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1.a edición: 2000

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Impreso en España - Printed in Spain

ISBN: 84-406-0307-X

Imprime: BIGSA

Depósito legal: B. 429-2000            

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

CAPITULO PRIMERO

 

El silencio era absoluto. No se veía un alma por la calle Mayor de Larramore y las cantinas habían cerrado sus puertas hacía ya mucho rato. Apenas si un par de faroles disipaban las tinieblas en cortos trechos, más allá de los cuales reinaba una oscuridad impenetrable.

En la quietud de la noche, varias sombras se movieron en silencio hacia uno de los pocos edificios que tenían un farol

encendido en la puerta: la oficina del sheriff, y también cárcel. El grupo de hombres, todos ellos con las cabezas cubiertas por sendas capuchas que sólo tenían dos orificios para

los ojos, llegó ante el edificio y sus miembros se detuvieron, pegándose a la pared, mientras uno de ellos golpeaba la puerta con suavidad.

Dentro del  edificio,  Slim James,  sheriff de Larramore, dormitaba en su sillón. El hombre que hacía las funciones de

carcelero estaba enfermo. Uno de sus ayudantes tenía la mu-

jer de parto y el otro había salido a realizar unas investiga-

ciones de rutina y no regresaría hasta el día siguiente. Por dicha razón, James estaba altí aquella noche.

Los conjurados lo sabían y ello les había motivado a actuar. Al ruido de los golpes, James se despabiló y, poniéndose en pie, cruzó la estancia para abrir.

Apenas lo había hecho, el cañón de un revólver se le apoyó en la garganta.

Ni una sola tos o eres hombre muerto —amenazó el enmascarado.

 

James había bajado la mano hacia la culata del revólver, pero se inmovilizó en el acto al percibir la amenaza. Y antes de que pudiera hacer otro gesto, los demás asaltantes se le arrojaron encima. Cada uno de ellos sabía lo que debía hacer y, en pocos minutos, James quedó atado y amordazado, sin que nadie, en el exterior, se hubiera percatado de lo que sucedía.

Los asaltantes, siempre en el mayor silencio, buscaron las

llaves del departamento de celdas. Uno de ellos abrió la puerta que daba al corredor, evitando el delator tintineo del metal. Franqueado el paso, todos se precipitaron hacia una de las celdas, en la que, ajeno a lo ocurrido, dormía un hombre.

El preso despertó súbitamente al sentir varias manos sobre su cuerpo. Un pañuelo tapó su boca y le impidió gritar. Otras manos le quitaron el cinturón y lo ataron a uno de los hierros de la reja. El otro extremo, pasado por la hebilla, que hacía de nudo corredizo, quedó en torno a su cuello.

Los conjurados habían mantenido en vilo el cuerpo del preso, hasta que la operación hubo terminado. Entonces, lo

soltaron de golpe.

Casey Long pataleó horriblemente. Sus manos arañaron la piel del cuello, en un inútil intento de librarse del dogal. A los pocos momentos, los movimientos se hicieron más lentos, hasta cesar del todo.

Uno de los enmascarados le quitó la mordaza y la guardó en un bolsillo. La acción había terminado y todos se dirigieron hacia la oficina.

Los ojos del sheriff James les contemplaron con furia mal contenida. Un enmascarado se situó frente él.

—Sheriff, Long se ha suicidado en su celda, con su propio cinturón —dijo con voz deliberadamente alterada.

James negó con la cabeza. El enmascarado hizo un gesto opuesto.

—Sí, eso es lo que dirá usted, porque, ¿quién creería lo contrario? El médico, tal vez, encontrará huellas de arañazos en la piel del cuello de Long, pero eso es lógico, porque,¿qué suicida, en los últimos instantes de su vida, no hace algún gesto instintivo para librarse de algo que le hace daño?

Nadie echará de menos a ese forajido, créame, y su reputación no sufrirá porque un preso encomendado a su custodia haya preferido eludir la acción de la justicia.

El sheriff no se había dado cuenta de que uno de los enmascarados se había situado a su espalda. Este, repentinamente, golpeó el cráneo de James con el caflón de su revólver.

Fue un golpe asestado sin demasiada fuerza, aunque la suficiente para atontar al sheriff e impedirle toda posibilidad

de reacción. James cayó al suelo, sintiendo un terrible dolor

de cabeza,  absolutamente  impotente  para  hacer el  menor

movimiento.

Los conjurados le quitaron la mordaza y las cuerdas, que

se llevaron consigo, a fin de evitar huellas de su paso por el

lugar. Minutos después, se había desvanecido por completo,

como si jamás hubieran existido.

Los asientos eran incómodos, pero Morgan Hays se esforzaba por soportar lo mejor posible el traqueteo del vagón y el fragor de ruedas y enganches, unido al resoplar de la locomotora y a los frecuentes silbidos que daba el maquinista. A pesar de todo, empezaba a adormilarse, sintiéndose entrar en un relajante estado de tranquilidad total.

Frente a él, en el asiento opuesto, en dirección a la marcha del tren, viajaba una mujer. Hays la había visto subir muchas horas antes y en todo el tiempo ella apenas había variado de postura.

Ella era joven, aunque plenamente madurada como mujer. Hays le calculó veinticinco espléndidos años. El pelo tenía un hermoso color de oro viejo y las facciones eran un óvalo perfecto, en el que destacaban las pupilas azules de unos ojos grandes y rasgados. La boca, de trazos firmes, no parecía muy sensual, pero Hays tenía la suficiente experiencia para saber que, en determinados momentos, aquella joven podía besar con ardiente pasión.

La figura era espléndida, contenida en un vestido de discretas hechuras, de tonos grises, con algunos adornos en blanco y negro. Sobre las rodillas, y estaba así prácticamente desde el momento de ocupar el asiento, llevaba un bolso de mano. En la rejilla de portaequipajes, el mozo de color había colocado una gran bolsa de viaje.

Ella no se había presentado ni pronunciado apenas alguna palabra, salvo para dar gracias al mozo o al revisor cuando éste le informó que el tren marchaba a su hora y que el retraso en llegar a Larramore podía ser mínimo. Así pues, Hays se había enterado de que la bella desconocida viajaba

con el mismo destino, aunque, pensó, en cierto modo divertido, que los objetivos de ambos eran radicalmente distintos.

El sueño empezaba a vencerle, cuando, de pronto, el ruido del tren cambió de tonos. Hays abrió los ojos y vio que el convoy desfilaba sobre un puente.

Era muy estrecho, no tenía parapetos laterales y la altura resultaba apenas de cinco o seis metros sobre las caudalosas aguas del río sobre el que pasaban.

—El Clearwater —dijo, sin poder contenerse—. Antes de

media hora estaremos en Larramore.

La desconocida le miró un instante. Hays esperó que ella le dirigiera la palabra, como para pronunciar una frase de circunstancias. «¡Qué casualidad, yo también voy a Larramore!», o algo por el estilo, y luego hacer las oportunas presentaciones, pero la joven no dijo nada y volvió de nuevo a su actitud silenciosa y tranquila.

«Acabaré por enterarme de quién es», se dijo.

Probablemente, la esposa de algún rico ranchero o un acaudalado comerciante, que regresaba a su casa después de haber visitado, tal vez, a una hermana o a su madre que vivía lejos de Larramore.  Hays pensó que ya era hora de despreocuparse de  la desconocida,  de su  personalidad  y de los motivos de su viaje.

Poco más tarde, el silbato de la locomotora sonó repetidas veces. Entrechocaron bs topes y los vagones se estremecieron.

El revisor pasó, anunciando la proximidad de Larramore. Había una parada de quince minutos, debido a movimientos de la línea ferroviaria, y los viajeros que lo desearan podrían tomar un refrigerio en la cantina que había junto a la estación.

El convoy acabó por detenerse al fin. La máquina resoplaba sin mucho ruido, como fatigada por la larga carrera. Hays se  puso  en  pie  y  entregó  a  la joven  su  bolsa  de  viaje.

—Muchas gracias, caballero —dijo ella brevemente.

Hays se tocó el sombrero con la mano. Agrarró el maletín y se encaminó hacia la salida. Cuando se apeó, vio a la joven detenida en el andén, con el equipaje en la mano, mirando irresoluta a su alrededor.

Esperaba a alguien, supuso, pero la persona o personas que deberían haber acudido a recibirla no habían dado seña-les de vida. Hays se creyó en el deber de ser atento con ella una vez más.

—Señora, ¿desea que la acompañe a alguna parte? —se ofreció, cortés, con el sombrero en la mano.

Ella le dirigió una pálida sonrisa.

—Muchas gracias, caballero —oontestó—. Espero a un conocido y no tardará en venir a buscarme.

—Como guste. Considéreme su humilde servidor, señora

—se despidió Hays.

La joven le contempló al alejarse. Alto, ancho de espaldas, de caderas escurridas, bajo la elegante levita que vestía se apreciaban los bultos que delataban inconfundiblemente los revólveres que portaba. Las ropas y el sombrero negros, salvo los pantalones a rayas y el chaleco floreado, le hicieron presumir los medios de vida del viajero.

 

«Pistolero profesional y, también con toda seguridad, jugador», pensó.

Hays descendió la suave pendiente que conducía a Larra-more, apreciando de inmediato el intenso movimiento de la

población. Carros cargados y jinetes que parecían tener mucha prisa, iban y venían constantemente. Un par de vaqueros arreaban una pequeña punta de reses. El tintineo de un martillo al golpear sobre el yunque, le indicó la proximidad de

una fragua de herrero.

Las primeras casas se hallaban a doscientos pasos escasos de la estación del ferrocarril. Hays caminó por la acera de la calle Mayor, buscando el objetivo que le había llevado a Larramore. Tenía una misión que cumplir y, aunque no era agradable, estaba dispuesto a realizarla con absoluta efectividad.

De repente, apoyado en una pared, divisó a un hombre

cuyo rostro le resultaba conocido. Casi sin pensárselo, Hays se detuvo frente al sujeto.

—Hacía tiempo que no nos veíamos, Lafe Cowell —dijo.

El hombre se enderezó. Estaba sacando astillas de un trozo de madera con un cuchillo de caza y suspendió la labor inmediatamente, mientras miraba a Hays con ojos carentes de simpatía.

—Por mi parte, podríamos haber seguido viéndonos durante siglos —contestó hoscamente.

Hays soltó una risita.

—Gracias por tus buenos deseos, Lafe. ¿A quién no le

gustaría vivir unos cuantos cientos de años? Lo malo es que moriremos muchos antes.

—Usted antes que yo —amenazó Cowell.

Sin perder la serenidad, Hays contempló el cuchillo.

—Tienes fama de lanzarlo con certera puntería —dijo—.

Si piensas hacerlo ahora, no falles. ¿Entiendes lo que quiero decir?

Ostentosamente, Cowell enfundó el cuchillo y luego simuló ahogar un bostezo.

 

Voy a tomar una copa. No le invito, claro —respondió

desdeñosamente.

 

Cowell se alejó, cruzando la calle. Hays meneó la cabeza

y continuó su camino. los pocos momentos se dio cuenta de que la hermosa viajera marchaba por la acera opuesta, con el equipaje en mano. Sin duda no habían salido a recibirla y ella había optado por encaminarse directamente a la población.

Un minuto después la vio entrar en un edificio de excelen-

te apariencia, el Excelsior Hotel. Allí se alojaría él también,

de modo que, al fin, acabaría por conocer la identidad de bella desconocida.

El término de su viaje se hallaba a veinte metros escasos.

Desde la acera, contempló el rótulo: SHERIFFS OFFICE.

Calmosamente, empujó la puerta. Un hombre de mediana

edad, con un gran mostacho de guías grises,  le contempló con ojos calculadores.

¿Sí? -dijo. El forastero sacó unos documentos. —¿Sheriff James? —Yo mismo, en efecto.

Morgan Hays, delegado especial del agente del gobierno en Tucson —se presentó—. Mis credenciales y la orden de entrega de Casey Long —añadió.

Sin pronunciar una sola palabra, James examinó los pape-

les, a través de los lentes para lectura. Luego alzó la vista

hacia el recién llegado.

Comisario, temo que su misión carece de objeto —manifestó.

Hays respingó ligeramente. La orden está visada por el gobernador del territorio en persona  —alegó—.  Usted  no puede  negarse a  ejecutarla...

Perdone, pero no he sabido expresarme con corrección le atajó el sheriff—. No se puede llevar a cabo una misión,

cuando el preso a quien se ha de conducir a la prisión del territorio ha muerto.

¿Cómo? —dijo Hays casi a gritos.

 

Long se suicidó ayer, a la madrugada

James consultó su  reloj

Es decir,  hace aproximadamente treinta  y seis horas

Sobrevino un momento de silencio. Hays trataba de analizar la situación, tras haber recibido una noticia absolutamente inesperada.

Al cabo de  unos  segundos,  meneó la cabeza  con  aire pesimista.

 

Después de unos minutos de silencio dijo: eso es cierto, ha muerto la única persona que podía indicarnos el paradero de los sesenta mil dólares que unos bandidos se llevaron del banco de Larramore, hace tres años.

 

 

                     CAPITULO II

 

Hays obtuvo algunos detalles sobre la muerte por suicidio de   Cassey   Long.   Luego,   al   despedirse   del   sheriff,   dijo:

—He visto a un antiguo conocido, Lafe Cowell. Pertenece a la banda de Joel Barsham. Puede que esté en Larramore por casualidad, pero, yo en su lugar, estaría prevenido. Barsham puede sentir la tentación de asaltar el banco. Son unos tipos audaces, y despiadados, le prevengo.

—Conozco la fama de esos forajidos. Lo tendré en cuenta, gracias —contestó James sin alterarse.

—Está bien. Adiós.

Hays salió a la calle. El suceso le parecía verídico; no tenía nada de particular, hasta cierto punto, que un preso se suicidase en su celda para no sufrir la acción de la justicia.

El buscaba a Long por asesinato, no por el robo del banco, aunque sabía que había formado parte del grupo de asaltantes. Pero por este delito Long podía haber salido del juicio correspondiente con una condena más o menos larga, aunque no irremediable.

El asesinato, en cambio,  le iba a conducir a la horca.

Resultaba siniestramente irónico que, para eludir la soga del

verdugo, Long hubiese empleado en sí mismo análogo procedimiento: estrangulación con su propio cinturón.

De todos modos, lo encontraba extraño. En la voz y en la actitud del sheriff, había captado, creía, una nota de insinceridad. La fama de James, sin embargo, era excelente y no creía que se hubiese prestado a un linchamiento, luego disfrazado de suicidio.

Abandonó sus pensamientos al entrar en el vestíbulo del

hotel, desierto en aquellos momentos. El interior era elegante, pese a su relativa modestia, y se advertía la limpieza que procuraba así un ambiente agradable. Acercándose al mostrador, levantó la mano para golpear el timbre de percusión y llamar la atención del empleado.

Entonces reparó en el libro de registro, situado sobre una pequeña plataforma giratoria. Se acordó de la bella viajera, dio la vuelta al libro y leyó su nombre, la última inscripción realizada hasta aquel momento.

—Melody Kelsey —repitió a media voz.

El nombre le sonaba, aunque no podía recordar dónde lo había oído antes. Agarró la pluma y ya se disponía a firmar, cuando las cortinas que ocultaban la puerta que había al otro lado, se apartaron y apareció una mujer.

—¿Señor? —dijo ella.

Hays la miró un instante. Era una atractiva morena de unos   treinta   años,   rostro  acogedor   y   cuerpo   de   curvas abundantes.

—Deseo una habitación —manifestó—. Me llamo Morgan

Hays, señora.

—¡Hays!  —repitió ella—.  ¿Es  posible que sea  usted  el

mismo?

El joven entornó los ojos.

—Su rostro me parece conocido, señora...

Ella rió fuertemente.

—Linda Shaw, comisario. Es decir, si continúa usted en el cargo.

—Sí, todavía sigo trabajando en el mismo oficio...

—Han pasado cinco años —dijo Linda—. Yo estaba sucia, desgreñada, con las ropas desgarradas. Usted tenía barba de cuatro semanas y su aspecto no era mejor que el mío. Pero en Little Fork me dejó ir en libertad, en lugar de enviarme a un presidio.

 

Hays chasqueó los dedos. —¡Claro, ahora recuerdo! Señora, perdóneme-Linda continuaba sonriendo.

—No tiene por qué disculparse, comisario. Y, aunque es cierto que estuve casada una vez, puede dejar el tratamiento a un lado y llamarme Linda, como hace cinco años. Una

cosa le diré: nunca olvidaré lo que hizo por mí.

—Pensé que se le podía dar una oportunidad. Me alegro de haber acertado —contestó Hays, a la vez que hada un amplio ademán con el brazo, como para indicar el lugar en que se hallaban.

—Soy la encargada y ya llevo dos años en el puesto, a satisfacción del dueño —explicó Linda—. Desea una habitación, supongo.

—Si hay alguna libre...

—Echaría a un huésped a la calle para alojarle a usted

—dijo ella—. ¿Baño?

—Sí, por favor.

Linda se volvió hacia el casillero y le entregó una llave.

—Número siete —indicó—. Imagino que ha venido a Larramore por asuntos de su profesión, claro.

—En efecto, pero he perdido el tiempo. El hombre a quien vine a buscar murió ayer, a la madrugada.

* * *

El hotel disponía de comedor y Hays bajó a la hora de la cena, ya que no tenía ganas de salir en busca de un restaurante. El viaje había resultado muy pesado y, al día siguiente, debería realizarlo en sentido contrario. Lo mejor era cenar allí mismo y luego retirarse a su habitación.

Melody Kelsey cenó también en el mismo comedor, en otra mesa distinta. La joven le dirigió una ligera inclinación de cabeza al entrar y luego ocupó su puesto. A Hays le parecio que se sentía notablemente preocupada, incluso, afligida, pensó, pero no tenía el menor indicio que le permitiera averiguar las causas del estado de ánimo de la joven.

Después de la cena, una de las camareras negras le trajo café, una gran copa de coñac y un cigarro.

Hays se sintió sorprendido por el ofrecimiento de algo que no había solicitado. Miró hacia la puerta del comedor y vio a Linda en el umbral, sonriéndole amistosamente.

Agradeció el gesto con una inclinación de cabeza y permaneció un buen rato, en una solitaria sobremesa. Al fin, concluido el  cigarro,  se  levantó  y  se  retiró  a  su  habitación.

Suspiró aliviado, mientras colgaba el cinturón con las armas del respaldo de una silla. Se desnudó lentamente y apre-ció la frescura de las sábanas y la blandura del colchón. Iba a dormir como un tronco, se dijo...

Pero le costaba conciliar el sueño. El suicidio de Long le preocupaba. Un oscuro instinto le hacía creer en una mentira del sheriff. Si era así, si un hombre tenido por recto y honesto  no  le  había dicho  la  verdad,  ¿cuáles eran  las  causas?

Repentinamente, oyó el ruido de la puerta al abrirse. En el acto, sacó uno de los revólveres, colocado precabidamente al alcance de la mano, y lo amartilló, apuntándolo hacia la

entrada.

—No se alarme, comisario; vengo en son de paz —oyó una voz femenina, de suaves tonos.

Hays dejó el arma y encendió un fósforo. A la luz del quinqué situado en la mesilla de noche, vio a Linda Shaw ataviada  con  un  salto  de  cama  de  estridente  color  rojo.

