La tienda de juguetes Cuento estrambótico
A mi ahijado Carlitos Pacheco y Castilla
I
Muy pronto hará catorce años (lo recuerdo perfectamente) que se abrió en la calle de la Concepción Jerónima de Madrid una pequeña pero bonita y bien surtida tienda de juguetes, objeto durante algunos días de la codiciosa admiración de todos los chiquillos del barrio. Durante algunos días no más. La tienda se inauguró con la solemnidad de costumbre en tales casos el 5 de julio de 1868, y el 17 del propio mes era reducido a cenizas cuanto había dentro de ella, a causa de un incendio violentísimo que estuvo a punto de consumir el edificio entero.
La opinión general atribuyó la catástrofe a un descuido del dueño del establecimiento recién inaugurado. Era este un alemán rubio y mofletudo, llamado Federico Sickel, gran fumador de pipa y no menor bebedor de cerveza, quien, según parece, se quedó la noche del 16 de julio durmiendo una de sus monas con la pipa entre los labios, dejó caer lumbre en un sitio donde de tal modo abundaban la madera y el barniz, y se vio a dos dedos de perecer hecho un tostón.
La inverosímil heroicidad de un agente de orden público, que la revolución dejó después cesante, libró a Federico Sickel de una muerte segura; pero cuando nuestro alemán volvió en sí y se dio exacta cuenta de su ruina, su ánimo se afligió y acobardó de manera que el pobre hombre perdió la razón al cabo de muy pocos días.
Yo estoy tan bien enterado de todos los anteriores sucesos porque por aquel entonces paseaba la calle de la Concepción Jerónima a una linda muchacha cuya cara me hacía más gracia que la de mi profesor de Derecho Canónico, y en las largas horas que me dejaba inactivo aquella desahogada ocupación tuve tiempo de sobra para averiguar cuanto queda referido.
II
Visitando hace algunos meses el famoso hospital del Nuncio, o sea la casa de locos de Toledo, volví a encontrarme con Federico Sickel, a quien me costó no poco trabajo reconocer; tal estaba el infeliz después de doce años de demencia, no siempre pacífica, según me dijo la hermana de la Caridad que me enseñaba el benéfico asilo.
Reducíase la manía de aquel sin ventura a referir su historia a todo bicho viviente, procurando sincerarse de los malos juicios formados sobre su conducta, juicios de que él tuvo noticia casi al propio tiempo que del incendio de la tienda.
A mí me pidió, apenas nos detuvimos delante de él, que le diese un cigarro y le prestase atención, y yo accedí a ambas peticiones no solo por el prudente temor de irritarle, sino porque la bondadosa hermana Teresa me había asegurado ser muy interesantes y peregrinas las cosas que contaba el loco.
Nos sentamos en un banco de la alegre habitación desde cuyas rejas se domina el extenso panorama de los celebérrimos cigarrales, encendimos un par de brevas de a veinticinco céntimos y Federico Sickel habló en estos o parecidos términos.
III
Yo, aquí donde Vd. me ve, nací con vocación y con grandes cualidades de artista. La pobreza de mi familia me privó de hacer ciertos estudios y de llegar a ser un nuevo Thorvaldsen; pero al notar mi pasión por la escultura y mi facilidad para modelar muñecos de barro, un fabricante de juguetes que vivía en mi pueblo me llevó a su casa, me inició en todos los secretos de su profesión y pronto fui el primero de sus oficiales. Puedo afirmarlo sin vanagloria: nadie ha sabido tan bien como yo pintar la inocencia y la alegría en el rostro de los bebés, dar a la fisonomía de las muñecas una expresión agradable y distinguida y poner en los labios de los polichinelas una sonrisa benévola y volteriana al propio tiempo.
Desdichas de mi principal, que sería largo y enojoso referir a Vd. ahora, me trajeron con él a España, donde varios compatriotas nuestros se habían enriquecido en el comercio de juguetes.
Mi principal se estableció en Barcelona; yo me vi dueño de algunos ahorros y me dirigí a Madrid, deseoso de tentar fortuna por mi propia cuenta. Allí me enamoré perdidamente de la que hoy es mi esposa, fui ensanchando el círculo de mis negocios y poco tiempo después de casarme realicé lo que siempre había sido mi sueño dorado: abrir una tienda de juguetes a mi gusto.
