XI. LA MUJER NAGUAL
Don Juan me dijo que cuando fue puesto bajo el cuidado de las mujeres del Oeste, para ser purificado, también lo pusieron bajo la tutela de la mujer del Norte, que era el equivalen te de Florinda, para que ésta le enseñara los principios del arte de acechar. Ella y su benefactor le dieron los medios concretos para adquirir a los tres guerreros, al propio y a las cuatro acechadoras que compondrían su grupo.
Las ocho mujeres videntes del grupo de su benefactor habían buscado las configuraciones distintivas de luminosidad, y no tuvieron dificultad alguna en hallar los tipos apropiados de guerreros masculinos y femeninos para el grupo de don Juan. Sin embargo, su benefactor no permitió que esos videntes hicieran ningún intento por congregar a los guerreros que habían encontrado. Le correspondió a don Juan aplicar los principios del acecho para obtenerlos.
El primer guerrero que apareció fue Vicente. Don Juan aún no dominaba el arte de acechar para poder enrolarlo.
Su benefactor y la acechadora del Norte tuvieron que hacer casi todo el trabajo. Después vino Silvio Manuel, más tarde don Genaro y, por último, Emilito, el propio.
Florinda fue la primera guerrera. Fue seguida por Zoila, después por Delia y luego por Carmela. Don Juan decía que su benefactor inexorablemente los obligó a todos ellos a que trataran con el mundo en términos de desatino controlado.
El resultado fue un estupendo equipo de practicantes, quienes concebían y ejecutaban las más intrincadas estratagemas.
Cuando todos ellos tenían ya cierto grado de pericia en el arte de acechar, su benefactor consideró que era el momento adecuado de encontrar para ellos una mujer nagual. Fiel a su política de ayudarlos a que se ayudaran a sí mismos, esperó, para encontrarla, hasta que don Juan había aprendido a ver y todos ellos eran expertos acechadores. Aunque don Juan lamentaba inmensamente el tiempo que desperdició en esperar, estaba de acuerdo en que ese curso de acción creó un enorme vínculo entre todos ellos y dio nueva vida a su obligación de buscar la libertad.
Su benefactor empezó su estratagema para atraer a la mujer nagual convirtiéndose, de repente, en un católico devoto. Exigió que don Juan, siendo el heredero de su conocimiento, se comportará como un hijo y fuera a la iglesia con él. Día tras día lo empujaba a oír misa. Don Juan decía que su benefactor, quien en su trato con la gente era un hombre encantador y elocuente, lo presentaba a todos como su hijo, el algebrista.
Don Juan, que según sus propias palabras era en aquel entonces un salvaje, se sentía desolado en situaciones sociales en las que debía hablar y dar una relación de sí mismo. Lo único que lo tranquilizaba era la idea de que su benefactor tenía razones ulteriores. Trató de deducir a través de sus observaciones cuáles podían ser esas razones, pero no pudo hacerlo. Los actos de su benefactor parecían estar abiertos a la vista de todos. Como católico ejemplar, ganó la confianza de muchísima gente, especialmente del párroco, quien lo te nía en alta estima y lo consideraba amigo y confidente. Le pasó por la mente la idea de que su benefactor sinceramente podía haberse convertido al catolicismo, si no es que se había vuelto loco de remate. Aún no había comprendido que un guerrero jamás pierde la cabeza bajo ninguna circunstancia.
Las quejas de don Juan por tener que ir a la iglesia se desvanecieron cuando su benefactor empezó a presentarlo con las hijas de la gente que conocía. Eso le gustó, aunque también lo incomodaba. Don Juan creyó que su benefactor estaba ayudándolo a soltar la lengua. Él no era ni elocuente ni encantador, y su benefactor le había dicho que un nagual por fuerzas tiene que ser ambas cosas.
Un domingo, durante la misa, después de casi un año de oírla prácticamente todos los días, don Juan descubrió cuál era la verdadera razón por la que iban a la iglesia. Se hallaba arrodillado junto a una muchacha llamada Olinda, hija de uno de los conocidos de su benefactor. Don Juan se volvió para entrecruzar miradas con ella, como ya era su costumbre después de meses de contacto diario. Sus ojos se encontraron, y súbitamente don Juan la vio como un ser luminoso y luego vio que Olinda era una mujer doble. Su benefactor lo sabía desde el principio, y había elegido el camino más difícil para que don Juan se pusiera en contacto con ella. Don Juan me confesó que ese momento fue avasallador para él.
