21

 

No tenían más alternativa que sacar el máximo provecho del error.
—¡Mark, más humo! ¡Todo el que tengas!
Mark comenzó a lanzar las granadas de humo mientras Juan los llevaba por uno de los caminos más anchos a través de las hileras de mausoleos. El camino de adoquines castigaba terriblemente la suspensión sobrecargada del coche, y era tan angosto que un pequeño error de cálculo hizo que el Mitsubishi perdiese el último espejo lateral que le quedaba.
No habían avanzado más de quince metros cuando el camino se estrechó todavía más debido a una enorme cripta de mármol. No podían dar la vuelta. Juan miró por encima del hombro. Otro camino se cruzaba en diagonal. Puso la marcha atrás y retrocedió raspando la pintura de las puertas contra la estatua de algún político o personaje público. Afortunadamente, por fin comenzaba a disminuir la lluvia. La visibilidad continuaba siendo mala, sobre todo por el humo que flotaba sobre las tumbas, pero había mejorado. El otro consuelo era que el coche de policía y el Cadillac no podían seguirles.
Se preguntó si les perseguirían a pie y decidió que probablemente lo harían. La furia que habían visto en el rostro de Espinoza solo podía apaciguarse con sangre.
El coche rozó un busto de mármol y lo arrancó del pedestal.
La cabeza rodó por los adoquines como una pelota deformada. Juan tuvo que recurrir a sus clases de conducción defensiva para evitar que el coche se estrellase en la cripta del lado opuesto.
Vio que el camino se dividía de nuevo, y siguió marcha atrás en lo que parecía ser una ruta más ancha. Se estrelló de inmediato con un mausoleo que era la réplica de una iglesia. Puso una marcha y después de nuevo marcha atrás por el otro camino. Con tan poca luz era casi imposible seguir una línea recta, así que, una vez más, rozaron uno de los monumentos. Pidió perdón al difunto y siguió adelante.
A su izquierda apareció una calle más ancha. El giro era tan cerrado que le costó varios intentos y un montón de mármol destrozado y metal abollado para conseguirlo. Cabrillo se prometió que si de alguna manera lograban salir de allí, la corporación haría una donación anónima a los encargados del cementerio.
Un gato, por los que el cementerio era famoso, salió de su escondite delante mismo del coche, empapado hasta la médula, y quedó iluminado por el resplandor del único faro que funcionaba. Juan pisó el freno a fondo. El felino le dirigió una mirada de desprecio y siguió su marcha.
De pronto, el mundo se volvió blanco. Los ojos de Juan tardaron unos segundos en adaptarse. En lo alto, un helicóptero invisible había encendido el reflector y creaba un oasis de luz brillante en la oscuridad absoluta. Una voz amplificada les llegó desde las alturas.
Cabrillo no necesitó traducirles a los demás lo que decía. Cualquier orden desde un helicóptero de la policía era universal.
—Linc, haz algo, por favor.
Linc bajó el cristal de la ventanilla y asomó la metralleta apuntada hacia arriba. No había bastante espacio para pasar su enorme torso fuera del coche, así que disparó sin apuntar a su objetivo.
Ver los fogonazos que salían del coche fue suficiente para convencer al piloto de que se apartase, más o menos como había hecho el chofer de Espinoza. El reflector despareció solo un momento antes de que el helicóptero volviese a situarse sobre ellos, aunque esta vez a mayor altitud.
El camino a través de las tumbas hacía una curva cerrada, pero Juan consiguió pasarla sin tener que detenerse.
Si había alguna coordinación entre las unidades de aire y tierra, el piloto estaría comunicando a los policías del coche su posición. Juan mantenía un ojo alerta y movía la cabeza a izquierda y derecha mientras circulaban a gran velocidad por los estrechos caminos. No vio nada; además, se movía tan rápido que incluso un agente que se hubiese acercado por un costado apenas podría haber hecho un disparo, que sin duda fallaría.
Entonces les sonrió la suerte. El camino se bifurcaba y se encontraron circulando por un paseo que bordeaba la pared exterior del cementerio. Después de haber tenido que luchar para moverse en tan poco espacio, este les parecía ancho como una autopista.
El segundo respiro llegó casi de inmediato. Como parte de las reformas, habían derrumbado un tramo de pared. Una barrera de madera cerraba el hueco. El ángulo dificultaba acelerar, pero Juan se lanzó de todas maneras.
—¡Sujetaos! —exclamó por segunda vez en cinco minutos.
