LUNES, 20 DE OCTUBRE
6:49
Hay peores formas de morir. El ser humano se ha especializado en joder al prójimo de cualquier manera imaginable: envenenamiento lento por cianuro, ardiendo a lo bonzo, un tiro en el estómago, vomitando bilis y sangre al final de un cáncer, o la tortura aquella china de la gotita de agua. En cualquier caso, siempre habrá una forma peor de morir que ser atropellado por mi coche.
Detengo el vehículo y me enciendo un cigarro. Hay algo raro dentro de mí, porque decido bajar y mirar el cadáver en lugar de seguir la marcha. Me digo que es la edad, que me estoy volviendo blando. Después pienso que tal vez siga vivo y rematarlo no me parece mala opción. Tengo mi pistola reglamentaria en el costado. Para eso está la policía: para acabar con el sufrimiento de esta sociedad decadente.
Bajo del coche. Un camión pasa a toda pastilla por mi lado. No encuentro rastro de sangre, ni siquiera un cuerpo. Avanzo unos pasos. A un lado veo algo que se mueve, que se arrastra. Me acuclillo y saco el fusco. Lo toco con el cañón. Está vivo. Me mira con ojos oscuros y cansados, pero está vivo.
El gorrión intenta aletear. Cuando chocó contra mi parabrisas hizo un ruido acolchado y salió despedido hacia arriba. ¡Pop! Una pelota de tenis rematada por un Rafa Nadal con almorranas. En Barrio Sésamo llamaban a esto «una buena hostia».
Abre el pico pero no emite sonido. Quiere vivir.
—Deberías haber pensado eso antes de suicidarte, amigo.
Hay peores formas de morir que encontrarse conmigo, aunque ahora no se me ocurre ninguna. Busco una piedra para acabar con el sufrimiento de la criatura, pero entonces algo cambia. Su mirada se hace dura. Puede que sea mi propia imaginación. Estoy seguro de que se trata de eso, pero me gusta ese cambio de ánimo. Ahora el gorrión moribundo desea matarme. Quiere morir matando. No se va a rendir, estoy convencido. Es un guerrero mediocre, pero en el fondo quiere luchar.
—Esta será mi primera buena acción desde 1994 —digo antes de lanzarle humo a la cara.
Lo agarro con la mano y me lo echo al bolsillo. El puto bicho pelea, me pica con las pocas fuerzas que le quedan, intenta aletear. Ahora es mi prisionero. No sabe que su asesino está intentando salvarle la vida.
Me termino el cigarro mirando la ciudad. Algún poeta borracho podría asegurar que la Avenida de Elche es un ejemplo de travesía idílica. Es la carretera que une Alicante con la Vega Baja. Desde ella alcanzas el aeropuerto de El Altet, zonas costeras como Los Arenales del Sol e incluso los estudios de cine de La Ciudad de la Luz. Transcurre paralela al mar, con dos carriles para dar fluidez al tráfico y las omnipresentes palmeras alegrando la vista del turista ocasional.
Pero, como todo en esta ciudad, está renegrido hasta la médula.
El asfalto luce destrozado, las calas son el vivo reflejo de un estercolero, y en cada palmera acecha una puta dispuesta a succionarte el alma «por solo veinte euros, mi vida, por diez más te dejo tocarme las tetas». Desde Federico Mayo hasta Óscar Esplá surge el más variopinto self-service de la prostitución: universitarias tan mezcladas con heroinómanas que ya ni se distinguen las unas de las otras, subsaharianas sin clítoris pero con cicatrices tribales en el rostro, rumanas que solo saben decir tres palabras y ninguna de ellas es para dar las gracias, el Genaro convertido en la mimetización perfecta de la mujer, travelos ominosos, gordos y esperpénticos vestidos como musas de cabaret, diosas pervertidas del exceso, de lo barroco, de la vulgaridad extrema. Fauna de callejón nocturno, de parque infantil alfombrado de jeringuillas, náufragos que olvidaron hasta su verdadero nombre y que un día terminarán por fundirse con la suciedad de las aceras, desapareciendo para siempre de un mundo en el que nadie les echará en falta porque otro heredará su esquina, sus clientes y su olor. El ciclo darwiniano recomponiéndose de las ruinas de lo que algunos se apresuran a llamar «vida» y otros denominamos «porquería».
Y entre la maraña de desechos y venas picadas, veo a Nelson Chávez: diecinueve años, vida de mierda, tan delgado que incluso su propia sombra hace más bulto que él; pulso de anciano, lóbulo frontal cocido; en su tabique nasal hay suficiente pegamento para engrasar un submarino.
Son casi las siete de la mañana y no hay tráfico, pero tengo que esperar un rato para cruzar los cuatro carriles. Los vehículos pasan a toda prisa levantando ráfagas de aire. Unos críos que se retiran le lanzan un bote de refresco al Genaro, que les desea un feliz cáncer de escroto a cada uno. La juventud actual no sabe tratar a las mujeres. Cuando por fin llego a la otra acera, nunca mejor dicho, el Nelsinho me espera con pupilas dilatadas. Todos me conocen y saben que correr no soluciona nada.
—¿Qué tal, Chavito? —Le aprieto la colleja y baja la cabeza.
—Señor Ramos, yo no he hecho nada.
—No me jodas, Chavito, no me jodas —le suelto de golpe y casi se cae de morros—. ¿Qué haces aquí, desgraciado?
—Nada, se lo juro.
—A mí no me jures que te parto la cara. ¿Qué? ¿Sigues pasando mierda? ¿Qué es ahora? ¿Polvo? ¿Jaco?
—Iba camino de mi casa, se lo ju… bueno, eso, que es verdad.
—Yo decido lo que es la verdad y lo que no. ¿Quieres saber lo que es la verdad? La verdad es lo que a mí me apetece escuchar en cada momento. Así que a ver si aciertas ahora, porque como tenga que meter las manos en tus bolsillos roñosos de yonqui, de aquí vas al hospital.
—Deja al chico, ¡por Dios! —grita el Genaro, a una prudencial distancia.
—No nombres a Dios con esa boca de chupar rabos, guapa —le guiño un ojo y me giro de nuevo hacia Nelson—. Y tú, ¿me has entendido? ¿Sabes de qué hablo?
El chaval se derrumba. Un moco acuoso le cae desde la punta de la nariz y se lo seca con el antebrazo. Intenta tocarme pero le aparto la mano de golpe. La mandíbula le baila con movimientos espasmódicos. Se rebusca en el pantalón y saca una bolsa con rulas.
—No es mía, señor Ramos. No me haga nada, por favor. Si me la quita, me matarán.
Le golpeo en la cara con la mano abierta. El Genaro protesta desde la lejanía. Chávez cae al suelo de culo.
—¿Te parece bonito? —pregunto—. Vendiendo droga toda la noche. Eres un pedazo de mamón. Te dije que si te volvía a pillar te entrullaba.
—No, por favor…
—Te voy a contar lo que vamos a hacer: me vas a acompañar a la central y te voy a empapelar. Trafico de droga, menudeo, proxenetismo… lo que se me ocurra.
—Señor Ramos…
—Esos cargos son gordos. Prisión preventiva, chaval. Pero como soy un tío generoso, a las pocas horas te soltaré, ¿entiendes lo que digo? —Pausa dramática—. La peña pensará, joder, el Nelsinho ha cantado, ha hecho un trato con la policía para que no le manden al maco, el Chávez se ha ido de la lengua, es un confite, un chivato.
—Por lo que más quiera, señor Ramos…
—Ni señor Ramos ni pollas. No volverán a confiar en ti. Te mirarán raro. Y la próxima vez que te vea, te sonreiré, te daré una palmadita en la espalda y hasta un fajo de billetes. Delante de todo el mundo. ¿Quieres eso? —El crío se pone a llorar y niega con la cabeza—. Entonces dime para quién trabajas y me iré haciendo el paripé, ¿vale? Y aquí paz y después gloria.
Se limpia una nueva mucosidad, aunque llamarlo «limpiar» es exagerado. En realidad se restriega la napia contra el pantalón dejando un reguero de baba de caracol. Nelson Chávez asiente, levanta la vista y susurra:
—Farlopero López.
Sonrío.
—Buen chico, Nelsinho. Buen chico.
—¿Me puedo ir ya?
Le cruzo la cara con una nueva bofetada. Lo agarro por la pechera y lo levanto a pulso. Manos contra el muro, piernas separadas, registro minucioso. Lleva un puñado de billetes arrugados en un monedero de plástico.
—Vamos, Nelsinho —digo—. Disimula mejor, pedazo de imbécil. ¿O quieres que todas estas nobles ciudadanas sospechen de lo que hemos hablado?
Le meto un empujón que lo clava contra la pared del viejo almacén abandonado. Entonces se dedica a insultarme en voz alta. Buen muchacho: tal vez no tenga los sesos tan derretidos.
—Hoy es tu día de suerte, Chavito —grito para que todos me oigan—. Me llevo esto como prueba —agito las pastillas y la pasta en alto—. La próxima vez que te vea vendiendo mierda, despídete de tu culo porque te lo van a reventar en Foncalent.
Cruzo de nuevo la calle y subo al coche. El Genaro se acerca a consolar a Nelson, pero este aparta sus uñas esmaltadas con un brusco movimiento. Definitivamente, los chavales de hoy en día no saben cómo tratar a las mujeres de verdad.
9:07
—¿Quiere que le hable de mi infancia?
—¿Quiere hacerlo?
—No —contesto acariciando al gorrión que dormita en el bolsillo de mi chaqueta—. En realidad no hay mucho que contar, pero suponía que todos los loqueros empezaban por lo mismo.
—Es posible, pero este loquero es diferente.
—Tal vez el que esté loco sea usted.
El doctor Cortés me observa tras la barba. Es un tipo de porte elegante que viste traje y corbata. Jefe del Psiquiátrico, amigo íntimo del alcalde, sin aspiraciones políticas conocidas. Tiene el entrecejo depilado y una manicura excelsa, con una alianza dorada en su mano izquierda que le ata al recuerdo de su viudedad.
—Esto no es una competición, señor Ramos —apunta algo en su informe con una estilográfica clásica—. Mi objetivo no es juzgar a nadie, sino evaluar. El Cuerpo Nacional de Policía me ha contratado para hacer un trabajo y confío en que obtendré su total colaboración. Aunque, si lo prefiere, puede tumbarse en el diván y contarme que a los diez años su abuela le metía desnudo en el gallinero para que las aves le picoteasen el culo.
Sonrío. No puedo evitarlo.
—Me cae bien, doctor Cortés.
—Llámeme Álvaro, por favor. Lo habitual es que nos tuteemos, pero si se siente más cómodo tratándome de usted, lo dejamos estar.
