CAPÍTULO V

 

 

URANTE cientos, Quizámiles de siglos, habíamos vivido solos, aislados, en nuestro Sistema Solar. Pero, de pronto, con el descubrimiento, que ya se sabe no fue nuestro, sino de otras razas más adelantadas de la navegación interestelar, habíamos entrado en posesión de una serie de conocimientos y datos con los cuales ni siquiera habíamos soñado hasta entonces.

Me he podido dar cuenta de que, cuanto más civilizada es una raza extraterrestre, humana o no, más sencillos son sus medios de ataque, ofensivos y defensivos; al menos, en cuanto a la lucha individual o por pequeños grupos se refiere. Nosotros debíamos estar atrasadísimos, puesto que más o menos modificadas, continuábamos usando las armas de fuego, aunque también tuviéramos pistolas neurónicas, pero esto era privilegio de unos pocos.

En cambio los orionitas, de acuerdo con mis teorías, debían de ser una raza ya muy vieja, quizá de millones de años de antigüedad. Su aspecto, en lo físico, era exactamente el nuestro, excepción hecha de un color más pálido de su epidermis. Vestían una especie de casco metálico, muy sencillo, sin adornos de ninguna clase, una coraza que les cubría el pecho yel abdomen y unos faldellines de placas metálicas. Su calzado eran sandalias, cuyas cintas les llegaban a media pierna, y en la mano, cada uno de ellos tenían una espada, ancha y corta, de reluciente metal, cuyas heridas debían ser mortíferas a poco empeño que se pusiera en el golpe.

Han de pasar muchos años todavía antes de que los terrestres renunciemos a nuestras anticuadas armas de fuego. Anticuadas, malolientes y ruidosas, sí; pero también terriblemente eficaces en una lucha como la que yo, tanto en defensa propia como de la Princesa, me disponía a entablar. Y en aquellos momentos hubiera dado un buen montón de oro por tener a mano una vieja metralleta de tiro ultrarrápido.

Los orionitas se detuvieron apenas invadieron la nave y me vieron o, por mejor decir, nos vieron a Su Alteza y a mí. Era evidente, que, después de haber aniquilado a la tripulación arturiana por un medio que entonces desconocía, estaban completamente aturdidos, no sólo de hallar supervivientes, sino de verlos con figura idéntica a la suya.

Pero su aturdimiento duró apenas unos pocos segundos. En seguida, espoleados por las imperativas voces de mando de alguno de sus oficiales, se lanzaron a la lucha. Yo no sé si, en aquellos momentos, querían matarnos o solamente apresarnos; eso no lo puedo decir, porque no entendía sus gritos proferidos, lógicamente, en su lengua. Pero, lo que si sabía, porque ello era harto visible, es que sus intenciones distaban muy poco de ser amistosas.

Ululando como sioux en el sendero de la guerra, se arrojaron sobre nosotros con las espadas en alto. Afirmé mis pies en la puerta y solté el primer latigazo neurónico, de poca intensidad., sin embargo, destinado más bien a intimidar que a inutilizar de forma mortífera.

El guerrero que recibió la descarga saltó hacia atrás contorsionándose epilépticamente. Pero la ceguera que sufrían sus compañeros les impidió verlo momentáneamente, y en un santiamén se plantaron a escasos metros de los dos.

Largué una rapidísima descarga, sin cesar de oprimir con el dedo el botón que liberaba la energía contenida en el cargador del arma, al mismo tiempo que movía ésta en abanico. El resultado fue una docena de orionitas gimiendo y sollozando, revolcándose en el suelo, presa de agudísimos dolores, los cuales no se podían calmar con otra cosa que no fuera un prudencial transcurso del tiempo.

Los tipos que venían detrás se detuvieron, al ver a sus compañeros abatidos tan rápida como misteriosamente. Aquello era algo que no les entraba en la cabeza y, si cabe decirlo, palidecieron todavía más. Aprensivamente, dieron unos cuantos pasos atrás, mirándome con tanto miedo como respeto,

Aquello me hizo son reír.