Su benefactor supo que don Juan había visto. Su misión de reunir a los seres dobles había sido lograda impecablemente. Se puso en pie y sus ojos barrieron todas las esquinas de la iglesia; caminó luego hacia afuera sin volver la cabeza una sola vez. Ya no tenía nada qué hacer allí.
Don Juan me dijo que cuando su benefactor se puso en pie y salió de la misa, todos se volvieron a verlo. Don Juan quiso seguirlo, pero Olinda audazmente le tomó la mano y lo detuvo. En ese momento supo que el poder de ver no había sido suyo solamente. Algo los había traspasado a los dos. Don Juan advirtió de repente que la misa no sólo había concluido, sino que ambos estaban ya fuera de la iglesia. Su benefactor trataba de calmar a la madre de Olinda, que se hallaba encole rizada y avergonzada por la inesperada e inadmisible muestra de afecto que tuvo lugar entre Olinda y don Juan.
Don Juan me dijo que se halló completamente desorientado. Sabía que a él le correspondía concebir un plan de acción. Tenía los recursos, pero la importancia del evento lo hizo perder la confianza en su habilidad. Dejó a un lado su pericia como acechador y se perdió en el dilema intelectual de si debía o no tratar a Olinda como desatino controlado.
Su benefactor le dijo que no podía ayudarlo. Su deber había sido reunirlos, y allí cesaba su responsabilidad. A don Juan le correspondía tomar los pasos apropiados. Sugirió incluso que don Juan considerara casarse con ella, si eso era lo que se requería. Sólo cuando Olinda fuera a él por su propia voluntad él podría ayudar a don Juan interviniendo directamente como nagual.
Don Juan intentó un cortejo formal. No fue bien recibido por los padres, quienes no podían concebir que alguien de una clase social tan distinta fuese pretendiente de su hija. Olinda no era india; su familia era de clase media, dueña de un pequeño negocio. El padre tenía otros planes para su hija. Amenazó con enviarla a la capital si don Juan insistía en casarse con ella.
Don Juan me dijo que los seres dobles, las mujeres en especial, son extraordinariamente moderados, incluso tímidos. Olinda no era una excepción. Después de la exaltación inicial en la iglesia, fue dominada por la prudencia, y después por el miedo. Sus propias reacciones la asustaban.
Como maniobra estratégica, su benefactor hizo que don Juan se retirara, para dar la idea de que condescendía con él, quien no había aprobado a la muchacha: ésa fue la suposición de todos los que presenciaron el incidente de la iglesia, La gente chismeó que el espectáculo de los dos agarrados de la mano había desagradado tan intensamente «al padre» de don Juan, un católico tan devoto, que éste ya no volvió más a la iglesia.
Su benefactor le dijo a don Juan que un guerrero no puede ser sitiado. Estar bajo sitio implica que uno tiene posesiones personales que defender. Un guerrero no tiene nada en el mundo salvo su impecabilidad, y la impecabilidad no puede ser sitiada. No obstante, en una batalla de vida o muerte, como era la que don Juan enfrentaba para obtener a la mujer nagual, un guerrero debe de usar estratégicamente todos los medios posibles.
Don Juan resolvió, de acuerdo con ello, usar cualquier parte de su conocimiento de acechador que fuera pertinente. Para ese fin, encomendó a Silvio Manuel que usara sus artes de brujo, que aun en aquella época de principiante ya eran formidables, para secuestrar a la muchacha. Silvio Manuel y Genaro, quien era verdaderamente temerario, entraron furtivamente en la casa de la muchacha disfrazados de lavanderas. Era mediodía, y todos en la casa estaban ocupados preparando comida para los parientes y amigos que habían invitado a cenar. Se trataba de una fiesta de despedida para Olinda. Silvio Manuel contaba con la posibilidad de que los que vieran a dos extrañas lavanderas entrando con unos atados de ropa creyesen que tenían que ver con la fiesta de Olinda, y que de esa forma no sospecharían nada. Don Juan había proporcionado a Silvio Manuel y a Genaro, de antemano, toda la información necesaria acerca de las rutinas de los miembros de la casa. Les dijo que las lavanderas por lo general llevaban sus atados de ropa lavada a la casa y los dejaban en el cuarto de planchar. Silvio Manuel y Genaro, cargados de enormes atados de ropa, fueron directamente a ese cuarto, pues sabían que Olinda estaría allí.