El despacho está decorado con un gusto aséptico. Es tan neutro que no puedes evitar sentirte en pelotas. Incluso la vista de la ventana es vacía y lejana, de tal forma que el gris se amolda a cada rincón del cuarto. Un reloj en la pared destaca entre una maraña de diplomas dispuestos irregularmente con el fin de impresionar a unos pacientes ya de por sí intimidados. Cualquiera pensaría que el doctor Cortés posee decenas de títulos, aunque la mayoría son de cursillos diversos.
—En su dossier observo que estudió Filología —indica—. Una curiosa carrera para un policía, tal vez incluso antagónica. ¿No se siente frustrado por no haberla ejercido?
—Me frustra que pierda el Real Madrid. La Filología solo me sirve para escribir informes sin faltas ortográficas.
Cortés asiente despacio. Tal vez piense que soy una persona profunda con un trabajo barriobajero, o una persona ilustrada en un mundo de sordidez. Tal vez piense que somos iguales.
—Tengo un amigo sociólogo, ¿sabe? —continúo—. Dice que no debería llamarle «doctor», que los psicólogos practican el intrusismo en su trabajo y que el colmo es que les elevemos al estatus de médico sin serlo.
—Como estudioso de la sociedad, sospecho que no comprende ni su propia disciplina. Dígale de mi parte que yo soy psiquiatra. De todas maneras esta vida es para los luchadores, ¿no le parece?
Pienso en el gorrión. Debería ponerle nombre.
—Luchar no sirve de nada si no vas a ganar.
—¿Se siente un ganador?
—Por supuesto. De lo contrario significaría que soy un perdedor.
—¿Se encuentra con muchos perdedores en el día a día de su trabajo?
Álvaro Cortés apoya los codos en la mesa de despacho. Yo me recuesto en la silla. Tal vez lo de tumbarse en el diván no es tan mala idea.
—Soy policía, doctor. Cada día me encuentro con personas que estarían mejor muertas.
—¿Las mataría?
—Me lo piden a gritos. Cada yonqui que veo con una hipodérmica clavada en los genitales está suplicando al mundo que se lo lleve. ¿Y sabe qué? Yo no puedo hacer nada porque no es mi trabajo. Algunos compañeros dan dinero a las putas para que los de Servicios Sociales no les quiten a sus hijos bastardos, pero al final soy yo el que tiene que identificarlas en una bolsa porque algún capullo decidió que sería más barato clavarle un destornillador en el cuello que pagar su tarifa de mierda. Así que no, no los mataría, porque cada día que pasa mueren un poco más y yo estoy harto de ver fiambres con las retinas carcomidas por las liendres.
El doctor rasca de nuevo el papel con la punta de la pluma. El silencio es tan absoluto que me parece escuchar como rayan un vinilo de The Beatles.
—¿Estoy suspendido?
—En absoluto —dice sin mirarme—. Aunque, cuando le he preguntado si estaba rodeado de perdedores en su trabajo, me refería a sus compañeros.
—Una pregunta trampa, ¿eh? De todas formas, debería contestarla usted, doctor, ya que está tratando a toda la plantilla.
—Mi opinión no es relevante en este momento. Me debo a la confidencialidad con mis pacientes.
—¿Confidencialidad? Pero si está anotando las respuestas para dárselas al comisario.
Me observa con ojos duros. Da golpecitos en la mesa con la estilográfica.
—En ese caso —continúa—, debo confesarle que algunos de sus colegas necesitarán tratamiento e incluso alguna jubilación anticipada. Otros directamente son adictos a las drogas. Dicen que están sometidos a mucha presión en su trabajo, y no todos son capaces de soportarla. Así que, dígame, inspector Ramos, ¿se siente bajo presión en algún momento?
Rebusco en el bolsillo de la americana y extraigo un Camel. Cortés asiente con la cabeza y me señala un cenicero sobre el escritorio. Enciendo el cigarro y me levanto. El gorrión se agita.
—Sé de qué va todo esto, doctor. No soy tan ingenuo. Trabajo en Homicidios, tengo mucha responsabilidad sobre los hombros. No ya con la víctima, sino con sus familiares. Uno de mis primeros casos trató de una adolescente embarazada que pescaron en Barajas cuando intentaba pasar varias bolas de coca en el estómago. Una de ellas se le reventó dentro y la mató. Los de Emergencias consiguieron salvar al niño, pero le faltó oxígeno en el parto y hoy es un vegetal de trece años. —Echo una calada profunda y exhalo el humo por la nariz—. En aquella época yo trabajaba en Narcóticos en Madrid y nos dieron el caso. Cuando llegó el momento de enfrentarnos a los padres fue lo peor. La chica era su única hija, muy buscada durante años, y la creían una santa. Para ellos fue toda una revelación que su niña fuera una culera. Incluso les había ocultado su embarazo. Y, se lo juro, cuando me puse cara a cara con aquella familia destrozada, vi en sus ojos que necesitaban un abrazo. Por desgracia, soy policía y no quedó más remedio que interrogarlos a fondo. Incluso retuvimos el cuerpo casi cuatro días para hacerle la autopsia. Tuve que ir al entierro para comprobar que no acudían asociados conocidos. Entonces el padre de la chica se aproximó a mi posición, me puso las manos en los hombros y me dijo: «ha hecho todo lo que ha podido, se lo agradezco».
El pitillo me sabe a asfalto. Lo apago y me siento de nuevo ante el doctor.
—Pero no es cierto, ¿sabe? Es todo una farsa. Cuando yo llegué, la muchacha ya estaba muerta y su hijo tenía daños cerebrales. Nunca supimos para quién iba el material. Los culpables quedaron libres, y, lo más cachondo, la droga desapareció del almacén de pruebas. Y así terminó todo. Me dieron nuevos casos y esa chica quedó olvidada entre los expedientes.
—Pero usted la recuerda.
—Me llamó la atención, eso es todo. Esa familia necesitaba un abrazo, pero mi trabajo no es repartir consuelo. La gente piensa que somos como los policías de la tele, que dejamos de lado nuestra vida familiar por resolver un caso, que hacemos horas extra incluso en festivo. Pero no, la realidad es muy diferente. Somos pocos en la Judicial y no podemos involucrarnos en un caso porque cada día tenemos cinco nuevos. Cuando te has aprendido el nombre de una víctima te llega otro asesinato. Y si un caso no se resuelve a los pocos días, se archiva y hasta otra. —Me inclino sobre la mesa—. Así que sí, trabajo con mucha presión. Presión de los jefes, que lo quieren todo resuelto sin demasiados líos. Presión de los familiares, que esperan una justicia que pocas veces llega. Por eso siento mucho si hablo con esta frialdad de las putas, los yonquis o los capullos de mis compañeros que no saben ni atarse los zapatos. Lo siento. Es la única forma de no volverme loco, de mantener a raya toda la mierda que nos rodea. Creo que los psiquiatras lo llamáis «bloqueos» o algo por el estilo. Puede que retraer la realidad como si no existiera no sea lo más cuerdo, pero créame cuando le digo que es necesario.
Cortés me evalúa en silencio. Tiene la mirada cansada, como si lo que le he dicho lo hubiera oído cientos de veces con anterioridad. Es entonces cuando sopeso la carga de mis palabras.
—Lo lamento, no debería haberle hablado así —digo.
—Creo que está a la defensiva —asiente—. No le hace ninguna gracia permanecer aquí y lo comprendo. Otros policías opinan lo mismo que usted, que mientras estamos hablando los violadores se dedican a cometer fechorías, aunque en realidad solo desean volver al bar y tomarse otro gin-tonic.
—Es… no sé, como si de repente me acusaran de algo que no he hecho. De verdad, espero que no repercuta en su informe.
—Puede estar tranquilo. Ser interrogado no es agradable. Pero esto no es un interrogatorio, sino una charla amigable. Sé que es un hombre recto, honrado y cabal, inspector Ramos. Solo tiene que demostrármelo.
—Entonces, ¿qué va a hacer?
—De momento, nada. Considero prudente tener una segunda sesión con usted. Así que, si le parece bien, nos veremos de nuevo pasado mañana.
—Se lo agradezco, doctor. Prometo venir con otro estado de ánimo.
—La vida se divide en luchadores y perdedores, inspector Ramos —escribe algo en el papel—. Cuando salga, pida una cita con mi secretaria.
Me levanto y me ajusto la americana.
—Es usted un buen hombre, doctor.
10:23
N.º de atestado: 12.873-09.
Diligencias de prevención instruidas por los agentes con número de identificación profesional P-59 y P-23, adscritos a la Unidad de la Policía Judicial en calidad de Instructor y Secretario, respectivamente, hacen constar.
La víctima: Susana del Val Ochoa. 35 años. Enfermera. Dos hijos. Asesinada por su pareja a las 4.35. El marido: José Ripoll Escudé. 37 años. Camionero. Antecedentes por venta de droga. Separados desde abril. Orden de alejamiento de 1.50 metros. Aún compartían el domicilio conyugal. El hijo mayor, de 14 años, escuchó ruidos en el dormitorio. Cuando entró, su padre machacaba la cabeza de Susana con una lamparita de noche que está de oferta en el Ikea.
J. R. E. pasa a disposición judicial. Antes de ir a prisión pasa por la enfermería porque el muy imbécil se golpeó un dedo con la lámpara. Los críos se quedan con la abuela materna. Los agentes incautan: varios gramos de cocaína, una esclava con la cruz gamada, una lamparita manchada de sangre usada como objeto contundente. Casa precintada hasta nueva orden.
Todo pasa a disposición judicial. Caso cerrado.
N.º de atestado: 12.877-09.
Diligencias de prevención instruidas por los agentes con número de identificación profesionales P-59 y P-23…
Una violación que se fue de las manos. La víctima, sin identificar. Mujer de rasgos sudamericanos, 1.67 metros, uñas esmaltadas de negro. Encontrada a las 7.37 en un solar de la calle Rubens. Un obrero de la empresa Reina Edificaciones entraba a trabajar con el fin de comprobar los cimientos colocados el día anterior cuando encontró a la chica desnuda de cintura para abajo.
Desplazados los agentes P-59 y P-23 precintaron la zona y comprobaron que: la víctima sangraba por el recto, tenía la cara destrozada a golpes y una media atada a las muñecas. Interrogados los vecinos, ninguno oyó ni vio nada. Desplazado el juez Morales, ordena levantar acta y cadáver.
Autopsia practicada por el forense Luis Dólera. Sin sorpresas: agresión sexual, magulladuras en las muñecas, traumatismo craneoencefálico severo como posible causa de la muerte. Hora del óbito: 3.45 a 4.45.
Todo pasa a disposición judicial. Caso abierto.
N.º de atestado…
Levanto la vista de los informes. El gorrión se agita en su nuevo hogar. Hablé con Felipe, el que se ocupa del almacén de objetos requisados, y me pasó una jaula que alguien usó para abrirle la cabeza a otro y el juez nunca requirió. Así que ahora luce sobre mi mesa contraviniendo varias ordenanzas municipales sobre tenencia de animales vivos en dependencias públicas. Me importa poco: si a alguien le molesta, que me denuncie a la Policía. Ya me ocuparé después de traspapelar el expediente.
