ENTRADA LA TARDE, estando aún en la ciudad de Oaxaca, don Juan y yo dimos un lento paseo alrededor de la plaza. Al acercarnos a su banca favorita los que estaban sentados allí se incorporaron y se fueron. Apretamos el paso y llegamos a sentarnos.

—Hemos arribado al final de mi explicación del estar consciente de ser —dijo—. Y hoy, por tu cuenta, vas a unificar otro mundo y vas a dejar de lado todas las dudas, para siempre.

—No debe haber ningún error respecto a lo que vas a hacer. Hoy, desde la ventajosa posición de la conciencia acrecentada vas a hacer que se mueva tu punto de encaje y en un instante vas a alinear las emanaciones de otro mundo.

—Dentro de unos días, cuando Genaro y yo nos reunamos contigo en la cima de una montaña, vas a hacer lo mismo desde la desventajosa posición de la conciencia normal. En sólo un instante, tendrás que alinear las emanaciones de otro mundo; si no lo haces morirás la muerte de un hombre común que se cae de un precipicio.

Se refería a un acto que me haría llevar a cabo como la última de sus enseñanzas para el lado derecho: el acto de saltar de la cima de una montaña a un abismo.

Don Juan declaró que los guerreros terminaban su entrenamiento cuando eran capaces de romper la barrera de la percepción, sin ayuda, partiendo de un estado normal de la conciencia. El nagual llevaba a los guerreros a ese umbral, pero el éxito dependía del individuo. El nagual simplemente los ponía a prueba, presionándolos de manera continua para que aprendieran a valerse de por sí.

—El alineamiento es la única fuerza que puede cancelar temporalmente al alineamiento —prosiguió—. Tendrás que cancelar el alineamiento que te mantiene percibiendo el mundo cotidiano. Si usas el intento e intentas una nueva posición para tu punto de encaje, y luego intentas que se fije allí durante suficiente tiempo, alinearás otro mundo y escaparás de éste.

—Los antiguos videntes siguen desafiando a la muerte hasta la fecha, haciendo precisamente eso: intentando que sus puntos de encaje permanezcan fijos en posiciones que los colocan en cualquiera de los siete mundos.

—¿Qué pasará si logro alinear otro mundo? —pregunté.

—Irás a él —contestó—. Como hizo Genaro cierta noche, en este mismo lugar, cuando te enseñaba el misterio del alineamiento.

—¿Adónde estaré, don Juan?

—En otro mundo, desde luego. ¿En dónde más?

—¿Y qué pasa con la gente que me rodea, con los edificios, las montañas y todo lo demás?

—Quedarás separado de todo eso por la misma barrera que has roto: la barrera de la percepción. Y, al igual que los videntes que se han sepultado para desafiar a la muerte, no estarás en este mundo.

Al escuchar sus aseveraciones, ardía una batalla en mi interior. Alguna parte de mí clamaba que la posición de don Juan era insostenible, mientras otra parte sabía sin lugar a dudas que él estaba en lo cierto.

Le pregunté qué es lo que pasaría si moviera mi punto de encaje mientras estaba en la calle, en el corazón del tráfico de Los Angeles.

—Los Angeles desaparecerá, como un soplo de aire —contestó con gesto serio—. Pero tú seguirás ahí.

—Ese es el misterio que he estado tratando de explicarte. Lo has experimentado, pero aún no lo entiendes, y hoy lo harás.

Dijo que yo aún no podía usar premeditadamente el levantón de la tierra para cambiar a otra gran banda de emanaciones, pero que yo tenía ahora la necesidad imperativa de mover mi punto de encaje, y esa necesidad me iba a servir de lanzador.

Don Juan miró al cielo. Como si hubiera estado sentado demasiado tiempo y sacara a empujones el cansancio físico de su cuerpo, estiró los brazos por encima de la cabeza. Me ordenó parar mi diálogo interno y entrar en silencio interior. Se puso de pie y se alejó de la plaza caminando; me hizo una señal para que lo siguiera. Tomó una calle desierta; era la misma calle en la que Genaro me había dado su demostración del alineamiento. En cuanto recordé eso, me encontré caminando con don Juan en un lugar que para entonces ya me resultaba muy conocido, porque estuve muchas veces en él: una llanura desierta con dunas amarillas que parecían ser de azufre.

Recordé entonces que más allá de ese desolado paraje había otro mundo que brillaba con una luz blanca, pura, exquisita y uniforme.

Esta vez, al entrar don Juan y yo en ese mundo, sentí que la luz, que surgía de todas direcciones, no era una luz vigorizante, pero era tan pacífica, tan calmante que me dio la sensación de que era sagrada.

Al bañarme esa luz sagrada, un pensamiento racional explotó en mi silencio interior. Me pareció bastante posible que místicos y santos hubieran hecho este viaje del punto de encaje. Habrían visto a Dios en el molde del hombre. Habrían visto el infierno en las dunas de azufre. Y habrían visto la gloria del cielo en la luz diáfana.