¡Con qué esmero cuidé de los menores detalles! ¡Qué llamativa era la muestra! ¡Qué elegante y artística la anaquelería! ¡Qué completo y qué nuevo el surtido de juguetes de todas clases, construidos en su mayor parte por mis propias manos! No me cambiaba yo por nadie cuando asomado a la ventana de nuestra habitación, que daba al interior de la tienda, veía esta siempre llena de compradores y con infinidad de personas detenidas ante el escaparate… Voy a decir a Vd. una cosa que va a parecerle impropia de un hombre en su sano juicio: como casi todo aquello era obra mía, como me había costado tantas fatigas y preocupaciones, me consideraba yo creador en cierta manera de aquel mundo de muñecos, y algunas noches, acalorada la imaginación y soñando despierto, me parecía que de un momento a otro iban a cobrar vida, a animarse y a moverse. Algunos de mis bebés decían «papá» y «mamá» con una claridad sorprendente; pero mis deseos iban más lejos todavía… ¿Quién es capaz de encadenar el pensamiento?
A los dos días de abrirse la tienda se puso a la muerte una tía de mi mujer que habitaba en Lagartera, lugar de esta provincia de Toledo; mi mujer se fue a cuidar a su parienta y yo me quedé en Madrid acompañado del dependiente, el cual dormía fuera de casa.
En la vecina iglesia de las Carboneras pedía limosna desde la mañana hasta el anochecer un mendigo de muy mala facha, viejo, tullido, picado de viruelas, con unos ojos que relucían como carbunclos y que andaba arrastrándose como un reptil a favor de dos muletas, cuyo ruido seco y desigual todavía resuena en mis oídos y pone en conmoción todos los nervios de mi cuerpo.
Llevaba consigo el pordiosero un nietecillo de cinco o seis años, hermoso como un sol y rubio como el oro, a quien parecía querer entrañablemente. Algunos días que la limosna daba para ello, le compraba en mi tienda, al retirarse a casa, un Juan de las Viñas, una peonza, una caja de soldados de plomo o cualquier otro juguete cuyo precio no excedía nunca de un par de reales. El muchacho todo lo aceptaba con indiferencia y aun con desabrimiento porque estaba antojado de cierto precioso caballo de tornillo que era uno de los mayores incentivos del escaparate… ¡Pero aquel caballo costaba catorce duros! Los costaba y los valía, créame Vd. La piel era de un delicadísimo color de café con leche; los ojos azules y brillantes atraían las miradas a despecho de la voluntad, y las crines primorosamente trenzadas, la silla de terciopelo verde, el rendaje de cuero y los estribos de oro no había dinero con que pagarlos. Añada Vd. a esto que apenas se ponía un dedo en las manivelas, el caballo comenzaba a moverse como si no se pudiera contener… No lo tome Vd. a broma: en los contados días que lo tuve en mi tienda le vi más de una vez a punto de piafar, impaciente de libertad y esparcimiento.
Cuando el mendigo entraba a comprarme cualquier cosilla para su nietezuelo, solíamos echar los dos algún que otro párrafo. Mi carácter es naturalmente bondadoso y sencillo; por lo mismo que aquel hombre me era antipático, la consideración de su desgracia me impulsaba a mostrarme amable con él. Me hacía gracia la ingenua admiración que le producía mi habilidad para fabricar juguetes de todas clases, y la verdad es que, a pesar de ser hombre ignorante y rudo, no carecía de cierto instintivo buen juicio… El cariño que sentía por su nieto acabó de destruir todas mis prevenciones, y más de una vez le hice rebajas de consideración en las frioleras que compraba. Una noche llegó a tiempo de hallarme yo bebiendo un poco de cerveza, bebida que me encanta y que no pruebo hace un siglo, porque según me han asegurado (resérvelo Vd.) he bebido ya bastante en mi vida. Ofrecí al mendigo un vaso del precioso licor, que relucía como el topacio a través del cristal, y lo aceptó de buen grado, repitiendo las libaciones a medida que yo le animaba a hacerlas no solo con mis palabras sino con mi ejemplo.