Marc entra en la oficina y se sienta a mi lado.
—Llegas tarde —digo.
—Lo sé, lo sé. Había un atasco asqueroso. Daban ganas de poner la guinda y salir pitando. ¿Eso es un pájaro?
Marc Fons, treinta y un años, seis de ellos en la policía. Estuvo infiltrado entre neonazis del Atlético de Madrid casi nueve meses. Consumió porros con el permiso tácito del Estado y hasta algunas rayas. Cuando los más viejos del lugar empezaron a sospechar de aquel chaval de metro noventa con músculos de gimnasio, tocó sacarlo de allí. Gracias a su trabajo se desmanteló una banda de butroneros y se descabezó una célula de extrema derecha. Se convirtió en el héroe de la semana. Incluso le propusieron escribir un libro, pero el Fonsi es demasiado bruto incluso para ordenar sus propios pensamientos. Después de aquello le tuvieron que alejar de la capital para evitar posibles represalias. Eligió como destino Alicante, una ciudad que esperaba tranquila y soleada pero que encontró artificial y corrupta. Desde hace dos años es mi compañero, lo cual es una suerte, ya que no discute que yo soy el cerebro y él, la fuerza. Su lema es «una patada en la cabeza es como dar cabezazos a los pies».
—¿Qué tenemos esta mañana, Antonio? —pregunta.
—Papeleo de ayer —cuento los expedientes—. Siete casos. Voy por el tercero. De momento, violencia conyugal y una violación, ambas con fiambre.
—Pero oye, en serio, ¿eso es un pájaro?
—Se llama Ikercasillas.
—Es un nombre de mierda.
—Lo mismo se lo cambio.
—¿Y qué hace aquí?
—Hoy casi me lo cargo.
—No sabía que tuvieras sentimientos.
—Eso es falso: a veces siento frío y otras, siento calor.
—Claro, pero esto es… no sé… ¿humanidad?
—Le quise rematar con una piedra, pero me sobornó para que no lo hiciera. Creo que me confundió con un guardia civil, pero me gustó su carácter y lo adopté.
—Vamos, que tienes conciencia y todo. Joder, ¡qué bien lo has disimulado todo este tiempo!
—Mentir es barato.
—Hablando de mentirosos, ¿no era hoy cuando te tocaba la revisión con el loquero?
—Cállate.
—¿Por qué? ¿Qué te ha dicho?
—Más bien qué le he dicho yo. —Cierro la carpeta de cartón—. Se me fue la pinza, Marc. No sé en qué estaba pensando. Me puse hecho un bruto delante de un psiquiatra.
—Joder, Antonio.
—El doctor Cortés va a hacer la vista gorda. Tengo que volver la semana que viene.
—Tú contéstale a todo como si estuvieras en el ejército. «Sí, señor; no, señor, lo que usted ordene, señor»… Si te dice que hagas flexiones, tú le respondes sí con los nudillos o con el cipote. Así pasé las pruebas mentales para lo del Atlético. El primero entre cinco aspirantes que cumplían con los requisitos.
—Me lo has contado mil veces, Marc.
—Bueno, pues vamos a hacer una cosa. Yo me ocupo de los papeles y tú te tomas un carajillo bien cargado y te fumas un pito, ¿vale?
—¿Pero es que de repente sabes leer o qué? —me burlo.
—Me compro cada mes la Playboy y a veces incluso miro las letras, señor inspector.
Me dedica un saludo marcial. Yo me estiro en la silla y me incorporo con cansancio. Alrededor todo es jaleo. Al fondo se observa la cola de idiotas que esperan para renovar el DNI justo al lado de los ilegales que aspiran a regularizar su situación. Algunos compañeros tienen muy clara su vocación de funcionario y curran lo menos posible y, si les miras fijamente, te das cuenta de que incluso caminan hacia atrás. Martínez grita por el teléfono y después se pone rojo y asiente con la cabeza pese a que su interlocutor no le pueda ver. El tablón de anuncios enseña a los más buscados de ETA junto al listado de seleccionados para jugar el partidillo contra los civiles y de un aviso de paso de autoridades.
La puerta del comisario está abierta. Me asomo por el quicio, pero el jefe no está en casa. El despacho luce decorado con todas las menciones y premios que ha recibido la comisaría. Sin embargo, no hay una sola foto de su familia. El tío es un auténtico megalómano esquizofrénico y cree que si alguien reconoce el retrato de su mujer o sus hijos podrían surgir problemas. Los trileros no tienen nada mejor que hacer que ir a husmear en la entrepierna de la mujer del mandamás. En la plantilla sospechamos que lo que intenta evitar es que nos la casquemos en los aseos pensando en los pechos siliconados de su señora, aunque en realidad ya es demasiado tarde. Diablos: machacármela pensando en ella es lo más parecido a mear en la cara del jefe que voy a hacer nunca.
La cafetera de la comisaría está conectada a una tubería de aguas fecales, que le da el sabor al cortado, o eso dedujo nuestro mejor detective. Coloco el vaso y agarro una cucharilla de plástico. Martínez se desliza a mi lado con la habilidad de una víbora en celo.
—¿Te has enterado, Ramos?
Es una de esas personas que comienza las conversaciones con preguntas de las que solo él conoce la respuesta. Al principio le solía responder con «no, dime». Ahora le ignoro y espero que mi silencio sea lo bastante elocuente para que siga hablando.
—El Zorro está en la ciudad.
—¿El actor?
—Como lo oyes. Han llamado del Hotel Meliá para que le pusiéramos una escolta. Joder, ni que fuera el Ministro de Incultura. Les he dicho que el Cuerpo no está para hostias. Si se le acercan un par de chavalas salidas, lo mejor que puede hacer es tirárselas.
—Ese tío es un capullo, pero a mi hija le gusta.
—Pues pídele un autógrafo.
—¿Y qué coño hace en Alicante? ¿Se ha cansado de las groupies de Hollywood?
—Está buscando localizaciones para su nueva película. La va a rodar en los estudios de La Ciudad de la Luz. Creo que ahora le ha dado por dirigir, ¿sabes?
—Mejor. —Brindo con mi vaso de plástico—. Como actor daba pena.
Arrastro el café hasta la calle, junto a desgraciados que llevan durmiendo durante días a la espera de un papel que nunca les llegará. No sé quién crea esos falsos rumores, pero los senegaleses están bien convencidos.
Enciendo un cigarro. El ruido del tráfico resuena en mi cabeza cuando veo aparecer a Pilar Hurtado. Es la roja de la comisaría, así como suena. No sé cómo una persona con sus ideales puede dedicarse a luchar contra el crimen. El 90% de los compañeros tienen muy claro de qué parte de la justicia están. Yo solo pienso en mí, soy del Partido Nihilista. Daremos la sorpresa en las próximas elecciones.
—No te encontraba —dice.
—Ya te lo dije la última vez, cariño. Tienes que olvidarme, soy un hombre casado.
Una noche se apuntó a una fiesta con otros compañeros. Acabó tan borracha como yo y, diablos, eso de que los polos opuestos se atraen es cierto. Cuando recuperé la razón, me estaba trabajando su intersección. Desde entonces le recuerdo su desliz cada vez que puedo. Ella, «la Gran Feminista», está tan avergonzada que jamás dirá media palabra a nadie y, por qué no reconocerlo, me gusta verla cabreada.
—Ignoraré ese último comentario. —Le suben los colores, como decía mi abuela—. Hemos recibido un aviso. Un crío flotando en el puerto.
—Ocúpate tú.
—Dios, eres tan… obtuso. —Me planta un par de folios en la cara—. Le han identificado como Nelson Chávez. Creo que es uno de tus confidentes.
Trato de poner cara de póquer, pero es inútil. Tiro la colilla al suelo y miro la hoja manuscrita. Una foto de Nelsinho corona el documento.
—Yo me encargo —susurro.
—De nada, capullo. —Y se aleja.
11:34
Hay un bar en Pascual Pérez que cobija a más policías que la propia comisaría. Se llama Tasca PP, por las iniciales de la calle, aunque más de una vez ha sufrido ataques de grupos antifascistas.
Hace unos meses, Tomás, el dueño, se compró un flamante BMW. Lo aparcó en la puerta del garito y a los diez minutos se lo habían robado. Lo localizamos a las dos horas. Conducía un crío de dieciséis años que, según contó, lo había encontrado abierto. Al parecer, el imbécil del Tomás había cerrado el coche con el mando a distancia olvidándose del inhibidor de frecuencia que tenemos en la comisaría. Desde entonces, cada vez que se lo recordamos clama a los nueve infiernos y asegura que el crío le reventó un cristal, pero que lo arregló antes de que le detuvieran, por lo que el fallo había sido del Cuerpo.
En otra ocasión entró un yonqui en hora punta dispuesto a llevarse todo lo que hubiera en la caja. El tío iba tan puesto de jaco que no se enteró de que el local estaba a reventar de uniformados. No tardamos ni tres segundos en reducirlo. El Martínez, que es un cachondo, perpetuó con el móvil el instante en que le ponían los grillos. En la grabación se aprecia la cara de panoli del drogata que, con ojos idos, pregunta «¿pero cómo habéis llegado tan rápido?». El vídeo pasó de mano en mano hasta llegar a las mismas zarpas del comisario, que lo colgó en Youtube.
El PP es un sitio con personalidad. Nada de esos bares demasiado reformados que se hacen llamar cafeterías, ni ese olor a fritanga característico de los locales de taxistas. Una barra de aluminio muy gastado para brillar, taburetes anclados al suelo y ocho mesas cuadradas con sillas de plástico negro que, además de incómodas, son horribles. Las losetas del suelo son añiles de tanto que las han fregado. Menú de bocadillo frío, aunque si le insistes te calienta el jamón y, en un alarde de saber estar, de marketing a la vieja escuela, la Carmencita detrás de la barra enseñando su escote isleño hasta el tercer botón de la camisa. Ella dice que estudia para actriz, pero todos sabemos que antes protagonizará una porno que una obra de barrio.
La niña tontea un poco con Marc antes de mirarme. Se saca un BIC del pantalón más estrecho que imaginarse pueda y no duda en chuparlo delante de nosotros. Se inclina sobre la mesa para tomar nota, mostrando la pechuga colgante, natural, dura, de pezones empitonados incluso los días más calurosos de verano. Le pedimos el almuerzo y se aleja meneando el culo como las profesionales de verdad. Fons va a decir alguna chorrada cuando se percata de que no estoy para bromas. Entonces endurece el gesto y se acerca en plan confidencial.