Don Juan me contó que Silvio Manuel se acercó a Olinda y utilizó sus poderes mesmerizantes para desmayarla. La pusieron dentro de un costal, envolvieron éste con sábanas y se fueron, dejando tras de sí los atados que habían llevado. Se toparon con el padre de Olinda en la puerta, y él ni siquiera los miró.
Al benefactor de don Juan no le gustó en lo mínimo la maniobra. Ordenó a don Juan que llevase inmediatamente a la muchacha de vuelta a su casa. Era imperativo, dijo, que la mujer doble llegase a la casa del benefactor por su propia voluntad, quizá no con la idea de unírseles sino, cuando menos, porque ellos le interesaban.
Don Juan creyó que todo estaba perdido —las posibilidades de que pudiera regresarla a su casa sin que nadie se diera cuenta eran mínimas—, pero a Silvio Manuel se le ocurrió una solución. Propuso que las cuatro mujeres del grupo de don Juan llevarán a la joven a un camino desierto, donde don Juan la rescataría.
Silvio Manuel quería que las mujeres actuaran un drama. En ese drama ellas eran las que estaban secuestrándola. En algún lugar del camino alguien las descubría y se lanzaba a la persecución. El perseguidor las alcanzaba y ellas dejaban caer el costal, con la suficiente fuerza para ser convincentes. Por supuesto, el perseguidor sería don Juan, quien milagrosamente había estado en el camino.
Silvio Manuel exigió una actuación bien realista. Ordenó a las mujeres que amordazaran a la muchacha, quien para entonces estaba despierta, gritando en el interior del costal. Las hizo luego que corrieran kilómetros con todo y carga. Duran te la jornada les indicó cuándo se debían ocultar del perseguidor y cuándo debían correr. Por último, después de una ordalía verdaderamente agotadora, las hizo tirar el costal de la manera más adecuada para que la joven pudiese presenciar una pelea de lo más terrible entre don Juan y las cuatro mujeres. Silvio Manuel había propuesto a las mujeres que la pelea tendría que ser absolutamente real. Las armó con palos y las instruyó a que golpearan a don Juan sin misericordia.
De las mujeres, Zoila era la que más fácilmente se dejaba llevar por la histeria; tan pronto como empezaron a aporrear a don Juan, Zoila se dejó poseer por el papel y ofreció una actuación escalofriante; golpeó tan fuerte a don Juan que le arrancó pedazos de carne de la espalda y de los hombros. Durante un momento pareció que las secuestradoras iban a ganar. Silvio Manuel tuvo que salir de su escondite y, fingiendo ser un transeúnte, les recordó que sólo se trataba de una estratagema y que era hora de que huyeran.
Don Juan se convirtió de esa manera en el salvador y protector de Olinda. Le dijo que él mismo no podría llevarla a casa porque estaba herido, pero que la enviaría de regreso con su piadoso padre.
Ella le ayudó a caminar a casa de su benefactor. Don Juan me dijo que no tuvo que fingir estar herido: sangraba profusa mente y a duras penas pudo llegar a la puerta. Cuando Olinda le narró a su benefactor lo que había ocurrido; éste tuvo que disfrazar de llanto su agonizante deseo de reír.
Le vendaron las heridas a don Juan y después se acostó. Olinda empezó a explicarle por qué no podía casarse con él, pero no pudo terminar. El benefactor de don Juan entró al cuarto y le dijo a Olinda que le era evidente, al verla caminar, que las secuestradoras le habían lesionado la espalda. Se ofreció a alinearla antes de que se transformase en algo critico.
Olinda titubeó. El benefactor de don Juan le recordó que las secuestradoras no estaban jugando; después de todo, casi habían matado a su hijo. Olinda fue al lado del benefactor y permitió que éste le propinara un golpe en el omóplato. Se oyó un chasquido y Olinda entró en un estado de conciencia acrecentada. El benefactor le reveló la regla y; al igual que don Juan, ella la aceptó de lleno. No hubo duda, ni titubeos.
La mujer nagual y don Juan encontraron plenitud, unidad y silencio en su compañía mutua. Don Juan me dijo que lo que sentían el uno por el otro no tenía nada que ver con el afecto o la necesidad; era más bien como una sensación física que ambos compartían; la sensación de que una barrera que había existido dentro de cada uno de ellos se había roto y que eran uno y el mismo ser.
