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No tenían más alternativa que sacar el
máximo provecho del error.
—¡Mark, más humo! ¡Todo el que tengas!
Mark comenzó a lanzar las granadas de humo
mientras Juan los llevaba por uno de los caminos más anchos a
través de las hileras de mausoleos. El camino de adoquines
castigaba terriblemente la suspensión sobrecargada del coche, y era
tan angosto que un pequeño error de cálculo hizo que el Mitsubishi
perdiese el último espejo lateral que le quedaba.
No habían avanzado más de quince metros
cuando el camino se estrechó todavía más debido a una enorme cripta
de mármol. No podían dar la vuelta. Juan miró por encima del
hombro. Otro camino se cruzaba en diagonal. Puso la marcha atrás y
retrocedió raspando la pintura de las puertas contra la estatua de
algún político o personaje público. Afortunadamente, por fin
comenzaba a disminuir la lluvia. La visibilidad continuaba siendo
mala, sobre todo por el humo que flotaba sobre las tumbas, pero
había mejorado. El otro consuelo era que el coche de policía y el
Cadillac no podían seguirles.
Se preguntó si les perseguirían a pie y
decidió que probablemente lo harían. La furia que habían visto en
el rostro de Espinoza solo podía apaciguarse con sangre.
El coche rozó un busto de mármol y lo
arrancó del pedestal.
La cabeza rodó por los adoquines como una
pelota deformada. Juan tuvo que recurrir a sus clases de conducción
defensiva para evitar que el coche se estrellase en la cripta del
lado opuesto.
Vio que el camino se dividía de nuevo, y
siguió marcha atrás en lo que parecía ser una ruta más ancha. Se
estrelló de inmediato con un mausoleo que era la réplica de una
iglesia. Puso una marcha y después de nuevo marcha atrás por el
otro camino. Con tan poca luz era casi imposible seguir una línea
recta, así que, una vez más, rozaron uno de los monumentos. Pidió
perdón al difunto y siguió adelante.
A su izquierda apareció una calle más ancha.
El giro era tan cerrado que le costó varios intentos y un montón de
mármol destrozado y metal abollado para conseguirlo. Cabrillo se
prometió que si de alguna manera lograban salir de allí, la
corporación haría una donación anónima a los encargados del
cementerio.
Un gato, por los que el cementerio era
famoso, salió de su escondite delante mismo del coche, empapado
hasta la médula, y quedó iluminado por el resplandor del único faro
que funcionaba. Juan pisó el freno a fondo. El felino le dirigió
una mirada de desprecio y siguió su marcha.
De pronto, el mundo se volvió blanco. Los
ojos de Juan tardaron unos segundos en adaptarse. En lo alto, un
helicóptero invisible había encendido el reflector y creaba un
oasis de luz brillante en la oscuridad absoluta. Una voz
amplificada les llegó desde las alturas.
Cabrillo no necesitó traducirles a los demás
lo que decía. Cualquier orden desde un helicóptero de la policía
era universal.
—Linc, haz algo, por favor.
Linc bajó el cristal de la ventanilla y
asomó la metralleta apuntada hacia arriba. No había bastante
espacio para pasar su enorme torso fuera del coche, así que disparó
sin apuntar a su objetivo.
Ver los fogonazos que salían del coche fue
suficiente para convencer al piloto de que se apartase, más o menos
como había hecho el chofer de Espinoza. El reflector despareció
solo un momento antes de que el helicóptero volviese a situarse
sobre ellos, aunque esta vez a mayor altitud.
El camino a través de las tumbas hacía una
curva cerrada, pero Juan consiguió pasarla sin tener que
detenerse.
Si había alguna coordinación entre las
unidades de aire y tierra, el piloto estaría comunicando a los
policías del coche su posición. Juan mantenía un ojo alerta y movía
la cabeza a izquierda y derecha mientras circulaban a gran
velocidad por los estrechos caminos. No vio nada; además, se movía
tan rápido que incluso un agente que se hubiese acercado por un
costado apenas podría haber hecho un disparo, que sin duda
fallaría.
Entonces les sonrió la suerte. El camino se
bifurcaba y se encontraron circulando por un paseo que bordeaba la
pared exterior del cementerio. Después de haber tenido que luchar
para moverse en tan poco espacio, este les parecía ancho como una
autopista.
El segundo respiro llegó casi de inmediato.
Como parte de las reformas, habían derrumbado un tramo de pared.
Una barrera de madera cerraba el hueco. El ángulo dificultaba
acelerar, pero Juan se lanzó de todas maneras.
—¡Sujetaos! —exclamó por segunda vez en
cinco minutos.