—¡Vamos, chicos! —grité—. ¡Vengan y cójanme! Les parecí un bocado demasiado tierno, ¿eh? Alteza, ¿qué os parece?

—De momento — contestó Iridya a mis espaldas—la cosa está bastante bien. Veremos luego lo que ocurre.

Los orionitas parecían confundidos. De pronto, un nuevo golpe de guerreros penetró por la nave yme di cuenta de que se disponían a desencadenar un nuevo y definitivo ataque.

Aumenté la potencia de la energía, al mismo tiempo que me sujetaba la muñeca derecha con le mano izquierda y alzaba el cañón de la pistola. Alguien gritó de una manera espantosa y los soldados, no sin visible repugnancia, avanzaron de nuevo.

Los dejé llegar a la mínima distancia compatible con mi seguridad. Cuanto más cerca, más fuertes serían las descargas. Mi mano izquierda movió el otro brazo, en veloz abanico, y esta vez fue un terrible coro de aullidos, proferido por más de treinta gargantas, el que contestó a los silenciosos disparos de la pistola neurónica. Los individuos quedaron tumbados en el suelo, con los rostros deformados por la agonía de sus dolores.

—Bien — dije, cuando la cosa se hubo calmado un tanto—. Parece que, por el momento, nosotros somos los gananciosos.

—Sí, pero por poco tiempo, Chick —dijo sentenciosamente Su Alteza — Mire allá arriba.

— ¡Rayos! — respingué, estremeciéndome. Unos cuantos orionitas habían trepado a la terraza superior, llevando una especie de cañón o ametralladora, de tan raro como pavoroso aspecto, y que se disponían a emplazar. — Nos van achicharrar si no lo remedio.

Y hube de remediarlo. El cañón se quedó sin sus servidores, cuando éstos, iluminados por las descargas, fueron arrojados contra los mamparos, chillando como fieras. Pero, entonces, observé un detalle, la carga de la pistola estaba a punto de agotarse.

Las pistolas neurónicas se cargan por si solas, por medio de procedimientos largos de explicar aquí, los cuales son debidos, en buena parte, a las sustancias radiactivas que contienen, las que les proporcionan una actividad prácticamente ilimitada. Pero cuando su carga se ha usado tan pródigamente como yo lo había hecho, es preciso esperar unas cuantas horas a que se reponga y, desgraciadamente, yo no disponía de aquel tiempo para aguardar sentado en una silla.

Algo debieron ver en mi rostro aquellos tipos. El caso es que, súbitamente, lanzando un grito unánime. se arrojaron sobre mí.

Todavía derribé a unos cuantos, pero al fin la pistola no fue más que un arma vaciá en mis manos. La arrojé a un lado y me dispuse para el embate final.

El primer orionita que cayó cerca de mí se sintió duramente vapuleado y lanzado a lo lejos por una hábil presa que le hice. Pero su espada había quedado ya en mi poder.

Era la primera vez que tenía un artefacto de aquellos en mis manos. Pero la desesperación logro infundirme unas fuerzas prodigiosas. Por otra parte, situado en la puerta de la cámara de control, no podían rodearme, por lo que sólo era atacado a la vez por tres o cuatro soldados, cuya ventaja era, además de la fuerza del número, su habilidad en el manejo de la espada, que yo desconocía por completo.

Pero, sin embargo, antes de que pudiera tirarme a fondo en mi primer contrataque, algo muy duro cayó sobre mi nuca. Miles de estrellas revolotearon ante mis ojos, en una rapidísima solución de estallantes colores. Las piernas se me convirtieron de repente en goma liquida y vi que el suelo se me acercaba al rostro velozmente.

Lo último que vi que a su Alteza saltando por encima de mi cuerpo y dirigiéndose a los orionitas de un modo enérgico. No sé la contestación que Iridya recibió, porque el conocimiento ya había huido de mí.

 

*  *  *

 

El golpe que recibí debió haber sido fenomenal porque, cuando me desperté me di cuenta de que, fuera el lugar que fuera, no estaba ya a bordo de una astronave. El lecho en que estaba tendido, al lado de un enorme ventanal de vidrio, no parecía en modo alguno la litera de una nave del espacio

Me incorporé, sintiendo un terrible dolor en la nuca. Pero, dominándolo, dejé vagar la mirada por el paisaje que tenía ante mis ojos.

