CLARK CARRADOS
FIRMADO
A TIRO LIMPIO
Colección BISONTE SERIE ROJA n.° 1.844
Publicación semanal
EDITORIAL BRUGIIERA, S. A.
BARCELONA - BOGOTÁ - BUENOS AÍRES - CARACAS - MÉXICO
ISBN 84 02 02508 O
Depósito legal: B. 9.372 1983
Impreso en España Printed in Spain
1.a edición: mayo, 1983
2.a edición en América: noviembre. 1983
© Clark Carrados - 1983
texto
© Girona 1983
Cubierta
Concedidos derechos exclusivos a favor de EDITORIAL BRUGUERA, S. A Camps y Fabrés, 5. Barcelona (España)
Impreso en los Talleres Gráficos de Editorial Bruguera, S. A.
Parets del Valles (N 152. Km 21.6501 Barcelona 1983
CAPÍTULO PRIMERO
El día se presentaba apacible y en el banco de Bluckerhill reinaba una absoluta normalidad. Aparte de los empleados, había cuatro o cinco personas más, dos de las cuales eran mujeres.
La calle Mayor de la ciudad no ofrecía un aspecto diferente del de otros días. Había bastante movimiento, pero nadie parecía preocuparse de las actividades del vecino.
En un saloon cercano se oían las notas de un piano. El músico se ejercitaba para distraer a la clientela durante la tarde y la noche, Dos carretas, pesadamente cargadas con troncos para alguna construcción, desfilaron por delante del banco. Tres jinetes marcharon en sentido contrario.
La calle pareció quedar despejada momentos más tarde, casi vacía. Un hombre, vestido con un largo guardapolvo de color claro, entró en el banco.
Este ofrecía una curiosa peculiaridad. Después de la puerta principal, había una especie de pequeño vestíbulo, con dos bancos de terciopelo a los lados. Luego había otra puerta, doble, con hojas de cristal esmerilado.
El recién llegado se detuvo en el vestíbulo y se puso un enorme pañuelo delante de la cara, de tal modo que sólo quedaban libres sus ojos. El pañuelo le tapaba el cuello, no sólo por delante sino también por detrás, con lo que no era posible apreciar otros detalles de su fisonomía. Por si fuese poco, también llevaba guantes en las manos.
Al entrar, dejó un pequeño maletín en uno de los bancos.
Nadie se percató de tales operaciones, realizadas en contados segundos.
Luego empujó la puerta de doble hoja, pero lo hizo con los antebrazos, porque ya tenía en las manos sendos revólveres.
Inmediatamente, lanzó un poderoso grito:
—¡Quietos todo el mundo! ¡Esto es un atraco! El que se mueva lo pasará muy mal, porque no quiero hacer daño a nadie, pero, si me obligan, tiraré a matar.
La sorpresa de clientes y empleados fue mayúscula. Una de las mujeres lanzó un chillido y se desmayó. La otra se tapó la cara con las manos.
—Repito que no quiero hacer daño a nadie —dijo el atracador—. Por favor, los clientes, apártense a un lado. Los empleados, salvo el cajero, váyanse al fondo.
La amenaza de las dos pistolas era algo que no se podía ignorar y las órdenes del bandido fueron obedecidas instantáneamente. El cajero quedó junto a la caja fuerte, abierta de par en par.
El enmascarado avanzó hacia el mostrador y dejó uno de sus revólveres, para sacar de uno de los bolsillos de su guardapolvo un saquete de fina tela, que arrojó al cajero.
—Llénelo. Rápido, sólo con billetes. Recuerde: su vida vale mucho más que todo el dinero de este banco.
El hombre obedeció sin rechistar, y en pocos momentos llenó el saquete con todos los billetes que había en la caja fuerte. Al terminar, el bandido sonrió bajo su máscara.
—Seguramente se preguntarán quién soy yo. Bueno, de momento, no les voy a decir mi nombre... aunque sí les dejaré mi firma a tiros.