Don Juan y la mujer nagual, como prescribía la regla, trabajaron años, el uno al lado del otro, para hallar cuatro ensoñadoras; que vinieron a ser Nélida, Zuleica, Cecilia y Hermelinda, y los tres propios, Juan Tuma, Teresa y Marta. Encontrarlos fue en una ocasión en que la naturaleza pragmática de la regla le fue una vez más revelada a don Juan. Todos ellos eran exactamente lo que la regla decía. Su advenimiento produjo un nuevo ciclo para todos, incluyendo al benefactor de don Juan y su grupo. Para don Juan y sus guerreros significó el ciclo de ensoñar, y para su benefactor y su grupo significó un periodo de impecabilidad insuperable.
Su benefactor explicó a don Juan que cuando él era joven y se le presentó por primera vez la idea de la regla como un instrumento de libertad, quedó exaltado de gozo. Para él, la libertad era una realidad que estaba al alcance de la mano. Cuando llegó a comprender la naturaleza de la regla en calidad de mapa, sus esperanzas y optimismo se redoblaron. Más tarde, la sobriedad entró a formar parte de su vida; mientras más envejecía, menos oportunidad veía de que él y su grupo tuvieran éxito. Finalmente se convenció de que, hicieran lo que hicieran, su tenue conciencia humana jamás llegaría a volar libre. Entró en paz consigo mismo y con su destino, y se resignó al fracaso. Le dijo al Águila desde lo más profundo de su ser que estaba contento y orgulloso de haber engrandecido su conciencia. El Águila podía disponer de ella.
Don Juan me dijo que todos los miembros del grupo de su benefactor compartieron el mismo estado de ánimo.
La libertad que la regla proponía era algo que todos consideraban inalcanzable. En el curso de sus vidas habían vislumbrado la fuerza aniquilante que es el Águila, y creían que no tenían ninguna posibilidad ante ella. Sin embargo, todos estaban de acuerdo que vivirían sus vidas impecablemente sin más razón que la impecabilidad misma.
Don Juan decía que su benefactor y su grupo, a pesar de saberse inadecuados, o quizás a causa de esto, sí encontraron la libertad. Entraron en la tercera atención, pero no como grupo sino uno a uno. El hecho de que hallaran el acceso fue la corroboración total de la verdad contenida en la regla. El último en dejar el mundo de la conciencia de todos los días fue su benefactor. Este cumplió con la regla y se llevó consigo a la mujer nagual de don Juan. Cuando los dos se disolvían en la conciencia total, don Juan y todos sus guerreros fueron obligados a explosionar desde adentro de sí mismos: don Juan no hallaba otra manera de describir la sensación de ser forzado a olvidar todo lo que ellos habían presenciado del mundo de su benefactor.
El que nunca olvidó fue Silvio Manuel. Fue él quien impulsó a don Juan en el esfuerzo agotador de volver a reunir a los miembros del grupo, quienes se habían esparcido por todo el país. Después, don Juan los hundió a todos ellos en la tarea de encontrar la totalidad de sí mismos. Les llevó años completar ambas tareas.
Don Juan había discutido extensamente conmigo la cuestión del olvido, pero sólo en conexión con la gran dificultad que tuvo en volver a congregar a todos y empezar sin su benefactor. Nunca nos dijo con exactitud lo que implicaba olvidar o ganar la totalidad de uno mismo. En ese aspecto fue fiel a las enseñanzas de su benefactor: solamente nos ayudó a ayudarnos a nosotros mismos.
Para esto, don Juan entrenó a la Gorda y a mí a ver juntos y pudo mostrarnos que, aunque los seres humanos aparecen ante los videntes como huevos luminosos, la forma oval es un capullo externo, un cascarón de luminosidad que alberga un núcleo que es a la vez obsesionante y mesmérico, compuesto de círculos concéntricos de luminosidad amarilla, del color de la llama de una vela. Durante nuestra sesión final hizo que viéramos a la gente que se congregaba en las afueras de una iglesia. Ya era tarde, casi había oscurecido, y sin embargo, las criaturas en el interior de sus rígidos capullos luminosos irradiaban suficiente luz como para iluminar claramente todo nuestro entorno. La visión fue maravillosa.
Don Juan nos explicó que los cascarones que parecían ser tan brillantes, en realidad eran opacos. La luminosidad emanaba del centro brillante; de hecho, el capullo opacaba su resplandor. Don Juan nos reveló que hay que romperlo para liberar a ese ser brillante. El capullo debe de romperse desde el interior en el momento exacto, justo como los pollos que al nacer rompen el cascarón. Si no logran hacerlo, se sofocan y mueren. Al igual que las criaturas que nacen de huevos, un guerrero no puede romper el cascarón de su luminosidad hasta que sea el momento dado.