—El tema es el siguiente —le digo mientras enciende un cigarrillo—. Me encontré con ese capullo de Chávez esta mañana. Le había perdido el rastro desde hacía tiempo. Le decomisé una bolsa de rulas que tengo en la guantera y le di las dos hostias reglamentarias.
—¿No has bajado las pastillas a pruebas?
—¿Es que no me escuchas, Marc? Le he metido cinco palos delante de una marabunta de putas y travelos. Y a las cinco horas aparece muerto el muy cabrón. No hay demasiada mierda, pero sí la suficiente para que me salpique.
—Las chicas no dirán nada. Te tienen miedo.
—Pero también tienen la oportunidad de joderme, y dudo mucho que la dejen escapar. La próxima vez que las pille por banda, me pedirán un favor a cambio de no abrir la boca sobre el caso Chávez. Macho, incluso si las detiene otro vendrán a mí para que las saque del lío.
—¿Y qué propones que hagamos?
—Encontrar al imbécil que se ha cargado al Nelson. Hagamos ruido, desviemos la atención del hecho de que fuera mi confite. Rompamos un par de cabezas y démosle al juez un culpable creíble.
—Eso está hecho. ¿Por dónde empezamos?
—Chávez dijo que repartía material de Farlopero López. Lo conozco. Es un capullo que se cree inteligente pero que solo tiene suerte. No mantiene contactos con el resto de la escoria de la ciudad, lo que le hace invisible y muy escurridizo. Tuvo su época de auge hace unos años cuando inventó la cocaína mentolada.
—He oído hablar de ella. Te despeja la nariz.
—Ahora pasa chocolate, supongo que a través de correos no fichados.
—¿Crees que ha sido él?
—No lo sé. Lo único que tengo claro es que se va a comer el marrón enterito.
La Carmencita regresa con los bocadillos. Remolonea un poco alrededor de los hombros de Marc, pasando esos dedos de amasar que Dios le ha dado por el pectoral de mi compañero. Si no fuera tan calentorra le ponía un chalé con piscina, ya lo creo que sí.
—¿Cuándo nos vamos de fiesta a Gandia, guapo? —Mordisquea el aire con un acento canario capaz de resucitar la próstata de los octogenarios—. Aún me debes un baile.
—¿Y qué diría tu novio, Carmen? —interrumpo.
—Ese no se entera, Ramos. Además… —Acaricia la cabeza de Fons, escurriendo los dedos por su peinado militar—. Marcos es más fuerte. Mira qué bíceps tiene.
—Lo he visto desnudo más veces que su madre, encanto.
—Inspector, por favor —murmura él.
—Otra cosa es que le dé permiso para bajarte el tanga, ¿sabes? Porque el Marc hace lo que yo le ordeno.
—Ramos, coño, que me jodes el plan.
—¿Pues sabes que te digo? —Se pone digna—. Que no hará falta que me baje el tanga porque no llevo. Pero tú no te preocupes, Antonio, que yo te hago un favor cuando tú quieras. Y sin cobrarte, no como tu mujer.
Me río con la boca llena. Carmencita se golpea dos veces en la cadera y se dirige de nuevo hacia la barra. Marc está tembloroso. Creo que la chica le gusta de verdad, y no le culpo. Ahora mismo, medio bar tiene la palanca que no les cabe en los pantalones.
—Me trae de cabeza, Antonio —contesta Fons—. Por cierto, ya que ha sacado el tema la Carmen, ¿cómo vas con tu mujer?
—La muy idiota sigue con esas ideas metidas en la cabeza. Que si Zox esto, que si Zox lo otro. Joder, no podía meterse en los Testigos de Jehová como todo el mundo, sino que se tiene que ir a una secta de las de antes.
—Es una putada, colega. Nosotros tuvimos un follón de los gordos en Madrid con un cabroncete que iba de gurú. Lo único que hacía era tirarse a quinceañeras prometiéndoles el cielo. Las llamaba «sus ángeles», pero en realidad eran su harén particular. Lo pillamos cuando dejó embarazada a una de trece años, y ni por esas nos libramos de las manifestaciones.
—¿Estás insinuando algo?
Fons deja de masticar.
—No, solo quería decirte que es complicado demostrar que es una secta. Te pueden soltar que es una religión, una creencia o, simplemente, un grupo de amigos.
—Pues no ha sonado a eso. Yo he entendido otra cosa.
—¿El qué?
—Que mi mujer se abre de piernas para ese Zox.
Sigue sin masticar, pero ahora traga lo que tiene en la boca.
—Antonio, ya sabes que yo no…
—No me jodas, Marcos —le grito—. ¿Te crees que no sé cómo funcionan estas mierdas? Si lo consiento es porque la bruja está más tranquila. Necesitaba algo para entretenerse y lo ha encontrado. Lo que ocurre es que ahora no tiene otro tema de conversación que no sea el tal Zox. «Que si Zox le llevará en un platillo volante a Ganímedes, que si Zox depositará el conocimiento en una urna interplanetaria, que si Zox cagó una sandía sin pepitas»… Estoy del Zox hasta los innombrables. Eso sí, en el momento que piense en darle dinero a ese cabrón, se acabó el juego. Yo mismo iré a romperle las piernas a ese fornicador. —Pienso lo que he dicho durante un instante—. ¿Ves lo que has conseguido? Me acabo de imaginar a mi Beatriz chupándole el rabo a ese cretino.
—Lo siento, tío.
—Da igual. Se me ha quitado el hambre. —Arrastro la silla y me incorporo—. Venga, paga que nos vamos.
—¿Cuál es el plan?
—López tiene una funeraria que le sirve de tapadera —continúo—. Le he metido caña a Dólera para que se dé prisa con la autopsia pero fijo que tarda. Así que nos vamos a visitar a ese genio de Farlopero López.
—¿Y si no sabe nada?
Sonrío. Tan grande como es Marc y lo poco que rige en algunas ocasiones.
—Si no es él, lo será. Necesitamos un culpable y por mis cojones que si no lo encuentro me lo invento.
13:59
Funeraria El Salvador. Ubicada en una calle demasiado céntrica para ser rentable. Especializada en repatriación de cadáveres, opción de autopsia privada por parte de un médico argentino y católico, maquilladoras profesionales y servicio personalizado. Cuenta con horno crematorio, salas de tanatorio y venta de ataúdes y lápidas. Catálogo de mausoleos privados, descuentos por familia numerosa, presupuestos sin compromiso. Morir nunca fue tan económico.
El aparcamiento en Alicante es un absoluto desastre. Donde no hay zona azul es porque la han pintado de verde. Cada cochera cuenta con uno o varios vados permanentes y algunos incluso cuelgan el cartel de «Se avisa grúa». Fons deja el coche en doble fila y bajamos. Aunque vamos de paisano, los transeúntes parece que nos huelen y se apartan de nuestro camino. El gordo más descomunal que se haya visto jamás sale jadeando de la funeraria. Camina ayudado por dos muletas y suda a chorros pese al fresco de octubre.
El interior es un muestrario de cruces e imágenes de la Santa Faz. Cristos de cobre que pronto robarán los chatarreros, grabados personalizados de la Virgen del Sagrado Corazón, lápidas estándar que convierten los cementerios en adosados, todos iguales, alienados, como los apartados de correos o las vaginas desgastadas de las madames de prostíbulo. Avanzamos entre la colección de santos marmóreos haciendo caso omiso a la cartelería llena de indicaciones que conducen a las salas de plañideras y alcanzamos una puerta con cristal. Tras ella, Farlopero López nos observa desde los mandos de su XBox. Es un capullo alto y delgado de unos treinta y cinco años, con perilla chochera y pelo largo recogido en una cola de caballo grasienta. Le acompañan un par de fulanas adolescentes y, vegetando en un sillón, un tipo demasiado consumido por sí mismo se tapa con una bata de médico que alguna vez fue blanca. Un televisor de plasma obscenamente grande conectado a un equipo de música y una mesa de centro a rebosar de DVD completan tan variopinto bodegón.
—Buenos días, señoritas. —Las aparto del sofá de varios empellones y me siento al lado de López—. Espero que no interrumpamos nada.
Farlopero les hace un gesto con la mano y las chavalas salen por la puerta. Marc las escruta de arriba abajo, pero se mantiene firme en el vano. López aún tiene el valor de ignorarme durante unos instantes en los que se dedica a guardar la partida.
—Un segundo —dice—. Me acabo de pasar a un jefe final y toca salvar la partida. No sabes cómo me ha jodido este bicho. Me faltaban balas para matarlo y he tenido que arrearle con un pico que llevo.
—Menos hostias, López. —Golpeo el mando y cae al suelo—. Sabes quién soy, así que no me toques la moral.
El tipo del asiento contiguo tose y regurgita un esputo blanquecino que luego vuelve a tragar. Al menos ya sabemos que está vivo, porque su estado exterior indicaba lo contrario. Fonsi camina por la sala de estar y revisa la colección de películas piratas.
—Vale, tío, tranquilo —continúa López—. Las prisas no son buenas. ¿No has oído lo de la liebre y la tortuga?
—No, pero he oído la fábula del gilipollas que se llevó una paliza por listillo y aquí mi socio estaría encantado de contártela. —Señalo a Marc con la cabeza y este asiente con una sonrisa socarrona sin levantar la vista.
—Vale, vale. No hace falta ser hostiles. Haz el amor y no la guerra. Venga, decidme en qué os puedo ayudar.
—Nelson Chávez.
Se lo suelto de golpe, esperando su reacción. El tío ni se inmuta.
—¿Qué queréis saber de él? Hace meses que no lo veo.
—No nos mientas, joder —salta Marc—. Se me va la mano cuando alguien me miente.
—Tranquilo, Fons. Dejemos que este capullo se explique antes de empapelarlo por matar a Chávez.
En esta ocasión muestra sorpresa contenida. Pestañea un par de veces intentando asimilar la información. Después cruza los dedos de las manos, se inclina hacia delante y mira al suelo. Ya sabe que vamos en serio.
—Está muerto y sabemos que pasaba droga para ti. Así que dinos lo que sepas ahora que aún somos amigos.
—Joder, tío —murmura—. Yo no he sido. No sé nada de ese asunto. Y que trabajaba para mí, eso era antes. Hace unos meses le dije que no volviera por aquí. El chaval consumía el doble de lo que vendía. Aún me debe cinco mil.
—Así que te debía pasta —digo.
—Móvil económico —interviene Marc—. Todo cuadra, inspector.
—Te lo cargaste por el dinero, ¿verdad?
—Vamos, confiesa y tal vez podamos hablar a tu favor ante el fiscal.
—¿Qué? —López se coloca a la defensiva—. Yo no he matado a nadie.
—Tal vez hayas mandado a alguien a hacer el trabajo.
—Tu amigo el Tuerto. Estoy seguro de que se lo ordenaste a él.
