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1.a edición 2000

 

 

 

 

© Clark Carrados

 

 

Impreso en España - Printed in Spain

 

ISBN: 84-7735-314-X

 

Imprime: BIGSA

 

Depósito legal: B. 35.921-20

 

 

CAPITULO PRIMERO

 

 

La amargura y el resentimiento habían arrojado sobre el rostro de Chayne Manson cinco años más de los veintinueve que tenía en realidad.

 

Había pasado cinco años en la cárcel. El siguiente había sido dedicado íntegramente a trabajar antes de regresar a Lanosa.

 

Un año de duro trabajo le había permitido reunir unos cientos de dólares, con los cuales pensaba reemprender de nuevo el curso de su vida, violentamente interrumpido por el estampido de las armas de fuego, seis años atrás.

 

Cuatro hombres habían perecido en aquellas luchas, su padre entre ellos. El mismo no había salido mucho mejor librado: después de varias semanas, durante las cuales el médico de Lanosa no había estado nunca seguro de curarle, había terminado por sanar. Entonces, había sido juzgado y condenado.

 

Pero el juez Bryant había demostrado estar decidido a cortar de raíz todo conato de pelea entre ganaderos. El había salido mejor librado; uno de los agresores, que había salvado su vida de la contienda, terminó, en la horca. Otro recibió una sentencia de veintiséis años.

 

Lo cual, se dijo, no devolvía la vida a su padre. Ni le devolverían jamás los cinco años de presidio...

 

Tocó con las espuelas los flancos de su cabalgadura y el bayo capón que montaba, emprendió el descenso hacia el valle. A lo lejos, al otro lado, a muchas millas, cerrando el valle, se divisaba la azulada cadena de las Range Hills, en cuyo centro se advertía una brecha.

 

Green Gulch poseía dos cualidades que la hacían ser codiciada por todos los ganaderos de la comarca: era el único paso que había a través de las montañas, hacia los pastos del otro lado de la cordillera y, además, pertenecía al joven. La cañada quedaba enmarcada dentro de los límites de su rancho, que había recibido precisamente el mismo nombre.

 

Ahora, al cabo de seis años, Chayne Manson volvía a tomar posesión de lo que era suyo. Pese a todo, no traía deseos de venganza, sino de paz. Pero, en su interior, sabía que tendría que defender aquella paz con el revólver en la mano.

 

Entró en Lanosa. El pueblo no había cambiado mucho en aquellos seis años.

 

La muestra de un saloon le salió al paso de pronto. Hasta entonces, nadie se había percatado de su presencia.

Se apeó del caballo y arrojó las riendas sobre el poste del

amarradero.

 

Empujó los batientes de la puerta. El local estaba casi desierto a aquellas horas.

 

Se acercó al mostrador. Al verle, el barman empezó a limpiar el mostrador con un paño.

 

¿Qué va a tomar, cowboyl —preguntó. De súbito le reconoció y el pavor asomó a sus ojos—: ¡Jesucristo me valga! ¡Es Chayne Manson!

 

—El mismo, señor Meara —contestó el joven—. ¿Puede ponerme un vaso de whisky?

 

—Sí, claro, al momento. Muchacho, qué cambiado estás. Casi no te había reconocido al principio... —Meara torció el gesto—. No debiste haber vuelto por Lanosa, Chayne. Manson se sintió acometido por la cólera. Sabía que todos le dirían lo mismo.

—Este es mi pueblo —dijo, dominándose difícilmente—.

 

Aquí he nacido yo, aquí me he criado y aquí he vivido hasta que un juez me envió injustamente a presidio. Poseo también un rancho en Lanosa y no habrá fuerza humana capaz de echarme de la ciudad, a no ser que me maten antes. Meara trató de mostrarse contemporizador. No te ofendas, muchacho —dijo con notable aprensión Era sólo un punto de vista...

¡Pues guárdese sus puntos de vista para cuando se los pidan! —contestó él con un exabrupto—. Y no le impediré que pregone mi regreso a los cuatro vientos. —Dulcificó el tono—. Pero diga también que sólo deseo establecerme en paz; no quiero peleas con nadie, ¿me ha comprendido?

 

Tengo un rancho, el Green Gulch, señor Meara. Es lógico que quiera explotarlo, ¿no le parece?

—Eso está un poco mejor —convino el dueño del saloon—. Ahora que, en confianza, te diré que no creo que encuentres la paz que buscas. El valle es ahora una olla, cuya tapadera está sujeta muy precariamente. En cualquier momento puede saltar y habrá una explosión de sangre.

 

—Supongo que no será sólo por mi llegada —dijo Manson, llevándose el vaso a los labios.

 

—No, pero, créeme, tu presencia aquí no hará sino acelerar el hervor de la olla. —Meara meneó la cabeza—. Las cosas se están poniendo cada día peor en el valle.

 

—Yo creí que la mano dura del juez Bryant habría cortado

todo intento de pelea —murmuró el joven.

 

—El juez murió hace dos años. El que hay ahora tiene un carácter muy distinto. Cree que la blandura puede calmar los ánimos, pero está muy equivocado. Con la gente que hay aquí, sólo se puede usar el látigo, como hacía Bryant.

 

De todas formas, yo no.quiero problemas. Ya pagué mi culpa... una culpa que no fue mía. Usted sabe de sobra quién provocó aquellos conflictos, señor Meara. —Desde luego, pero... Manson se encogió de hombros. Sacó una moneda y la arrojó sobre el mostrador.

 

—He vuelto para trabajar en paz y lo ñaré. Pero si alguien se empeña en buscarme las cosquillas, estaré en el Green Gulch con una pistola en la mano. Y le aseguro que esta vez no volveré a la cárcel. Adiós.

 

Giró sobre sus talones y abandonó el saloon. Apenas había cruzado el umbral, alguien gritó su nombre:

—¡Chayne Manson!

Volvió la cabeza. En el centro de la calle, un jovenzuelo le miraba con aire desafiante.

 

Se preguntó quién podría ser. El chico tendría dieciocho años, no más, por lo que le resultaba completamente desconocido. Pero tenía su mano derecha peligrosamente cerca de la culata del revólver y en sus ojos podía leerse el ansia de disparar para matar.

 

Permaneció silencioso. La calle se había vaciado de gente apenas sonó su nombre. Puertas y ventanas, sin embargo, estaban llenas de rostros, que contemplaban la escena con morbosa avidez.

 

—Soy Rusty Careway —dijo el chico—. Tú ya no me recuerdas; cuando te fuiste de aquí tenía doce años. Pero recuerdo muy bien el día en que trajeron a mi hermano Burton... ¡muerto por la bala salida de tu revólver!

 

¡Por eso te desafío a que lo saques ahora y pruebes a ver si eres capaz de matar al segundo de los Careway!

 

Así que aquel hombrecito era el chicuelo que él había visto corretear por los campos, robando manzanas y apedreando gallinas. Ahora, el juego predilecto de Rusty Careway, por lo que veía, era usar el revólver.

 

—He venido en son de paz —dijo lentamente—. No quiero

disparar más.

 

Y para apoyar sus palabras, con lentos movimientos soltó

la hebilla de su cinturón, dejándolo caer al suelo ostentosamente.

El chico lanzó un agudo grito de rabia.

 

—¡Cobarde! —le apostrofó—. ¿Te has dejado tu valor en el presidio?

 

Manson hizo un poderoso esfuerzo para dominarse. El chico era peligroso y estaba seguro de derribarle en un duelo a tiros, pero no quería celebrar su llegada con una muerte.

 

Rusty Careway lanzó una aguda risotada.

—Muy bien —gritó—, ahora verán todos en Lanosa lo que un hombre hace con los cobardes.

 

Apretó el gatillo.

 

La detonación retumbó estruendosamente. Un proyectil se clavó en el suelo, a la derecha de los pies del joven.

 

Careway volvió a reír.

—Tengo buena puntería —exclamó, levantando su revólver—. Ese sombrero está hecho un asco; voy a darte una excusa para comprarte uno nuevo.

Sonó otra detonación. Pero el sombrero permaneció quie-

to sobre la cabeza de Manson.

 

Rusty Careway lanzó un aullido de dolor, mientras su revólver, arrancado por un proyectil, volaba por los aires. Y Chayne Manson se preguntó quién diablos había podido venir en su ayuda en un momento tan crítico.

 

 

                                         CAPITULO II

Era una mujer.

 

Rusty Careway se agarró la mano dolorida con la otra, a la vez que sus ojos despedían llamas.

 

—¿Por qué ha intervenido, Donna Haver?

 

—Porque no me gusta que los crios jueguen con cosas de personas mayores.

 

—¡Me pagará esto que ha hecho! Le aseguro que...

 

—Cállate, imbécil. Todos los Careway me dais asco. Si el alguacil que hay en Lanosa fuese otro, todos vosotros estaríais ya en la cárcel por el resto de vuestras vidas.

 

Bramando de ira, Rusty Careway se alejó, tambaleándose cómo un beodo. Antes de marcharse, sin embargo, dirigió a Manson una amenaza:

 

—í Volveremos a vernos, asesino! ¡Tienes pendiente una cuenta con los

 

Careway y no pasará mucho tiempo sin que la hayas saldado!

 

Manson no contestó. Inclinándose, recogió su cinturón y se lo hebilló.

 

Entonces, vio que la joven se le acercaba con el rifle todavía en las manos, pero ya bajado el cañón.

 

—Celebro conocerle, Chayne Manson —dijo ella, sin sonreír—. Encuentro raro que haya tardado tanto tiempo en venir por Lanosa.

 

—Parece usted una mujer capaz de cuidarse por sí misma —observó él.

 

—Lo soy. Teniendo en el valle unos vecinos como los que ha acabado de nombrar, es preciso ser, por lo menos, tan dura como ellos. Apenas pasa un solo día sin que los Careway pretendan molestarme.

 

—Es posible. Pero no lo conseguirá, a menos que tenga un buen equipo de vaqueros.

 

—Tengo ese equipo. Sin embargo, ya le he dicho que procuro contenerme.

 

—Lo cual no le ha impedido actuar en mi favor.

 

—Me gusta ayudar a los vecinos —declaró ella.

 

—¿Vecinos? —repitió Manson, extrañado.

Sí. Soy la propietaria de E Bar.

 

—¡El E Bar pertenecía a los Britton!

 

—Los Careway acabaron con ellos. Entonces, vine yo y compré la propiedad. Salió a subasta. Hal Careway, el jefe de la tribu, pensó que la obtendría por una bicoca. Pero yo pujé más que él y me la llevé.

 

—De modo que los Careway acabaron con los Britton. ¿Qué

diablos hizo Thorpe, el alguacil?

 

Volver la vista hacia el otro lado. Lo mismo que el juez

Rupplan. Pero hay cosas que un juez, por muy amigo que sea

de unos rufianes, no puede hacer sin provocar un escándalo.

Hay Careway no tenía en metálico tanto dinero como ofrecía

yo y el director del banco no se sintió muy inclinado a hacerle

un préstamo; ya le debe demasiado.

 

—¿Va usted a su rancho?

 

—Compraré algunas provisiones y herramientas. Después

quiero dormir allí esta noche.

 

—Dentro de unos días, cuando esté acomodado, iré a hacerle una visita. Quiero tratar con usted de un asunto que nos concierne a ambos.

 

Señorita Haver, quiero que sepa de antemano una cosa. Le estoy muy agradecido por su intervención en favor mío hace unos momentos. Pero ello no hará cambiar mi manera de pensar. Bajo ningún concepto permitiré que pase una sola res por el Green Gulch, camino del otro lado de la cordillera. Ni suya, ni de los Careway ni de ningún otro ranchero del valle.

 

¿Está claro?

 

Los ojos de la muchacha despidieron lumbre.

 

—No tiene derecho a hacer eso.

 

—Son mis tierras —replicó Manson secamente—. Dígame qué es lo que yo puedo hacer para gobernar el E Bar y entonces, tal vez hablaremos. Eso es todo. Buenos días.

 

Cuando ya estaba cerca del almacén donde pensaba hacer sus compras, oyó que alguien le llamaba.

 

—¡Manson!

 

Volvió la cabeza. Bajo el dintel de la puerta de la oficina del alguacil, un hombre de mediana edad le contemplaba especulativamente. En el lado izquierdo de su pringoso chaleco brillaba una insignia de metal.

 

—Ven aquí, muchacho —ordenó Deacon Thorpe, alguacil de Lanosa.

 

—De aquí a su puerta hay la misma distancia que de su puerta aquí. Venga usted si quiere hablarme... y, por favor, cuando se dirija a mí olvide eso de muchacho. Diga señor Manson, ¿está claro?

 

Los ojos del alguacil brillaron de furia.

 

—¡Señor Manson! No debió haber regresado jamás a Lanosa.

 

—Explíqueme en qué ley se le prohibe a un vecino de la ciudad volver a ella después de seis años de ausencia, alguacil.

 

—Su llegada puede provocar graves disturbios.

 

—Intervenga para pacificar los ánimos. Mis intenciones son de trabajar y no meterme con nadie, pero tampoco de tolerar que ninguno me ataque injustificadamente.

 

—Aquí no le quiere nadie, señor Manson —gruñó el alguacil.

 

—Yo creo que es a usted a quien no quieren —respondió el joven agriamente—. Estoy seguro que todavía recuerdan su intervención con motivo del ataque que desencadenaron los Careway contra nosotros. Y también deben tener presente su forma de actuar cuando esa pandilla de asesinos y cuatreros exterminaron a los Britton.

 

—¡Los Britton fueron los primeros en atacar! —vociferó

Thorpe, lívido y descompuesto—. Ellos, Hal y sus hijos no hicieron otra cosa que defenderse.

 

—Estoy seguro de que con su ayuda —manifestó Manson despreciativamente—. De todas formar, el Green Gulch es mío y nadie puede impedirme que me establezca en él. ¿Tiene usted algún mandato legal para oponerse a mis deseos?

 

Los ojos de Thorpe le miraron con ira.

 

—Hemos gozado de seis años de paz. No me gustaría que usted viniese a turbarla, señor Manson.

 

El joven se encolerizó.

 

—¡Escuche! ¡Hace un momento, Rusty Careway disparó contra mí! Me provocó a duelo y yo rehusé. Usted tuvo que escuchar las detonaciones desde aquí. ¿Por qué diablos no intervino? ¿Es que, por tratarse de un

 

Careway, tiene vía libre para hacer lo que se le antoje? Los tipos como usted, que se amparan en una estrella para hacer cumplir la ley a unos de una forma y a otros de la que más les gusta, me dan náuseas. Diga a sus amigos que no vuelvan a provocarme, porque estaré esperándoles en mi rancho. ¡Y voy a comprar una pala para cavar sus tumbas si tratan de atacarme!

De pronto, dio media vuelta y se encaminó al establo, donde tenía guardado su caballo.

 

A medida que se acercaba a su rancho, Chayne Manson sentía que crecían las evocaciones de los tiempos idos, que habían sido de plena felicidad, hasta que los Careway adquirieron la propiedad vecina y empezaron a manifestar sus desmedidos apetitos sin el menor escrúpulo.

 

Pensó en Donna Haver y admiró íntimamente la fortaleza de la joven para resistir y aun vencer a los Careway. Los Britton habían sido unos tipos duros y, sin embargo, habían sucumbido.

 

Ahora, tendría que enfrentarse probablemente. también con ella. Donna

Haver era un mujer voluntariosa y dispuesta a tomar lo que necesitaba, quizá con no muchos más escrúpulos que sus otros vecinos. En estas condiciones, su vida en el Gre-en Gulch, casi emparedado entre el E Bar y el Casa 7 —la marca de los Careway—, no iba a tener nada de fácil.

El Green Gulch era el rancho situado en la parte más occidental del valle.

 

Era una propiedad tapón, de forma casi triangular, cuya base se hallaba situada en las montañas, dejando, no obstante, un paso en el centro y en el interior de sus lindes. Los otros dos ranchos se hallaban en los costados, flaqueándo-le por completo, de tal modo que sólo le quedaba libre el camino para ir y volver a la ciudad.

 

Su padre se había opuesto siempre al paso de las reses por la cañada. Era una fuente continua de disgustos; los animales se mezclaban y, aparte del trabajo que daban para reunidos con sus manadas propias, luego venían las suspicacias y hasta las acusaciones de abigeato. Había terrenos de sobra en el valle y, si algún ranchero quería pasar sus manadas a los pastos del otro lado de la cordillera, disponía también de un par de pasos que, aunque situados mucho más al sur, permitían el traslado. Lo que ocurría era que el viaje por aquellos lugares costaba más de tres semanas y a los rancheros les gustaba muy poco perder tanto tiempo. Pero estaba en su derecho al cerrar el paso por Green Gulch, y no abdicaría bajo ningún género de presión.

 

Divisó a lo lejos la estructura de un edificio de madera, del que salía una delgada columna de humo. Al mismo tiempo,

oyó mugidos de reses.

Ello le sorprendió muchísimo. Había contado con encontrar desierta la propiedad y, a lo lejos, entre los árboles, divisaba unas cuantas cabeza de ganado, pastando apaciblemente la abundante hierba que crecía por allí.

Se acercó más a la casa, observando que se hallaba en un estado notablemente mejor que el que parecía lógico debía estar, después de seis años de total abandono. Cierto que, más allá, se divisaba un granero en ruinas y que había otro edificio del cual apenas si quedaban unas cuantas tablas, pero en conjunto el aspecto de la casa destinada a vivienda era incluso mejor que el que tenía cuando, seis años atrás, todavía vivía su padre.

 

De pronto, cuando ya estaba a unos quince o veinte pasos del edificio, se abrió la puerta y una mujer salió al exterior, con un cubo en la mano.

 

Era una muchacha joven, de unos dieciocho o veinte años, de regular estatura y gran esbeltez, cabellos castaños y ojos grises, que vestía con gran sencillez un traje que modelaba a la perfección las armoniosas líneas de su cuerpo. Los brazos, que quedaban al descubierto por las mangas subidas, tenían un agradable tono tostado, lo mismo que la epidermis del rostro y la garganta, puesta al descubierto por un discreto escote. Las cintas del delantal flotaban por detrás y como lo llevaba muy ajustado, la cintura aparecía aún más delgada, subrayando así la finura de su talle.

 

La joven se le quedó mirando con aire de extrañeza, pero no de temor. Su mirada era franca y sin disimulos. Manson se preguntó quién podría ser aquella chica tan linda.

 

Era lo de menos, se dijo.

 

La cuestión era que había alguien extraño ocupando su casa y que, posiblemente, tendría que pelear para echar a quien se había instalado allí en su ausencia.

 

Terminó de llegar al edificio. Ella seguía mirándole, con una brillante sonrisa en sus labios

 

—¿Busca trabajo, forastero? —preguntó—. Puedo darle de comer y una taza de café, aunque no trabajo; no tenemos dinero suficiente para pagar un peón.