Don Juan nos dijo que perder la forma humana era el único medio de romper ese cascarón, la única manera de liberar ese obsesionante centro luminoso, el centro de la conciencia que viene a ser el alimento del Águila.
Romper el cascarón significa recordar el otro yo y llegar a la totalidad de uno mismo.
Después que don Juan y sus guerreros llegaron a la totalidad de sí mismos, encararon su última tarea: encontrar un nuevo par de seres dobles. Don Juan decía que ellos creyeron que esto sería un asunto simple: todo lo que habían hecho hasta ese entonces les había sido relativamente fácil. No tenían idea de que la aparente facilidad de sus logros como guerreros era consecuencia de la maestría y el poder personal de su benefactor.
La búsqueda de un nuevo par de seres dobles resultó una tarea sin fruto. En todas sus búsquedas jamás encontraron a una mujer doble. Encontraron varios hombres dobles, pero todos estaban bien situados, atareados, prolíficos, y tan satisfechos con sus vidas que habría sido inútil aproximárseles. No necesitaban hallar un propósito en la vida, creían haberlo encontrado ya.
Don Juan decía que un día se dio cuenta de que él y su grupo estaban envejeciendo, y que no parecía haber esperan zas de llegar a cumplir con su tarea. Esa fue la primera vez que sintieron el aguijonazo de la desesperación y la impotencia.
Silvio Manuel insistió en que todos debían resignarse y vivir impecablemente sin esperanzas de encontrar la libertad. A don Juan le era plausible que esto en verdad pudiese ser la clave de todo. En este aspecto, se descubrió siguiendo los pasos de su benefactor. Llegó a aceptar que un invencible pesimismo domina al guerrero en cierto punto de su camino. Una sensación de derrota, o quizá más exactamente, una sensación de inutilidad, le llega casi sin que se dé cuenta. Don Juan decía que, antes, él se reía de las dudas de su benefactor y no podía llegar a creer que éste se preocupara en serio. A pesar de las protestas y las amonestaciones de Silvio Manuel, don Juan creyó siempre que ésta era una gigantesca estratagema destinada a enseñarles algo.
Puesto que don Juan no podía creer que las dudas de su benefactor fuesen reales, tampoco podía creer que fuese genuina la resolución de su benefactor de vivir sin esperanza de libertad. Cuando finalmente comprendió que su benefactor, con toda seriedad, se había resignado a la derrota, también comprendió que la resolución de un guerrero de vivir impecablemente a pesar de todo no puede ser concebida como una estrategia para asegurar el triunfo. Don Juan y su grupo se demostraron esta verdad a sí mismos, citando se dieron cuenta cabal de que no tenían ventaja contra las fuerzas de lo desconocido. Don Juan decía que en tales momentos el entrena miento de toda una vida es lo que sale a mano, y el guerrero entra en un estado de humildad insuperable; cuando se vuelve innegable la pobreza de los recursos humanos, el guerrero no tiene otra alternativa que retroceder y agachar la cabeza.
Don Juan se maravillaba de que dichas circunstancias no parecen tener efecto en las guerreras de un grupo; el desorden las deja imperturbables. Nos dijo que ya había advertido esto, en el grupo de su benefactor; las mujeres nunca se mostraron tan preocupadas ni tan abatidas como los hombres. Parecía que, simplemente le llevaban la corriente a su benefactor y lo seguían sin mostrar signos de desgaste emocional. Si estaban de algún modo confundidas, parecían ser indiferentes a esto. Estar atareadas era todo lo que contaba para ellas. Era como si solamente los hombres hubieran hecho una oferta por la libertad y sintieran el impacto de una oferta contraria.
Don Juan observó el mismo contraste en su propio grupo. Las mujeres estuvieron inmediatamente de acuerdo cuando él se convenció de que sus recursos eran insuficientes. Don Juan sólo pudo concluir que las mujeres, aunque jamás lo decían, nunca habían creído tener recurso alguno. En consecuencia, no había manera de que se sintieran frustradas o desalentadas al toparse con su impotencia: desde un principio ya sabían que eran así.
Don Juan nos dijo que la razón por la que el Águila exigía un número doble de guerreras era precisamente debido a que las mujeres tienen un equilibrio innato que no existe en los hombres. En un momento crucial, son los hombres los que se ponen histéricos y se suicidan si es que consideran que todo está perdido. Una mujer podrá matarse por falta de dirección y de propósitos, pero no debido al fracaso de un sistema al cual pertenece.