El coche golpeó la barricada con el
parachoques delantero y partió la madera, pero no consiguió abrirse
paso. Las ruedas giraban furiosas en los adoquines mojados y
continuaron empujando la barrera más y más hasta que llegó a un
punto crítico. El pequeño coche atravesó la barrera y circuló por
la acera desierta antes de que Cabrillo pudiese colocarlo sobre las
cuatro ruedas.
Habían escapado del cementerio pero no del
helicóptero, que sin duda estaba transmitiendo su posición.
—Linda, llévanos de nuevo a los
muelles.
Ella estaba inclinada sobre el GPS y sus
dedos volaban por la pantalla.
—De acuerdo, gira a la izquierda en la
segunda bocacalle y después colócate en el carril de la derecha y
prepárate para otra curva cerrada.
Juan hizo lo que le ordenaba pero, pese a
todas las maniobras, no conseguían apartarse del círculo de luz del
reflector del helicóptero. En el espejo retrovisor vio que de
pronto aparecían dos coches. Avanzaban a gran velocidad con las
sirenas aullando. No había manera de huir de ellos.
Linc rompió el cristal de la ventanilla
trasera con la culata de la metralleta y disparó una andanada de
balas de goma. Los policías continuaron avanzando. Aunque no sabían
que estaban utilizando munición no letal parecía que no les
importaba.
El coche en cabeza los alcanzó en un costado
trasero e intentó que derrapasen. Juan replicó a la maniobra
moviendo sus manos como un relámpago sobre el volante. Linc sacó la
pistola y disparó dos veces a través de la ventanilla del copiloto
del coche de policía. Solo iba el conductor, y su coraje falló de
inmediato. Retrocedió hasta una distancia prudencial.
Cabrillo comenzaba a identificar el entorno.
Se acercaban a los muelles.
—Mark, enséñale a Tamara cómo utilizar la
botella.
—Ya estoy en ello —respondió Murphy.
Juan dio un par de golpecitos en la
radio.
—Mike, ¿estás en posición?
—Espero tu llegada —respondió Trono
tranquilamente.
—Vamos a toda pastilla.
La voz del piloto del submarino se hizo más
grave al escuchar el tono del director.
—Estoy preparado.
Se oyeron disparos detrás de ellos, las
rotundas detonaciones de una pistola.
El pasajero del segundo vehículo de la
policía asomaba por la ventanilla y disparaba su arma
reglamentaria. Un disparo afortunado atravesó el maletero, y el
respaldo del asiento trasero estalló en una nube de gomaespuma.
Tamara gritó. Linc y Mark Murphy solo intercambiaron una mirada y
el ex SEAL se volvió para disparar.
—La próxima a la derecha —gritó Linda por
encima del rugido del viento que soplaba dentro del coche—. Aquel
es el muelle.
Juan dio la vuelta tan rápido que el coche
derrapó contra la garita de vigilancia con la suficiente fuerza
como para destrozar el cristal de la ventana. Los hombres en el
interior se arrojaron al suelo creyendo que les atacaban. Los
perseguidores estaban solo a unos segundos.
—Bajad todas las ventanillas —ordenó Juan
mientras llevaba el coche hacia las hileras de contenedores.
El último impacto había dañado algo vital.
El coche subía y bajaba sobre las suspensiones con el bamboleo de
un camello. El eje trasero había resultado dañado por la colisión
y, como consecuencia de la conducción frenética de Cabrillo, se
había partido. Las dos puntas rozaban el pavimento y arrojaban
nubes de chispas cada vez que tocaban el asfalto o los raíles de
acero de las grandes grúas del muelle. Sin embargo, la tracción
delantera siguió funcionando sin problemas.
Juan palmeó el salpicadero con afecto.
—Nunca más volveré a criticar un compacto
japonés.
El muelle tenía casi trescientos metros de
largo y la mitad del ancho estaba cubierto por un tejado de chapas
de cinc colocadas sobre una estructura de vigas a la vista. Juan
llevó el coche por allí. No miró atrás cuando Linda le tocó el
hombro y le entregó un objeto del tamaño de una cantimplora pero
con un tubo y una boquilla en un extremo. Se puso la boquilla entre
los dientes.
Con el pie pisando a fondo el acelerador les
llevó hacia el borde del muelle. No había ninguna necesidad de
gritar un aviso. Todos sabían lo que venía después.
El coche llegó al borde del muelle y salió
disparado en la oscuridad, con el morro inclinado hacia abajo
debido al peso del motor. Chocó contra el agua en una explosión de
espuma blanca, aunque el impacto no fue peor que cualquiera de los
otros que había soportado durante la noche. Debido a que todas las
ventanillas estaban abiertas y había desaparecido la luneta
trasera, el interior se llenó de inmediato de agua fría.
—Esperad —avisó Juan.