 

—Vengo en busca de trabajo, en efecto, pero no como peón respondió el joven tranquilamente, sin desmontar de su caballo. Precavidamente, había soltado la reata de la acémila se le había servido para transportar las provisiones y herramientas adquiridas en Lanosa, a fin de tener las manos libres si le fuera preciso pelear—. Este rancho es mío. Soy Chayne Manson.

 

Los ojos de la chica se dilataron por el asombro.

 

—¡Chayne Manson! —repitió, atónita.

 

—Así es...

 

La chica le dejó con la palabra en la boca. Soltó el cubo y se metió rápidamente en la casa.

 

Manson se preguntó a qué obedecía el extraño comportamiento de la muchacha. Antes de que tuviera tiempo de reaccionar, ella apareció de nuevo en la puerta, armada con un revólver.

 

 

                                       CAPITULO III

La muchacha levantó el revólver y disparó tres tiros en rápida sucesión. Luego bajó el arma y dirigió a Manson una atractiva sonrisa.

 

—No tenga miedo —dijo alegremente—. Este es el medio que empleo yo para llamar a mi padre, cuando necesito de él con cierta urgencia. Soy

 

Valeria Sheckey, señor Manson. ¿Quiere pasar y entrar en su casa?

 

Bajó del caballo y lo ató al poste del amarradero.

 

—Hace ya tiempo que le aguardábamos, señor Manson.

 

—Un momento, señorita. El apellido Sheckey me suena, aunque no logro situarlo. Dice que vive con su padre aquí, ¿no es cierto?

 

—Así es. Hace ya cosa de año y medio que cuidamos de su rancho. Mi padre se quedó sin trabajo y decidió venir aquí, confiando en que usted le daría un empleo cuando saliese de...

 

Una mueca amarga curvó hacia abajo los labios del joven.

 

—No tiene importancia. Sí, soy un ex presidiario, pero ya he cumplido mi condena.

 

—A mí no me importa*. Mi padre dice, además, que fue una condena totalmente injusta. Fueron otros los que debieron ser condeandos y no usted.

 

—Gracias, señorita, por pensar así de mí. Pero, por favor, explíqueme cómo vinieron a parar aquí. Yo no la recuerdo a usted en absoluto...

 

Mi padre trabajó para el suyo, hace diez años. Entonces yo tenía nueve...

Manson se volvió. Un jinete apareció en el claro, corriendo a todo galope.

 

—¡Valeria! —gritó aún desde lejos.

 

—¡No me ha ocurrido nada, papá! ¡Es Chayne Manson que ha vuelto!

 

El jinete descabalgó de un salto y se acercó al joven. Muchacho, cuánto celebro que hayas vuelto por fin. Ya creía que no ibas a volver nunca más por el Green Gulch.

 

—Ahora ya le recuerdo, señor Sheckey. Deje que le dé las

gracias por lo que han hecho en mi rancho. He oído mugir de

reses...

 

—Tengo un toro semental y dos docenas de vacas. Pronto

empezarán a nacer los terneros y...

 

Papá —le interrumpió Valeria—, deja que el señor Manson se asee un poco. Ya hablaréis más extensamente cuando

haya comido.

 

Una buena chica, pero algo autoritaria —dijo Sheckey. Su expresión se envaró de pronto—. Me enteré en Laredo de lo que había pasado aquí.

 

Entonces, mi mujer estaba bastante enferma, y no pude venir, como hubiera sido mi deseo.

 

—No importa, señor Sheckey. Lo que han hecho por mí es

motivo de gratitud. —Miró en torno suyo—. Pensé encontrar

la casa cayéndose a pedazos.

 

—Tuvimos que trabajar bastante, ésta es la verdad. Pero al fin, todo ha quedado bastante apañado.

 

La conversación se reanudó después de que el joven hubo ingerido una abundante comida.

Hubiera podido venir al salir de la cárcel —dijo—, pero no tenía un centavo y no creo que en Lanosa haya una sola persona que se hubiese atrevido a prestarme ni siquiera diez dólares. He estado trabajando duramente por ahí y he conseguido reunir ochocientos dólares. Por supuesto, señor Shec-key

 

—añadió—, le reembolsaré de los gastos que ha hecho en todos los sentidos.

 

—Ya hablaremos de eso en otro momento. Lo importante es que estés aquí y dispuesto a trabajar. Este es uno de los mejores parajes que he conocido y, cuando perdí el empleo, decidí venirme aquí. Yo también tenía algunos ahorrillos y gracias a ello pude poner en marcha la hacienda. No están, ni con mucho, las tres mil reses que una vez reunimos en un rodeo.

 

—Ahora han desaparecido aquellas manadas. Me imagino a dónde habrá ido a parar la mayor parte, pero no quiero entablar ninguna reclamación.

 

Algunos consideran que mi vuelta a Lanosa va a ser fuente de disturbios, sin embargo, he hecho públicos mis deseos de vivir y trabajar en paz.

 

—De todas formas, ahora que estás aquí, tendrás que adoptar determinaciones que yo, por no ser propietario del rancho, no he podido tomar.

 

—Se refiere, sin duda, al paso de las manadas por la cañada.

 

Valeria volvió y se sentó entre los dos hombres, apoyando ambos codos en la mesa.

 

—Sí —repuso Sheckey—. El año pasado cruzaron todas las manadas cuyos dueños quisiseron hacerlo. Yo no pude oponerme, como comprenderás. ¿Qué es lo que piensas hacer al respecto?

 

—Cerrar el Gulch. Si todos nuestros vecinos fuesen honrados, no habría inconvenientes. Pero en dos ocasiones corrió la sangre por cuestión de unas vacas que eran nuestras y se perdieron en los rebaños de otros rancheros. Así que mi padre decidió, de una vez por todas, cerrar el Gulch.

 

—Pero con ello no consiguió evitar las peleas —dijo la muchacha suavemente.

 

—A ningún ranchero le causa graves trastornos dar un rodeo para llevar sus reses a los pastos del otro lado. Las peleas a que se refiere fueron provocadas por quienes deseaban hacerlo precisamente. Hoy, apenas llegado, he tenido ocasión de comprobarlo.

 

¿Te has tropezado con un Careway?

 

Sí. Me provocó a duelo, pero yo rehusé la pelea. ¿Quién fue?

 

Rusty, el más joven.

 

—Y el más pendenciero y el que tiene siempre el revólver más tiempo fuera de la funda que dentro —declaró Valeria con indignación—. Ya ha matado a dos personas en supuestos duelos y sigue libre. El alguacil deja que los

 

Careway hagan todo lo que les viene en gana, sin tomarse siquiera la molestia de reprenderles.

 

—He tenido ocasión de comprobarlo —manifestó el joven—. Y también he conocido a Donna Haver, la dueña del E Bar. Me ha parecido una mujer enérgica y resuelta. Desde luego, se necesita serlo para haber adquirido el rancho de los Britton, desafiando a la tribu Careway.

 

—Lo es —declaró Sheckey—. Dio a Hal Careway un buen chasco al quedarse con el E Bar e incluso le ha pegado un par de buenos rapapolvos.

 

Hal Careway y sus hijos son duros, pero los hombres del equipo del E Bar son más duros todavía. Para Careway, Donna Haver es un bocado demasiado duro. Quiere comérselo, pero no encuentra la manera de hincarle el diente.

 

—Las cosas no han variado mucho en algunos aspectos —comentó el joven sombríamente—. En cambio, Deacon Thorpe, el alguacil, era años atrás un hombre mucho más recto.

 

—Entonces tenía sobre sí al juez Bryant, que le obligaba a serlo —manifestó el vaquero—. El que hay ahora es un sinvergüenza, así como suena. Los Careway y el juez Rapplan son

grandes amigos.

 

Manson apretó los dientes. Preveía que con aquellas enemistades las cosas se le pondrían mucho más difíciles de lo que

había pensado.

 

—De este modo —dijo lentamente—, se comprende que

 

Thorpe haya pasado por alto el exterminio de los Britton. ¿Sabe usted cómo ocurrió la cosa?

 

—Hal Careway «extravió» unas reses que, por casualidad, fueron encontradas en terrenos del E Bar. Jasper Britton y sus dos hijos negaron siempre haberlas robado. Thorpe estaba presente cuando ocurrió la cosa;

 

Hal Careway es un tipo demasiado listo y quería que todo se hiciese con legalidad. Cuando los Britton se resistieron al arresto...

 

Entiendo —dijo el joven, asqueado por semejante canallada. No había sido nunca especialmente amigo de los Britton; eran también unos sujetos duros, pendencieros y partidarios de resolver siempre sus diferencias con el revólver en la mano, pero al menos habían poseído la cualidad fundamental de la horandez, cosa que no se daba en sus otros rivales.

 

—Entonces, cuando pasó el plazo legal, el rancho salió a subasta por cuatro dólares como quien dice —siguió Sheckey—. Hal Careway se frotaba ya las manos de gusto, cuando apareció Donna Haver y le birló la presa de debajo de las narices. A poco, Careway quiso repetirle la faena, pero los hombres de esa chica vigilan constantemente las lindes del rancho y cuando vieron venir a los Careway, arreando una punta de sus propias reses, les hicieron volver a tiros. Noah Careway resultó herido y todavía no sé cómo pudo salvar el pellejo. Una semana más tarde, Donna se encontró con el padre en la ciudad y le arreó una buena paliza con una fusta, delante de cien personas. Puedes imaginarte cómo están los ánimos, Chayne.

 

—Y ahora, ha ocurrido lo que faltaba. Mi vuelta a Lanosa —comentó él sombríamente.

 

—Bueno —dijo el vaquero—, si vives en paz, te dejarán en paz

 

Manson se puso en pie de pronto.

 

—No. No me dejarán en paz, señor Sheckey —manifestó casi con violencia

 

—. Pero defenderé lo que es mío con dientes y uñas, contra todos los que traten de imponérseme por el terror o la violencia. Si quieren guerra, la tendrán..., después de haberles ofrecido la paz esta misma mañana.

 

Decenas de personas me han escuchado; la responsabilidad no será mía, por tanto, si los revólveres empiezan a disparar.

 

Hizo una pausa y dirigió su vista hacia Valeria.

 

—Lo único que siento es que esté aquí su hija. Debiera enviarla fuera, hasta que la situación esté más tranquila.

 

Valeria se puso también en pie.

 

—Mi padre deseó venir a Lanosa, donde nací pronto hará

veinte años —manifestó, con el seno palpitante por la vehemencia de sus manifestaciones—. Y yo quiero seguir aquí también, porque tenemos derecho a vivir en paz. La ley le apoya, señor Manson, y tanto mi padre como yo estaremos siempre a su lado.

 

—Así se habla, muchacha —aprobó Wynn Sheckey lacónicamente.

 

                                     CAPITULO IV

 

Ocho días después de su vuelta, cuando Manson y Sheckey se hallaban terminando una de las paredes del granero, sonó un disparo a lo lejos.

Los dos hombres suspendieron la labor.

 

Ha sido hacia donde están las reses —exclamó el veterano vaquero.

Manson tiró el martillo inmediatamente. Corrió hacia la cuadra y empezó a ensillar su bayo.

 

Sheckey le imitó en el acto. Valeria corrió hacia ellos. ¿Qué ha sido, papá?

No lo sé. Métete en la casa y ten un rifle a punto —aconsejó Sheckey. Masculló una imprecación—. Tenías razón, Chayne; no vas a poder vivir en paz.

 

—La paz también puede conseguirse a tiros —respondió él

sombríamente.

 

Minutos más tarde partían a galope hacia el punto donde había sonado la detonación. No tuvieron que correr demasiado. La manada estaba pastando a orillas de un arroyo que cruzaba el rancho, bajo la sombra de un frondoso encinar. Al darles vista, Sheckey exclamó:

—¡No parece que falte ninguna res, Chayne!

 

El joven tendió la mano con que empuñaba el rifle. —jMire a su izquierda!

 

Una exclamación de rabia se escapó inmediatamente de la-bios del vaquero.

Había en el suelo un bulto informe, quieto.

 

Manson se tiró al suelo antes de que se detuviera su cabalgadura y corrió hacia el animal que yacía muerto sobre la hierba.

 

—¡Hijos de perra! —maldijo Sheckey—. Lo han hecho a conciencia.

 

—Sí —convino el joven, observando el balazo que el semental tenía en el centro de la testuz—. Es una acción harto significativa.

 

Se incorporó, a la vez que tendía su vista hacia lo lejos.

 

—Ha debido escapar hacia las montañas —dijo.

 

—Y luego dará un gran rodeo y a la noche, Hal Careway le . entregará veinticinco dólares como premio por la faena. Es un

acto típico de esos buitres del Casa 7. ¿Qué piensas hacer ahora?

 

—Veré a Thorpe y le denunciaré el hecho.

 

—Me llevaré las reses al corral —sugirió el vaquero—. ¿Piensas rastrear las huellas del granuja que ha matado el toro?

 

—¿Para qué? ¡Cuidado, ahí viene un jinete! ¡Llévese las reses, pronto; yo me quedaré aquí para hacerle frente!

 

El jinete llegó un par de minutos más tarde. Era Donna

Haver.

 

—¡Hola, Manson! —saludó—. Le prometí venir a hacerle

una visita.

 

—Celebro verla de nuevo, señorita Haver.

 

La joven dirigió una mirada hacia el animal muerto.

 

—¿Quién ha sido?

 

—Estábamos reparando el granero. Oímos un disparo y eso

fue todo lo que sabemos.

 

—Sé lo que está pensando. Rechazo de antemano cualquier imputación, Manson.

 

—Nadie la ha acusado a usted.

 

—Celebro su forma de pensar. Estoy segura de que los dos, mentalmente, estamos acusando a una misma persona.

 

—No tengo pruebas y no quiero, por tanto, pronunciar ningún nombre en voz alta. Si lo supiera, lo denunciaría en el acto al alguacil. Aunque, por supuesto, pienso hacerlo respecto a la muerte del animal.

 

—¡Denunciar esa muerte a Thorpe! Sería como denunciar la muerte de una mariposa. Ese bastardo de alguacil hará menos que si no le dijera nada. La única solución que tiene es presentarse en el Casa 7 y empezar a tiros con todos sus ocupantes.

 

—No se puede matar a cuatro personas por un toro. Me convertiría en un asesino, en tal caso.

 

—Eso me importaría a mí muy poco, si yo estuviese en su lugar. Esos perros sólo entienden un lenguaje: el del látigo.

 

—Que, según parece, usted sabe emplear de modo magnífico .

La joven se echó a reír.

 

—Sí, le di una buena tunda al maldito viejo. Y si en lugar de ser él hubiera sido cualquiera de sus hijos, le habría arrancado la piel a tiras con la fusta.

 

¡Pretendían dejar una punta de reses en mis tierras, para luego acusar a mis hombres de cuatreros!

 

—Estoy enterado de ello y sé que usted no se dejó sorprender.

 

—Soy más dura y más fuerte que los cuatro Careway juntos —declaró

 

Donna con todo desparpajo—. Ya han tenido ocasión de aprenderlo a su costa y, por ahora, me han dejado tranquila. Pero no por ello me confío y mantengo siempre bien vigilados los límites de mi rancho. El día que me hagan algo, iré al suyo y lo quemaré con todos ellos dentro.

 

—Tiene usted el genio muy vivo —observó Manson—. ¿Seguirá siendo lo mismo cuando se haya casado?

 

Donna le dirigió una atractiva sonrisa.

 

—Todavía no he encontrado un hombre a mi medida. Entonces, le aseguro que cambiaré radicalmente, Chayne.

 

Se acercó a él, hasta casi rozarle con los senos, erguidos y arrogantes, a la vez que le miraba profundamente a los ojos. Respiró hondamente, con plena deliberación, a fin de que el joven pudiera fijarse en los movimientos de ascenso y descenso de su busto.

 

—Sí —añadió—, cambiaré.

 

—Lo... lo celebro mucho —dijo el joven, procurando apartar los ojos de aquella tentadora visión.

 

Me alegro. —Los labios de Donna eran húmedos y jugosos—. ¿Cuándo querrá venir a comer conmigo, Chayne?

 

Cuando me encuentre un poco más desahogado de trabajo —respondió él. Intencionadamente, preguntó—: ¿Piensa hacerme variar de opinión en el sopor de la digestión de una buena comida?

 

Donna rió estridentemente.

 

—Es usted demasiado malicioso, amigo mío —declaró—. Tal vez lo haga así, pero, de todas formas, me gustaría hablar

con usted más extensamente del tema. Creo que podríamos llegar a un acuerdo, Chayne.

 

Veremos. Aunque no me comprometo a nada, ya que,

por ahora, mis ideas al respecto siguen siendo las mismas.

 

—El hombre cambia de modo de pensar a veces y no por ello se hunde el mundo. Pero si sigue obstinado en mantener cerrado el Gulch, ahora es la ocasión de demostrar sus intenciones.

 

Manson enarcó las cejas.

 

¿Por qué dice eso, señorita Haver?

 

—Detrás de mí divisé una manada que se dirigía hacia estos parajes.

 

Pertenece al Doble R y viene a cargo del capataz Lon Randall.

 

Donna volvió a reír. Luego, se agarró al cuerno de la silla y montó de un salto. Agitó la mano y partió al galope, dejando al joven sumamente preocupado con la noticia que acababa de darle.

 

Durante unos minutos, Manson estuvo reflexionando. Sí, como había dicho

 

Donna Haver, ahora era la ocasión de demostrar sus intenciones. Tenía que frenar aquella llamada que se acercaba. Si no conseguía hacerles dar la vuelta, los demás rancheros imitarían al Doble R. Ahora no tenía apenas reses y podía guardarlas perfectamente en los corrales, mientras cruzaban las de los ranchos vecinos, pero la travesía duraba dos o tres días y el resultado era que miles de vacas pastaban gratuitamente en unos pastos que no les pertenecían, con el consiguiente quebranto económico para su dueño.

 

Una hora más tarde avistó la cabecera de la manada. Calculó que serían unas quinientas, arreadas por siete u ocho hombres. Por la posición que ocupaban las reses, dedujo que ya habían cruzado los límites del rancho.

 

Montó en el caballo y lo espoleó en dirección al rebaño. Un minuto más tarde, vio que tres o cuatro jinetes salían a su

encuentro.

 

Se apeó, soltando la trabilla que sujetaba el revólver por el percutor a la funda. Comprobó que el arma entraba y salía con facilidad y luego dio una palmada al bayo, haciendo que se alejase de allí unos cuantos pasos. Era una magnífica cabalgadura y no quería quedarse sin ella por una bala perdida.

 

Los jinetes le alcanzaron segundos después. Uno de ellos, de aspecto autoritario, le preguntó:

 

—¿Es usted Chayne Manson?