Después de que don Juan y su grupo de guerreros perdieron toda esperanza o, más bien, como decía don Juan, después de que él y los hombres tocaron fondo y las mujeres hallaron maneras apropiadas de llevarles la cuerda, don Juan finalmente encontró un hombre doble al cual se podía aproximar. Yo era ese hombre doble. Me dijo que como nadie en su sano juicio se ofrece de voluntario para algo tan absurdo como la lucha por la libertad, tuvo que seguir las enseñan zas de su benefactor y, en fiel estilo de acechador, me encarriló como había encarrilado a los miembros de su propio grupo. Necesitaba estar a solas conmigo en un lugar donde pudiera aplicar presión física en mi cuerpo, y era necesario que yo fuese allí por mi propia cuenta. Me atrajo a su casa con gran facilidad: como decía, obtener a un hombre doble no es gran problema. La dificultad estriba en hallar uno que esté disponible.
La primera visita a su casa fue, desde el punto de vista de mi conciencia de todos los días, una sesión sin acontecimientos. Don Juan se comportó de una manera encantadora con migo. Condujo la conversación hacia la fatiga que experimenta el cuerpo después de largos viajes en automóvil. A mí, que era estudiante de antropología, este tema me pareció absolutamente fuera de propósito. Después, don Juan comentó que mi espalda parecía desalineada, y sin decir más me puso una mano en el pecho, me irguió la barbilla y me dio una fuerte palmada en la espalda. Me tomó tan desprevenido que perdí el conocimiento. Cuando volví a abrir los ojos sentí un dolor agudísimo, como si me hubieran partido la espina dorsal, pero también sentí que yo era diferente. Era otro, y no el yo que siempre había sido. A partir de ese momento, cada vez que veía a don Juan, éste me hacía cambiar niveles de conciencia y después procedía a revelarme la regla.
Casi inmediatamente después de encontrarme, don Juan descubrió a una mujer doble. No la puso en contacto conmigo siguiendo una estratagema tal como su benefactor había hecho con él, pero concibió un ardid, tan efectivo y elaborado como los de su benefactor, mediante el cual él mismo atrajo y obtuvo a la mujer doble. Don Juan asumió esa carga porque creía que el deber del benefactor es obtener a los dos seres dobles tan pronto como se les encuentra, y luego, ponerlos juntos como socios de una empresa inconcebible.
Me dijo que un día, cuando vivía en Arizona, había ido a una oficina gubernamental para llenar una solicitud. La recepcionista le dijo que fuera con una empleada de la sección adyacente, y, sin levantar la cabeza, señaló hacia su izquierda. Don Juan siguió la dirección del brazo extendido y vio a una mujer doble sentada en un escritorio.
Cuando le llevó la solicitud se dio cuenta de que en realidad era una jovencita, quien, le informó que ella no tenía nada que ver con las solicitudes. No obstante, compadecida ante el pobre viejecillo indio, le ofreció ayudarlo.
Se requerían algunos documentos legales, que don Juan llevaba en su bolsillo, pero él fingió total ignorancia y des amparo. Se comportó como si la organización burocrática fuese un enigma para él. Don Juan decía que no le fue nada difícil imitar un estado de completa insensatez; todo lo que tuvo que hacer fue volver a lo que una vez había sido su estado normal de conciencia. Su intención era prolongar el trato con la muchacha el mayor tiempo posible. Su benefactor le había dicho, y él mismo lo había verificado durante su búsqueda, que las mujeres dobles son sumamente escasas. Su benefactor también le había prevenido que tienen recursos internos que las vuelven sumamente volátiles. Don Juan temía que si no manejaba sus cartas expertamente iba a perderla. Para ganar tiempo, se apoyó en la compasión que ella mostraba. Creó mayores dilaciones fingiendo haber perdido los documentos. Casi todos los días le llevaba uno diferente. Ella lo leía y se lamentaba de qué no fuera el adecuado.
La muchacha se conmovió tanto por la deplorable condición de don Juan que se ofreció a pagarle un abogado que le prepararía una declaración jurada que supliera los documentos.
Después de tres meses, don Juan pensó que era ya el momento demostrar los documentos. Para entonces la muchacha se había acostumbrado a él y casi esperaba verlo todos los días. Don Juan fue por última vez a expresarle su agradecimiento y a decirle adiós. Le dijo que le habría gustado llevarle un regalo para mostrarle su gratitud, pero no tenía dinero ni para comer. Ella se conmovió ante este candor y lo invitó a almorzar. Cuando comían, don Juan reflexionó en voz alta que un regalo no tiene que ser, por fuerza, un objeto que se compra.
