CAPÍTULO III
Strong se levanta inmediatamente de la mesa y corrió hacia la puerta del restaurante. Se asomó con grandes precauciones, ya con el revólver amartillado en la mano.
Thalia se situó junto a él, con el rifle a punto.
—¿Se ve algo? —preguntó en voz baja.
Strong hizo un signo negativo.
La calle aparecía completamente desierta, sumida en un tétrico silencio.
De repente, un hombre apareció por la puerta de una de las casas, situada al otro lado y oblicuamente con respecto al restaurante. El individuo miró coa grandes recelos a todas partes y luego, de súbito, echó a correr para cruzar la calle, hacia un enorme roble situado casi al fondo.
Súbitamente estalló una detonación.
Pareció un cañonazo, en aquel enorme silencio, el hombre se detuvo en seco, llevándose ambas manos al pecho.
Vaciló. Parecía tener todavía las fuerzas necesarias para seguir su marcha, pero, de pronto, sonó otro disparo y el sujeto, después de girar violentamente sobre sí mismo, se aplastó de bruces contra el suelo.
Strong sintió que se crispaba sobre su brazo una de las manos de la joven.
—No grite —dijo—. Puede haber más gente por ahí todavía.
Thalia procuró dominar el temblor de su cuerpo.
De pronto, se oyó el galope de un caballo.
Strong se arriesgó a salir fuera del restaurante. Vio a un jinete que escapaba a toda velocidad, pero la distancia era ya excesiva y no podía apreciar detalles en él, salvo que parecía ser un hombre blanco.
El silencio volvió de nuevo. Inesperadamente, Thalia dijo:
—¡Mire, aquel hombre está vivo todavía!
Era cierto. Se le veía moverse, aunque muy débilmente.
Strong echó a correr hacia el caído, al que alcanzó en pocos segundos. Se arrodilló a su lado y le dio la vuelta.
El individuo le miró con ojos turbios. Strong apreció los dos agujeros que tenía en el pecho y que no dejaban ninguna esperanza.
—Hay que curarle —dijo Thalia por encima de él. Strong extendió el brazo izquierdo, como recomendándole silencio.
—¿Sabe quién le hirió, amigo? —preguntó.
—No… tuve tiempo de verle la cara…, pero… seguro que perseguía lo mismo que yo… —contestó el herido, en cuyos labios aparecían ya rosadas burbujas.
—¿Una discusión por intereses?
El herido pareció sonreír.
—Así… podría calificarse… No se queden ustedes en el pueblo —aconsejó con un soplo de voz.
—¿Por qué? —preguntó Thalia, tremendamente intrigada.
—Va a venir Jeff Gargan… Anunció que volvería y que arrasaría la ciudad… cuando saliera de la cárcel… Matará a todos…
La cabeza del individuo se dobló bruscamente a un lado. Su voz se extinguió en un ronquido que cesó casi en el acto.
Strong se puso en pie, limpiándose maquinalmente el polvo de la rodilla.
—Parece que ya sabemos por qué la gente abandonó la ciudad —dijo.
—Sí, deben de temer mucho a ese tal Gargan —convino la muchacha—. Tiene que ser un bandido muy peligroso, ¿no?
Strong se encogió de hombros.
—No lo sé —respondió lacónicamente.
—¿Cree que corremos peligro si nos quedamos en Camp Ward? —preguntó Thalia ansiosamente.
—Nosotros no somos de aquí. Según dijo ese pobre hombre, Gargan sólo pretende asesinar a los habitantes de Camp Ward.
—Pero puede que crea que nosotros lo somos…
—En ese caso, le convendría marcharse, ¿no cree?
Ella hizo un gesto negativo.
—Me quedaré, pase lo que pase —afirmó.
—Muy bien. Sus intenciones coinciden con las mías —declaró Strong—. Ahora voy a ocuparme de este desdichado y, de paso, ver si puedo enterarme de su identidad.
Era ya de noche cuando Strong se reunió con la joven en el vestíbulo del hotel.
—Se llamaba Syd Boothe y era el dueño de la talabartería —informó.
—Entonces, el jinete que lo asesinó era Gargan.
