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1.a edición: 2002.
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CAPITULO PRIMERO
El enemigo había resistido tenazmente, pero había llegado ya al límite de sus fuerzas. Apenas si quedaban veinte hombres en estado de combatir.
La posición aparecía sembrada de cadáveres y de heridos incapaces de empuñar las armas. Comprendiendo que toda resistencia era ya inútil, el último oficial superviviente dio orden de deponer las armas y de izar bandera blanca.
En las filas atacantes resonó un salvaje alarido de triunfo. Durante los últimos momentos del combate, los sudistas habían visto obligados a combatir a pie, muertos sus caballos por el certero fuego de los unionistas. También eran pocos, aunque, desde luego, más que sus rivales y, contaban con una abundante reserva de municiones, tanto para sus carabinas, como para-las dos pequeñas piezas de artillería de acompañamiento que, con sus certeras descargas, habían arrasado la posición nordista.
Kelly Haines formaba parte de las filas atacantes. A sus diecinueve años mal contados, había visto la muerte de cerca en numerosas ocasiones. Ahora había perdido el caballo y tenía dos raguños de bala, de escasa importancia sin embargo y que le obligarían a ser internado en un hospital de sangre.
Al ver la bandera blanca en la posición enemiga, entró, como todos los demás. Casi en el mismo momento, se oyó el tronar de numerosos cascos de caballo.
Un tropel de jinetes, con uniforme gris, apareció en el campo de batalla. El jefe, con insignias de coronel tiró de las riendas de su montura y buscó con la vista al oficial que mandaba la unidad atacante.
El capitán Britten salió al encuentro del recién llegado. —Señor, el enemigo se ha rendido —informó. —Entonces, ¿qué hacen ahí parados? ¿Por qué no han atacado hasta el final? — gritó el coronel Stanhope. Britten se quedó petrificado. —Coronel, han izado bandera blanca... Stanhope contestó con una obscena imprecación.
Luego desenfundó el sable y se puso en pie sobre los estribos de su montura.
—¡A la carga! —aulló—. ¡Sin cuartel, sin cuartel!
El tropel de hombres a caballo que le seguía contestó con un feroz aullido, proferido a la vez por cincuenta gargantas. Inmediatamente, cincuenta jinetes se pusieron en marcha contra la posición enemiga.
En ella, el oficial superviviente agitó con desesperación la bandera blanca.
—¡Rendición, rendición! —gritó.
—¡Muerte, muerte! —aulló Stanhope como un demente—. ¡No hay cuartel, no hay cuartel!
La tropa de jinetes sudistas cayó sobre sus enemigos como un vendabal de muerte. Algunos de los unionistas trataron de huir, pero fueron exterminados a tiros y sablazos como alimañas rabiosas.
Haines contempló la escena y sintió deseos de vomitar. A su lado, sin embargo, había otros a quienes complacía enormemente el espectáculo que estaban contemplando.
—Se lo merecían, esos bastardos...
—Nos han matado a mucha gente. ¡Al infierno con ellos!
—No debería quedar vivo ni un nordista...
La matanza terminó en pocos momentos. Incluso los heridos que no podían defenderse desde hacía mucho rato, fueron rematados salvajemente, sin hacer el menor caso de sus súplicas de gracia.
Cuando el estruendo de los últimos disparos y el clamor de los jinetes se hubo apagado, Stanhope ordenó la reunión con el resto de la tropa.
Galopando orgullosamente, se detuvo a pocos pasos del lugar donde se hallaban Britten y los diezmados restos de su fuerza.
—Capitán, han hecho ustedes una buena labor —dijo, a la vez que saltaba del caballo—. Forme a sus hombres; deseo felicitarles personalmente.
Britten saludó con rigidez. —Sí, señor. ¡Sargento Orkney! —A la orden, capitán.
—Forme la tropa, rápido.
—Sí, señor.
Orkney dio unas cuantas voces. Sesenta o setenta fatigados hombres se situaron en la formación adecuada. Haines estaba en la primera fila.
Stanhope se situó frente a ellos, con Britten a su derecha. A su izquierda estaba el ayudante, teniente Shaddock, un tipo de rostro perverso y piernas estevadas, al que muchos consideraban no ya hijo, sino padre del mismísimo Satanás.
—¡Soldados de la Confederación! -tronó Stanhope—. La hazaña que habéis realizado hoy es digna de los mayores elogios, propia de unos hombres de honor y valor sin límites, por todo lo cual, yo os felicito, como también felicito a los jinetes que, bajo mi mando directo, culminaron la tarea de derrotar al enemigo...
Haines ya no se pudo contener. El cinismo de aquel hombre le puso fuera de sí.
—Lo que hicieron usted y sus jinetes fue una repugnante matanza —exclamó, cortando en seco el discurso del coronel.
Stanhope le miró como si estuviese viendo a un demente. En las filas de los soldados se produjo un movimiento colectivo de estupefacción.
La boca de Stanhope estaba abierta en un gesto de absoluta incredulidad. Al cabo de unos momentos, sin embargo, consiguió reaccionar.
—Repita eso que ha dicho, soldado —pidió con voz extrañamente tranquila.
—Una repugnante matanza, señor —dijo Haines quien, lanzado, sabía que ya nada podría arreglar su situación—. Una matanza más propia de gentes salvajes que de soldados civilizados. He peleado en decenas de combates, pero siempre con honor y lo que hoy ha sucedido ha hecho que le perdiéramos. El enemigo se había rendido y...
—¡Basta! —aulló Stanhope, lívido de ira—. ¡Soldado! ¿Se da cuenta de lo que acaba de decir?
—Completamente, señor, y le considero a usted responsable moral de esa matanza, con la misma responsabilidad que un vulgar asesino...
Stanhope no se pudo contener y, súbitamente, golpeó a Haines con la palma de la mano.
El muchacho se tambaleó, pero consiguió mantener la serenidad.
—Nada de lo que me haga, señor, me hará cambiar de opinión —dijo.
Stanhope le abofeteó de nuevo. Esta vez, Haines perdió los estribos.
—Nadie me ha pegado jamás, excepto mi padre —exclamó.
Y antes de que nadie pudiera reaccionar, sacó el revólver.
En el último instante, Stanhope pudo desviarse un poco, pero, a pesar de todo, la bala, en trayectoria ascendente, rasgó la mejilla izquierda del coronel, desde el borde del mentón hasta casi la oreja del mismo lado.
Stanhope lanzó un aullido y se tambaleó. Varios soldados se arrojaron contra el muchacho y lograron desarmarle. Shaddock, petrificado por el asombro, no había tenido tiempo de reaccionar.
Un sanitario corrió hacia el coronel, con su bolsa de primeros auxilios en las manos. Stanhope, sin embargo, había reaccionado con rapidez y b rechazó de un manotazo.
Con el lado izquierdo de la cara cubierto de sangre, que corría hasta manchar su guerrera gris, miró fieramente al insensato que se había atrevido a atacarle.
—Insulto a un superior, con agresión física con intenciones de matar —dijo—. Esto sólo se puede castigar de una forma. ¡Capitán Britten!
El nombrado avanzó unos pasos y saludó.
—Coronel...
—Este desvergonzado pertenecía a su escuadrón. Tome un pelotón y fusílelo inmediatamente.
—Pero, señor... sin un juicio... Un consejo de guerra...
—¡Obedezca, capitán! ¿O prefiere que sea yo mismo el que forme el pelotón de ejecución, para dos rebeldes?
Reinaba un silencio absoluto en el lugar. Haines miró un instante al teniente Shaddock y vio en sus labios una perversa sonrisa.
El sol lucía en lo alto. Iba a morir, pensó, pero no lo lamentó demasiado. Había visto ya demasiadas muertes, demasiada sangre y no había confiado en acabar la guerra con vida.
De todos modos, poco importaba acabar por las balas enemigas o las propias. Sentía que su conciencia estaba tranquila y pensaba que había hecho lo que debía. Su propio padre se habría sentido orgulloso de él, estaba seguro.
* * *
Britten carraspeó con fuerza.
—Sí, señor —contestó.
Luego giró un cuarto a su derecha.
—¡Lamm, Owens, Cheap, Dobney! —llamó con sonora voz—. Formen inmediatamente, con las carabinas cargadas con una bala.
Cuatro soldados se destacaron en el acto. Haines, sujeto por cuatro fuertes manos, sonrió tristemente.
Todos ellos eran muchachos como él. Alguno, incluso, más joven. Dobney había cumplido los diecisiete años un par de meses antes.
—¡Átenle las manos! — ordenó Britten.
Una cuerda sujetó fuertemente las muñecas de Haines, cuyos brazos habían sido situados a la espalda. Luego, Britten dio la orden de marcha.
Entre los cuatro soldados, Haines echó a andar. Britten precedía a la fúnebre comitiva.
El bosque estaba solamente a cincuenta pasos y Britten se adentró en él hasta que, con su équito, se perdió de vista. Stanhope no formuló la menor objeción a la actuación de su subordinado.
Notó cierta debilidad y se sentó en una piedra.
—A ver, ese maldito sanitario... —llamó.
Britten se detuvo de pronto, frente a un grueso roble. —Aquí —dijo.
Extrañamente sereno, Haines se situó junto al árbol. Entonces, Haines se volvió hacia los cuatro muchachos.
—Escuchad, muchachos —dijo—. Esta condenada guerra está ya perdida. Por mucho que hagamos y pese a lo que digan canallas como Stanhope, no conseguiremos ganar. Antes de dos meses, nos habremos rendido y es inútil que perdamos más vidas humanas. Ahora bien, si os vais de la lengua, ese loco nos fusilará a todos, así que vosotros mismos sabréis lo que es conveniente hacer. ¿Está claro?
Cuatro cabezas se movieron al mismo tiempo. Britten sonrió.
—Apuntad a lo alto, muchachos —dijo.
Desde el campamento, se oyeron las voces de mando. Luego resonó la descarga y, finalmente, se oyó un disparo de revólver.
Britten se acercó al asombrado muchacho, que todavía no acababa de creer en su buena suerte y, con el misma sable, cortó sus ligaduras.
—Lárgate —dijo en voz baja—. Escóndete donde puedas y espera como mejor sepas el final de la guerra. Y buena suerte, soldado.
—Lo mismo le digo, capitán. Nunca olvidaré lo que ha hecho por mí, se lo juro. Y algún da, el mundo sabrá...
—Soldado Haines, si sigues hablando, te pegaré un tiro —dijo Britten con furia mal contenida—. Vamos, márchate de una vez.
Haines echó a correr y se perdió bien pronto en la espesura. A los pocos momentos, Britten llegó al campamento, seguido de sus cuatro soldados.
Situado frente a Stanhope, saludó rígidamente.
—Sentencia cumplida, señor —saludó.
—Gracias, capitán. Por su valor, le propondré al mando para un ascenso — respondió Stanhope.
—No me lo merezco, señor —respondió Britten.
—Hablaremos de eso en otro momento. jSanitario! —aulló el coronel—. He oído decir que tienes varios años de estudios...
—Me faltaba un año para conseguir el título, señor —contestó Fabián Dwillin.
¿De medicina o de veterinaria? —preguntó Stanhope insultantemente.
Sonaron algunas risas. Dwillin no se inmutó.
—Coronel, mucho me temo que he de coser. La herida no es grave, aunque sí relativamente profunda...
Entonces, ¿a qué diablos espera? —rugió Stanhope.
Britten contempló la fea herida con ojos impasibles. En fondo, se alegraba de que Haines hubiera disparado contra aquel bárbaro siempre sediento de sangre.
Casi era peor castigo que un tiro entre ceja y ceja. Stanhope había sido siempre un hombre orgulloso de su físico y rasguño de la bala le iba a convertir en un monstruo defealdad.
«Por lo menos, siempre que se le mire siempre desde lado izquierdo», pensó, mientras Dwillin aprestaba la aguja y el hilo.
CAPITULO II
Apoyado en la cerca de troncos, Kelly Haines contemplaba las evoluciones del magnífico caballo negro, montado por el desbravador, que, estimaba, había conseguido una buena labor.
Era un animal de bella estampa. Obtendría un buen precio por él. No había una sola mancha de color en el pelaje que, a veces, parecía azulado y, en cuanto hubiese terminado la doma, más lenta de lo normal, porque no quería que el animal adquiriera resabios, lo pondría a la venta.
Le hubiera gustado quedárselo para él, pero sabía que en Ashleton había gente que pagaría sus buenos dólares por el animal. El sábado próximo, se celebraría una subasta de caballos y llevaría a «Blackblue» a ella.
De repente, oyó el ruido de los cascos de un caballo que se acercaba al galope. Al volverse, vio una frondosa cabellera rubia ondeando al viento. Inmediatamente, reconoció a la amazona.
Agitó una mano:
—Ya basta por hoy, Marty — ordenó el desbravador—. Aséalo un poco y dale luego un buen pienso.
—Sí, señor.
La amazona desmontó segundos después.
—Un espléndido animal, señor Haines —sonrió—. ¿Cuánto pide por él?
Haines contempló a la joven, que no tenía más de veintitrés o veinticuatro años. Era de mediana estatura y cuerpo perfectamente formado. Aunque eran vecinos y vivían relativamente cerca el uno del otro, sus relaciones, hasta aquel momento, habían sido más bien escasas, limitándose casi siempre a los naturales contactos de cortesía entre vecinos. —¿Piensa comprarlo, señorita? —preguntó.
el precio me resulta asequible... —dijo Harriet Mills. El sábado se celebra una subasta de caballos. Pienso llevar a «Blackblue» y empezar pidiendo mil doscientos dólares.
Un precio bastante alto, señor Haines —objetó ella.
El animal lo merece. Además, puede resultar un magnífico padre.
Harriet asintió levemente. Temo no encontrarme en condiciones de pagar esa su-
ma — manifestó—. De todos modos le deseo que consiga mejor precio posible.
—Gracias, señorita. ¿Me permite preguntarle por los motivos de su visita?
Tengo entendido que es usted un excelente rastreador.
Le pagaría el tiempo que emplease en ello, si accede a mi petición.
¿De qué se trata, por favor?
Me han desaparecido dos reses. Oh, en varios cientos, dos no tienen mucha importancia, excepto porque uno de los animales era mi semental. Había conseguido ya buenos resultados con él y me fastidia mucho perder los cientos de dólares que me costó.
¿Cuándo ha notado la falta, señorita Harriet?
Hoy, esta misma mañana, a poco de levantarme. Vino mi capataz y me informó de la pérdida de los dos animales. Nosotros tenemos demasiado trabajo ahora y... Haines hizo un gesto de aquiescencia.
me lo permite, iré a ensillar un caballo ¿Han encontrado algún rastro?
Se los llevaron en dirección Sudoeste, pero tuvieron que atravesar, o lo hicieron adrede, la zona pedregosa de Dry Strip. Allí se pierden las huellas, naturalmente.
—Muy bien, saldré en seguida.
—Gracias, señor Haines. No sé qué decirle... excepto que pagaré sus servicios...
—No se preocupe —sonrió él.
—Y, si no le importa, me gustaría acompañarle.
Haines pareció sorprenderse un instante, pero no formuló ninguna objeción.
—Como guste, señorita Harriet.
Al atardecer, encontraron los restos de los dos animales, en el fondo de una vaguada, abundante en vegetación. Por el centro corría un arroyuelo, que permitía el crecimiento de un espeso césped. Había rastros de sangre por todas partes y huesos esparcidos sin orden ni concierto.
Las cabezas de los dos animales habían sido colocadas de modo que tuvieran una posición relativamente normal.
—Diríase que han querido burlarse de usted —murmuró Haines.
Harriet apenas si podía contener las lágrimas de rabia.
—Si encuentro a esos ladrones, haré que los cuelguen... Ordenaré que todos los vaqueros empiecen a buscarlos y...
—Señorita Harriet, en su lugar, yo no arriesgaría las vidas de mis empleados —dijo él, muy serio.
Ella le miró sorprendida.
—¿Por qué, si se puede saber?
—Aquí han acampado más de veinte hombres, todos ellos, sin duda, armados hasta los dientes. Sin duda, necesitaban comida y se la procuraron en donde la tenían más a mano. Se habrán hartado de carne y luego se habrán llevado un par de cuartos traseros, como reserva de alimentos.
—Pero son unos ladrones...
—No lo dudo, aunque, después de saber, aproximadamente su número, pienso que debe de tratarse de la banda de «Media Cara». ¿Ha oído hablar de ese célebre forajido?
Harriet asintió.
—Demasiado, por desgracia —contestó.
—Entonces, ya sabe por qué le aconsejo se resigne a la pérdida. Puede comprar otro toro semental, pero, ¿podría comprar las vidas de los vaqueros que perdiese en un enfrentamiento con «Media Cara» y sus secuaces?
Ella hizo un gesto de desaliento.
—Volvamos, señor Haines —exclamó—. Ya me dirá cuáles son sus honorarios...
El joven sonrió.
—He hecho por un vecino lo que no desearía que él hiciera un día por mí —contestó.
—Pero yo tengo que pagar el tiempo que ha perdido...
—Si tanto insiste, me debe una taza de café el día que pase por su rancho.
—Con algunas gotas de algo más sabroso que el simple café —dijo ella sonriendo.
Era ya de noche cuando Haines llegó a la casa. Marty Federsen salió a su encuentro.
—Patrón, tiene una visita —informó—. Un hombre que dice llamarse Robert Britten.
* * *
Desde el umbral de la puerta, Haines contempló al visitante, sentado junto a la mesa, sobre la que había un plato vacío y una taza de estaño. En las sienes del hombre había ya algunas canas y el tiempo transcurrido, lógicamente, había dejado sus huellas en su rostro. Pero los ojos seguían siendo tan vivaces y, al mismo tiempo, tan bondadosos como antaño.
Britten se puso en pie. Dos manos se estrecharon con fuerza.
—Soldado Haines —dijo el visitante. —Capitán Britten —sonrió el dueño de la casa.
—Diez años, muchacho —suspiró Britten—. Se nos han pasado en un soplo, ¿eh?