Era la única prenda que llevaba sobre un cuerpo de grandes atractivos. Ella captó la expresión del rostro de su huésped y sonrió complacida.

—Hace mucho tiempo que no me lo pongo —dijo—. Ordinariamente, uso un camisón de lino.

—Esta   noche,   por   lo  visto,   has  cambiado  de   opinión.

Linda avanzó hacia la cama.

—Rebaja la luz —pidió—.  Pienso que una mujer puede

 

demostrar su agradecimiento de muchas maneras y no sólo con una copa de coñac y un cigarro. Suponiendo, claro está, que no rechaces mi gratitud.

Hays se echó a reír. Alargó la mano y dejó la mecha del

quinqué al mínimo.

—Puedes   empezar   a   darme   las   gracias   cuando   gustes

—invitó.

* * *

—Te vas mañana, supongo —dijo Linda, más tarde, mientras llenaba dos copas de una botella que había ido a buscar momentos antes.

—Claro, ya no tengo nada que hacer aquí. Long ha muerto y no puedo llevarlo a Tucson para que lo juzguen por asesinato.

—No lo sabía. Aquí se rumoreaba que estaba preso por lo del asalto al banco hace tres años.

—Eso es verdad, pero su participación, aunque indiscutible, no había sido probada suficientemente. Además no hubo víctimas, por lo que la acusación de asesinato, aunque posterior al robo del banco, tenia preferencia sobre este delito.

—¿No os encargabais vosotros de perseguir a los atracadores?

—Colaborábamos con las autoridades locales, simplemente. Era un asunto propio del sheriff de Larramore.

Linda se sentó junto a la cama, con las copas en las manos.

—Se oyeron rumores sobre el botín —dijo.

—El dinero no apareció. Eran billetes recién impresos, más

unos diez mil dólares en oro. Todos suponían que Long conocía el escondite.

—Sí, eso era lo que se decía por aquí —convino Linda—.

 

Sin duda, esperaban a que el asunto se hubiese «enfriado»

para disfrutar del botín.

—Entonces han perdido el tiempo, porque el único que lo

sabía ha muerto.

—Tampoco se sabe quiénes fueron sus cómplices, ¿verdad?

—No, nunca. Y si se averiguó que Long participó en el asalto, fue debido a una delación anónima. Pero aquí, insisto, estaba detenido por la acusación de asesinato.

—Aunque quizá, se hubiese intentado hacerle declarar dónde está el dinero, ¿no es así?

Hays tomó un sorbo de whisky.

—Sí,   claro.   Es   preciso   hacer   que   se   respete   la   ley...

Linda le miró por encima de su vaso.

—Morgan, ¿qué dirías tú si yo te indicase quién puede, tal  vez,  conocer el  paradero de esos sesenta  mil  dólares?

Hays se sobresaltó.

—¿Hablas en serio?

—Completamente. Te conozco un poco y sé que eres hombre de palabra. El banco prometió una recompensa de seis

mil dólares, el diez por ciento de la suma robada, si se conseguía recobrar. Y si se recuperaba menos, el diez por ciento será también inferior, pero, imagino, creo que vale la pena intentar encontrar el botín.

—Linda,  ¿qué  tratas de  proponerme? —preguntó  Hays.

—Quiero convertirme en la dueña del hotel. El propietario aceptaría tres mil dólares al contado y otro tanto en cinco años. Te doy datos para que encuentres el botín y nos partimos la recompensa. ¿Hace?

—Si encuentro ese dinero la recompensa será íntegra para ti. Algunos me llamarán estúpido, pero tengo una norma que no quebranto jamás: con mi paga tengo más que suficiente. No me gusta que me llamen cazador de recompensas ni buscador de dineros robados. Lo entiendes, ¿verdad?

—Resulta un poco raro oír hablar así —rió Linda—. Pero si no quieres tu parte, yo no rechazaré la mía.

—Está bien, habla.

—En primer lugar, se sospecha que Long no se suicidó, sino que lo asesinaron en la cárcel.

Hays entornó los ojos.

—Continúa, por favor.

—Una de las camareras, ayer a la madrugada, se levantó antes de lo corriente. Se sentía un poco indispuesta... bueno, cosas de mujeres, ¿sabes? Se asomó a la ventana y vio a varios encapuchados corriendo hacia la cárcel. A los pocos minutos salieron de nuevo y se dispersaron, sin hacer el menor ruido. Eran las tres de la madrugada, más o menos la hora en que el médico dijo que Long había muerto.

—¿Qué dijo el sheriff?

—Estaba durmiendo y no oyó ningún ruido, pero el médico le curó también una pequeña herida en la parte posterior de la cabeza. James dijo que, al trasponerse, cayó hacia atrás y se dio un golpe. Morgan, el suelo de la oficina es de tablas; tendría un chichón en lugar de un pequeño corte, ¿no te parece?

—Estaría de acuerdo con los asesinos que simularon el

suicidio, ¿no te parece?

—O estaba de acuerdo o lo inmovilizaron para que no pudiera impedir el linchamiento, sorprendiéndole, claro.

—Si lo hicieron sus antiguos cómplices, perdieron la oportunidad de disfrutar del botín —dijo Hays.

—En tal caso, cometieron un error. Pero a lo que íbamos: la recompensa. ¿Sabes quién es la chica que vino hoy contigo en el tren?

—Conozco su nombre:  Melody Kelsey   Me suena, pero

no consigo recordar, Linda.

—Era la novia de Long. Bueno... —Linda soltó una risita—. Llamarla novia resulta un poco piadoso, ¿comprendes?

—Sí.  ¿Crees que Melody sabe algo respecto al dinero?

—Long se hospedó en el hotel antes de ser arrestado. El día en que James vino a detenerle, él me había entregado ifna carta, dirigida a Melody, en Tucson. El sheriff no pudo leerla, porque yo acababa de ponerla en el correo. Es posible que Long,  previendo su arresto,  le indicase en la carta el lugar donde había escondido el botín. Lo que falta por hacer es cosa tuya, Morgan.

Hays asintió. Investigaré en esa dirección —prometió—   ¿Algo más?

Sonriendo, Linda le quitó el vaso de la mano. Luego volvió a desprenderse del peinador.

—También tienes algo más que hacer antes de seguir la pista de ese dinero —dijo ardientemente.

Transcurrieron unos minutos. Hays y Linda reposaban, estrechamente abrazados. El joven empezaba a dormirse, cuando, de pronto, creyó oír un ruido extraño fuera de la habitación.

Era como un gemido sofocado, emitido por una mujer sorprendida desagradable, de una forma totalmente inesperada.

Hays percibió también ruidos que indicaban un forcejeo. Inmediatamente, todos sus músculos se pusieron en tensión.

El silencio volvió al exterior. De pronto, fue roto por

gañido de una tabla vieja y reseca, al recibir el peso de un pie humano.

 

                       CAPITULO III

 

Hays presintió algo nada agradable. Actuando con rapidez, agarró a Linda por la cintura y la sacó a rastras de la

cama.

—No grites, no hagas el menor ruido, por tu vida —dijo

a su oído.

Ella, aunque adormilada, asintió. Hays la empujó por las

caderas.

—Arrástrate hasta el rincón.  Permanece tumbada en el

suelo —ordenó.

Linda obedeció, temblando de miedo. Hays agarró el cin-turón con las pistolas y dio un par de vueltas sobre sí mismo, alejándose de la cama.

La puerta se abrió repentinamente. Dos sujetos aparecieron en el umbral, armados con sendas escopetas.

El dormitorio se llenó de ruido, llamas y humo. La cama se levantó un poco, al recibir de llenó las descargas de cuatro cañones de escopeta.

Inmediatamente, sentado en el suelo, Hays abrió fuego con los dos revólveres.

La sorpresa de los intrusos fue total, al ver que alguien disparaba sus armas desde un punto totalemnte inesperado. Hays apretaba los gatillos alternativamente, con cierta lentitud, incluso, procurando que no se desperdiciase una sola de las balas.

Entre el estruendo de los disparos, se oyó un grito de agonía. Alguien lanzó un feroz aullido de dolor.

Un cuerpo humano se estrelló contra el pavimento de tablas. A la escasa luz de la única lámpara que había en el corredor, Hays pudo entrever la silueta de un hombre que huía tambaleándose.

—No te muevas todavía, Linda —ordenó, a la vez que se ponía en pie de un salto.

Dos escopetas yacían junto al hombre caído. Hays le quitó un revólver y pateó las escopetas para alejarlas. Luego, presurosamente, se puso los pantalones y corrió hacia la ventana.

El herido salía del hotel en aquel momento. Hays lanzó un poderoso grito: —¡Deténgase!

El hombre conservaba todavía la fuerza suficiente para sacar un revólver y disparar contra la ventana. Hays saltó a un lado, en el mismo instante en que, en otro lado de la calle, se percibía el estruendo de un rifle.

El herido volvió a gritar y se desplomó de bruces sobre el suelo. Hays comprendió que el peligro había pasado y arrojó hacia Linda el salto de cama.

—¡Cúbrete!

Ella se puso en pie, todavía temblando de miedo. Hays

saltó al pasillo por encima del muerto.

Una puerta se abrió en aquel instante. Hays apuntó hacia

allí con el arma.

El rostro de Melody Kelsey se asomó fuera de su dormitorio. Tenía una expresión de susto indudable en unas facciones descoloridas y estaba despeinada y mal envuelta en una bata puesta apresuradamente sobre el camisón.

—¡No dispare, por favor! —gritó, aterrada, al ver los dos revólveres en las manos del joven.

Hays la contempló con curiosidad.

—¿Ha sufrido usted algún daño, señorita Kelsey?

—No, no me ha pasado nada...

—¿No ha sido atacada por dos hombres?

—En absoluto. Estaba dormida cuando me despertaron los disparos...

Linda salió en aquel momento al corredor. —Morgan,  quizá  se  trate  de  alguna  de   las  camareras —apuntó—. Si no te importa, iré a ver. —De acuerdo.

 

Pasos precipitados sonaban en aquel momento por la escalera que conduda al primer piso. James, seguido de uno de sus ayudantes, llegó al corredor y se enfrentó con el joven.

—¿Qué ha pasado aquí, Hays?

El pulgar del forastero señaló a sus espaldas.

—Entre y lo verá por sí mismo —respondió.

James penetró en el dormitorio, estuvo unos instantes, examinó luego al caído y se enfrentó finalmente con el joven.

—Hay señales de varios escopetazos —dijo.

—Cuatro, para ser más exactos. Dos hombres trataron de asesinarme. No querían un superviviente herido; por eso usaron escopetas con postas —explicó Hays.

—Me pregunto por qué querrían matarle —murmuró James pensativo.

—Yo también me hago la misma pregunta, pero no encuentro   la   respuesta.   ¿Conoda   usted   al   muerto,   sheriff?

James asintió.

—Sí, le conoda.

—Herí a otro, pero escapó. Cuando trataba de detenerle,

disparó contra mí. Alguien hizo fuego en la calle y lo abatió.

—Yo disparé —intervino el ayudante del sheriff—. Está

muerto.

James se volvió hacia Melody.

—¿Ha visto algo, señorita?

—Sólo he oído disparos. Ha sido después, cuando vi al señor Hays en el pasillo, armado con dos pistolas —contestó Melody.

—Los asesinos se tropezaron con alguien y lo atacaron, para que no pudiera dar la alarma —dijo el joven—. Linda ha ido a investigar...

La señora Shaw hizo su aparición en aquel  momento.

—Era Augusta, una de las camareras. Dice que dos hombres la sorprendieron, atándola y amordazándola, y encerrándola en la despensa de la cocina, pero que no pudo verles la

cara — manifestó.

—¿Qué hada esa camarera levantada a estas horas? —se extrañó James.

Linda sonrió maliciosamente.

—Es joven, atractiva y ardiente —contestó—. Tenía una cita con un amigo, pero no voy a darle más detalles, sheriff. —Está bien. Al menos podrá contarme lo que haya visto,

señora Shaw.

—Bueno, el señor Hays y yo estábamos juntos... conversando amistosamente... Nos conocimos hace años y... el oyó ruidos, sospechó algo y me hizo tenderme en el suelo. Luego empezaron los tiros. Eso es todo, sheriff.

Melody estudiaba críticamente el poco protector salto de cama de la encargada del hotel. Hays se percató de que ella sospechaba también lo que había ocurrido entre los dos antes

del tiroteo.

—Bien —dijo James finalmente—, ahora retiraremos el cadáver. No hay cargos contra usted, Hays; la defensa de la propia vida es un acto legítimo de todo ciudadano.

—Gracias, sheriff. Supongo que esto no me impedirá tomar el tren de vuelta a Tucson, mañana a mediodía.

—En absoluto, Ricky —se dirigió James a su ayudante—, ocúpate de que retiren el cadáver.

—Sí, señor.

Linda se acercó al joven.

—Tendrás que cambiarte de dormitorio —aconsejó.

—Sí, ahora recogeré mi equipaje —aceptó él la propuesta.

Cuando llegaba a su nueva habitación, Linda le miró con cierta expresión melancólica.

—Nos han estropeado la noche —dijo.

—Mujer, al menos disfrutamos del prólogo —sonrió él.

—Fue sólo el prólogo —suspiró Linda—. Pero supongo que ninguno de los dos estamos ahora en condiciones de continuar la función, ¿verdad?

—Nada más cierto —convino Hays. De pronto, cuando se disponía a entrar en el dormitorio, recordó algo—. Linda, el sheriff no ha mencionado los nombres de los muertos y me dio la sensación de que los conocía.

—No te preocupes; yo te los diré antes de que te marches.

 

Al despedirse de Linda por la mañana, ella le dio la información prometida y añadió algí> más:

—Casi estoy segura de que Melody sabe dónde está el

dinero —dijo—. Ten cuidado; he captado rumores de que hay alguien que quiere obligar a que lo diga.

—Lo tendré en cuenta, gracias, hermosa.

Linda le besó en una mejilla.

—Nunca te olvidaré, Morgan —sonrió, con ojos húmedos—. Oh, no vayas a creer que me he enamorado de ti. Pero me hiciste cambiar y eso es algo que siempre tendré presente.

—Gracias, hermosa.

—Buena suerte — fe deseó ella finalmente.

Poco antes de las doce, Hays colocó su bolsa de viaje en la rejilla portaequipajes del vagón. Cuando iba a sentarse, advirtió la presencia de Melody Kelsey en el asiento frontero.

—¿Qómo está? —saludó cortésmente.

Ella hizo una leve inclinación de cabeza.

—Perfectamente, muchas gracias, señor Hays.

—Es curioso —sonrió él—. No nos hemos presentado, pero ambos conocemos los nombres respectivos.

—Sí — dijo Melody lacónicamente.

Hays comprendió que la joven no sentía deseos de seguir una conversación y desistió de volver a hablar con ella. En aquel momento, el jefe de estación dio la salida y la locomotora emitió un agudo pitido.

El vapor penetró en los cilindros, movió los émbolos y

éstos impulsaron las bielas motrices. Las ruedas resbalaron fragosamente media docena de vueltas, pero luego tomaron firmeza y el convoy se puso en movimiento.

Lentamente, Larramore fue quedándose atrás, hasta perderse de vista. Al cabo de unos momentos, Hays sacó un

cigarro.

—¿Molesto? —consultó.

Ella hizo un gesto silencioso de aquiescencia.

—Gracias, señorita Kelsey —dijo el joven.

Mordió la punta y la tomó con dos dedos, para lanzarla por la ventanilla abierta. Luego se protegió la llama del fósforo con el hueco de las manos, para encender el cigarro, del que fumó placenteramente momentos más tarde.

El tren alcanzó su ritmo normal de marcha. Hays ardía en deseos de entablar diálogo con la joven, pero ella no parecía muy dispuesta a despegar los labios. De pronto, se le ocurrió una idea.

—Señorita Kelsey, ¿puedo preguntarle una cosa? Ella le miró casi con irritación.

—¿Es que no se da cuenta de que no tengo deseos de hablar? —contestó.

—Lo siento. Sólo quería saber si estuvo presente en el entierro de Casey Long.

Melody se sobresaltó.

—¿Por qué tenía que asistir al entierro de ese hombre? —exclamó.

—No desearía ofenderla, pero anoche me dijeron que usted había sido su novia —repuso Hays.

—Nos relacionamos en otros tiempos, efectivamente, pero hacía muchos meses que no tenía noticias suyas. Si piensa que fui a Larramore por verle, está equivocado. Fue otros motivos, ninguno de los cuales le importa a usted en absoluto.

Hays no se inmutó.

—Le ruego que me disculpe. No fue mi intención molestarla, señorita Kelsey.

Volvió a fumar, con la vista fija en el paisaje, que se deslizaba velozmente frente a la ventanilla. Melody continuaba en la misma postura, rígida, con las manos sobre el bolso

que mantenía en el regazo.

«¿Tendrá ahí la carta que le dirigió Long?», se preguntaba una y otra vez.

De pronto, el tren aminoró un tanto su velocidad. Hays comprendió que el convoy acometía la serie de rampas que había antes del puente sobre el Clearwater.

Al llegar al punto más alto, la línea iniciaba una pendiente en sentido opuesto. Luego venía una llanura, por cuyo centro corría el río. Pero había muchas curvas y, forzosamente, el maquinista, aun en terreno relativamente llano, tenía que reducir la velocidad.

 

Los rieles se deslizaban entre un pequeño laberinto de colinas, no lo suficientemente altas como para justificar la construcción de túneles. Entonces, silueteándose sobre la cresta

de una loma situada a unos trescientos metros del tren, Hays divisó un grupo de jinetes.

Parecían muy entretenidos contemplando el paso del convoy, pero, de repente, los caballistas iniciaron el descenso por la ladera de la colina, en sentido oblicuo, acelerando gradualemnte, a fin de alcanzar el tren en el punto donde se movería con la máxima lentitud.

 

                        CAPITULO IV

 

Tranquilamente, sin mostrar la menor emoción, Hays se levantó, abrió la bolsa de su equipaje y sacó otra más pequeña, de lona, con unas asas lo suficientemente grandes como para poder colgarla de su cuello. Luego hizo una seña a la joven.

—Venga   conmigo,   por   favor   —solicitó   a   media   voz.

Ella le miró con curiosidad.

—Es muy importante —añadió Hays, en vista de las reticencias de Melody—. Créame, no trato de causarle ningún mal, sino solamente evitar que le hagan el menor daño.

Melody abrió su bolso y metió en él la mano, sin sacarla posteriormente.

—Está bien, pero recuerde: el sheriff de Larramore dijo algo sobre la legítima defensa. Si observo el menor gesto sospechoso, dispararé.

—No será necesario —aseguró él.

Volvió a mirar hacia la ventanilla. Los jinetes se acercaban cada vez más al convoy.

Se preguntó si tendría tiempo de llegar al puente sobre el Clearwater. Procurando mantener el equilibrio, se llevó a Melody agarrada por un brazo, encaminándose a la plataforma

posterior del vagón.

Era el último del convoy y viajaba muy poca gente. Antes de salir al exterior, volvió a lanzar una mirada por la ventanilla más próxima.

Los jinetes estaban a punto ya de alcanzar el tren. Parecían haber estudiado un plan previo, porque se separaban disciplinadamente, a fin de ganar todos los vagones.

28-

Los primeros asaltantes empezaron a galopar paralelamente a la vía del tren. Hays se dio cuenta de que uno de ellos

se   rezagaba,  a  fin  de  subir  al  vagón   por  la   plataforma posterior.