—Probablemente, pero…
—¿Lo duda, señor Strong?
—Según dijo el difunto, Gargan quería asesinar a todos; quiere, mejor dicho; pero eso es cosa que no puede hacer un solo hombre. Eran tres o cuatrocientas personas las que residían en Camp Ward.
—¿Está tratando de decirme que Gargan no va a venir solo?
—Justamente, señorita Fergus.
Strong hizo un gesto de cansancio.
—Deberá excusarme, pero me siento terriblemente fatigado —manifestó—. Además de la cabalgada, he tenido que enterrar hoy a un montón de gente. Buenas noches, señorita.
—Buenas noches, señor Strong.
* * *
Para Strong, los golpes que sonaban en la puerta de su dormitorio le parecieron como si acabase de cerrar los ojos. Al entreabrirlos, vio que ya era de día.
—¡Señor Strong! ¡Señor Strong! —llamó Thalia precipitadamente.
—Un momento, por favor; todavía estoy en la cama… —Vístase pronto, se lo ruego. Hay gente en la ciudad.
Strong se tiró del lecho. En pocos minutos estuvo vestido, pero no se entretuvo siquiera en asearse. Revólver en mano, corrió hacia la puerta y la abrió.
El pasillo estaba desierto. Bajó las escaleras a saltos y llegó al vestíbulo.
Thalia estaba junto a la puerta, mirando hacia la calle. Strong se acercó a ella y divisó un caballo atado a la barra de la cantina. Junto al animal había un burro cargado con algunos paquetes.
—¿Cuántos son? —preguntó.
—No lo sé —respondió ella—. Vi a los animales cuando terminaba de peinarme. Tenía el vestido en una silla, al lado de la ventana, y al recogerlo para ponérmelo, miré hacia la calle. Entonces vi a las bestias y corrí a avisarle a usted.
Strong desenfundó el revólver.
—Muy bien, vamos a ver quiénes son.
De, pronto arrancó a correr y cruzó recto la calle, alcanzando la otra acera en unos segundos. Luego caminó con grandes precauciones, pegado a las paredes de las casas.
Llegó a la cantina y miró a través de una de las ventanas. Había un hombre bebiendo apaciblemente en el mostrador, de espaldas a la puerta.
Thalia se reunió silenciosamente con él. Strong avanzó hacia la puerta y empujó los batientes de vaivén.
—No se mueva, amigo —dijo—. Le estoy apuntando con una pistola.
—Vaya —resopló el desconocido con acento jovial—. Ya era hora de que se dejaran ver. ¿Se les pegaron las sábanas?
El hombre se volvió y sonrió.
—Siempre se le pegan las sábanas a un matrimonio joven en luna de miel —añadió maliciosamente.
Strong aflojó la tensión de sus músculos.
—No estamos casados y nos conocimos ayer —contestó—. ¿Quién es usted, por favor?
—Johnny Quarry, buscador de oro —contestó el recién llegado, cuya barba entrecana indicaba una edad lindante con los cincuenta años—. ¿Y ustedes?
—Ella es la señorita Thalia Fergus. Yo me llamo Strong.
Los perspicaces ojillos de Quarry escrutaron atentamente a la pareja. Luego, sonriendo con socarronería, dijo:
—Fergus… Strong… Encuentro muy lógico que estén en Camp Ward. —Levantó su vaso—. Salud, amigos.
Strong avanzó hacia el buscador de oro.
—¿Cómo sabía que estábamos aquí, Quarry? —inquirió.
—Fácil. Hay dos caballos en el establo y un carricoche en el patio contiguo. Estoy acostumbrado a observar y a deducir.
—Entendido, Quarry. ¿Va usted de paso?
—Sí. Sólo me detuve a tomar un par de copas y a cargar provisiones. Farrar me dio permiso para que cogiera lo que necesitase de su almacén.
—¿Farrar? —dijo Thalia—. ¿Quién es?
—El dueño del almacén, claro —respondió el buscador de oro.
—Entonces, ha estado hablando con alguien de Camp Ward —manifestó Strong.
—Indudablemente —sonrió Quarry.