Levantó el revólver de la mano derecha y disparó seis veces contra una mampara de madera. Inmediatamente guardó el arma descargada y empuñó la otra.
—Nadie se mueva durante diez minutos —dijo una vez más—. Tengo varios amigos fuera, dispuestos a llenar de plomo al primero que intente asomar la nariz.
La estupefacción en el interior del banco era enorme.
Tranquilamente, el bandido se retiró y desapareció de la vista de todos los presentes.
En el vestíbulo, hizo una serie de veloces operaciones. El saquete con el dinero fue a parar al maletín, junto con los revólveres.
El guardapolvo quedó bajo uno de los bancos, con el pañuelo.
En todas aquellas operaciones había invertido apenas quince segundos. Abrió la puerta y salió a la calle, en el momento en que, atraídas por el estruendo de las detonaciones, acudían numerosas personas.
Los recién llegados vieron a un hombre de noble aspecto, con barba y vestimenta negra, en la que destacaba el blanco alzacuello.
—Un Servidor de Satanás ha robado en el banco, hermanos —declaró con fingido pesar—. Creo que ha escapado por la puerta trasera...
—¡Vamos, por detrás! —gritó alguien.
Un par de hombres con estrella se precipitaron al interior del banco. El falso pastor echó a andar con toda tranquilidad, sin mostrar señales de precipitación o nerviosismo.
El sheriff Bluckerhill llegó momentos más tarde y se entrevistó con el director del banco. Este se hallaba consternado. ,
—Casi sesenta mil dólares... Ha vaciado literalmente la caja fuerte —se lamentó el director.
—¿Vieron algún detalle particular? —preguntó el sheriff.
—No. Iba enmascarado, con un largo guardapolvo y las manos enguantadas. Sólo se le veían los ojos... pero dijo que firmaría a tiros.
El director del banco señaló a una de las paredes, en donde se veían las huellas de seis balazos. El sheriff pudo apreciar que los tiros habían sido disparados de una forma muy extraña.
Tres de los impactos, separados por menos de una pulgada, formaban una línea horizontal. Los otros tres estaban en una columna vertical y el primero situado justo bajo el impacto central de la hilera horizontal.
—¿Eso... es una firma? —preguntó el sheriff, atónito. —El lo dijo, es todo lo que sé —respondió el director del banco.
* * *
Cuando desfilaba por la calle Mayor de Bluckerhill, Max Blane vio salir de cierto edificio a una hermosa mujer.
Era muy bella y detuvo a su caballo para contemplarla mejor. Blane calculó que no tenía más de veinticinco años o, en todo caso, uno o dos más, aunque le pareció improbable. Pero no se podía negar que era muy bella.
El pelo tenía el color del oro viejo y estaba cuidadosamente peinado, aunque no se le veía demasiado, debido a la pamela con que se tocaba. Vestía con severa elegancia y el traje, en la parte superior, modelaba el pecho, firme y compacto, sin exuberancias desagradables.
Había un carruaje aguardando a la puerta. El cochero, negro, al verla salir, se apeó de inmediato para ayudarla a subir al coche. Ella se acomodó en el asiento posterior y desplegó la sombrilla que formaba parte de su indumentaria.
—A casa, Jupp —ordenó.
—Sí, señorita —contestó el cochero.
Blane quedó en el mismo sitio, contemplando a la dama, hasta que la hubo perdido de vista. Se preguntó quién podría ser aquella joven tan hermosa, pero no tardó en darse la respuesta a sí mismo: ya se enteraría.
Una cosa no le había gustado de aquella joven. Le pareció demasiado orgullosa, pagada de sí misma, rebosante de autocomplacencia por saberse bella y elegante y, seguramente también, con mucho dinero.
Pero él no podía hacer nada para evitarlo. Alguien le había llamado a Bluckerhill y tenía que prepararse adecuadamente para la entrevista.
