una cuchara, que inmediatamente comenzó a trabajar en su agradable oficio.
—Sí, señor —contesté con la boca llena—, y por cierto que entre tantos países como he recorrido en el mundo no he encontrado otro mejor que este.
—¡Ya lo creo! —exclamó mi hombre dirigiendo una mirada a su mujer y a sus hijos, que se echaron a reír como unos tontos.
Yo me quedé algo cortado y él prosiguió diciendo:
—¡Como que en esta tierra todos somos felices! Los pocos forasteros que vienen por acá no quieren creerlo y cuando observan la vida que hacemos nos compadecen…; pero el caso es que apenas pasan con nosotros seis u ocho días y siguen nuestro ejemplo se ponen tan alegres y tan contentos, y no hay quien los haga salir de aquí ni a tiros.
—¿Y cuál es la vida que hacen Vds.? —pregunté tímidamente.
—Pues muy sencillo. Mire Vd.… Los pobres, que somos los más, nos levantamos con el alba, damos gracias a Dios que tanto bien nos hace, y cada uno en su oficio, trabajamos hasta el mediodía. A esa hora almorzamos, como Vd. ve…
Yo me puse colorado hasta las orejas y quise hablar, pero una cucharada de arroz que iba a pasar por el tragadero en aquel instante, me negó el uso de la palabra. Mi interlocutor continuó:
—Aquí no hay ejemplo de que nadie se haya puesto malo, ni haya llegado a viejo, ni se haya muerto como dicen que se estila en otras partes… No, señor, aquí cumplimos los treinta años y nos plantamos: tan fuerte está un chico de veinte como un joven de sesenta, y tan fresca y guapota una niña de quince abriles como una señora mayor de quinientos años. De modo que el trabajo no nos fatiga, nos distrae; satisface nuestra conciencia, nos da de comer y nos produce un apetito como Vd. ve…
(Vuelta a ponerme yo colorado, vuelta a querer hablar y vuelta el maldito arroz a decirme que nones).
—Pues señor, que se acaba el almuerzo: pues se baila un ratico, o se corre por esos trigos, o se echa un párrafo con la novia o con la mujer… o… vamos, que se espacia un poco el ánimo para hacer ganas también de volver a trabajar, porque al trabajo le pasa lo que a la comida, si se toma sin apetito sabe muy mal… Cuando la campana de la iglesia da el toque de oración, cada uno se mete en su casa, y allí entre charlar un poco con la familia al amor de la lumbre, cenar, rezar el rosario, y entre unas cosas y otras… a dormir tranquilamente y hasta que torna a salir el sol… Ahí tiene Vd. la vida que hacemos los pobres.
—¿Y no hacen Vds. más que eso?
—¡Oiga! ¿Pues le parece a Vd. poco?
—¿Y son Vds. felices con eso?
—¿Pues qué más hace falta para ser feliz?
—¿No tienen Vds. dinero?
—Pocas veces, pero nunca lo echamos de menos.
—Otros trajes mejores…
—Para trabajar, buenos son los que llevamos.
—Diversiones… música… bailes…
—Diversiones, no las necesita el que está ocupado. Música… tenemos la mejor compañía de ópera que se ha visto en el mundo, un ruiseñor, una calandria, un canario y una codorniz, que con un coro de grillos y de cigarras, nos dan más música que la que podemos oír. Y en cuanto a bailes, deje Vd. que limpiemos estos platos y verá Vd. lo que es bueno.
—¿No me dijo Vd. que en este pueblo hay ricos también?
—Sí, señor, alguno que otro.
—¿Y hacen la misma vida que Vds.?
—Sobre poco más o menos.
—Entonces, ¿para qué les sirve el dinero?
—Hombre, ¡qué cosas tiene Vd.! ¿Para qué ha de servirles? Para dárnoslo a los pobres. ¿Pues para que otra cosa sirve el dinero? ¿En qué se puede emplear con más provecho y más gusto? Pues ¿para qué cree Vd. que trabajamos los pobres sin descanso de la mañana a la noche? Para ahorrar cuatro cuartos y dárselos a otros más pobres que nosotros.