—Parece que fue ayer, cuando usted simuló mi fusilamiento —dijo el joven—. ¿Me permite invitarle a una copa?
—Claro, muchacho.
Britten contempló a su anfitrión. Haines había terminado de desarrollarse y ahora era todo un hombretón, de anchísimas espaldas y delgadas caderas, con el rostro atezado por una vida casi continua al aire libre.
—He oído decir que se dedica a la cría de caballos y con buenos resultados, además —dijo el antiguo oficial sudista, después de un buen trago.
—No puedo quejarme, aunque alguien podría pensar que tengo motivos para detestar a esa clase de animales. Britten asintió.
—Hubo una ocasión en que no éramos soldados de Caballería, sino fieras a caballo, lo cual es muy diferente —murmuró.
—Nosotros éramos soldados; otros fueron las fieras a caballo, señor —dijo Haines con cierta vehemencia—. Y no es preciso que mencione nombres, porque...
—Kelly, aunque no le guste, debo mencionar un nombre que nos repugna a los dos. ¿Sabía que ahora soy agente del gobierno?
El rostro del joven expresó una enorme sorpresa.
—Usted... un sudista...
Britten meneó la cabeza.
—La guerra terminó hace diez años. Ahora formamos todos parte de una misma nación —contestó—. El odio durará todavía mucho tiempo, pero sólo en las personas que no saben aceptar las realidades. Es cierto que, al firmarse la paz, fui investigado por mi posible relación con la matanza de White Cow Creek, pero todas las declaraciones me resultaron favorables y, en pocos meses, estuve en la calle.
—¿No le acusaron de mi «fusilamiento»? — preguntó Haines.
—Se estimó que lo había hecho en cumplimiento de órdenes superiores.
—Entonces, no dijo que había sido sólo un simulacro...
—Fue un punto que el tribunal de investigación tocó apenas. De lo contrario, lo habría dicho, claro está.
—O sea, para algunos, estoy muerto.
—Incluso para el coronel Stanhope y su fiel y abyectamente devoto teniente Shaddock.
—Siguen vivos, ¿eh? ¿Qué hacen ahora, capitán?
Britten le miró fijamente.
—Haines, ¿ha oído hablar de «Media Cara»?
—Por desgracia, demasiado. Hoy mismo...
Al joven se le cortó la respiración súbitamente.
—Capitán, ¿de dónde proviene ese sobrenombre? —inquirió.
—El hoy doctor Dwillin no hizo una labor demasiado buena. Claro que tampoco disponía de material apropiado, aunque, de todos modos, ni el mejor cirujano habría podido arreglar aquella herida —contestó Britten—. El caso es que el coronel Stanhope lleva casi siempre la mitad de una máscara de cuero, que le tapa el lado izquierdo por completo, y que sólo se quita, según rumores, para dormir. Todos los que le han visto en un asalto, y no son muchos los que pueden contarlo, coinciden en la descripción que acabo de hacerle.
Haines meneó la cabeza.
—Nunca pude imaginar que Stanhope fuese el célebre forajido —dijo—. Pero, ¿por qué, capitán?
—Orgullo heriddo, amor propio mal entendido... y una visión enloquecida de lo que debe hacer un oficial derrotado. Simplemente, Stanhope considera que la guerra no se ha acabado todavía y continúa haciéndola por su cuenta, con la colaboración, claro está, de su fiel perro de presa Shaddock y algunos soldados más, que no han sabido acomodarse a la paz y prefieren vivir robando, saqueando y asesinando.
—Tengo entendido que la banda de «Media Cara» es reta de que se les está combatiendo con sus mismas armas cuando vean que pierden hombres sin poder devolver los golpes, empezarán a perder la moral y su destrucción se hará inevitable.
Empezaremos por Stanhope, supongo.
No —contradijo el agente—. Stanhope debe ser apresado vivo, juzgado y ahorcado públicamente. No merece morir en combate, sino que debe seguir la suerte que la ley destina para los criminales.
Está bien, capitán. De todos modos, por ahora, no puedo darle una respuesta concreta. ¿Le importaría aguardar al sábado por la tarde?
No tengo inconveniente —accedió Britten—. ¿Hay algo especial por la mañana?
Una subasta de caballos y tengo uno muy bueno, por que espero sacar un precio magnifico —respondió Haines Y ahora, ¿me permite invitarle a cenar?
Aceptaré con gran placer, Kelly. —El menú no será gran cosa, pero le llenará el estómago. Y, de paso, volveremos a hablar de «Media Cara», de quien sospecho se halla actualmente no demasiado lejos de estos parajes.
CAPITULO III
Britten llegó a la ciudad pasadas las once de la noche. Dejó su caballo en el establo y luego encaminó sus pasos hacia el hotel en que se hospedaba. Recogió la llave en recepción, subió al primer piso y entró en su cuarto. La camarera había encendido la luz, a fin de que pudiera ver desde la puerta. Al cruzar el umbral, su mirada se fijó maquinalmen-te en el espejo del lavabo que había en uno de los rincones.
Entonces, sus ojos captaron un movimiento a sus espaldas. Inmediatamente, sacó el revólver y empezó a volverse,
pero actuó con demasiado retraso y el cuchillo de caza se hundió profundamente en el centro de su espalda.
Un gemido de agonía brotó de sus labios. Haciendo un esfuerzo sobrehumano, vuelto a medias, disparó su revólver contra el atacante.
La detonación rompió el silencio de la noche. El atacante se tambaleó, pero consiguió escapar a la carrera. Britten empezó a caer, sabiendo que su vida se acababa por momentos.
Sin embargo, había reconocido a su asaltante. La sangre brotó de su boca y manchó el suelo de tablas.
Un agudo vértigo invadió su mente. Era el fin, adivinó, sintiéndose casi extrañado de no percibir apenas dolor.
Su asesino había escapado, pero alguien podría perseguirte. Mojó el dedo índice en su propia sangre y empezó a escribir, pero, las fuerzas le fallaron de pronto y su cara se apoyó en el suelo.
Un hombre llegó en aquel momento, atraído por la detonación. Vio el cuadro y se sintió espantado por el horrible espectáculo que tenía ante sus ojos.
—¡Capitán! —gritó Danny Lamm.
El antiguo soldado se inclinó sobre el hombre caído en el suelo. Muy pronto supo que no podría hacer nada por él.
Mientras, Rossiter Shaddock había conseguido escapar. En la trasera del hotel, le esperaba un cómplice con dos caballos.
Shaddock se tambaleó visiblemente. Nate Phelps se alarmó.
—¿Qué te ocurre, Ross?
—Ese maldito agente... Ha conseguido alcanzarme... Pero ya está en el infierno —añadió salvajemente—. Vamos, ayúdame a montar.
—Estás herido —dijo Phelps.
—Sé dónde hay un médico... El me curará... Vamos, pronto.
Los caballos salieron al galope. A pesar de que sangraba copiosamente, Shaddock no había perdido el conocimiento y, junto con su compinche, simuló huir de Ashleton, dando un gran rodeo para volver por la parte opuesta.
En las inmediaciones del hotel, había bastantes curiosos, por lo que la atención de la gente se hallaba muy lejos de la casa del médico. Cuando el galeno abrió la puerta y vio a los dos hombres, frunció el ceño.
—Caballeros...
—Estoy herido, doctor —jadeó Shaddock.
Fabián Dwillin se echó a un lado.
—Pasen, tengan la bondad —dijo.
—Entraré yo solo —decidió el herido—. Nate, quédate fuera.
—Está bien, Ross.
Dwillin condujo a Shaddock hasta su consultorio y lo hizo sentarse. Luego empezó a lavarse las manos.
—Quítese la camisa — ordenó.
Parte de la sangre se había secado y Shaddock torció el gesto al despegarse la tela de su piel. De pronto, se dio cuenta de que el médico le miraba con cierta curiosidad.
—¿Le sucede algo, doctor?
—Oh, no... nada... Nada de particular, amigo.
Shaddock observó que las manos del médico temblaban ligeramente al empezar la cura, aunque se afirmaron en seguida. De pronto, le pareció ver algo conocido en el rostro del galeno.
—Doctor, yo juraría que le he visto antes de ahora...
Dwillin suspiró. Ya no tenía motivos para ocultar su identidad.
—Cabalgué con usted y el coronel Stanhope. Era sanitario en su fuerza de jinetes.
—¡Claro, Dwillin! —exclamó Shaddock—. Ahora b recuerdo... Por lo visto, terminó sus estudios.
—SL conseguí el título.
En los ojos de Shaddock apareció de pronto un brillo peculiar. Dwillin b notó y no pudo contener un estremecimiento.
La herida estaba limpia y desinfectada. Era un balazo sencillo, en el costado izquierdo, con orificio de entrada y salida a poca profundidad, en el costado izquierdo, sin interesar ningún hueso. Dwillin puso sendos apositos en los orificios,que sujetó con tiras de tafetán adhesivo y luego sonrió.
—Me faltan vendas —manifestó—. Pero no tengo aquí bastantes... En mi despacho tengo un repuesto de material sanitario... Un minuto, por favor...
Dwillin abandonó la sala de curas y, sin perder un segundo, buscó la salida posterior de su casa. Shaddock le había reconocido, estaba herido por un disparo y no permitiría que b identificase ante las autoridades. Conociendo su fama, sabía que el pago de la cura no iba a ser precisamente en monedas. sino en plomo.
Súbitamente, Phelps entró en la sala.
—Eh, me parece que he visto al matasanos que corría como si le persiguiese el mismísimo Satanás —exclamó.
Shaddock comprendió en el acto la argucia de Dwillin y lanzó una espantosa blasfemia.
—Vamonos —dijo, a la vez que agarraba la camisa—. Ese bastardo habrá ido a avisar al sheriff y antes de cinco minutos tendremos encima a todo un pelotón de tipos dispuestos a colgarnos. ¡Rápido, rápido, Nate!
Segundos después, dos jinetes se fundían con las sombras
de la noche. Dwillin regresó a su casa más tarde, seguro de no encontrar a tan peligroso cliente.
Hacía mucho tiempo que no tomaba ciertas precauciones, pero aquella misma noche puso un revólver al alcance de su mano.
* * *
Kelly Haines arrojó un puñado de tierra a la sepultura y se retiro un par de pasos. Cuando la fúnebre ceremonia hubo terminado, se volvió hacia Lamm.
—Era un buen hombre —elogió.
Lamm asintió.
—No merecía morir así —dijo—. Y tuvo que ser Shaddock, precisamente, quien...
—¿Cómo lo sabes? —se extrañó Haines.
—El capitán no murió instantáneamente. Tuvo tiempo de escribir dos letras con su propia sangre: «Sh»... No cabe duda, Kelly.
Otro hombre joven se les unió en aquel momento.
—Estáis hablando del capitán Britten —dijo Dwillin.
—Así es, Fabián.
—Un hombre excelente. Lástima que Shaddock pudiera escapar. Britten lo hirió, aunque no de gravedad. Ese miserable tiene carne de perro; estará curado antes de dos semanas.
—Fue a tu casa, ¿no? —dijo Lamm.
—Sí, pero escapé cuando me di cuenta de que nos habíamos reconocido mutuamente. Shaddock hubiera sido capaz de matarme, para que no pudiera identificarle, ignorando que el capitán ya lo había hecho antes de morir.
—Ah, estás enterado... —intervino Haines.
—Sí, Danny me lo ha contado todo —respondió el médico.
Poco después, quedó llena de sepultura y los tres amigos
emprendieron el regreso a la ciudad. En el camino, Lamm dijo:
—Britten tenía algún dinero. Encargaré una lápida.
Los otros aprobaron su decisión. Momentos más tarde, se sentaban ante una mesa, en uno de los mejores locales de Ashleton.
—Kelly, ¿has tomado una decisión? —preguntó Lamm, después de que les hubieran servido de beber.
El joven asintió.
—Estaré listo para lo que sea, a partir del sábado por la tarde —declaró firmemente.
—Bien, entonces, esperaremos a que lleguen los otros tres
—dijo Lamm—. El capitán y yo habíamos hablado extensamente y él me contó sus planes. Encontré su agenda con los nombres y las direcciones de los informadores. También tengo el nombramiento para ti, Kelly. Tú mismo pondrás tu nombre. ¿Entendido?
—De acuerdo —contestó el joven.
—Seremos cinco para combatir a Stanhope, pero necesitamos un jefe. Creo que debes ser tú, Kelly.
Haines respingó.
—¡Danny! ¿Por qué diablos...?
Dwillin había encendido su pipa y fumaba apaciblemente.
—Tiene razón —dijo—. Lo demostraste en la guerra, a pesar de que eras muy joven. Tenías madera de jefe, ingenio, iniciativa... y valor para enfrentarte con decisiones o situaciones injustas.
—Estoy de acuerdo con Fabián —dijo Lamm—. Sin embargo, creo que debemos aguardar a que lleguen los otros tres, para que acepten o rechacen este acuerdo.
—Pero tú hablaste más con Britten... —adujo Haines—. Estás enterado de todo...
—Y si te nombramos el jefe, sabrás todo lo que yo sé —sonrió Lamm.
Haines se frotó la mandíbula.
—Cinco contra veinticinco... —Seis — corrigió Dwillin.
—¿Cómo? —se sobresaltó el joven.
—Me uniré a vosotros. Podéis, y Dios no lo quiera, tener
necesidad de un matasanos... y de un revólver más en caso
de apuro. ¿Qué opinas tú, Danny?
Lamm señaló con la mano a Haines.
—El es el jefe —contestó.
—¡Alto! Todavía no se ha hecho efectivo el nombramiento... — protestó el aludido.
—Puedes tenerlo por seguro —dijo Lamm con cierta solemnidad.
Sobrevino una pausa de silencio. Al cabo de unos instantes, Haines levantó una mano.
—Si los otros lo aceptan, desde luego, acepto el cargo. Pero se me ocurre una idea.
—Habla —pidió Lamm escuetamente.
—Yo había pensado en Fabián... pero, puesto que insiste en venir con nosotros... Britten dijo que había montado una red de informadores, que le tendrían al corriente de los movimientos de la banda. ¿Dónde y cómo iba a recibir esos informes?
Aquí, en Ashleton, claro. Tenía que buscar un ayudante que se encargase de recibir y transmitir esos informes, pero creo que no lo había encontrado todavía. Haines sonrió.
Yo conozco a la persona que, espero, se encargue de ese trabajo —manifestó.
—¿Quién es? —preguntó el médico.
De momento, y hasta conocer su respuesta, no quiero dar su nombre. Lo diré el sábado, después de la subasta de caballos. dijo-
Espero que sepa ser discreto, quienquiera que sea Lamm.
Haines asintió. Lo será, porque también tiene motivos de resentimiento
hacia «Media Cara» —respondió.
CAPITULO IV
Harriet Mills se acercó al joven y le tendió la mano con gesto espontáneo.
—Le felicito —dijo—. Ha sido una operación estupenda.
—No puedo quejarme, señorita Harriet —contestó el joven—. Esperaba conseguir mil quinientos y la puja llegó hasta los dos mil trescientos cincuenta.
—¿Conoce al comprador de «Blackblue»? —preguntó ella.
—No, es la primera vez que le veo, un tal Mowbray. Parece hombre decente, y pagó en el acto, en contante.
—Tampoco yo le conozco. Supongo que esto le estimulara para continuar criando buenos caballos, ¿no es así?
—De momento, voy a suspender mis trabajos durante una buena temporada —manifestó el joven—. Pero, si no le importa, me gustaría invitarla a almorzar.
—Acepto encantada — sonrió Harriet.
—Además, tengo que hablar con usted.
Ella le miró con curiosidad. En el rostro del joven había aparecido repentinamente una inusitada expresión de gravedad.
—¿Ocurre algo? — preguntó.
Haines se apoderó del brazo de la joven.
—Hablaremos después de almorzar —dijo.
Harriet se sentía muy intrigada, pero supo dominarse hasta que hubieron terminado de comer. Entonces, Haines puso los codos sobre la mesa y le miró fijamente.
—Señorita Harriet, b que voy a decirle es estrictamente confidencial. Tanto si acepta como si no, le ruego no lo repita a nadie —dijo.
—Cuente con mi discreción —prometió ella—. ¿De qué se trata?
—Supongo que conoce la noticia del asesinato de Robert Britten, agente del gobierno.
—Sí, ha sido la comidilla del pueblo —repuso Harriet—. ¿Por qué lo mataron?
—Estaba encargado de perseguir y destruir la banda de «Media Cara». Me propuso formar parte de su grupo de agentes y dijo que había conseguido montar una red de informadores, que le tendrían al corriente del movimiento de esos forajidos. Iba a nombrar un ayudante, para que recibiese y transmitiese los informes desde Asheton, pero la muerte se lo impidió.
—Un suceso muy desgraciado —dijo la joven—. ¿Qué más, señor Haines?
—El grupo de agentes está constituido ya. Somos seis, en total, todos antiguos combatientes sudistas, como «Media Cara». El plan de Britten consistía en atacar a esos forajidos, hasta la destrucción de la banda, dejando para el final a su jefe, a quien pretendía capturar, para que fuese sometido a juicio y ahorcado por sus crímenes.
—Me parece un plan excelente. ¿Y...?
—¿Quiere usted encargarse de la tarea de recibir y transmitir los informes?
Harriet contuvo la respiración un instante.
—Y si acepto, ¿qué es lo que tendré que hacer? —preguntó al cabo.
—Le daremos las instrucciones necesarias. Recibirá y enviará telegramas según una clave convenida, muy sencilla por otra parte, aunque, en ocasiones, regresaremos también a Ashleton. Aquí tendremos nuestra base de operaciones por así decirlo, pero habrá ocasiones en que debamos desplazarnos a grandes distancias. Usted lo sabrá de una forma u otra y nos telegrafiará cuando conozca nuestra posición, con los informes que haya podido recibir entre tanto.
—Así que el interés principal está en capturar a «Media Cara» —dijo la joven.
—Sí, pero después de haber destruido su banda o, al menos, la mayor parte. De otro modo, podrían liberarlo por la fuerza, con la consiguiente secuela de víctimas y eso es algo que queremos evitar en la medida de lo posible. Si hay alguien que debe morir, son esos bandidos.