Hasta que el techo estuvo completamente
debajo del agua no salió por la ventanilla. Fue hasta la puerta del
pasajero sujetándose con una mano y ayudó a Tamara a salir después
de que ella hubiese pasado por encima de Linc. Estaba demasiado
oscuro para ver nada, pero él le dio un apretón y la profesora se
lo devolvió. Vio las burbujas del regulador que pasaban por delante
de su cara. La respiración era un tanto agitada, pero, dadas las
circunstancias, también lo era la de Juan. Una mujer notable,
pensó.
La botella contenía aire solo para unos
pocos minutos, así que cuando los demás salieron del coche hundido,
Juan los llevó debajo del muelle, donde les llamaba un pequeño
punto de luz.
Era una linterna sujeta a un par de botellas
de aire con múltiples reguladores. Las botellas estaban atadas a la
cubierta del Nomad. Si las cosas hubiesen ido bien, tendrían que
haber ido a bordo de la neumática hasta el sumergible fondeado a un
par de millas de la costa, pero como siempre cabía la posibilidad
de que un asalto no saliese como estaba planeado, Juan había
pensado en una alternativa. Le había ordenado a Mike Trono que
fuese al punto Beta, debajo del muelle donde había dejado la
neumática.
Tan pronto como los nadadores llegaron al
submarino, Juan colocó uno de los reguladores en la mano de Tamara
y le indicó que dejara la botella pequeña. A la vista de la
facilidad con la que se movía en el agua, dedujo que la mujer había
hecho inmersiones. Había la luz suficiente para indicarle a Linda
que entrase en la esclusa de aire junto con Tamara.
Mientras esperaba su turno, Juan vio las
linternas que alumbraban la superficie del agua donde el aire
continuaba escapando del coche. Se preguntó cuánto tardarían en
llegar los buceadores, pero decidió que no tenía importancia. Para
entonces se habrían ido.
Diez minutos más tarde, con el submarino
alejándose con la corriente, Cabrillo abrió la escotilla inferior
de la pequeña esclusa de aire y entró. Todos estaban acomodados en
los bancos envueltos en mantas térmicas de aluminio. Tamara y Linda
se habían secado el pelo y se las habían apañado para peinarse un
poco.
—Lamento lo ocurrido —dijo Juan a la
profesora—. Esperábamos que todo fuese más tranquilo. Fue mala
suerte que el general apareciese cuando lo hizo.
—Señor Cabrillo...
—Juan, por favor.
—Muy bien, Juan. Para librarme de
aquellos... —hizo una pausa porque el insulto que iba a utilizar no
era excesivamente educado— hombres horribles no me hubiese
importado tener que arrastrarme sobre un lecho de brasas.
—¿La maltrataron? —preguntó Juan.
—Le comentaba a Linda que no les di ningún
motivo. Respondí a todo lo que me preguntaron. ¿Qué sentido tenía
retener información de un barco de quinientos años de
antigüedad?
La expresión de Juan se volvió grave.
—Es probable que no se haya enterado, pero
Argentina se ha anexionado la península Antartica y China les
respalda. Si consiguen encontrar el barco naufragado consolidarán
todavía más sus derechos territoriales. También buscan el petróleo,
y supongo que las reservas son tan grandes como para arriesgarse a
esta jugada. Una vez que comiencen la extracción, podrán utilizar
las ganancias para comprar votos en Naciones Unidas. Llevará algún
tiempo, pero creo que dentro de un par de años su apropiación de la
península se considerará legítima.
—No les dije dónde se hundió la nave
—manifestó Tamara—. Porque no lo sé. Me creyeron.
—Hay otras maneras. Le garantizo que
mientras hablamos están buscando.
—¿Qué vamos a hacer?
La pregunta casi no requería respuesta, la
había formulado sin pensar. Era solo lo que dice una persona cuando
se enfrenta a un obstáculo. Pero, para Juan, estaba llena de
significado. ¿Qué iban a hacer? Había estado pensándolo desde que
Overholt le había dicho que la Casa Blanca rehusaba
involucrarse.
Esta no era su lucha. Como hubiese dicho
Max: «A otro perro con este hueso».
Sin embargo, estaba su sentido del bien y el
mal. Desde luego no se sentía responsable de intervenir, esa no era
su motivación. En cambio, estaba sujeto a un código ético al cual
nunca renunciaría, y este le estaba diciendo que lo correcto era
comprometerse: llevar al Oregon a
aquellas aguas gélidas y recuperar lo que había sido robado. El
resto de la tripulación le miraba tan expectante como Tamara
Wright. Mark enarcó una ceja como si preguntase:
«¿Entonces...?».
—Supongo que nos encargaremos de que nunca
encuentren esa nave.