—Bueno, en ese caso podrá decimos sin duda qué es lo que ha sucedido para que tres o cuatrocientas personas hayan abandonado la ciudad.
—Viene Gargan, amiguito, y a Gargan todos le tienen aquí más miedo que a la peste.
—¿Es algún bandido? —inquirió Thalia.
—Tiene ganas de ajustar cuentas con Camp Ward, eso es todo —respondió Quarry, mientras se echaba otro vaso al coleto.
—Vayamos por partes —dijo Strong—. Hay un tipo llamado Gargan que ha hecho cundir el pánico de tal modo, que todos los habitantes de Camp Ward se han largado de la ciudad. ¿Por qué?
Quarry pasó detrás del mostrador y agarró un par de botellas llenas.
—Hace siete años fue asaltada una diligencia que transportaba doscientos cincuenta mil dólares. Iba conducida por Gargan, a quien se acusó de estar en connivencia con los asaltantes, que no fueron habidos, claro. Jeff Gargan lo negó siempre, pero nadie le creyó. El resultado fue que acabó entre rejas, con una docena de años de condena por complicidad. Pero Jeff debió de pensar que la cárcel no era buen sitio para él, y se escapó.
—Y la gente huyó de la ciudad en cuanto supo que él estaba libre —adivinó Thalia.
—Oh, no —contestó Quarry, abrazando las botellas contra su pecho—. La fuga se produjo hace un par de años y, durante ese tiempo, Gargan ha formado una banda con los peores forajidos que ha podido encontrar. Él solo, por supuesto, no hubiese logrado matar más que a unos cuantos, por eso se ha procurado ayuda.
—¿Cuántos son? —preguntó Strong interesadamente.
—Alrededor de treinta, y una mujer, que es su fulana, tan salvaje y despiadada como los demás —dijo Quarry mientras se encaminaba hacia la salida.
—Y esos treinta hombres, ¿vienen aquí sólo por ayudarle en la venganza? —se extrañó Thalia.
Quarry empujó las puertas de vaivén.
—En absoluto. Gargan les ha prometido como premio el cuarto de millón que fue robado de la diligencia, que no ha sido encontrado todavía. Él sostuvo siempre que los ladrones eran de Camp Ward y que habían escondido el dinero en algún punto de la ciudad.
Quarry metió las botellas en un zurrón. Luego desató los animales y echó a andar hacia el almacén de Farrar.
Strong y Thalia siguieron caminando a su lado.
—Continúe, Quarry —pidió él—. ¿Cómo supieron los habitantes de Camp Ward que Gargan va a venir?
—Lo avisó, simplemente. Un día, por la mañana, aparecieron varios carteles en las paredes de las casas. Dos horas más tarde, el pueblo estaba vacío. Eso fue anteayer, si mal no recuerdo.
—Usted ha hablado con un hombre de Camp Ward —dijo Thalia—. Eso quiere decir que sabe dónde están los demás.
—Por supuesto. Me los encontré a todos al venir hacia el pueblo. Están en Oaks Valley allá arriba, entre las montañas. Es un buen lugar para acampar, mientras Gargan se desahoga. Y podrían defenderse muy bien si Gargan fuese allí para atacarles.
—Son todos unos cobardes —exclamó Thalia despreciativamente—. Han abandonado sus casas, sus bienes y su ciudad por miedo a un bandolero…
—La vida vale más que todo, chica —contestó el buscador de oro sentenciosamente.
Habían llegado ya frente a la tienda y Quarry volvió a atar los animales.
—Si tienen necesidad de algo, sírvanse —dijo socarronamente—. Pero, si yo estuviese, en su pellejo, me largaría de Camp Ward cuanto antes, no sea que ese forajido no quiera atender a razones y se los cargue a los dos. Y si, caso improbable, Gargan cediese, su chica se encargaría de presionarle para que no tuviese el corazón blando.
—¿Por qué? —preguntó Thalia, extrañada.
—Eso no lo sé —respondió Quarry—. Lo único que puedo decir es que la individua tiene también que saldar una cuenta en Camp Ward. Eso es todo por mi parte, amigos.