 

—Sí —dijo el joven sobriamente.

 

—Soy Lon Randall, capataz del Doble R. Si usted no tiene inconveniente, vamos a hacer cruzar esta manada para llevarla a los pastos del otro lado de la cordillera.

 

El joven no dejó de observar la cortesía que se advertía en las palabras de Randall. Pero, se dijo, ello no debía hacer variar sus propósitos.

—Creo que no contaron conmigo —respondió en tono

suave.

 

—En efecto —manifestó el capataz. Los hombres que le rodeaban parecían tan duros como él—. Pero esperamos que usted sea lo suficiente sensato como para no oponerse a nuestro paso.

 

¿Qué le hace suponer que he de permitírselo? Según creo, con un buen caballo, se tardan cuatro horas en llegar del Do-ble R a mi rancho. Creo que, al menos, su dueño debió tener la cortesía de consultarme antes sobre si le daría o no permiso para el cruce de la manada.

 

—Durante cinco años, las reses del Doble R pasaron por aquí a los pastos del otro lado —replicó Randall—. Es por eso que mi amo creyó...

 

—El dueño del Green Gulch estuvo ausente durante seis años. En ese tiempo, nadie tuvo necesidad de consultarle ni pedirle permiso para hacer pasar las reses. Ahora ese dueño ha vuelto y prohibe terminantemente que ni una sola vaca de otro rancho esté en tierras suyas. Ya lo sabe, Randall; conque dé media vuelta y vayase con las reses al extremo sur de la cordillera. Será un camino más largo, pero mucho más seguro.

 

Los ojos del capataz brillaron.

 

—Podríamos intentar pasar por la fuerza —indicó.

 

Los ojos del joven recorrieron la hilera de rostros que tenía ante sí. Eran facciones de hombres duros como el granito, ferozmente leales al hombre que pagaba su salario y al rancho que engrandecían con su trabajo. No se les podían reprochar tales sentimientos, pero lo que sí le disgustaba era que quienes debían mostrar prudencia y ponderación fueran los primeros en intentar perturbar la paz.

 

—Y por encima de mi cuerpo también —respondió finalmente—. No lo dudo.

 

Ahora dígame, Randall: ¿cuáles son los dos que quieren morir en primer lugar? Yo moriré, no hay duda alguna; pero poseo la suficiente rapidez para vaciar el tambor de mi revólver y acabar con dos de ustedes antes de que los dos restantes terminen conmigo.

 

Las últimas palabras del joven provocaron una tremenda tensión en los ánimos. Manson se dio cuenta de que el menor gesto desencadenaría una tempestad de tiros, pero comprendía que, si cedía ahora, ya no podría oponerse a los demás ganaderos. Debían tomar todos ejemplo del Doble R, tanto en un sentido como en otro.

 

 

Contempló a Randall. El capataz estaba devorado por la furia. Eran cuatro hombres; habían ido todos juntos, con ánimo de impresionar a Manson, con su sola presencia, pero éste no se había achicado. Antes bien, les estaba desafiando. A ellos, pues, correspondía recoger el guante o ignorar el reto y volverse con las orejas gachas.

 

Un vaquero carraspeó súbitamente, rompiendo el silencio.

 

—Randall, prefiero cabalgar durante tres semanas más antes de dejarme el pellejo aquí por algo que, se mire como se quiera, es ilegal. El chico tiene razón; las tierras son suyas y está en su derecho al cerrarnos el paso.

 

—Celebro que lo vea así, amigo. ¿Qué dice usted, Randall?

 

La respuesta del capataz fue pegar un brutal tirón de riendas a su montura, que la hizo relinchar salvajemente. Picó espuelas y se alejó, seguido de los tres vaqueros, sin pronunciar una sola palabra.

 

Entonces, Manson respiró aliviado y se enjugó el sudor que cubría por completo su frente.

 

 

                                         CAPITULO V

 

Valeria Sheckey se quejó aquella noche del poco aprecio que Manson había hecho de sus habilidades culinarias.

 

—Dispénseme —contestó el joven—. Estoy preocupado.

 

—Sus preocupaciones no desaparecerán por tener la tripa vacía —argüyó ella—. Vamos, coma un poco más.

 

—No. Lo siento, no tengo apetito. Procure no enfadarse mucho conmigo, Valeria.

 

—Si sigue así, en una semana tendremos que meterle en la cama, enfermo de debilidad.

 

—Déjalo, chica —contestó Sheckey sensatamente—. A veces, las preocupaciones quitan el apetito a los hombres. No le

atosigues más.

 

—Muy bien, como quieras. A propósito, mañana tengo que ir a Lanosa; me faltan algunas cosas y tengo necesidad de comprarlas.

 

—¿Verás tú al alguacil, Chayne?

 

—Desde luego. Sé que no va a servir para nada, pero, por lo menos, se lo advertiré.

 

—Thorpe quiere conservar el puesto a toda costa —manifestó Valeria—. Y sabe que sin la ayuda de los Careway no

podría hacerlo.

 

—¿Le pagan por volver la vista a un lado? —preguntó Manson.

 

—Bueno, nadie ha visto que le hayan dado un fajo de billetes, pero algo deben de hacer para tenerlo tan sometido —contestó Valeria.

 

Es raro —comentó el joven—. Hal Careway no me pareció nunca un hombre demasiado aficionado a desprenderse de su dinero. ¿No será que tienen otra forma de presionar sobre Thorpe?

 

—¿Cómo saberlo?

 

¡Pero los Careway nos acusaron de algo que era completamente falso! Pasó una cosa semejante a lo que hicieron con

los Britton.

 

—En este caso, el juez Bryant ya no existía y, por lo tanto, no había quien pudiera refrenar a los Careway —dijo el vaquero.

 

Manson se frotó la mandíbula. Sí, años atrás, Thorpe había sido un buen e imparcial alguacil...

 

Valeria y él se separaron a la mañana siguiente en la puerta de la oficina del alguacil.

 

—Iré luego a recogerla en el almacén —prometió Manson.

 

Claro. Pórtese bien —rogó la chica. Descuide.

 

Habían venido juntos en la carreta del rancho. Manson saltó al suelo y Valeria arreó las bestias.

 

Cruzó la acera y entró en la oficina. Thorpe estaba leyendo unos pasquines de reclamados y alzó la vista al oír que se

abría la puerta.

 

Buenos días, señor Thorpe —saludó el joven cortésmente.

 

—Hola —respondió el alguacil en tono sobrio—. ¿Le ocurre algo, señor Manson?

 

—Ayer, un desconocido, mató de un balazo al toro semental que tenía en el rancho —dijo Manson tranquilamente—. Me imagino que no voy a conseguir nada diciéndoselo a usted,

pero, por lo menos, quiero que sepa que ya han empezado a molestarme.

 

Prometí mantenerme en paz con todo el mundo  el día de mi llegada; no obstante, quiero que sepa también que si soy atacado responderé de la misma forma, sea quien sea.

 

—Si no hubieras vuelto a Lanosa...

 

Manson le atajó rápidamente.

 

—Por favor —dijo en tono cortante—, no me repita más la misma cantinela.

 

Tenía y tengo pleno derecho a estar aquí; usted lo sabe bien, así que no vuelva a repetírmelo más. Ahora ya lo sabe; he sufrido el primer ataque y procuraré contestar al siguiente de tal forma que, el que lo haga, quede escarmentado para siempre.

 

Thrope jugueteó unos instantes con una plegadera que tenía sobre la mesa.

 

—Así que dice usted que le mataron a tiros el semental. —Sí.

 

—¿Cómo sé yo que no lo ha hecho usted mismo, para te

ocasión de acusar a los Careway? Manson contempló durante unos instantes al hombre de 1<

estrella.

 

—Alguacil, yo no he mencionado para nada ningún nombre —dijo suavemente.

 

Thrope se puso colorado hasta las orejas, al comprender el desliz que había cometido.

—Su intención era...

—¡No tuve ninguna intención al denunciar el hecho! —le atajó Manson enérgicamente—. Sólo expuse lo que me había sucedido y ni siquiera insinué para nada el nombre de Careway. Es usted quien se lo ha dicho todo, señor Thorpe.

 

—¡Maldita sea! ¿A quién diablos iba a acusar, si no? —gritó el alguacil crispadamente—. ¡Ya le predije que su llegada sería una fuente de disturbios...!

 

Que impedirían sus cómodas siestas y su cerrar de ojos ante las cosas que están pasando en Lanosa y que usted no quiere ver —dijo Manson con vehemencia. Apoyó ambas manos en el borde de la mesa y le miró con ojos brillantes—. Hal Careway no es hombre aficionado a soltar un dólar, como no le golpeen en los nudillos con el cañón de un rifle. En tal cosa, ¿de qué medio se vale para mantenerle a usted a su lado y obligarle a actuar como un títere suyo?

 

El rostro de Thorpe se volvió de un gris ceniza. Sus labios temblaron visiblemente.

 

—Yo sólo procuro que se cumpla la ley —dijo débilmente.

 

Manson sonrió satisfecho. Su disparo había dado en el blanco. No, no se trataba de dinero, sino de algo peor. Thorpe llevaba diez años en la ciudad. Posiblemente se trataba de algún punto oscuro en su pasado, que los Careway conocían u del que se servían para gobernar a Thorpe a su antojo.

 

—Hizo cumplir la ley rectamente durante algún tiempo —le respondió—.

 

Después, su forma de actuar varió por completo. Y juraría que Hal Careway tiene mucho que ver en todo esto.

 

—¡Le he dicho que no necesito que nadie me diga lo que tengo que hacer!

 

—protestó Thorpe. Sus mismos gritos indicaban la debilidad de sus protestas—. Y ya sé que le mataron su toro, de modo que vayase de aquí y déjeme seguir mi trabajo.

 

El joven enderezó su cuerpo.

 

—Cuando haya salido yo, vaya a ver a Hal Careway y dígale que, por favor, se porte un poco más modosamente. Así, todos viviremos en paz y usted el primero, ¿está claro?

 

Giró sobre sus talones y salió de la oficina, dejando entregado a Thorpe a la humillación y a la rabia más absolutas. No era sólo por el sofocón recibido, sino porque el joven tenía razón; estaba en manos de los Careway y no podía hacer nada por librarse de ellos.

 

Manson procuró tranquilizarse mientras recorría la calle en dirección al almacén. Cuando estaba a veinte pasos divisó a Valeria, quien salía en aquellos momentos con un pequeño paquete en los brazos.

 

Dos hombres, con aspecto de vaqueros, le cerraron el paso en el acto. Manson oyó sus risas y pudo darse cuenta de que querían divertirse a costa de la muchacha. «Posiblemente, se

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V

dijo, debía tratarse de vaqueros que habían bajado a la ciudad para realizar alguna encomienda y que habían aprovechado la ocasión para tomarse un par de copas, fuera del programa habitual de los sábados».

 

Valeria le vio y pronunció su nombre con un grito:

 

—¡Chayne!

 

Los dos vaqueros giraron en el acto. Entonces, Manson reconoció al mayor de los hijos de Careway, Noah, un hombre-tón de casi dos metros de estatura, la viva estampa de su padre en todo, pero con veinticinco años menos. El otro debía de ser un peón del rancho.

Careway y el vaquero llevaban sendas pistolas al cinto. El primero frunció el ceño cuando reconoció al joven.

 

—Vaya —dijo con fingido buen humor—, no sabía que tú

y esta chica tan linda fueseis buenos amigos.

 

—Lo somos —dijo él secamente—. Y aunque no lo fuéramos, convendría que tuviese un poco más de respeto con las damas, Noah.

 

—Mira, ex presidiario —respondió en tono insultante—, no pretendas venir ahora a decirme cómo he de comportarme. Estaba hablando con la chica, eso es todo.

 

—Muy bien. En tal caso, la conversación ha terminado. A ella no le gustan los Careway ni —miró al peón— nadie que trabaje para ellos.

 

—El fulano anda buscando guerra, Noah —dijo el vaquero torvamente.

 

—Bueno —sonrió Careway—, el que busca una cosa la encuentra. Yo siempre estoy preparado para pelear.

 

Manson se dio cuenta de que el mayor de los hermanos pretendía ponerle en un compromiso. Prefirió ignorar la insinuación y, pasando por entre los dos hombres, tomó el paquete de brazos de la muchacha.

 

—Será mejor que nos volvamos al rancho, Valeria —dijo.

 

—Sí, Chayne —contestó ella.

 

Manson giró sobre sus talones. Careway le bloqueó el paso.

 

No sabía que te hubieras casado, Chayne —dijo. No es mi esposa —respondió él. Los ojos de Careway brillaron.

 

—Ah, claro, de la otra forma resulta más cómodo. Así, cuando te canses de ella, la despedirás sin ninguna molestia. Entonces, avísame, Chayne —añadió Careway con perverso acento—; las cosas de segunda mano, si son de buena calidad, siempre pueden producir bastante provecho todavía.

 

Valeria lanzó un agudo grito al comprender el sentido ofensivo de las palabras de Careway. Los ojos del joven relucieron peligrosamente.

—exclamó—, puedo tolerar una injuria dirigida a mí, pero no consentiré que insultes de semejante manera a una dama. Pídele perdón inmediatamente o de lo contrario haré que te tragues tus palabras aquí mismo, delante de todos los que nos están contemplando.

 

                                 CAPITULO VI

 

La gente se había agolpado a ambos lados de la acera al presenciar el encuentro de los dos enemigos. La mayoría de los curiosos había podido escuchar con toda claridad las ofensivas frases de Noah Careway.

 

Manson todavía tenía en las manos el paquete que había cogido de las de

Valeria; un saquete de azúcar de veinte libras de peso. Súbitamente, sin previo aviso, lo arrojó contra el rostro de Noah Careway.

 

El golpe resultó demasiado fuerte aun para un sujeto tan

recio como Noah y lo derribó de espaldas sobre el arroyo.

 

Simultáneamente, Manson percibió con el rabillo del ojo un movimiento a su izquierda.

 

Valeria lanzó un agudo grito.

 

—¡Cuidado, Chayne!

 

Manson se volvió. El peón del Casa 7 estaba sacando su revólver.

 

Desesperadamente, se dijo que, por muy rápido que fuese, el vaquero lo sería más.

 

Se oyó un disparo. Manson se había tirado al suelo y la bala cruzó por encima de su cabeza, yendo a clavarse en uno de los postes de la baranda.

 

Manson disparó desde el suelo, en difícil postura. La bala

penetró en la garganta del peón y le salió por la nuca.

 

Entonces, Manson se volvió hacia Noah Careway,. quien, en aquel momento, trataba de levantarse, aún aturdido por el fenomenal golpazo recibido en pleno rostro. Como consecuencia del impacto del saquete, sus narices sangraban profusamente.

 

—¡No te muevas o te abraso! —le intimó, apuntándole a dos metros de distancia—. Quita la mano de la culata de tu revólver o juro que te mato.

 

En aquel momento, un nuevo elemento vino a alterar el equilibrio relativo de la situación. Una poderosa voz gritó el nombre del joven:

 

—¡Chayne Maiíson!

 

Este arrojó una rápida mirada hacia el lugar de donde procedía el grito.

 

—¡Manson! —gritó Hal Careway—. ¡Suelta a mi hijo o dispararé contra ti!

 

—Es usted quien debe guardar el revólver. Por muy rápido que sea, no podrá impedir que haga un disparo. Uno solo y Noah saldrá lanzado al infierno.

 

El ranchero arrojó un rápido vistazo al cadáver del vaque-ro que yacía sobre el arroyo.

 

—Maldito —bramó, rojo de ira.

 

—Guarde ese revólver, señor Careway.

 

—Mataste ya una vez a uno de mis hijos. ¿Quieres hacerlo con el segundo?

 

—aulló el ranchero.

 

—Ese que está a mis pies, mató a mi padre —replicó Manson—. Y lo hizo antes de que yo disparase contra Burton. ¡Baje el revólver!

 

—¿Y Rogers? —Señaló al vaquero muerto.

 

—Tiró contra mí. La cuestión estaba entre Noah y yo. El no tenía por qué inmiscuirse en nuestros asuntos.

 

Un hombre surgió de pronto a espaldas del ranchero.

 

—Careway —dijo el sujeto con gran suavidad—, le han ordenado que tire su pistola al suelo. Si no lo hace, le quebraré la espina dorsal de un balazo.

Asombrado, Manson se preguntó quién podría ser aquel sujeto, de apariencia más bien elegante y ademanes y voz educados, pese a las ropas de vaquero que vestía. Sin embargo, la dureza de sus facciones y la forma en que llevaba la funda de su pistola, muy baja y atada al muslo por una correílla de cuero, indicaban sobradamente que se trataba de un pistolero profesional.

 

—¿Careway? —dijo el hombre.

 

Sonó una maldición.

 

—¡Rayos! —juró el ranchero—. Bean, ésta no es una cuestión del E Bar.

 

—Eso no le importa a usted —contestó el llamado Bean—. Aunque cualquier cosa que hacen los Careway, concierne al E Bar. ¿Tira el arma o se la quito a su cadáver?

 

Los dedos del viejo ranchero se aflojaron. El revólver chocó sordamente contra el suelo.

 

—Un día nos veremos las caras, Bean —prometió con voz

torva—. Y en cuanto a ti —blandió el puño en dirección a Manson—, te aplastaré como a una cucaracha, tan cierto como me llamo Careway.

 

Manson no se pudo contener. Saltó hacia el ranchero y le agarró con ambas manos por el cJfcllo de la camisa.

 

—¡Maldita sea! —bramó—. Ese idiota de Noah insultó de una manera asquerosa a la señorita Sheckey. Puedo pasar las ofensas que se me dirijan a mí, personalmente, pero no las que se refieran a Valeria Sheckey. La imbecilidad de su hijo ha costado ya la vida a un hombre. ¿Pretende que haya más muertos esta mañana, Hal Careway?

 

El ranchero se asustó. La expresión del joven era terrible. Su hijo, en pie a pocos pasos, estaba inmovilizado por el revólver de Bean.

 

—Suéltame, Chayne —dijo con voz ronca—. Si no, llamaré

a Thorpe...

 

El joven bajó la voz.

—Usted tiene sujeto al alguacil por un medio que yo desconozco. Thorpe fue un hombre decente hasta hace seis años. Desde entonces, no hace más que bailar al son que le toca usted. Pero si descubro las razones por las cuales le obliga a plegarse a sus deseos, ese dominio sobre Thorpe se habrá acabado y usted y sus hijos pagarán todas las canalladas que han cometido hasta ahora.

 

Le propinó un fuerte empujón y el ranchero retrocedió dos o tres pasos. Su rostro estaba gris como la ceniza. Thorpe apareció en aquellos instantes.