Después de dejar el caballo en un establo, fue a! hotel —donde se dio un buen baño—, se afeitó y se cambió de ropa. Había cubierto una larga jornada a caballo y se sentía cansado, de modo que se tendió en la cama a dormir un rato.
Cuando despertó, era ya mediada la tarde. Terminó de vestirse y salió en busca de un restaurante en donde, a pesar de la hora relativamente temprana, le sirvieron algo de comer. Al terminar, preguntó a la camarera si sabía dónde vivía Mabel St. Clair.
—Nadie lo ignora en la ciudad, señor —contestó la mujer—. Siga recto la calle Mayor. Al final, sobre una pequeña loma, verá una casa muy elegante. Allí vive la señorita St. Clair.
—Gracias —contestó Clane. Pagó la cuenta, añadió una buena propina, recogió el sombrero y volvió a salir a la calle.
Un cuarto de hora más tarde llamaba a la puerta de la casa, una verdadera mansión, cuyo aspecto externo le hizo sentirse lleno de asombro. A los pocos instantes apareció un criado de color, elegantemente vestido. Blane reconoció de inmediato al cochero que guiaba el carruaje que había visto a mediodía, ocupado por una hermosa joven.
—Me llamo Blane —dijo—. La señorita St. Clair me ha llamado.
El criado se inclinó.
— Estamos advertidos de su llegada, señor —contestó—. Tenga la bondad de pasar. Inmediatamente avisaremos a la señorita.
—Gracias.
—Me llamo Jupp, señor. Por aquí, señor...
Blane procuró ocultar su sorpresa ante la magnificencia del interior de la mansión. Realmente, se dijo, a Mabel St. Clair debía de sobrarle el dinero hasta por los poros de su cuerpo.
Jupp desapareció unos momentos, para volver poco después.
—La señorita le recibirá en sus habitaciones privadas, señor. Tenga la bondad de subir al primer piso. Por la derecha, señor.
Jupp se había quedado con su sombrero. Blane se felicitó de ir vestido con pulcritud, aunque de todos modos su atuendo desentonaba en aquel ambiente de lujo. Cuando llegó al primer piso, una sirvienta negra le acompañó hasta una puerta:
—Aquí es, señor. Pase usted.
Blane hizo un movimiento de cabeza. Abrió la puerta y se encontró en un enorme dormitorio, cuyo lecho estaba situado bajo un dosel sostenido por columnas de estilo salomónico.
Pero la estancia se hallaba vacía. Se preguntó si todo aquello no era una broma pesada, ideada por alguien que quería divertirse a su costa. Entonces oyó una voz de mujer, de graves tonos, pero bien modulada:
—¿Blane?
—Sí, señora.
—Estoy aquí. Venga, por favor.
Blane divisó una puerta entreabierta al fondo. Cruzó el dormitorio, abrió y se detuvo estupefacto al ver a la dueña de la casa en el interior de una bañera rebosante de espuma.
—Perdone que le reciba así, señor Blane, pero tengo una pequeña fiesta dentro de poco y no podía perder tiempo. Hablaremos mientras me baño, si no le importa.
Blane carraspeó. Aquella joven era la misma que había visto por la mañana en la carretela, saliendo del banco. Ella no parecía turbada en absoluto porque un hombre la viese en el baño, aunque realmente sólo mostraba los hombros en parte y los brazos desnudos.
Mabel sonrió.
—Se siente extrañado por verme en el baño —dijo—. Pero no se preocupe; mis criados son discretos y no lo dirán a nadie. Por otra parte, señor Blane, apostaría a que no es la primera vez que ve a una mujer joven en esta situación.
—En esta casa, sí —contestó él jovialmente, una vez recobrado de la sorpresa—. Pero creo, señorita St. Clair, que no me llamó usted para que admirase su hermosura. Me llamó por otros motivos, cree.
— En efecto. Señor Blane, conozco su reputación y quiero que lo demuestre prácticamente, encontrando al ladrón que hace menos de una semana se llevó casi sesenta mil dólares de mi banco.