Trascurrió un breve rato y me sentí acometido de un ardiente deseo de expansión, de una invencible necesidad de revelar a alguien las más íntimas impresiones de mi espíritu como pocas veces exaltado y soñador.
El mendigo acariciaba con una mano el vaso de cerveza y con la otra la rubia y ensortijada cabellera de su nietezuelo, cuyos ojos no se apartaban un momento del caballo de tornillo que parecía embelesarle y fascinarle.
—En verdad, señor D. Federico —me dijo el mendigo sonriendo, por primera vez desde que nos conocíamos, de una manera natural y franca—, que es Vd. el hombre más venturoso del mundo entero.
—¿Eso piensa Vd., amigo mío? —le repliqué sin poder contenerme—. Pues vea Vd. cuánto engañan las apariencias: hasta que logre realizar el deseo que hace mucho tiempo me atosiga, y en este instante como nunca, seré todo lo contrario de lo que Vd. dice.
—¿Qué puede Vd. desear, teniendo lo que tiene? —me preguntó con un tono en que yo creí descubrir un sí es no es de malicia.
—Va Vd. a saberlo —repuse con fogosidad en mí inusitada—. Yo no puedo ser feliz hasta que esta colección de seres fabricados por mi mano y que llenan los estantes de mi tienda adquieran la única perfección que les falta: ¡la vida, el alma de que no he sabido dotarlos hasta hoy, a pesar de esa habilidad tan decantada por Vd. y de que yo me río en este momento!
El mendigo me miró guiñando un ojo de una manera particular y que tengo presente, como cuanto sucedió en aquella noche inolvidable.
—¿Qué daría Vd. a quien realizara su antojo? —me preguntó con mucha sorna.
—Le daría cuanto me pidiera —le respondí con dignidad y decisión.
—Deme Vd. el caballo de tornillo para mi nieto y esta noche al sonar la última campanada de las doce tendrá vida cuanto nos rodea.
Mi interlocutor, al decir esto, me miraba de un modo extraño y que a mi pesar me subyugaba y me aturdía. Tal vez fuera ilusión de mis sentidos, pero su talla había aumentado, su cuerpo antes tullido ostentaba no sé qué soberbia rigidez, y todo él aparecía a mis ojos como medio velado por una brillante y fantástica nube.
Hice un poderoso esfuerzo, sonreí y repliqué al extraño personaje:
—Si Vd. fuera capaz de realizar lo que dice, ni viviría pidiendo limosna ni ambicionaría para su nieto la posesión de ese caballo de tornillo…
No me dejó proseguir. Mirome de arriba abajo con supremo desdén y dijo cogiendo de la mano al nietecillo y encaminándose hacia la puerta:
—¿Qué sabe Vd. de estas cosas, pobre hombre? ¿Conoce Vd. acaso mayor riqueza que la del pordiosero que vive sin trabajar, que carece casi en absoluto de necesidades y que a nadie envidia ni de nadie es envidiado? ¿No acepta Vd. el trato que le propongo? Pues muy buenas tardes. Para eso no hay precisión de faltar a nadie.
Un vértigo espantoso se apoderó de mí. Corrí, no sin algún trabajo, hacia la puerta y me coloqué entre ella y el mendigo.
—Deme Vd. una prueba cualquiera de su poder sobrenatural y pídame cuanto se le antoje.
Detúvose el viejo al escuchar estas palabras mías, y, después de reflexionar un momento, me preguntó con seriedad:
—¿Cuántas lámparas hay en la tienda de Vd.?
—Una tan solo —respondí señalando la que pendía del centro del techo.
—Pues enciéndala Vd. —dijo el mendigo— y verá Vd. dos.
Obedecí temblando y ¡oh, milagro indudable, patente!, vi dos lámparas en efecto.
Una fe ciega penetró en mi espíritu disipando las vacilaciones anteriores.
—Llévense Vds. el caballo de tornillo —exclamé lleno de alegría—: todo lo creo, todo lo juzgo posible después de lo que he visto. —Y caí en una silla abrumado por tantas y tan distintas emociones.