También podía ser algo que fuera únicamente para la vista del testigo. Algo hecho para recordar y no para poseer.
A ella la intrigaron estas palabras. Don Juan le recordó que ella había expresado compasión hacia los indios y su condición miserable. Le preguntó si no le gustaría ver a los indios bajo otra luz: no como seres miserables sino como artistas. Le dijo que conocía a un viejo que era el último descendiente de una línea de bailarines de poder.
Le aseguró que ese hombre bailaría para ella si él se lo pedía: y, aún más, le juró que ella jamás en su vida había visto algo semejante y que jamás lo volvería a ver. Se trataba de algo que sólo los indios presenciaban.
A ella le fascinó la idea. Fue por él después de su trabajo en su automóvil y don Juan la guió hacia las colinas donde estaba su propia casa. Hizo que estacionara el auto a una considerable distancia, y siguieron a pie el resto del camino, Antes de llegar a la casa, don Juan se detuvo y trazó una raya con el pie en la tierra seca y arenosa.
Le dijo que esa raya era un lindero, y la instó a que lo cruzara.
La mujer nagual me contó que hasta ese momento ella se hallaba intrigadísima ante la posibilidad de ver un genuino bailarín indio, pero que cuando el viejo hizo una raya en el suelo y la llamo un lindero, ella empezó a titubear. Después se alarmó absolutamente cuando él añadió que ese lindero era sólo para ella, y que una vez que lo cruzara ya no habría cómo regresar.
El indio aparentemente vio la consternación de la muchacha y quiso tranquilizarla. Cortésmente le palmeó el hombro y le dio su garantía de que no le ocurriría ningún daño mientras él estuviera allí. Le dijo que el lindero podía explicarse como una forma de pago simbólico al bailarín, quien nunca aceptaba dinero. El ritual reemplazaba al dinero, y el ritual requería que ella cruzara el lindero por su propia cuenta.
El viejo, al parecer lleno de júbilo, dio un paso por encima de la línea y le dijo que para él todo lo que estaban haciendo eran puras necedades indias, pero que había que seguirle la corriente al bailarín, quien se hallaba mirándolos desde el interior de la casa, si es que ella quería verlo bailar.
La mujer nagual me contó que repentinamente tuvo tanto miedo que no podía moverse para cruzar la línea. El viejo hizo un esfuerzo por persuadirla, diciendo que cruzar ese lindero era benéfico para todo el cuerpo. Él, al cruzarlo, no sólo se había sentido más joven, sino que en realidad se había vuelto más joven, pues tal era el poder que tenía ese lindero. Para demostrar lo que decía, volvió a cruzar la raya en retro ceso y en el acto sus hombros se desplomaron, las esquinas de su boca se inclinaron hacia abajo, sus ojos perdieron el brillo. A la mujer nagual le era imposible negar las diferencias que generaba el cruce.
Don Juan volvió a cruzar la raya por tercera vez. Respiró hondamente, expandiendo el pecho; se movía con energía y seguridad. La mujer nagual dijo que le pasó por la mente la idea de que si don Juan se sentía tan joven hasta le llegaría a hacer proposiciones sexuales. Su automóvil se hallaba demasiado lejos para correr a él. Lo único que le quedaba era decirse a sí misma que era estúpido tenerle miedo a ese viejecillo.
Después el viejo trató de hacerle ver el chiste que todo aquello tenía. En un tono de conspirador, como si renuente mente le revelara un secreto, le dijo que solamente se hallaba fingiendo ser más joven para satisfacer al bailarín, y que si ella no lo ayudaba cruzando la raya se iba a desmayar en cualquier momento debido al esfuerzo de caminar con la espalda derecha. Volvió a cruzar de un lado al otro de la línea para mostrarle el inmenso esfuerzo que implicaba su pantomima.
La mujer nagual me dijo que los ojos suplicantes de don Juan revelaban los dolores que su cuerpo estaba pasando al fingir juventud. Cruzó la línea para ayudarlo y para terminar el espectáculo; quería irse a casa: En el momento en que cruzó la línea, don Juan dio un salto prodigioso y planeó por encima del techo de la casa. La mujer nagual me dijo que don Juan voló como si fuera un inmenso bumerang. Cuando aterrizó a su lado, ella se cayó de espaldas. Su espanto era el más grande que había experimentado en su vida, pero lo mismo ocurría con su emoción de haber presenciado semejante maravilla. Sus sentimientos eran tan confusos que ni siquiera le preguntó cómo había lle vado a cabo esa extraordinaria proeza. Quería regresar corriendo a su auto e irse a su casa.