 

—Retírate, Hal —dijo persuasivamente—. Noah, acompaña a tu padre.

 

El hijo se sublevó.

 

¡Ha matado a Rogers! —aulló.

 

—Lo he visto todo desde lejos —respondió Thorpe tranquilamente—. Soy amigo vuestro, pero hay cosas que no se pueden tolerar ni al más amigo. Rogers debió haber permanecido quie.to; cuando los amos discuten, los peones han de callar.

 

Hal Careway se inclinó y recogió su revólver.

 

—Te pones en contra nuestra, ¿eh, Deacon? —murmuró.

 

—No. Trato de evitar, simplemente, que la familia Care-way sufra dos bajas en el día de hoy. Marchaos, pronto.

 

Los dos hombres se alejaron, bramando de rabia. Thorpe

miró al joven y meneó la cabeza.

 

—Chayne —volvió al tuteo—, ya te dije que tu presencia

en Lanosa provocaría disturbios.

 

—Hasta ahora, que yo sepa, no he sido el autor de ninguno de ellos —respondió el joven agriamente—. ¿Es que un hombre no va a poder vivir en paz en el pueblo donde nació? Careway se ha quejado de que maté a su hijo Burton. Noah mató a mi padre. Olvidaría todo si ellos lo olvidasen a su vez, pero usted y todo el mundo saben que eso es imposible. Veo que no tendré otra ayuda que la que yo mismo pueda proporcionarme, así que le predigo desde ahora que los disturbios que cita no han hecho más que empezar. A usted le corresponde, pues, atajarlos, antes de que sea demasiado tarde.

 

Thorpe no contestó. Volvió a menear la cabeza y se alejó con paso cansino.

 

A los pocos metros, movió la mano en dirección a unos individuos, los cuales se apresuraron a retirar el cadáver de Rogers.

 

Entonces, Manson se encaró con Bean.

—Le doy las gracias por su intervención —dijo—. No sabía que

perteneciese a la nómina del E Bar.

 

—Soy el capataz —respondió Bean sosegadamente—. Y no me dé las gracias a mí, sino a mi ama, que me ha prohibido matarle... por ahora.

 

Manson respingó. No cabía la menor duda; Bean era un pistolero.

 

Para enfrentarse a los Careway se necesitaban hombres de aquel calibre.

 

No creo haber dado a su ama motivos para que me mate. Quiere cerrar el paso por el Gulch. Son mis tierras. La razón y la ley están de mi parte. —Tal vez. Un día, sin embargo, probaré a ver si esa ley que acaba de citar está de su parte.

 

—¿Cómo piensa hacerlo?

 

Llevando una manada hacia el Gulch. Entonces, veré

cuál es su reacción.

 

Manson reflexionó brevemente.

 

—¿Conoce usted a Randall, del Doble R? —Sí.

 

—Ayer le hice volver grupas a él, a siete vaqueros y a qui-nientas reses. Estaba yo solo.

 

Bean sonrió despreciativamente. Randall aparenta dureza, pero no se puede comparar conmigo ni de lejos. El día que la señorita Haver decida pasar, lo haremos, téngalo por seguro. —Se tocó el sombrero con dos dedos—. Hasta la vista, Manson. Adiós, señorita Sheckey.

 

Valeria se le acercó, cuando Bean se hubo marchado.

 

—Ese hombre me da más miedo que los cuatro Careway juntos —murmuró.

 

Es un sujeto peligroso, en efecto.

 

—¿Qué hará ahora? A partir de este momento, tendrá que enfrentarse con dos bandos, Chayne.

 

El joven movió la cabeza. Valeria tenía razón. No sólo tendría que soportar las embestidas de Hal Careway y sus hijos, sino que debería estar atento cada segundo de su vida a los movimientos de la dueña del E Bar. Y sabía que bajo la capa de su espléndida belleza, Donna Haver encerraba un alma indomable, un espíritu de berroqueña firmeza, que la impulsaría a luchar con fiereza por conseguir sus propósitos. Ya había derrotado a los Careway en más de una ocasión. ¿Conseguiría derrotarle a él también?

 

Quizá llegase a convencerla de la necesidad de vivir en buena armonía.

 

Todavía no se había producido el choque irreparable que tanto temía.

 

Pero sabía que Bean estaba dispuesto a provocarlo. Sus

tierras eran muy valiosas, no tanto por su extensión como por

su estratégica situación. Durante años, los Careway habían luchado por poseerlas, sin conseguir sus propósitos. Ahora, un nuevo factor, representado por una mujer tan bella como ambiciosa, había venido a agravar el problema. Y no sabía cómo resolverlo.

 

                                        CAPITULO VII

 

Una semana más tarde, el granero estaba totalmente reconstruido.

No se habían vuelto a producir más incidentes y la vida parecía desarrollarse con toda normalidad.

 

Resuelto a aclarar en lo posible su posición, al día siguiente de terminar la reconstrucción del granero, Manson, ensilló su caballo y, sin decir una palabra de sus intenciones, se puso en marcha hacia el E Bar, adonde llegó tres horas más tarde.

Desmontó, observando que la casa había cambiado notablemente de aspecto. Donna Haver era mujer a la cual le gustaba la pulcritud y la limpieza.

 

Cuando subía las escaleras, Donna apareció bajo el dintel.

 

—Hola, Chayne —le saludó afectuosamente, tendiéndole ambas manos.

 

Ahora vestía ropas adecuadas a su sexo y al joven le pareció más provocativamente hermosa que nunca.

 

La joven le condujo a un saloncito íntimo, coquetonamen-

te amueblado. Los sillones estaban tapizados en raso azul fuerte y la luz que penetraba por la única ventana quedaba

fuertemente tamizada por las cortinas que casi la cubrían por

completo.

 

—Siéntese ahí —indicó ella, mientras abría un aparador.

 

Luego se sentó junto al joven.

 

—Y bien, ¿por qué no me expone los motivos de su visita?

 

Hablé hace unos días con su capataz.

 

—Sí, ya me lo contó Bean. Es un hombre muy capaz y valiente. Le aprecio por los valiosos servicios que me rinde.

 

—Yo le estoy agradecido por un lado, aunque por otro tengo ciertos motivos de resentimiento.

 

—¿De veras? ¿Le dijo Bean algo ofensivo?

 

—Bean manifestó que me mataría en cuanto usted lo ordenase. Asimismo dijo que cualquier día llevaría una manada a tavés de mi rancho y que pasaría por la cañada con o sin mi

permiso.

 

—Beaf a veces, es un poco impulsivo. No le haga demasiado caso, Chayne

 

—Tengo que hacérselo, puesto que hablaba en su nombre, Donna. Me gustaría hacerle comprender, a usted, no a Bean, que la amistad no debe influir para nada en mi decisión de cerrar absolutamente la cañada. Lon

 

Randall, del Doble R, tiene al respecto una buena muestra de mi forma de pensar.

 

El opulento busto de la joven palpitó con cierta violencia.

 

—A usted no le costaría nada cederme los derechos de paso.

 

—Si sólo se tratase de un ranchero, podría hacerlo. Pero es que, en cuanto cediese una vez, todos querrían hacer lo mismo, compréndalo.

 

—A fin de cuentas, el Green Gulch es suyo y no tiene que dar explicaciones a nadie de lo que hace en sus tierras —dijo ella con voz tensa.

 

—Me las pedirían y yo tendría que negárselas, por la violencia, seguramente. Prefiero que todo el mundo sepa a qué atenerse, desde ahora, a lo que deseo con respecto a esos derechos de paso. Mi padre tuvo muchos disgustos cuando lo permitió y los cortó de raíz, cerrando la cañada.

 

—Ello le costó la muerte.

 

—Causada por la ambición de Hal Careway. Desea el Gulch... como también usted lo ambiciona.

 

—Pero yo —contestó, inclinándose seductoramente hacia él—, poseo unos medios de los que carece Careway. ¿Es que no se da cuenta, Chayne?

 

Por unos momentos, Manson estuvo a punto de dejarse arrastrar por las circunstancias.

 

Manson respiró fuertemente y se separó un poco de Donna.

—Sí, me doy cuenta, pero no quiero ceder —dijo con voz crispada—. Deseo seguir siendo amigo suyo, compréndalo; sin embargo, el paso por el Gulch es un punto que no discutiré

mas.

 

La joven pareció sentirse decepcionada por la fortaleza de su visitante. Sin levantarse, irguió el torso y se alisó la falda, por las caderas.

 

—La amistad que usted me propone es un poco rara —manifestó—. Un amigo que dice serlo, no se porta de la manera que usted lo hace.

 

—Lo siento. —Manson se puso en pie—. No pienso variar. En ese asunto, repito, he dicho la última palabra.

 

—Los Careway pueden intentar pasar también —apuntó Donna intencionadamente.

 

—Les echaré a tiros de mis tierras —declaró él tajantemente.

 

¿Incluso si llevan a Thorpe para apoyarles?

 

—Mire, Donna; Thorpe obedece ciegamente a los Careway, pero sólo por que ejercen alguna forma de presión sobre él. Antes, Thorpe era un sujeto honesto e imparcial; después..., bien, no sé qué diablos le hizo cambiar de manera tan radical. Estoy seguro —añadió Manson—, que si Thorpe pudiera deshacerse de los motivos que le atan a Hal Careway sería de nuevo el mismo de hace seis o siete años.

 

No creo que le paguen un solo centavo —observó ella

agudamente—. Hal Careway es el sujeto más tacaño que he conocido en los días de mi vida. Lo cual no le impide ser también el más codicioso.

 

—Codicia y tacañería suelen ir casi siempre juntas de la mano —dijo el joven sentenciosamente. Recobró su sombrero Adiós, Donna. Recuerde que, a pesar de todo, quiero seguir siendo amigo suyo.

 

Ella sonrió.

 

—Y usted no olvide que yo quiero pasar mis reses por la cañada y que me gustaría hacerlo con pleno consentimiento suyo.

 

Manson sonrió también, pero no quiso decir nada. Salió de la casa y momentos después se había perdido de vista.

 

Frank Bean llegó más tarde.

—Me han dicho que Manson ha estado aquí —dijo.

Es cierto —confirmó Donna.

Y  Se niega a dejar pasar las reses por el Gulch. Bean se llenó de aire los pulmones.

 

Entonces, déme una orden y suprimiré el obstáculo —habló con acento estremecedor.

 

Donna hizo un gesto con la mano.

 

—Aguarde un momento, Frank. Antes de actuar contra Manson, tenemos que derrotar a los Careway. —Su busto se dilató fuertemente—. Quiero el Casa 7 y lo obtendré a cualquier precio, pero antes quiero que Thorpe se ponga de nuestra parte.

Bean respingó.

 

¡Eso es imposible! ¡Thorpe es carne y uña de los Careway! ¡Le costaría una gran fortuna hacer que les volviese la

espalda!

 

—No me costará un centavo —dijo ella, sonriendo enigmáticamente—.

 

Como tampoco le cuesta nada a Hal Careway. De alguna manera, ese viejo ladrón tiene bien amarrado a Thorpe. Ignoro cómo lo hace, pero puesto que no le paga dinero, resulta obvio pensar que Careway conoce algún punto negro en su vida. Si nosotros llegásemos a saberlo, dejaríamos a Careway con dos palmos de narices y Thorpe nos apoyaría incondicionalmente.

 

Bean se frotó la mandíbula con gesto pensativo. Tal vez —apuntó— resultaría conveniente hacer una incursión en el Casa 7.

 

—¿Durante el día? Imposible; hay siempre una vigilancia extrema.

 

—Por la noche, la gente duerme —sonrió el capataz—. Si Hal presiona a

 

Thorpe, tiene que hacerlo por medio de alguna prueba contundente; no sólo con su palabra, que podría rebatirse ante un tribunal. Y en tal caso, esa prueba debe hallarse

en el despacho de su casa.

 

Los ojos de Donna Haver brillaron de súbito.

 

—¡Eso es, Frank! —exclamó—. Tiene que ser algún documento, que Hal amenaza con hacer público si Thorpe no le obedece. Entonces, si pudiéramos apoderarnos de él...

 

—Deje que yo pruebe —pidió el capataz—. Esta noche iré al rancho.

 

—Hay perros.

 

Bean sonrió.

 

—Tengo un par de hombres que por cincuenta dólares organizarán un considerable tiroteo lejos de la casa. Eso hará salir a todos los Careway y a sus peones. Mientras tanto, yo aprovecharé la ocasión para registrar el despacho.

 

—De acuerdo. Hable con esos dos sujetos, pero, sobre todo, que no se dejen echar el guante; de lo contrario, su esfuerzo no serviría de nada.

 

—Muy bien. ¿Cuál será su siguiente paso?

 

—Aniquilar a los Careway —declaró Donna con salvaje acento—. Y a continuación, obligar a Manson a que me ceda el paso por la cañada.

 

—Manson es un sujeto muy duro —argumentó el capataz.

 

Donna rió casi con estridencia.

 

—Yo sé ablandar a los más recalcitrantes —dijo orgullosa-mente, consciente de su propia hermosura—. Los métodos que emplearé con Manson serán muy distintos a los que usaré para exterminar a Hal Careway y a toda su ralea, puede estar seguro de ello, Frank. Ande, vaya a ver a esos dos vaqueros y póngales al corriente de lo que tienen que hacer. Si lo consiguen, habrá cien dólares para cada uno y trescientos para usted.

 

Bean salió en silencio. En la puerta, se detuvo para liar un cigarrillo.

 

Mientras lo encendía, su pecho hervía de ira motivada por los celos. Amaba y deseaba a Donna Haver y el solo pensamiento de lo que la joven pensaba hacer para ganarse la voluntad de Manson, le encendía la sangre.

 

Donna Haver era joven y muy hermosa. Además, tenía dinero y tendría aún más cuando consiguiese el Casa 7. El día en que Green Gulch pasara a sus manos, su poder no conocería límites.

 

Pero entonces se llamaría la señora Bean, porque se casaría con él.

 

Una mujer no puede casarse con un muerto. ¡Y Manson tenía que morir a sus manos!

 

                                            CAPITULO VIII

 

Los perros ladraron agudamente. Casi al momento, sonaron disparos.

 

Hal Careway tiró las mantas a un lado.

 

—¡Noah, Don, Rusty! —gritó, llamando a sus hijos, que dormían en una pieza contigua—. ¡Arriba todos! ¡Nos están atacando!

 

Encendió una lámpara, se puso los pantalones y las botas y agarró el rifle, lanzándose fuera de la habitación.

 

Los disparos se producían a una milla de distancia y sonaban casi sin interrupción.

 

—¡Llamad a todos los hombres! —bramó Hal Careway coléricamente—. ¡Hay que dar un buen escarmiento a esos bastardos de cuatreros! ¡Colgaremos a todo el que pesquemos dentro del rancho!

 

Una tremenda confusión se produjo inmediatamente. Hal Careway tomó un caballo de la cuadra y, sin molestarse en ensillarlo, galopó rápidamente hacia el punto donde sonaban los estampidos.

 

Desde la oscuridad, Frank Bean oyó el tumulto y sonrió ladinamente. Todo estaba saliendo como lo había planeado. Apenas oyó que el rumor de los caballos que se alejaba, abandonó su escondite y corrió hacia la casa.

 

No temió ser sorprendido. Sabía que los Careway vivían solitariamente.

 

Rompió a culatazos el cristal de la ventana correspondiente al despacho.

 

Entró en la habitación.

 

Encendió el quinqué. La mesa estaba cubierta de papeles y ceniza procedente de un cenicero atiborrado de colillas que nadie se había ocupado de vaciar. Bean revisó rápidamente todos los documentos, arrojándolos al suelo sin preocuparse de cómo quedaba la habitación.

 

Abrió los cajones. Uno de éstos se le resistió, sin embargo. Estaba cerrado con llave, pero eso no fue obstáculo para él. Sacó el cuchillo de monte y la cerradura saltó en el acto.

 

Tiró del cajón. Sólo contenía un documento.

Sonrió duramente. Allí estaba la prueba que andaba buscando.

 

Dobló el papel y se lo guardó en el bolsillo del chaleco. Apagó la luz del quinqué y saltó por la ventana, poniéndose a salvo en pocos segundos.

 

Escapó a tiempo.

 

Careway y los demás regresaban al rancho, vociferando alocadamente sobre el incidente, sin comprender en absoluto por qué ni quién había disparado.

 

Hal Careway callaba y no decía nada. Su mente trabajaba a toda presión.

 

En verdad, era un incidente bien extraño. No

habían visto a nadie, no les habían robado ninguna res... Los autores de los disparos habían escapado sin dar la cara, sin dirigirles siquiera un tiro...,

 

¿qué diablos sucedía allí?

 

Desmontó al llegar a la casa, lleno de un humor sombrío, que le hacía apretar las mandíbulas hasta rechinar los dientes.

 

—Noah, toma dos hombres y manten la vigilancia el resto de la noche en torno a los edificios. Disparad al menor asomo de sospecha.

 

—Está bien, padre.

Seguido de sus otros dos hijos, Hal penetró en el edificio.

 

—Rusty, prepara café.

 

—Le toca a Don —protestó el chico.

 

La mano de Hal Careway se movió con violencia.

 

—Cuando yo doy una orden, se cumple a rajatabla —rugió—. ¡Prepara el café!

 

Un hilo de sangre corrió por el mentón del chico. Su mirada adquiriró de pronto un brillo asesino.

 

—Padre —dijo lentamente—, prepararé el café, pero no olvides que tengo ya dieciocho años.

 

—¿Y...? —le preguntó el viejo, desafiante.

 

—Que sea la última vez en mi vida, que nadie, ni aun mi propio padre, se atreva a ponerme la mano encima —contestó Rusty, echando a andar hacia la cocina.

 

Hal Careway emitió una fuerte risotada.

 

—«Es bravo el chico —comentó—. Se parece a mí, cuando tenía sus mismos años. Tampoco podía soportar que nadie me pusiera la mano encima. Por eso me escapé de mi casa a...

 

Bueno, ¿qué diablos importa la edad que tenía entonces?»

 

Don, dile a tu hermano que me lleve el café al despacho.

El ranchero se encaminó hacia la puerta de su despacho, situada a pocos pasos de distancia. Hizo girar el pomo, la abrió e inmediatamente se escapó de sus labios una atroz blasfemia.

 

—¡Don! ¡Rusty! —bramó.

 

Los dos hermanos acudieron inmediatamente. Su sorpresa no fue menor que la de su padre al ver el despacho en el más completo desorden.

—Pero, ¿qué diablos es esto? —gritó Don, avanzando unos

pasos dentro de la habitación—. ¿Tenías dinero aquí, padre?