Envueltos en la misma vaporosa nube de que he hablado a Vd. antes, salían de la tienda el abuelo y el nieto. Este montado sobre el caballo de tornillo, que parecía tener alas en vez de ruedas según lo pronto que desapareció de mi vista.
IV
—Si no me da Vd. otro cigarro, aquí se acabó la presente historia —me dijo Federico Sickel abandonando al fin su temeraria idea de fumarse el último resto de la colilla.
Le alargué nuevamente la petaca y prosiguió:
—Despedí al dependiente, muchacho de unos catorce años y que se mostraba algo asustado de lo ocurrido, y a pesar de ser apenas las ocho de la noche cerré mi tienda. La impaciencia me consumía y no sabía cómo entretener las horas que faltaban hasta las doce. Me subí al cuartito interior desde cuya ventana se dominaba perfectamente la tienda entera. Dejé las lámparas encendidas, y fumando y bebiendo cerveza el tiempo comenzó a pasárseme sin sentir. Yo era gran bebedor, debo confesarlo, pero —aunque sostengan otra cosa mis detractores— podía serlo impunemente. Aquel licor celestial no llegó jamás a perturbar mis sentidos; lejos de eso, me aclaraba la vista y hasta me vigorizaba la inteligencia de un modo increíble.
»Oí dar las nueve, las diez y las once en el reloj de la iglesia vecina, y presa de un extraño sopor, con la cabeza ardiente y pesada, y sintiéndome como clavado en mi asiento, empecé a contar las campanadas de las doce.
»Sonó la última y me vi bañado por una vivísima claridad. Esta claridad se fue corriendo por todo el espacio que alcanzaban a distinguir mis ojos y al llegar a los cristales de la anaquelería los iluminó primero con brillantez deslumbradora haciéndolos después crujir y saltar en pedazos con áspero estrépito. Los objetos ordenadamente colocados en los estantes cayeron al suelo confundidos y revueltos; pero pronto comenzaron a moverse y a distribuirse de nuevo prestando a mi tienda el aspecto de un mundo en miniatura. Las casitas de madera se agrupaban y alineaban formando calles; los árboles de verdes y rizadas hojas formaban a su vez bosques y paseos; aquí atravesaba un ferrocarril de hoja de lata por un puente de cartón; más allá vaporcitos y buques de vela navegaban por ríos y mares de líquido cristal… Los muñecos de todas clases y tamaños parecían despertar de un sueño. Los arlequines, los dominguillos, los D. Juan de las Viñas se desperezaban bostezando; las muñecas miraban con interesada curiosidad a sus compañeras del bello sexo y se componían el traje con sus manitas de cabritilla; los bebés lloraban desconsoladamente y las amas pasiegas o vizcaínas acudían a acallarlos, empleando para ello los procedimientos usuales; los soldados de pasta y de plomo se colocaban de guardia en sus garitas o emprendían al mando de sus jefes toda clase de ejercicios y evoluciones; los prados de musgo artificial se veían llenos de vainas y de ovejas, y más de un ratón de resorte escapaba a duras penas de un gatazo de china produciendo sus carreras no pocos chillidos y desmayos entre el sexo muñequil femenino… Todo era allí animación y vida, y yo no cabía en mí de gozo al ver realizado mi deseo.
»La satisfacción completa me duró poco, sin embargo. Los ex muñecos tenían sus necesidades y sus pasiones, y yo no podía menos de observar con cierta pena los resultados lógicos e inevitables de lo que estaba sucediendo. Los muñecos necesitaban comer para vivir y cada gallina de madera a que se retorcía el pescuezo, cada pato de porcelana que se convertía en pastel de foie-gras me costaba a mí una desazón horrible. Ni era esto solo. La vida de los muñecos traía consigo la fatal precisión de su muerte. Un pierrot y un granadero de la guardia imperial se enamoraron perdidamente de cierta pastora de los Alpes. La muñeca, como casi todas las de mi tienda, era frágil y se decidió por los dos, coqueteando con ambos, ni más ni menos que una mujer de carne y hueso; hubo un desafío entre el militar y el paisano y el sable del granadero abrió un boquete en el vientre del pierrot, boquete por el cual se le fue al segundo hasta el último grano de salvado. Otra muñeca ambiciosa y amiga del lujo se perdió por una docena de lentejuelas con que se propuso seducirla, y lo consiguió, un pérfido velocipedista tirolés. Abandonada por su amante, la desdichada joven se tiró a la calle desde el tejado de su casa y se hizo añicos. Muñeco había que se jugaba los zapatitos a la ruleta; otros se echaban a robar a los caminos; otros se pasaban la vida en la taberna entregados al feo vicio de la bebida y dicho se está que ninguno acababa bien.