Haines hizo una pausa y continuó:
—Todavía existen locos que, después de diez años, creen que la guerra continúa. El coronel Stanhope, alias «Media Cara», es uno de ellos.
Harriet palideció repentinamente. Haines notó el cambio de expresión y se sintió alarmado, porque había visto que la joven se agarraba al borde de la mesa con ambas manos.
—¿Qué le sucede, señorita Harriet? —exclamó.
Ella cerró los ojos, a la vez que se pondía una mano en el pecho.
—Kelly, ¿está seguro de que ese famoso forajido se llama Stanhope?
—Absolutamente —contestó el joven—. Pero, ¿qué...?
—Creo que debe saberlo —dijo ella, ahora mirándole a los ojos—. El coronel Stanhope era hermano de mi madre.
Sencillamente, no puedo creer que un hombre como él, todo
un caballero del Sur, se haya convertido en un sanguinario forajido.
Haines se sintió estupefacto al conocer la noticia. Luego, una oleada de desánimo invadió su espíritu.
Había cometido un gigantesco error, al confiarse a una persona pariente del célebre bandido. Aquel desgraciado suceso, imprevisible por otra parte, podía dar al traste con unos planes que el difunto capitán Britten había trazado tan cuidadosamente.
El silencio duró un largo minuto. Luego, Harriet volvió a encararse con el joven.
—Kelly, si usted acusa a mi tío de tan reprochables crímenes, debe de tener poderosas razones para ello. ¿Quiere explicarme, por favor...?
—Por supuesto, Harriet —contestó Haines gravemente.
Cuando terminó de hablar, ella pareció concentrarse en sus pensamientos. Al cabo de unos momentos, dijo:
—Todavía no puedo darle una respuesta, Kelly. Sin embargo, me siento inclinada a creerle. Pero sí puedo prometerle absoluta discreción, incluso aunque él viniera a verme ai rancho mañana mismo.
—Gracias —respondió él—. Entonces...
Haines no pudo seguir hablando. Lamm se acercaba a la mesa, haciéndole señas con una mano. El joven se levantó.
—Tenemos noticias sobre «Media Cara» y su banda. Un tren especial debe transportar doscientos mil dólares en oro, destinados a pagos del Ejército. Parece ser que piensan asaltarlo en las proximidades de Desert Hills y eso debe suceder justo dentro de dos días.
—Entonces, no tenemos tiempo que perder si queremos evitarlo.
—Debemos partir hoy mismo, Kelly. ¿Qué dice la chica?
—Iba a darme la respuesta mañana, pero habrá que esperar a nuestro regreso —repuso Haines, sin atreverse a mencionar la asombrosa noticia que acababa de conocer pocos minutos antes.
—Muy bien. Termina de almorzar y reúnete con nosotros en casa de Fabián.
—Conforme, Danny.
Haines regresó a la mesa.
—Me gustaría acompañarla a su rancho, pero me es imposible, Harriet — manifestó. Ella trató de sonreír. —Venga a verme mañana —solicitó. Haines asintió, sin querer decirle que ella le esperaría inútilmente. Por fortuna, pensó más tarde, y en el peor de los casos, Harriet sólo conocía un nombre: el suyo.
—Si Stanhope llega a enterarse de que estoy vivo —soliloquió—, le dará un ataque al hígado.
* * *
El tren corría velozmente por la llanura, pero, al llegar a las inmediaciones de la cadena de colinas áridas y apenas sin vegetación, empezó a disminuir la marcha. En el interior del furgón de cola, convenientemente acondicionado, seis hombres revisaron sus armas: rifles y revólveres, abundantemente provistos de munición.
Se oyó el silbato de la locomotora. A partir de aquel lugar, la línea ferroviaria ascendía en largas curvas, necesarias debido a la diferencia de nivel con el paso superior que permitía el acceso a la siguiente llanura.
En el centro del furgón se hallaba la gran caja de hierro que contenía los doscientos mil dólares en monedas de oro. Los guardias que debían custodiar la remesa habían sido sustituidos y, aparte de los seis amigos, sólo viajaban dos empleados del ferrocarril.
En bs costados del furgón se habían practicado sendas aspilleras, protegidas interiormente por planchas de hierro de media pulgada de grosor, suficientes para detener proyectiles corrientes. La disminución de velocidad era claramente perceptible.
—Voy a subir a la caseta de observación —dijo Haines de pronto.
Podía hacerlo por el interior y, en dos saltos, se encontró en la plataforma. Desde allí, podía divisar, entre las rachas de humo y vapor que salían por la chimenea, el avance del convoy.
De pronto, al doblar una curva y enfilar un tramo recto de poca longitud, vio algo que le cortó la respiración durante un instante.
En aquel punto, el desfiladero era muy angosto, de paredes verticales. Alguien había tendido un enorme tronco, atravesado sobre la vía y a varios metros de altura. Sobre el tronco, se veían cuatro hombres.
Estaban dispuestos para saltar sobre los techos de los vagones y desconcertar así a los vigilantes del tesoro. Al verlo, Haines lanzó un poderoso grito:
—¡Ya los tenemos ahí, muchachos!
La garita del guardafrenos tenía cristales en las ventanillas. Haines rompió uno a culetazos y asomó el cañón de su rifle.
La marcha del tren era ahora muy lenta, debido a lo pronunciado de la pendiente. Los bandidos se dispusieron a saltar.
Haines hizo el primer disparo. Un hombre lanzó un horrible alarido, abrió los brazos y cayó a la vía, a menos de cinco pasos de la locomotora. Volvió a gritar, al ver que se le echaba encima el humeante monstruo de hierro, p^o las ruedas acallaron sus chillidos instantáneamente.
Los tres restantes, aunque desconcertados, consiguieron saltar a los vagones. Haines recargó el arma y disparó de nuevo.
Otro bandido cayó, justo cuando se disponía a salvar el espacio entre dos vagones. Nuevamente, unas pesadas ruedas de acero hicieron una mortífera tarea.
Los dos restantes, aterrados, se lanzaron en el acto fuera del convoy. Uno de ellos se estrelló contra la pared de la trinchera, rebotó y se quedó inmóvil.
El último consiguió incorporarse y trató de escapar a pie. De tres aspilleras brotaron sendos disparos, que lo fulminaron en el acto.
El tren salía en aquel momento a terreno más amplio. Un nutrido pelotón de jinetes se lanzó al asalto, profiriendo atroces aullidos, para amedrentar a empleados y pasajeros.
Haines hizo fuego desde la garita, pero sus disparos resultaron ineficaces, debido a que no podía bajar lo suficiente el cañón del rifle. Entonces se dio cuenta de que los asaltantes se habían dividido en dos grupos, para atacar por ambos flancos, por lo que saltó al interior del furgón y "buscó una aspillera desocupada.
Un jinete, vestido de negro, con media cara cubierta por un trozo de cuero oscuro, desfiló rápidamente ante sus ojos. Otro, que montaba un espléndido caballo negro, galopó vertiginosamente, a la vez que disparaba sus dos revólveres.
De modo que eras tú —dijo, al reconocer al jinete que le había comprado a «Blackblue» días antes.
Apuntó con todo cuidado y apretó el gatillo, pero el jinete, en el mismo instante, hizo un extraño y la bala se perdió estérilmente. Sin embargo, el bandido debió de notar la acción de un buen tirador, por lo que desvió a su montura, separándose de la vía, para ganar una zona de seguridad.
Dos forajidos más fueron derribados por las balas de los ocupantes del furgón. Los restantes, viendo fracasado el asalto, se alejaron a la máxima rapidez de un tren que vomitaba fuego y muerte para unos hombres que habían esperado un sustancioso botín y sólo habían conseguido un rotundo fracaso, además de media docena de bajas.
Un poco más adelante, Haines tiró de la señal de alarma y el maquinista empezó a frenar. Cuando el convoy se hubo detenido, Haines saltó a tierra, seguido de dos de sus amigos.
Vosotros os quedáis aquí, para una posible eventualidad, que no creo se produzca —dijo—. Regresaremos lo antes posible.
El tren permaneció en el mismo sitio, mientras los pasajeros, que todavía no se habían recobrado de la sorpresa y susto recibidos, se preguntaban quiénes podrían ser aquellos hombres que con tanto ardor habían rechazado el asalto. Los bandidos se habían perdido ya en lontananza, por lo que no era de esperar un nuevo ataque.
Haines y los otros dos, encontraron seis cuerpos humanos, dos de los cuales, los mismos que habían caído a la vía aparecían horriblemente destrozados. El joven no quiso esperar más
—Sabemos que han perdido seis hombres—dijo—ya se encargaran de sus cuerpos las autoridades de River Junction.
Mientras regresaban al tren.Haines hizo un comentario. —Me gustaría saber como supo que este tren transportaría doscientos mil dólares el hombre que nos envio el informe. ¿ Que sabes tu al respecto Danny ?
Lamm se encogió de hombros.
—Solo conozco nombres y direcciones—respondió —Britten no fue demasiado explicito sobre este asunto, y lo encuentro lógico.
—A veces pienso si no habrá un agente del gobierno infiltrado en la banda de «Media Cara»,—dijo Bud Owens— No se como se las entenderá con los otros agentes,pero si yo hubiera sido Britten, habría procurado que uno de mis hombres se infiltrase en esa tropa de forajidos.
—Pudiera ser, pero por ahora no tenemos la menor prueba—contesto Haines pensativamente— Sin embargo «Media Cara» y los suyos, han recibido un duro golpe, algo con lo que no contaban y que es la primera vez que les sucede en mucho tiempo.Esto les hara tentarse la ropa antes de volver a las andadas.
—Si estarán quietos un tiempo, pero, inevitablemente y cuando menois lo esperamos, atacaran de nuevo— dijo Lamm con acento pesimista.
Haines le apunto con el índice.
—Danny , tu te ocuparas de alertar a los informadores, que tengan los ojos bien abiertos en todo momento, dia y noche. En cuanto a mi y aparte de Stanhope y Shaddock, ya conozco a otro miembro de la banda.
—¿ Si? —exclamo Owens interesadamente— ¿ Quien es ?
— James Mowbray, el mismo hombre que me pago dos mil trecientos cincuenta dólares por el mejor caballo que he criado hasta ahora—dijo el joven
— Volveremos a Ashleton supongo—manifestó Lamm
— Por lo menos, yo —contesto Haines, sin querer añadir que deseaba fervientemente sostener una conversación con la sobrina del hombre a quien perseguían tan enconadamente.
CAPITULO V
Harriet vio llegar al jinete y salió a la veranda para recibirle. Después de apearse, Haines se quedó quieto unos instantes, contemplándola fijamente, en silencio.
Ella fue la primera en hablar:
—¿No quiere entrar, Kelly? —invitó.
Haines subió los pocos escalones que le separaban de la joven. Harriet dio media vuelta y entró en la casa. El se quitó el sombrero y la siguió.
Calladamente, Harriet llenó dos tazas de café y le ofreció una.
—He estado pensando mucho sobre lo que hablamos el otro día —dijo al cabo—. Pero le esperaba el domingo... —Tuve que marcharme —se disculpó él.
—¿Algo urgente?
Haines asintió.
—Conseguimos sorprender a la banda de «Media Cara» y evitamos que se llevasen doscientos mil dólares —repuso.
—¿Ha muerto él?
—No. Ya le dije: queremos destruir la banda y apresarle, para que responda ante la justicia de sus numerosos crímenes.
Bruscamente, Harriet se volvió de espaldas. Haines adivinó que la joven se sentía terriblemente alterada.
—Fue siempre muy bueno con nosotras —dijo la joven con voz entrecortada.
—¿Nosotras? —se extrañó él.
—Sí. Mi padre, el marido de su hermana, murió en la guerra. No estaba en la misma unidad, pero sí pelearon con el Sur. Yo tenía doce años antonces y mi madre sufrió un durísimo golpe. Los nordistas arrasaron nuestra propiedad; lo perdimos todo... Sobrevivimos como pudimos y, al cabo de tres o cuatro años, él nos escribió, diciendo que había comprado este rancho para nosotras. Nos trasladamos aquí y empezamos a trabajar... Pero la salud de mamá había resultado muy quebrantada y murió hace tres años.
—Y usted se quedó sola.
—Mi tío asistió al entierro. No llevaba la máscara entonces.
—Pudo ver la cicatriz...
—Un horrible costurón. Creo que eso fue lo que le hizo sentirse amargado, lo que provoco en él un odio absoluto hacia todo el mundo...
—El coronel odiaba al mundo ya antes de que yo le disparase un tiro —dijo Haines.
Harriet se volvió con rápido gesto.
—¿Fue usted?
—Sí. Ya le conté lo que pasó en White Cow Creek, pero entonces no le expliqué todo. Protesté y el coronel me abofeteó. Yo era muy joven entonces, muy impulsivo y saqué mi revólver y le disparé, porque nadie, sino mi padre, me había pegado hasta entonces. Debo añadir que, además, me sentía furioso por lo que acababa de suceder. Pero el coronel se desvió un poco y la bala le rasgó la mejilla. Ordenó que me fusilasen...
—¿Eso hizo él? —se asombró la joven.
—Britten, el agente del gobierno asesinado hace poco, fue el encargado de la ejecución. Pero comprendió mis motivos y simuló el fusilamiento. El coronel, supongo, debe de seguir creyéndome muerto.
Harriet se sentó en una silla y meneó la cabeza. —Me siento terriblemente conturbada —murmuró—. No puedo creer todas las cosas espantosas que se le achacan. —Pero son ciertas —alegó Haines.
—Presiento que usted me dice la verdad. Sin embargo, es tan duro admitir que un hombre al que he apreciado tanto, resulte ser un forajido de la peor especie. Trate de comprenderme, Kelly.
—Por supuesto, Harriet.
Haines recobró su sombrero.
—No le pido que haga nada contra el coronel; sólo deseo su discreción — se despidió.
Cuando salió, oyó los sollozos de la muchacha. Torció el gesto; ¿por qué, una hermosa joven tenía que derramar lágrimas por un hombre que no las había vertido jamás por nadie y que no conocía la piedad?
* * *
Mientras llegaba el momento de iniciar una nueva operación, Haines había decidido volver a su rancho, a fin de atenderlo personalmente. Dos días más tarde, cuando en unión de su desbravador, se esforzaba por calmar a un caballo demasiado díscolo, vio venir a un jinete.
A los pocos momentos, supo su identidad.
—Sigue con esa fiera, Marty —ordenó.
Abandonó el corral y salió al encuentro de Harriet. Ella, sin desmontar, le miró desde su silla.
—Quiero hablar con usted, Kelly.
El joven hizo un ademán.
—Entremos en casa — propuso.
Harriet desmontó ágilmente. Al quitarse el sombrero, agitó la cabeza y sus rubios cabellos se desparramaron como una áurea catarata.
—Haré café —dijo él, una vez dentro de la casa.
—No se moleste, Kelly. Voy a ser muy breve.
—Al menos, siéntese, Harriet, por favor.
Ella esbozó una sonrisa.
Gracias, pero tampoco es necesario. Tengo mucho trabajo y he de volver inmediatamente al rancho. Sólo quería decirle que acepto colaborar con ustedes.
¿Está segura de haber tomado una decisión acertada'? preguntó él.
Por completo, Kelly —respondió Harriet con firme acento.
Bien, entonces, debo darle las gracias por lo que pueda hacer a nuestro favor. Pero tendríamos que hablar largo y tendido... Ha de recibir instrucciones...
¿Por qué no viene a comer el domingo? —invitó Harriet.
Acepto encantado —dijo Haines. Harriet se marchó a los pocos momentos y él quedó en la puerta, contemplándola hasta que se hubo perdido de vista. Pero apenas habían transcurrido cinco minutos, vio llegar a otro jinete.
Era Lamm. El ex soldado se apeó. Traigo noticias, Kelly —manifestó—. Pero, antes, dime,
¿quién es esa encantadora joven con la que acabo de cruzarme?
Se llama Harriet Mills y es la persona que se ocupará de recibir y transmitir informes cuando nosotros estemos lejos de Ashleton — respondió el joven.
Podremos contar con su discreción, supongo.
Como si fuese yo mismo, Danny.
Muy bien. ¿Qué piensas hacer sobre el particular?
Tienes que sacar una copia de la agenda de Britten, para entregársela a ella. Es lógico que sepa quién es y dónde
reside cada agente, a fin de entenderse con ellos en la clave que figura también en esa misma libreta. De este modo, nosotros quedaríamos completamente libres para ir y venir donde fuese necesario.
Tendrás esa copia mañana mismo —dijo Lamm—. Pero, aguarda: he traído cierta noticia que, me parece, te puede interesar particularmente.
—«Blackblue» ha sido visto en Sletter Point. He enviado un telegrama al agente de esa localidad, pidiéndole más detalles. Espero la respuesta mañana mismo.
—Gracias, Danny. ¿Quieres pasar a tomar una copa conmigo?
—De mil amores —aceptó Lamm.
Más tarde, con el vaso en la mano, miró a su amigo y sonrió.
—Voy a confesarte algo que no he dicho hasta ahora. Cuando ese bruto ordenó tu ejecución, yo pensaba tirar al aire. He hablado con los otros y me han confesado que también pensaban hacer lo mismo que yo.
—¡Gente indisciplinada! —rió Haines—. Merecíais que os fusilasen...
Lamm se echó a reír.
—Por fortuna, topamos un buen oficial y mejor persona. —Levantó su copa—. Por el capitán Britten, que en gloria esté, y por la destrucción y muerte de su asesino.
—De sus asesinos, aunque sólo una mano empuñase el cuchillo — corrigió Haines gravemente.
—Vengaremos la muerte del capitán, te lo aseguro —dijo Lamm con pasión en la voz.
* * *
—James Mowbray sigue en Slatter Point —informó Lamm
al día siguiente—. Parece que se quedará algún tiempo. Pasa por jugador profesional, pero también, imagino, olfateando lo que pueda darles un beneficio. Y, en efecto, parece ser que hay algo en perspectiva.