 

Hal Careway no contestó. Tenía en efecto, algo de dinero, pero el lugar donde lo guardaba aparecía intacto. No parecía

que el objetivo del ladrón hubiese sido, precisamente, aquel dinero que guardaba para las necesidades más perentorias del rancho. Su mirada vagó por todos los rincones de la estancia, mientras comprendía que los disparos que habían oído no habían sido otra cosa que una argucia destinada a hacerles dejar la casa sola durante unos momentos. Los justos para...

 

De repente, sus ojos captaron la imagen de un cajón abierto y descerrajado. Un bramido de ira se escapó de sus labios al darse cuenta del objetivo del intruso.

 

Don y Rutsy lo comprendieron también cuando se lo dijo.

 

—Ha sido Thorpe —acusó el más pequeño inmediatamente.

 

Hal Careway meneó la cabeza.

 

—No —contradijo—. No ha sido él. Es Chayne Manson. Ignoro cómo, pero se ha enterado de que guardábamos ese papel en casa y, secundado seguramente por su único vaquero, nos ha engañado miserablemente.

 

—Eso quiere decir que ahora tendrá al alguacil de su parte —exclamó Don, lleno de pánico.

 

Hal Careway sonrió torvamente.

—Todavía no lo tiene, muchachos —dijo—. Todavía no lo tiene... ni lo tendrá jamás, os lo aseguro.

 

En el Green Gulch se madrugaba mucho. El propietario no era precisamente el último en quedarse en la cama. Como todos los días, al rayar el sol, saltó del lecho y, en mangas de camisa, se dirigió al abrevadero, en donde procedió a hacer el aseo matutino.

 

Cuando estaba terminando, Valeria salió al porche, con una barra de hierro en la mano y un triángulo en la otra. El tintineo se expandió por la cañada.

—Chayne, si no viene pronto, se lo echaré a los coyotes —gritó alegremente.

 

Manson se incorporó, mientras terminaba de enjugarse el rostro. Contempló sonriente a la muchacha. Era una visión encantadora. Comparó a Valeria con Donna Haver.

 

Esta, posiblemente, era mucho más hermosa, pero carecía de la frescura de Valeria. La franqueza de la muchacha no es esa melosa ingenuidad, que en ocasiones podía acercarse, como había visto en más de una chica, a la estupidez, era algo que la hacía mucho más atractiva que la deliberada y sugestiva ostentación de sus encantos, que hacía Donna, con el fin de conquistar a un hombre, por el ansia de lograr lo que ese hombre poseía.

 

Caminó hacia la casa con la toalla en la mano.

 

—Valeria, viéndola a usted por las mañanas, se le pasan a

uno todos los malos humores que ha acumulado durante la

noche dijo.

 

Ella se ruborizó.

 

—Yo creía que el sueño era el que libraba de los malos humores y de los disgustos que uno recibe durante el día.

 

—Así debiera ser, pero a mí me pasa todo lo contrario. Arrugó la nariz, olfateando el olor que salía del interior—. ¡Qué maravilla! ¿Quién será el granuja que se lleve esta perla, que sabe cocinar tan bien?

 

No me adule o le daré con la barra en la cabeza, Chayney amenazó ella riendo—En estos momentos, tiene usted tanto apetito, que una mula asada le parecería el mejor de los manjares. Entre y destrócese el estómago con mis guisotes.

 

Wynn Sheckey apareció en aquel momento.

Dormía como un tronco

dijo

 

—, pero no sé qué olor llegó hasta mi cuarto que me desperté en el acto.

 

Esta noche —observó con cierta preocupación— me ha parecido oír disparos.

 

¿De veras? —preguntó el joven, muy interesado.

 

No puedo afirmarlo con seguridad. A lo mejor es que lo he soñado yo, muchacho. Pero es que las aprensiones no me dejan vivir.

 

—¿Hacia dónde creyó oír los disparos, señor Sheckey?

 

Yo juraría que hacia la parte del Casa 7, pero quizás es que lo he soñado, Chayne; no me hagas caso, de todas formas. Valeria vino en aquel instante con una fuente llena de huevos y tocino fritos.

 

Anoche cenaste demasiado, papá —le reprendió—. Estoy cansada de decirte que no te llenes tanto el estómago por las noches.

 

—Es que con los guisos que hace usted, a uno no le importa dormir mal si cena bien —rió Manson, atacando su plato.

 

Después del desayuno, se dispusieron a emprender la labor del día. Hacía tiempo que el joven quería reparar una vieja cabana que tenía en el extremo sur del rancho, para el caso de que tuviera que quedarse alguna noche a dormir en ella. Se imaginó que no encontraría acaso ni los troncos, pero sabía que era conveniente ir poniendo todo a punto. De momento, sólo poseía dos docenas de reses. No obstante, con un poco de suerte, pensó, en cinco años, habría rehecho la manada y...

 

Amargamente, cuando vio acercarse por el fondo de los árboles a los cuatro jinetes que cabalgaban en hilera, torvos y silenciosos, se preguntó si tendría la suerte que tanto ansiaba.

Sheckey salió tras él y lanzó un juramento.

 

—¡Son los Careway! —exclamó.

 

                                         CAPITULO IX

Chayne Manson y Sheckey descendieron al suelo del patio

y esperaron la llegada de los cuatro jinetes.

 

Los Careway se detuvieron a cinco pasos de la pareja, formando un semicírculo de caras hoscas y ceñudas. Manson pudo ver cuatro manos cerca de los revólveres.

 

—Señor Careway —saludó.

 

—Di a ese vaquero que se aparte —contestó el ranchero—. No tengo nada contra él y no me gustaría que recibiese un balazo sin merecérselo.

 

—Trabajo para Chayne Manson.

 

—Un momento —exclamó el joven—. Creo que yo también tengo derecho a hablar, señor Careway, usted parece que viene con ganas de matarme. Si es por vengar a Burton, debe

considerar que éste mató a mi padre.

 

—Esas palabras se compaginan mal con lo que sucedió anoche. Estuviste en mi casa y te llevaste algo que estimo en mucho.

El joven se sorprendió visiblemente.

 

—¿Que yo estuve anoche en su casa? ¿Quién se lo ha dicho a usted?

 

—Shackey te ayudó... —gritó Noah, frenético de ira—. El disparó unos tiros, para hacernos abandonar la casa...

 

—¡Cállate, Noah! Deja que yo hable. —Miró al joven de nuevo—. Chayne, devuélveme lo que te llevaste.

 

—Está usted confundido, Careway —respondió Manson—. No he salido de mi casa en toda la noche. Shackey puede probarlo...

 

—Shackey te ayudó. Disparó para distraernos y mientras tanto, tú entraste en mi despacho y te llevaste un documento que me interesa muchísimo. No me hagas recobrarlo por encima de tu cadáver.

 

El joven se envaró. Los disparos que había oído Sheckey entre sueños habían sido reales.

 

—Señor Careway —dijo—, usted asegura que Sheckey hizo anoche algunos disparos. Estoy dispuesto a dejar que com-puebe todas las armas que tengo en casa, para que se convenza por sí mismo de que hace días que no hemos gastado un solo cartucho ninguno de los dos. —Levantó ambas manos, señalando con el gesto de la veracidad de sus intenciones—.

 

Desmonte y entre, se lo ruego.

 

—No me dejaré engañar —rugió el viejo coléricamente—. Chayne, te doy exactamente un minuto para que me devuelvas lo que me robaste. Podrás vivir, porque sólo te acusaré de violación de domicilio y el juez te impondrá una ligera pena. Pero si te niegas, no vivirás un solo segundo más del plazo que te he dado.

 

Un profundo silencio se abatió sobre el patio. Manson se dio cuenta de que el viejo no le dejaba otra alternativa, que el odio le cegaba y que cualquier error sería rechazado inmediata y hostilmente. En consecuencia, se dispuso a vender cara su vida.

 

Repentinamente, la voz fresca y clara de Valeria rompió el silencio al exclamar:

 

—¡Señor Careway! ¿A cuál de sus hijos quiere usted menos? ¡Dígamelo, pronto, porque de lo contrario, Rusty, que es le más joven, será le primero en caer! ¿O prefiere que sea Noah, que es el mayor? Me han dicho que Don es bastante gandul y que no se gana las judías con tocino que consume.

 

¿Suprimo una boca estéril? ¡Por Dios que si veo una mano moverse hacia los revólveres, dos de ustedes caerán por lo menos antes de que muera mi padre!

 

La situación dio un cambio brusco con la intervención de la muchacha.

 

Valeria estaba agazapada tras una ventana, por fuera de la cual asomaba únicamente el cañón del rifle que empuñaba con roqueña firmeza.

Manson decidió aprovecharse de la coyuntura y sacó velozmente su revólver.

 

—Señor Careway, —dijo, encañonándole con el arma—, le juro, por lo que más quiera usted, que yo no he estado en su rancho la noche pasada ni le he robado un solo centavo. Mi oferta de que examine todas las armas sigue en pie, como muestra de mi buena voluntad. Ahora es a usted a quien corresponde aceptarla o rechazarla.

El ranchero le miró con ojos llemantes de odio.

—Por esta vez —dijo rabiosamente—, has ganado. Pero no

gozarás mucho de tu triunfo. Al algucial Thorpe no podrás apuntarle con un revólver como a mí, te lo aseguro.

 

Tiró de las riendas, y partió al galope.

 

El último en hacerlo fue Rusty, quien dirigió al joven una mirada envenenada.

 

Debí haberte matado como a un perro el otro día —dijo—. No importa; hay tiempo de sobra. Volveremos a vernos... cuando no te protejas tras unas faldas, como parece ser es tu costumbre.

 

—Vete, Rusty —dijo Manson tranquilamente—; nunca me ha gustado pegar a los chiquillos y eso es lo que tú eres. Cuando seas un hombre, ven a buscarme, no antes.

 

La mano del chico se apoyó sobre la culata de su revólver. Pero el sonido del percutor del revólver que sostenía Manson al ser montado frenó su gesto en seco.

 

—Vete, Rusty —repitió el joven—. Una vez maté a un Careway y, aunque no lo creas, todavía me duele. Pero creo que ahora no me dolería tanto como entonces.

 

¡Vamos, Rusty! —le llamó su hermano Noah de lejos.

 

—Nos veremos —prometió el chico, devorando impotente

su rabia.

 

Al quedarse solos, Manson enfundó su pistola. Sólo entonces se dio cuenta de que estaba sudando copiosamente.

 

—Gracias por su ayuda, Sheckey. —La muchacha salía de la casa en aquel instante—. Y a usted también, Valeria.

 

Ella estaba muy pálida.

 

—Mi padre estaba en peligro —dijo llanamente. Pero no quiso añadir que, al mismo tiempo, también había querido proteger la vida del joven.

 

—No era su pelea, Careway lo dijo —contestó Manson.

 

—Lo es —afirmó Sheckey con firmeza—. No vine al Gulch sólo por ganarme un sueldo cómodamente. De no haber sido porque la madre de Valeria lo quiso, jamás me habría movido de aquí. Pero ahora ya no existen motivos para que me marche y me quedaré en el valle, lo quieran o no los Careway.

 

El joven asintió, a la vez que, íntimamente, se sentía satisfecho por la lealtad que le demostraban padre e hija. Sin embargo, su preocupación actual eran las acusaciones proferidas por el dueño del Casa 7.

 

Sheckey adivinó sus pensamientos.

 

—Me gustaría saber —dijo— quién ha entrado en su casa esta noche y qué le han robado que está tan furioso. De dinero no ha hablado, lo que parece indicar que se trata de algún documento muy importante.

 

Un documento —repitió el joven en tono meditabundo—. Pero ¿qué clase de documento?

 

—Mencionó que Thorpe vendría a exigírselo, Chayne —intervino Valeria.

 

—¿Thorpe? ¿Y qué tiene que ver el alguacil en todo esto? —exclamó él. De pronto, una idea brilló en su mente—. Me parece que empiezo a ver claro.

 

—Explícate, muchacho —pidió Sheckey.

 

—Creo que ya hemos discutido la forma en que Hal Careway tiene sometido a Thorpe y que no es precisamente por el dinero. Bien, entonces, el que sea, ha conocido la existencia de ese documento que tanto compromete al alguacil y se ha apoderado de él.

 

—¿Para qué? —preguntó Valeria.

 

—Para obligar a Thorpe a ponerse de su lado.

 

Hubo una pausa de silencio.

 

—Eso está bien —dijo Sheckey—, pero ¿quién ha sido?

 

La mirada de Manson se perdió a lo lejos.

 

—Creo adivinarlo —contestó—. Y voy a comprobarlo ahora mismo.

 

Echó a correr hacia el establo y ensilló su caballo. Valeria le siguió a poco.

 

—Ha sido Donna Haver, ¿no es cierto? —preguntó, con el pecho palpitante por la emoción del momento.

 

—Presumo que sí —contestó él ceñudamente—. Y si lo que estoy pensando es cierto, creo que la ambición de esa mujer va a desatar el infierno en el valle.

 

Apretó la cincha y se dispuso a montar. Entonces la mano de Valeria se apoyó en su brazo.

 

—Por favor —le dirigió una mirada de súplica—, tenga mucho cuidado. Esa mujer es muy peligrosa.

 

—Los Careway también lo son —respondió él. Apretó los labios—. Si Thorpe no se hubiese dejado dominar se habría evitado mucha sangre. Y todavía va a correr más.

 

—Eso no es asunto suyo —protestó la muchacha—. Deje que Donna y los Careway solventen sus diferencias del modo que mejor les guste.

 

—Todavía puedo llegar a tiempo —arguyo el joven—. Porque, si sucede lo que me estoy imaginando, Donna Haver se volverá luego contra mí. Y por ahora está muy amable, pero esa amabilidad se trocará en firmeza, cuando se dé cuenta de que no pienso asentir a sus propósitos. ¡Hasta luego, Valeria!

 

Montó de un salto y partió a escape. Valeria salió a la puerta del establo, con los ojos llenos de lágrimas.

Su padre se le acercó lentamente.

 

—¿Lloras por él? —preguntó.

 

Ella afirmó con un movimiento de cabeza.

 

—Es todo un hombre —murmuró el viejo vaquero—. Y, aunque te duela oírlo, las mujeres deben dejar que los hombres resuelvan sus asuntos de la manera más conveniente, siempre que no se aparte de las reglas de firmeza y honradez que deben observar en todo momento.

Valeria asintió. Luego, sin poder contenerse, se abrazó a

su padre y rompió en agudos sollozos.

 

                                          CAPITULO X

 

Cerca del mediodía, Deacon Thorpe oyó que se abría la puerta de su oficina. Levantó la vista y vio que Donna Haver, seguida de su capataz, entraba y se dirigía a él rectamente.

 

—¿Qué tal, señorita Haver? Hola, Bean.

 

—Hola, alguacil —dijo la joven secamente—. Vengo a presentar una acusación por robo de ganado.

 

—¿Le han robado reses? ¿Quién ha sido?

 

—Hal Careway y sus hijos.

Thorpe procuró dominar la sorpresa que le producían las declaraciones de la joven.

 

—Eso es imposible. Los Careway tendrán muchos defectos, pero no son ladrones.

 

—Las opiniones discrepan, alguacil —dijo Donna fríamente. Se sentó negligentemente en un ángulo de su mesa y empezó a juguetear con los guantes que tenía en la mano—. Usted irá al Casa 7 y les detendrá o de lo contrario, todo el mundo, en Lanosa, sabrá qué clase de alguacil es usted.

 

Antes de que pudiera contestar, Donna volvió a hablar: —Hace diez años, una partida de granujas asaltó una diligencia. El conductor y un viajero resultaron muertos, pero el ataque fracasó, gracias a la resuelta actitud del escopetero, que mató a uno de los forajidos, hirió a otro gravemente e hizo escapar a los dos restantes con las manos vacías. El herido habló antes de morir y dio los nombres de sus dos compinches. Más tarde, se capturó a uno y fue ahorcado. El otro pudo esconderse y no ha sido habido hasta ahora. Su nombre era Dennis Thowick.

 

A medida que la muchacha pronunciaba sus frases, el rostro del alguacil iba perdiendo el color.

 

Se publicaron pasquines de recompensa, pero todo fue inútil. Dennis Thowick desapareció como si se lo hubiese tragado la tierra. Tuvo suerte, porque el día que lo atrapen, será juzgado y ejecutado en pocas horas. ¿Ha oído usted mencionar alguna vez el nombre de Thowick, alguacil? Muy curioso;

tiene sus mismas iniciales, señor Thorpe. Qué le sucede, ¿se

siente mal?

 

Thorpe apretó los labios. Aquél era un pasaje de su vida que deseaba olvidar, pero que siempre le había acompañado. No había hecho más que amenazar con el revólver; ni siquiera había disparado contra el conductor y el pasajero muertos, pero había tomado parte en el asalto, dos personas habían perdido la vida y ello era motivo más que suficiente para ser ahorcado.

 

—Nunca he visto un pasquín en mi oficina.

 

Creo que sólo había uno en el valle. Hasta hace poco, Careway lo tenía en su poder. Ahora lo tengo yo.

 

Thorpe miró a la joven. Su rostro estaba lleno de amabilidad, pero en los ojos se captaba una expresión de granítica dureza. En un instante, comprendió lo que Donna quería de él.

 

Durante cuatro años, a raíz de su llegada a Lanosa, había sido un hombre recto e imparcial, tratando de compensar de algún modo, con su conducta, el daño causado. Después, en un viaje, Hal Careway había conseguido, no sabía cómo, aunque tampoco le importaba demasiado, uno de los pasquines en los que aparecían su nombre y su inconfundible descrip-

ción.

 

A su modo, Careway era un sujeto listo y pronto había deducido la verdad.

 

El no hubiera accedido a sus pretensiones, de no haber sido por el espantoso temor que sentía a la horca.

 

Si sólo se hubiese tratado de unos cuantos años de presidio... —¿Y bien, Thorpe? —dijo Bean, muy impaciente ,ante su silencio.

 

—Déjelo, Frank —exclamó Donna, apeándose de la mesa—. Permitámosle unos minutos de reflexión. —Le dirigió una brillante mirada—. Esperaremos en la puerta de su oficina, señor Thorpe.

Salieron. Bean cerró cuidadosamente.

 

—¿Cree que dará resultado? —preguntó Donna.

 

—Claro que sí —rió el pistolero—. No había otro pasquín en el despacho de Careway. En otro caso, habríamos tenido que repartirnos los favores del alguacil. Pero ahora, ese viejo bandido se ha quedado sin la palanca con la cual presionaba sobre Thorpe. La presión la haremos ahora nosotros...

 

Donna le dirigió una fría mirada.

 

—No hable en plurarl, Bean —cortó—. Yo haré lo que deba hacerse, no usted. Recuerde quién es la dueña del rancho y quién lo va a ser del Casa

 

 —Su mirada vagó lejos—. Y antes de mucho, también del Green Gulch.

 

Bean dominó exteriormente la ira que le hervía por dentro.