—A ver, a ver. —Se pasa las manos por la cabeza—. Entiendo lo que queréis demostrar, pero yo no he tenido nada que ver. Nelson le debía dinero a medio Alicante. Cualquiera podría haberle matado. Lo único que os puedo decir es que ya no trabajaba para mí. El crío se fumaba la mercancía y me devolvía las colillas. Le di la patada y no volvió por aquí. No sé qué más contaros.
—Dinos la verdad, joder.
—¿Prefieres que lo hagamos oficial y vayamos a la comisaría? —pregunto—. A los diez minutos tendremos una orden del juez para registrar tu antro. Y te juro por lo más sagrado que miraremos hasta en el culo de los fiambres. Tal vez no encontremos nada, pero te cerraremos el negocio y entonces serás tú el que tendrá que dar explicaciones a tus socios, así que más te vale cantar y hacerlo rápido. Si tú no has sido, ¿quién? Vamos, dame un nombre.
—¡Dios!, pero yo qué sé. Lo único que supe de él es que aparcaba donde los travestis de la costa. Pregunta allí, tal vez sepan algo.
El silencio se instala en la sala en el mismo instante en que se escucha la puerta de la entrada cerrándose. Unos pasos avanzan hacia nuestra posición. Marc se echa mano al cinto, preparado para lo que pueda pasar. En ese instante aparece el Tuerto. Metro noventa de cabrón cíclope, ojo izquierdo de cristal roñoso, traje de chaqueta que apenas puede contener su musculatura de morlaco. Cojea de la pierna derecha y parece más viejo que la última vez que nos encontramos.
—¿Qué pasa aquí? —pregunta.
Nuestras miradas se cruzan y en ese momento parece que estamos solos en la habitación, igual que en las películas de enamorados de serie B. Tuve negocios con el Tuerto hace un tiempo. Primero intentó chantajearme, pero al final fue él quien me soltó los billetes a mí. Después el tío se lo montó bien y ha seguido limpio trabajando de segurata y otras cosas. Al menos, esa es la tapadera oficial. Esta es la primera vez que nos encontramos desde aquel entonces.
—Nelson Chávez ha muerto —explica López—. Buscan a su asesino.
Marc ni se mueve. Se mantiene a una distancia prudencial. El Tuerto tensa la mandíbula. El vegetal del sillón se agita entre temblores y luego vuelve a quedarse inmóvil.
—Aquí no encontrarás la respuesta —dice Durán—. Mejor marchaos.
—Nosotros somos los que decidimos cuándo nos vamos y cuándo nos quedamos.
—Deja que hable yo, Fons —interrumpo.
—Sabes tan bien como yo que no teníamos trato con ese capullo de Nelson —continúa el Tuerto—. Cada segundo que seguís aquí es tiempo que estáis perdiendo.
Abandono mi lugar junto a Farlopero López y me encaro a él.
—La primera vez que nos vimos acabamos a hostias —le recuerdo.
—Cuando quieras, Mierda de Perro —contesta.
Mierda de Perro. Mi apodo, un mote no buscado, el sobrenombre que susurran a mis espaldas los compañeros de la comisaría. Debería perder la calma, pero es el momento de tener la cabeza fría. Lo principal es maquillar mi relación poco amigable con Chávez, no echar más leña a la hoguera. Abrir diligencias contra López sería demasiado engorroso y, pese a mi desparpajo barriobajero, darme de palos con Durán es perjudicial para la salud y para la dentadura.
—De acuerdo —capitulo—. Sois buena gente. Estoy seguro que colaboráis con varias ONG y hasta tenéis un par de críos apadrinados. Pero si por lo que sea os enteráis de algo, más os vale que perdáis el culo por contármelo, o seré yo el que os lo reventará. ¿Entendido, figura?
—Asusórdenes misargento —se burla.
—Vámonos, Fons. Son gente de bien.
—Nos las tenemos que ver, amigo —amenaza al Tuerto mientras sale y este le lanza un beso.
Farlopero López recoge su mando de la consola y sigue jugando. Durán nos vigila con su única pupila mientras nos dirigimos a la salida. En la lejanía siento su rencor acumulándose, borboteando en la comisura de sus labios, hirviendo en sus sienes y friéndose en su interior.
Marc no dice nada en todo el trayecto hasta el coche. Al llegar, un camionero pita sin cesar porque no puede pasar. Ha creado un tapón de varias calles. Le muestro la placa y aún presiona la bocina con más fuerza. Ya no se respeta a las fuerzas de la ley.
Arrancamos y damos vueltas en círculos. Pasamos varias veces por delante de la Funeraria El Salvador. Un coche de bomberos pasa a toda pastilla con las sirenas encendidas. Al pararnos en un semáforo, Fons golpea el volante con los puños cerrados.
—Tranquilo —le calmo—. Es mejor no tenerla con esa gente.
—Nos han intimidado, Antonio. Deja que vuelva dentro y le parta la cara a ese viejo.
—Ese viejo acabaría contigo aunque le faltase el otro ojo. Hazme caso, lo conozco. Saben que podríamos haberles jodido, y bien. Ahora están en deuda. La próxima vez que nos veamos serán más receptivos.
—¿Y Nelson?
—Buscaremos otro cabeza de turco. Necesitamos a alguien más lleno de mierda, a quien se le relacione directamente con Chávez.
—¿Volvemos a comisaría?
—No. —Enchufo la emisora—. Vamos a enterarnos de dónde vive el Genaro.
17:12
Toc-toc.
Abre un tipejo en camiseta de tirantes. Tiene pelo hasta en la parte interior del brazo y tal vez incluso en la palma de las manos, aunque, ironías de la vida, está más calvo que el culo de un mandril. Bolsas bajo los ojos, cicatrices en las venas, demasiado obstinado para dejarse morir por aburrimiento. En cuanto nos pone la vista encima sabe de qué palo vamos e intenta cerrar de un portazo. Marc empuja con el hombro y lanza al parásito al interior de la vivienda.
—Largo de aquí —balbucea—. Conozco mis derechos, pasma. Necesitáis una orden del juez.
—Servimos y protegemos al ciudadano, gilipollas —le explico—. Hemos oído gritos de auxilio provenientes de esta vivienda.
—¿Qué? ¡Eso es mentira!
—Mira, imbécil —tercia Fons—, deja de llorar y quédate quietecito en ese rincón o te parto los pocos dientes sanos que te quedan.
El rincón: un estercolero grisáceo donde se amontonan cajas de pizzas vacías junto a una colección de litronas. El resto de los escasos 40 m2 se componen de un sillón con marcas de cigarrillos en los cojines, periódicos pavimentando el suelo en su totalidad, ventanas tapadas por cortinas tan gruesas que más bien parecen mantas. La televisión está tan fuerte que la chica del telediario grita las noticias. Una mesa de centro calzada con una cuña cobija a un niño de un par de años que juega semidesnudo a chupar las pilas de un mando a distancia.
Marc agarra del cuello al panoli. Registro la casa con celeridad. Un cuarto de aseo donde se acumulan las cucarachas y el papel de plata quemado sobre charcos de orines. En la cocina, los platos sucios forman una pila hasta el techo, mientras que el congelador está desenchufado y el agua chorrea sucia por una puerta otrora limpia. Un dibujo infantil cuelga de un imán de propaganda, una luz en mitad de la sordidez. Regreso al salón y recojo al crío. No se queja cuando le quito la pila que chupaba. Para mi sorpresa, está tan limpio y huele tan bien que contrasta con la pocilga donde le ha tocado vivir. El capullo de tirantes protesta y Marc le calma apretando la mano contra el cuello. Un dormitorio decorado con el mismo gusto que el resto de la infravivienda completa el apartamento. Hay un colchón en el suelo con las sábanas amontonadas junto a una de esas jaulas para bebés que se pusieron de moda hace unos años. Dejo al crío y enseguida se dedica a chupar un sonajero.
Ni rastro del Genaro. Regreso junto a mi compañero. El hombre lobo tiembla de pies a orejas, pero aun así se frota su peludo cuerpo con las también peludas manos.
—Luz —pregunto—. Quiero hablar con ella.
—Aquí no vive ninguna Luz.
—El Genaro, coño. —Fons empuja al tipo y su cabeza choca contra la pared.
—Tú eres su maricón, ¿verdad? —intervengo—. El capullo que, además de sangrarle la poca pasta que gana chupando pollas, le da por culo cuando vuelve.
—No sé de qué hablas.
—¿Y el crío? —Levanta la cabeza—. ¿Lo ha parido el Genaro?
—Yo creo que lo ha robado del hospital. —Marc le aprieta el cuello simulando un estrangulamiento—. ¿Has matado a su madre? ¿Es un secuestro?
—Es… —El pobre desgraciado apenas puede articular palabra—. Es mi hijo… mi hijo…
—Y la madre el Genaro, no te jode.
—Va, ponle los grillos. —Hago que Fons le suelte—. Este cretino va a vérselas con el juez de menores. Te van a quitar la custodia, ¿me oyes? —El tío mira al suelo—. El chaval se va a criar en un orfanato hasta los dieciséis. Con un poco de suerte lo adoptará una familia del Opus, o lo mismo se pasa toda su vida de acogida en acogida, pero lo que te juro por mis muertos es que tú no lo vas a volver a ver jamás.
—¡Conozco mis derechos! —repite, esta vez elevando la voz más que el telediario—. ¡Esto es ilegal!
—Eso explícaselo a Asuntos Sociales. —Le engancho de los pelos del sobaco—. El Genaro, coño. ¿Dónde está esa puta?
El tipo guarda un mutismo absoluto. Las noticias vociferan que el empresario ruso Yaroslav Sokol invertirá varios millones en campos de golf. Marc hace chasquear los nudillos. Niego con la cabeza. Empujo al tipo contra el sillón y lo siento a pescozones. Me coloco a su lado y paso un brazo por el respaldo.
—Como quieras. Dile adiós a tu hijito. Esperaremos aquí a que venga el Genaro o la asistente social. No tengo prisa, ¿sabes? Dentro de un rato van a poner los deportes. ¿Qué? ¿Eres del Madrid o del Barça? Ah, no, espera, que eres un desviado y a vosotros no os gustan estas cosas. Os chifla vestir a muñequitas o darle por culo a los perros, ¿no es así?
El calvo se mira las rodillas sin responder a mis provocaciones. Marc registra la casa a patadas. Baratijas en los armarios de la cocina, CD piratas en una bolsa, cinco microondas en cajas apiladas tras la puerta del baño, una foto de la familia feliz. Fons me la pasa y se la enseño a nuestro anfitrión.
—Mira qué casualidad. ¿Ves esto? Eres tú y el Genaro. ¿Dónde os la hicisteis? Parece Tabarca. Mi mujer se empeñó el año pasado en hacer turismo por Alicante, ¿sabes? Llevamos casi diez años en esta ciudad y no habíamos visto ni el Castillo de Santa Bárbara, ni Terra Mítica. Fue un día de mierda, la verdad, pero vosotros disfrutasteis. Incluso tenéis fotos.