—Interesante —comentó Haines.
—Las conducciones de ganado han terminado. Los ganaderos han vuelto y el Banco recibirá remesas de dinero. Tienen que hacer frente a muchos pagos, incluyendo salarios de los vaqueros. Se calcula que un asalto podría reportar entre cincuenta o sesenta mil dólares.
—¿Se sabe cuándo estará ese dinero en las arcas del Banco?
Lamm hizo un gesto negativo.
—No, pero antes de dos semanas, casi seguro —contestó.,
—Bien, en tal caso, el lunes nos pondremos en movimiento, Danny.
—De acuerdo, pero deja en paz a Mowbray hasta el último momento. Si lo arrestásemos antes de tiempo, «Media Cara» podrían entrar en sospechas y perderíamos el viaje.
—Lo detendremos la víspera del asalto, cuando ya no pueda hacer nada por evitar que se enteren sus compinches. ¿Te parece bien?
—Estupendo, —lamm palmeó los hombros de su amigo—. Aquí tienes lo que me pedías ayer —añadió, a la vez que le entregaba una libreta de tapas negras.
—Gracias, Danny.
Al quedarse solo, Haines se preguntó si sería conveniente dar la libreta a Harriet. ¿Y si ella fingía estar en contra de su tío?
Perder aquella libreta significaría tanto como divulgar los nombres de los informadores que Britten había conseguido con tanto trabajo. Todos los esfuerzos del difunto agente resultarían inútiles y «Media Cara» volvería a campar por sus anchas, sin temor ya a bs representantes de la ley.
Al cabo de un rato, decidió correr el riesgo. Harriet era una mujer honesta en todos los sentidos y él la había visto horrorizarse al conocer las tropelías del coronel.
—No nos traicionará —decidió finalmente.
* * *
—He comido estupendamente —dijo Haines el domingo, a la vez que se retrepaba en el asiento—. Y sólo porque no es de buena educación, no me aflojo el cinturón un par de puntos, pero conste que lo haría de muy buena gana.
—Hágalo sin rubor —contestó Harriet Viendo—. Me siento encantada de haberle visto hacer honor a mis guisos con tanto entusiasmo.
—Ah, ha sido usted la cocinera...
—El invitado lo merecía, ¿no cree?
—Estoy confundido —declaró él—. ¿Por qué tanto esfuerzo para complacer a alguien a quien apenas conoce?
—Usfed es vecino mío, en primer lugar. Ha demostrado comprensión y benevolencia hacia mi problema. Cuando fui a pedirle ayuda por primera vez, lo hizo en el acto y desinteresadamente, a pesar de que apenas nos habíamos tratado hasta entonces. Además, estamos empeñados en el mismo combate, ¿no le parece?
Los ojos de Haines estudiaron con detenimiento el hermoso rostro de su anfitriona.
—Harriet, ¿puedo hacerle una pregunta?
—Desde luego, Kelly.
—¿Qué siente usted al pensar que está luchando contra un hombre que tan bien se portó con su familia?
Ella se retorció las manos.
—Pienso que no tengo más remedio que hacerlo. Me duele horriblemente, pero pienso también en las víctimas inocentes que han muerto por su causa, pienso en los robos y saqueos que él y sus hombres han realizado durante años enteros... Es hora de acabar con tanta depravación, Kelly.
—A costa de un inmenso sufrimiento —dijo él.
—Más han sufrido otros, aunque también nosotros padecimos horriblemente. Pero entonces estábamos en guerra y había alguna justificación para ciertas atrocidades, ¿no lo cree así?
—Excepto para lo que ocurrió en White Cow Creek.
Los ojos de la joven chispearon.
—¿Y qué se cree que nos pasó a nosotras? ¿Sabe siquiera las atrocidades que cometieron los yanquis? Decían que iban a liberar a los negros, pero mataron a varios de nuestros esclavos, divirtiéndose como salvajes, al ensartarles en sus bayonetas...
Harriet se tapó la cara repentinamente, con gesto casi histérico.
Kelly, ¿por qué empeñarnos en recordar hechos desagradables? —gimió—. ¿Es que, aunque haya paz, no podremos conseguir nosotros la paz interior que tanto precisamos?
Haines se lavantó, rodeó la mesa y se inclinó hacia ella con gesto protector.
Harriet, la tormenta y las tinieblas no duran siempre. Cesa la lluvia y vuelve a salir el sol, y todo cambia. Así nos pasará a nosotros algún día, se lo aseguro.
La joven alzó su rostro y se esforzó por sonreír, a través de las lágrimas que inundaban sus bellos ojos.
—Gracias, Kelly, gracias por ser tan comprensivo. Le prometo que nunca olvidaré lo que ha dicho ni sus esfuerzos por conseguir que me sienta mejor.
Con eso me conformo —respondió él.
CAPITULO VI
Los seis componentes del grupo llegaron a Slatter Point desde diferentes direcciones. Haines y Lamm viajaron juntos y se hospedaron en el mismo hotel, bajo un nombre imaginario el segundo.
—Mowbry me conoce. Sospecharía si me registrase con otro nombre —alegó Haines.
Después de un rato de descanso, salieron a recorrer la población y estudiar el terreno, a fin de conseguir sorprender a los bandidos, caso de que decidieran asaltar el Banco. El edificio se hallaba en un lugar céntrico, y consiaba de planta y un piso. La fachada era de piedra, pero el resto de los muros eran de ladrillo. Al pasar a la trasera, Haines estudió la pared con más detenimiento.
—-La caja fuerte está adosada a este muro, creo —dijo.
—En efecto —confirmó Lamm.
—Si yo fuese Stanhope, volaría el muro, mientras el resto de sus hombres entretenían a los ciudadanos de Slatter Point. Les haría disparar desde lo alto de las casas fronteras y las contiguas, y nadie asomaría la nariz al exterior, puedo asegurártelo.
—¿Crees posible que lo haga así, Kelly?
—Tú no habías llegado aún al regimiento —contestó el joven—. Fue mi primera intervención con fuego real. Atravesamos de noche las líneas nordistas, nos escondimos durante el día y, al siguiente, asaltamos el Banco de Northfork. El golpe resultó un éxito total, salvo por un pequeño detalle.
—¿Cuál, por favor? —inquirió Lamm, muy intrigado.
—Las arcas del Banco estaban prácticamente vacías. Los nordistas habían considerado que estaba demasiado cerca de la primera línea y ordenaron retirar la mayoría del dinero.
Lamm se echó a reír.
—Stanhope se sentiría furioso —dijo.
Haines se puso serio.
—Yo no lo vi, ni siquiera me imaginé lo que iba a hacer. Escuché los disparos y los gritos de agonía del director y todos los empleados del Banco.
—Los asesinó...
—Hizo que se reunieran en la sala principal y él mismo empezó a disparar. Aquélla fue la primera vez en que yo empecé a pensar que me hallaba a las órdenes de una fiera con uniforme.
Lamm meneó la cabeza.
—Ese hombre debe acabar en la horca —dijo—. Y lo conseguiremos, Kelly.
—Eso espero, Danny.
* * *
Algunas noches después, Haines entró en el saloon al que solía acudir Mowbray. El forajido se alegró al verle, aunque hacía ya días que conocía la presencia del joven en la ciudad.
—Espero que sus negocios marchen bien, amigo Haines —dijo—. ¿Ha conseguido vender más caballos?
—He apalabrado unos cuantos, pero todavía tienen que nacer —contestó el joven riendo—. Vamos, lo mismo que cuando uno encarga un traje al sastre: ve la tela, pero ha de esperar a que se lo confeccionen.
—Un traje tarda mucho menos que un caballo. ¿Y si el potro muere antes de ser entregado al comprador?
—Nunca cobro un centavo, hasta entregar el... traje ya hecho, perdón, el caballo domado y listo para la monta incluso de un principiante. Por cierto, ¿no juega esta noche?
—Estoy aguardando a unos amigos. Pero si quiere tomar parte en el juego...
—Si se me acepta, encantado, amigo Mowbray.
—Llámeme James. O, mejor todavía, Jim.
—Recuerde, mi nombre es Kelly.
—Kelly Haines —repitió el forajido con aire pensativo—. Juraría haberlo oído antes de ahora y no recuerdo dónde.
El joven contuvo el aliento. ¿Le habría mencionado Stan-hope en alguna ocasión?
Mowbray sonrió de pronto.
—Debo de estar equivocado —añadió.
La partida se desarrolló con normalidad. Haines perdió un par de cientos de dólares y simuló una moderada contrariedad. Como se esperaba, Mowbray resultó ser el ganador y se embolsó casi dos mil dólares.
El juego terminó cuando ya hablan pasado las doce de la noche y el dueño del saloon empezaba a apagar las luces. Mowbray recogió sus ganancias y se puso en pie.
—¿Tomamos la última copa, Kelly?
—Será un placer, Jim.
Salieron juntos y caminaron hacia el hotel. A los pocos momentos, cuando pasaban frente a un oscuro callejón, varios individuos se abalanzaron sobre Mowbray, sorprendiéndole totalmente, antes de que pudiera hacer uso de sus armas.
* * *
Atado a un poste, en un granero vacío, situado fuera de la población, Mowbray miró sucesivamente a los SCÍS hombres que le rodeaban, sin apreciar en sus rostros el menor gesto amistoso.
Al cabo de unos segundos, se encaró con Haines.
—Kelly, nunca me imaginé que fuese capaz de jugarme una mala pasada —dijo—. ¿Qué quieren? ¿Mi dinero...? Tómelo y vayanse en buena hora...
—No queremos su dinero, Jim —cortó Haines fríamente.
Joe Dobney simulaba afilar su cuchillo en una piedra del suelo.
—Perteneces a la banda «Media Cara» —acusó.
—Pero, ¿qué tontería es ésa? Soy un jugador profesional, simplemente. Y no hago trampas...
—¿A qué hora es mañana el asalto al Banco? —intervino Cheap.
—Oiga, amigo, yo no soy un atracador...
—Jim, le vimos cuando intentaron asaltar el tren que llevaba los doscientos mil dólares en oro —dijo el joven gravemente—. «Blackblue» es inconfundible. Además, usted galopaba muy cerca de la vía. Pude reconocerle sin dificultad.
Mowbray tragó saliva.
—Bue...bueno, yo pasaba una mala racha... Me b propusieron...
—¿A qué hora será el asalto? —insistió Cheap.
—Yo me he separado de la banda —gritó el prisionero—. No quiero saber nada de esos rufianes...
Owens se volvió hacia Dobney.
—¿Has terminado ya de afilar tu maldito cuchillo? —preguntó con fingido enojo.
Impasible, Dobney simuló arrancarse un cabello, para lanzarlo imaginariamente a lo alto y dejar que cayese sobre el filo del cuchillo.
—Como veis, corta un pelo en el aire —dijo plácidamente—. ¿Por dónde empezamos, muchachos?
—Por eso que hay más abajo del ombligo —rió Owens estrepitosamente.
—Podríamos dejarlo para el final —propuso Cheap—. Con cortarle un pico de una oreja o la punta de la nariz, tendríamos bastante para saber cómo reacciona.
Mowbray, espantosamente pálido, estaba aterrado. Gruesas gotas de sudor corrían por sus sienes.
¡A las nueve de la mañana! —chilló, perdida por completo la moral.
Haines adelantó el torso.
¿Cuántos?—preguntó.
Dieciséis, dieciocho, no estoy seguro... En el asalto tren, perdimos bastantes hombres...
Seis, para ser exactos.
Tres más resultaron heridos de cierta gravedad. Ignoro si se habrán recuperado ya.
«Media Cara», naturalmente encabezará la operación.
Mowbray asintió. Siempre actúa el primero —contestó. Al menos, no se puede negar que es un tipo valeroso intervino Dwilling, silencioso hasta aquel momento—. Por cierto, ¿cómo está Shaddock?
Se curó —repuso Mowbray hoscamente. ¿Conoces la disposicón de los hombres que van a tomar parte en el asalto? — preguntó Lamm.
El forajido guardó silencio. Dobney le enseñó el cuchillo. No me obligues a usarlo —amenazó. No... no sé nada... De repente, Haines concibió una sospecha. Esperad un momento —pidió—. Le hemos quitado revólver, pero no nos hemos molestado en registrar sus ropas. Deberíamos hacerlo, muchachos.
Tienes razón —convino Cheap. Inmediatamente, empezó a revisar los bolsillos del sujeto. los pocos momentos, tenía en las manos un montón de billetes y monedas de oro, un reloj, también de oro, y un papel doblado en varios pliegues, que desdobló de inmediato.
¡Mirad, chicos! —exclame—. Es un plano del Banco y alrededores...
Haines se apoderó del papel y lo estudió durante unos momentos.
—Veo cruces en algunos puntos —dijo—. Supongo que deben de ser las posiciones que han de ocupar los atacantes en los edificios inmediatos.
—Dos, en la trasera del Banco, para volar el muro, tal como dij iste — manifestó Dwilling.
—Cuatro en la fachada principal, que son los que entrarán a saquearlo, mientras los demás mantienen a raya a la gente del pueblo —dijo Haines pensativamente—. He contado dieciocho cruces, que parece ser el número exacto de los forajidos. Puede que falte alguno, pero, de todos modos, es una cifra respetable.
—¿Tendrán ellos otro plano? —preguntó Owens.
Haines volvió la vista hacia el prisionero. Mowbray, completamente derrotado, hizo un gesto de asentimiento.
—Se lo llevó uno hace cuatro días —declaró—. Yo me quedé una copia, para orientar a tos que pudieran equivocarse.
—Muy bien —dijo Haines—. El asalto se producirá a las nueve, que es cuando abren el Banco. Pero no vendrán todos simultáneamente, lo que les haría ser sospechosos. Pienso que la mayoría de los forajidos habrán ocupado ya sus puestos de... combate para la hora marcada.
—Probablemente —concordó Dwilling—. ¿Qué hacemos nosotros, Kelly?
El joven meditó unos instantes. Luego contestó: —Os lo diré más tarde. Tengo una idea, pero quiero discutirla con vosotros, para eliminar posibles defectos.
—Muy bien. ¿Qué hacemos con este pajarraco? —consultó Cheap.
—Lo dejaremos aquí, bien atado, hasta después del asalto. Luego lo entregaremos al sheriff.
—Le taparemos la boca, claro —dijo Lamm.
—Sí, conviene que no se le enfríe la garganta, después de lo que ha «cantado» —exclamó Lamm burlonamente.
* * *
En pocos minutos, cuatro cajas de regular tamaño quedaron apiladas al pie del muro. Haines pudo ver sin dificultad el cordón negro que sobresalía de la situada en la parte más baja.
Uno de los bandidos sacó su reloj y luego se puso un cigarro en la boca.
Faltan escasamente dos minutos —anunció Cheap.
Tú tienes buena puntería. ¿Crees que podrás cortar mecha?
Cheap se mojó el índice y el pulgar y frotó con ellos la mira de su rifle.
Dalo por hecho, Kelly —contestó con naturalidad.
Los últimos segundos transcurrieron con agónica lentitud.
Al fin, el hombre del cigarro encendido volvió a consultar su reloj y luego se inclinó hacia adelante.
La brasa del cigarro se acercó al extremo de la mecha. Brotaron las primeras chispas.
Al otro lado del Banco, inesperadamente, sonó un disparo.
CAPITULO VII
Algo había ocurrido, fuera de lo previsto, dedujo Haines instantáneamente.
—Dispara, Nick, dispara...
Cheap apretó el gatillo, cuando apenas los dos forajidos encargados de la voladura habían iniciado la retirada.
Sonó una maldición.
—¡He fallado! —rugió Cheap.
Los bandidos se volvieron hacia el granero, en cuya puerta superior se hallaban Haines y su compañero. Cheap, sobresaltado por un suceso absolutamente inesperado, había errado su primer tiro y ahora se esforzaba por fijar la puntería, a fin de no cometer un nuevo fallo.
Los forajidos corrían, con los revólveres en las manos, disparando frenéticamente. De súbito, Cheap lanzó un fuerte grito.
—¡Me han herido!
El rifle que sostenía en sus manos cayó al vacío. Haines se sintió aterrado.
La herida de su amigo no parecía grave, pero ya no podría cortar la mecha de un balazo como había calculado. Por otra parte, los encargados de la voladura habían puesto una mecha muy corta, cuya ignición se completaría en un minuto escaso.
Cheap se agarraba el brazo derecho con la mano izquierda, demudado el rostro a causa del dolor que sentía. Haines se dijo que sólo quedaba una solución, si quería evitar la catástrofe.
Al otro lado del Banco reinaba una confusión espantosa. Sonaban tiros por todas partes. Los bandidos, pensó Haines,
habían sido sorprendidos y el asalto, seguramente, había fracasado, pero si no actuaba decididamente, la explosión se produciría, con la consiguiente secuela de daños y tal vez de heridos.
Pendiente de la roldana que sobresalía del tejado, había una cuerda que servía para izar cargas al primer piso del granero. Haines dejó el rifle a un lado y se descolgó velozmente. Apenas tocó el suelo, corrió hacia los cajones de los explosivos.
Los bandidos, a punto de huir, le vieron y dispararon furiosamente contra él. Haines corrió agachado, en zigzag, devolviendo el fuego con su revólver.
Haciendo un esfuerzo, Cheap empuñó el rifle con la mano izquierda. Cuando los forajidos se disponían a montar, apretó el gatillo.
Uno de los asaltantes chilló y cayó de espaldas. El otro escapó a todo galope.
Haines alcanzó por fin los explosivos. Faltaban menos de dos pulgadas para que la mecha se consumiera por completo y, sin temor a quemarse, la arrancó de un tirón.
En aquel momento, se oyó un atronador redoble de cascos de caballos que se acercaban a toda velocidad.
Haines se tiró inmediatamente al suelo. Cuatro jinetes desfilaron delante de él, galopando frenéticamente. Uno de ellos le vio y le disparó varios tiros, sin refrenar a su caballo un segundo.
A pesar de la brevedad del encuentro, Haines pudo reconocer a Shaddock. Junto al antiguo oficial, galopaba un jinete, cuyo rostro estaba oculto por completo en lado izquierdo por media máscara de cuero oscuro.