—Venga —dijo, tirando de la mano de Melody.

Salieron fuera. En el mismo instante, el jinete, agarrado con ambas manos a bs pasamanos, ponía tos pies en el estribo.

Hays saltó hacia adelante. Su bota derecha golpeó con fuerza el rostro del sujeto, quien cayó de espaldas, rebotando espantosamente sobre el suelo, antes de estrellarse con tremendo impacto contra un enorme cacto. El joven se asomó fuera del vagón y vio que los caballos, ya sin sus jinetes, se separaban de la línea férrea.

El silbato de  la  locomotora  anunció  la  proximidad del

puente. Hays se dio cuenta de que el tiempo se les agotaba.

—Venga — Damó de nuevo a la joven.

Ella seguía mostrándose recelosa hacia la actitud de Hays.

—Pero, ¿qué es lo que pretende usted? —exclamó.

La locomotora entró en el puente. De súbito, Hays agarró a Melody por la cintura.

Antes de que ella pudiera percatarse de lo que sucedía, se encontró volando por los aires. Gritó aterrada, pero en menos de un segundo notó que chocaban contra la superficie de las aguas y perdió el conocimiento.

* * *

Melody abrió los ojos y sintió un ligero dolor en la espalda. Maquinalmente, comprendió que se trataba de una pie-drecita y se movió para buscar una mejor posición.

Sus ropas estaban empapadas de agua. Haciendo un esfuerzo, consiguió sentarse.

Estaba sola y se sintió muy asustada. Vagamente recordaba haber sido obligada a saltar del vagón, en el momento en que el tren pasaba por el puente, pero no tenía la menor idea

de lo que había sucedido después.

 

De pronto, vio su bolso a poca distancia. Al lado había otro, muy distinto. Lo había visto colgado del cuello de Hays y se preguntó si él habría muerto ahogado.

«Pero, si es así, ¿quién me ha sacado del río?», se preguntaba.

Tendría que secarse las ropas de algún modo. Entonces oyó ruido de ramajes en las inmediaciones.

Hays apareció ante sus ojos, con un brazado de ramas secas. Al verla despierta, sonrió.

—Se encuentra mejor, supongo.

—Sí, en lo que se refiere al aspecto físico. En otros aspectos, estoy conturbada, desconcertada... y muy irritada — contestó ella.

Hays dejó las ramas en el suelo.

—Los cartuchos con vaina metálica son muy útiles en determinadas circunstancias —dijo evasivamente—. Sobre todo cuando los fósforos están mojados.

Hays puso unas ramitas muy finas y secas, encima de un pequeño montoncito de pólvora, procedente de un cartucho al que había quitado la bala. Luego, con dos piedras, y tras varios   intentos,   produjo  unas   chispas,   que   inflamaron   la pólvora.

—Ahora podrá secarse —dijo—. Luego, cuando esté en condiciones, hablaremos largo y tendido.

—Señor Hays —exclamó ella—, ¿se ha dado cuenta de

que estuvo a punto de matarme?

—Su muerte hubiera sido segura de haberse quedado en el tren -contestó el joven fríamente—. Seqúese; luego vendrán las explicaciones.

—Oiga, si me buscaban, sabrán que me he escapado. Continuarán tratando de apresarme; verán el humo.

—La leña seca no hace humo, señorita Kelsey.

Melody se quedó con la boca abierta. Hays se marchó para quitarse la levita al otro lado de unos arbustos y colocarla en un lugar donde daba el sol. Al cabo de unos momentos, oyó la voz de Melody:

—Puede venir —dijo—. El tiempo es bueno y las ropas mojadas no molestan demasiado.

—Está bien.

Hays regresó junto a la hoguera y colocó algunos troncos

más.

—Estamos a casi dos millas del puente —dijo.

—¿Tanto   tiempo   he   estado   desmayada?   —se  asombró

Melody.

—Sí. Siento lo ocurrido; pero no había otra forma de solucionar el problema.

—Se refiere a «mi» problema, sin duda.

—En efecto.

—Señor Hays, ¿por qué querían secuestrarme esos bandidos? —quiso saber la joven.

—Se lo diré de inmediato. Usted puede negarlo o no, y, hasta cierto punto, me es indiferente, pero en Larramore me informaron de que quieren obligarla a que diga el lugar donde Casey Long escondió la nada desdeñable suma de sesenta

mil dólares.

—¡Yo no sé nada de eso! —protestó la joven con gran vehemencia.

Hays se sorprendió al percibir la casi violenta respuesta de Melody.

—¿Habla en serio? —preguntó.

—¿Quiere que se lo jure?

—Oiga, usted fue la novia de Long...

—Habíamos roto ya hace mucho tiempo, se lo dije antes.

—Pero él le escribió a usted una carta, hace poco más de dos semanas.

—¿Cómo lo sabe? —respingó la joven.

—¿La recibió o no?

Melody vaciló.

—Bueno, no hay por qué negarlo —repuso.

—En esa carta, se supone, Long le indicaba el lugar donde había escondido la suma mencionada.

—No, no decía nada, se lo aseguro.

—Me gustaría leer la carta...

—La tengo en Tucson. Si un día llegamos allí se la daré a leer, créame.

—Lo haré, descuide, pero ¿no puede anticiparme su contenido?

—Simplemente, me pedía perdón por el daño que hubiera podido causarme y quería repararlo de alguna manera. Casey añadía que yo sabría comprender sus intenciones... Eso es todo, señor Hays.

—Le causó daño... ¿Qué clase de daño, señorita Kelsey?

Melody apretó los labios.

—¿Debo contestarle? —preguntó.

—No puedo obligarla a que lo haga y si prefiere callar, no se lo reprocharé tampoco —contestó Hays—. Bien, si un día siente deseos de hablar, ya lo hará. ¿Se encuentra ahora mejor?

—Sí, gracias. Pero ¿dónde estamos?

—Como le dije, a un par de millas aguas abajo del puente —dijo Hays—. Por el momento, en lugar seguro —añadió.

—¿De verdad? puede que no se vea el humo, pero si lo

huelen...

—El viento arrastra el olor en la misma dirección que las aguas. En todo caso, estamos a casi quinientos metros de la orilla y en una vaguada donde no es fácil que nos vean. Además, sus caballos se dispersaron. Tendrán trabajo en recuperarlos, créame.

—Bueno, si me hubiesen secuestrado se habrían encontrado con el mismo problema, ¿no cree?

—Debían de tener algún cómplice, aguardando con otros caballos en algún lugar próximo al asalto. Nuestra fuga les ha desconcertado, téngalo por seguro. Tardarán en reaccionar.

—Usted, en cambio, parece muy seguro de que las cosas van a salir a medida de sus deseos.  ¿Y si no fuesa así?

—Procuraría mantenerla con vida, aun a riesgo de la mía, señorita Kelsey.

—¿Por sesenta mil dólares?

Hays la miró fijamente.

—Porque lo estimo mi deber —respondió—. Bien, todavía tenemos un par de horas de luz. El tiempo, aunque no se lo parezca, ha transcurrido más rápido de lo que se imagina. Creo que todavía podré encontrar algo para la cena.

—Si dispara su revólver, oirán los estampidos...

—Sé cazar en silencio, no se preocupe.

Hays se alejó. Ella le contempló, entre perpleja y admirada, pero también un tanto furiosa no sólo por lo ocurrido, sino por la seguridad que el joven mostraba en sí  mismo.

—¿Qué clase de hombre es éste? —se preguntó.

Para encontrar la respuesta, se dijo, tendría que aprender

a conocerlo mejor. Ello exigía tiempo y era algo a lo que no estaba dispuesta a ceder.

* * *

Creía haber cerrado los ojos unos minutos antes, cuando

notó una mano en el hombro izquierdo.

—Arriba, es hora de levantarse —percibió la voz de Hays.

Melody abrió los ojos. Las estrelllas brillaban todavía en

el firmamento, sobre su cabeza.

—Un poco pronto, ¿no?

—Ya se ve luz por el este. El sol saldrá antes de media

hora.

Ella hizo un esfuerzo y se puso en pie, con las manos en los costados.       *

—He dormido como un tronco, pero me siento como si me hubiesen dado una paliza —sonrió.

—Es la falta de costumbre de dormir en el suelo —dijo Hays—. Lamento no poder ofrecerle un buen desayuno, pero creo que comeremos algo dentro de una hora o un poco más.

—¿Volvemos a Larramore?

—No. Hay un rancho a cosa de cinco millas. Lo vi ayer, al atardecer, cuando estaba cazando el conejo que nos sirvió de cena. Bueno, las luces, claro está, pero es lo mismo. Avíseme cuando esté en condiciones de caminar.

—Sí, desde luego.

Melody se reunió poco después con el joven.

—Lo malo es que el rancho queda al otro lado del río, pero conozco un vado por el que podremos cruzar a pie, sin mojarnos más allá de las rodillas —dijo él, cuando emprendían la marcha.

—El agua es bastante profunda en la parte del puente, ¿no?

En efecto. El cauce se estrecha allí notablemente. El mismo caudal de agua necesita más profundidad, por pura lógica.

Señor Hays, ¿qué habría sucedido de no hallarnos cerca

del puente? — preguntó Melody

En primer lugar, ellos habían calculado que en aquel

lugar el golpe tenía las mayores posibilidades de éxito. Y, en

segundo lugar, como no ocurrió en otro sitio, no vale la pe na especular con algo que no ha sucedido.

Una respuesta admirable, propia de un sabio —dijo Melody con ironía.

Pero que vive solamente de realidades y no de fantasías

contestó él.

Melody se sonrojó ligeramente y, durante un largo rato, permaneció en silencio. Un poco más tarde salieron de

guada,  descendieron  una  pendiente  y avistaron  al  río

Había unos pasos de una orilla a la otra. La vegetación resultaba casi exuberante en las riberas. De repente, Hays vio

lgo y su mano izquierda presionó sobre el hombro de

joven.

Agáchese, pronto. Ella obedeció. Hays se acuclilló a su lado, detrás de unos arbustos situados a unos quince pasos de la orilla.

Qué pasa? — preguntó Melody en voz baja.

visto brillar algo... No estoy seguro, tal vez se trate

del sol al incidir sobre un guijarro muy liso. Espere un momento, por favor

Hays abrió la bolsa que no había soltado en ningún momento y extrajo unos binoculares, con los que escrutó

norama de la orilla opuesta. De repente, Melody vio algo que brillaba intermitentemente.

Señor H ays...

Lo he visto — oontestó él—. A doscientos pasos, tenemos una pareja de sujetos, uno de los cuales está haciendo señas con un espejo.

Apenas había terminado de hablar, se volvió en redondo Segundos después, dijo:

Han sido muy listos, señorita Kelsey. No estamos totalmente rodeados, aunque sí, como suele decirse, entre dos fuegos.                                                              

 

                          CAPITULO V

 

La mano de Hays se posó nuevamente sobre el hombro

de la joven.

—Tiéndase en el suelo — ordenó.

Melody lo hizo asi. Hays dejó los gemelos a un lado y extrajo de la bolsa algo que llenó de pasmo a la joven.

Era un revólver que tenía un caflón largo de casi dos palmos, al que Hays acopló un culatín desmontable. En el interior de la bolsa, Melody pudo ver varios cilindros de metal llenos de balas.

—Fue construido hace algunos aflos, pero no tuvo demasiado éxito, debido a b popularidad del «Winchester» —explicó él tan tranquilamente como si estuviese en una demostración—. Un amigo mío, armero de los buenos, le quitó la culata de origen y me construyó este culatín desmontable, así lo puedo llevar fácilmente en una bolsa pequeña, lo que no podría hacer con un rifle corriente.

Ajustó bien el culatín y se echó un par de cilindros a los bolsillos.

—Mi amigo rectificó también el arma, de modo que pudiera reponer los cartuchos gastados con un simple cambio

de tambor, mucho más rápido que cargar él mismo cartucho por cartucho —añadió. Miró a la joven y sonrió—. A un cuarto de milla, con buena puntería, se puede derribar un

pajarito  situado  en   la   grupa   de  un  caballo  —concluyó. —Pero... ¿es que van a atacarnos? —preguntó Melody—.

Por ahora no dan señales de vida, salvo las que hacen con sus espejos.

—Están explorando el río. Si hubiéramos muerto, nuestros cadáveres habrían aparecido. Por otra parte, son lo suficientemente inteligentes como para imaginarse que, si salté al río con usted, lo hice precisamente en el lugar apropiado.

De pronto, dejó el revólver de largo cañón en el suelo y

sacó los otros dos.

—Ya vienen —dijo a media voz.

Cascos de caballo sonaron en las inmediaciones. Alguien exclamó:

—No pueden estar muy lejos. El lugar donde pasaron la noche queda apenas a media milla y no tienen caballos. Las huellas de los tacones de la chica señalan claramente esta dirección...

Melody miró aprensivamente al joven. Hays le hizo un gesto, como para infundirle ánimos y luego, bruscamente, se puso en pie.

—Caballeros, ¿nos buscan a nosotros?

Tres jinetes se detuvieron en el acto, terriblemente sorprendidos por la súbita aparición del joven. Dos de ellos llevaban los rifles en la mano. El tercero sacó su revólver.

Hays hizo fuego. El jinete del revólver se desplomó en el acto. Hays saltó a un lado, esquivando un furioso disparo de rifle. Apretó el gatillo varias veces más y un jinete, tras lanzar un agudo grito, cayó al suelo.

El tercero, espantado por la mortífera puntería del joven, volvió grupas y escapó a galope tendido, inclinado sobre el cuello de su montura. Hays se volvió y, arrodillándose en el suelto, enfundó los revólveres y recobró el de cañón largo.

—La fiesta no ha acabado todavía —dijo.

Melody le contemplaba con ojos desorbitados. Con una rodilla en el suelo, Hays tomó puntería.

Ella dirigió la vista hacia el otro lado del río. Cuatro jinetes, que habían oído los disparos sin duda, se lanzaban hacia adelante a todo galope, acercándose velozmente a la orilla.

—Se imaginan que no tengo rifle, lo cual, bien mirado, es cierto —dijo Hays fríamente—. Bueno, no les voy a permitir que nos pongan a tiro de sus revólveres.

El primer jinete alcanzaba ya la orilla cuando llegó una bala que le atravesó el pecho, derribándole instantáneamente. Los otros, sorprendidos, vacilaron, pero uno de ellos, más audaz, espoleó cruelmente a su montura obligándola a entrar en el río, con gran alboroto de espumas.

—Me desagrada, pero no tengo otro remedio —murmuró

Hays.

Hizo otro disparo. El caballo continuó galopando, pero de súbito se desplomó a un lado, en medio de una explosión de espumas. Su jinete resultó lanzado a las aguas, aunque se incorporó bien pronto. No permaneció en pie mucho rato, sin embargo; apenas se había levantado, una bala le hizo dar un tremendo salto, antes de caer de bruces en el río.

Los dos jientes restantes huyeron a toda velocidad, aterrados por la reacción de un hombre a quiejí habían juzgado fácil presa. Hays se incorporó y escrutó el ambiente unos momentos.

Luego dijo:

—No se mueva, por favor.

Melody permaneció en el mismo sitio. Hays regresó a los pocos momentos, con dos caballos de las riendas.

—Este afortunado incidente nos ahorra una visita al rancho que mencioné esta mañana —dijo.

—Sí, supongo —convino ella—. ¿Puedo levantarme?

—Todos están muertos —respondió Hays significativamente.

—Me qustaría hacerle una pregunta —dijo Melody.

—Adelante, no se detenga. ¿De qué se trata?

—¿Disfruta usted matando a la gente?

El pecho del joven se dilató tempestuosamente. Sus ojos brillaron con chispazos de cólera.

—Esos sujetos la buscan a usted. No sé qué la harían, después de haberla obligado a hablar... Pero antes, puede estar segura, yo habría muerto. Puesto a elegir, elijo mi vida. Y la suya, por supuesto -contestó.

Melody aceptó el reproche en silencio. Al cabo de unos segundos, Hays hizo un gesto con la mano.

—¿Sabe montar? —preguntó.

—Me defiendo — respondió la joven.

—Quiero decirle una cosa, señorita Kelsey. Los bandidos supondrán que hemos podido apoderarnos de caballos que nos permitan la huida. Es posible que busquen nuestras huellas. Vamos a engañarlos un poco, si no tiene inconveniente

 

De qué manera? —quiso saber Melody

Hays señaló la espesura cercana. Permaneceremos aquí durante veinticuatro horas. Ellos

se marcharán detrás de nuestro supuesto rastro, porque no piensan que nos quedamos en este mismo lugar. Mañana, tranquilamente, cabalgaremos hasta el apeadero de Lañe Hills y allí tomaremos el tren para Tucson

Usted, por lo visto, quiere acompañarme hasta allí dijo la joven.

Quiero leer personalmente la carta que le escribió Long

el mismo día de su arresto —manifestó Hays con rotundo

acento.

* * *

Al atardecer, Hays regresó al campamento, situado en una pequeña hoya a cien pasos del río, con un par de truchas en las manos, ya limpias y dispuestas para ser asadas en las

brasas de la hoguera que había encendido previamente. Melody vio que traía también un cuenco de barro, con los bordes rotos.

Es parte de una olla, que alguien tiró después de rota. Tiene agua —explicó.

¿Cómo ha pescado las truchas? —se admiró Melody No tiene caña, ni sedal, ni anzuelo...

Hays se tocó el cuchillo que llevaba a la cintura.

Me lo enseñaron los indios pimas —contestó—. Un palo, aguzado en uno de sus extremos, los pies dentro del agua... y a esperar que pase una trucha confiada.

Pero han podido verle...

Esperé mucho rato oculto, antes de asomarme a la orilla. No había nadie ni se apreciaban señales de gente en las

inmediaciones, y entonces salí a pescar. Al lado, ya le indi-

caré un sitio, hay un remanso invisible desde la otra orilla, donde puede tomar un baño, si le apetece.

¿En la oscuridad? —dijo ella, asombrada. Hays señaló el cielo.

 

—Hay luna casi llena — oontestó.

Cuando terminó, Melody sonrió agradablemente.

—Si no fuese una falta de educación, me chuparía los dedos. La trucha estaba exquisita —dijo.

—Hágalo, por mí no se prive de un placer —repuso el joven, recostado sobre un codo, con un tallo de hierba entre los dientes—. Lástima de un buen cigarro —suspiró.

—Se le mojaron los que llevaba, ¿no?

—En efecto. Bueno, tampoco es cosa que resulte imprescindible.

—Desde luego. Por favor, ¿puede indicarme dónde está el

remanso?

—Claro, con mucho gusto.

Melody tardó casi una hora en regresar.

—No tenía toalla para secarme y hube de esperar bastante —se justificó.

—Mañana, al anochecer, podrá bañarse en su casa de Tuc-son —vaticinó él—. Supongo que sus padres estarán intranquilos por la falta de noticias suyas, pero ya se les pasará el

disgusto.

—No tengo padres. Murieron hace veinte años. Me recogieron unos tíos, ella hermana de mi difunto padre, y viví con ellos hasta el año pasado. Mejor dicho, mi tío murió y su esposa le siguió a los pocos meses, incapaz de soportar la pérdida.

—Lo siento —dijo Hays.

—La casa es mía y también el poco dinero que dejaron. Hace algún tiempo me hiceron una buena oferta. Puede que acepte.

De pronto, se volvió y miró al joven.