Mi pensamiento racional se desvaneció casi de inmediato bajo los embates de lo que percibía. Mi conciencia se vio asaltada por una multitud de formas, figuras de hombres, mujeres y niños de todas las edades, y otras apariciones incomprensibles que centelleaban con una cegadora luz blanca.

Vi a don Juan, caminando a mi lado, mirándome a mí y no a las apariciones, pero al instante lo vi transformarse en una bola de luminosidad que se balanceaba a un metro de mí. La bola hizo un movimiento abrupto y aterrador y se acercó a mí y vi su interior.

Para beneficio mío, don Juan encendía el resplandor de su conciencia. De pronto, en su lado izquierdo, el resplandor brilló sobre cuatro o cinco filamentos delgados como hilos. Ahí permaneció fijo. Toda mi concentración estaba fija en ese resplandor. Algo me tironeó como si me pasara a través de un tubo, y vi a los aliados; tres figuras oscuras largas y rígidas agitadas por un temblor, como hojas en el viento. Se encontraban ante un fondo rosa, casi fluorescente. En cuanto enfoqué mi atención en ellos vinieron hacia mí, no caminando o deslizándose o volando, sino arrastrándose a lo largo de unas fibras de blancura que brotaban de mí. La blancura no era una luz o un resplandor sino líneas que parecían dibujadas con tiza gruesa en polvo. Se desintegraron rápidamente, pero no con suficiente rapidez. Antes de que las líneas se desvanecieran, los aliados estaban casi encima de mí.

Me rodearon. Me sentí molesto, y de inmediato se alejaron, como si los hubiera regañado. Sentí lástima por ellos. Mi sentimiento volvió a atraerlos al instante, y de nuevo me rodearon y se frotaron contra mí. Entonces vi algo que había visto en el espejo en el río. Los aliados no tenían resplandor interno. No tenían movilidad interna. No hay vida en ellos. Y sin embargo era obvio que estaban vivos. Eran extrañas formas grotescas que parecían bolsas de dormir con los cierres corridos. La delgada línea en el centro de sus formas alargadas, les daba la apariencia de haber sido cosidos.

No eran figuras agradables. La sensación de que eran totalmente diferentes a mí, me hizo sentirme incómodo, impaciente. Vi que los tres aliados se movían como si saltaran; en su interior había un leve resplandor. Creció la intensidad del resplandor hasta que, por lo menos en uno de los aliados, adquirió bastante brillantez.

Al momento en que vi eso, me encontré en un mundo negro. No quiero decir que estaba oscuro así como la noche es oscura. Más bien, todo lo que me rodeaba era absolutamente negro. Miré al cielo y no pude encontrar luz en ninguna parte. El cielo también era negro y, literalmente, estaba cubierto de líneas y círculos irregulares de varios grados de negrura. El cielo parecía un pedazo de madera negra cuyo grano se veía en relieve.

Miré al suelo. Era esponjoso. Parecía compuesto de escamas de gelatina; no eran escamas opacas, pero tampoco eran brillantes. Era algo entre ambas cosas, que nunca antes vi en mi vida: gelatina negra.

Oí entonces la voz del ver. Dijo que mi punto de encaje alineó un mundo total con otra de las grandes bandas de emanaciones: un mundo negro.

Quería absorber cada palabra que me decía; para hacerlo tuve que dividir mi concentración. La voz se detuvo; mis ojos volvieron a enfocar. Estaba de pie con don Juan, a unas cuadras de la plaza.

Sentí al instante que no tenía tiempo que perder, que sería inútil entregarse al asombro. Reuní todas mis fuerzas y le pregunté a don Juan si yo hice lo que él esperaba de mi.

—Hiciste exactamente lo que se esperaba —dijo de manera tranquilizadora—. Volvamos a la plaza y démosle una vuelta, por última vez en este mundo.

Me negué a pensar en la partida de don Juan, así que le pregunté acerca del mundo negro. Tenía vagos recuerdos de haberlo visto antes.

—Es el mundo más fácil de alinear —dijo—. Y de todo lo que has experimentado, el mundo negro es el único que vale la pena tomar en cuenta. Es el único auténtico alineamiento de otra gran banda que has hecho en tu vida. Todas tus otras experiencias han sido solamente un movimiento lateral a lo largo de la banda del hombre, pero sin salir de nuestra gran banda orgánica. La pared de niebla, la llanura con dunas amarillas, el mundo de las apariciones, todos son alineamientos laterales que hacen nuestros puntos de encaje conforme se acercan a una posición crucial.

Mientras regresábamos caminando al parque explicó que una de las extrañas cualidades del mundo negro es que no tiene las mismas emanaciones que equivalen al tiempo en nuestro mundo. Son emanaciones diferentes que producen un resultado diferente. Los videntes que viajan al mundo negro sienten que han estado allí durante una eternidad, pero en nuestro mundo eso resulta ser un instante.

—El mundo negro es un mundo espantoso, porque envejece al cuerpo —dijo con énfasis.