Debía de estar en uno de los últimos pisos de un altísimo edificio. Éste dominaba la ciudad, la colosal ciudad que veía a mis pies, de una extensión incalculable y una belleza singular. Las casas, rascacielos, mejor dicho, que se veían, eran de todas las formas: cilíndricas, piramidales, cónicas, prismáticas, pero todas ellas construidas con un material desconocido para mí y de brillantes y variados reflejos. Numerosos puntos oscuros vagaban por los aires y supuse que debían ser las naves aéreas de aquel extraño mundo al cual me habían transportado durante mi inconsciencia.

El cielo era de un raro color violáceo, no muy obscuro, y sobre él flotaban perezosamente nubes de color anaranjado. A lo lejos vi los resplandores del sol que alumbraban aquel mundo, también de color naranja, lo que proporcionaba unas bellísimas tonalidades mas cuanto me rodeaba y me percaté de que debía ser un astro en su período agónico. No era amarillo, como nuestro sol, y sabe Dios por que debía carecer de la facultad de emitir rayos ultravioleta, porque solamente así podía uno explicarse la palidez de los rostros de los orionitas.

Todavía, al cabo de un buen rato, estaba entregado a mis elucubraciones, ya más repuesto, cuando, de pronto, se abrió la puerta.

Me puse en pie, aprestándome por instinto a la defensa. Tres hombres acababan de entrar en la estancia.

Vestían sendas túnicas sin mangas, muy cortas. Uno de ellos, de mediana edad, a juzgar por su aspecto, llevaba puesto un casco que le cubría por entero el cráneo y tenía las orejas cubiertas por sendos auriculares que formaban cuerpo con el mismo casco. En las manos llevaba un adminiculo semejante.

Los otros debían ser servidores, esclavos o cosa por el estilo. Uno de ellos traía una bandeja en las manos y otro unas prendas de ropa que supuse debían ser para mí.

El hombre del casco se acercó y procuró tranquilizarme con una agradable sonrisa. Habló unas palabras en orionita, que no entendí, por supuesto, y me entregó el casco que tenía en las manos.

Por señas me indicó que me lo pusiera. Obedecí y el anciano me ayudó a colocármelo, ajustándome los auriculares en debida forma.

—¿Te encuentras mejor? — me preguntó, siempre amable.

—Sí, gracias…—y de repente me di cuenta de una cosa—: Oiga, le entiendo perfectamente.

¿Cómo diablos…?

El orionita sonrió benévolamente

—Es Un casco traductor—me dijo—. Tú hablas en tu idioma y yo en el mío, pero el aparato traduce las palabras que pronunciamos a nuestras respectivas lenguas.

—¡Ca…ramba! —el inventito aquel me había dejado sin respiración. Si lo patentase en la Tierra me haría hipermillonario, amén de arruinar a todos los colegios de enseñanza de idiomas—. ¡Vaya un artefacto! Se necesita ser listo para… ¿Quién es usted y dónde estoy? —inquirí, acordándome de pronto de la situación en que me hallaba —. Por su parte puede llamarme Chick, a secas. NO creo que haga falta más en este planeta.

El orionita volvió a sonreír. Los dos criados continuaban tras él, impertérritos.

—Tienes razón, Chick — dijo—. No es preciso más, porque no creo haya otro nombre parecido al tuyo. En cuanto a mí, puedes llamarme Epher y soy el jefe de alojamientos de su Imperial Majestad Thars XLVI. Rey de toda la Nebulosa de Orión.

—¡Atiza! —exclamé, sin poderme contener—. ¡Rey de toda la Nebulosa de Orión! Debe ser un tipo muy poderoso, ¿eh, Epher?

      Así es, salvo el tratamiento, Chick— dijo el orionita —, que es bastante irrespetuoso. No se te ocurra emplear otro que su Imperial Majestad o podría costarte caro. Ahora ha sido la primera vez y es disculpable.

—Lo siento — dije hipócritamente—. De modo que estoy en Orión, ¿eh?