—El nombre de mi tío era Jonathan Tawtrell —añadió. Hays se enderezó en el acto.

—¡Dios santo! Ese es el hombre a quien asesinó Long —exclamó.

—En efecto —admitió Melody. —Pero... usted, era la novia de Long... —Algunos dicen que había algo más que unas simples relaciones con vistas al matrimonio.

—¿Es cierto?

—¿Qué pensaría de mí si le contestase afirmativamente?

 

—No le haría ningún reproche, puede tenerlo por seguro. Pero ¿a qué fue a Larramore? ¿No había roto ya con Casey?

—El me envió un telegrama pocos días antes de su muerte, ya en la cárcel. No daba explicaciones; sólo quería decirme algo muy importante. Cuando llegué, ya había muerto.

—¿Habló con el sheriff?

—Sí, pero dijo que Long se había negado rotundamente a decir qué era lo que tenía que comunicarme. Usted sabe muy bien que hice el viaje en balde, señor Hays.

—Sí —convino él pensativamente—. Y, no sé por qué, tengo la impresión de que esa llamada, y también ía carta, estén relacionadas con el dinero robado al banco de Larra-more.

—¿Usted cree?

—Estoy seguro de ello. Long sabía dónde estaba el dinero

y, me imagino, quería decírselo a usted, como una especie de comprensación por el asesinato de su tío. ¿No le pedía perdón por el daño causado?

Melody hizo un gesto de asentimiento.

—En la carta no mencionaba nada sobre ese dinero —dijo—. Ni yo lo aceptaría tampoco, por supuesto. Pero si él sabía dónde está escondido, ¿por qué lo asesinaron? Era perder la pista de una gran suma, ¿no le parece?

—Yo me he formado una hipótesis sobre la muerte de Long —dijo Hays—. El único forastero era él, aunque ya llevaba viviendo algunos meses en Larramore, cuando se produjo el asalto al banco. Los demás atracadores son todos vecinos de la ciudad. Lo demuestra el hecho de que los muertos que intentaron asesinarme se identificasen como habitantes de Larramore.

—¿Acaso  to   mataron   para  que   no   tes  comprometiese?

—Sí. Prefirieron perder su parte del botín antes de que Long les delatase como cómplices suyos. Hubieran estado unos años en la cárcel, con el consiguiente descrédito, y trataron de evitarlo con un asesinato disfrazado de suicidio. La gente de Larramore no estaba lo suficientemente soliviantada

como para ejecutar un linchamiento, cosa que habría llamado la atención mucho más que el supuesto suicidio. —Pero ¿qué pudo decirles él, para asustarlos tanto?

*

—Long sabía que podía acabar en la horca, por la muerte de su tío. La idea, lógicamente no le gustaba. Por eso debió de pedirles auxilio, bajo la amenaza de una delación. Entonces idearon el truco del suicidio y acabaron con el problema.

—O lo creyeron acabado, porque intentaron asesinarle a usted —dijo Melody—. ¿Qué explicación tiene para este ataque, Morgan?

—Muy sencillo. No esperaban que yo llegase para hacerme cargo del preso. Me vieron hablar con el sheriff. James

calló, por las razones que fuera, pero ellos sabían que no se podía engañar a un investigador neutral. Tarde o temprano descubriría la trampa y...

—Había que evitarlo, claro.

—Efectivamente, señorita Kelsey.

Melody sonrió suavemente.

—Puede usar mi nombre, Morgan —invitó.

—Gracias. Parece que empieza a verme con ojos más amables, ¿no?

Ella hizo un gesto con la mano.

—Así, así... No niego que me ha sacado de graves apuros, pero usted tiene sus defectos.

—¿Por ejemplo?

Melody carraspeó.

—¿Pretende que crea que, a las tres de la mañana, estaba conversando amigablemente con la señora Shaw?

Hays se puso las manos en el pecho.

—Como acusado, me niego a contestar, para no perjudicarme —dijo de buen humor.

—Sí, desde luego. Es usted rápido, Morgan; con las armas... y con las mujeres. No hay muchos que puedan decir lo mismo.

—Desde luego, yo no presumo de lo que usted califica de

defectos —contestó Hays—. Y si me lo permite, voy a dormir. Algún día, créame, te contaré no sólo la conversación que, aunque no crea, sostuve con la señora Shaw, sino también los motivos de que viniese a mi dormitorio aquella noche.

—Debo admitir que es una  mujer muy  hermosa —dijo

Melody.

—Lo es —ooncordó él sobriamente.

 

                      CAPITULO VI

 

La casa de Melody estaba en las afueras de Tucson. En el paisaje, árido y hostil, era una especie de oasis de verdor, apreció Hays dos días más tarde, hacia el mediodía.

Un molino de viento giraba perezosamente en uno de los extremos de la finca. El agua que extraía del seno de la tierra servía para que la vegetación creciese casi exuberantemente. Hays observó trozos labrados y un amplio sector con manzanos. En otro ángulo de la propiedad divisó un extenso terreno cubierto de verde césped, en el que pastaban apaciblemente dos docenas de vacas lecheras.

Un gran corral, con gallinas, y una cochiquera, con media docena de cerdos, completaban los detalles externos. La casa estaba casi en el centro, a más de media milla de la valla alambrada que circundaba la propiedad.

Hays había alquilado un carruaje para la visita y se apeó para soltar la aldabilla que sujetaba la puerta. Después de cerrar, montó de nuevo en el carricoche y arreó al caballo, que reanudó un vivo trote, lo que le hizo llegar a su destino en pocos minutos.

Melody le había visto de lejos y salió a la veranda de la casa. Estaba pintada de blanco en su mayoría y resultaba un edificio sobrio, pero elegante.

—Bien venido a Horeb House —dijo ella, a la vez que le tendía la mano.

Hays se destocó cortésmente.

—¿Por qué el nombre? —se extrañó.

—Mi tío era era un hombre emprendedor. Quería una granja, pero necesitaba agua y no paró hasta encontrarla. Cuando perforó la vena, el agua saltó con gran ímpetu. ¿No

ha leído usted la Biblia? El joven se echó a reír.

Lo había olvidado —dijo—. Moisés, la peña de Horeb

y el toque con la vara que hizo brotar agua, cuando el pueblo hebreo estaba sediento.

Exactamente. ¿No quiere entrar y saciar su sed con algo mejor que agua?

Será un placer, Melody. Ella ofreda ahora un aspecto radiante, con un sencillo peinado y un vestido a cuadros azules y blancos, perfecto complemento al oro de su cabellera. Una vez en la casa, destapó una botella y puso licor en una copa.

Gracias —dijo Hays—. He podido apreciar una granja

sumamente próspera. ¿Dice que va a venderla?

Tengo que penármelo bien. Todavía no estoy resuelta

del todo. Horeb House es muy productiva, ¿sabe?

Pero usted sola no puede llevar el peso... Tengo un capataz muy competente, quien ya trabajaba

para mi tío, así como dos peones que hacen lo suficiente

para la buena marcha de la granja. Yo tampoco me estoy quieta, mano sobre mano, como puede imaginarse.

Admirable —calificó Hays.

Pero hubo un tiempo en que llegué a detestar esta vida —respondió Melody, con la vista fija en su visitante Hays emitió una tosecilla.

Olvide el pasado —aconsejó—. Supo rectificar a tiempo y eso es lo que importa.

Gracias, Morgan. Por cierto, no le he enseñado todavía

carta de Casey. Supongo que no ha perdido el interés en lectura.

Se lo agradeceré, Melody.

Ella fue a un escritorio de persiana, situado en un ángulo

de la sala, abrió un cajón y extrajo un sobre con el que regresó junto a Hays.

Aquí está —fijo

Hays sacó la carta del sobre y pasó la vista por los renglones escritos por el hombre tres semanas antes. El contendo de la misiva no ofrecía nada de particular, aunque a Hays le chocó cierto detalle que estimó un tanto pedante.

Acaso Long había querido redactar un fragmento de la carta en un estilo floreado y rebosante de retórica barata, pensó.

Hays meneó la cabeza. Melody vio el gesto y se sintió

intrigada.

—¿Ha encontrado algo de particular? —preguntó.

—Oh, no... Sólo este párrafo... Perdone, pero lo encuentro hasta risible. Dice «...En el calor de tu pecho, al perdonarme, sabrás encontrar la compensación que te debo por el

mal causado...»

—A Casey le gustaban las frases rimbombantes —dijo ella.

Hays le devolvió la carta.

—Lo siento, Melody.

—No se preocupe. Ya le dije que si apareciese el dinero

yo no querría un solo centavo.

—Comprendo —Hays paseó la vista por el interior de la estancia y luego miró a través de una de la ventanas—. ¿Quiere que le diga una cosa? —añadió—. Si yo estuviera en su lugar, no vendería esta propiedad por todo el oro del mundo.

—Todavía no he tomado una decisión, Morgan —contestó la joven—. Y ahora, cambiando de tema, ¿aceptaría almorzar conmigo? • Hays hizo un gesto afirmativo.

—Nada podría causarme mayor placer —aseguró.

* * *

Al atardecer del día siguiente, dos jinetes penetraron en la

granja y cabalgaron sin prisas en dirección a la casa. Uno de los peones trabajaba en un sembrado y suspendió la tarea al verles.

—Eh, amigos, ¿adonde van? —preguntó. —Estamos citados con la señorita Kelsey —respondió uno de ellos.

 

—Vamos a tratar de la compra de su propiedad —declaró el otro.

—Está bien, aunque me parece que pierden el tiempo. Ella

ya no quiere vender.

El primero de los jinetes lanzó una risita.

—Amigo, siempre se puede vender algo cuando se ofrece el precio apropiado — dijo.

Taloneó de nuevo a su montura y los dos jinetes continuaron la marcha. A los pocos momentos llegaron a la casa, desmontando frente a la veranda.

Una mujer de mediana edad salió a recibirles.

—Caballeros...

—Deseamos hablar con la dueña —dijo uno de los recién llegados.

—Iré a avisarla ahora mismo, señor. —Aguarde un momento, por favor —rogó el otro. La sirvienta le miró intrigada. El hombre sonrió. —Queremos que le diga algo, buena mujer.

—Soy  la  señora  Purdoe —dijo ella  con cierto orgullo.

—Dispense, señora Purdoe.

Los dos visitantes pusieron pie en la veranda. La sirvienta se dispuso a entrar en la casa.

—Aguarden un momento, por favor...

Bruscamente, uno de ellos se arrojó sobre la señora Purdoe y le tapó la boca con un pañuelo. El otro, actuando con singular celeridad, la agarró por los brazos y ató sus muñecas, con un cordel que traía preparado.

La sirvienta no tuvo tiempo de reaccionar. En menos de treinta segundos quedó inmovilizada, tendida en el suelo, bajo un banco situado junto a la pared. Los tobillos también estaban atados y ello le impidió toda reacción para avisar a la dueña de la casa.

Inmediatamente, abrieron la puerta y cruzaron el umbral. Melody estaba haciendo anotaciones en un libro de cuentas, en el escritorio del fondo, y alzó la cabeza al oír el ruido de la puerta.

—¿Quién era, señora Purdoe?

Melody había hablado sin volver siquiera la cabeza. Al no recibir respuesta, se sintió intrigada y sus ojos abandonaron el libro de cuentas.

Entonces vio a los dos hombres y se alarmó. Uno de ellos, lentamente, sacó su revólver y la encañonó.

—Señorita Kelsey, hemos venido a buscar algo que tiene en su poder ^=^dijo—. Por su propio bien, entregúelo sin resistencia. Nos sabría muy mal tener que hacer algún daño para conseguir lo que deseamos.

Aunque asustada en un principio, Melody comprendió en el acto lo que buscaban los dos sujetos, que le resultaban completamente desconocidos.

—Quieren la carta que me escribió Casey Long —dijo.

—Exactamente. Usted nos la entrega y no pasará nada, salvo que nos marcharemos sin rozar uno solo de sus cabellos.

—Y... ¿no temen que yo les delate más tarde?

El sujeto que  llevaba  la  voz cantante se echó a reír.

—¿Nos conoce? ¿Sabe nuestros nombres? ¿Nos ha visto

alguna vez?

—En estos momentos, están ausentes de Larramore, ciudad de la que sin duda proceden —contestó la joven serenamente—.   El   sheriff   James   puede   hacer   investigaciones...

—Salimos para una partida de caza que debe durar unos cuantos días. Volveremos con algunas piezas y... ¿quién podrá probar que hemos estado en Tucson?

—Lo tienen todo previsto, indudablemente, excepto una cosa —dijo la joven—. Esa carta no dice nada que pueda resultarles de utilidad.

—Vamos, acabemos de una vez —gruñó el otro—. Denos la carta y todo habrá pasado. Nosotros juzgaremos si dice o no algo interesante.

Melody exhaló un suspiro y abrió el cajón en que se hallaba la carta. Una mano se apoderó de ella inmediatamente.

—Vamos a ver si es cierto lo que asegura esta chica —murmuró el primero de los visitantes.

* * *

 

De lejos, Hays había visto a los jinetes que entraban en la granja. Supuso que serían clientes de Melody y no le concedió demasiada importancia. Esperaría fuera a que ella hubiese terminado de hablar con los visitantes. No sabía por qué

lo hacía, pero le parecía que no debía marcharse de Tucson sin despedirse de la joven.

Al trote, avanzó a través del sendero central que conducía a la casa. El peón, trabajando junto a un grupo de frutales, agitó una mano en señal de saludo. Hays contestó con un

gesto análogo.

Cuando llegaba a las inmediaciones de la casa, vio algo que le cortó la respiración de golpe.

La mujer, atada y amordazada, estaba debajo de un banco, en la veranda. Era la señora Purdoe, la sirvienta de Melody,  que se había ocupado de  la comida de  la  víspera.

Encontrarla allí, en aquella situación, le hizo sospechar que algo grave estaba ocurriendo en el interior de la casa. En el mismo instante, la puerta se abrió y dos hombres aparecieron en la veranda.

La sorpresa de los dos sujetos fue enorme. Uno de ellos, sin embargo, el que iba en cabeza, sacó su revólver y apretó el gatillo.

Hays también se había sorprendido, por lo que tardó un poco en reaccionar. Sin embargo, pudo hacer un gesto instintivo, ladeándose hacia su derecha, para esquivar así el proyectil que pasó rozando su hombro izquierdo. Pero su mano actuó con la velocidad que le era habitual y el revólver surgió como un rayo, escupiendo dos rápidos estampidos.

Los proyectiles alcanzaron al sujeto en el pecho. Su rostro se tornó ceniciento instantáneamente. Dejó caer el arma, se llevó las manos al cuerpo y se venció hacia adelante.

El otro actuó con enorme presteza. Protegido por el cuerpo de su compañero, pudo eludir el tercer disparo de Hays y penetró en la casa en un santiamén.

Hays corrió tras él. Antes de cruzar la puerta, oyó una bronca voz en el interior:

—¡No entre! Si da un paso dentro de la casa, le volaré los sesos a la chica.

Hays se detuvo en el acto. Al ruido de los disparos, acudían ya desde distintos puntos el capataz y los dos trabajadores. El joven, por su parte, retrocedió hasta que su espalda

chocó con uno de los postes que sustentaban la marquesina. El forastero apareció segundos más tarde, sujetando a Me-

lody por un brazo, mientras que con la otra mano sostenía el revólver, cuyo cañón se apoyaba en su cabeza.

—Tire las armas — ordenó.

Hays apretó los dientes. Miró un instante a la joven y luego, resignadamente, se soltó el cinturón con los dos revólveres.

—¿Desea algo más? —preguntó.

—Sí. Apártese... Baje de la veranda y sitúese donde no pueda recobrar sus pistolas con demasiada rapidez... ¡Aléjese, por todos los diablos!

Hays apoyó una mano en la barandilla y saltó por encima. El forastero se acercó a la escalera, sin dejar el brazo de Melody un solo instante.

—Me la llevo —anunció—. No quiero causarle el menor daño, pero, insisto, la mataré si intentan seguirme. Deben de esperar un par de horas, antes de iniciar la persecución, si es que sienten deseos de hacerlo. Dentro de ese plazo, pueden estar seguros, la soltaré.

—De acuerdo. —Hays le apuntó con el índice—. Cumpla

su palabra, amigo, y déjela libre, porque si no es así, le perseguiré hasta el fin del mundo,  para despedazarle con mis

propias manos.

El hombre sonrió burlonamente.  Estaba ya junto a los

caballos y, de repente, exclamó:

—Creo que usted no va a perseguir ya a nadie en los días

de mi vida, condenado bastardo.

Hays presintió las intenciones del sujeto. Este separó el revólver de la cabeza de Melody y apuntó al joven.

Melody chilló agudamente, a la vez que propinaba al sujeto un fuerte empellón, en el mismo momento en que sonaba el disparo. El forastero, blasfemando horrorosamente, se tambaleó, mientras Melody rodaba por tierra.

Hays se preparó para regresar a la veranda y recobrar sus pistolas. Entonces, inesperadamente, alguien disparó un rifle.

El forastero, que se disponía a hacer fuego nuevamente contra Hays, se agitó con tremenda violencia. El rifle tronó por segunda vez y el sujeto, tras una nueva sacudida, abrió los brazos y cayó de espaldas al suelo.

Hays volvió la cabeza. A unos sesenta pasos de distancia, el capataz recargaba su rifle nuevamente.

Está   bien

Ya   no  hace  falta  que  siga  disparando.

Melody estaba aún en el suelo, apoyada con una mano, y Hays se precipitó en su ayuda.

No temas —sonrió—. Todo ha pasado ya.

 

                        CAPITULO VII

 

El capataz atendía en la cocina a la señora Purdoe, libre ya de sus ataduras. Hays encontró una botella y sirvió una copa a la dueña de la casa.

—He pasado un miedo horrible —confesó Melody.

—Lógico —sonrió él—. Pero ya no hay motivos de preocupación, puedes estar segura de ello.

Uno de los peones entró en aquel momento con algo en la

mano.

—Señorita, hemos encontrado esto en el bolsillo de uno

de los muertos —informó—. Como es una carta dirigida a usted, hemos creído conveniente devolvérsela.

—Gracias, Pedro —contestó ella, tomando la carta.

—Ricardo ha ido a avisar al sheriff. Vendrán en seguida.

Melody hizo un gesto de aquiescencia. El peón se marchó

y ellos volvieron a quedarse a solas.

—Llegaste muy oportunamente, Morgan —dijo la joven. —Venía a despedirme —declaró Hays.

—¿Te marchas? —se sorprendió ella.

—Sí, debo volver a Larramore.

-Apostaría algo a que el robo del banco tiene mucho ue ver con tu viaje. ¿Me equivoco?

—Aciertas —sonrió Hays—. Se me ha encomendado, ahora oficialmente, aclarar el caso. Y ver de encontrar el dinero. Al Gobierno también le interesa recobrar ese botín, parte del cual procedía de los impuestos federales.

—Se   prometió   una   recompensa   del  diez   por   ciento...

—Es algo que se mantiene todavía.

 

—Pero tú no aceptarás la recompensa.

—Ya te dije que es para la señora Shaw.

Melody entornó los ojos.

—¿Te interesa esa mujer? —preguntó.

—Debo contarte algo, Melody. Hace cinco años me encargaron perseguir a una cuadrilla de bandidos de poca monta. Asaltaban granjas, robaban algunos caballos, buscaban dinero escondido en los cajones... En el fondo, unos infelices, porque además no habían causado ninguna víctima. Después de muchos días de persecución, logré capturar a la señora Shaw. Su esposo había muerto poco antes en un tiroteo y ella me dio pena.