El jinete volvió la cabeza un segundo, pero Haines supo que no podría reconocerle durante aquel encuentro de fugaz duración. Desde lo alto del granero, Cheap volvió a hacer fuego con la mano izquierda.
El último de los jinetes cayó, rebotó y se levantó como impulsado por un resorte. Haines disparó el último cartucho de su revólver.
Se oyó un horrible alarido. El bandido se desplomó al suelo, pateando convulsivamente unos momentos antes de quedarse quieto.
Más jinetes escapaban por distintos lugares del pueblo, en donde reinaba una confusión absoluta. Haines oyó pasos rápidos en el callejón y se apresuró a recargar el revólver.
Lamm apareció de súbito ante sus ojos.
—¡Kelly! ¿Estás bien?
—Yo, sí. Nick está herido en un brazo, pero no creo que sea grave. ¿Cómo han ido las cosas por ahí?
—Bien. Cuatro bandidos se han quedado para siempre en Slatter Point.
Haines terminó la recarga del arma y señaló al hombre que yacía a pocos pasos de distancia.
—Con ése, son cinco —dijo—. Más Mowbray, claro.
—Luego nos ocuparemos de él. Llama a Fabián; dile que venga a curar a Nick.
—Está bien.
Haines se sentía infinitamente cansado y se sentó en uno de los cajones. Sujetándose el brazo herido con la mano, Cheap se le acercó sonriendo.
—Estás sentado sobre un volcán —dijo jovialmente.
—Apagado, por fortuna —oontestó el joven—. Fabián vendrá en seguida a curarte.
—Sólo son los músculos. La bala atravesó el brazo limpiamente.
Dwillin llegó a los pocos momentos, con un maletín negro en las manos.
—Les hemos dado una buena —exclamó satisfecho, mientras se disponía a curar al herido.
—Fabián, ¿qué paso? —preguntó Haines—. ¿Quién hizo el primer disparo?
—El sheriff. Vio a cuatro sospechosos que se acercaban al Banco y se acercó para investigar. Entonces, uno de ellos lo derribó de un balazo... y empezó el jaleo.
—¿Ha muerto?
—No. Está grave, pero saldrá adelante.
—Me pregunto si no hubiera resultado conveniente advertir...
Dwilling hizo un enérgico gesto con la cabeza.
—No —contradijo—. Quedamos de acuerdo en que no había que avisarle. No podemos confiar en nadie, Kelly. Más de un comisario estará en connivencia con «Media Cara» y no podemos correr ese riesgo.
Haines asintió pesadamente.
—Si eran dieciocho al empezar el jaleo y cinco se han quedado en el pueblo, es obvio que ya sólo quedan trece.
—Descuenta a Mowbray —indicó Cheap.
—Añádelo a los que quedan —dijo Dobney en aquel momento, al aparecer por la esquina del callejón—. Ha conseguido soltarse y, a estas horas, galopa para reunirse con sus compinches.
Owens soltó una maldición.
—De ahora en adelante, lo vamos a tener difícil —exclamó—. Ese hombre nos conoce...
—Sólo oyó nombres, no apellidos —matizó Dobney.
—Sí, pero conoce a Kelly y sabe dónde encontrarlo. Tendrás que cuidarte mucho —aconsejó Lamm a Haines.
—No dejaré de tenerlo en cuenta —contestó el joven—. Nick, tú tendrás que reposar unos días, hasta que esté completamente curado.
—Puedo cabalgar...
—Ni lo sueñes —prohibió Dwillin, tajante—. Las cosas no marchan tan mal como para necesitar tu ayuda. Tienes
una herida limpia y no me gustaría que, por falta de cuidados, acabase en una gangrena. Quédate en Slatter Point; ya nos avisarás cuando estés curado completamente.
—Está bien —accedió el herido—. Kelly, ¿crees que sería conveniente perseguir a Mowbray?
Haines sacudió la cabeza con aire pesimista.
—Si «Blackblue» fuese yegua y estuviese preñada y corriese el Derby de Kentucky, podría dar a luz, amamantar al potrillo y luego ganar por un cuerpo de ventaja —contestó.
—Ese caballo tiene alas —exclamó Dobney admirado—. ¿Por qué lo vendiste, Kelly?
—Es mi oficio, Joe —ajo el joven llanamente.
—O sea, Mowbray está a punto de reunirse con sus amigos — intervino Lamm.
—Desgraciadamente, hemos de admitirlo —respondió Haines con sombrío acento.
* * *
El jinete llegó a la hondonada donde un grupo de hombres comentaban abatidamente los adversos resultados de la jornada. El hombre de la media máscara de cuero salió a su encuentro, cubriéndole de improperios.
—¿Dónde diablos estuviste cuando más se te necesitaba? —aulló, ebrio de furor—. No te hemos visto el pelo...
—Los agentes del gobierno me capturaron —se defendió Mowbray—. He estado atado a un poste, hasta pocos instantes momentos antes del golpe. Pero ya no podía hacer nada por vosotros.
—¿Te hicieron prisionero? —se asombró Shaddock.
—No puedo negarlo, pero no les dije nada de importancia. Y ahora, si me lo permiten, voy a atender a mi caballo. Me costó un ojo de la cara y no quiero que se enfríe...
—¡Deja a tu maldito caballo en paz! —rugió «Media Cara»—. Dices que esos agentes te capturaron... ¿y no les has dicho nada?
—No, pero reconocí a uno de ellos: Kelly Haines.
Shaddock se echó a reí r.
—Estás equivocado, Jim. Haines murió fusilado hace diez años.
—Sería otro Haines. El ranchero que me vendió el caballo, se llama así, te guste o no te guste.
«Media Cara» alzó de pronto una mano.
—Jim, has dicho que no hablaste. Pero esos agentes sabían perfectamente los lugares que debíamos ocupar cada uno de nosotros. Incluso evitaron la voladura del Banco, porque algunos de ellos esperaban a los encargados de ello.
—Alguien debió de informarles...
—Pero, en todo caso, no con el máximo detalle. Jim, ¿quieres enseñarme la copia del plano que me enviaste, con la disposición de cada uno de nosotros durante el asalto?
El rostro de Mowbray se tornó súbitamente ceniciento.
Shaddock se echó a reí r.
—Habló, coronel —dijo.
Y, de súbito, sin previo aviso, sacó su revólver y disparó dos veces contra Mowbray.
El sujeto cayó de espaldas. Gimió un poco y luego se quedó quieto.
—He hecho bien, supongo, coronel —dijo Shaddock.
«Media Cara» asintió.
—Perfectamente, teniente.
Shaddock se acercó al caballo negro y acarició su cuello.
—Siempre me gustó, aunque nunca pensé en conseguirlo de esta forma —dijo—. A menos que usted to quiera, coronel...
—No, gracias. Quédeselo, es suyo.
Los demás miembros de la banda habían presenciado la escena en silencio, la mayoría de ellos sentados en torno a la hoguera. Dos se levantaron y se llevaron el cadáver de Mowbray lejos del campamento.
Shaddock se reunió poco después con su jefe.
—Coronel, Jim dijo que alguien debió de informar a los agentes del gobierno. Quizá no les daría detalles, pero supieron localizar a Mowbray. ¿Cree usted que tenemos un traidor en la banda?
Mavey Harran oyó aquellas palabras y, sin abandonar su tono de indiferencia, aguzó el oído.
—Un traidor —repitió «Media Cara»—. Es muy posible,
pero, ¿oómo localizarlo?
—Muy sencillo, me parece, señor.
—A ver, hable, teniente.
—Ese traidor debe de llevar en sus ropas algún papel, algún documento con instrucciones para comunicarse de alguna manera con los agentes del gobierno. Si hacemos un registro general de ropas y equipo, y nosotros dos debemos dar el ejemplo, encontraremos a ese tipo, espero.
—Buena idea —sonrió «Media Cara», a la vez que extendía los brazos—. ¿Quiere registrarme, señor Shaddock?
—Con el debido respeto, coronel...
Con gran disimulo, Horran, evitando ser visto, sacó una libreta del bolsillo interior de su chaqueto y la pasó a otro bolsillo. El dueño no se enteró siquiera de la maniobra.
Media hora después, un hombre lanzó un agudo chillido de protesta.
—¡Les juro que no he sido yo! —se defendió Nate Phelps—. Alguien me ha metido esto en el bolsillo.
Impasible, «Media Cara» hizo un ademán.
—Sólo hay una pena para la traición en este grupo —dijo.
-
Dos hombres ataron las manos de Phelps a la espalda. Otros lo izaron a la silla de un caballo, ya con el lazo en torno al cuello.
Phelps se desgañotaba, protestando en vano de su inocencia. Alguien golpeó con fuerza la grupa del caballo y los gritos del bandido se acallaron instantáneamente.
—Siempre me pareció que Nate no era trigo limpio —comentó Harran más tarde—. Algunas veces, le vio rezagarse y ahora pienso que dejaba un mensaje, para ser recogido por alguno de los agentes del gobierno...
Al hacerse de noche, sentado junto a la hoguera, el jefe golpeó la libreta con el índice de su mano derecha. - —Aquí tenemos una relación de informadores, con sus nombres y direcciones, y la clave que emplean para comunicarse. ¿Qué opina, teniente?
—Una cosa muy simple, señor: vamos a visitarles sucesivamente y los enviaremos al otro barrio. Sin información, no podrán nada contra nosotros.
—Eso podría esperar —dijo «Media Cara» pensativamente.
—¿Cómo, señor?
—Conocemos la clave. ¿Por qué no tender una trampa a los agentes del gobierno? Son unos tipos verdaderamente peligrosos; hemos tenido sobradas ocasiones de comprobarlo. Si nos deshacemos de ellos, podremos volver a actuar con toda tranquilidad... sobre todo, después de haber liquidado a los informadores. El capitán Britten hizo una buena tarea, pero no conseguirá derrotarnos, ni aun habiendo encontrado excelentes seguidores.
—La idea no es mala, coronel —admitió Shaddock—. ¿Qué clase de trampa resultaría la mejor?
—Tendré que pensármelo, teniente —respondió el jefe.
—Nos desquitaremos, seguro —dijo Shaddock, mientras, un tanto perplejo, se rascaba la mejilla con el pulgar—. Mowbray mencionó a Kelly Haines, pero murió fusilado en White Cow Creek, de modo que es imposible que esté vivo.
—¿Y si no murió allí?
—Britten se encargó de la ejecución...
—Ni usted ni yo vimos el cadáver, ni tampoco otros miembros del regimiento. Los únicos que pudieron verlo fueron
Britten y los componentes del pelotón de fusilamiento y todos ellos eran amigos del amotinado, aparte de que Britten resultaba un poco blando en ocasiones.
Si vive, Haines tratará de vengarse de usted, señor.
¿No lo está haciendo ya? —dijo «Media Cara» amargamente—. Teniente, es preciso averiguar con certeza si ese agente del gobierno es el mismo Kelly Haines que debió ser fusilado hace diez años.
Yo me ocuparé de ello, coronel.
Pero no le haga nada. Deje que acuda a la trampa que les prepararemos a él y a sus compañeros, ¿entendido?
Sí, señor. Partiré mañana, al amanecer, hacia Ashleton
y conseguiré el máximo de detalles posibles —prometió Shaddock.
A corta distancia, simulando dormir, Harran había escuchado el diálogo, sin perderse una sílaba. A la madrugada, cuando todos dormían, aprovechando su turno de vigilancia, desapareció silenciosamente del campamento.
Era preciso que los agentes del gobierno se enterasen de la situación.
CAPITULO VIII
Harriet vio al jinete que se acercaba y, al reconocerte, sintió que se le aceleraban los latidos del corazón. Corrió a la veranda y aguardó impaciente a que Haines desmontase del caballo.
Haines saltó a la veranda y se apoderó de las manos de la joven.
—Está más hermosa que nunca, Harriet —dijo. Ella sonrió, ruborizada.
—Soy la misma de hace algunas semanas —contestó.
—Pero se me ha hecho un tiempo muy largo sin verla —manifestó él—. Tenía ganas de volver...
—No le esperaba tan pronto, Kelly —dijo la joven.
—Hemos decidido tomarnos un descanso. Golpeamos fuerte a «Media Cara» y su banda y ahora deben de andar por ahí, lamiéndose las heridas.
El rostro de Harriet Se nubló de repente.
—Tengo noticias para usted y no son buenas —declaró—.
Pero, ¿no quiere entrar en casa?
—Gracias —accedió él.
Harriet sirvió café, aunque también trajo una botella y un vaso, por si a su huésped le apetecía tomar algo más fuerte.
Al cabo de unos momentos, sentada frente a Haines, empezó a hablar:
—Hoy, precisamente, iba a ir a la ciudad, para enviarle un telegrama. Anoche recibí la visita de Mavey Harran. ¿Le suena el nombre?
—Un poco, pero no tengo seguridad... —dudó él.
Harriet tenía la libreta sobre la mesa y se la pasó, abierta por una página determinada.
—Mavey Harran, número veintiuno, en «El Centro». Esto significa que había conseguido infiltrarse en la banda de Stanhope.
—Y ha venido a verla...
—Stanhope sospechó, y luego confirmó, que había un agente en su banda. Harran, sin embargo, fue lo suficientemente astuto para cargar las culpas a uno de los bandidos, aunque tuvo que dejarle subrepticiamente su libreta, cuando Stanhope y Shaddock decidieron practicar un registro general de los componentes de la banda. Así pudo librarse e incluso consiguió que ahorcasen al supuesto agente.
—Uno menos —sonrió Haines.
—Descuente también a Mowbray, el que le compró su caballo. Ahora pertenece a Shaddock.
—¿Qué le pasó a Mowbray?
—Descubrieron que había hablado, porque, a pesar de negarlo, no tenía encima la copia del plano usado para el asalto al Banco de Slatter Point. Shaddock le pegó dos tiros.
—Ese hombre... —dijo Haines rabiosamente—. Yo creo que no duerme en paz si no ha cometido un asesinato... ¿Algo más, Harriet?
—Sí. Harran, claro, tuvo que escapar, no sólo porque se quedó sin la libreta y no podía informar ni utilizar la clave, sino porque oyó a «Media Cara» que, precisamente, con esa misma clave, van a llevarles a ustedes a una trampa. Simplemente, quieren aniquilar a todo el grupo de agentes. Luego se dedicarán a bs informadores y... ¿se imagina el resto, Kelly?
—Es fácil —contestó Haines—. Bien, lo primero que haremos será poner sobre aviso a los informadores, a fin de que estén prevenidos. Alguno, posiblemente, abandonará su residencia habitual, pero otros, los que prefieran no moverse, estarán alerta y no se dejarán sorprender.
—¿Lo hará hoy?
—Si me deja la libreta, claro.
—Puede llevársela. —Harriet sonrió—. La verdad es que apenas he tenido ocasión de utilizarla —añadió.
—No importa. Usted se brindó a ayudarnos y eso vale mucho.
De pronto, Haines se fijó en un retrato que había sobre una consola cercana. Tenía el marco de plata y en su interior se veía el busto de un hombre, de uniforme, con las insignias de coronel del Ejército Confederado.
—Mi padre —dijo Harriet—. Murió cuando faltaban escasas semanas para el fin de la guerra.
—Lo siento —murmuró él—. Murieron demasiadas personas... El recuerdo de lo que pasó, sigue pesando todavía sobre nosotros.
—Usted, sin embargo, parece haberse liberado de ese peso. Al menos, daba esa sensación cuando nos conocimos.
—Procuré acomodarme a las circunstancias. No se puede vivir eternamente de recuerdos, no se puede vivir siempre pensando en que las cosas sucedieron de una forma que a uno no le gustó y que debieran haber ocurrido de otra manera distinta y más favorable. Estuve en la guerra, salvé la vida... ¿qué más puedo pedir?
—Es usted un hombre razonable. Sabrá hacer feliz a su esposa —dijo la joven.
—Cuando me case —sonrió Haines.
—¿No le ha preocupado el matrimonio todavía?
—No he tenido tiempo de pensar en ello. He estado demasiado ocupado en crearme una posición. Quizá ahora, cuando termine este asunto, empiece a tomarme en serio el tema.
—¿Tiene algo en perspectiva? —preguntó ella maliciosamente.
Los ojos de Haines se fijaron con detenimiento en el hermoso rostro de su anfitriona.
—Quizá —respondió—. Pero es prematuro aún hablar de ese asunto. Harriet, con su permiso, me llevo la libreta.
—Claro, Kelly.
Haines guardó la libreta en uno de los bolsillos y luego tendió su mano hacia la de Harriet, reteniéndola algo más del tiempo estrictamente correcto.
Ella se había ruborizado ligeramente.
—Vuelva pronto —pidió.
—En cuanto me sea posible —se despidió él.
Sentado en la mesa de reconocimiento del consultorio, Haines saboreaba el contenido del vaso que le había servido el doctor Dwillin. Este se hallaba sentado en una silla, a horcajadas, y parecía preocupado por las noticias que había traído el joven.
—De modo que «Media Cara» tiene ahora una libreta idéntica a la que dejó el pobre Britten —dijo, cuando estuvo enterado de todo lo ocurrido.
—Así es. Conoce los nombres de los informadores y la clave, y también sabe que formamos un grupo especialmente dedicado a combatirles. Incluso conoce mi nombre, aunque parece estar convencido de que se trata de una coincidencia. Dwillin le apuntó con el índice.
—No te fíes. Stanhope puede enviar a alguien a comprobar si eres el soldado que le rajó la cara u otra persona con nombre y apellido idénticos.
—No dejaré de tenerlo en cuenta, Fabián —respondió Haines—. Pero, de momento, sabemos seguro que «Media Cara» quiere tendernos una encerrona. ¿Qué podríamos hacer para contrarrestarla?
—Yo pienso que simulará algún asalto y lo informará falsamente, utilizando la clave de alguno de los enlaces de Britten. Acudiremos allí con antelación, pero ellos ya estarán aguardándonos, para cazarnos como cabritos atados a una estaca.