 

—Claro —contestó—. Dispénseme. —Pero Donna se habría sentido sorprendida y aun asustada de haber podido conocer las ideas que bullían en la mente de su capataz.

 

No obstante, se dio cuenta de que tal vez había ido un podo lejos en la represión y trató de arreglarlo.

 

—Por supuesto —dijo sonriendo—, cuando todas esas tierras sean un solo rancho, usted será el gerente general con el cincuenta por ciento más de sueldo y participación en los beneficios anuales. Me gusta pagar bien a quien bien me sirve, Frank.

 

—Muchas gracias, señorita —contestó el capataz urbanamente. Cuando los tres ranchos fueran uno solo, ya hablarían con más extensión, se dijo—. Parece que Thorpe se retrasa. Entraré a ver...

 

Donna le asió de pronto por el brazo.

 

—¡Mire! —dijo, señalando con la mano hacia el extremo de la calle. *

Bean sonrió torvamente.

 

—Esta es la ocasión que esperamos para probar a Thorpe —dijo—. Si no lo hace ahora, lo hundiremos. Usted, señorita Haver, vayase de aquí; la gente no debe comentar sobre su presencia en el momento de la detención de los Careway.

 

—De acuerdo —dijo ella—. Pero sólo vienen tres.

 

—El que queda no vivirá mucho tiempo más. Vayase, pronto —la urgió el capataz.

 

Donna se retiró en el momento en que Thorpe salía de la oficina.

 

—Alguacil —exclamó Bean—, ahora tiene usted la ocasión de cumplir con su deber. Hal Careway y dos de sus hijos llegan a la ciudad en estos instantes.

 

El rostro de Thorpe se ensombreció. Toda su vida sería igual. Si no eran los Careway, sería Donna Haver y si no era la muchacha, otro ranchero sin escrúpulos acabaría también por subyugarle y obligarle a plegarse a sus deseos. Los Careway le habían forzado a hacer cosas que le repugnaban y cada vez que pensaba en ellos lo hacía con un odio tremendo, que acrecía de día en día.

 

Sí, el capataz tenía razón; era llegada la hora de cumplir con su deber y hacer purgar a los Careway todo el infierno que le habían hecho pasar durante seis años.

 

El ranchero y sus dos hijos estaban ya a quince o veinte pasos. Descendió de la acera y salió al centro de la calle. Bean quedó bajo el porche, apoyado negligentemente en un poste.

 

—¡Hal! —gritó Thorpe—. Entregúeme sus armas. Vosotros, Noah y Don, entregadlas también. Estáis acusados de haber robado reses en el E Bar y debo arrestaros hasta que se celebre el juicio.

 

Espoleando fieramente a su caballo desde que partiera del rancho, Chayne Manson llegó al E Bar y descabalgó en el patio. Un vaquero salió a su encuentro.

 

¿Qué se le ofrece, amigo? —preguntó.

 

Deseo ver a la dueña —respondió el joven. No está.

Manson frunció el ceño. —¿Ha salido?

Sí.

 

¿Sola?

 

Bean iba con ella.

 

Como la inmensa mayoría de los vaqueros, aquél era sumamente parco en palabras. Casi había que arrancárselas con tenazas una a una.

 

—¿A dónde fueron?

 

A Lanosa. Muy temprano —agregó el hombre voluntariamente.

 

Manson frunció el ceño. Empezaba a ver claras las cosas. Tengo que alcanzarla —dijo, agarrando de nuevo el pomo de la silla.

 

El vaquero soltó una risita.

 

Lo mismo han dicho los otros. ¿Qué otros? —se extrañó el joven.

 

Careway y sus dos hijos mayores. ¿Han estado aquí los Careway?

 

—Sí. También preguntaron por el ama. Les dije lo mismo que a usted. Se marcharon de estampida.

 

¿Cuánto tiempo hará de eso?

 

—Menos de una hora. —El vaquero miró el caballo de Manson y meneó la cabeza—. Su montura está muy fatigada. No podrá darles alcance.

 

La mente de Manson trabajó durante algunos segundos. Era evidente que los Careway habían llegado a la misma conclusión que él: aunque Donna

Haver no hubiese sido la autora material de la sustracción de que le habían acusado, sí era la inspiradora y aún la autora de la orden. Por lo tanto, era fácil presumir cuáles eran las intenciones de Hal Careway y de sus dos hijos.

 

Y, más fácil todavía, podía adivinar los propósitos de Donna. Quería primero el Casa 7 y después el Gulch, con o sin dueño.

 

Se sintió terriblemente asqueado. En un principio, pese a todo, Donna le había inspirado simpatía. Ahora podía ver que no era mucho mejor que los Careway, a quienes tanto había denigrado.

 

Si Donna conseguía convertirse en dueña de los tres ranchos, el control del valle entero pasaría a sus manos. El resto era fácil de imaginar.

 

—Está bien —dijo—. Présteme un caballo de refresco. Yo responderé ante su ama.

 

El vaquero se encogió de hombros.

 

—Bueno —fue todo lo que dijo.

 

 

                                      CAPITULO XI

 

Los sagaces ojos de Hal Careway contemplaron durante unos instantes el rostro del alguacil. Más atrás, apoyado en un poste, divisó a Frank Bean, contemplando la escena con aire especulativo. Inmediatamente, adivinó quién era el autor del robo del pasquín y supo también que no había obrado por sí mismo.

 

—Muchachos —dijo en voz baja—, yo voy a encargarme de Thorpe. Vosotros dos, liquidadme a ese bastardo de Bean. Después veremos a su ama.

 

—Es mala cosa meterse con un hombre portador de una estrella, padre —dijo Noah—. Esto no me gusta.

 

—Entonces, lárgate. No quiero cobardes a mi lado —le apostrofó Hal.

—Estoy esperando que soltéis las armas —dijo el alguacil

en aquel momento.

 

Pero, interiormente, Thorpe sabía que ninguno de los Careway era capaz de hacer una cosa semejante, a menos que alguien les estuviese apuntando ya con una pistola. Se preguntó por qué faltaba Rusty, el menor, pero en el mismo instante, oyó un fuerte grito del viejo:

 

—¡Ahora!

Thorpe se sobresaltó cuando vio que Hal tiraba de la pistola.

 

Frenéticamente, echó mano a la suya y la desenfundó rápidamente.

 

 

En el momento en que dejaba caer el percutor del revólver, algo le golpeó con terrible ímpetu en el centro del pecho. Fue como un tremendo puñetazo asestado en medio del corazón, que le hizo caer de espaldas, completamente inmóvil. Durante un segundo, sus ojos contemplaron el esplendente azul del cielo. Luego, aquel color azul empezó a volverse negro, muy negro... Ya no pudo ver a Hal Careway que se desplomaba a un lado del caballo, con la frente destrozada por su proyectil.

 

Tampoco pudo ver la escena que se desarrolló casi simultáneamente. Al oír el grito de su padre, Noah y Don sacaron sus revólveres.

 

Luchaban contra un hombre infinitamente más experto que ellos en el manejo de las armas. Eran buenos y rápidos tiradores, pero no podían compararse ni de lejos con un hombre como Frank Bean.

 

El capataz del E Bar presintió lo que iba a ocurrir. Cuando vio que el viejo sacaba su pistola, la suya apareció como por arte de magia. Incluso esperó una fracción de segundo a que Noah Careway sacara también su pistola.

 

Disparó una vez. Noah abrió los brazos, lanzando el revólver muy lejos. Se venció hacia adelante, quiso agarrarse al cuello de su montura, pero luego, faltándole las fuerzas, se desplomó al suelo, entre las patas de la bestia.

 

Don desmontó, intentando guarecerse bajo su caballo. Bean saltó a un lado, esquivando el primer disparo de éste y luego, apuntando con todo cuidado, atravesó una pierna de su antagonista.

Contempló cómo Don hundía su rostro en el polvo. Luego, con toda tranquilidad, sin que su rostro expresara las emociones que se agitaban en el interior de su ánimo, enfundó el revólver y dio unos pasos por el polvo.

 

Los caballos habían huido, espantados por el fragor de los disparos. La gente empezó a salir de sus refugios.

 

Bean se arrodilló junto a Thorpe. Los ojos del alguacil estaban desmesuradamente abiertos, fijos en el cielo.

 

—Está muerto —anunció a los curiosos, que ya se congregaban en torno suyo.

 

Los cascos de un caballo lanzado a todo galope repiquetearon en aquel momento. Bean se puso en pie, limpiándose los pantalones maquinalmente.

 

Un hombre se abrió paso a viva fuerza entre el círculo de curiosos.

 

Los ojos de Chayne Manson y de Bean se encontraron. —Llega usted un poco tarde, Manson —dijo el capataz del EBar.

 

—He podido darme cuenta de ello —respondió el joven volviendo los ojos hacia el muerto cuerpo de Thorpe—. ¿Fue Careway?

 

—Sí, todos lo hemos visto —sonó en aquel momento la voz de Donna Haver

 

—. Careway y sus hijos me robaron una punta de reses la noche pasada.

 

Vine a denunciar el hecho y... bien, ellos se resistieron al arresto; eso es todo.

 

—Bueno —sonó una voz—, ¿y a quién nombramos ahora alguacil? Thorpe lo fue durante diez años.

 

—¡Propongo a Chayne Manson! —gritó la muchacha—. Es decente y hará cumplir la ley.

 

—Ahí está el juez Rupplan —añadió Bean, comprendiendo las intenciones de su ama—. Que sean él y el alcalde quienes confirmen el nombramiento.

 

—¡Es un ex presidiario! —alegó alguien a gritos.

 

Manson se sintió asqueado. El cuerpo de Thorpe estaba aún caliente y, metafóricamente, ya se disputaban sus despojos. Además, no le agradaba que se aprobase la propuesta de Donna Haver.

 

—Ya pagó su pena —alegó Bean—. Ahora es un hombre

decente. Siempre lo fue y si los Careway no hubiesen sido unos forajidos, él no hubiese ido jamás a la cárcel.

 

Manson se asombró, en un principio, de la apasionada defensa que hacía Bean de él. No tardó mucho, sin embargo, en comprender que, tras las calurosas palabras del capataz, se escondían unos propósitos menos confesables. Y, de repente, se sintió invadido por el vivísimo deseo de contrarrestar las ambiciones de Donna Haver y de su sanguinario capataz.

 

Tal vez pretendían convertirle en un pelele, como Thorpe lo había sido de los Careway; bien, les demostraría que no habría nadie en el valle capaz de dictarle ninguna norma de conducta que no se ajustase al estricto cumplimiento de la ley.

 

—¡Vamos, juez —gritó Bean—, apruebe el nombramiento!

 

Alguien empujó a Rupplan. Era un hombre asustadizo y temeroso enemigo de la violencia. Su rostro estaba invadido por una cerúlea palidez.

 

—Yo... —balbuceó, evitando cuidadosamente mirar el cuerpo de Thorpe—.

 

Bueno, si el interesado acepta... si no hay oposición por parte de los ciudadanos y el alcalde dice que sí...

 

—Yo no tengo el menor inconveniente —dijo el mencionado en aquel momento. Miró en torno suyo—. ¿Hay alguien que se oponga a que Chayne Manson sea nuestro alguacil a partir de ahora?

 

Era preciso aprovechar el momento, antes de que se manifestasen más síntomas de oposición.

 

Donna dirigió a Bean una rápida mirada y el capataz se inclinó hacia el cadáver de Thorpe.

Soltó la estrella del chaleco y se la entregó al joven.

 

—Ahora es usted el nuevo alguacil, Manson —dijo.

 

Chayne se la prendió en el pecho de la camisa.

 

—De acuerdo —dijo—. Prometo que haré cumplir y respetar la ley, de una manera justa y equitativa para todos.

 

—Eso basta —sentenció el juez Rupplan, escabullándose en el acto de aquel lugar.

 

—Muy bien —exclamó el joven—. Ahora, dispérsense todos, por favor. Que alguien avise al de la funeraria para que venga a recoger los cuerpos.

 

Giró sobre sus talones y se encaminó hacia la oficina, sin saber aún qué determinación adoptar. Ciertamente, el sueldo de su nuevo empleo resultaba un buen refuerzo para su no muy fuerte economía, sobre todo, pensando en que la exigüidad de su rebaño permitiría que Sheckey atendiese al cuidado de las reses sin su presencia, como había venido sucediendo hasta entonces. Tenía la cabeza convertida en un torbellino y quería clarificar sus ideas.

 

Donna y Bean le siguieron a corta distancia. Donna hizo una seña a su capataz y éste quedó fuera, liando un cigarrillo, aparentemente tranquilo, pero devorado por los celos.

 

Manson no era para él más que un peón del juego en que se había empeñado. Por el momento le convenía que siguiera vivo, para que terminara de desbrozarle los obstáculos que le faltaban para alcanzar su triunfo. Después... bien, una emboscada, ¡era tan fácil de preparar!

 

Bastarían un par de cientos de dólares para encontrar al hombre apropiado, al que luego se encargaría de hacer desaparecer del valle. Más tarde... sonrió,

inhalando el humo, recreándose ante la belleza de la perspectiva del porvenir que se abría ante él.

 

Donna cerró la puerta a sus espaldas y miró al joven sonriendo.

 

—Le felicito, Chayne —dijo—. Creo que en toda Lanosa no podríamos haber encontrado otro hombre más adecuado

para el cargo.

 

—Gracias —respondió él sobriamente—. En verdad, el sueldo que me pagarán será un buen refuerzo para mi flaca

bolsa.

 

—Me imagino que al salir de la cárcel llegaría usted aquí sin dinero o poco menos —dijo ella—. Si le hace falta algo, pídamelo sin rodeos. Ayudaré al vecino, no al hombre de la estrella —añadió intencionadamente.

 

Se lo agradezco igual, aunque por ahora no me es necesario, Donna.

 

__Muy bien, como quiera; no puedo forzarle a ello. Y... —la

joven vaciló un instante—, con respecto al menor de los Carewav, ;qué piensa usted hacer?

 

Manson la contempló fijamente durante unos segundos.

 

 

Era hermosa, pero con la hermosura de la perversidad y de la ambición sin límites. Lucifer también había sido un ángel muy bello y el orgullo le precipitó en los abismos del infierno.

 

—Antes de proceder contra el chico, necesito pruebas de que, efectivamente, le robaron las reses.

 

—Tengo un par de vaqueros que pueden atestiguarlo —afirmó ella.

 

—Déme sus nombres, por favor. Envíelos mañana para que los interrogue.

 

¿Le parece bien?

 

Donna emitió una sonrisa de circunstancias. Le hubiese gustado más que Chayne Manson se hubiese lanzado inmediatamente a detener a Rusty Careway, pero no podía forzar demasiado la mano, so pena de dejar ver su juego con toda claridad.

 

—De acuerdo -contestó—. Son Jabez Foran y Sandy Creight.

Mañana estarán aquí, antes del mediodía, Chayne.

 

—Gracias. Si las declaraciones de esos dos peones me satisfacen, detendré a Rusty Careway y lo llevaré ante el juez, téngalo por seguro.

 

Ella le alargó la mano.

 

—Todavía estoy esperándole a que venga a visitarme a la

hora de comer —dijo—. ¿Por qué no el domingo próximo?

 

—Tal vez —contestó el joven, sonriendo levemente.

 

Donna salió de la oficina. Bean se enderezó al verla.

 

—¿Qué ha dicho?

 

—Quiere interrogar a Foran y Creigth. Es preciso darles instrucciones para que no cometan un error que pueda perjudicarnos.

 

—Conforme. Esta tarde hablaré con ellos. —Bean se frotó

la mandíbula pensativamente—. Me pregunto por qué diablos

no habrá venido Rusty con su padre y sus dos hermanos.

 

—No lo sé —le respondió Donna—. Pero mientras ése siga con vida, el Casa 7 seguirá teniendo un dueño. Y ése no seré yo.

 

—Entiendo —murmuró Bean—. Es preciso liquidarle. Sin propietario, el rancho tendrá que ser puesto en subasta y...

 

 

—Exactamente —aprobó Donna—. Eso es precisamente lo que pretendo.

 

—Y, ¿qué hay del Green Gulch?

La joven dejó que una sonrisa enigmática vagase por sus labios rojos y pulposos.

 

—Déjelo de mi cuenta. Del Gulch quiero encargarme yo misma en persona.

Bean sonrió aviesamente. No creía que Donna tuviese tiempo de encargarse del dueño del Green Gulch. Pero no debía hacérselo ver sino hasta el último instante.

No tengo la menor duda de que acabará consiguiéndolo, señorita Haver —manifestó en tono convencido.

 

                                       CAPITULO XII

Chayne Manson llegó a su rancho cuando ya las sombras de la noche se extendían por la falda de la cordillera. Su rostro aparecía cubierto de arrugas y su boca estaba de nuevo curvada hacia abajo en una mueca de amargura.

 

¿Qué ha pasado, Chayne? —preguntó Sheckey. Manson desmontó pesadamente y empezó a hablar. Padre e hija le escucharon en completo silencio, sin interrumpirle ni una sola vez. Al terminar, Manson, sombríamente, agregó:

 

Quizá Thorpe tenía razón cuando dijo que mi vuelta provocaría disturbios.

 

Nunca debía haber regresado a Lanosa. Tendría que haberles vendido el rancho a ustedes.

 

¡No! —cortó Valeria con singular vehemencia—. Usted no es culpable de nada. Todo lo que ha pasado hubiera sucedido antes o después, de la misma o parecida manera. Care-way, aunque no esté bien hablar de los muertos, era un rufián y un matón. Ella, Donna Haver, no le va a la zaga, sólo que emplea los servicios de pistoleros alquilados.

 

Manson dirigió a la muchacha una sonrisa. —Su manera de hablar es confortadora —Valeria. Dijo Gracias,

 

Ella se ruborizó.

 

He tratado de decir la verdad. Y mi padre creo que pien-

sa de la misma manera.

 

—No me cabe duda —manifestó Manson— que Bean robó un documento importante que comprometía a Thorpe. Ese documento está ahora en manos de Donna. Por medio de él, pretendía situar a Thorpe a su lado y lo consiguió, forzándole a detener a los Careway. Debió de comprender que todo se debía a una argucia de Donna y se encaminó directamente a su rancho. Al no encontrarla allí, se dirigió con sus hijos a Lanosa. Hizo exactamente lo que Donna había planeado.

—Y ella, de un golpe, ha suprimido a tres miembros de la familia Careway

 

—dijo Valeria.

 

—Pero queda Rusty, todavía. Y mientras el muchacho viva, será un constante peligro para ellos.

 

—Entonces, tendrías que protegerle —alegó Sheckey—. Donna y su capataz no cejarán hasta suprimirle del mundo de los vivos. Rusty es ahora el dueño del Casa 7 y, mientras viva, sus sueños de nacerse con el control del valle, no podrán realizarse.