Yo bajé la cabeza entre atónito y avergonzado, y dije luego en alta voz hablando conmigo mismo:
—Pero Dios mío… ¿Qué es esto? ¿Dónde estamos?
—¿Pues dónde hemos de estar, hombre de Dios? —exclamó el labrador levantándose—. Estamos en la gloria.
Al oír esto, yo me levanté también dando un brinco.
—¿En la gloria ha dicho Vd.?
—En la gloria, en la gloria he dicho.
—¿Esto es la gloria?
—Pues si poseer salud y larga vida, y contentarse cada uno con lo que tiene y hacer bien no es la gloria, ¿qué quiere Vd. que sea la gloria, señor mío?
—Sí… Tiene Vd. razón… Esta es la gloria… Y Dios… ¿Dónde está? ¿Puedo verle?
—Si no es Vd. ciego puede verle cuando se le antoje.
—Bien… Sí… Pero ¿dónde está?
—En todas partes… En ese sol que nos alumbra… En ese cielo que nos cobija… En ese campo que nos alimenta… En la última yerbecilla que pisamos con nuestras plantas y que nos demuestra nuestra pequeñez y su grandeza… ¡En todas partes!… ¿No le ve Vd.?
—Sí… sí, ¡le veo!… y le adoro —exclamé postrándome en tierra y derramando a ríos por mis ojos lágrimas de felicidad y de agradecimiento.
XXVI
Mucho tiempo debí permanecer así, extasiado, arrobado por tan supremo bienestar, porque, cuando abrí los ojos de nuevo y alcé la cabeza, ya el sol se ocultaba tras el horizonte, y mis compañeros todos se habían retirado a sus casas.
Púseme en pie, y al dirigirme hacia el pueblo, una voz más dulce que todo lo que había sentido en aquel día fausto, resonó en mis oídos diciendo:
—¡Rafael! ¡Rafael!…
Y una mujer envuelta en una blanca túnica que despedía una luz pura y suave, apareció delante de mí, se arrojó a mis plantas y balbuceó estas palabras:
—Rafael… Dios me ha perdonado ya, pero yo necesito también que me perdones tú… ¡Compadécete de mí!…
Aquella voz era la de Andrea: levanté la tela que cubría su rostro, y el rostro de mi amada apareció más hermoso, más noble, más encantador que nunca. Andrea podía ser más hermosa de lo que era: nunca lo hubiera creído.
Nos sentamos en una piedra el uno al lado del otro: ella habló y yo la escuché teniendo sus manos entre las mías, respirando con avaricia el aroma de su aliento… creyendo que nuestros dos cuerpos se fundían en uno solo que tenía dos almas para sentir y para gozar mejor…
Mi muerte hizo una impresión terrible en el corazón ligero pero no pervertido de aquella niña mimada, voluble, ignorante, y el dolor la hizo mujer. Comprendió que era culpable de mi desgracia, quizás de mi perdición eterna, y se encerró en un convento donde murió después de hacer penitencia algunos años. Su alma fue al purgatorio: volvió a la niñez: amó a un hombre con pasión, con locura, y aquel hombre se burló indignamente de ella. Después de este castigo, purificada, engrandecida su alma, voló al cielo, y allí estuvo esperando mi llegada. Si yo era capaz de perdonarle sus errores pasados, si la dejaba ser mi esclava, decía la pobre Andrea que vería colmadas sus aspiraciones todas.
Mi respuesta a tan nobles palabras fue imprimir un beso en su frente y decirle:
—Ven conmigo al pueblo: en la gloria no hay preocupaciones como en el mundo: la Virtud y la Indulgencia son hermanas y viven juntas: el que falta y se arrepiente está mejor considerado aquí que el que ha tenido la suerte de no pecar nunca. Tú serás mi esposa, y todos aplaudirán mi elección.
XXVII
Así se hizo. Aquella misma noche el venerable sacerdote de que antes te he hablado nos declaró unidos para siempre, y Rafael y Andrea están ya juntos otra vez: están en la gloria: tienen la seguridad de verse y amarse por toda una eternidad.