Melody sonrió.

—Entonces sería una joven muy atractiva. Sigue sien-dolo...

 

—En aquellos momentos ofrecía un aspecto horrible: demacrada, con las ropas destrozadas, el pelo hecho un asco... Yo no tenía mejor apariencia, debo confesarlo. Bien, el caso es que decidí que no valía la pena entregarla a la justicia. Fuimos a lugar habitado y le di algo de dinero para que se comprase ropas. Acordé que me olvidaría de ella, si no volvía a las andadas y lo ha cumplido.

—Ahora es una mujer muy elegante, rebosando prosperidad.

—Quiere comprar el hotel, pero no tiene dinero suficiente. La recompensa le permitiría realizar ese sueño.

—¿Vas a ver si encuentras el botín sólo por ella?

—No. Lo hago porque es mi deber, pero, a fin de cuentas, la señora Shaw me dio una pista y merece la recompensa.

—Una pista muy pobre, ciertamente. La carta de Casey no dice nada sobre ese asunto.

—Encontraré buenos rastros en Larramore —aseguró él.

Fuera, de repente, sonó una voz: —¡Viene el sheriff! Hays consultó su reloj.

—Tengo tiempo de atenderle —dijo. —El tren no sale hasta mañana. Puedes cenar conmigo... si tienes apetito, claro.

 

—Hay un tren de carga que saldrá poco después de la medianoche. Lo hemos arreglado todo para que pueda viajar en el furgón de equipajes. De este modo llegaré a Larramore al amanecer —explicó Hays.

Ella le miró penetrantemente.

—¿Puedo pedirte un favor, Morgan?

—Sí, claro, lo que quieras.

—Tenme informada de lo que consigas en Larramore. Y

procura ser cuidadoso.

El joven sonrió.

—De acuerdo—respondió.

* * *

Era ya bien entrada la noche cuando, al fin, Melody pudo retirarse a su dormitorio.

Los cadáveres de los asaltantes, que no habían podido ser identificados, habían sido retirados mucho antes. El sheriff de Tucson, sin embargo, había permanecido largo tiempo en la casa, interrogando a protagonistas y espectadores del asalto.

Por consejo de Hays, ella había declarado que buscaban dinero, creyendo que tenía una gran suma en la casa. Hays no quería que reaccionasen a la joven con el robo del banco de Larramore. Ya había otros que conocían tal relación, pero ninguno de ellos lo había divulgado públicamente, cosa que sucedería si llegaba a oídos de las autoridades de Tucson.

Sentada en una silla, con las manos en el regazo, Melody se estudió unos momentos a sí misma. Pensaba en Hays.

Lo había conocido en su viaje a Larramore. Había llegado un momento en que casi llegó a odiarle, sobre todo cuando la obligó a abandonar el tren de una manera harto arriesgada.

Pero luego, aquellos sentimientos habían cambiado gradualmente.   Ahora   b  miraba  de  un  modo  muy   distinto.

«¿Estoy enamorándome de él?», se preguntó, llena de perplejidad.

Durante unos segundos, después, del tiroteo, había estado en brazos del joven. En aquellos momentos casi había desea-

do que él la besara. Hays, sin embargo, se había portado

con singular mesura, sin hacer el fíienor gesto que pudiera

ofenderla.

«¿Qué habría hecho yo si él llega a besarme?»

Se estremeció ligeramente. ¿Habría correspondido al beso

de M organ?

Sacudió la cabeza. Era preciso alejar aquellos pensamien-

tos de la mente. Debía descansar; las emociones habían sido muy intensas y al día siguiente tenía que trabajar.

Lentamente, se puso en pie y empezó a desvestirse. Cuan-

do se quitaba la ropa, algo revoloteó por los aires y cayó suelo.

Era la carta de Long, que ella había guardado maquinal-mente en el seno al recibirla de manos de su peón. Se inclinó para recogerla, pensando en que iba a quemarla inmediatamente.

De pronto, vio algo que la hizo estremecerse con fuerza. ¿Qué es esto?—murmuró.

Intrigada, desplegó la carta por completo. El sobre había quedado  abajo,  después  de  que   se  apoderase   de   ella asaltante.

¿Es posible? —dijo, estupefacta.

De súbito,  recordó  algo que  había  oído  hacía  mucho tiempo.

Lo dijo él, él mismo...

Sosteniendo la carta desplegada con las dos manos, la acercó al quinqué, hasta rozar casi el cristal. Entonces compren

dio el significado de cierta frase escrita por Casey Long

Terriblemente excitada, releyó el mensaje una y otra vez. Luego, con gran determinación, se dijo que debía hacer algo. Consultó el reloj de sobremesa.

Quizá llegue a tiempo todavía... Empezó a vestirse de nuevo. Treinta minutos más tarde,

entraba a todo galope en la estación del ferrocarril, pero ya sólo pudo ver en lontananza las luces rojas del furgón de cola de un tren que había partido escasamente un minuto antes.

Decepcionada, se mordió los labios. Luego, de pronto, se volvió hacia el jefe de estación.

—¿Puedo enviar un telegrama a Larramore desde aquí? —solicitó—. Es muy urgente... Pagaré lo que sea...

El empleado sonrió, a la vez que hacía un amplio ademán con el brazo.

—Pase a la oficina del telegrafista, por favor, señorita Kelsey —accedió.

* * *

Echado en el suelo del furgón, Hays había podido dormir, si no cómodamente, al menos b suficiente para no sentir sueño a su llegada a Larramore. Una vez en su punto de destino, se dio cuenta de que era demasiado pronto para visitas, aunque sí sabía quién le recibiría con los brazos abiertos.

Lentamente, caminó hacia el hotel. Al llegar a la puerta, vio algo que le sorprendió profundamente y no en sentido agradable.

Colgada de la puerta, vio una corona negra. Creyó que el corazón se le paraba unos instantes.

No, no podía ser Linda, se dijo. Aquella corona se refería al sueño del hotel...

La puerta estaba cerrada, pero alzó el llamador de hierro dorado en latón y golpeó con fuerza. A los pocos momentos asomó un rostro oscuro, en el que había una expresión de miedo.

—Ah, es usted, señor Hays... —dijo la camarera.

—Acabo de  llegar  —manifestó él—.  ¿Qué  ha  pasado?

¿Quién ha muerto?

Inesperadamente, la camarera rompió a llorar. Hays pensó  que  sus  presentimientos  empezaban  a  convertirse en

realidad.

-¿Ella? -dijo.

La camarera, hecha un mar de lágrimas, asintió.

—Sí, señor... La señora Shaw, la pobre... murió anoche...

Hays notó como un golpe en el pecho.

—¿Qué le ocurrió? Tenía una salud excelente. No pudo morir de enfermedad, supongo.

—La... la asesinaron...

—¡Asesinada!

—No se sabe quién lo hizo... Vino un hombre a verla después de las once... Se encerraron en su despacho... Yo oí fuertes voces, pero no le di importancia... Una hora después, vino uno de los huéspedes... Vio la puerta abierta y a ella tendida en el suelo... en un mar de sangre...

Hays  sintió  que  la  suya  se  fe  agolpaba  en  el  rostro.

—¿No*oyó nadie el disparo? —preguntó.

—Fue... el hombre la acuchilló...

Los ojos del joven se cerraron un momento. Los sueños de Linda, se dijo tristemente, ya no podrían realizarse. Nunca sería la dueña del hotel, nunca disfrutaría de una vida honesta, sin problemas...

—¿Puedo verla? —consultó.

—Está en la funeraria, señor —respondió la camarera de color.

Hays le entregó su maletín de viaje. —Llévelo a mi habitación, por favor —dijo—. Volveré más tarde.

—Sí, señor, lo que usted mande.

Hays dio media vuelta y caminó lentamente a lo largo de la todavía desierta calle Mayor de Larramore. La noticia le había anonadado. No podía razonar de forma coherente. Los pensamientos se arremolinaban turbulentamente en su cerebro. ¿Quién y por qué había asesinado a Linda?

¿Algún amante despechado?

Ella no había mencionado ningún pretendiente. Entonces, ¿existían otros motivos para su muerte?

El sol lanzaba ya sus primeros rayos cuando entró en la funeraria. El ataúd estaba sobre un túmulo negro y en su interior yacía Linda Shaw, una hermosa mujer que había querido vivir honestamente y lo había conseguido sólo por un tiempo muy corto.

Parecía dormida, se dijo Hays al contemplar a la joven,

con ojos ojos cerrados, bien peinada, vestida con un elegante

traje de tonos claros y las manos cruzadas sobre el pecho.

Apenas ocho horas antes estaba rebosante de vida y ahora era ya un cuerpo frío e inanimado, sobre el que la tierra caería antes de que acabase el día.

Había un hombre de cierta edad sentado en uno de los

bancos y se levantó al ver a un forastero.

—Señor...

Hays se había descubierto cortésmente.

—Fui un buen amigo de la señora Shaw —manifestó—. Me llamo Morgan Hays y acabo de enterarme de la noticia, apenas llegado a Larramore. Estoy abrumado, créame.

El hombre, cuyo brazo derecho estaba en un cabestrillo, hizo un gesto de aquiescencia.

—Mis sentimientos son análogos a los suyos, señor Hays —declaró—. Permita que me presente: Joshua Mackay, propietario del Excelsior.

—Ah, el dueño del hotel.

—En efecto. Linda... la señora Shaw, era la encargada y jamás tuve una empleada tan eficiente. El negocio no marchaba muy bien cuando le di el cargo y ella supo organizarlo todo y levantarlo hasta convertirlo en el mejor de la comarca. Nunca lamentaré bastante su pérdida, créame, señor Hays.

—Estoy seguro de ello, señor Mackay —respondió el joven—. ¿Puede decirme a qué hora será el entierro?

—A las dos de la tarde. Todo está preparado ya, por desgracia...

—Asistiré, desde luego. ¿Sabe si puedo encargar una corona de flores en la funeraria?

—La oficina está a la derecha, al salir —indicó Mackay. —Muchas gracias.

 

Hays le tendió la mano maquinalmente, pero contuvo el

gesto al ver el brazo inútil de su interlocutor. —Dispense —murmuró.

—No se preocupe. Es sólo una tercedura de muñeca —explicó Mackay—. Cuando me dieron la noticia, salí de casa con demasiada precipitación y sufrí una caída. Me apoyé mal en la mano y... —El rostro del hombre expresó una pena infinita—. Pobre señora Shaw; quería comprarme el ha tel y casi estábamos ya de acuerdo...

—Lo sé —dijo el joven—. Adiós, señor Mackay.

—Adiós.

Momentos después, Hays salía a la calle. El sol lucía ya en todo su esplendor, en un cielo sin una sola nube. Pero aquella luz ya no era para los ojos de Linda Shaw, se dijo tristemente.

 

                        

 

 

 

                     CAPITULO VIII

 

—Long no se suicidó. Lo asesinaron y usted lo sabe perfectamente —gritó Hays poco más tarde, con las manos apoyadas en la mesa del sheriff de Larramore.

Slim James se agitó incómodo en su sillón.

—No   puede   demostrarlo  —contestó   con   débil   acento.

—No, no puedo, pero lo sé y es suficiente para mí. Usted engañó a la gente al decir que Long se había suicidado. ¿Por qué no dijo la verdad?

—¿Y cómo sabe que miento? —se defendió James.

—Muy sencillo. Usted declaró haberse caído de espaldas, al quedarse dormido en la oficina. Pero el médico que examinó el cadáver de Long le examinó a usted también. Tenía un pequeño corte en el lugar donde recibió el golpe, en vez de un chichón. La piel de su cráneo no se pudo cortar al dar en un suelo de tablas, sin la menor irregularidad. ¿Lo entiende ahora?

—¿Quién se lo dijo? — preguntó el sheriff.

—La señora Shaw. Ella me facilitó también los nombres

de los dos sujetos que intentaron asesinarme en el hotel, cosa

que  usted   no  hizo.   ¿Acaso  tenía   interés  en  ocultar  su

identidad?

James  se  puso en  pie y  empezó  a  dar paseos  por  la

habitación.

—Le diré la verdad, Hays —manifestó al cabo de unos

segundos—. Es cierto: Long fue asesinado. Ellos vinieron aquí, encapuchados, y me inmovilizaron, atándome de pies y manos y con una mordaza en la boca. Lo tenían todo muy bien planeado y ahorcaron a Long con su propio cinturón.

Para que pudiera prosperar la teoría del suicidio, me golpearon luego con el cañón de un revólver, a fin de dejarme atontado; de este modo, se llevaron la mordaza y las cuerdas. No tenia otro remedio que decir a todo el mundo que el

preso se había suicidado, ¿lo comprende ahora?

—Sólo en parte, shenff. ¿Por qué no declarar la verdad?

—¡Hombre de Dios! —tronó James—. ¿Quién me hubiera creído, tal como se había preparado el escenario?

Hays se separó de la mesa y miró fieramente a su interlocutor.

—¿No será porque tenía interés en mantener su reputación intacta? A cualquier representante de la ley se le puede suici-dar un prisionero, pero su prestigio cae por los suelos si se sabe que ha permitido que unos desconocidos lo asesinen.

—¡Yo no b permití! Me obligaron a permanecer al margen...

—Lo mismo da. Le sorprendieron y eso va en desdoro de su fama. Por dicha razón, mantuvo la teoría del suicidio, se b repito.

—¿Y qué? —barbotó James coléricamente—. Long era un canalla, un asesino, que debía acabar colgado. ¿Qué importa si alguien ejecutó la sentencia antes de lo debido? ¿No habría actuado usted de la misma manera, en un caso semejante al mío?

—Lo que yo habría hecho sería tragarme mi orgullo, decir la verdad y luego buscar a los asesinos. Usted no ha hecho nada parecido, creo.

—No sé quiénes fueron. Estaban encapuchados. Apenas pronunciaron una palabra. El único que dijo algo, y disfrazó su voz, fue el que me indicó que debía declarar que era un suicidio. En Larramore nadie habría linchado a Long, pero tampoco nadie perdió el sueño al conocer la noticia de su muerte.

—Nadie lo habría linchado... excepto sus cómplices en el robo del banco —dijo Hays firmemente—. Todos son, o eran, gente de la población: bs dos muertos en el hotel y los dos que murieron en la granja de Melody Kelsey. Le han comunicado ya la noticia, supongo.

—Sí, pero no los han identificado todavía.

—Dijeron que en Larramore creerían que habían salido a una partida de caza. Averigüe quiénes formaban parte de esa supuesta expedición. Deben de haber salido de la población.

—Lo... lo intentaré... pero, ¿por qué supone usted que son habitantes de Larramore?

—Hombre, eso cae por su peso. Long vivió aquí algunos meses, antes del asalto. Convenció a seis ciudadanos para que le ayudasen; seguramente todos ellos estaban en mala situación económica, pero luego les engañó, llevándose el botín. Había billetes nuevos, sin embargo, y eso le impidió disfrutar del dinero, cosa que pensaba hacer más adelante, cuando todos se hubieran olvidado del suceso.

»Pero entonces —continuó el joven—, usted to detuvo cuando se le acusó del asesinato de Jonathan Trawtell. Long

se vio perdido y pidió ayuda a sus antiguos compinches, amenazándoles con delatarlos si no lo hacían. Ellos se vieron en

un compromiso, desprestigiados ante sus conciudadanos y con la perspectiva de un montón de años de cárcel, y entonces idearon la comedia del suicidio. ¿Lo entiende ahora?

—Sí, salvo una cosa: ¿Por qué matar al hombre que poda decirles dónde había escondido el botín?

—Habían pasado ya tres años. Long les engañó, huyendo con el dinero robado al banco. Exigiéndole el reparto, iban a perder más que si lo mataban. Long estaba dispuesto a delatarles y eso era algo que ya no podían permitir.

—Es posible que sea como dice, pero luego han actuado violentamente para conseguir el botín —alegó James.

—Cierto —admitió Hays—. El peligro de una delación ya no existe y pueden actuar en la sombra. Quizá por eso murió la señora Shaw.

—¿Cree que ella sabía algo?

—No puede ser de otro modo. Es más, pienso que incluso ella llegó a conocer a uno de los ladrones, precisamente el

que la asesinó.

—Tiene que estar en la ciudad, pero no se me ocurre ningún nombre —dijo James pensativamente.

En aquel momento, entró uno de los ayudantes.

—Un telegrama para usted, señor Hays —informó.

El joven, sorprendido, abrió el sobre que contenía el despacho  telegráfico  y  así   pudo  enterarse  de  su  contenido:

 

«Tengo noticias importantes. Te veré hoy mismo.

»Melody.»

* * *

Hays se hallaba en el establo, ordenando que le preparasen unos caballos, porque había ideado un plan para evitar que Melody pudiera sufrir daño,  cuando llegó James muy

excitado.

—Morgan, creo que ya sé quién es el asesino de Linda

—dijo.

El joven se atiesó.

—¿Seguro?

—Hace algunos días, declaró salir a una partida de caza,

en compañía de tres amigos. Volvió ayer, a media tarde, sin una sola pieza y alegando encontrarse algo indispuesto. Linda no murió sin luchar por su vida. Incluso creo que le alcanzó con algo cortante. En su despacho encontramos unas tijeras manchadas ligeramente de sangre.

—Eso es muy interesante. ¿Puedo acompañarle?

James se tocó la parte posterior de la cabeza.

—Alguien me debe un buen porrazo —rezongó—. Vamos,

pronto.

Los dos hombres salieron del establo y echaron a andar. Minutos más tarde, James entraba en el hotel.

Hays creyó comprender en el acto.

—Hablé con él en la funeraria. Hizo grandes elogios de Linda. Dijo que el negocio había prosperado enormemente desde que ella lo tomó a su cargo —recordó.

—En efecto. Hace tres años estaba poco menos que en la ruina —convino el sheriff—. Bien, vamos a verle.

Rodearon el mostrador y entraron en el despacho sin pedir permiso. Joshua Mackay se levantó en el acto, al ver llegar a la pareja.

—Hola,   sheriff  —saludó   amablemente—.   Señor   Hays...

—Tenemos que hablar con usted, Joshua —dijo James.

—Estaba revisando las cuentas. Es necesario; a pesar de lo que me pueda doler la muerte de la señora Shaw, el negocio debe continuar

Rspondio- Mackay-. Pero les escucho,senores

Gracias. Joshua, hace algunos días murieron dos hombres en este mismo hotel. Otros dos murieron en Tucson anteayer. Long se «suicidó» en la cárcel. Los asaltantes del banco eran siete. Por tanto, quedan dos. ¿Quién es el séptimo? Mackay se llevó la mano izquierda al pecho. ¿Por qué me hace esa pregunta? —exclamó—. ¿Qué puedo saber yo de ese desdichado suceso?

Cuando salía de su casa, precipitadamente, se lesionó muñeca, ¿no es así?

En efecto, pero no es nada grave. Una leve torcedura...

¿Le ha visto el médico?

No era necesario, no tiene importancia. Dentro de un

par de días estaré bien-Seguramente no ha ido a que le vea el médico para que no pueda declarar que su lesión se debe al corte de unas

tijeras y no a una caída. Sobrevino una pausa de

Mackay palideció repentinamente. En su frente aparecie

multitud de gotitas de sudor No...  no me he cortado...  Es una caída... —insistió

Bien,  de  todos  modos  iremos  a  que  le  examine

médico.