Le pedí que aclarara sus aseveraciones. Redujo el paso y me miró. Me recordó que, en su manera tan directa, Genaro trató de mostrarme esto en cierta ocasión, cuando me dijo que habíamos caminado en el infierno durante una eternidad mientras que no había pasado ni un minuto en el mundo que conocemos.

Don Juan comentó que en su juventud se obsesionó con el mundo negro. Le preguntó a su benefactor qué le pasaría si entrara en él y permaneciera ahí por un tiempo. Como su benefactor no era dado a las explicaciones, simplemente empujó a don Juan al mundo negro para que contestara su pregunta por su cuenta.

—El poder del nagual Julián era tan extraordinario —prosiguió don Juan—, que me tardé días en regresar de ese mundo negro.

—Quiere usted decir que le llevó días regresar su punto de encaje a su posición normal, ¿no es así? —pregunté.

—Sí, eso es lo que quiero decir —contestó.

Explicó que en los escasos días que estuvo perdido en el mundo negro envejeció por lo menos diez años. Las emanaciones interiores de su capullo sintieron la tensión de años de lucha solitaria.

Silvio Manuel era un caso totalmente diferente. El nagual Julián también lo hundió en lo desconocido, pero Silvio Manuel alineó otro mundo con otra de las grandes bandas, un mundo que tampoco tiene las emanaciones del tiempo pero que tiene el efecto opuesto sobre los videntes. Desapareció durante siete años y sin embargo sintió que sé había ausentado sólo un momento.

—Alinear otros mundos no es sólo cuestión de práctica, sino cuestión de intento —prosiguió—. Y tampoco es meramente un ejercicio de andar rebotando de esos mundos, como si lo jalaran a uno con una liga. Mira, un vidente tiene que ser osado. Una vez que rompe la barrera de la percepción, no tiene que regresar al mismo lugar de donde partió en el mundo. ¿Entiendes lo que digo?

Lentamente comencé a entender lo que decía. Tuve un deseo casi invencible de reírme ante una idea tan ridícula, pero antes de que la idea se formara en una certeza, don Juan me habló y rompió lo que yo estaba a punto de recordar.

Dijo que, para los guerreros, el peligro de alinear otros mundos es que esos mundos son tan posesivos como el nuestro. La fuerza del alineamiento es tal que una vez que el punto de encaje se aleja de su posición normal, queda fijo en otras posiciones, aprisionado por otros alineamientos. Y los guerreros corren el riesgo de quedarse varados en una soledad sin límites.

La parte inquisitiva y racional de mí comentó que en el mundo negro lo vi a él como una bola de luminosidad. Por lo tanto, era posible estar en ese mundo con otras personas.

—No con otras personas —dijo—, pero sí con otros guerreros; si ellos te siguen, moviendo sus puntos de encaje cuando tú mueves el tuyo. Yo moví el mío para estar contigo; de otra manera hubieras estado ahí solo con los aliados.

Dejamos de caminar y don Juan dijo que ya era hora de que yo partiera.

Quiero que pases por alto todos los movimientos laterales —dijo—, y vayas directamente al siguiente mundo total: el mundo negro. En un par de días tendrás que hacer lo mismo por tu cuenta. No tendrás tiempo para titubeos. Tendrás que hacerlo para poder escapar a la muerte.

Dijo que romper la barrera de la percepción es la culminación de todo lo que hacen los guerreros. Desde el momento en que queda rota esa barrera, el hombre y su destino adquieren un significado diferente. Debido a la trascendental importancia de romper esa barrera, los nuevos videntes usan el acto de romperla como prueba final. La prueba consiste en saltar de la cima de una montaña a un abismo, estando en la conciencia normal. Si el guerrero que salta al abismo no borra el mundo cotidiano y alínea otro antes de tocar el fondo, morirá.

—Tendrás que hacer que este mundo desaparezca, pero en cierta medida tú seguirás siendo el mismo. Este es el último recinto fortificado de la conciencia, con el que cuentan los nuevos videntes. Saben que cuando el fuego interno los consuma, de alguna manera retendrán la sensación de ser ellos mismos.

Sonrió y señaló una calle desierta que veíamos desde donde estábamos parados, la calle en la que Genaro me enseñó los misterios del alineamiento.

—Esa calle, como cualquier otra, lleva a la eternidad —dijo—. Lo único que tienes que hacer es seguirla en silencio total. Ya es hora. ¡Vete ya! ¡Vete!

Se volvió, y se alejó de mí. Genaro lo esperaba en la esquina. Genaro me saludó con la mano y luego hizo un gesto que me instaba a unirme a ellos. Don Juan siguió caminando sin volverse a mirar. Genaro se unió a él. Comencé a seguirlos, pero sabía que no era lo correcto. En vez de continuar, tomé la dirección contraria. La calle estaba oscura y sombría. No me entregué a sentimientos de fracaso o de ineptitud. Caminé en silencio interior. Mi punto de encaje se movía a gran velocidad. Vi a los tres aliados. La línea que corría por su centro creaba la impresión de que me sonreían de lado. Me sentí frívolo. Y entonces una fuerza como un viento hizo desaparecer al mundo.