—Así es; y esa ciudad que ves a tus pies es Tharsia, la capital del Imperio.

Miré hacia abajo.

—¿Tharsia?

—Sí; es una derivación del nombre de su Imperial Majestad. Cuando le suceda su hijo Thurms, se llamará Thurmsia. Siempre ha sido así y siempre será, Chick.

—¡Vaya! Pues si en la Tierra tuviéramos que cambiar el nombre de nuestra capital cada vez que se elige un nuevo presidente, los de Correos se volverían locos. Y bien, Epher, ¿qué diablos se pretende de mí?

—Primero, alimentarte y vestirte. Luego…—Epher se volvió hacia uno de los criados, el de la bandeja, y éste se acercó.

Contra lo que esperaba, pues tenía un hambre de lobo, ya que hacía muchísimas horas que no comía, sólo vi allí un platito con una especie de jalea muy sólida, de color verdoso, y un minúsculo vasito lleno de un líquido transparente de color también anaranjado.

Alcé mi vista hacia Epher, con aprensión.

—¿Eso… eso… es mi cena? —dije, procurando contener mi decepción.

—Si —me contestó.

Pero, ¡si con eso no tengo ni para empezar! — protesté, irritado de la desconsideración que se hacía con mi estómago—. Con lo bien que me hubieran sentado un par de filetes sangrantes con unas cebollitas tiernas…

—Puedo asegurarte, Chick, que es doble ración de lo que nosotros acostumbramos a tomar. Anda, pruébalo.

Cogí el platito y una paletita que habla al lado y vacilé un segundo. Pero luego me llevé a la boca una cucharada de aquella sustancia.

Confieso que Jamás he tomado nada más sustancioso ni agradable. Era, bueno, tenía un sabor rarísimo, dulce, sin exageración, y moderadamente perfumado. Se deshizo en mi boca en un santiamén ydos cucharadas más adelante sentí una poderosa sensación de bienestar en mi cuerpo.

Concluí el contenido del platito en un santiamén y luego me tragué el líquido de un sorbo. Al acabar, me sentí como si hubiera asistido a un banquete luculesco.

— ¡Demonios! ¡Pues es verdad! —exclamó—. Ya no tengo hambre.

—Lo celebro —dijo Epher—. Ahora pasarás a la habitación inmediata. Tienes que bañarte y vestirte.

—¿Para qué? —le interrogué con algo de suspicacia en mi voz.

—Ya lo verás… dentro de poco —me contestó con un tono algo misterioso. Se volvió hacía los sirvientes y éstos me acompañaron hasta la estancia inmediata.

Una hora después, vestido, con el pelo cortado, afeitado y hasta manicurado y masajeado, parecía otro. Un rio de fuego me corría por las venas y me sentía capaz de las mayores empresas.

El jefe del alojamiento me preguntó:

—¿Listo, Chick?

—O. K., Epher. Vamos a ver al tipo, perdón, a su Imperial Majestad. Porque, supongo que para eso me habéis perfumado tanto, ¿no?

      Exacto — respondió Epher, no sin sonreír de aquella manera tan misteriosa y que no dejaba de intrigarme.

Acompañado solamente por él, salí de mi habitación a un amplísimo corredor. Entonces, de una puerta frontera, Iridya salió también de otra estancia, acompañada por una matrona de venerable aspecto, y al verme sus ojos refulgieron.

Deliberadamente había omitido hacer pregunta alguna a Epher acerca de la suerte que había corrido Su Alteza. Estando yo vivo, no había razón alguna para que ella no lo estuviera también, y además estaba muy escocido contra ella por…

Se precipitó hacia mí de un modo muy poco acorde con su condición. En cualquier otra ocasión, yo me hubiera alegrado infinito de ello, pero ahora sólo podía albergar en mi pecho un hosco resentimiento.

—Oh, Chick, ¿se encuentra bien? — preguntó, mirándome con sus enormes ojazos. Estuve a punto de derretirme, más conseguí dominarme y la miré condureza.

—Todo lo bien — repuse—, que suelen dejar los culatazos asestados a traición, Alteza.