—Ellos llegarán antes de que nosotros lleguemos antes de lo que suponemos deben hacerlo ellos; por tanto, nosotros hemos de llegar aún antes... —Dwillin se echó a reír—. Divertido, ¿no?
—Un poco complicado, pero si no actuamos así, ¿qué podemos hacer? De todos modos, mientras no conozcamos el lugar del falso asalto, estaremos en desventaja.
—No tanto, porque sabemos que quieren tendernos una trampa...
Alguien llamó a la puerta de pronto. Los dos hombres echaron mano a sus revólveres.
Haines saltó de la mesa y se situó junto a la puerta. —¿Quién? —preguntó. —Lamm. Abre, Kelly.
Dwillin descorrió el cerrojo. Lamm entró y Haines cerró inmediatamente.
—Danny, pareces muy excitado —observó el galeno. —Tengo motivos para ello. Acabo de ver a Shaddock —contestó Lamm.
Haines emitió un ligero silbido.
—No han perdido tiempo en pasar a la acción —comentó. —¿Te ha visto él a ti? Recuerda que nos conoce a todos —dijo Dwillin.
—No, no me ha visto, pero sé que está en compañía de un individuo que, a mi entender, pertenece también a la banda. He hecho indagaciones; ha preguntado por ti y quería saber, por lo visto, si estuviste en la guerra con los del Sur.
—«Media Cara» sospecha que Britten le engañó, ¿eh? —murmuró Haines.
—Es muy posible. Kelly, no me gusta que ese tipo se vaya de Ashleton sabiendo que eres el soldado que debió ser fusilado en White Cow Creek.
Dwillin se volvió hacia el joven.
—Tú tienes la palabra, Kelly —dijo.
Haines se volvió hacia el recién llegado.
—Han pasado diez años —dijo—. Danny, ¿estás seguro de que es Shaddock el tipo a quien has visto?
—Monta el caballo de Mowbray —respondió Lamm.
—Ya no cabe duda, es él.
Haines sacó su revólver y empezó a revisar la carga. —Voy a buscarlo —manifestó—. Antes de que él me encuentre, prefiero encontrarlo yo.
—Te acompaño —dijo Lamm impulsivamente. Dwillin descolgó su cinturón canana. —No puedo quedarme atrás —sonrió.
CAPITULO IX
Estaban sentados en una mesa, junto a la ventana, cuando, de pronto, Bill Joneston vio pasar a una hermosa muchacha.
—¡Vaya hembra, tú! —se dirigió al hombre que tenía frente a sí.
Shaddock volvió la cabeza. Un segundo después, se puso rígido al ver que Harriet se detenía delante de tres hombres, a uno de los cuales entregaba un papel amarillo.
—¡El! —rugió—. Es el propio Haines...
—¿El chico a quien el coronel ordenó fusilar? —se sorprendió Joneston—. Pero está vivo... Los hombres del pelotón tuvieron mala puntería, ¿eh?
—Lo simularon, solamente. Y... —Shaddock lanzó una maldición—. El matasanos está con él y con otro... A éste también le conozco...
Joneston se puso en pie y, tras cuidarse de que nadie le miraba en el interior del saloon, sacó el revólver.
—Abre la ventana —pidió—. ¿Quién es Haines? Shaddock alzó muy despacio el bastidor. —Ese —indicó—. El mismo que tiene sujetas las manos de la chica.
Al apartar un tanto las cortinas, el rostro de la joven quedó claramente iluminado.
—Caramba, si es Harriet Mills... —dijo Joneston a media voz.
—¿La conoces, Bill? —se sorprendió Shaddock. —Trabajé una temporada en su rancho, hace tres años. Bueno, ¿te hago un favor?
Shaddock movió la mano en un gesto afirmativo. En aquel instante, Lamm volvía el rostro y vio el revólver que apuntaba directamente al cuerpo de Haines.
—¡Cuidado, Kelly! —gritó, a la vez que le propinaba un tremendo empellón con la mano izquierda.
Haines sorprendido, cayó hacia adelante, empujando a Harriet, de cuya garganta se escapó un grito de susto. La detonación sonó simultáneamente y Dwillin se agachó por puro instinto, mientras Lamm, saltando a un lado, desenfundaba su revólver.
Shaddock emitió una horrible blasfemia al darse cuenta de que Joneston había fracasado. En el mismo instante, Lamm envió una andanada de balas hacia la ventana.
Joneston recibió tres impactos en pleno pecho y retrocedió con violencia, para caer de espaldas sobre la mesa, que destrozó con su peso. Shaddock viose en peligro y, sin perder un segundo, dio media vuelta y corrió en busca de la salida posterior del local, sin preocuparse de lo que le podía haber sucedido a su compinche.
En el interior del saloon reinaba un alboroto mayúsculo. Haines se levantó, con el revólver en la mano.
—Ya no es necesario, Kelly —dijo Lamm tranquilamente.
El joven se volvió hacia Harriet y la ayudó a ponerse en pie.
—Dispensa, no he podido evitarlo... Ella trató de sonreír. —No te preocupes, Kelly.
Lamm se había asomado al interior, metiendo medio cuerpo por la ventana. Dwillin, más práctico, entró en el saloon y se arrodilló junto al caído.
—Danny, tienes una puntería endiablada —dijo.
—El se lo buscó —respondió sombríamente el aludido.
Haines sostenía por un brazo a la muchacha.
—Danny, me has salvado la vida —dijo—. Te lo agradeceré mientras viva.
—¿Ella también? —sonrió Lamm. —Puede tenerlo por seguro —contestó Harriet. De repente, se oyó en la distancia el tableteo de unos cascos de caballo. Segundos después, un jinete, montado sobre un caballo negro como la noche, desfiló a toda velocidad por delante del saloon.
Shaddock tenía su revólver en la mano y disparó varios tiros contra el grupo, a la vez que lanzaba el estridente alarido de los jinetes sudistas. Haines y sus amigos trataron de reaccionar, pero antes de que pudieran hacer fuego, el bandido se había sumergido ya en las tinieblas.
—Kelly, ¿has oído ese grito? —preguntó Dwillin.
—Sí, pero también conozco su significado. Shaddock ha lanzado un reto, nos ha desafiado, a la vez que se burlaba de nosotros —contestó Haines.
Harriet estaba muy pálida.
—Kelly, ese hombre no cejará hasta conseguir matarte —dijo temerosamente.
—No le daré esa oportunidad —aseguró el joven sin inmutarse.
* * *
Shaddock llegó al campamento y, después de saltar del caballo, entregó las riendas a uno de sus hombres. —¿Dónde está Bill? —preguntó el forajido. —Tuvo mala suerte. Se quedó en Ashleton. —Uno menos —suspiró Hoss Parry—. A este paso, no vamos a quedar uno vivo.
—Nuestros problemas se acabarán muy pronto, concretamente, en Poplar Spring. ¿Dónde está el coronel?
Parry movió la cabeza.
—Allí—indicó.
Shaddock echó a andar hacia la cueva ocupada por «Media Cara». Había una lona en la entrada y la levantó sin más requisitos.
—Coronel...
El bandido estaba al fondo, en pie frente a una repisa natural de piedra, sobre la que se veían los útiles de afeitar. Un quinqué encendido le daba la luz suficiente, a pesar de que en el exterior era de día.
Los ojos de Shaddock se posaron sobre la media máscara de cuero que había encima de un rústico taburete.
—Informe, teniente —pidió «Media Cara» lacónicamente.
—Haines está vivo, señor. Joneston se quedó en el pueblo. Le metieron tres balazos en el cuerpo.
El entrecejo del bandido se arrugó.
—¿Qué sucedió?
—Lo siento, señor, fue por mi culpa. Vi a Haines... Está vivo, coronel. Britten nos engañó...
—Eso no importa ahora demasiado. Ya me encontraré con él algún día. Prosiga, señor Shaddock.
—Bueno, me pareció conveniente quitarlo de en medio y Joneston se dispuso a hacerlo, pero uno de los amigos de Haines lo empujó, apartándole de la línea de tiro. Luego disparó contra Bill y...
—Cometió una imprudencia, teniente —dijo «Media Cara» sin alzar la voz.
—Lo siento, señor —contestó Shaddock humildemente—. De todos modos, la trampa está en marcha.
—¿Seguro?
—Ellos tienen en Ashleton una mujer que recibe las informaciones y se las pasa. Vi cómo entregaba nuestro telegrama a Haines. Saben que yo estaba en Ashleton, pero no pueden sospechar que el telegrama es falso.
—Sí, creo que tiene razón. Conque una mujer, ¿eh? —dijo «Media Cara», mientras empezaba a limpiarse con una toalla los restos de jabón.
—En efecto, señor. Joneston la conocía, porque trabajó tiempo atrás en su rancho... Es una tal Harriet Mills...
El bandido oyó aquel nombre y sufrió un terrible estremecimiento.
—¡Harriet Mills! —gritó, a la vez que, con la toalla en la mano, giraba en redondo para enfrentarse con su subordinado.
Shaddock abrió la boca estupefacto. En la mejilla izquierda de su jefe no había el menor rastro de una cicatriz que él conocía muy bien.
—¿Quién es usted? —bramó, a la vez que sacaba su revólver—. Contésteme o...
«Media Cara» se dio cuenta del error cometido y alzó una mano.
—Permítame, señor Shaddock. Deje que le explique; creo que ya es hora de que conozca la verdad —dijo.
—Tendrá que explicarse muy bien, si quiere seguir vivo, señor... como se llame —dijo Shaddock, conteniendo a duras penas la ira que sentía, sin quitar el pulgar del percutor de su revólver—. Hable, le escucho.
El hombre sonrió. Dejó la toalla a un lado y se sentó en un taburete.
—Con mucho gusto, amigo mío —accedió.
* * *
El parador estaba en el centro de una vasta llanura amarillenta, en la que se divisaba la mancha de verdor que era el grupo de álamos que crecía en torno al único manantial que había en muchas millas a la redonda. Desde una loma situada a casi tres millas de distancia, Haines observó el panorama con la ayuda de un largavista y se sintió desalentado.
—Hay una visibilidad perfecta —dijo—. Este es el sitio mejor y estamos a tres millas por lo menos. La diligencia se puede divisar en esta atmósfera a una distancia tres o cuatro veces mayor y ni una liebre puede moverse sin que sea divisada inmediatamente.
—¿No hay ningún escondite en el parador? —preguntó Harran, que se había unido a la partida.
—Habrá un sótano, pero será el sitio que primero registren los bandidos, apenas lleguen. Los caballos se guarecen bajo cobertizos abiertos y en los corrales sólo se ven unas balas de paja, insuficientes para ocultarse.
—El desván —apuntó Dobney.
—No —rechazó Haines la sugerencia—. También b examinarán, como asimismo las habitaciones para posibles huéspedes que deban pernoctar en el parador.
—Entonces, no hay ningún sitio donde esconderse —dijo Lamm desalentadamente.
—¿Qué os parece apoderarnos de la diligencia y llegar en ella? — propuso Dwillin.
—Somos seis, ya que Nick está por ahora fuera de combate, aunque Mavey ha cubierto su baja. Dos podrían ir en el pescante y los otros cuatro en el interior —sugirió Owens. —No me parece acertado —oontradijo Haines—. Los dos del pescante ofrecerían un blanco ideal, mientras que los otros cuatro quedarían encajonados entre cuatro paredes que casi son de papel.
Owens extendió las manos y luego se tumbó boca arriba
para encender el cigarrillo que acababa de liar.
—Entonces, b mejor será que nos volvamos a casita y esperemos a que den un golpe auténtico —dijo.
—No podemos dejar pasar esta ocasión —gruñó el joven—. Si no aparecemos, «Media Cara» y sus hombres la emprenderán con los informadores. Están advertidos, pero alguno, a pesar de todo, podría morir y hemos de evitarlo por todos los medios.
—Pues si no encontramos una solución pronto, me parece que hemos perdido el tiempo —exclamó Dwillin disgustadamente.
Haines recobró el catalejo de nuevo y volvió a explorar la llanura. De pronto, se fijó en algo que le pareció podía dar buen resultado.
—Escuchad un momento —dijo—. En vuestra opinión, ¿qué harán los bandidos al llegar al parador?
—Bueno, supongo que inmovilizarán a los empleados —dijo Lamm.
—Si no los matan —apuntó Owens—. Luego, algunos de ellos podrían tomar su puesto...
—Deberíamos avisarlos, ¿no te parece, Kelly?
—Ellos llegarán dos días antes, suponiendo que nosotros llegaremos al siguiente, es decir, veinticuatro horas antes del paso de la diligencia. Piensan que hemos caído en la trampa y que vamos a esperarles, cuando, en realidad, somos nosotros los que ya estamos aquí.
—Por tanto, llegarán mañana —dijo Dobney.
—Sí. Esta noche, avisaremos a los empleados. Hay dos: el encargado y su ayudante. Haremos que dejen un aviso en la puerta, anunciando que se han ausentado para recibir instrucciones de la compañía y que regresarán con tiempo suficiente para atender a los viajeros. Por tanto, cualquier persona de paso, puede servirse café y comida y se le ruega deje el importe de la consumición.
—No está mal pensado —aprobó el médico—. ¿Y después?
Haines señaló con la mano el panorama que tenía ante sí.
—Hay matojos en abundancia —dijo—. Algunos, üegan a la cintura de un hombre. Pero no es suficiente.
—Podemos amontonar unos cuantos... —aconsejó Lamm.
—¿Alguno se acuerda de lo que es un pozo de tirador? —preguntó el joven.
Owens se estremeció.
—Cielos, ponerme a cavar a estas alturas —se lamentó.
—Y durante la noche, para que, al llegar el día, ya estemos cada uno en su puesto —señaló Haines tajantemente.
—Entonces, ¿vamos ahora? —consultó Dobney.
—No, es mejor evitar riesgos. Saldremos de aquí, apenas se haga de noche. ¿Alguna objeción?
—Una —manifestó Dwillin—. Puesto que la espera será larga, cada uno de nosotros estará provisto de un recipiente con agua y algo de comida. Nada de alcohol ni mucho menos tabaco. ¿Entendido?
Haines sonrió.
—Lo ordena el médico y se debe obedecer a rajatabla
—dijo.
* * *
Sentado en el fondo del pozo que había excavado durante largas horas de ruda tarea, Haines dormitaba a ratos, con el agua, un poco de tasajo y galleta y las armas, al alcance de la mano.
El hoyo medía algo más de un metro de profundidad por otro tanto de anchura y estaba cubierto por ramajes que habían traído desde buena distancia. La tierra excavada había sido transportada asimismo a un lugar donde no pudiera ser divisada por los forajidos.
Los seis pozos formaban un semicírculo frente a la fachada principal del parador, que consistía en un edificio de planta y primer piso, un pequeño almacén de provisiones y pertrechos, y los corrales. El molino de viento que extraía el agua del pozo giraba con regulares chirridos, aunque, en ocasiones y por falta de viento, se detenían sus aspas.
En el fondo del hoyo hacía un calor abrasador. De cuando en cuando, Haines humedecía su pañuelo con un poco de agua, para refrescarse la cara y el cuello. A mediodía comió un poco, sin demasiado apetito, y luego cayó en una especie de sopor que, sin embargo, no era un sueño profundo.
Durante la larga y tediosa espera, había pensado más de una vez en Harriet. Se preguntó qué haría una vez hubiera acabado con la misión que un hombre ya muerto les había confiado.
Algunos, quizá, no sabrían acomodarse de nuevo a una vida plácida, rutinaria y sin altibajos. Pero él se sentía ya cansado y deseaba terminar cuanto antes.
Ansiaba ver de nuevo a Harriet. Sentíase profundamente atraído hacia la muchacha y confiaba en análogos sentimientos por parte de ella.
—Tal vez, más adelante...
Al acabar la guerra, se había hastiado de tanta violencia y durante largos años buscó paz y tranquilidad, hasta encontrarla en Ashleton y en una profesión en la que era un verdadero entendido.
—Volveré a criar caballos —murmuró.
Pero tardaría mucho en conseguir otro como «Blackblue», pensó.
—Si hubiera sabido que era para un bandido, no ló habría vendido —dijo disgustadamente.
Volvió a pensar en Harriet. Estaba pasando por un trance difícil, a pesar de gue se esforzaba por dominarse. El descubrimiento de los cnmenes de un hombre a quien tanto había apreciado hasta entonces, la había herido profundamente.
Pero era joven, enérgica, una mujer de recio temple. Sabría rehacerse y acabaría por encarar el futuro con optimismo.
—Tal vez a mi lado —se dijo a media voz, sonriendo ante una perspectiva que no le desagradaba en absoluto.
De nuevo volvió a adormilarse. Empezaba a caer en un profundo sueño, cuando, de pronto, oyó batir de cascos de caballo.
CAPITULO X
Instantáneamente, se despabiló y recobró el uso de todos los sentidos. A través de los ramajes, divisó un grupo de jinetes que se acercaban a un moderado galope.
Los pozos de tirador estaban separados por una distancia de seis u ocho pasos. Dwillin estaba a su izquierda y Dobney a su derecha.
—Chicos, ahí vienen —avisó a media voz.
La tropa de caballistas se encontraba a unos ciento cincuenta pasos y era fácil ver la nube de polvo que levantaban los animales. Haines aprestó su rifle.
Se acercaba el momento crítico. Un minuto después, una docena de hombres se detenían frente al parador.
Haines aguardó todavía unos instantes. Era preciso que desmontasen todos o, al menos, la mayoría de ellos. Desde su posición, vio apearse al primero de los jinetes. El lado izquierdo de su cara parecía tiznado de negro, pero era la media máscara que usaba constantemente.
Shaddock se apeó también, y lo mismo hicieron ocho o nueve jinetes más. Los restantes se dispusieron a llevar los caballos a los corrales.
Hasta entonces, las propias cabalgaduras habían ocultado casi por completo a los recién llegados, situados frente a la entrada del parador. Al moverse hacia los corrales, los bandidos quedaron al descubierto.
Haines vio a dos de ellos ante la puerta, leyendo el aviso dejado por el encargado. Una mano se movió nerviosamente y arrancó el papel de un tirón.