El coche golpeó la barricada con el parachoques delantero y partió la madera, pero no consiguió abrirse paso. Las ruedas giraban furiosas en los adoquines mojados y continuaron empujando la barrera más y más hasta que llegó a un punto crítico. El pequeño coche atravesó la barrera y circuló por la acera desierta antes de que Cabrillo pudiese colocarlo sobre las cuatro ruedas.
Habían escapado del cementerio pero no del helicóptero, que sin duda estaba transmitiendo su posición.
—Linda, llévanos de nuevo a los muelles.
Ella estaba inclinada sobre el GPS y sus dedos volaban por la pantalla.
—De acuerdo, gira a la izquierda en la segunda bocacalle y después colócate en el carril de la derecha y prepárate para otra curva cerrada.
Juan hizo lo que le ordenaba pero, pese a todas las maniobras, no conseguían apartarse del círculo de luz del reflector del helicóptero. En el espejo retrovisor vio que de pronto aparecían dos coches. Avanzaban a gran velocidad con las sirenas aullando. No había manera de huir de ellos.
Linc rompió el cristal de la ventanilla trasera con la culata de la metralleta y disparó una andanada de balas de goma. Los policías continuaron avanzando. Aunque no sabían que estaban utilizando munición no letal parecía que no les importaba.
El coche en cabeza los alcanzó en un costado trasero e intentó que derrapasen. Juan replicó a la maniobra moviendo sus manos como un relámpago sobre el volante. Linc sacó la pistola y disparó dos veces a través de la ventanilla del copiloto del coche de policía. Solo iba el conductor, y su coraje falló de inmediato. Retrocedió hasta una distancia prudencial.
Cabrillo comenzaba a identificar el entorno. Se acercaban a los muelles.
—Mark, enséñale a Tamara cómo utilizar la botella.
—Ya estoy en ello —respondió Murphy.
Juan dio un par de golpecitos en la radio.
—Mike, ¿estás en posición?
—Espero tu llegada —respondió Trono tranquilamente.
—Vamos a toda pastilla.
La voz del piloto del submarino se hizo más grave al escuchar el tono del director.
—Estoy preparado.
Se oyeron disparos detrás de ellos, las rotundas detonaciones de una pistola.
El pasajero del segundo vehículo de la policía asomaba por la ventanilla y disparaba su arma reglamentaria. Un disparo afortunado atravesó el maletero, y el respaldo del asiento trasero estalló en una nube de gomaespuma. Tamara gritó. Linc y Mark Murphy solo intercambiaron una mirada y el ex SEAL se volvió para disparar.
—La próxima a la derecha —gritó Linda por encima del rugido del viento que soplaba dentro del coche—. Aquel es el muelle.
Juan dio la vuelta tan rápido que el coche derrapó contra la garita de vigilancia con la suficiente fuerza como para destrozar el cristal de la ventana. Los hombres en el interior se arrojaron al suelo creyendo que les atacaban. Los perseguidores estaban solo a unos segundos.
—Bajad todas las ventanillas —ordenó Juan mientras llevaba el coche hacia las hileras de contenedores.
El último impacto había dañado algo vital. El coche subía y bajaba sobre las suspensiones con el bamboleo de un camello. El eje trasero había resultado dañado por la colisión y, como consecuencia de la conducción frenética de Cabrillo, se había partido. Las dos puntas rozaban el pavimento y arrojaban nubes de chispas cada vez que tocaban el asfalto o los raíles de acero de las grandes grúas del muelle. Sin embargo, la tracción delantera siguió funcionando sin problemas.
Juan palmeó el salpicadero con afecto.
—Nunca más volveré a criticar un compacto japonés.
El muelle tenía casi trescientos metros de largo y la mitad del ancho estaba cubierto por un tejado de chapas de cinc colocadas sobre una estructura de vigas a la vista. Juan llevó el coche por allí. No miró atrás cuando Linda le tocó el hombro y le entregó un objeto del tamaño de una cantimplora pero con un tubo y una boquilla en un extremo. Se puso la boquilla entre los dientes.
Con el pie pisando a fondo el acelerador les llevó hacia el borde del muelle. No había ninguna necesidad de gritar un aviso. Todos sabían lo que venía después.
El coche llegó al borde del muelle y salió disparado en la oscuridad, con el morro inclinado hacia abajo debido al peso del motor. Chocó contra el agua en una explosión de espuma blanca, aunque el impacto no fue peor que cualquiera de los otros que había soportado durante la noche. Debido a que todas las ventanillas estaban abiertas y había desaparecido la luneta trasera, el interior se llenó de inmediato de agua fría.
—Esperad —avisó Juan.