Iridya hizo una mueca de desencanto.

—Creí que me lo agradecería —dijo secamente. También ella tenía puesto el casco traductor, por loque nuestra conversación era seguida con vivo interés por los orionitas. El casco aumentaba su belleza, pero yo no hice caso. Mientras, seguíamos caminando, escoltados por Epher y la matrona. Asíllegamos a un ascensor, de enorme plataforma, en el que nos introducimos.

En tanto perdíamos altura rápidamente, pregunté:

—¿Por qué tenía que agradecérselo, Alteza?

—Oh, Chick, quisiera que lo comprendiera. Descargada la pistola neurónica, no tenía ninguna probabilidad de vencer. Y, estoy segura de ello, no hubiera querido entregarse, ¿verdad?

Su Alteza tenía razón, pero yo remoloneé un poco.

—Bueno, ¿es que no había otra forma de convencerme que sacudiéndome en la cabeza?

—¿Acaso había tiempo para discusiones, Chick?

—Eso también es verdad. Alteza — concedí—. Pero no me negará que quizá una insinuación…

El ascensor habla llegado ya al término de su viaje y Epher nos interrumpió, al mismo tiempo que abría la puerta.

—Van a ver ahora a su Imperial Majestad. No olviden el tratamiento.

—Espero que él no olvide el mío — declaró Iridya con orgullo—. Si él es emperador de toda la Nebulosa de Orion, yo soy la princesa heredera de la Confederaciónde Sirio. Eso es algo que también conviene tener en cuenta.

      Es algo que escapa a mis posibilidades…—contestó Epher, quien, tras alguna vacilación, concluyó — Alteza.

Con el altivo porte de una reina, Iridya salió, empezando a andar, seguida por mí y por los dos orionitas. Yo me quedé asombrado al ver lo que se nos ofrecía ante nuestros ojos.

El ascensor había desembocado en un colosal salón, de dimensiones inauditas, cuyo techo casi se perdía de vista. El suelo era de algo así como mármol, muy brillante y pulido, flanqueado y sostenido por altísimas columnas, muy gruesas, ornadas con rarísimos dibujos de una belleza inconcebible. A lo lejos, veíase una especie de estrado, de refulgentes metales, que si no eran oro y plata, se les parecían bastante, en el que había un sillón que tenía como dosel un colosal cráneo humano, en cuyas cuencas, y a guisa de ojos, había dos piedras preciosas, dos rubíes, de fenomenal tamaño y el cálculo de cuyo solo valor me hizo estremecer, si es que dicho valor podía calcularse.

En aquellos momentos no podía, no era capaz de imaginarse lo que me esperaba. Resuelto, pues, avancé casi al lado de Iridya, dejando entre ella y yo el espacio suficiente para que se viera su elevada categoría. Cerca ya del trono, un montón de cortesanos, de ambos sexos,a los doslados, nos contemplaban consin igual expectación.Ellas, todo hay que decirlo, eran muybellas en su inmensa mayoría, aunque no faltaran tampoco las de edad madura.

En las gradas del trono vi a un joven, lujosamente alhajado, alto, esbelto, con una costosa espada ceñida a la cintura. Tenía un pie en un escalón y otro en el pavimento y estaba en tal posiciónque no dudé debía ser alguien allegado al emperador de Orion.

Éste tenía, en efecto, todo el aspecto de un Rey. Aun sentado, impresionaba su colosal estatura y su poderosa robustez. Juzgando en términos terrestres, habría ya cumplido los cincuenta años, pero me dije que no sería yo quien me buscase a Thars como enemigo en una lucha cuerpo a cuerpo, ni aun amistosa tan siquiera.

El silencio era absoluto, expectante. Percibí todas las miradas clavadas en nosotros, y especialmente en la cálida belleza de Iridya. Sobre todo, el joven que estaba al lado del trono era quien más la miraba, de un modo tal que me hizo estremecer sin poderme contener.

Un trueno se oyó entonces. Era el vozarrón del individuo sentado en el trono.

—Bienvenidos a Orión. Thars XLVI, Rey de toda la Nebulosa de Orion y sus planetas, os da la bienvenida.