»El rey de aquel nuevo país, que era un muñeco muy viejo y de muy buena pasta, no sabía qué hacer para meter en cintura a aquella gentecilla. Cada vasallo suyo pensaba de una manera, y lo único en que casi todos estaban conformes era en el deseo de vivir sin trabajar, de divertirse a toda costa y de darse importancia sin reparar en los medios ni en las consecuencias. Media docena de muñecos ambiciosos tenían al rey en jaque a cada paso, y apenas se pasaba día sin que los soldados de plomo y los de madera viniesen a las manos so pretexto de defender tales o cuales principios, pero en realidad para halagar las pasioncillas de este o del otro monigote. Lo que a mí me llamaba más la atención era la indiferencia que reinaba en una parte de la ciudad, mientras en los arrabales y en los campos todo era estrago y muerte y miseria más espantosa que la muerte misma. El zumbido del cañón, los ayes del moribundo, el estertor de la agonía de los que espiraban de hambre, no impedían jamás, ni amargaban siquiera, sino en contadísimos casos, la loca alegría de los seres felices. Yo que lo contemplaba todo desde cierta altura y todo lo abarcaba de una sola mirada, apreciando bien el menor contraste del extenso cuadro, pasaba fácilmente de la melancolía a la indignación en vista de tanta desdicha enorme y hasta cierto punto voluntaria.
»La situación se hacía insostenible por momentos. Muñecos que se las echaban de hombres de importancia fueron poco a poco quitando a los habitantes de aquel país la fe que en otro tiempo bastaba, cuando no para otra cosa, para darles resignación en sus desventuras y algún horror a los vicios que al presente los dominaban por completo; en pos de aquellos vinieron otros a difundir entre los muñecos mayores y menores la idea agradable y fecunda de que todos eran completamente iguales, y despiertas las ambiciones más insensatas, rotos los únicos frenos seguros, sucedió… ¿qué quiere Vd. que sucediera, amigo mío? Se urdió una conspiración horrible, el rey fue derribado del trono, el ilustrado pueblo fue árbitro de sus destinos, y para celebrar dignamente el comienzo de su soberanía, pegó fuego a la ciudad por sus cuatro costados y todo quedó reducido a cenizas.
»¿Comprende Vd. ahora la pérfida intención del diabólico mendigo y la extensión de mi desgracia? Yo deseaba que mis muñecos vivieran, pero el mendigo fue más allá de mis deseos: me los convirtió en hombres, y con los hombres, créame Vd., no puede hacerse nada bueno.
»A mí me sacaron de la tienda medio abrasado; conté a todo el mundo lo sucedido, y no solo se negaron a darme crédito, sino que hubo quien me juzgó rematadamente loco. Mi mujer, que había heredado a su tía, me metió en este santo hospital del Nuncio apenas me vio sin un cuarto; y aquí me tiene Vd. ocupando una plaza que muchos que andan sueltos por la villa y corte de Madrid podrían reclamar con mejor derecho.
»Dicen que mi historia es inverosímil… ¡Como si lo que a mí me ha pasado no estuviera repitiéndose a cada momento! ¡Pregúntele Vd. a Dios, que es persona fácil de encontrar puesto que está en todas partes, lo que le pasa todos los días con esa tienda de juguetes que se llama el mundo!»
V
Confieso que la última reflexión del pobre Federico Sickel me hizo alguna fuerza y me decidió a escribir y publicar el anterior tejido de disparates.