El viejo la ayudó a incorporarse y se disculpó por haberla engatusado. Le dijo que él era en realidad el bailarín y su vuelo por encima de la casa había sido su baile. Le preguntó si se había fijado en la dirección del vuelo. La mujer nagual hizo un círculo con su mano de derecha a izquierda. Don Juan le palmeó la cabeza paternalmente y dijo que había sido muy propicio que ella hubiese estado atenta. Después añadió que quizá ella se había lastimado al caer, y que de ninguna manera podía dejarla ir sin asegurarse de que estaba bien. Sin más ni más, don Juan le irguió los hombros y le alzó la barbilla, como si la dirigiera a que estirara la espina dorsal. Después le dio un fuerte golpe entre los omóplatos, y literal mente le sacó todo el aire de los pulmones. Durante unos instantes ella no pudo respirar y sé desmayó.
Cuando volvió en sí, se hallaba dentro de la casa. Su nariz sangraba, sus oídos zumbaban; su respiración estaba acelerada y no podía enfocar la vista. Don Juan le indicó que hiciera inhalaciones profundas mientras contaba hasta ocho, Mientras más respiraba, más se aclaraba todo. Me contó ella que, en un momento dado, el cuarto se volvió incandescente; todo destelleaba con una luz ámbar. Quedó estupefacta y ya no pudo seguir respirando profundamente. Para entonces la luz ámbar era tan densa que parecía neblina. Después la niebla se convirtió en telarañas de color ámbar. Por último, se disipó, pero el mundo continuó uniformemente ámbar durante un largo rato.
Don Juan le empezó a hablar. La condujo afuera de la casa y le mostró que el mundo se hallaba dividido en dos mitades. La parte izquierda se hallaba clara, pero la derecha estaba velada por una niebla amarilla. Le dijo que es monstruoso pensar que el mundo es comprensible o que nosotros mismos somos comprensibles. Le dijo que lo que se encontraba percibiendo era un enigma, un misterio que sólo se puede aceptar con asombro y humildad.
Después le reveló la regla. Su claridad mental era tan intensa que ella comprendió todo lo que él le decía. La regla le pareció apropiada y evidente.
Don Juan le explicó que los dos lados de un ser humano están totalmente separados y que se requiere una gran disciplina y determinación para romper ese sello e ir de un lado al otro. Los seres dobles tienen una gran ventaja: la condición de ser doble les permite un movimiento relativamente fácil entre los compartimientos del lado derecho. La gran desventaja de los seres dobles consiste en que por virtud de tener dos compartimientos son sedentarios, conservadores, temerosos del cambio.
Don Juan le dijo que su intención había sido desplazarla del compartimiento del extremo derecho a su más lúcido y definido lado derecho-izquierdo, pero, en vez de eso, a causa de un giro inexplicable, el golpe la había enviado a través de toda su doblez, de la extrema derecha cotidiana a la extrema izquierda. Cuatro veces la golpeó en los omóplatos a fin de reubicarla en el estado normal de conciencia, pero sin éxito. Los golpes la ayudaron, sin embargo, a hacer que su percepción de la pared de niebla obedeciera a su voluntad. Aunque no había sido su intención, don Juan había estado en lo cierto al decir que cruzar la línea era un viaje sin retorno. Una vez que ella lo cruzó, al igual que Silvio Manuel, ya nunca regresó.
Cuando don Juan nos puso cara a cara a la mujer nagual y a mí, ninguno de los dos sabía nada de la existencia del otro, y sin embargo, al instante sentimos una intensa familiaridad. Don Juan sabía, a través de su propia experiencia, que el alivio que los seres dobles experimentan el uno en el otro es indescriptible, y demasiado breve. Nos dijo que fuerzas incomprensibles a nuestra razón, nos habían colocado juntos y que lo único que no teníamos era tiempo. Cada minuto podía ser el último; por tanto, tenía que ser vivido con el espíritu.
Una vez que don Juan nos reunió, todo lo que le restó a él y a sus guerreros fue encontrar cuatro acechadoras, tres guerreros y un propio para completar nuestro grupo. Para ese fin, don Juan encontró a Lidia, Josefina, la Gorda, Rosa, Benigno, Néstor, Pablito y Eligio. Cada uno de ellos era una réplica incipiente de los miembros del grupo de don Juan.