Hasta que el techo estuvo completamente debajo del agua no salió por la ventanilla. Fue hasta la puerta del pasajero sujetándose con una mano y ayudó a Tamara a salir después de que ella hubiese pasado por encima de Linc. Estaba demasiado oscuro para ver nada, pero él le dio un apretón y la profesora se lo devolvió. Vio las burbujas del regulador que pasaban por delante de su cara. La respiración era un tanto agitada, pero, dadas las circunstancias, también lo era la de Juan. Una mujer notable, pensó.
La botella contenía aire solo para unos pocos minutos, así que cuando los demás salieron del coche hundido, Juan los llevó debajo del muelle, donde les llamaba un pequeño punto de luz.
Era una linterna sujeta a un par de botellas de aire con múltiples reguladores. Las botellas estaban atadas a la cubierta del Nomad. Si las cosas hubiesen ido bien, tendrían que haber ido a bordo de la neumática hasta el sumergible fondeado a un par de millas de la costa, pero como siempre cabía la posibilidad de que un asalto no saliese como estaba planeado, Juan había pensado en una alternativa. Le había ordenado a Mike Trono que fuese al punto Beta, debajo del muelle donde había dejado la neumática.
Tan pronto como los nadadores llegaron al submarino, Juan colocó uno de los reguladores en la mano de Tamara y le indicó que dejara la botella pequeña. A la vista de la facilidad con la que se movía en el agua, dedujo que la mujer había hecho inmersiones. Había la luz suficiente para indicarle a Linda que entrase en la esclusa de aire junto con Tamara.
Mientras esperaba su turno, Juan vio las linternas que alumbraban la superficie del agua donde el aire continuaba escapando del coche. Se preguntó cuánto tardarían en llegar los buceadores, pero decidió que no tenía importancia. Para entonces se habrían ido.
Diez minutos más tarde, con el submarino alejándose con la corriente, Cabrillo abrió la escotilla inferior de la pequeña esclusa de aire y entró. Todos estaban acomodados en los bancos envueltos en mantas térmicas de aluminio. Tamara y Linda se habían secado el pelo y se las habían apañado para peinarse un poco.
—Lamento lo ocurrido —dijo Juan a la profesora—. Esperábamos que todo fuese más tranquilo. Fue mala suerte que el general apareciese cuando lo hizo.
—Señor Cabrillo...
—Juan, por favor.
—Muy bien, Juan. Para librarme de aquellos... —hizo una pausa porque el insulto que iba a utilizar no era excesivamente educado— hombres horribles no me hubiese importado tener que arrastrarme sobre un lecho de brasas.
—¿La maltrataron? —preguntó Juan.
—Le comentaba a Linda que no les di ningún motivo. Respondí a todo lo que me preguntaron. ¿Qué sentido tenía retener información de un barco de quinientos años de antigüedad?
La expresión de Juan se volvió grave.
—Es probable que no se haya enterado, pero Argentina se ha anexionado la península Antartica y China les respalda. Si consiguen encontrar el barco naufragado consolidarán todavía más sus derechos territoriales. También buscan el petróleo, y supongo que las reservas son tan grandes como para arriesgarse a esta jugada. Una vez que comiencen la extracción, podrán utilizar las ganancias para comprar votos en Naciones Unidas. Llevará algún tiempo, pero creo que dentro de un par de años su apropiación de la península se considerará legítima.
—No les dije dónde se hundió la nave —manifestó Tamara—. Porque no lo sé. Me creyeron.
—Hay otras maneras. Le garantizo que mientras hablamos están buscando.
—¿Qué vamos a hacer?
La pregunta casi no requería respuesta, la había formulado sin pensar. Era solo lo que dice una persona cuando se enfrenta a un obstáculo. Pero, para Juan, estaba llena de significado. ¿Qué iban a hacer? Había estado pensándolo desde que Overholt le había dicho que la Casa Blanca rehusaba involucrarse.
Esta no era su lucha. Como hubiese dicho Max: «A otro perro con este hueso».
Sin embargo, estaba su sentido del bien y el mal. Desde luego no se sentía responsable de intervenir, esa no era su motivación. En cambio, estaba sujeto a un código ético al cual nunca renunciaría, y este le estaba diciendo que lo correcto era comprometerse: llevar al Oregon a aquellas aguas gélidas y recuperar lo que había sido robado. El resto de la tripulación le miraba tan expectante como Tamara Wright. Mark enarcó una ceja como si preguntase: «¿Entonces...?».
—Supongo que nos encargaremos de que nunca encuentren esa nave.