En ese momento el Genaro aparece por la puerta. Porta dos bolsas del Mercadona y parpadea perplejo. Viste zapatos de tacón alto, vaqueros desteñidos, camiseta escotada.
—¿Qué sucede aquí? —pregunta.
Me incorporo despacio. Apago la tele justo cuando hablan del Hércules. Genaro no se mueve y aguarda mi llegada. Cuando estoy a su altura, digo:
—Nelson Chávez ha muerto.
Las bolsas caen con estrépito. Un cartón de leche se rompe. Observo como su rostro de mujer se arruga justo antes de lanzarse a mis brazos envuelta en un llanto desconsolado.
—¿Cómo ha sucedido? —Su voz apenas es un hilo apagado.
—Le han matado, nena. Algún cabrón se lo ha quitado de en medio.
—Si era… era solo un niño.
—Shhh —la calmo—. Tranquila. Yo me ocupo.
Me golpea en el pecho con la dignidad repuesta.
—¡La culpa es tuya! —chilla—. Tú le ahostiaste delante de todos. ¡Muerto de hambre! ¡Cabrón!
—Encontraré a su asesino. —La zarandeo de los hombros—. Pero tengo que saber para quién trabajaba.
—Eres un cerdo. —El maquillaje crea churretes oscuros que nacen de los ojos—. Le tendrías que haber sacado de la calle, no robarle el dinero. Las chicas tuvimos que hacer una colecta para reponer lo que le habías mangado.
Reprimo las ganas de cruzarle la cara y confío en mis conocimientos de psicología femenina.
—Es posible que sea yo quien merezca estar muerto, pero también soy el encargado de la investigación. Vamos, Luz, dime lo que sepas. Tal vez alguna vez os contase quién le pasaba el material.
Se abraza de nuevo a mí. El hedor de su perfume barato compite con la peste reinante en el domicilio.
—¿Y si la toman conmigo o con las chicas?
—Dime quién es y te prometo que no os volverá a molestar.
—Yo… no puedo.
—¿Pero por qué? —La aparto y le clavo las pupilas—. ¿A quién le tiene miedo una chica tan echada para adelante como tú?
—Antonio, por favor…
—Le partiré los huevos. Ya me conoces, cariño. Soy rudo, pero soy de fiar.
—No les digas nada —grita su marido—. Dicen que nos quitarán a Javito.
Genaro se seca las lágrimas con un cuidado exquisito en un gesto tan femenino que sería la envidia de varias princesas europeas. Nunca tanta mujer estuvo encerrada en un cuerpo con testículos.
—El chico debía dinero a mucha gente y vendió su alma. Pobrecito mío…
—Céntrate.
—Los Organov —musita—. Alguien les presentó a esos cabrones rusos y terminó trapicheando para ellos.
—¿Los Organov? —pregunta Fons a mi espalda.
—Son un cáncer, Antonio —continúa Luz/Genaro—: explotan a las chicas, las traen de su país prometiéndoles que serán camareras, pero luego las obligan a prostituirse. A mí no me queda más remedio, porque nadie quiere contratar a un transexual, pero ellas… Algunas son menores de edad. Las hacen adictas al caballo para que así no se les escapen.
—Lo sé, mi vida. Conozco la fama de esos desgraciados. No te preocupes, yo me ocupo.
—¿Y Javito? —Me agarra con fuerza de la muñeca—. Mi hijo no tiene la culpa de que su madre tenga esta vida.
—Tranquila, no diré nada. Pero tienes que limpiar toda esta mierda. Cuando hemos llegado casi se atraganta con una pila.
Genaro lanza una mirada asesina al calvo y el hombre agacha la cabeza.
—Ya hablaré yo con este vago.
—Más vale que la próxima vez que nos veamos tengas trabajo, ¿me captas? —Fons le da un par de collejas—. Los cafis no son bienvenidos en este barrio.
—Marc, vamos —ordeno—. Tenemos que irnos ya.
Mi compañero se despide empujando al peludo hasta casi tirarlo del sofá. Por mi parte, abrazo al Genaro y le doy dos besos en cada mejilla. Ella hace lo propio y yo no puedo evitar sentir las vergas de todos sus clientes golpeándome la cara.
20:24
Nelson Chávez Rivera, alias Nelsinho, alias Chavito, alias Lechoso, alias Colador. Agost, 26/03/1990. Múltiples reseñas por: tenencia de droga dispuesta al tráfico, sirlas con navajas, venta de perros de raza robados, chapero ocasional en la estación de autobuses. Dos veces en Proyecto Hombre, la última expulsado por pasar material a los compañeros. Sin socios conocidos.
Familiares cercanos. Padre: Wilson Chávez Ugarte, nacionalidad colombiana, fallecido en 2001. Ahogado cuando huía de la Guardia Civil en zódiac. Madre: María Luisa Rivera Pérez, sin antecedentes, panadera de profesión. El crío la ayudaba de vez en cuando, aunque tenía los dedos largos y sisaba de la caja. Residente en Churra, Murcia. No se conocen más familiares.
Informe forense del doctor Dólera: Nelson Chávez, 1.67 metros, ojos castaños, pelo moreno. Incisión de 7 cm por arma blanca en la zona de la nuca. Arterias sesgadas, vértebras 3 y 4 dañadas. El agua en los pulmones indica que aún estaba con vida cuando lo lanzaron al mar. Hora del óbito: de 8.30 a 10.00.
Otros indicios. Artrosis precoz en las manos, alta concentración de anfetaminas en sangre, cicatrices en brazos, pene y entre las falanges inferiores, probablemente de hipodérmica para el consumo de droga. Carestía de melanina, lo que le daba a la piel un aspecto blanquecino. Su profesión se dilucida por el perímetro del esfínter. Sin rastros de semen.
Objetos recuperados: 7,45 euros en monedas, recibo de una gasolinera mojado e inservible, dos llaves sueltas, cadena de oro al cuello, cartera con dos tarjetas de crédito a nombre de terceras personas, DNI en el bolsillo trasero. Una zapatilla marca Paredes, calcetines marrones, calzoncillos de lycra, vaqueros desgastados y camiseta de manga corta publicitaria de Alicante Amanece.
Cierro el informe. Nada relevante. Al Nelson lo apuñalaron, lo tiraron al mar, y si te he visto no me acuerdo.
—¿Tú qué crees? —le pregunto al gorrión, ahora bautizado como Leomessi por algún compañero que no ha dudado en ponerle un cartel bajo la jaula.
El bicho me mira con odio. Está claro que la mala leche de la comisaría es contagiosa. Seguro que Pilar Hurtado ha pasado cerca.
—Ese es el espíritu —digo.
Leomessi se arrastra hacia un bebedero fabricado con un vaso de plástico de la máquina de café. La rebanada de pan de molde ni la ha tocado. Quizá los pájaros prefieran el jamón serrano.
Marc se acerca a mi mesa con varios dossieres bajo el brazo.
—He hablado con Martínez —dice—. Los Organov esos son unos prendas. Se dedican sobre todo a la prostitución organizada, aunque también han hecho sus pinitos con robos en polígonos industriales. Incluso se sospecha que fueron ellos los que atracaron el furgón blindado del mes pasado, pero siempre se mantienen limpios. Mafia rusa, compañero. Gente muy profesional.
—Continúa.
—Son dos. —Abre una carpeta de cartón y lee el interior—: Igor e Iván. Hermanos gemelos. Controlan varias casas de putas en la zona de San Juan. Cumplieron seis meses en Fontcalent por narcotráfico. Lo último que se sabe de ellos es que compraron el prostíbulo El Purgatorio.
—Les quitan el trabajo a los sudamericanos, ver para creer.
—Se dejan caer por allí casi todas las noches. Martínez tiene una patrulla que se pasea por la puerta cada veinte minutos para controlar el tema, pero de momento no han movido ficha. Parece que se conforman con lo que sacan de las chicas.
—¿Tienen licencia?
—A ver… sí, de casa rural. ¿Te lo puedes creer? —Fons se sienta en el pico de la mesa—. Yo creo que es meternos en camisa de once varas. Esto nos queda grande. No pienso enterrarme en ese nido de víboras para investigar el asesinato de un confite. Joder, el Chávez ese no le importa ni a su puta madre. ¿Sabes lo que nos ha dicho? Que ella no se ocupa, que no es su hijo, que lo tiremos a una fosa común. Y los rusos me dan escalofríos. —Me enseña las fotos de dos barbudos—. Esto no es dar palizas a camellos para que canten, Antonio. Nos podemos meter en un lío chungo.
Cojo la carpeta y la abro.
—Que se jodan los rusos —contesto—. Vamos a ir allí y hablaremos con ellos de forma educada. Veremos quién los tiene más cuadrados.
Marc resopla por la nariz, dejando ir el aire muy despacio.
—Como quieras, Antonio. Pero no me parece buena idea. —Hace una pausa, y cuando se percata de que no voy a cambiar de opinión, prosigue—, ¿a qué hora quedamos?
—Ve a casa y descansa. Esos perros solo aparecen al final de la noche para pillar el dinero y emborracharse. Quedamos a las cinco de la mañana en Luceros, ¿te parece? —Asiente—. Iremos en tu coche. Y prepárate para lo que pueda pasar. La idea es pillarlos antes de que estén cocidos a vodka. Con un poco de suerte serán capaces de razonar.
—De acuerdo. Entonces hasta mañana.
Se marcha sin decir nada más. Veo cómo se despide del Martínez y sale por la puerta. Yo me quedo mirando las fotos de los Organov entre un repiqueteo de teclados de ordenador, faxes que llegan sin cesar, teléfonos que suenan, gritos y prisas. Fijo las retinas en sus ojos de presidiarios. No es difícil imaginárselos cazando lobos en la estepa y desollándolos con las manos desnudas. Uno de ellos muestra los dientes, colmillos de depredador evolucionados hasta convertirse en una sonrisa demente. El otro, más sereno, observa la cámara con la tranquilidad de quien se sabe en posesión de su propio destino, como un hombre de negocios que tiene todas las corbatas iguales o el presidente de un club de fútbol que gobierna con despotismo.
—¿Te sabes la última? —Martínez aparece a traición y me golpea la espalda.
—Sí, el actor ese, el Zorro, está en el Meliá.
—No, hostia. Eso ya es historia. Resulta que unos capullos han robado un camión de bomberos y se han pasado todo el día atracando estancos. Uno detrás de otro, pero siempre estancos. Los hemos tenido que cerrar todos por precaución y ya hay prevista una manifestación de fumadores para mañana. Creen que estamos pisoteando sus derechos.
—¿Y por qué un camión de bomberos?