Hays estudiaba penetrantemente la expresión del dueño

del hotel. Mackay parecía aterrado, pero también dispuesto a

cualquier cosa por salvar el compromiso en que se hallaba Ya no le cabía la menor duda: era el culpable de la muer te de Linda. Una viva cólera se apoderó de su ánimo, pero

logró contenerse, diciéndose que era la ley quien debía actuar

contra el asesino

De repente, vio que la mano de Mackay retrocedía lenta

mente en el interior del pañuelo que sostenía su brazo siniestro presentimiento se apoderó de su ánima

 

Cuidado, sheriff! —gritó

Al mismo tiempo empujaba a James con la mano izquier da, lanzándole a un lado. Mackay blasfemó horriblemente extraer del pañuelo una pistolita de dos cañones

Disparó, pero la rápida acción del joven le hizo errar

blanco y las balas esféricas rozaron el costado derecho de James. El sheriff desenfundó casi al mismo tiempo y. desde tres pasos de distancia, clavó dos proyectiles en el estómago

de Mackay.

El dueño del hotel se desplomó instantáneamente. Fuera de la estancia sonaron gritos de alarma.

James maldijo a media voz.

—Condenado estúpido,  ¿por qué  tenias  que   hacer  eso0

Hays le tocó en el hombro.

—Aún vive. Interrogúele. El es el sexto. Falta el nombre

del séptimo —indicó.

James se arrodilló junto al caído.

—Joshua, ¿quién es el que falta?

Los ojos de Mackay estaban vidriados ya. Fue a decir algo, pero una bocanada de sangre ahogó sus palabras. Pataleó un poco, su cabeza se dobló a un lado y se quedó inmóvil.

Hays le quitó el pañuelo y la venda que cubría la muñeca. Las señales de los rasguños hechos por Linda con las tijeras, al intentar defenderse, aparecieron a la vista.

—Ahí tiene la prueba irrefutable de que era el autor del crimen —dijo—. Y ahora, perdóneme, pero tengo mucha prisa.

Hays salió del hotel, ante la expectación de los curiosos que se habían congregado al ruido de los disparos, y corrió hacia el establo, donde ya le aguardaba Ricky Hampden, uno de los comisarios de James, con los caballos preparados, para poner en práctica el plan que se había trazado a los pocos momentos de recibir el telegrama de Melody Kesley.

 

                     CAPITULO IX

 

Con ojos estupefactos, Melody contempló al jinete que galopaba junto a la vía, a muy poca distancia del ruidoso convoy ferroviario. Segundos después el jinete desapareció de su vista.

Tenía una Derringer en el bolso. Si era alguno de los hombres de Barsham, se defendería...

Repentinamente,   un   rostro   conocido   apareció   ante   su

vista.

—Hola —saludó Hays.

Melody se llevó una mano al pecho.

—Eres tú...

—En   efecto.   Vamos,   no   tenemos   tiempo   que   perder.

—¿Adonde vamos, Morgan? —quiso saber ella.

—üesuida, esta vez no saltaremos al Clearwater.

Hays agarró el equipaje de la joven y la condujo a la plataforma posterior. Casi en el mismo instante el tren aminoró su marcha.

Momentos más tarde saltaban al suelo. Melody, estupefacta, vio a un jinete que aguardaba con dos caballos de las bridas.

—Gracias, Ricky —dijo el joven—.  El otro caballo no

puede estar muy lejos.

—Iré a buscarla El señor Brownson les aguarda en su casa. Es persona de toda confianza. Ya conoce el camino, señor Hays.

—Desde luego.

Hampden se alejó, mientras el tren, nuevamente en movimiento, reanudaba la marcha. Hays ayudó a la joven a sentarse en la silla de uno de los caballos, de cuyo pomo colgó su equipaje.

—Esta noche te alojarás en el rancho de Brownson —dijo—. Mañana vendré a buscarte, aunque antes supongo que me darás las noticias anticipadas en tu telegrama, ¿no es así?

—En efecto —respondió ella—. Ya sé dónde está el botín.

—Eso es estupendo. Lástima que la señora Shaw no pueda recibir la recompensa acordada.

—¿Por qué? —se extrañó Melody—. ¿La ha rechazado?

—Cuando te deje en el racho Brownson, volveré a Larra-more. El entierro se ha pospuesto hasta mi regreso.

—¡Dios mío! Ha muerto...

—Salvajemente apuñalada, aunque, en sus inútiles intentos de defender su vida, consiguió hacer algo que delató al

asesino.

—Está arrestado, imagino.

—Ha, muerto también. Ese dinero está maldito —dijo Hays sombríamente—. Siete hombres intervinieron en el asalto y ya han muerto seis. Al robarlo, tomaron una ruta que tiene su final en la tumba.

Melody sintió un escalofrío al oír aquellas palabras.

—Horrible —murmuró.

—Ciertamente —oonvino Hays—, Bien, ¿dónde está el dinero maldito?

—Vas asombrarte cuando lo sepas —dijo ella—. ¿Recuerdas la frase de la carta que me escribió Casey? Aquella en que me decía que quería compensarme por el daño que me había causado y que hallaría la recompensa en el calor de mi pecho...

—Sí, una frase demasiado florida.

—Pero que decía la verdad. — Bruscamente, Melody se llevó la mano al seno y extrajo la carta—. Toma, lee antes

de que se enfríe.

Hays fijó los ojos en el papel. Entre las líneas escritas con tinta negra, aparecían otras de tonos mucho más suaves, pero perfectamente legibles.

—Lo escribió con  tinta  simpática —exclamó,  pasmado.

—Al contacto con la carne, se revela la escritura, aunque no demasiado. Si lo acercas a una fuente de calor más intenso, una lámpara, por ejemplo, el tono de la tinta resulta mucho más acusado.

—Tipo astuto —murmuró Hays—. Sabía que no podía salir adelante y por eso quiso compensarte, diciéndote el lugar donde escondió los sesenta mil dólares.

—Los buscaremos, pero sólo para devolverlos a su legítimo dueño —dijo Melody.

—En efecto. Toma, guarda la carta... Pero, si me permites, tomaré nota antes...

—No te preocupes; yo lo he hecho ya. Melody abrió su bolso y le entregó una cuartilla doblada. —Es una copia exacta de las indicaciones que hizo Casey sobre el lugar donde escondió el dinero —explicó. Hays guardó el papel en el bolsillo. —Volveré   a   buscarte   mañana   por   la   mañana   —-dijo.

* * *

Desde lo alto de una loma, provisto de unos potentes binoculares, Joel Barsham contempló la detención del tren y los movimientos de la pareja, una vez se hubieron apeado.

—Estaba seguro —dijo satisfecho—. Ella sabe dónde está el dinero.

—¿Adonde diablos van ahora? —se extrañó Cowell.

—No lo sé, pero pronto lo averiguaremos. ¡Cliff!

Uno de los miembros de la banda taloneó su montura para acercarse a Barsham.

-¿Jefe?

—Tú fuiste un buen rastreador en tiempos pasados. Sigue a esa pareja, sin ser visto. Nos reuniremos a la noche en la confluencia del Clearwater con Elms Creek.

—De acuerdo.

Cliff Cross se alejó. Brasham cruzó una pierna sobre la

silla de montar y empezó a liar un cigarrillo.

—Esta vez no nos dejaremos sorprender —dijo.

—Ese hombre es un diablo —gruñó Cowell—. No sólo escapó del tren en la otra ocasión, sino que luego liquidó a cuatro de los nuestros, dos de ellos a más de cien pasos de distancia.   Si   no   tenía   rifle,   ¿con   qué   demonios   disparó?

—He oído hablar de un revólver de largo alcance, pero no estoy seguro. De todos modos, eso no importa ahora demasiado. Lafe, ¿cómo sigues lanzando el cuchillo?

—Señálame una mosca a veinte pasos. Le cortaré la pata que quieras — respondió Cowell con suficiencia.

—Está bien. A la noche te daré ocasión de ejercitar tu

puntería... en la espalda de Hays, claro.

—Creí  que ibas a decir la  espalda  de  la  chica,  Joel.

Barsham se echó a reír.

—Ya tendrás ocasión de verla —dijo.

—Cuando la obliguemos a hablar, supongo.

—Exacto.

—¿Qué pasará después, Joel?

El bandido se encogió de hombros.

—Tendremos que quitarla de en medio, pero antes disfrutaremos un poco de sus encantos.

—Como hacia Casey Long, ¿verdad? Y ella también disfrutaría, claro.

—Ahora, los únicos que disfrutan de Long son los gusanos —contestó Barsham con una tremenda risotada.

* » *

Había mucha gente en el cementerio. Hays supo así que Linda había sido una mujer muy apreciada en Larramore.

En la ciudad nadie conocía su turbulento pasado. Sólo habían visto a una hermosa mujer, amable con todos y enérgica y emprendedora, hasta levantar de nuevo un negocio abocado a la ruina. Nadie compadeda a su asesino, captó rumores a su alrededor, procedentes de algunos de los asistentes a la fúnebre ceremonia.

El pastor arrojó a la tumba el primer puñado de tierra, tras las últimas oraciones y un pequeño elogio dirigido a la muerta. Hays lo hizo a continuación.

Una vida se abría plena de esperanzas para Linda y había

muerto cuando más prometedor era su futuro. Tampoco sentía lástima por Mackay.

 

Permaneció en el cementerio hasta que la tierra hubo sido apisonada sobre el ataúd. En aquel momento, se propuso a sí mismo conseguir una parte de la recompensa prometida para colocar en la tumba una lápida digna de su ocupante.

James se le acercó a poco.

—Lo siento, Hays —murmuró—. Si yo no me hubiera dejado sorprender aquella noche, ella estaría tal vez con vida...

—No se haga reproches. Pudo ocurrirle a cualquiera. También a mí me arrebataron en una ocasión a un prisionero.

—Gracias —ajo el sheriff—.  ¿Qué piensa hacer ahora?

—La señorita Kelsey está en el rancho de Brownson. Hoy dormiré en el hotel; estoy demasiado cansado para recorrer otras diez millas. A primera hora iré a buscarla.

—¿Cree que así le ha evitado disgustos?

—Estoy seguro de ello. Tengo informes de que Barsham sigue obstinado en apoderarse del botín. Es un empeño que tiene razones personales: Long perteneció en tiempos a la banda, pero luego se separó... después de un atraco que salió mal y del que sospechaba había informado antes a las autoridades. Ya que no puede matar a Long, al menos trata de resarcirse   con   un   dinero  que   robó   su   antiguo  cómplice.

—Entonces, Barsham no sospecha siquiera que ella está en el rancho de Brownson —dijo el sheriff.

—No, no lo sospecha —convino Hays.

* * *

Cansada, Melody se había dormido profundamente en la habitación que le había destinado la señora Brownson. Había pasado la medianoche, cuando alguien abrió sigilosamente la puerta del dormitorio y asomó la cabeza, para estudiar

la situación de la invitada.

Amos Brownson permaneció unos momentos escuchando la sosegada respiración de la joven. Tenía una lámpara en la mano, con la mecha al mínimo. Su esposa dormía también. La señora Brownson ignoraba que su marido le había puesto

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un poco de láudano en la leche que solía tomar todas las noches al acostarse.

Brownson hubiera querido hacer lo mismo con su invitada, pero Melody se había negado, alegando que no tenía tal

costumbre. Resignado, Brownson se dijo que debía correr el riesgo de ser sorprendido por la joven.

A fin de evitar problemas, se había vestido por completo. Su cara estaba cubierta con un pañuelo, distinto del que usaba habitualmente. Si ella se despertaba, le asestaría un golpe con el cañón del revólver. Siempre podría decir más tarde

que había sido un ladrón. Matarla resultaría demasiado comprometedor.

Melody no se enteró siquiera de que su anfitrión registraba la estancia en el más completo silencio. Al cabo de unos minutos, Brownson encontró la carta que ella había dejado en el bolso de mano.

Leyó dificultosamente la firma, debido a la escasa luz de la lámpara, pero seguro de haber encontrado lo'que deseaba abandonó el dormitorio, que volvió a quedarse a oscuras. Luego corrió a la planta baja. En lugar seguro, sacó al máximo la mecha del quinqué. Entonces se dio cuenta de que los lentes que usaba para la lectura se habían quedado en el escritorio.

Estaba demasiado impaciente para ir a buscarlos. Puso la lámpara sobre la mesa y acercó considerablemente el papel, para leer en mejores condiciones.

En los primeros momentos, se sorprendió al ver que la

carta no decía nada de particular. Luego, el calor que se desprendía del tubo de vidrio, con la llama muy alta, hizo resaltar las líneas de la escritura secreta.

—Rayos, esto sí que es astucia...

Acercó más el papel. La tinta invisible acentuó sus tonos.

Brownson sonrió.

—Muy inteligente, sí, señor. Lástima que esto no te sirva de nada en la tumba, Casey Long.

Había esperado demasiado tiempo. Ya no quería perder ni un minuto más de lo absolutamente necesario.

Guardó la carta en un bolsillo, fue a su escritorio y redactó una breve nota para su esposa, diciéndole que volvería unos días más tarde. Luego fue al establo y se dispuso a

ensillar su caballo favorito.

* * *

Con los gemelos, Barsham observó la luz movediza que aparecía y desaparecía por algunas de las ventanas de la casa. Un poco después, vio al dueño en la planta baja, leyendo un papel con aire satisfecho.

—¿Quién lo había de decir? —murmuró—. Ese ranchero es uno de los asaltantes al banco.

—Y  ha  encontrado  la  pista  del  dinero —dijo Cowell.

—Sí. Ha estado en el dormitorio de la chica y ha cogido un papel que está leyendo ahora. Eh, se marcha... Está en el escritorio haciendo algo —Barsham seguía puntualmente los movimientos del ranchero—. Escribe una nota para...

De pronto lo vio correr hacia la puerta. Instantes después, Brownson salía de la casa dirigiéndose al establo.

Barsham dejó caer los binoculares sobre su pecho y movió una mano.

—Vamos, el tipo quiere largarse. Va a ensillar un caballo y hemos de cortarle el paso. Pero no hagáis ningún ruido; es preciso sorprenderle antes de que pueda hacer nada.

Los bandidos estaban a cien pasos del rancho y, con los caballos de las riendas, corrieron en la oscuridad hasta la

salida del patio exterior. Barsham distribuyó estratégicamente a sus hombres.

—No le deis ninguna oportunidad — crdenó.

Transcurrieron algunos minutos. De pronto se oyó el ruido de los cascos de un caballo que aceleraba rápidamente en busca de la salida.

Instantes después, ignorante de la suerte que le esperaba, Brownson, desde el caballo, soltaba la albadilla del portón. Apartó a un lado una de las hojas y picó espuelas de nuevo.

Apenas había franqueado el umbral, estalló una descarga cerrada.

Brownson apenas si tuvo tiempo de divisar una serie de fogonazos que parecían surgir de todas partes. Sintió vivisimos dolores en el cuerpo y notó que se hundía en una sima profundísima.

Como un tigre, Barsham saltó hacia adelante al ver caer

ranchero. Febrilmente, regristró sus ropas y no tardó en

encontrar un papel en uno de los bolsillos de la camisa. Una de las esquinas estaba ya manchada de sangre, pero no le importó.

Un fósforo, rápido.

Nos van a ver... —se alarmó Cross.

Es sólo un segundo, estúpido.

La llama del fósforo permitió a Barsham ver unos renglo-

nes trazados con una tinta algo más clara que el resto del

mensaje. Vio un nombre y unos datos y supo que ya tenía

suficiente para conseguir lo que tanto había ambicionado durante largos meses.

Ya sé dónde está —exclamó—. Larguémonos de aquí,

pronto.

Los forajidos saltaron a sus caballos y partieron a galope.

En el interior del rancho, los disparos habían alertado a al-

gunos de los peones. Dos o tres, a medio vestir, salieron de los barracones a tiempo de ver un grupo de jinetes que se

alejaba a toda velocidad. Dispararon unos cuantos tiros, pe-

ro no tardaron en darse cuenta de la inutilidad de sus esfuer-

zos y cesaron el fuego para tratar de averiguar lo que había

sucedido.

No tardaron mucho en encontrar el cadáver de Brownson,

acribillado literalmente a balazos.

 

                      CAPITULO X

 

Morgan Hays llegó al rancho poco después de amanecer, presintiendo que podía haber ocurrido algo grave por el movimiento que se apreciaba entre los peones, lo que confirmó bien pronto sus suposicones.

Por unos momentos, temió lo peor. Pero cuando vio a Melody que corría hacia él, respiró aliviado.

Apeándose del caballo, se dirigió a su encuentro. Ella le abrazó fuertemente y escondió la cabeza en su pecho.

—Morgan, Brownson ha sido asesinado —dijo.

Hays se sobresaltó.

—¿Quién ha sido? —preguntó.

—No lo sé... nadie puede decirlo. A medianoche se oyeron muchos disparos... Los peones se levantaron y pudieron ver a un grupo de jinetes que escapaba a todo galope... Trataron de indagar y se encontraron a Brownson, muerto a balazos... Al menos recibió diez impactos.

—Es curioso —dijo él—. Yo habla llegado a temer lo peor. Cuando vi gente alborotada pensé que la víctima eras tú.

—¿Yo? —se sorprendió la joven—. ¿Por qué, Morgan?

—Brownson era el séptimo de los ladrones del banco.

Los ojos de Melody se abrieron desmesuradamente.

—¿Cómo lo has sabido? —inquirió.

—Lo recordé cuando venía hacia aquí. Es un detalle que se me pasó por alto cuando llegamos ayer por la tarde. En la cocina me ofrecieron café. Había un par de cuartos de venado, oreándose en el exterior. La señora Brownson me dijo que su esposo los había cazado la víspera. Podía ser cierto, y seguramente lo es, pero, ¿por qué un ranchero que dispone de  carne  en  abundancia  tiene  que  salir  a  cazar  venados?

—Puede que  le  gustase  cambiar el  menú   —alegó  ella.

—Brownson se quejó luego de exceso de trabajo. Melody, un hombre que tiene trabajo de sobra, no lo descuida en una

excursión de placer, sólo por sifrutar de unos filetes de venado. Y esto, que parece tan evidente, no he sabido verlo hasta hace muy poco rato.

—Bueno, no me ha pasado nada, así que no tienes por qué preocuparte. Si era Brownson, no lo demostró durante la cena ni después. He dormido estupendamente y nadie me

ha molestado, Morgan.

—Lo celebro. ¿Tienes que arreglarte para emprender el viaje?

—Me gustaría ponerme el traje de montar —dijo ella.

Un  hombre se acercó  a  la  pareja  en  aquel  momento.

-Señor Hays... Soy Laird, capataz del rancho. Supongo que   la   señorita   Melody   le   ha   enterado  de   lo  sucedido.

—Sí, en efecto. Algo verdaderamente lamentable —contestó el joven—. Me gustaría ofrecerle mis respetos a la señora Brownson. Supongo que estará terriblemente afectada por el suceso que le ha privado de su marido.

—Está en la cama, atendida por su hermana, que pasaba casualmente unos días en el rancho. No creo que le convenga

visitas en estos momentos.

—De acuerdo. Nosotros tenemos mucha prisa. Exprésele mis condolencias cuando se haya repuesto un tanto. Pero dígame, ¿qué se sabe de los asesinos, señor Laird?