 

—Iré a verle mañana —prometió Manson—. Acercarse esta noche al Casa 7 podría resultar peligroso. Dispararán contra todo lo que se mueva y...

 

—No es necesario que vaya usted esta noche a mi rancho —le dijo una voz en aquellos momentos—. Ya estoy aquí,

Manson.

 

Valeria dejó escapar un grito de susto. Manson se volvió

rápidamente en la silla, pero ni siquiera intentó bajar la mano

hasta la culata de su pistola, cuando vio que Rusty Careway

empuñaba la suya con granítica firmeza.

Se puso en pie lentamente. Los ojos del chico brillaban como los de un demente.

 

—Baja ese revólver, Rusty —dijo en tono imperativo—. Aquí nadie trata de hacerte el menor daño.

 

Rusty les miró alternativamente. De pronto, sus labios temblaron y el revólver osciló en su mano.

 

—Mi padre y mis hermanos han muerto —gimió, con la moral derrumbada de repente.

 

Manson alargó el brazo y le tomó el Colt, sin que Rutsy hiciera ninguna oposición a su gesto. Luego, empujándole suavemente, le obligó a sentarse.

 

—Ha sido un asesinato, pero legal —dijo—. No podemos hacer nada, por ahora, para castigar a quienes mataron a tu padre y a tus hermanos.

¡Pero yo los vengaré!

 

—Cálmate, Rusty —aconsejó Manson—. Si tú matases ahora a Bean, por la espalda, tendría que detenerte acusado de asesinato, aunque no me gustase hacerlo, ¿comprendes? Ellos tendieron una trampa a tu padre y a tus hermanos, pero

antes de actuar, es preciso encontrar las pruebas necesarias

para poder acusarles sin que puedan defenderse. Y yo te aseguro que las encontraré, Rusty.

 

Usted es el alguacil ahora —dijo Rusty roncamente—. Tiene autoridad para detenerles...

 

Contando con las pruebas precisas, Rusty —le atajó el joven—. Pero antes de hacer nada, voy a decirte una cosa: Don-na Haver quiere el Casa 7 a toda costa. No puede conseguirlo mientras tú sigas con vida, ¿comprendes? Por lo tanto, puedes estar seguro de que no parará hasta asesinarte, por medio de Bean o de alguno de sus pistoleros.

 

Si me buscan, me encontrarán.

 

Y matarás a uno o a dos, pero tú acabarás por morir también. No, ése no es el procedimiento, muchacho. Hay que hacer las cosas bien, de lo contrario no adelantaremos nada, te lo aseguro. ¿Por qué no fuiste a Lanosa con los demás?

 

—Mi padre dijo que era un asunto de hombres y que esperase en el rancho.

 

¡Maldito sea, siempre me consideraban como un chiquillo...!

 

—Cálmate, Rusty —aconsejó Sheckey—. La ira no sirve

para nada, excepto para perder a los hombres. Y tú tienes que

comportarte como un hombre. Eres ahora el único Careway, no lo olvides.

 

—Sí, señor —contestó Rusty con una insospechada mansedumbre.

 

—Ahora, dime otra cosa. ¿Qué documento referente a Thorpe guardaba tu padre en el ancho?

 

—Era un pasquín de reclamado. Hace diez u once años Thorpe asaltó una diligencia con otros forajidos. Murieron el conductor y un pasajero.

 

Manson y Valeria se miraron un segundo. Era fácil comprender el modo con que Careway había coaccionado a Thorpe. Ahora, el pasquín estaba en poder de Donna.

 

Ya no le servía para nada, muerto el alguacil, pero el fatídico documento había cumplido su objeto, lanzando a Thorpe contra los Careway, presionando por la falsa denuncia de la dueña del E Bar.

 

Muerto Thorpe y una vez pasada la estrella a su pecho, Donna contaba con someterle a sus deseos, mediante una hábil utilización de todos sus recursos de mujer coqueta, hermosa y rica. Esta era una combinación de elementos, a la que muy pocos hombres sabrían resistirse.

 

Pero él lo haría, prometióse a sí mismo.

 

—Rusty —continuó—, voy a hacerte ahora una pregunta.

 

Quiero que me contestes la verdad, aunque te perjudique. Pero tu perjuicio será aún mayor si me engañas, porque, en tal

caso, no podré detener a los que asesinaron a tu padre y a tus hermanos.

 

¿Me has comprendido?

 

—Sí —contestó el chico, mirándole ansiosamente.

 

—¿Robasteis reses del E Bar?

 

—¡No, por Dios! —explotó Rusty—. Es la calumnia mayor que he oído en todos los días de mi vida.

 

—¿Estarías dispuesto a jurarlo ante un tribunal?

 

—Desde luego. Que me enseñen, además, las reses que dicen que hemos robado...

 

—Donna Haver alegará que sus hombres ya las han recobrado. Lo importante es que, si llega el momento, jures que no cometisteis ningún robo de ganado.

 

—Sí, pero ella dirá todo lo contrario. ¿Y cómo demostrar la falsedad de su acusación?

 

Manson sonrió levemente.

 

—Tengo un as en la manga y lo sacaré a relucir mañana. Pero no me preguntes cuál es, porque no te lo diré. Ahora... Valeria, ¿habrá sitio para que Rusty duerma aquí? Es conveniente que no se mueva del rancho; si Bean se entera de que está aquí, su vida no valdrá un centavo.

 

—Le arreglaré un cuarto como pueda —prometió Valeria. Y salió de la habitación en el acto.

 

—Rusty —preguntó Manson—, ¿quién sabe en el Casa 7 que estás aquí?

 

—Nadie. Escapé sin que me vieran... Estaba como loco...

 

—¿Por qué viniste aquí, precisamente? ¿acaso pensaste que yo tenía algo que ver con lo que ha pasado esta mañana en Lanosa?

El chico bajó la cabeza.

 

—No... no sabía a quién dirigirme... Estaba loco, descon-certado...

Manson hizo un gesto de conmiseración. A pesar de su aspecto, Rusty, en lo fundamental, continuaba siendo un chiquillo.

 

—Bien —dijo—, te quedarás en el rancho, hasta que yo te lo diga. No te moverás de él para nada, ¿me has entendido?

 

—Desde luego.

 

Más tarde, cuando Rusty se hubo acostado, Manson se enfrentó con padre e hija.

 

—Yo estoy terriblemente cansado —dijo—. Dormiré aquí esta noche y mañana, temprano, iré a la ciudad. Ahora tendré que residir allí por mi cargo; claro que vendré por el rancho siempre que pueda, para echarle una mano A usted, señor Shec-key. Y en cuanto tenga ocasión, colgaré la estrella.

—Está bien —contestó el viejo vaquero—. Es una buena idea. Ve tranquilo y no te preocupes de nada más.

 

—Gracias, señor Sheckey. Ah, procure vigilar al muchacho y que no cometa ninguna trastada. Ahora está algo más calmado, pero si empieza a cavilar demasiado, puede acabar perdiendo la cabeza... y no sólo en sentido figurado, ¿me entiende?

 

Por supuesto. Le tendré sobre ojo en todo momento. Manson dirigió una profunda sonrisa a Valeria, que le hizo ruborizarse intensamente. A

continuación, se dirigió a su dormitorio y se metió en la cama.

 

Pensó en los acontecimientos producidos en el día, un día trepidante y agitado, que se recordaría en Lanosa durante muchos años.

 

Cuatro personas habían muerto, víctimas de la codicia, de sus propios errores... Pero la lista no había terminado aún.

 

No importaba, hasta cierto punto, que Donna Haver hubiese desencadenado aquella explosión. Acaso otro ranchero más pacífico no hubiese hecho nada, pero, entonces, los Care-way habrían presionado de nuevo contra él, como lo hicieron con los Britton, secundados por Thorpe, a la fuerza. El resultado habría sido el mismo: más muertes... y un día u otro, los Careway habrían terminado de esa forma tan trágica y sangrienta que todo el mundo había podido ver.

 

El sueño, acudiendo por fin a sus párpados, le libró momentáneamente de las angustiosas preocupaciones que atenazaban su ánimo.

 

 

                                      CAPITULO XIII

 

Jabez Foran era un sujeto de unos treinta y dos años, de aspecto desastrado y mirada huidiza.

 

Sandy Creigth tenía un aspecto algo mejor, pero la expresión de su cara era dura, retadora.

 

Me alegro de verles por mi despacho —dijo Manson a guisa de saludo—.

 

¿Cuál de los dos quiere declarar primero?

 

¿Creigth?

 

Bueno —contestó el vaquero en tono negligente. Gracias. Usted, Foran, salga y espere en la calle. No tar-

daré mucho en llamarle.

 

Los pies de Foran se restregaron inquietamente contra el

suelo...

 

Es que... —Creíamos que íbamos a declarar juntos —expresó Creigth

en tono suspicaz.

 

—La ley exige que cada testigo declare independientemente de los demás.

 

—Conforme —dijo Foran confiadamente—. Te espero afuera, Sandy.

 

Manson esperó a que la puerta se hubiese cerrado. Entonces, dijo:

 

Bueno, Creigth, cuénteme lo que pasó. Iré escribiendo a

medida que usted habla.

 

Jabez y yo estábamos cuidando una punta de reses...

 

—¿Cuántas?

 

—Unas cuarenta, tal vez, cincuenta.

 

—Muy bien. Siga, por favor.

 

—Entonces se presentaron los Careway... Sin mediar palabra, nos apuntaron con sus armas y nos obligaron a retirarnos, después de habernos desarmado a ambos. Alegaron que aquellas reses pertenecían al Casa 7, y que habían sido remarcadas con el hierro del E Bar. La señorita Donna nos ha dado orden siempre de evitar todo incidente, y lo único que hicimos fue galopar hasta el rancho y darle cuenta de lo sucedido. Ella dijo que habíamos hecho bien al no defendernos y que ya denunciaría el hecho al señor Thorpe. Eso es todo, alguacil.

 

Manson terminó de escribir y luego volvió la hoja hacia el

vaquero, alargándole la pluma.

 

—Léalo y firme si es de su conformidad, Creight. Al terminar, apoyó la hoja en la mesa y firmó, no sin dificultades.

 

Levantó la vista y alargó la mano para devolver la pluma a Manson.

 

Entonces se encontró con la boca del revólver del joven, que le pauntaba directamente al rostro.

 

—Si alza la voz, le mataré aquí mismo y luego diré que trató de atacarme —exclamó el joven con un murmullo que no llegaba más allá de la silla en donde estaba sentado el rufián—. Póngase en pie, inmediatamente, con las manos en alto, y no las baje, si quiere seguir con vida.

 

—¿Qué... qué es eso?

 

—No hable —ordenó Manson, saliendo de detrás de la mesa—. Mantenga las manos tal como las tiene y camine hacia la puerta del corredor de celdas.

 

Diez minutos más tarde había sido despojado de su armamento y estaba atado y amordazado sólidamente en la última celda.

 

Manson cerró la verja con llave y regresó a la oficina. Colgó de un clavo el cinturón con la pistola de Creigth y se acercó a la puerta.

 

¡Jabez!

 

Foran cruzó el umbral. Pero cuando se dio cuenta de que Creigth no estaba, receló de que algo había sucedido. —¡En! ¿Dónde está mi compañero?

 

Manson le despojó del revólver, con el que le apuntó a

continuación.

 

Siéntese en aquella silla. Creight lo ha confesado todo ya, así que lo mejor será que hables, si quieres salir bien librado del nublado que se te va a caer encima.

 

La nuez de Foran subió y bajó convulsivamente.

 

—¿Creigth... ha... confesado? —balbuceó.

 

Manson inclinó la cabeza, aunque sin perder de vista al rufián.

 

—Sí. Dijo que él no pensó nunca que vuestra acción iba a costar cuatro vidas humanas; que de haberlo sabido, no hubiese aceptado el dinero que os dieron por declarar en falso. En vista de ello, le he encerrado ahí dentro hasta que se celebre el juicio. Supongo —concluyó en tono intrascendente

 

que el juez Rupplan será benevolente con vosotros en el momento de dictar su sentencia. Yo mismo influiré sobre él para que la pena sea lo más leve posible.

Calló un momento.

 

—Pero si te obstinas en callar, el juez Rupplan te recordará públicamente que, a causa de vuestra falsa declaración, murió un alguacil honrado y valiente en el cumplimiento de su deber. Los Careway eran unos sinvergüenzas, por supuesto; sin embargo, basta que hayan muerto también por una falsa declaración para que ningún miembro del jurado sienta simpatía por los que se sienten en el banquillo de los acusados. En fin —se encongió de hombros—, ya eres mayor para que sepas lo que debes hacer, Jabez Foran. Piénsatelo bien, yo no puedo presionarte de ningún modo para que digas lo que no quieres decir.

 

Foran intentó resisitirse.

 

—No... no creo que mi compañero haya... declarado nada-

tartamudeó, lívido de espanto.

 

Manson le enseñó la delcaraicón firmada por Creigth, aunque procurando que se viese sólo un conjunto de palabras y una firma al pie, ésta legible a la distancia en que se encontraba el falso testigo.

 

—Yo no hablo por hablar —dijo—. Lo que te he dicho, está escrito aquí y firmado por tu compañero. ¿Conoces su firma?

 

Sí, Foran la conocía. Y el contemplar aquella hoja de papel escrita, le desmoralizó por completo.

 

—¿Qué... qué es lo que quiere que diga? —preguntó.

 

—Todo —respondió Manson tirmemente.

 

El propio Foran escribió su declaración y la firmó. Manson no quiso nacerlo, desconfiando de que el vaquero se aprovechara de la ocasión y saltase sobre él mientras escribía. Al terminar, Foran firmó y arrojó la pluma sobre la mesa.

 

—Ya está —dijo en tono opaco.

 

—Muy bien. —Manson se puso en pie—. Vuestra declaración os ahorrará un montón de años en la cárcel y quién sabe si también de la horca. Vamos, a la celda.

 

Creight estaba en la última celda. A fin de que no se enterase tan pronto del engaño, Manson encerró a Foran en la que estaba más próxima a la oficina.

 

Luego se acercó al final del corredor. Creigth continuaba inconsciente.

 

Entró y le quitó la mordaza y las cuerdas, que le habían servido para inmovilizar al vaquero, mientras hablaba con Foran. Comprobó que Creith no tenía otro daño que el golpe, tras de lo cual cerró de nuevo celdas y corredor, y salió a la oficina.

 

Destruyó la delcaración de Creigth. Bien mirado, un buen abogado podía discutir mucho sobre la validez de la de Foran, pero en Lanosa no había más que uno y se preocupaba principalmente de cuestiones de tierras y ganado. Por otra parte, contaba con el impacto psicológico que sus manifestaciones causarían en los culpables para obligarles a confesar la verdad.

 

Sin embargo, no había triunfado aún. El autor de todo había sido Bean.

 

Naturalmente, Donna era la inspiradora y la que había facilitado los medios económicos y la que se aprovecharía de las circunstancias, si el Casa 7 y el Gulch pasaban a sus manos. Conociéndola como la conocía, Donna dejaría que Bean cargase con todas las culpas y haría todos los posibles para presentarse como víctima inocente de las maquinaciones de un capataz ambicioso.

 

Aunque, tal vez, pensó... si lograse encontrar el pasquín, en que se reclamaba a Thorpe. Podría constituir una prueba contra ella o, por lo menos, un medio de inclinar a las gentes en contra suya, para hacerla abandonar el valle. Desde luego, el que no escaparía sería Bean.

 

Pensó que le convenía desplazarse hasta el rancho E Bar sin pérdida de tiempo. Por supuesto, no llevaría encima la declaración de Foran; si le ocurría algo y se la quitaban sus manifestaciones quedarían invalidadas.

 

Pero basándose en ellas, conseguiría, por lo menos, el arresto de Bean.

Se levantó y revisó el revólver. Un estremecimiento sacudió su cuerpo.

 

¿Qué pasaría si Bean se resistía a entregarse detenido?

 

Bean era un hombre excepcionalmente rápido con el revólver. No toleraría siquiera la mención de la palabra arresto. Sacaría el arma antes de haber terminado de hablar.

 

La única solución que había era sorprenderle, sin darle tiempo a desenfundar su arma. Y luego habría de contar con los demás vaqueros del E Bar, o por lo menos con los fieles a Bean, quienes le ayudarían a eludir la detención.

 

Sin contar con la propia Donna Haver, de cuya habilidad en el manejo de las armas de fuego tenía sobradas muestras. Pero si conseguía derrotar a Bean, Donna lo dejaría caer, para no comprometerse. Para aquella mujer, la ambición estaba por encima de todo. Diciéndolo crudamente: si en lugar de ser un hombre joven y de buena presencia hubiese tenido el doble de años y el rostro de un monstruo, no se le habría insinuado tan descaradamente; le habría montado otra encerrona como ha-bía hecho con los Careway.

 

Y lo peor de todo, reflexionó amargamente, era que, aunque consiguiese detener a Brean y hacerle juzgar, ella quedaría

libre. Tal vez, después de haber visto que su belleza y fortuna no influían en él para nada, meditase y se sintiera inclinada a la moderación, conformándose con lo que tenía y viviendo en paz y armonía con los demás habitantes del valle.

 

Pero aquello no era más que una utopía, se dijo, era sólo lo que él quería que sucediese, no lo que tenía que pasar. Y no tenía otro remedio que enfrentarse con la realidad.

«Cuanto antes, mejor» decidió de pronto. Salió de la oficina y se dirigió al establo donde había dejado su caballo.

 

 

                                         CAPITULO XIV

 

Desmontó frente a la casa y lanzó las riendas del caballo

sobre la barra del amarradero. A un vaquero que se le acercó, le dijo:

 

—Este es el caballo que me prestaron hace dos días aquí. Haga el favor de cambiarle la silla y ponérsela al mío. Es un bayo capón y estará seguramente en las cuadras.

 

—Bien, alguacil. La señorita está en su despacho.

 

Manson avanzó hacia el despacho, precedido de una mujer. Mientras caminaba, saltó la trabilla y comprobó que el arma entraba y salía con facilidad.

 

La sirvienta llamó a la puerta. Donna dio permiso para entrar. El joven cruzó el umbral.

 

Donna se le acercó, con la copa en la mano, tratando de hacer resaltar las rotundas curvas de su pecho arrogante, de modo incitante.

 

—Tenemos que hablar, Donna.

 

—¿De qué se trata, Chayne? ¿Acaso tiene que hacerme algún reproche?

 

—De momento, sólo quería comentar con usted los sucesos de hace dos días.

 

—No es cosa que se olvide fácilmente, Chayne. Lo recordaré mientras viva.

 

—Tres Careway han muerto, pero aún queda el más pequeño. ¿Qué piensa hacer al respecto?