—Ni idea. Irían drogados. El caso es que esos cabrones enchufaban las sirenas y los coches se apartaban. No había manera de pillarlos. Entre un atraco y otro pasaba una media de siete minutos. Macho, es que la inventiva de los criminales no tiene límite.
—Parece que los admiras, Martínez —dice la reconocible voz del comisario Llorente a su espalda.
Es un tipo alto, de bigote espeso y canoso, trajeado como si fuera a un entierro y porte de político en ciernes. Martínez se atraganta antes de responder.
—No, señor comisario. Lo que ocurre es que me llama la atención.
—A usted le llamarían la atención hasta dos moscas follando. —Se mira el Rolex de plata—. Váyase a cagar, Martínez, que no pienso pagarle ni media hora extra. Y usted, Ramos, venga conmigo.
Martínez se larga en silencio, pero enseguida pilla a otro compañero por banda y le suelta de nuevo lo del camión de bomberos. Yo sigo dócilmente al comisario hasta su despacho. Al entrar, cierra la puerta y enciende un cigarrillo de los que nosotros nos tenemos que fumar en la calle por normativa.
—¿Qué ocurre Llorente?
—¿Cómo llevas el caso de tu confidente?
—Bien. Ya tenemos un sospechoso en firme. Fons y yo le interrogaremos esta noche.
—De acuerdo, pero después te dedicas a los otros casos. —Echa una larga calada que expulsa mientras habla—. He llamado a los periódicos. Ese tal Chávez es cosa del pasado. Pondrán una nota en sucesos si les cabe. Le das carpetazo como lo que es: un ajuste de cuentas por droga.
—¿Para eso me traes al despacho?
—Claro que no, coño. —Se inclina sobre la mesa de caoba—. ¿Qué cojones ha pasado en la consulta del doctor Cortés?
—¿Qué le ha dicho?
—No juegues conmigo, Ramos, que ya es tarde. El psiquiatra dice que te ha dado otra cita.
—Esta mañana estaba muy nervioso. No he sabido responderle. Tartamudeaba y tal.
—Ya, los nervios. —Sigue fumando sin prestar atención a mis mentiras—. Mira, Ramos. La última vez que hicimos exámenes psicológicos masivos a toda la plantilla salieron un par de neonazis. ¿Y sabes qué? Luego soy yo el que tiene que vérselas con el capullo del alcalde. De momento, eres el único que la ha cagado con el loquero, así que ya te me estás tomando un par de tilas antes de hablar con él y le cuentas lo mucho que te gusta ayudar a la ciudadanía.
—Incluso le doy propina a los rumanos, señor comisario.
—Y también patadas en los huevos. —Señala la jaula del gorrión—. ¿Y qué hace ese pájaro sobre tu mesa?
—Se llama Andrésiniesta. Le he salvado la vida. Ahora somos amigos.
—No me jodas, Ramos. —Abre un cajón y apaga el pitillo en su interior—. No me jodas.
21:48
Los faros de xenón alumbran la carretera, resaltando los baches y ensombreciendo el parcheado del asfalto. Al fondo, Alicante se dispersa en una nebulosa de brillos lejanos, metástasis lumínica de la decadencia de la urbe salpicando playas, montañas, personas.
Arenales del Sol pertenece a Elche, lo cual no es ni bueno ni malo. Ni siquiera llega a la categoría de ciudad dormitorio. Nido de domingueros profesionales que recalan de junio a septiembre para contaminar el agua, ensuciar la arena y masificar una zona creada para el descanso y abandonarla el resto del año, convertida en un desierto tal que ni los chinos tienen el detalle de abrir sus tiendas. Una masa gris construida al borde de un cerro con cuestas tan abruptas que subirlas se convierte en un reto cuando la temperatura alcanza los 40.º C. Calles serpenteantes, empinadas, de diseño cuidadoso para favorecer el urbanismo desmedido. Apartamentos clónicos, diminutos, de una habitación, cocina y baño incrustados en 20 m2. Algunos terminados con prisas, otros aún con el esqueleto a la vista, ninguno con estilo propio.
Asciendo por una vía de cuatro carriles y entro en el garaje. Ahora toca atravesar a pie la desierta avenida hasta alcanzar la parte trasera de mi apartamento, una mole de cemento de siete plantas, piscina comunitaria, jardín interior y aparcamiento para los más afortunados. Tejados triangulares y azules, como agujas queriendo rasgar el cielo. Me percato de que arrastro los pies aun sin pretenderlo, y me mantengo encorvado ante la puerta incapaz de introducir la llave en la cerradura. Observo que alguien ha arrancado la T del cartel donde ponía SEXTO, dándole un toque burlón al momento. Entonces el abismo se abre de sopetón y una figura aparece recortada contra la oscuridad.
—Buena te espera hoy, papá —dice Ernesto cargado con dos bolsas de basura—. Mamá se ha depilado las ingles y anda jodida todo el día.
—Lo que faltaba…
Ernesto es mi hijo, o eso me dijeron en el hospital hace dieciséis años. Gordo, zoquete, pero de una fuerza bruta que hace peligroso que le levante la mano. Dejo las llaves en un souvenir de luna de miel en Mallorca que ni recuerdo y me descalzo en la galería entre la lavadora y el calentador del agua. Guardo la pistola en la caja fuerte del dormitorio y destierro la cartera sobre la cómoda. La pequeña Leo sale del aseo con los párpados engrasados de maquillaje. Tiene tanto rimel apelmazado en las pestañas que los ojos se le quedan pegados.
—¡Mamaaaá! —canturrea con retintín—. Ya está aquí el idiota de tu marido.
—¡Un respeto, joder! —le grito—. Que soy tu padre.
—No te lo crees ni tú —responde.
La pobre desgraciada tuvo que cargar con el nombre de Leocadia por capricho unilateral de mi suegra, lo que unido a la bilis que recorre las venas de la familia de mi mujer, agrió su carácter desde pequeña. Ahora es una adolescente rebelde de falda corta y boca grande.
Leo me empuja a un lado, aunque estoy seguro de que en cualquier lugar donde esté, le molesto. Agarra mi cartera sin disimulo y extrae un billete de cincuenta euros.
—¿Dónde coño se supone que vas? —Ladro.
—No es asunto tuyo.
—Es martes. Mañana tienes instituto.
—Me han expulsado —contesta distraída mientras llama por un móvil que yo pago—. Mi novio va a venir a recogerme.
—¿Novio? ¿Pero tú te escuchas cuando hablas? Si mi padre se enteraba de que subía en el coche de un desconocido me arreaba tal hostia que me volvía gilipollas.
—Blablabla… —se burla—. El abuelo ya está muerto. Y el Chirlo tiene moto, no coche.
—¿Qué?
—¡Que te jodan, papá! —chilla—. ¡Siempre me fastidias todos los planes!
—Leo, coño…
—¿Quieres darme una paliza? ¿Es eso? —Se sube la minifalda y se golpea en el glúteo—. Vamos, valiente, lo mismo hasta te excita.
—No vas a salir de esta casa con ese tanga, ¿me oyes? Y mucho menos para montar en la moto de un tío que se llama Chirlo.
Escucho abrirse la ventana corredera que da al balcón. Mi mujer entra aterida vistiendo una bata de felpa. Sostiene en una mano un cigarrillo a medio consumir y en la otra La Biblia de Zox, un librillo de apenas cien páginas repletas de gilipolleces sectarias.
Por un instante me parece vislumbrar en Beatriz a la muchacha alocada que se manifestaba frente a la academia de policía, pero que por la noche se abría de piernas en mi cama. Aún queda en ella parte de la chica que fue, de ojos marrones y pelo con mechas, con sueños imposibles de fraternidad universal y mirada aviesa, aunque ahora pesa veinte kilos más y lo que fue pasión se ha convertido en desprecio. Despierto del espejismo para encontrarme con la nueva Beatriz aburguesada que vegeta ante la televisión por las mañanas mientras yo me dejo la piel en la calle, que funde mi dinero en caprichos absurdos, que ni siquiera tiene el decoro de mantener limpia la ratonera donde me ha obligado a vivir.
—¿Qué pasa ahora? —Arrastra las palabras, cansada de no hacer nada durante todo el día.
—Tu marido se está metiendo conmigo.
—¡Que soy tu padre!
—No le grites a la niña. Deja que se divierta un poco, que aún es joven.
—Beatriz, cojones…
—Jódete, Mierda de Perro —dice Leo antes de levantar el dedo corazón.
La miro con odio contenido. Hace unos años, cuando estaba destinado en Madrid, tuve un conflicto que me obligó a pedir el traslado. De aquel suceso quedaron dos cosas: la vergüenza de haberla jodido como nunca y el apodo de Mierda de Perro que me persigue hasta en mi propio hogar.
—Te hacen falta un par de buenas hostias, niñata —la amenazo.
—Ni se te ocurra tocarle un pelo a mi hija, ¿estamos? —Beatriz se pone de su lado, para variar—. Que te denuncio, Antonio.
—Deberías divorciarte de este desgraciado, mamá. Es un perdedor.
Mi costilla me empuja dos pasos hacia atrás, a lo que ella llama «sala de estar» pero que no deja de ser un pequeño ensanche de este micropiso.
—Tira para el comedor, imbécil.
Lo peor de vivir en una playa desierta en invierno y masificada en verano no es que no haya comercios, ni cines, ni nada, sino que todos los apartamentos son tan pequeños que resulta imposible aislarte en tu propia casa. A veces me he sorprendido a mí mismo mirándome durante horas en el espejo del baño. Es una situación tan absurda que prefiero no pensar en ella pero, mal que me pese, es el único momento del día que considero mío. Ernesto cree que me masturbo y Leo me llama maricón porque dice que le gasto los cosméticos, pero me da igual. Si no lo hago, un día de estos me pego un tiro.
—¿Cuándo te va a entrar en la cabeza que somos una familia feliz? —pregunta retórica—. Zox dice que debemos amarnos los unos a los otros y a Zox sobre todas las cosas. Si queremos ascender a Orión 7 y alcanzar la inmortalidad debemos prepararnos para los once sacrificios.
—Ese Zox parece un tío enrollado —ironizo.
—Debes querer a tus hijos y demostrarles tu amor. Ese es el primer sacrificio: anteponer los sentimientos de los demás a los tuyos propios.
—Fascinante. ¿Y la cena?
—¡Hoy no se cena! —Se incorpora—. Estamos en la Semana del Rabadum. No se puede comer ni cagar.
—Por Cristo, cariño…
—Por Zox —me rectifica.
—¿No te das cuenta de que todo esto es una locura?
—¿Locura? Zox nos ama y esta es la manera de demostrarle mi amor. Así que no me digas que no sirve para nada todo esto, porque llevo dos días aguantándome las ganas y encima me ha venido la regla y…
Y se pone a llorar. Ernesto regresa de su visita al contenedor.
—Leo se ha pirado con un motero de cuarenta tacos —me informa.