El capataz se rascó la cabeza.

—Nada —respondió—. Todo ocurrió muy rápido, de manera absolutamente inesperada. Escuchamos una serie de disparos y salimos de los barracones, justo a tiempo de ver a unos jinetes que escapaban al galope. Hicimos fuego, pero no creo que hayamos alcanzado a ninguno de ellos. Había muy poca luz...

—¡Un momento! —exclamó Hays—. Dice que oyeron los disparos, pero que tuvieron tiempo de ver a los asesinos... No parece que tuvieran mucha prisa por escapar. Desde que abrieron el fuego contra el señor Brownson, hasta que ustedes salieron de los barracones, ¿transcurrió un minuto, más o menos?

 

—Pues... sí —confirmó Laird, perplejo—. Y eso es lo que no comprendo, porque si se trataba de una venganza, tos asesinos se hubiesen marchado inmediatamente, y yo tengo la impresión de que se detuvieron un poco... Un minuto, más o menos. ¡Espere! Ahora que recuerdo... Los bolsillos de las ropas estaban vueltos del revés, como si se los hubieran registrado muy rápidamente...

Hays cambió una mirada con la joven.

—Buscaban algo —dijo—.  Melody, ¿puedo acompañarte

a tu dormitorio?

—Sí, claro —accedió ella.

—Gracias por todo, señor Laird. Con su permiso...

Momentos después, Melody y Hays entraban en la alcoba.

—¿Qué te pasa» Morgan? —preguntó ella—. ¿Por qué quieres venir aquí?

—¿Tienes aún la carta de Long?

Melody notó que se le cortaba la respiración. Permaneció inmóvil un momento y luego se precipitó sobre su bolso de

mano.

—¡No está, Morgan! —exclamó a los pocos momentos.

—Entonces todo queda claro. Brownson subió al dormitorio y registró tus ropas, para encontrar la carta. Lo consiguió

y decidió partir inmediatamente en busca del dinero.

—Pero él no puede saber que el mensaje auténtico está escrito con tinta invisible...

—De algún modo lo averiguó. No sé cómo, pero tampoco importa, y lo gue ahora sí es seguro es que alguien más conoce el escondite del dinero y mató a Brownson para quedarse con todo.

—¿Quién puede ser, Morgan? — preguntó la joven.

Hays reflexionó unos momentos.

—En ocasiones he llegado a sospechar del sheriff James, pero es indudable que Brownson fue atacado por un grupo de individuos armados hasta los dientes. James actuaría solo, no acompañado. Por tanto, los asesinos son fácilmente identificabies.

—¿Quiénes son, Morgan?

—Barsham y su banda, Melody.

* * *

 

Media hora más tarde, Hays y la joven abandonaban el rancho a caballo, llevando de reata una muía de carga. Hays se había sublevado ante la idea de que ella le acompañase, sabiendo que los bandidos les habían tomado la delantera.

—No es lo mismo ir los dos, sin que nadie más lo sepa, que cabalgar a la zaga de unos tipos desalmados, que nos matarían sin pensárselo dos veces, a la menor oportunidad que se les presentase —había alegado para disuadirla de que hiciera el viaje—. Recuerda lo que intentaron en el Clearwa-ter; nos salvamos de milagro, pero eso es algo muy difícil que se repita dos veces.

Melody había contraatacado, presentando sus argumentos:

—Ahora, más que munca, tengo un interés personal en encontrar ese dinero y devolverlo a sus legítimos dueños

—dijo.

—No  lo  entiendo.   Eso  no  te concierne en absoluto...

Ella le desafió con la mirada.

—Es un pasaje de mi vida del cual no me siento orgullo-sa, pero lo hice y ya nada puede evitar lo que sucedió. Fui la... novia de Casey Long. Algunos podrían pensar que estaba de acuerdo con él en el asunto del dinero robado. Al menos, en este aspecto, quiero conservar mi buena fama. No puedo decir lo mismo de otros sucesos de mi vida, pero tampoco voy  a pasarme los años  lamentándome de aquello.

Hays había acabado por acceder y ahora cabalgaban en dirección al lugar donde Long había escondido los sesenta mil dólares.

—Barsham fue siempre un tipo muy astuto, aunque tampoco se puede decir que le haya acompañado la fortuna, al menos en esta ocasión —dijo, cuando ya estaban a cierta distancia del rancho—. Ahora tratará de resarcirse de fracasos anteriores y recurrirá a todos los medios para no soltar la presa... si la consigue.

—¿Crees que llegará al lugar del dinero antes que nosotros?

Hays hizo un gesto afirmativo.

—Seguro —respondió—. Pero tampoco nuestra desventaja es muy grande.

—¿Qué   es   to   que   quieres   decir?   —preguntó   Melody.

 

—La respuesta, a mediodía, durante el primer alto —respondió él.

Horas más tarde desmontaron junto a un arroyo, Hays atendió a los animales mientras ella preparaba algo de comida fría. Al terminar, Hays extendió un mapa sobre la hierba.

—Me lo prestó James anoche —explicó—. Según las indicaciones de la carta, el botín está escondido al pie de Kettle Rock, bajo una piedra de forma casi regular, cuadrada, en la que se ha tallado una flecha con la punta hacia abajo, fis un lugar solitario, poco frecuentado y a nadie le extrañará, si ignora la verdad, ver lo que creerá es un símbolo indio trazado hace muchos años.

—Casey se fue demasiado lejos para esconder el dinero, ¿no te parece?

—Según se mire. La distancia a Larramore no es superior a las ciento veinte millas y se puede recorrer fácilmente en tres o cuatro jornadas. Pero lo importante es la zona del escondite.

Hays señaló un punto del mapa con una ramita.

—Mira aquí —continuó—. Es una área muy fragosa, con

numerosos escondites, pero al mismo tiempo con una clara

desventaja para el que llegue antes. Barsham y los suyos no

podrán marchar hacia el oeste, porque al otro lado de Kettle Rock empieza el desierto y no encontrarían agua en doscientas millas. Después de tres jornadas, los caballos no estarán precisamente descansados. Por tanto, tendrán que salir justamente por el mismo sitio en que entraron.

—¿Lo crees así?

—Kettle Rock sólo tiene un acceso: el desfiladero del mismo nombre. Hay un pico en el borde oriental, que domina el terreno y permite ver una gran extensión. Veremos a Barsham y a sus hombres cuando inicien el regreso y les bloquearemos el paso.

—Son muchos...

Hays dobló el mapa.

—Cinco, seis a lo suma Laird me dijo que sus hombres habían estudiado las huellas de los caballos de los animales. La mayoría de los peones del rancho se inclinaban por considerar que sólo eran cinco los asesinos.

—Aun así, cinco contra dos es demasiado.

El joven sonrió.

 

—Tocamos a dos y medio por barba —dijo jovialmente.

Melody se atusó un rebelde mechón de pelo con la mano.

—Tengo un rifle —declaró—. Sólo sé dispararlo; no tengo puntería, pero si hago ruido, ellos se sentirán muy impresionados, ¿no te parece?

—Trataremos  de  convencerles  para  que  se  entreguen,

Melody.

—¿Y si se resisten?

Hays estudió el rostro de la joven.

—Entonces serán cinco contra uno —respondió—. Porque no voy a permitir que corras el menor riesgo.

—Y tú, sí, ¿verdad? ¿Crees que voy a esconderme, dejándote en la estacada? ¿Por quién me has tomado, Morgan Hays? ¿Acaso crees que soy una mujer cobarde? —protestó ella con gran vehemencia.

El joven se sintió sorprendido al oír aquellas frases. Volvió a mirarla y ella enrojeció vivamente.

—Sí —agregó Melody, con voz acalorada—, estoy loca por ti, Morgan. No está bien que una mujer confiese su amor a un hombre, antes de que éste le diga nada, pero no podría continuar callada por más tiempo sin hacértelo saber. Claro que, con mi pasado, no tengo derecho a esperar que me correspondas; ya estoy resignada a ello. Pero seguiré a tu lado hasta que hayamos devuelto el dinero, te guste o no te guste.

—¿Y después? —sonrió Hays.

—Me volveré a Horeb House. He decidido que no quiero

vender.

—Muy bien. Acabada la discusión, se impone reanudar la marcha.

Melody se quedó un tanto perpleja al ver la aparente indiferencia del joven, pero no hizo el menor comentario. Recogió rápidamente los restos de la comida, guardó todo en una bolsa y se acercó a su caballo.

—Estoy lista —anunció con voz opaca.

Mientras cabalgaba de nuevo, se limpió una lágrima furtiva coa el dorso tie lf mano. Sentíase decepcionada; había esperado alguna clase de fespuesta de Hays a su apasionada declaración, pero al no oír nada relativo al tema supuso que él tenía muy presente su relación con Long.

Había cometido un pecado y debía purgar la culpa, decidió finalmente.

-

* * *

Los cinco jinetes cabalgaban a buen paso, cuando de repente uno de ellos lanzó un gemido de dolor.

Barsham tiró  de  las riendas y se volvió para  ver qué

sucedía.

—¿Te encuentras mal, Cliff?

El rostro de Cross era una máscara blanca, deformada por el dolor. Abrió la boca para decir algo, rxro se inclinó a

un lado y cayó al suelo.

Cowell lanzó un juramento. Saltó del caballo y se arrodilló junto al caído.

-¡Cliff! -gritó.

Cross abrió los ojos.

—Creo  que  esos  vaqueros  bastardos  me  dieron  bien...

Cowell abrió la camisa del herido. No se veía nada en el pecho, pero al darle la vuelta apreció un orificio en la espalda, justo bajo el omoplato izquierdo.

Torció el gesto. Cross llevaba horas sangrando. La herida, atendida a tiempo, no era mortal, aunque seguramente había interesado un pulmón.

Barsham había desmontado también y se acercó a Cross. __—Cliff, estoy seguro de que lo comprendes —dijo.

-Estoy listo, lo reconozco — murmuró

Cowell lo agarró por debajo de los sobacos y lo dejó sentado junto a un árbol. Luego sacó el revólver del herido y lo puso al alcance de su mano.

—Luego te dolerá mucho —dijo—. No aguantes demasiado el dolor.

—Joel... mi madre vive en Fort Smith, Arkansas... Envíale mi parte... —solicitó Cross al jefe de la cuadrilla. —Lo haré —contestó Barsham.

Momentos después los cuatro forajidos continuaban la marcha.

 

Llegaremos al escondite antes que el agente —dijo Bars

ham más tarde—   Conseguiremos el dinero, pero la vuelta no será fácil.

¿Por qué? — 9e extrañó Raines—. Somos cuatro y

uno solo.

Era uno solo en el Clearwater y ya ves la paliza que nos

propinó. Hays es lo suficientemente listo para saber que no

llegará antes que nosotros. Por tanto, nos esperará al regre so. Pero antes habremos tomado las medidas convenientes.

¿Cómo? —quiso saber Cowell.

Cuando llegue el momento te lo haré saber, pero puedo anticiparte que tu cuchillo tendrá un papel importante en esta partida —respondió Barsham.

 

                        CAPITULO XI

 

Hays vio unos pajarracos revoloteando en el cielo y detuvo su caballo de inmediato.

—¿Qué sucede, Morgan? —preguntó Melody El índice del joven señaló a las alturas. —Hay un cadáver —contestó.

—¿Humano?

—Ahora lo sabremos.

Hays saltó del caballo, con el revólver de largo alcance en la mano. Por el momento lo prefería a un rifle. Era mucho más rápido en disparar y el alcance no resultaba tan diferente.

Ella permaneció en el mismo sitio, cuidando de los animales. Hays atravesó un trozo particularmente boscoso y entonces vio el cuerpo de un hombre tendido al pie de un árbol.

Acercándose con precauciones, examinó el cadáver. Había caído hacia el costado izquierdo y tenía la barbilla y la pechera manchadas de sangre ya seca. A la derecha había un

revólver que, observó, no había sido utilizado. Al cabo de unos minutos regresó junto a Melody. —Era uno de los bandidos. Probablemente resultó herido

al escapar del rancho.

—Sus compañeros le abandonaron —adivinó ella.

—¿Qué podían hacer por él? No hay un médico en cientos de millas a la redonda y, por otra parte, había cabalgado demasiadas horas sin preocuparse de la herida. Quizá pensó que no era grave, pero la hemorragia lo mató.

—¿Piensas enterrarlo?

Hays montó nuevamente a caballo.

—No tenemos tiempo —respondió—. Quiero situarme en

 

Lone Peak mañana antes de que se haga de noche. Pasado, Barsham tendrá ya el dinero. Inmediatamente emprenderá el

regreso y yo lo sabré apenas meoia hora más tarde. Tendremos tiempo de situarnos en el lugar donde pienso sorprenderles.

—Ya sólo son dos contra uno —sonrió Melody.

—Cuando llegue el momento, serán cuatro contra uno —rectificó él, con acento que no admitía réplica.

Melody volvió la vista a un lado al pasar junto al cadáver de Cross. Luego miró al cielo. Los buitres esperaban la hora de alimentarse, describiendo pacientes círculos en las alturas.

—Espero no servirles de pasto —murmuró.

Al mediodía siguiente avistaron la entrada del desfiladero. Hays cabalgó con grandes precauciones, hasta llegar a un punto en el que, después de pasar una curva, se divisaba

Kettle Rock cerrando el horizonte a varias millas de distancia.

—Aquí —decidió.

Era el lugar más angosto. Hays buscó una grieta, en la que dejó a los animales. Luego eligió el punto en que se situaría —con un rifle, el revólver largo y los otros dos—, un buen parapeto a varios metros del suelo, sin rocas a la espalda que pudieran provocar rebotes perniciosos de proyectiles enemigos, y acumuló allí, debidamente protegidos," la mayoría de los cartuchos de repuesto, incluidos cuatro tambores cargados para el revólver de cañón largo.

Melody había preparado algo de comida. Al terminar, Hays señaló hacia arriba.

—Voy a echar un vistazo —anunció—. Es posible que ya

estén llegando a Kettle Rcck. Descansarán toda la noche, seguro; sus caballos lo necesitan. Y mañana, al amanecer, emprenderán el regreso.

—¿No crees que Barsham puede pensar que tú sigues su rastro? —dijo Melody.

—Tal vez, pero las cartas están ya repartidas y es preciso jugarlas. Si notases algún peligro durante mi ausencia, corre a refugiarte en el parapeto.

—Descuida, Morgan.

Hays agarró los prismáticos, llevándose únicamente los dos revólveres de su cinturón. Melody miró hacia arriba y se estremeció. En aquel punto, la pared del desfiladero caía a

plomo desde más de cien metros de altura.

Pronto perdió de vista a Hays. Un tanto deprimida, se sentó en una roca y apoyó la barbilla en las manos.

«Soy una tonta —se apostrofó—. ¿Por qué tuve que decirle que le amo? Si me hubiese callado al menos no habría hecho el ridículo. Ahora él se reirá de mí... Tendrá motivos de diversión cada vez que recuerde mi estupidez...»

Luego se encogió de hombros. Ya estaba hecho y no se podía evitar. En cuanto hubiesen devuelto el dinero, regresaría a Tucson. El trabajo le haría olvidar las penas, se dijo relativamente consolada.

* * *

El sol empezaba a teñir de rojo las cumbres, cuando Hays llegó a la cima, acercándose al borde para escrutar el panorama. Tendido de pecho en el suelo, asestó los prismáticos hacia la base de la gran roca en forma de cilindro de gran

diámetro.

Un grupito de jinetes ascendían por la ladera de los escombros caídos de la roca en el transcurso de los siglos. Hays se sobresaltó vivamente.

—Sólo tres —murmuró—. Eran cinco, uno ha muerto... ¿dónde diablos está el cuarto?

Un siniestro presentimiento le acometió repentinamente. Como si hubiese adivinado la inminencia del peligro, rodó a un lado, justo en el instante en que un cuchillo rebotaba contra la piedra que había apoyado los prismáticos.

El acero emitió un sonido casi musical, seguido de una horrible blasfemia. A doce pasos de distancia, Lafe Cowell le contemplaba con ojos rebosantes de furor.

El forajido tenía la mano en la culata de su revólver, pero no se atrevía a desenfundarlo. Hays estaba en la misma postura y Cowell sabía que el agente era mucho más lapido que él.

—Será mejor que tires el arma, Lafe —dijo Hays serenamente.

 

—¿Por qué no viene a buscarla? —fe desafió el sujeto

Hays se puso lentamente en pie.

—Es probable que lo haga —sonrió.

—De acuerdo —dijo Cowell—.  Dejaré caer el revólver.

Con dos dedos, lo saoó cuidadosamente de la funda, soltándolo a continuación. Hays se relajó un tanto y apartó la mano de su revólver.

Entonces Cowell lanzó un rugido y sacó otro cuchillo que llevaba a la espalda. Para sorpresa del joven, Cowell, en lugar de arrojárselo, cargó con el acero adelantado, como si fuese una espada.

Era un ataque fulgurante, casi imposible de evitar. Si Cowell le alcanzaba, b destriparía. Podía dispararle, pero no quería hacer ruido. Un disparo se oiría desde Kettle Rock. Luego Barsham sabría que Cowell no iba a su encuentro, se imaginaría lo sucedido y tomaría las medidas oportunas para evitar la sorpresa.

Todo esto lo pensó en fracciones de segundo, mientras, ladeándose hacia la izquierda, dejaba extendida la pierna opuesta. Cowell falb el golpe,, tropezó con aquel obstáculo y cayó hacia adelante con gran violencia.

El suelo estaba algo inclinado en aquel punto y rodó un par de veces antes de llegar al borde. Desesperadamente intentó buscar un asidero, pero ya no había forma de evitar la caída.

Cowell saltó al vacío y cayó, braceando frenéticamente, como un gran pájaro herido. El alarido de pánico que había brotado de su garganta se alejó con tremenda rapidez, hasta perderse en el fondo del desfiladero.

* * *

Sentada en una piedra, algo inclinada hacia adelante con los pies separados, Melody reflexionaba melancólicamente sobre las circunstancias que la habían llevado a aquel lugar. Un poco de aburrimiento de una vida sin problemas económicos, un hombre atractivo, que luego había resultado ser un miserable...

 

En Tucson había tenido numerosos pretendientes, pero ninguno de ellos había satisfecho mínimamente sus aspiraciones. Un día, Casey Long había aparecido en su existencia y todo había cambiado para ella en el transcurso de unos días.

De  repente,  un  espantoso chillido sonó  en  las alturas.

Melody se irguió en el acto, sin comprender muy bien lo que sucedía. El grito, horripilante, se acercó vertiginosamente, para transformarse un segundo después en el aterrador sonido de un cuerpo que se estrellaba contra el suelo a unos cincuenta pasos de distancia.

En el último instante, pudo entrever una masa oscura que caía desde lo alto. El corazón se le paró un segundo. ¿Quién era el hombre que se había precipitado desde el borde del precipicio?

Temblando de pánico se acercó al lugar donde yacía el hombre. Las ropas le indicaron bien pronto que no era Hays. Pero sólo miró lo suficiente para saberlo. El aspecto que ofrecía el muerto era espantoso y casi vomitó.

Hays apareció poco después y la miró largamente.

—Siempre dije que Barsham era un tipo listo. Había dejado a uno de sus hombres arriba. Estuvo a punto de sorprenderme.

—¿Lo viste tú antes?