 

—Le compraré su rancho. Me gusta y estoy en condiciones de pagar un buen precio —mintió Donna—. Rusty Careway accederá a vender, créame.

 

—¿Y después?

 

Ella sonrió ladinamente.

 

—Sólo me faltará ya convertirme en la propietaria del Green Gulch.

 

—Yo no pienso vender mi rancho, Donna.

 

—Digamos, entonces, que me convertiré en la copropietaria. Lo que es del marido, es también de la esposa, ¿no?

 

Manson guardó silencio durante unos segundos.

 

—Me ha dejado frío, Donna. Es la primera vez en mi vida que una mujer me pide en matrimonio.

 

Ella echó atrás la cabeza, dejando ver su garganta, blanca y mórbida, y exhaló una argentina carcajada.

 

—Si no me gustases, no te lo habría dicho, Chayne —contestó riendo—. Yo soy así de franca. Cuando quiero una cosa, la compro o la adquiero como sea, sin vacilar, sin pensármelo dos veces.

 

—Me estás comparando con una cosa —dijo él en tono de

reproche.

 

—Te estoy comparando con mi futuro esposo —contestó ella, inclinándose aún más en el brazo del sillón, a la vez que le dirigía una invitadora mirada

 

—. ¿Tan fea soy que dudas todavía?

 

—No. Eres la mujer más hermosa que he conocido, Donna.

 

—¿Y bien?

 

Manson se puso de pronto en pie. Le resultaba imposible seguir hablando, teniendo a la joven tan cerca. El perfume que emanaba su cuerpo, limpio, fragante y tremendamente atractivo, sus sonrisas y sus miradas insinuantes, el amplio escote, que dejaba ver generosamente el nacimiento de los senos... todo ello eran elementos que se concitaban en contra suya, para influir sobre su voluntad y hacerle flaquear. Preveía que si no terminaba pronto aquella conversación acabaría sucumbiendo a los innegables encantos de aquella mujer sin escrúpulos.

 

—He venido a devolver el caballo que me prestó el otro día uno de tus peones —dijo, cambiando bruscamente de conversación.

 

Donna pareció decepcionada.

 

—No tenías que haberlo hecho. Ya sabes que todo lo que hay en el E Bar es tuyo, incluida la dueña —añadió sonriendo de nuevo.

 

—Gracias. Pero sigamos hablando del caballo. ¿No te imaginas por qué vine a pedirlo?

 

—¡Deja en paz ese tema de una vez! —exclamó ella, impaciente—.

 

¡Hablemos de nosotros mismos! Tenemos que discutir muchas cosas acerca de nuestro porvenir...

 

—Eso es precisamente lo que estamos haciendo, Donna. Cuando cambié mi caballo, estaba agotado, a causa de la galopada a que le había sometido para llegar hasta aquí, después de que Hal Careway y sus hijos estuvieran en mi casa, aquella misma mañana, acusándome de haberles robado un documento de gran importancia durante la noche. Cuando les convencí de que yo no había sido, vinieron hacia aquí, pero no pude darles alcance.

 

—¡Qué tontería! ¿Por qué ibas a robarles tú ese documento? ¿Tan importante era?

 

—Para ellos, sí. Se trataba de un pasquín de recompensa, referente a Thorpe, por medio del cual le forzaban a hacer todo lo que ellos querían. Al serles robado se quedaban sin su valedor, ¿comprendes?

 

—Hasta cierto punto —mintió la joven.

—Bien, cambié aquí de caballo y corrí a Lanosa, pero llegué tarde, tú lo sabes.

 

—Los Careway eran unos forajidos. Cuando intentaron resistirse al arresto...

 

—Sé de sobras lo que ocurrió, pero también sé que la acusación que lanzaste contra ellos es falsa.

 

Un profundo silencio se desplomó sobre la estancia. Don-na le miró fijamente, mientras su opulento pecho se movía afanosamente.

 

Creo que no sabes lo que te dices, Chayne —le dijo en tono glacial—. Si mal no recuerdo, esta mañana te envié dos testigos que presenciaron, impotentes para evitarlo, el robo de las reses.

 

—Creight y Foran han declarado que se les pagó cien dólares a cada uno por decir algo que no era cierto. Tengo su declaración firmada y están en la cárcel, hasta el momento en que se celebre el juicio contra el que les pagó y, que de este modo, provocó ayer una matanza.

 

La mente de Donna funcionó con toda rapidez. Su juego había sido descubierto. A Manson no podía presionarle, como

hubiera hecho con Thorpe.

 

Pero todavía tenía un recurso para poder salvarse.

 

—Te aseguro que yo no sabía nada de eso —contestó en tono digno—. Si formulé la denuncia, fue porque esos dos vaqueros me lo dijeron. Debió de ser Bean el que les pagó.

 

—Exactamente, así consta en la declaración.

 

—Bean se ha tomado últimamente muchas atribuciones, pasando incluso por encima de mí —añadió ella con verdadera vehemencia—. Después de esto, comprenderás que no puedo seguir manteniéndolo como capataz de mi rancho.

 

—En efecto, un detenido no puede seguir siendo capataz de ningún rancho

 

—contestó Manson—. Lo malo es que nadie creerá en lo que digas, Donna.

 

Puede que, legalmente, no te hagan nada; pero a nadie convencerás de que Bean no hizo todo eso por instigación tuya.

 

—Declararé en el juicio —protestó Donna calurosamente—. Convenceré a todo el mundo de que Bean me engañó miserablemente. Haré que mi nombre quede sin mancha... y tú me ayudarás, ¿verdad, Chaney? —se le acercó en suplicante tono

Hay una forma de demostrar tu inocencia.

 

—¡Lo que tú quieras, Chaney! —exclamó Donna, agarrandolé de un brazo, a la vez que se le acercaba tentadoramen-te—. Dime lo que he de hacer y te aseguro que...

 

Manson se separó un paso de ella.

 

—Voy a registrar a fondo esta habitación. Creeré en tu inocencia cuando vea que no está aquí el pasquín de reclamado,

referente a Thorpe.

 

La cara de Donna se cubrió de una espantosa palidez. Fue

a hablar, pero la voz no le salió.

 

Aquélla era la prueba que Manson necesitaba.

 

No era definitiva en un jurado, pero los doce hombres que lo formarían se sentirían muy impresionados al escuchar el relato de los hechos.

 

Donna lo comprendió así también y su rostro se deformó

en una horrible expresión de odio.

 

Pero no tuvo tiempo de hablar.  ,

 

Alguien dijo:

 

—Usted no registrará nada, Manson. Siga como está y no toque su revólver, o le abraso aquí mismo.

 

La voz de Bean sonaba fría, desapasionada, pero cncerran-

do en sus palabras una tremenda amenaza. Manson volvió la cabeza ligeramente y divisó al capataz bajo el dintel de la puerta, sosteniendo su revólver en la mano.

 

—Creight y Foran han declarado que usted les pagó para

que fingieran el robo de que fueron acusados los Careway —dijo tranquilamente—. Puede matarme, pero no por ello adelantará nada; tengo guardadas sus declaraciones y saldrán a relucir en un momento u otro.

 

¿Piensa que siempre conseguirá

mantener su apariencia de rectitud?

 

Bean soltó una terrible imprecación, al darse cuenta de que

estaba atrapado sin remedio. Había estado escuchando más de la mitad de la conversación al otro lado de la puerta, decidiéndose a intervenir cuando vio que Manson llegaba ya demasiado lejos para sus intereses. Los celos, la furia y la cólera de saberse derrotado, fueron factores que se conjugaron para llevar a su ánimo la convicción de que, por encima de todo, aquel hombre debía morir.

 

—Me lo llevaré lejos de aquí —dijo—. Creight y Foran afirmarán luego que usted les forzó a firmar una declaración

falsa. Nadie le creerá y... —Miró aviesamente a Donna—. Usted y yo hablaremos más tarde. Creyó salvarse, echándome por la borda. Bien, o nos salvamos juntos o nos hundimos los

dos. Pero nos salvaremos y usted se convertirá en mi esposa o la mataré también. —Sonrió perversamente—. Usted también disparará contra

 

Manson; de este modo quedará tan comprometida como yo. ¡Y si no lo hace, los dos morirán!

 

Donna se apoyó en la mesa; estaba a punto de caerse desmayada. De repente, se oyó en el patio el tableteo de unos cascos de caballo.

 

Bean no volvió la vista. Agitó el revólver y dijo:

 

—Los dos, pónganse allí, contra la pared.

 

Manson y Donna obedecieron en el acto. Unos segundos

después se oyó el ruido de unos pasos acelerados que se dirigían al despacho.

 

La puerta se abrió de pronto y Valeria Sheckey irrumpió en la estancia atropelladamente.

 

El capataz había quedado oculto tras la puerta, por lo que la muchacha no pudo verle. Pero sí divisó a Manson y entonces lanzó un agudo grito:

 

—¡Chayne, Rusty ha escapado de la casa!

 

 

 

                                             CAPITULO XV

 

Valeria se ahogaba. Debía de haber corrido mucho, a juzgar por su aspecto y su rostro sofocado y encendido.

 

—Golpeó a mi padre y le dejó inconsciente... No sé qué le ocurrió; de pronto, pareció volverse loco. Dijo que no me haría daño, si me estaba quieta... Me quitó el rifle y escapó, jurando que vendría a pegar fuego al E Bar y a matar a Donna y a Bean...

 

Valeria se interrumpió, mirando a Donna. Sólo entonces se dio cuenta de que la pareja tenía las manos en alto. Antes de que pudiese hacer nada una mano le tapó la boca, a la vez que sentía en su espalda el duro contacto de un revólver.

 

Manson dio un paso hacia adelante. Bean le inmovilizó

con una orden:

 

—¡Quieto! ¡Si quiere que la chica siga con vida permanezca donde está, Manson!

 

—Sería mucho mejor que tirase el arma —dijo el joven—. Está perdido, no tiene remedio, Bean, y usted lo sabe bien. Le garantizo un juicio justo e imparcial...

 

—¡Al diablo con todo! Suéltese el cinturón con el revólver y déjelo caer al suelo. ¡Pronto!

 

Manson obedeció.

 

—Donna, entregúeme todo el dinero que tenga en la caja.

 

¡Vamos, aprisa!

 

La joven permaneció irresoluta.

 

—¡El dinero o la mato! —chilló Bean.

 

Ahora ya se le podía ver el miedo claramente. Manson observó la palidez de su cara y el brillo de locura que -despedían sus ojos. Rusty Careway, armado con un rifle, infundía a Bean un pánico espantoso.

 

Todos los sueños que se había forjado acababan de derrumbarse estrepitosamente. Por un lado, estaba la amenaza de la ley. Por otro, el rifle de Rusty Careway. Ahora sólo quería

unos cientos de dólares para poder escapar.

 

Donna se acercó a la caja, oculta tras un cuadro, que hizo girar con la mano. Manipuló en la cerradura y la abrió, metiendo la mano inmediatamente en su interior.

 

De pronto, la joven lazó un grito:

—¡Valeria, apártese!

 

Su mano apareció armada con un revólver.

Valeria forcejeó.

 

El revólver de Bean detonó estruendosamente, haciendo vibrar los vidrios de la ventana. Donna lanzó un gemido ahogado y retrocedió un par de pasos, hasta chocar contra la pared. Luego empezó a deslizarse lentamente hasta el suelo, con una mancha roja entre los senos.

 

Bean retrocedió, tirando de Valeria.

 

—No se mueva, alguacil. Siga donde está —ordenó, y salieron de la habitación.

 

Inmediatamente, Manson se precipitó sobre su revólver. Lanzó una veloz mirada hacia Donna.

 

La joven estaba sentada, con la espalda contra la pared y la

cabeza doblada hacia abajo, completamente inmóvil. Manson sintió que el pecho le hervía de cólera.

 

En lugar de correr hacia la puerta, se dirigió hacia la ventana. Levantó el bastidor, pasó las piernas por el alféizar y se dejó caer al suelo. A continuación, pegado a la pared, corrió hacia el muro.

 

En aquel instante, divisó a dos de los vaqueros con los brazos en alto. Miró a todas partes, tratando de buscar a Rusty.

 

En aquel momento, Bean y Valeria descendían la escalera. El capataz obligó a la muchacha a acercarse a su propio caballo.

 

—Suba —ordenó.

Desde el punto en que se hallaba, Manson vio que el cuerpo de Valeria cubría todavía el del pistolero.

 

La muchacha trepó a la silla. Entonces, cuando el capataz se disponía a montar, sonó un gran grito:

 

Bean!

 

La voz pertenecía a Rusty Careawy. Bean giró rapidísimi-mamente y, casi sin apuntar, disparó contra el chico.

 

El rifle de Rusty emitió un rugido al mismo tiempo. Bean fue alcanzado sobre sí mismo por la potencia del impacto. Desde la esquina, Manson vio que Rusty abría los brazos y, después de soltar el rifle, se desplomaba de espaldas.

 

Una fría cólera le invadió entonces. Valeria gritó, a la vez que picaba espuelas y partía al galope con su caballo. Ciego de rabia, Bean olvidó el dolor de la herida y se precipitó a recoger su revólver, que se le había caído al recibir el disparo de Rusty.

 

Entonces, Manson salió fuera y le apuntó con el arma.

 

—¡Suelte el revólver, Bean!

 

La respuesta del pistolero fue análoga a la de unos segundos antes. Pero

 

Manson ya estaba prevenido y saltó a un lado, esquivando el balazo que le dirigía Bean.

 

A su vez, disparó dos veces. Los dos proyectiles se clavaron en el pecho de

 

Bean, arrojándole al suelo.

 

Manson se volvió hacia los otros vaqueros. Supongo que no intentarán sacar sus armas.

 

Los vaqueros movieron la cabeza negativamente.

 

Valeria regresaba con el caballo. Saltó al suelo y corrió hacia el joven, abrazándole estrechamente.

 

—He pasado tanto miedo —dijo—. Fui primero a Lanosa a avisarte... Papá me dijo que lo hiciese yo; él no podía...

 

—Está bien —Manson le acarició sus cabellos—. Ya no hay razón alguna para que te preocupes.

 

Sin embargo, Donna Haver seguía con vida. Antes de morir, lo confesó todo.

 

Manson le cerró los ojos, hondamente apenado.

 

Aquella mujer lo había tenido todo, hermosura, dinero... y todo lo había perdido por su desmedida codicia.

 

Una semana más tarde, Manson vio a un grupo de jinetes que se acercaba a su rancho.

 

Les esperó en la puerta. Todos eran propietarios de distintos ranchos.

 

—Entren —dijo—. Tomaremos café.

 

Valeria preparó las tazas en torno a la mesa. Después de los primeros sorbos y tras haber encendido sus cigarros, uno de ellos empezó a hablar. Era Bent, del Doble R.

 

—Manson, los que aquí estamos venimos en representación de todos los ganaderos del valle. Queremos hacerte una proposición, referente al derecho de paso por el Gulch.

 

—Si es razonable, la aceptaré, señor Bent —dijo—. No quiero vivir más con el revólver en la mano. Hable, le escucho.

 

—Todos nosotros comprendemos que le asiste la razón en prohibir el paso de reses por el Gulch —siguió el ranchero—. Tardan un par de días en el cruce, se le comen el pasto, se mezclan con las suyas y... Bien, una cosa así es siempre fuente de disgustos para unos y para otros. Ahora bien, a nosotros nos causa un grave trastorno el tener que dar un rodeo para pasar al otro lado de la cordillera. Entre unas cosas y otras, nos cuesta tres semanas, cuando no cuatro, y perder el tiempo es perder también dinero.

 

Cruzando por el Gulch, en cuatro días estamos en los pastos del otro lado.

 Y ?

Hemos pensado que nos ceda el uso, no la propiedad, de una faja de terreno de unos cincuenta metros de anchura en su rancho.

 

—Pero eso significa tanto como partir mi propiedad por la mitad. No podré pasar mis reses de un lado a otro cuando lo necesite —objetó el joven.

 

—Un momento —exclamó Mclver, del Circle 5—. Todavía no hemos terminado, Manson. Usted, sin duda, recuerda que el arroyo que pasa por el

 

Gulch llega a un sitio en donde forma como un diminuto cañón.

 

Sí, Manson lo recordaba. Era una loma partida en dos y el pequeño barranco tenía una anchura de diez o doce metros, por cuatro de profundidad y unos cincuenta o sesenta metros

de largo.

 

—Construiremos allí un puente de troncos —siguió Mclver—. Fuerte y sólido, apoyado por una recia pilastra central, a fin de que no se lo lleve una intempestiva avenida del arroyo. Nosotros pasaremos las reses por debajo del puente, y usted lo tendrá para su uso y podrá llevar sus manadas de un lado a otro de la faja de cruce, siempre que lo necesite.

 

—Por supuesto —añadió Langfries, del Tres Estrellas—, los gastos correrán de nuestra cuenta y, como compensación, le abonaremos una suma que se discutirá oportunamente.

 

—Me conformo con un préstamo en reses —dijo el joven generosamente—.

 

No deseo extorsionar a unos vecinos, sino

vivir en paz y armonía con ellos.

 

—Además —insinuó Bent—, el E Bar y el Casa 7 no tienen dueño ahora.

 

Serán puestos a subasta próximamente y...

 

—¡No! —cortó Manson casi con violencia—. No postularé por un solo metro cuadrado de esos ranchos. No quiero que, en el futuro, nadie tenga que insinuar siquiera que lo que hice fue por engrandecer mi hacienda. Me basta con lo que tengo y no quiero más. Sólo deseo una cosa, que resume todas: colgar el revólver para siempre.

 

Más tarde, los rancheros se alejaron, satisfechos de la solución hallada y de las facilidades que Manson les había dado.

Wynn Sheckey, discretamente, salió de la casa, alegando que tenía que hacer algunas cosas. Manson y Valeria quedaron solos.

 

Se abrazaron estrechamente. La codicia y la ambición habían sido vencidas y la paz reinaba nuevamente en el valle.

 

—Viviremos felices —dijo él, estrechándola tiernamente contra su corazón

 

—. Ya no habrá nadie que venga a perturbar el orden. Es triste que hayan tenido que morir tantas personas

para que la armonía haya vuelto al valle, pero todas las que murieron fueron víctimas de sus propias ambiciones.

 

—Menos tu padre —dijo ella suavemente.

 

—Tal vez él fue también un poco culpable. En todo caso, esas muertes nos han traído la vida a nosotros. Alguien, con su justicia infalible y eterna, les ha juzgado ya. Dejemos que descansen para siempre.

Valeria asintió.

 

—Los revólveres descansarán también —musitó.

Masón se inclinó para besarla.

 

—Eso espero —dijo, confiando ciegamente en el futuro

 

La paz del revólver
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