—Lo que faltaba…
El crío se enchufa a internet y nos deja de nuevo solos.
—No me has dicho lo guapa que estoy —murmura entre lágrimas.
—Estás muy guapa, cariño —cedo.
—¿Y eso por qué?
Me observa fría, esperando exactamente la respuesta que tengo que dar.
—Pues porque te has hecho las ingles, corazón.
Sonríe y se acurruca a mi lado. Esta vez he acertado. Me pregunto cómo infiernos esperaba que lo adivinase si no se le ven. Se escuchan gritos del piso de arriba. Allí viven Bernabé y su mujer Judith. Él es un buen hombre, pero a veces se le va la cabeza y la maltrata.
—Llevan así toda la noche —me informa Beatriz—. Ellos no son un matrimonio de verdad, Antonio. El sábado hay una reunión con Zox para celebrar el advenimiento de Venus. Podríamos invitarles.
—Venus es un planeta. Nunca advendrá, o como se diga.
—Cuando escuches a Zox te convencerás.
—¿Qué?
—Iremos todos, los niños y nosotros. Cuando los venusianos de Ganímedes contacten telepáticamente con Zox, se nos revelarán tres secretos y se dará por concluido el Rabadum.
—Y entonces podremos cagar a gusto, ¿no?
—Sí, y también he pesando que podríamos dar cobijo a otra familia.
Los ruidos del piso superior se acrecientan y los gritos pasan a ser solo de Bernabé. De fondo se escucha un sollozo ahogado.
—¿Lo has pensado tú o te lo ha comentado Zox?
—Bueno, Zox dice…
—Zox dice muchas cosas. ¿No ves que aquí no cabemos ni nosotros? ¿Cómo esperas cobijar a más gente?
—Siempre te pones en mi contra, Antonio. —Muestra una indignación tan repetida en días pretéritos que ni siquiera suena real—. En vez de criticar todo lo que hago podrías subir y hablar con el vecino para que deje en paz a la pobre Judith.
Y entonces se hace el silencio. El sofá se convierte en un congelador, con el hielo y el desprecio de mi mujer adueñándose de lo poco que nos queda. Ella mira distraída por la ventana, sabiéndose ganadora de una batalla en la que ni siquiera me apetece participar. De nuevo, otra situación que comenzó espontáneamente años atrás, pero que de tanto fotocopiarse se ha convertido en usual, casi aprendida de memoria: Beatriz se enfada sin motivo, me pide que haga algo absurdo, y hasta que no claudico no regresa la calma al hogar. Me incorporo con desgana, agarro las llaves y subo por las escaleras a poner paz en una guerra que, otra vez, me es ajena.
23:21
El rumor de las olas es hipnótico. A la naturaleza, por lo general silenciosa y letal como una puñalada carcelaria, de vez en cuando le da por gritar. En la playa sucede, con el oleaje rompiendo contra las rocas y la arena, mecida por el viento y la influencia de la luna. Poca gente se da cuenta de ello. Ni siquiera los poetas clásicos tienden a hablar de algo tan manido como el agua salada ondulándose en el horizonte pero, si le preguntas a un pescador, te dirá la verdad. El Mediterráneo habla, susurra su canto de sirena para aquel que se sienta tentado a escucharlo, a sentirlo, a padecerlo. El mar cobija vida en la oscuridad de sus entrañas, pero también está vivo, posee conciencia propia y recuerda cada una de las ofensas que hemos perpetrado en sus costas, cada meada que se diluyó en su inmensidad, cada excremento que flotó hasta otros océanos. Por eso y no por otra cosa evito hasta mojarme los pies en verano. Los toros son para verlos desde la barrera.
Bernabé abre otra lata de Steinburg. Es un tipo de mi edad, con alopecia en la coronilla y barba rala y rubia que le da un aspecto centroeuropeo aún habiendo nacido en Valdepeñas. Estamos solos en lo que una vez fue una casa de pescadores. Ahora no es más que una ruina a pie de mar sin techo, perdida entre el desierto de dunas que nos separa de El Altet. La cultura urbana surge escrita con spray en los muros semiderruidos, incitando a la anarquía, exhibiendo el amor pubescente de «El Tano a la Mari», acordándose de la madre de los políticos, destrozando versos de Machado. La noche cerrada se ve rota por el brillo de las estrellas que cobijan los aviones que despegan del aeropuerto cercano.
—Hoy no he cenado —le digo.
—¿Y eso por qué?
—Mi mujer, que ahora le ha dado por no cagar.
—¿Zox?
—El cabrón de Zox.
—¿Por qué no le dejas las cosas claras? Dale cinco hostias y que se meta en sus asuntos de una puta vez. Eres madero, tienes carta blanca. Además, por lo que me cuentas, se lo merece.
—Sí, no me parece mala idea. Tal vez un día de estos visite su secta de mierda y le rompa los huevos a ese imbécil.
Bernabé sonríe.
—Me refería a tu mujer, capullo.
Bebe media lata de un solo trago. En realidad no se trata de un mal hombre. Tuvo una infancia jodida, dominado por un padre posesivo y violento que modeló su personalidad hasta convertirse en un clon de este. Es de los pocos que resiste todo el año en el apartamento, y tal vez por eso, de cruzarnos en el ascensor, hayamos cultivado una amistad basada en la cerveza y en la camadería masculina. De vez en cuando venimos a esta vieja casucha, un monumento al pasado en un futuro de urbanismo antropófago, y charlamos de todo y nada. Él se sabe mi vida, y yo me sé la suya. Albañil desde los doce hasta hace unos meses en los que la denominada «crisis del ladrillo» culminó con una reducción de plantilla. Le quema la sangre que se quedaran los marroquíes y él se haya tenido que ir a la calle. Estuvo en prisión por acoso e intento de violación, y a la salida se casó con Judith, la primera mujer que aceptó su humor cambiante y su adicción desmedida al alcohol.
—Deberías dejarla —le informo—. En cuanto se le ocurra denunciarte lo pasarás mal.
—Que se joda. No se atreve por si acaso la extraditan. ¿Se dice así? Extraditar. Vaya palabrejas os inventáis los juristas.
—Esta mañana he ido a un psiquiatra. No me ha hecho ni puta gracia, pero al final tendré que pasar por el aro. Supongo que es lo normal, ¿no? Negación y aceptación. Tal vez tú deberías hacer lo mismo.
—¿Y eso?
—Joder, tío. Le zurras a tu mujer. Para ser coherente conmigo mismo, debería detenerte en este momento. Actuar de oficio. He visto cientos de casos como el tuyo. Al final termina con la muerte de ella y el suicidio del marido. Y en el supuesto de que no tenga los arrestos para cortarse las venas, le espera una estancia bien puta en la cárcel.
Bernabé suspira. Se termina la rubia de un sorbo y arruga la hojalata.
—Yo la quiero, Antonio —susurra—. Es todo lo que tengo, pero de vez en cuando… no sé, no puedo evitarlo. Ella… hace algo que no me gusta, y no hay manera de metérselo en la cabeza.
—¿Y a base de hostias lo vas a solucionar?
—No lo sé, pero es lo que hago, ¿vale? Es por su bien. —Estira el brazo y agarra otra cerveza—. ¿Nunca le has dado una tunda a tu mujer?
—Mi hijo me arrancaría la cabeza si lo intentase. Ni siquiera puedo gritarle. He perdido el rumbo de mi hogar, y lo más gracioso es que me da igual, ¿sabes? Me resigno a tener una vida de mierda. No me gusta lo que encuentro en casa, pero tampoco tengo otro lugar adonde ir. Y lo peor de todo es que a veces no me reconozco en el espejo. Es como si tuviera dos caras: una en el trabajo y otra en casa.
Se ríe. Es una risa a base de gorgojeos.
—Cuéntaselo al loquero, a ver qué te dice.
—Quién sabe… Pero me jode. A veces me he sorprendido a mí mismo dándole de puñetazos a un yonqui simplemente porque me hace ilusión. Y después llego a casa y no puedo ni coger el mando de la tele.
Un avión ruge en el firmamento, con luces parpadeantes en la punta de las alas, y se aleja hacia otros horizontes. El viento arrecia con calima, levantando salitre y algas secas. Bernabé se rasca la barba amarillenta.
—Se ha atascado el botón del volumen —dice.
—¿A qué te refieres?
—Ella estaba viendo el programa cutre ese, el de los críos cantantes. No sé cómo se llama.
—Sí, lo he visto alguna vez. Es un asco.
—Incluso peor. No sé qué hacen esos chiquillos, pero no es cantar. Es como si destripasen a un gato vivo o rayasen un cristal. Se me meten en la cabeza y, joder, no puedo pensar. Pero bueno, hoy no había partido, así que le he dicho que lo viera, pero que le quitase voz. Y cuando le ha dado al mando, se le ha enganchado el botón y no funcionaba. Joder, me ha tocado los cojones, no sé si me explico. Le pido de forma educada que le baje volumen y ella se carga el mando igual que se lo carga todo. —Destapa la lata y se queda mirándola—. Después le he gritado. No es que quisiera, pero es que no es capaz de entenderme si no es a malas. Al final le he roto el mando en la cabeza y la muy zorra ha manchado el sofá de sangre.
—Bernabé, coño…
—¿Y qué podía hacer? Estaban esos putos críos chillando con sus vocecillas estridentes y ella jode el mando. Me he cabreado. La situación era para cabrearse. Le he dicho que si quería romper el mando, que lo rompiera bien. Y entonces la he enganchado del cuello y se lo he estrellado en la frente. Ahora lo pienso y era solo un botón, pero mira, ha sucedido así y no hay marcha atrás.
Mi silencio parece imponerse al ronroneo del oleaje. Bernabé lo toma como una respuesta tácita.
—Había jodido el mando y no podía quitarle volumen. ¿Qué otra cosa podía hacer, Antonio?
—Levantarte y bajarle el sonido desde el propio televisor.
Continúa con la mirada fija en la lata. Estas conversaciones ya las hemos tenido mil veces, y por más que me empeñe en que desista de maltratar a su mujer, por más que le aviso de que puede acabar entre rejas, él se obceca en no comprenderlo. Al final, brinda a la oscuridad y responde:
—Que se hubiera levantado ella.
Y de nuevo regresamos a beber cerveza a la luz de las estrellas, con la banda sonora de la marea contra los arrecifes. Sé que las conversaciones venideras versarán sobre el fútbol, el paro o la política local. Yo contaré alguna anécdota absurda, tal vez lo del coche de bomberos robado para atracar estancos o la presencia de Zorro en la ciudad. Y, al concluir, alguno dirá que se hace tarde, que tendremos que regresar a casa en algún momento y ahí quedará todo, con palabras que se lleva el viento y la promesa subyacente de que pronto tendremos la misma conversación, en el mismo sitio, y con el mismo desenlace.