—Derribaremos la puerta —dijo alguien.
Era llegado el momento, se dijo Haines. Y alzó la voz: —¡Están rodeados! ¡Ríndanse!
La sorpresa de los forajidos fue total. Nueve o diez rostros volvieron hacia el lugar de donde había partido la intimación.
No podían ver nada. Haines lo había comprobado durante el día. Los ramajes, si bien les permitían una excelente visión a los que se hallaban ocultos bajo ellos, les ocultaban, en cambio, perfectamente.
Alguien sacó un revólver. Fue una señal para que se desencadenase un vendabal de tiros.
De seis hoyos partió una descarga cerrada. Se oyeron los primeros gritos de agonía. Cayeron dos forajidos.
Los restantes, empezaron a dispersarse, haciendo un fuego frenético con sus revólveres. Tomados por sorpresa, sus rifles estaban en las fundas de arzón y sus disparos, por tanto, resultaban imprecisos.
Dos hombres más se desplomaron, alcanzados por varios proyectiles. Otro se derrumbó al suelo, pero se levantó y corrió desesperadamente en busca de su caballo. Una bala le entró por el costado derecho, atravesándole por completo. Dio unos pasos más y se estrelló contra el suelo.
Los supervivientes, arrodillándose de cuando en cuando, se defendían encarnizadamente. Los dos jinetes que no habían tenido tiempo de meter los caballos en los corrales, regresaron al galope con alguno de ellos, para socorrer a sus compañeros.
Cuatro hombres consiguieron saltar a lomos de las monturas y escaparon a toda velocidad. Uno de ellos perdió el dominio de su montura. El animal, enloquecido, galopó directamente hacia la nube de humo que formaba un amplio semicírculo frente al parador.
El animal, de pronto, hundió las patas dejantes en el hoyo, lanzando a su jinete por las orejas. El bandido se levantó prestamente y trató de escapar. Dwillin giró en redondo y le metió un par de balas a menos de diez pasos de distancia.
El caballo caído se agitaba desesperadamente, a la vez que emitía frenéticos relinchos. Owens adivinó lo que sucedía y disparó contra la cabeza del anirnal, matándolo en el acto.
Inmediatamente, salió fuera del pozo y corrió hacia el lugar donde yacía el caballo muerto, tendido de costado y con bs cuartos traseros fuera del hoyo que se había convertido en una trampa.
—¡Ayudadme! —gritó.
Haines saltó de su refugio y se lanzó en socorro de su compañero. Los demás, despreciando el peligro de posibles disparos, se les unieron en el acto.
Cinco pares de manos arrastraron al caballo fuera del hoyo. Dwillin saltó al interior y se inclinó sobre su ocupante.
Segundos después, se irguió, con el rostro demudado.
—Los cascos delanteros le han aplastado el cráneo —dijo.
Haines se estremeció.
—Nuestra primera baja —murmuró.
De repente, se oyó una detonación. Owens lanzó un grito de agonía y se desplomó al suelo.
Haines y los demás se volvieron furiosamente. A veinte pasos de distancia, un bandido, con el pecho ensangrentado, se esforzaba por alejarse de aquel lugar.
El forajido volvió a disparar, pero esta vez erró el blanco. Cuatro revólveres le enviaron un huracán de plomo, arrojándole contra la pared del edificio. El sujeto cayó al suelo y no se movió más.
Tendido de espaldas, Owens se quejaba sordamente. Dwillin se arrodilló a su lado.
—Danny, mi maletín —pidió.
Estaba en el hoyo que Dwillin había ocupado hasta enton-• ees y Lamm corrió a buscarlo. Dwillin rasgó la camisa del herido y examinó con ojo crítico el agujero sangrante.
—Saldrás adelante —dijo al cabo de unos segundos.
Owens se esforzó por sonreír. El médico se volvió hacia Haines.
—Tenemos que llevarlo adentro. He de sacarle la bala —manifestó.
—Está bien. ¿Puedes aguardar unos minutos? Convendría asegurarnos de que no corremos peligro por ahora.
—Conforme.
Había sido una derrota completa, se dijo Haines momentos más tarde. Ocho hombres yacían en distintos lugares, todos ellos retorcidos en las últimas posturas de su existencia. Pero la victoria no había sido conseguida sin pérdidas.
Tenía la llave del parador y abrió la puerta. Harran, Lamm y el propio Dwillin trasladaron al herido hasta el interior del edificio.
—Es preciso poner agua a hervir —ordenó el médico—. Movey, busca licor. Ahora sí se puede levantar la prohibición de tomar un trago.
Owens estaba muy pálido. Dwillin torció el gesto.
—Está perdiendo mucha sangre —rezongó—. Tengo que sacar cuanto antes esa maldita bala o...
Abrió el maletín y sacó el instrumental, que desinfectó
quemándolo en la llama de un recipiente con whisky ardiendo. Se lavó las manos asimismo con licor y luego se acercó al herido con una sonda de metal en una mano.
—Aguanta, Budd.
Haines le había dado ya un buen trago. Owens se esforzó por sonreír, pero cuando la sonda penetró en la carne, cerró los ojos y dobló la cabeza a un lado.
—¡Ha muerto! —exclamó Harran.
—No, sólo está desmayado, lo cual facilita las cosas —dijo Dwillin—. Ya he localizado el proyectil y...
Segundos después, enseñaba un trozo de metal enrojecido por la sangre. Volvió a lavarse las manos y se aprestó a vendar la herida.
—Se salvaré —dijo, satisfecho—. No cabalgará dentro de una semana, precisamente, pero saldrá adelante.
—Lo cual, por desgracia, no podemos decir del pobre Joe. El rostro de Haines se ensombreció. —Vamos a buscar unas palas —dijo.
* * *
A varias millas del parador, «Media Cara» y su fiel segundo detuvieron unos caballos exhaustos y a punto de caer reventados. El primero se arrancó de un tirón la media máscara y miró furiosamente a su acompañante.
—Nos han dado una buena, teniente —dijo, sombrío.
—Cometió usted un error, señor —acusó Shaddock.
—¿Sí? A ver, expliqúese...
—Ellos estaban allí, ocultos en hoyos. Nos esperaban, en lugar de ser nosotros quienes les aguardásemos.
—Calculamos que llegarían mañana. Usted tampoco formuló objeciones. La responsabilidad, en todo caso, es de los dos.
—Quizá —admitió Shaddock abatidamente—. Una cosa es segura: han sabido ser más listos que nosotros. Es algo que no se puede negar, coronel.
El jefe asintió pensativamente. Miró a todos lados y emitió una sonrisa llena de amargura.
—Sólo cuatro hemos quedado vivos y dos de ellos se han perdido de vista. Es muy probable que no volvamos a verlos jamás, teniente.
—Sí, es b que yo creo, señor —convino Shaddock.
—Dos hombres solos no pueden hacer gran cosa. Quizá asaltar un banco, en algún lugar donde la gente pueda estar desprevenida, para conseguir algún dinero... pero, en todo caso, más adelante. Lo que ha sucedido hoy en Poplar Springs se divulgará. Hará mucho ruido, necesariamente.
—¿Adonde quiere ir a parar, coronel?
—Debemos desaparecer por un tiempo —propuso «Media Cara»—. Haines y los suyos saben que hemos sobrevivido y tratarán de buscarnos. A mí, creo, no me encontrarán donde pienso refugiarme.
—¿Seguro? —dudó Shaddock.
El bandido se echó a reír.
—Absolutamente —respondió—. Y usted, ¿qué piensa hacer?
En los ojos de Shaddock brilló un destello de cólera.
—Haines —dijo torvamente—. Sé dónde encontrarlo y no voy a dejar que disfrute demasiado de su triunfo.
—No me opongo a que lo haga, teniente, pero tenga cuidado. No se arriesgue innecesariamente. Asegure el golpe antes de actuar.
—Descuide, coronel. Haines se irá al infierno, sin saber siquiera qué le ha pasado. Y esta vez no será una ejecución simulada.
—Morirá sin saber qué le ha pasado —dijo «Media Cara» pensativamente—. Si yo estuviese en su lugar, procuraría que Haines supiera quién es el que le envía al otro mundo.
—No me interesa que lo averigüe —respondió Shaddock secamente—. Además, en cuanto note el impacto, supondrá quien le ha disparado. Eso será suficiente, señor.
—Bien, como quiera. Repito: vamos a dejar pasar una temporada, hasta que el asunto se haya olvidado. Entonces, volveremos a reunimos y pensaremos en algo interesante. ¿Le parece bien?
Shaddock hizo un movimiento afirmativo.
—Sí, señor.
—Entonces, continuemos —propuso el jefe.
Dado que los animales mostraban aún inequívocos signos de fatiga, los dos hombres reanudaron la marcha a pie, con las riendas en la mano. El parador se había perdido de vista, aunque volvían la cabeza con frecuencia, para saber si eran perseguidos.
Pero no divisaron la menor señal de unos jinetes lanzados detrás de sus huellas.
—¿Por qué? —murmuró el jefe, intrigado.
—¿A qué se refiere, coronel? —preguntó Shaddock.
—Haines y los suyos, a estas horas, saben que usted y yo, por lo menos, hemos conseguido escapar. Estaban al acecho desde hace veinticuatro horas, cuando menos. Disponían, por tanto, de caballos descansados. ¿Por qué no nos persiguen, teniente?
Shaddock se frotó la mandíbula, cubierta de una barba de varios días.
—No lo entiendo, francamente —contestó—. Pero creo que ellos tuvieron alguna baja. Posiblemente, se han quedado para atender a los heridos, quizá para enterrar a un muerto...
—Sí, tal vez —convino «Media Cara»—. A pesar de todo, mientras Haines esté vivo, no podremos sentirnos tranquilos.
—No vivirá mucho tiempo, coronel —aseguró Shaddock torvamente.
El joven lanzó un grito de alegría. Luego se quitó el sombrero y lo tiró a un lado.
—¿Puedo...? —consultó anhelante.
Harriet le ofreció sus labios. El contacto de las dos bocas les sumió durante unos momentos en un éxtasis arrebatador.
Después, Harriet apoyó el rostro en el pecho masculino.
—Kelly, me siento la mujer más feliz del mundo —declaró apasionadamente.
—Jamás te defraudaré —prometió él—. Nunca tendrás
queja de mí, te lo juro.
—Entonces... habrá que fijar la fecha de la boda, ¿no te parece?
El rostro de Haines se puso serio repentinamente. Harriet lo advirtió y comprendió en el acto los motivos de aquel súbito cambio de expresión.
—Ven, entra —dijo—. Tienes que contarme muchas cosas y, sospecho, ninguna buena.
—En cierto modo, así es, querida.
Dominando su impaciencia por saber lo ocurrido durante los días precedentes, Harriet destapó un frasco y puso licor en un vaso. Haines se había sentado en una silla y ella lo hizo frente al joven.
—La banda de «Media Cara» puede darse por prácticamente exterminada —dijo Haines—. El, sin embargo, y su segundo, consiguieron escapar.
—Entonces, mi tío sigue vivo —exclamó Harriet, consternada.
—Así es, y no podremos sentirnos tranquilos mientras no hayamos conseguido capturarle. Lo siento, pero así está la situación y no podemos hacer nada por evitarlo.
De pronto, Harriet se puso en pie y empezó a pasearse nerviosamente por la estancia.
—Es mi tío, el hermano de mi madre. Se portó maravillosamente con nosotras... pero no puedo dejar de reconocer que ha cometido horribles crímenes, que merecen castigo. Sin embargo...
—¿Sí, Harriet? —dijo el joven, al ver que ella se interrumpía bruscamente.
La joven hizo un movimiento de cabeza.
—No, no puedo pedírtelo, no sería justo. Pensaba decirte que tal vez se le podría convencer para que huyese a un país extranjero... pero tú no te avendrías a semejante componenda, ¿verdad?
—Aunque yo accediese, los otros se negarían, Harriet —contestó él con grave acento.
—Sí, b sé, y por eso no puedo pedirte nada que vaya contra los dictados de tu conciencia. —Harriet se volvió de pronto hacia el joven—. Nunca podría pedir a mi esposo que hiciera algo que no fuese justo —añadió.
—Gracias —sonrió Haines—. Lo que acabas de decir, me hace quererte más aún de lo que ya te quiero, si ello es posible.
—Pero tendremos que encararnos con un problema, Kelly. —¿Cuál, por favor?
—Si capturamos a mi tío, se sabrá mi parentesco con él...
—Hasta ahora, no lo he dicho a nadie. Ni siquiera mis compañeros saben que eres la sobrina de «Media Cara».
—¿Callará cuando esté en la cárcel, esperando ir a la horca? ¿No intentará conseguir alguna ventaja, a cambio de guardar también el secreto de nuestro parentesco?
—Harriet, si conseguimos capturarlo, lo que pase después ya no dependerá de nosotros. Ningún juez querría conmutar su pena a cambio de un silencio sobre un hecho que le parecerá de poca monta. Caso de que él hable, afrontaremos las consecuencias... bs dos juntos, y aunque tú llegues a avergonzarte en los primeros momentos, la gente, al fin, sabrá comprender que antes que el parentesco, supiste cumplir tu deber, poniéndote frente a él desde los primeros momentos.
Bruscamente, Harriet rompió a llorar. Haines se lavantó y la atrajo contra su pecho, sin decir nada, porque sabía que ella necesitaba desahogarse con las lágrimas.
Todo pasaría, se dijo, mientras acariciaba suavemente los sedosos cabellos. El cielo se mostraba ahora cubierto de negras nubes, pero, inevitablemente, llegaría al momento que luciría el sol de la felicidad para ellos y durante el resto de sus vidas.
* * *
Desde la loma que dominaba el rancho, Shaddock, masticando pensativamente un tallo de hierba, conteplaba con detenimiento los menores movimientos de los hombres que trabajaban allí.
Hacía ya algunos días que venía observando las actividades de la propiedad de Haines. Quería asegurar el golpe y no le importaba en absoluto que Haines no supiera que era él quien lo enviaba al infierno.
—Ya se lo dirá Satanás —sonrió perversamente.
Al atardecer, los peones del rancho se retiraron a sus alojamientos, dando por terminada la tarea. Un hombre, sin embargo, quedó atendiendo a un hermoso caballo, cepillándolo con todo cuidado.
Haines había entrado en la casa, para prepararse la cena.
Marty Federsen continuó la tarea de cuidar aquel espléndido alazán.
No sería como «Blackblue», pero tampoco tenía mucho que envidiarle. Haines había decidido regalárselo a su prometida, Harriet Mills, la dueña del «Bar-10». El caballo tenía las crines y la cola casi blancas, y era cuatralbo, con una estrella en la frente. La futura señora Haines disfrutaría enormemente montando a aquel bello animal.
Pero Federsen, en aquellos momentos, pensaba en otra cosa mucho menos agradable.
Para no alarmar al patrón, no había querido decirle nada, pero hada ya un par de días que había observado movimientos sospechosos en la loma situada a unos trescientos pasos hacia el sur.
Alguien espiaba a Haines y no precisamente con buenas intenciones. Federsen sabía lo que había hecho el joven y se imaginaba que alguien quería tomarse un sangriento desquite.
No iba a permitirlo, naturalmente. Terminó de asear al caballo y lo llevó al establo. Luego fue al dormitorio de los peones.
—Bruce Morgan —se dirigió a uno de ellos—, ensilla inmediatamente tu caballo y vete al pueblo. Habla con el señor Lamm y busca también al doctor Dwillin. Diles que vengan lo antes que puedan. Tengo algo importantes que comunicarles, ¿entendido?
—¿Lo sabe el patrón, señor Fédersen? —preguntó Morgan.
—Eso no te importa. Haz lo que te digo —contestó secamente el desbravador.
Morgan se levantó y fue a los establos. Fédersen se encaminó a su alojamiento, sacó el revólver y empezó a engrasarlo.
Presentía que tendría que utilizarlo aquella misma noche.
* * *
Había estado recorriendo un sector del rancho y regresó a la casa al atardecer. Un vaquero se hizo cargo del caballo y le anunció que tenía una visita.
—¿Quién es? —preguntó Harriet.
—No ha dicho su nombre, señorita.
Descalzándose los guantes, Harriet entró en la casa. Desde la puerta, vio al hombre alto y robusto, de espaldas, situado frente al retrato con marco de su padre.
Harriet tosió ligeramente. El visitante no se había percatado aún de su llegada.
—Caballero... —dijo la joven.
El hombre se volvió lentamente y sonrió.
—Estás muy guapa, Harriet —elogió.
Ella le miró fijamente. Su rostro le parecía conocido... lo había visto muchos años antes, cuando aún no tenía las sienes blancas. ¿Quién era?, se preguntó, terriblemente intrigada.
El hombre seguía en pie, junto a la consola. El retrato quedaba a su derecha y Harriet lo miró maquinalmente.
De súbito, sintió que se le paraba el corazón. Las piernas le flaquearon y, casi a tientas, buscó el respaldo de una silla, porque no se tenía en pie.
—No... no puede ser... Tú estás muerto... Te mataron poco antes de que acabase la guerra...
Harvey Winston Mills sonrió, a la vez que movía la cabeza arriba y abajo repetidas veces.
—Se me dio por muerto, que no es lo mismo —contestó.
—Entonces, ¿por qué no nos lo dijiste? —quiso saber la joven, que todavía no acababa de creer en lo que veían sus ojos.
—Es un poco difícil de explicar... pero creo que ya tienes edad para saberlo y también que es hora de que conozcas la verdad...
—No sé qué pudiste hacer, pero pienso que tu deber era
comunicarte con nosotras —exclamó Harriet con cierta
vehemencia.
—Según tu punto de vista, sí. El mío era algo diferente.
—No entiendo...
—Hija, ya es hora de que sepas de que estaba harto de tu madre. Te dolerá, porque tú la querías, naturalmente, pero
tenía un carácter insoportable.
—¡Ella murió de pena! ¡No pudo soportar tu pérdida! —gritó la joven.