—Yo estaba explorando la ruta que debían seguir ellos. Vi a tres nada más. Sabiendo que eran cuatro, ya que uno había muerto, me sentí receloso. Era Cowell. Luchamos....y perdió.

Melody respiró a pleno pulmón.

—Me he llevado un susto terrible al verlo caer. Celebro que no te haya sucedido nada, Morgan.

—Gracias —contestó él sombríamente.

—¿Puedo encender fuego para hacer un poco de café?

Hays hizo un gesto aprobatorio. Sacó un cigarro y lo encendió, mientras ella se aprestaba a encender la hoguera con ramas secas.

Durante largo rato, Hays guardó silencio. Melody, cuando tuvo hecho el café, le llevó un pote de estaño lleno de la. infusión.

—A ti te sucede algo —dijo—. ¿Puedo ayudarte, Morgan? —Estoy harto — oontestó él sorprendentemente—. Harto

*

 

de ir de un lado para otro, de correr peligros sin cuento... y de verme obligado a apretar el gatillo casi constantemente, para salvar mi vida a costa de la de otros. Te lo juro, en cuanto haya devuelto el dinero, presentaré la dimisión. —¿Qué piensas hacer entonces? —inquirió la joven.

— No lo sé. Tendré que tomar alguna determinación, pero no acabo de encontrar la idea que me permita afrontar el futuro de una manera más pacífica y sin sobresaltos ni peligros a diario. Algo encontraré, te lo aseguro.

Melody estuvo a punto de decirle que ella podía hacer mucho en aquel futuro, pero, recordando la conversación anterior. prefirió callar.

—Quedan sólo tres bandidos —dijo, para cambiar de tema en cierto modo—. 0Tienes algún plan?

—A estas horas ya han encontrado el dinero —contestó Hays—. Me prepararé para sorprenderlos mañana por la mañana.

Hays empezó a trabajar inmediatamente, con elementos que había traído en la muía de carga. Cuando terminó, se sintió satisfecho de su labor.

—Dará resultado —murmuró.

Ella le contemplaba en silencio. Hays, sentado en una piedra. fumaba un cigarro. Pe pronto, dijo:

— Long fue asesinado la víspera del día que yo tenía que llegar a Larramore. ¿No te parece demasiada casualidad, Melody0

— No sé qué decirte, Morgan —contestó ella—. Si pensaban hacerlo cualquier momento era bueno, me parece.

—Sí. pero él tuvo tiempo de hacer saber a sus cómplices las intenciones que tenía para salvarse de la horca. Los cono-da a todos y pudo informarles apenas fue arrestado. Tardaron demasiado tiempo en matarlo.

—Sin duda, tuvieron que discutir el plan.

—Y si ya estaba en la cárcel, ¿cómo se comunicó con sus

complinches?

Melody  no tenia  respuesta  para aquella  pregunta.  Hays

emitió un hondo suspiro.

—De todos modos, no me importa —declaró—. Mañana,

posiblemente antes de que salga el sol,  habrá  acabado ya todo... espero que sin daños para nosotros.

 

                      CAPITULO XII

 

A unos doscientos pasos de la curva, Barsham detuvo su montura y estudió críticamente el paisaje que se extendía ante sus ojos.

—El agente está ahí, en alguna parte, aguardándonos oculto para tendernos una emboscada —dijo.

—¿Estás seguro? — preguntó Raines.

—Cowell no ha dado señales de vida. Acordamos una hora para que encendiese un fósforo si había acabado con Hays. Dos, si éste no aparecía. Yo he mirado con los prismáticos en  el  momento convenido.   No ha  hecho  ninguna  señal.

—Tal vez se habrá dorm ido...

—Para siempre —dijo Barsham sombríamente—. Hays está ahí, aguardándonos como una araña en su tela. No podemos retroceder, pero sí sorprenderle.

—¿Cómo? —quiso saber el tercer miembro del ya reducido grupo.

—Vamos a salir a todo galope. Le sorprenderemos. Es

muy rápido disparando, pero no podrá tirar de frente, como hizo en el río, sino que tendrá que hacer fuego contra unos blancos que pasan muy rápidos por delante de él. De esta manera tenemos todas las posibilidades.

—La chica...

—¡Al diablo con la chica! Tenemos el dinero, eso es lo

que importa.

—Muy bien —dijo Raines—. ¿Cuándo, Joel? Barsham sacó su revólver. —Dispararemos al pasar.

86-

Raines y el otro asintieron. Barsham les miró un instante, con la sonrisa en los labios.

—¡Animo, chicos! Vamos a disfrutar del botín... ¡Ahora!

—gritó súbitamente.

Los tres forajidos arrancaron al galope. Hays oyó el estruendo de los cascos de caballo y sacudió a Melody, que dormía a su lado, en la plataforma del parapeto.

—Arriba —dijo—. Ya están ahí.

La joven se despabiló instantáneamente. A la indecisa luz

del alba, Hays divisó tres jinetes que se acercaban a toda velocidad.

Estaban ya a menos de treinta pasos y, de repente, empezaron a disparar frenéticamente sus revólveres. Barsham había visto un instante al joven, en pie sobre el parapeto, y

dirigió allí sus tiros.

Las balas chocaron contra las rocas y algunas rebotaron con horribles chillidos. Los caballos relincharon estruendosamente» El fragor de los disparos atronó el desfiladero durante algunos segundos.

Barsham lanzó un salvaje alarido de júbilo al ver que había conseguido la sorpresa totalmente. Hays no había disparado un solo tiro y ellos pasaban sin dificultad. Pero apenas un segundo después, su alegría se trocó en rabia y desesperación.

Cuando vio el obstáculo era ya demasiado tarde. Las cuerdas tendidas de lado a lado del desfiladero, entrelazadas con ramas secas y matojos, formaban una valla poco menos que intraspasable. Su caballo también vio el obstáculo, pero no tenía tiempo de saltar y el pecho del animal chocó contra la

valla.

Barsham cayó al suelo, blasfemando como un poseído. Raines y el otro fueron derribados también de sus monturas. Frenético de ira, Barsham se puso en pie, sacó otro revólver apuntó hacia la alta figura que se hallaba sobre un saliente, a veinte pasos de distancia.

Hays tenía ya a punto su revólver largo. El disparo alcanzó a Barsham en pleno pecho, derribándolo de espaldas instantáneamente. Sentada a su lado, con las piernas bajo el cuerpo, una mano en la mejilla y los ojos desmesuradamente abiertos, Melody contemplaba la escena como si estuviese padeciendo una pesadilla.

Raines se revolvió furioso, con el rifle en las manos. Hays

arma

y se apretaba el vientre, en el que sentía un horrible dolor. Cayó de rodillas y su frente se apoyó en el polvo.

El último de los forajidos, aterrado, levantó las manos.

disparó dos veces. El bandido gimió mientras soltaba

 

No tire! ¡Me rindo!

Permanezca ahí —ordenó el joven—. No baje las manos o es hombre muerto

Saltó hacia el suelo y  caminó  hacia el lugar de la trampa

Dónde está el dinero?

Ahí oontestó desmayadamente el forajido,señalando las alforjas de cuero del caballo muerto Está bien. Abre una brecha en la valla y lárgate,

El sujeto le miró con asombro. ¿Me deja marchar?

 

Ya   me  has  oído  —oontestó  el  joven   con  aspereza

Es usted un tipo listo. Barsham lo decía siempre. Creyó

que esta  vez podría engañarle ¿por qué me deja marchar libre? Hays le miró fríamente.

Dígame

Soy suficientemente listo como para no cargar con un estorbo de aquí a Larramore y también para saber que aunque tomaste parte en el asesinato de Brownson, algún día acabarás colgado de una soga. A menos de que cambies de forma de pensar, claro. Vamos, ¡fuera de aquí ¡ El bandido se marchó a los pocos momentos. Melody se acercó al joven temerosamente

¿Todo ha terminado ya Morgan?

 Hays emitió un largo suspiro. Eso es lo que me gustaría Melody- respondió

 ¿Qué quieres decir?

orne

se

Nada, son... pensamientos tontos

Volvió los ojos hacia ella

¿Te gustaría saber que aspecto tienen sesenta mil dolares en oro y billetes?

Melody se echó hacia atrás un mechon de pelo.

 Nunca he visto tanto dinero junto- contesto

—Bien, entonces vamos a contarlo. Ahora no tenemos prisa en regresar a Larramore, supongo.

—Ninguna prisa, Morgan —convino Melody.

Hays llevó las alforjas al lugar donde habían establecido el campamento, situándose en un punto protegido del viento

para evitar que los billetes se dispersaran. Extendió una manta y vació las alforjas.

Había una pesada bolsa con quinientas monedas de oro de veinte dólares cada una. Los billetes mostraban la humedad acumulada en tres años de permanencia bajo tierra, pero, por lo demás, se hallaban en perfecto estado.

De pronto, Hays vio a la joven que movía los labios, a la vez que parecía contar algo con los dedQS.

—¿Qué haces? —preguntó, extrañado.

—Estaba contando... Siete ladrones muertos, más la señora Shaw... Cuatro forajidos en el Clearwater... Aquí otros

cuatro... Total quince, Morgan. Tocan, por tanto, a cuatro mil dólares.

—Ninguno de enes se ha llevado un centavo! — respingó Hays.

—No me has entendido. Yo quería decir que cada una de esas vidas ha costado cuatro mil dólares. Un precio muy barato, ¿no te parece?

Hays empezó a guardar el dinero.

—La vida de un hombre no tiene precio... salvo el que él mismo fija con su conducta — respondió.

* * *

Fatigados, casi exhaustos, avistaron Larramore dos días más tarde, desde unas seis millas de distancia.

—Animo, Melody —sonrió Hays—. Dentro de un par de horas podrás darte un buen baño y ponerte ropas limpias.

—Después de entregar el dinero, por supuesto.

—Naturalmente. Me acompañarás al banco, espero.

—Quiero hacerlo. Ya conoces mis motivos.

—Nadie podrá hacerte el menor reproche. En realidad, tampoco hubiera sucedido nada si te hubieses quedado en Tucson,   pero   esto   acallará   posibles   rumores   malintencionados.

Tengo ganas de llegar a casa —suspiró Melody—. En los últimos tiempos he corrido demasiadas aventuras.

Podrás contarlo algún día a tus nietos —sonrió Hays.

¿Crees que tendré siquiera hijos que me den nietos algún día?

¿No piensas buscar un marido? Ella le miró furiosamente.

¿Quieres dejar este tema? —exclamó.

Discúlpame. Siento haberte enojado. Procuraré que no

se repita.

Está   bien.   Olvidémoslo   —dijo   ella,   más   amansada.

Continuaron la marcha. Al cabo de unos minutos, Hays

• •

Hay algo que siempre he querido preguntarte, Melody El día en que nos conocimos tú aguardabas a alguien en estación de Larramore. ¿Quién era? Ella sonrió.

Nadie —contestó—. Te vi y me pareciste un pistolero o un  tahúr.  No quería  tener relación  contigo,  eso es  todo.

Ibas a ver a Long, claro.

Me había escrito la carta que conoces. Quería decirme algo interesante... seguramente por si no me sentía capaz de entender la clave de la tinta invisible.

Hubieras aceptado el dinero entonces?

Seguramente le habría dicho que sí, pero luego habría

pasado la información a alguien con autoridad... por ejem pío, al sheriff de Larramore.

¿Hablaban ustedes de mí? —sonó inesperadaemnte una

í de hombre.

Hays detuvo su caballo en el acto. Slim James acababa de

hacerse visible, escondido hasta entonces tras el grueso tron co de un árbol que había al borde del camino.

James se apoyó en el árbol y cruzó los brazos en actitud aparentemente placentera.

He oído mencionar algo sobre  mi persona —añadió.

Hays había detenido su caballo. Melody se paró al mismo

tiempo, situándose a la derecha del joven. James, por tanto quedaba al otro lado.

 

—La señorita Kelsey decía que, si hubiera sabido a tiempo el paradero del dinero, se lo habría comunicado a usted inmediatamente —dijo Hays.

—Una actitud del todo encomiable —elogió James—. ¿Lo

han encontrado?

—En efecto, sheriff.

—Tendrán   que   entregármelo.   Yo   to   llevaré   al   banco.

Hays estudió unos instantes el rostro de James. Luego, con aire displicente, se inclinó para apoyarse en el cuerno de la silla.

—¿Quiere  ganarse   la   recompensa  ofrecida?  —preguntó.

—Oh, no, en absoluto. Será para ustedes. Cuando entregue el dinero declararé que fueron ustedes quienes lo recuperaron. No tengo la menor ambición a ese respecto.

—Es usted muy modesto, sheriff —sonrió el joven—. ¿Cómo ha sabido que llegaríamos en este momento?

—Hice unos cálculos... Acerté, simplemente.

—Entonces, sabía que Melody y yo íbamos en busca del

dinero robado.

—Sé lo que ocurrió en el rancho de Brownson. Me dijeron que se habían marchado muy temprano y deduje sus intenciones, eso es todo.

—James, hay algo que siempre me ha extrañado y para lo que nunca he encontrado una explicación aceptable. Quizá usted pueda dármela —dijo Hays.

—¿De qué se trata, Morgan?

—Casey Long fue arrestado, pero en un principio no por el asesinato de Jonathan Trawtell, sino por el robo del banco. Eso significa que alguien le delató, alguien que conocía su participación en el hecho. Forzosamente, tenía que ser alguno de sus cómplices, despechado por no haber recibido su parte del botín.

—Me enviaron un mensaje anónimo. Al llevarlo arrestado a la cárcel, repasé los carteles de recompensa. Entonces lo notifiqué a Tucson...

—Y también al hombre que delató a Long.

James se puso rígido.

—Ya le he dicho que fue un mensaje anónimo...

—Tal vez, pero usted llevaba mucho tiempo haciendo indagaciones. Seguramente localizó a uno de los ladrones y se puso de acuerdo con él. Nadie en Larramore sino usted, sa bía que yo iba a llegar en aquella fecha para llevarme a Long.

Su cómplice lo supo y hasta es muy posible que usted mismo le sugiriera el plan para matarlo, sin problemas. Incluso pudo amedrentarles, diciéndole que Long estaba dispuesto a dar sus nombres si no te ayudaban a salvarse de la horca. —Y todo eso, ¿para perder la pista del dinero? —sonrió

James.

—Sheriff, nunca sabremos si usted consiguió arrancar a

Long la información sobre el lugar donde había escondido el botín. Es posible que usted pensara en dejar pasar el tiempo; no iba a correr inmediatamente en busca de ese dinero sabiendo que había otros que lo buscaban y que podían hacerle correr riesgos que usted no estaba dispuesto a afrontar. Pero una cosa es segura: usted no desistió nunca de conseguir el botín. Ahora, al fin, las sospechas que concebí una vez y que deseché, porque me parecía imposible que usted se portase

deshonestamente, se han confirmado.

—No he hecho nada que pueda hacerle recelar...

—Un representante de la ley honrado se habría brindado a acompañarnos como escolta hasta entregar el dinero, en lugar de pedir hacerlo él en persona.

Sobrevino un momento de silencio. Los ojos de James emitieron de pronto un brillo de cólera.

—Está bien —dijo al cabo—. Me llevaré ese dinero, tanto

si le gusta como si no le gusta. Son demasiados años de vivir

con un sueldo miserable y ha llegado la hora de que empiece a disfrutar un poco de la existencia.

James sacó el revólver.

—Entregue ese dinero, Hays — ordenó amenazadoramente.

•—Sheriff, le diré una cosa —respondió el joven sin amilanarse—, No soy yo el único que sospechaba de usted. Ricky Hampden me lo dijo hace tiempo. Fue él quien primero mencionó el tema, no yo. Ahora, su ayudante ha podido confirmar también esas sospechas.

—Ricky está en Larramore...

—Se equivoca. Lo tiene detrás de usted.

James le miró desesperadamente un segundo. La voz de

Hampden sonó tonante a pocos pasos: —¡Tire el arma!

 

James se revolvió, frenético, y apretó el gatillo. Hampden contestó en el acto, pero se tambaleó un poco, mientras el sheriff se derrumbaba de bruces al suelo.

Hays saltó del caballo y corrió hacia el ayudante.

—No es nada —dijo Hampden, muy pálido—. Sólo un rasguño en el brazo. Pero yo tenía razón, ¿no es cierto, señor Hays?

El joven asintió. James yacía de bruces en el suelo, completamente inmóvil.

—Haré que le entreguen la recompensa prometida, Ricky —dijo—. Excepto el importe de una lápida para la tumba de la señora Shaw.

—Sí, señor, como usted diga.

Hays se acercó luego a Melody.

—Ya son dieciséis. Puedes calcular la rebaja en el precio de esas vidas — dijo.

—Eso ya no resulta interesante —contestó la joven con frialdad.

* * *

Melody desayunó en el comedor, al igual que todos los días, y luego salió de la casa, dispuesta a enfrentarse con el

trabajo cotidiano. Entonces vio algo que la llenó de asombro. ' Había un individuo inclinado sobre unas matas, en un trozo de tierras de labor próximo a la casa. El hombre vestía camisa a cuadros, remangada hasta más arriba de los codos, pantalón azul de peto y sombrero de fibra, de anchas alas.

La presencia del individuo llamó poderosamente su atención.

—¡Eh, amigo! —exclamó—. Usted es nuevo aquí, pero yo no he contratado ningún peón.

El hombre se enderezó y la miró sonriendo.

—¿De veras no necesita un trabajador más, señorita Kelsey?

Los ojos de la joven se abrieron desmesuradamente.

—¡Oh! Pero si es... Eres tú...

De pronto, comprendió y echó a correr hacia él.

 

Miserable, canalla... ¿Por qué no me lo dijiste antes.' Dejaste que  yo  hablase y  hablase y  tú  no decías  nada...

Hays la abrazó estrechamente. Ella le golpeó con los pu nos en el pecho.

No te lo perdonaré jamás —exclamó Melody con vehemencia—. Permitir que yo me portase como una tonta, dejar

que expresara  lo que sentía  por ti,  sin  mostrar mas que indiferencia...

Bueno, pero no creo que eso sea motivo para darme una paliza —sonrió Hays—. ¿Por qué no haces algo distinto. Melody?

¿Qué, Morgan? —preguntó ella, anhelante.

Besarme, por ejemplo. Ella le miró con ojos escrutadores.

¿Has   venido  a   por   un   empleo  o a   por  algo   más?

preguntó.

¿Qué respuesta prefieres?

La que debías haberme dado en el viaje a Kettle Rock. Hays la atrajo contra su pecho.

Vamos a emprender juntos una ruta que nos llevará a ser felices el resto de nuestros días —dijo apasionadamente

No podía venir antes, he tenido que hacer muchas cosas, a

fin de dejar todo bien aclarado. Pero ahora ya estoy libre...

—¿Libre? —rió Melody, inmensamente dichosa—. ¿Estás seguro?

Bueno, era un decir... —Hays se echó a reír también

Pero perder la libertad con la mujer amada no es nada que

duela, sino todo lo contrario.

Morgan... —día apoyó la cabeza en su pecho—, lo de Casey Long...

— Melody, empieza a contar desde ahora. Haz como si cerrases una puerta para siempre y abrieses otra, también para siempre. ¿Lo entiendes?

La joven sonrió. Tenía los ojos húmedos. Antes me pediste algo. Cuando gustes —dijo, a la vez que le ofrecía los labios.

FIN

 

Final de ruta: la tumba
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