—Quizá porque se había arrepentido de todas las cosas que me hizo. Se casó muy enamorada de mí, es cierto; pero, andando el tiempo, su verdadero carácter surgió a la superficie. Ella, la aristócrata del Sur, casada con un vulgar cultivador de algodón, con un apellido tan poco distinguido como el de Mills... Sus amigas progresaban socialmente, mientras que nosotros, según ella, permanecíamos estancados... Tú eras muy pequeña y ella cuidó siempre de que no te enterases de nuestras discusiones...
Mills se volvió para servirse otra copa y luego prosiguió:
—La guerra, aunque no lo creas, fue una liberación para mí. Tomé parte en numerosos combates, recibí un par de heridas, por fortuna no demasiado graves... y un buen día, cuando ya la derrota se veía inevitable, decidí que no podía volver a casa. Encontré el cadáver de un soldado horriblemente destrozado, con la cara ir reconocí ble, le cambié mis ropas y le dejé mi documentación... y el coronel Mills fue dado por muerto, en heroica lucha contra un enemigo superior en número.
—¿Y después? ¿Qué has estado haciendo todo este tiempo? —quiso saber la muchacha.
Mills hizo un gesto vago con la mano.
—He sobrevivido, simplemente. Harriet bajó la cabeza.
—Me siento anonadada. No sé qué pensar —confesó. —He venido a pedirte un favor, hija —manifestó el hombre.
—¿Qué clase de favor?
—¿Puedes darme hospitalidad por una temporada? Sé manejar caballos, arrear vacas... No seré una carga para ti, te lo aseguro.
—¿Y habré de declarar tu verdadera identidad?
Mills dudó unos momentos.
—Bueno, puedes decir que soy un lejano pariente de tu progenitor. Con el mismo apellido, claro —dijo al cabo.
—No puedo echarte de casa, porque eres mi padre, aunque he de decirte algo que no puedo callar. Debería sentirme contenta de tenerte a mi lado, pero no es así. Mamá te pudo hacer mucho daño, lo admitiré, pero, ¿era tan grave ese daño como para no volver a su lado? Por lo menos, deberías haberle dicho que seguías con vida y que no querías regresar a casa.
—Tal vez no obré bien —respondió Mills—. Pero las cosas están así y ya no se pueden rectificar.
—El hermano de mamá se portó con nosotras infinitamente mejor. Nos ayudó cuando más lo necesitábamos; incluso nos compró esta propiedad...
—El bravo coronel Stanhope —sonrió Mills—. Desde aquí le agradezco infinitamente lo que hizo por vosotras.
—Ahora es un peligroso criminal, perseguido por la justicia. ¿Lo sabías tú?
—No; lo ignoraba, hija mía.
Harriet se puso en pie, todavía muy alterada.
—He de pensar en la decisión que debo tomar —declaró—. Desde luego, y al menos por esta noche, te quedarás en casa. Mañana te haré saber qué he decidido... tío Harvey.
Mills levantó su vaso.
—Por una hija rebosante de amor filial hacia el autor de sus días —brindó.
Ella le miró fijamente. Recordaba a un padre amante, cariñoso, trabajador... y el hombre que tenía frente a sí rebosaba cinismo, le pareció. Claro que la guerra cambiaba mucho a las personas, se dijo, pero, ya habían pasado diez largos años y creía que, cuando menos delante de ella, debía de observar un comportamiento muy distinto.
Siéntate —indicó—. Voy a asearme un poco. De paso ordenaré que preparen la cena.
Será un placer sentarme a la mesa a tu lado —dijo Mills—. Después de tantos años de separación, ¿verdad? Harriet no contestó. Todavía se sentía muy confusa y pensaba que le era necesario aclarar sus pensamientos, a fin de tomar la decisión más conveniente.
Porque, ante los demás, debía callar, por su futuro esposo debía conocer la verdad, se propuso firmemente. Nunca, nunca podría engañar al hombre a quien amaba.
CAPITULO XII
Agazapado entre las sombras, Shaddock se desligó sigilosamente hacia la casa ranchera, en la que se veían todavía algunas luces. Esta vez, pensó, no iba a fallar, como cuando lo tuvieron a tiro él y aquel estúpido Joneston. Nunca se debía encargar a otro, lo que no podía hacer por sí mismo, sobre todo, cuando era en aras de la propia seguridad.
Sin causar el menor ruido, con la experiencia hija de la práctica adquirida durante largos años, alcanzó la casa y se deslizó a lo largo de las paredes, hasta llegar al pie de una ventana iluminada. Muy despacio, se irguió y miró a ras del antepecho.
Sí, allí estaba el odiado individuo, el soldado indisciplinado, cuya ejecución había simulado un benévolo capitán Brit-ten. Menos mal que aquel blando oficial estaba ya en el infierno, se dijo.
Lentamente, amartilló el revólver y lo acercó a la ventana. En el mismo instante, oyó una voz a pocos pasos de distancia:
—¿Le gusta fisgar en casa ajena, forastero?
Shaddock se revolvió velozmente, sorprendido hasta el máximo por la pregunta absolutamente inesperada. Tendió la mano armada, pero? en el mismo instante, vio brillar dos fogonazos muy seguidos delante de él y sintió un dolor lacerante en el pecho.
Las fuerzas le abandonaron casi en el acto. El revólver cayó al suelo y empezó a deslizarse hacia abajo, hasta quedar sentado con la espalda apoyada en la pared.
En el interior de la casa, se produjo cierto movimiento. Federsen lanzó un grito:
¡No se alarme, patrón! ¡He sido yo! Había un intruso y pretendía asesinarle...
Haines alzó el bastidor y miró hacia abajo, viendo una sombra oscura que se debatía débilmente. Los peones salían
a la carrera de su alojamiento.
Federsen se aproximó poco a poco al caído.
¿Quiere traer una luz, patrón? Haines agarró un quinqué y salió de la casa. Al acercarse
al hombre sentado en el suelo, sufrió un fuerte choque.
¡Shaddock!
¿Lo conocía usted, señor Haines? —preguntó el desbravador.
El joven asintió con rápido gesto. Luego se acuclilló frente al antiguo oficial sudista.
Shaddock, ¿me oye?
El moribundo abrió los ojos. Condenado soldado... Tiene usted la suerte de los tontos...
Haines no quiso comentar aquella frase.
¿Dónde está su jefe, «Media Cara»? —preguntó. Federsen oyó aquellas palabras y dio un respingo. ¡Diablos! —masculló.
Vamos, conteste —apremió Haines, dándose cuenta de que a Shaddock le quedaban pocos momentos de vida—. Dígame dónde está él.
Una extraña sonrisa apareció en los labios del agonizante.
Se ha refugiado en el «Bar-10», pero él no es... Bruscamente, Shaddock se convulsionó con fuerza. Luego se inclinó a un lado y quedó tendido de costado en el suelo, ya completamente inmóvil.
Haines se incorporó lentamente, presa de terribles aprensiones.
Marty, tengo que marcharme —dijo.
Ordenaré que le ensillen un caballo, patrón —manifestó Federsen—. Pero tenga mucho cuidado y no se confíe en absoluto —aconsejó.
Cinco minutos más tarde, Haines montaba de un salto en silla. Cuando arrancaba al galope, Federsen lanzó una exclamación:
—Señor Haines, olvidé decirle que avisé al doctor Dwillin y al señor Lamm...
Pero el joven ya no podía oírle, porque el tronar de los cascos de su montura había apagado la voz del desbravador. El coronel Stanhope estaba en casa de Harriet y si se enteraba de que ella les había ayudado, sería capaz de cualquier cosa.
Incluso de matar a su propia sobrina, pensó, atrozmente angustiado.
* * *
A cierta distancia del rancho, cuyas luces brillaban en la-noche, refrenó la marcha de su montura y cabalgó al paso un trecho. Luego se apeó y corrió en la oscuridad, hasta alcanzar el alojamiento del capataz, a quien conocía de sobras.
El hombre se extrañó profundamente de ver llegar a Haines a una hora tan desusada, a pesar de no ser demasiado tarde.
—Tengo motivos para ello —dijo el joven—. ¿Sabe si ha llegado un forastero al rancho?
—Sí, se aloja en casa de la señorita, pero no sabemos quién es. Ella no ha dicho su nombre...
—¿Le ha visto usted?
—No. Fue Dusty Ladder quien lo recibió, pero ahora no está; le toca turno de guardia en el arroyo...
—Es lo mismo. ¿Sabe si ha traído equipaje?
—Creo que está en el establo, con su silla. Acompáñeme, por favor, señor Haines.
Los dos hombres fueron al establo. Colgada de una pared, vieron una silla, sobre la cual, atravesadas, había unas alforjas de cuero.
Haines las abrió sin ningún escrúpulo. Segundos después, tenía en las manos un trozo de cuero de una forma muy peculiar.
El capataz se quedó atónito.
—¿Qué es eso? —preguntó—. Parece una máscara partida por la mitad...
Haines observó la media careta, que se amoldaba perfectamente al rostro de su dueño. Tenía dos cintas de seda, de media pulgada de ancho, para sujetarla en la frente y en la garganta, con un agujero de forma ovalada para el ojo izquierdo, otro, más pequeño, para la nariz y la media boca incompleta, que le permitía hablar sin dificultad.
—Se lo diré más tarde —contestó evasivamente—. Voy a hablar con la señorita Harriet.
—Está con su huésped, señor Haines —indicó el capataz.
Haines asintió. Guardó la máscara en el seno y luego caminó con paso firme hacia la casa.
Sentía llegado el momento definitivo. Se preguntó si Harriet habría sabido dominarse y no demostrar ante su tío que conocía sus crímenes abominables. Ella, sin duda, no había podido avisarle todavía, pero no debía reprochárselo.
Al disponerse a entrar en la casa, comprobó que el revólver podía salir de la funda sin dificultad. Luego llamó a la puerta.
* * *
Harriet abrió y una enorme sorpresa apareció en su rostro al ver a Haines ante el umbral.
—¡Kelly! ¿Qué haces aquí? —exclamó—. ¿Sucede algo grave?
Por encima de ella, Haines divisó a un hombre sentado a la mesa, saboreando un buen cigarro. Tenía alrededor de cincuenta años y parecía muy satisfecho de la vida.
—¿Quién es ese hombre? —preguntó en voz baja.
Ella se mordió los labios.
—Debo decirte la verdad —murmuró, a la vez que cerraba la puerta—. Es mi padre, Kelly.
—¡Cómo! Pero si él murió...
—Estaba muy disgustado con mamá y simuló su muerte. Ahora ha vuelto, pero no estará en casa muchos das.
—Harriet, ¿estás segura de que es tu padre? —preguntó él, muy nervioso.
—Absolutamente, Kelly. Aunque ya han pasado años, le he reconocido. Además, el retrato...
Haines sentía un torbellino en el interior de su cabeza.
—¿Cuándo ha venido? —preguntó.
—Hoy, esta misma tarde. No podía negarle hospitalidad, compréndelo. Pero creo que le pediré que se vaya de casa muy pronto. No sé, ha aparecido muy cambiado, un hombre completamente distinto del que yo conocía cuando era niña. Pero, ¿podría cerrarle la puerta?
Haines meditó unos instantes.
El padre de Harriet había llegado aquella misma tarde. Muy pocas horas después, Shaddock había muerto en su rancho. En el equipaje de Mills había encontrado una media máscara de cuero.
—Harriet, ¿le has preguntado por tu tío? —quiso saber. —No, no me he atrevido —contestó ella—. No quiero decirle que su hermano es un sanguinario forajido. No quiero que sepa que yo... que nosotros...
En la mente del joven empezó a formarse una hipótesis. No sabía cómo había ocurrido, pero empezaba a pensar en lo peor, sobre todo al recordar las últimas palabras de Shaddock.
—Harriet —dijo con firmeza—, quiero hablar con tu padre. A solas, por favor.
Ella presintió algo terrible, pero no se atrevió a negarse. Abrió la puerta y se volvió hacia el interior.
—Papá, está aquí Kelly Haines, el hombre con quien te dije voy a casarme. Quiere hablar contigo.
Mills se puso en pie, sonriendo, y se quitó el cigarro de la boca.
—Celebro infinito conocer a mi futuro yerno —dijo—. Estoy seguro de que sabrá hacer feliz a mi hija, señor Haines.
—La amo profundamente y conseguir su felicidad será el objetivo primordial de mi vida, señor —contestó el joven.
Harriet se dirigió a la escalera que conducía al primer piso.
—Les dejo solos —dijo—. Kelly, llámame cuando hayas terminado. —Sí, querida.
Hubo silencio durante unos momentos. Luego, Mills destapó una botella y puso un poco de licor en un vaso. —Tome un trago, amigo —invitó, campechano. —Gracias, señor Mills. Coronel Mills, supongo. —La guerra acabó hace diez años, muchacho —sonrió el padre de la muchacha.
—Sí, es cierto. Señor Mills, ¿sabe usted algo de su cuñado, el hermano de su difunta esposa? Me refiero al coronel Stanhope, naturalmente.
—Murió hace unos cinco años. ¿Por qué me lo pregunta?
Haines dudó un momento. Luego, con gesto un tanto teatral, lanzó la máscara sobre la mesa.
—Estaba en sus alforjas, señor —acusó.
El rostro de Mills se tensó súbitamente.
Los dos hombres se contemplaban sin pronunciar una sola palabra. Mills, sin embargo, fue el primero en romper el agónico silencio.
—¿Lo sabe ella? —preguntó, a la vez que movía la cabeza en dirección al primer piso.
—No. Sigue creyendo que «Media Cara» es su tío.
Mills volvió a llenar su vaso. Tomó un trago y, tras un ligero carraspeo, dijo:
—Mi cuñado murió hace cinco años. Ya había empezado su... carrera de forajido, pero estaba muy enfermo y tuvo que retirarse a un sanatorio una temporada, sin decir nada a sus hombres. Yo me enteré y fui a verle. El me contó todo, me dio detalles... me animó a que continuara su labor...
—¿También usted se sentía resentido por la derrota?
Müls se encogió de hombros.
—Ya me había desarraigado por completo —respondió—. No se puede explicar con palabras; hay cosas que ni uno mismo es capaz de comprender. Cuando Stanhope murió, me entregó esa media máscara. Yo la he llevado casi constantemente y nadie se percató de la superchería, hasta poco antes del fracaso de Poplar Springs. Shaddock es el único que conoce mi verdadera identidad.
—Shaddock ha muerto esta misma noche, hace poco más de una hora, señor.
—Falló otra vez, ¿eh? —rió Mills—. Decididamente, es usted un hombre con suerte. Bien, ¿qué piensa hacer conmigo?
Haines dudó un momento.
—Mi deber es entregarlo a las autoridades, para ser sometido a proceso y sufrir luego la condena que se dicte. Pero pienso en Harriet, pienso en lo que sufriría si conociera la verdad y quiero que permanezca ignorante de ello durante el resto de sus días.
—Habrá encontrado una solución, supongo.
El joven asintió. Sacó su revólver, extrajo cinco balas del tambor y lo dejó encima de la mesa.
—Hace tiempo, usted fue un hombre de honor. Recóbrelo ahora, al menos, ante usted mismo —dijo.
Mills contempló pensativamente el arma que brillaba sobre la mesa.
—Una solución muy inteligente —observó—. ¿Y si me niego?
—Entonces, tendrá que atenerse a las consecuencias, señor
—dijo Haines con firmeza.
El padre de Harriet dudó unos momentos. Luego, de pronto, empuñó el revólver y apuntó con él a su interlocutor.
En el mismo instante, sonaron varios disparos en una de las ventanas. Mills gritó un poco, agitó los brazos, se tambaleó y, después de un violento giro, se vino de bruces al suelo.
Haines respingó, enormemente sorprendido por la inesperada ayuda, cuyo origen desconocía. Dos hombres, pistola en mano, irrumpieron en la casa segundos después.
—¡Danny! ¡Fabián! —exclamó, atónito al reconocer a sus amigos—. Pero, ¿cómo diablos...?
—Federsen nos avisó con uno de tus peones —explicó
Lamm—. Dijo que corrías peligro y, cuando llegamos a tu casa, nos indicó que estaba aquí...
Lamm no pudo continuar sus explicaciones. Harriet acababa de aparecer en lo alto de la escalera. Vio a su padre caído en el suelo y lanzó un agudo grito.
Haines salió a su encuentro y la retuvo, agarrándola por los brazos.
—No mires, por favor —suplicó.
El cuerpo de la joven era un puro temblor. De repente,
—El ya no era mi padre. Apareció cuando le creía muerto y no tuve tiempo de asimilar su «resurrección», sobre todo, después de conocer su verdadera identidad. Para mí, él había muerto ya al final de la guerra.
—Nadie sabrá una palabra del parentesco —dijo Haines—. Excepto mis amigos y guardarán el secreto. Lamm le cubrió el rostro con la máscara y con ella fue enterrado. Todos piensan que «Media Cara» había ido a robarte y que nosotros lo evitamos. Quedan algunos supervivientes de la banda, pero no sabrán tampoco la verdad. Y si algún día llegasen a hablar, lo negaríamos, diciendo que tu tío murió hace cinco años, lo cual, por otra parte, es verdad.
Harriet respiró profundamente. Luego, haciendo un esfuerzo, consiguió sonreír.
—Kelly, habíamos hecho ciertos planes, ¿lo recuerdas?
Haines sonrió.
—Debemos empezar a olvidar y creo que ésa es la mejor manera de conseguirlo —respondió.
—Sí, yo también lo creo —dijo ella.
Haines se acercó al alazán y b atrajo hacia la cerca.
—Lo domaron para ti —manifestó—. Si aceptas este regalo de boda...
Los ojos de la joven contemplaron un momento al caballo. Luego hizo un gesto con la mancr.
—Ven, Kelly —llamó—. Hazme otro regalo mucho más agradable.
Haines pasó por debajo del travesano, la abrazó y la besó con pasión no disimulada.
—¿Te referías a esto? —preguntó.
Harriet apoyó la cabeza en su pecho.
—Creo que es ahora cuando verdaderamente empiezo a vivir —suspiró.
FIN